«El club de los dioses» (parte 3)

¡Feliz año nuevo 2.021 a todos mis lectores!

Esta historia fue originalmente publicada el veintiseis de enero de 2.021.

Continuamos caminando hasta llegar a casa de Larissa. Ella estaba sentada en el pequeño porche de la fachada de su choza, sosteniendo un vaso con algo y tomando cortos sorbos. Ambos la saludamos. Se le notaba igual que ayer, parte fácilmente enojadiza, igual parte feliz. Pensé en lo que hablamos anoche Vicente y yo, acerca del hecho que ella no dormía. Intenté verle algún detalle en la cara, pero no, era poro por poro la misma de ayer. Le confié mi jarra con agua, mientras que Vicente me indicó una práctica para poder usar los poderes como deidad.

—Enfócate. Cierra los ojos. Haz una imagen de lo que deseas en tu mente.
—Está bien.
Estábamos de pie al frente a los árboles frutales. Hacíamos una extraña pose, con una pierna hacia atrás y otra al frente, y los brazos hacia el frente, como si fuésemos a practicar un arte marcial de algún tipo.
—Cierra los ojos y respira profundo.
Así lo hice. Detrás de mis ojos cerrados, visualizaba los árboles del frente meneándose en el viento, pero su imagen era increíblemente borrosa.
—Desea con todas tus fuerzas lo que sea que quieres.
Apeñusqué los ojos, haciendo fuerza. Lo único que logré fue que la imagen se hiciera más imposible de comprender. Entreabrí un ojo para volver a ver la realidad.
—No, no abras los ojos. Todo debe ser en tu mente.
Los volví a apretar. Quería que una ráfaga de viento alivianara un poco el calor de la mañana que comenzaba a acumularse, que las hojas de los árboles se mecieran debido a la corriente de aire, pero me era imposible hacerme a esa imagen en mi mente. Era como un dibujo a crayones, incompleto, sobre un papel negro. Era más bien tiza sobre un tablero. Nunca llegaría a ser la verdadera imagen de la realidad.
—Debe ser una fotografía en tus ojos.
La pintura en mi mente era un mamarracho, como algo que yo de siete años hubiera hecho en la pared de la casa de mis padres. Mi cabeza no era capaz de más, mis capacidades artísticas nunca habían sido buenas y por eso me volqué hacia la computación.
—No puedo.
Vicente levantó la voz.
—¡Si puedes!
—No soy capaz de visualizar lo que me pides.
—No es difícil, enfócate.
—Es fácil para ti decirlo.
—Eres capaz, eres una de nosotros. Tienes todas las capacidades de un dios.
Abrí los ojos y me tiré al suelo.
—Quiero descansar un poco.
Vicente se giró hacia mi y me miró con un poco de rabia.
—No puedes.
—Cinco minutos.
Respiró profundamente.
—No eres una niña ya, Angela.
—Mira quien lo dice.
Vicente soltó una queja que sonó como si un ganso hubiera graznado.
—¡Ja! Aunque ahora que lo pienso, mira a Gyasi, parece de diez años y es capaz de hacer más cosas que tú. Pero te entiendo, te entiendo, si eso es todo lo que puedes dar.
Intentaba usar lógica negativa conmigo, lo sabía. Así habían hecho mis profesores y mis padres para obligarme a hacer las cosas por mi propia cuenta al comparándome con otros. Sin embargo, aún sabiendo la técnica que usaba, me subió mucha rabia.
—Espera y verás…

Larissa se levantó del porche finalmente e hizo un par de palmoteadas.
—Bueno, bueno, calma… Se están animando mucho ustedes dos.
—Pero Lar, no vamos a llegar a ninguna parte bajo estas circunstancias.
—¿Y quien dijo que tenemos una fecha fija para que Angela aprenda de sus poderes? ¿Así de tanto quieres librarte de tu doble responsabilidad?
—Pues…
Hizo su mirada a un lado.
—Sé que te cansas más rápido porque usas más de tu energía, pero ya verás. ¿No es cierto, Ángela?
Sentí un peso en mi pecho. Vicente estaba más cansado de lo normal debido a que estaba cumpliendo doble función. Debía existir una forma mejor de enfocar mi energía, de usar mis poderes, si era que existían.
—Entremos, quiero mostrarte algo.
Larissa se internó en su casa seguida de Vicente. Yo me quité la arenilla de los pies antes de entrar y dejé mis zapatillas y el cantarillo con agua en el porche. Ella estaba en la cocina, buscando uno de los tomos que moví ayer. Lo examinó, le dio un par de vueltas y con él en la mano, estiró su brazo hacia mi.
—Comienza con este.
—¿Y esto es?
—El primer libro. Los primeros antecesores que pensaron en escribir detalles de sus existencias en este lugar elaboraron este libro. Creo que será bastante fructífero para ti leerlo. Es un poco largo, y en partes confuso, pero quiero que si te surge alguna pregunta me la hagas. He leído y releído todos estos libros muchas veces.
Tomé el cuaderno en mis manos. Era muy similar al tomo que guardé en mi hogar esta mañana, dos pastas de un cartón color marrón claro ligeramente duro, agarradas en uno de sus extremos por una liana gruesa que los encuadernaba con firmeza, la cubierta ya bastante desgastada, doblada y arrugada de tanto uso.
—Yo creo que es mejor un entrenamiento práctico que teórico.
—Vicente, intentemos diferentes maneras de entrenamiento. Eventualmente ella tendrá que leer todos los libros.
—¿Todos?
Solté una queja que rebotó fuera de la casa. Larissa hizo una sonrisa un poco malvada.
—Si, todos. Es una regla, todos debemos leer los libros. Contienen toda la información que necesitamos para entender el por qué de este lugar.
El por qué de este lugar. ¿Así que tenía que leer todos estos tomos para poder entenderlo todo?
—¿Hasta Gyasi?
—¡Uy, él se los consumió en dos o tres días!
—El problema es… Aun así no sabemos porqué existe este lugar. Nadie en miles de años ha entendido nada. Sigue siendo un misterio.
Lo que Vicente dijo se sintió como baldado de agua fría.
—Es cierto, pero al menos hay información invaluable allí, siglos de dioses han escrito sus experiencias allí. Así que sigue valiendo la pena leerlos.
Al menos me podía formar una idea leyéndolos.
—¿Puedo llevármelo a casa? Quiero leerlo con tranquilidad.
Larissa lo pensó un poco y dudó. Noté de inmediato su reacción.
—Hagamos algo. Larissa, te doy permiso de entrar a mi cabaña en cualquier momento. Así, si quieres recuperar el libro, puedes entrar y recogerlo, ¿te parece?
No parecía muy convencida. Tenía que ofrecerle algo de más valor para que accediera.
—Está bien, ven.
Le agarré la mano y la arrastré hacia la puerta.
—Espéranos acá, Vicente. Es una negociación privada.

Le guiñé el ojo y salí con Larissa fuera de la casa, giramos hacia la izquierda y nos paramos a la sombra contra una de las paredes. Hablé suavemente, casi en el oído.
—Tengo algo más para ofrecerte y para que confíes en mi.
—¿A ver?
—¿Recuerdas la pregunta que me hicieron ayer? ¿Aquella que no quise contestar?
Larissa suspiró.
—¿Me guardas el secreto?
Asintió.
—No soy virgen. Justo el día antes de mi quinceavo cumpleaños hice el am… Tuve sexo con mi ex-novio.
Larissa tomó una bocanada de aire en sorpresa.
—Si no me equivoco… Tú sientes curiosidad por estos temas.
Observé su cara, estaba un poco roja, pero tenía un brillo en sus ojos, como si la curiosidad se quisiera desbordar.
—Yo… Quiero saber. La verdad…
Asentí.
—Leerlo de los tomos no es lo mismo… Es muy clínico y poco emocionante.
—Lo sé.
—Además, no hay muchos detalles, solo un par de datos allí y allá.
—Entonces, tu nunca…
Larissa se puso roja como un tomate maduro.
—¡Jamás!
—¿Y Vicente?
—¿A qué te refieres?
—Larissa, a mil kilómetros de distancia se ve que te gusta él.
Se tapó la cara con las manos. Hasta las manos estaban tintadas de carmín.
—No…
—Si quieres guardarlo como un secreto, de mi no saldrá. Es hasta posible que él te corresponda, él se ve muy receptivo y te tiene en alta estima.
—No entiendes…
—¿Qué no entiendo?
—Tomo doce. En el tomo doce hay algunas cosas que alguien escribió respecto de las relaciones entre dioses…
—¿Doce de cuántos?
—El que estoy escribiendo es el veintidós.
Exhalé con desesperación. Muy bien, Angela, bien. Tenemos lectura para uno o dos años.
—¿Y qué dice?
—Dice que es imp…
—¡Ah! ¡Jefa! ¡Y la nueva diosa del aire!
Me giré. Gyasi nos veía a lo lejos con sus ojos brillantes como siempre, saludando con su brazo entero. Corrió a nuestro lado.
—Uy, jefa, ¿pasa algo? Estás roja como el atardecer.
—En absoluto, Gyasi… Debe ser el calor del sol.
—Pues, ¡entremos a la casa!
—Yo…
Era hora de escaparme.
—Yo voy a regresar a mi cabaña. Tengo mucha lectura por delante.
Larissa miró el libro en mis manos.
—Hablamos ahora más tarde.
—Claro que si.
Posé mi otra mano sobre su hombro y lo apreté con suavidad.
—Nos vemos más tarde, Gyasi, Larissa.
—Claro que si, hermana Angela.
Me dirigí al porche, tomé mis cosas y me fui agitando la mano. Ambos se despidieron de la misma forma y se internaron en la casa. Observé como Vicente se acercaba a la puerta con cara de preocupación. ¿Ellos dos han convivido casi cien años, y en todo este tiempo no se han dado cuenta de sus sentimientos mutuos? ¿No han sentido esa chispa extraña que ocurre cuando uno está a solas con el otro? Recordé el día que mi novio y yo nos acostamos juntos, desnudos y abrazándonos sobre mi cama. Continué caminando.

—¡Angela!
Me giré a ver a Vicente, quién corría hacia mi.
—¿Qué pasó ahora? ¿Por qué Larissa estaba así?
Sonreí.
—No puedo decirte nada… Charla privada entre chicas.
Vicente encorvó sus cejas.
—¡Qué diantres!
—Así es. Voy para mi casa, necesito leer este tomo. Hazme saber si necesitas algo.
—Se me ocurrió una idea.
—¿La cual?
—Desde hoy finaliza mi encargo como dios temporal del aire. Ya es tu responsabilidad.
—¡Pero…!
—Ya te imaginarás que pasará si nadie hace este trabajo, ¿no?
Miré al cielo. No había ni una nube. El sol atravesaba el firmamento y brillaba fuertemente, quemando el suelo. Observé los árboles del bosque. Estaban quietos, como si estuvieran congelados. Las hojillas pequeñas del prado, tiesas y erectas.
—Esto es injusto.
—O te entrenas, o nos vamos a cocinar vivos.
—¡Me estás lanzando al mar a nadar, sin siquiera saber chapotear!
—Ya tú verás.
Se tornó y comenzó a caminar hacia la casa de Larissa. Cerré mis ojos. Apenas llevaba un día aquí, ¿qué podía yo hacer? Ni siquiera conocía las reglas del todo. ¿Por qué estaba tan impaciente? ¿Habían sido así mismo con Mikhail? Tenía toda la razón en irse.
Una vez llegué a casa, me desvestí para quedar en ropa interior, me serví un poco del agua del cántaro, la tomé de un solo golpe, me tumbé en la cama y abrí el tomo que Larissa me había entregado.

Las primeras páginas eran unas hermosas ilustraciones, llenas de pequeños detalles que intenté deshilvanar. La primera era una ilustración de lo que parecía una de aquellas hadas, sus alas grandes, soltando unos brillos que se extendían por toda la página. Alrededor de ella otras hadas más pequeñas flotaban, también emitiendo pequeños fulgores. En la parte de abajo, una especie de árbol, y hacia un lado un riachuelo que fluía de este. La cara del hada parecía viva, como si me observara desde la hoja.
La siguiente página tenía aquel hada en una esquina, mirando hacia un lado, de nuevo sus brillos atravesando toda la página. Las largas saetas que emergían de ella eran como si iluminaran todo lo existente. Ella extendía su mano hacia la derecha, y de esta emergía una especie de fluido parecido al agua en dicha dirección. Varias de las hadas siguieron el comando, flotando desperdigadas en dicha cardinal. En la parte de abajo, el mismo árbol estaba, con el mismo riachuelo fluyendo de él, aunque ahora habían una serie de puntos en este. Pensé que eran polvo y por inercia los traté de barrer con la mano, pero descubrí que estaban hechos de tinta.
La tercera página tenía en la parte inferior el árbol, ya un poco más grande, y el mismo riachuelo con los mismos puntos. Sin embargo, los puntos no eran tales, eran pequeños facsímiles de humanoides. Tuve que acercar la cara a la página para poder notar el diminuto detalle de sus brazos y su cabeza. De la parte de arriba, una gran congregación de hadas descendían a través de unas líneas alargadas de la parte superior hacia la composición inferior.
La cuarta página mostraba el árbol con lujo de detalles, diminutas hojas definiendo el contorno y poblándolo en pequeños manojos. El riachuelo que fluía de este ya se podía observar con mayor detalle, los puntos de la página anterior se podían identificar más fácil como cuerpos, las hadas flotando encima del río, alargando sus manos hacia las de los humanoides. En un par de casos, dos hadas flotaban encima de una sola criatura de aquellas. Las líneas de la página anterior continuaban descendiendo desde el borde superior, más y más criaturas siguiendo las saetas.
La quinta hoja mostraba un detalle del riachuelo, hombres desnudos siendo extraídos de las manos por dichas hadas. En el primer plano, un hada levantaba a un hombre. Las caras de los hombres me parecían grotescas, bestiales, como perros mostrando los colmillos. Las de las hadas eran pulidas y prístinas, sonrientes. Sus alas eran hermosas, a tal punto que casi podía ver el tornasol a través de la tinta negra del dibujo. En el fondo, otras halaban a mas hombres fuera del riachuelo y los hacían flotar en el aire.
La siguiente página me impactó de inmediato. Él árbol tenía una llama en la parte superior, las hadas seguían extrayendo hombres. Un par de hombres que ya habían salido del río, llevaban en sus manos lo que parecían ramas del árbol encendidas, como antorchas. Del borde superior ya habían dejado de descender hadas.
En tanto torné la página, lágrimas ya estaban brotando de mis ojos. Él árbol estaba consumido en llamas, el riachuelo parecía que había mermado su flujo, todos los hombres que estaban afuera ya blandían ramas encendidas, y parecían perseguir a las hadas, quienes huían hacia la derecha. Un par de hombres que aún estaban en el río estiraban sus brazos hacia las hadas, pero debido a lo que acontecía, no los rescataban. Me limpié los ojos y giré la página, insegura de lo que continuaría. En tanto vi la ilustración, cerré el libro, me giré en la cama y clavé la cabeza en la almohada.
Temblé como si tuviera frío. Mi voz ahogada sonaba como bocanadas de aire de alguien que se ahoga. Húmedas lágrimas brotaban de mis ojos, empapando las telas. Mi cuerpo comenzó a manar un sudor pegajoso, como si llorara al compás. Lo que seguía era tal como lo había imaginado. Una vez gané compostura, volví a tomar el libro y lo abrí.

Un hombre sostenía la rama encendida, quemando las alas de una de las hadas. La cara de esta contrastaba de la que había visto páginas atrás, se veía el dolor, el sufrimiento, la pérdida de algo trascendental. Era imposible contener mis lágrimas al ver esta escena. En el fondo de la lámina, otros hombres hacían sufrir a las demás hadas de igual forma. Algunas huían, intentando regresar a la fuente de la luz, otras flotaban hacia otros lados.
En la siguiente página, las hadas que habían perdido sus alas estaban de pie, al lado de los hombres, quienes con su otra mano seguían sosteniendo aquella rama con fuego. De este emanaba un oscuro tizne negro que subía hacia la parte superior. El hombre le agarraba fuertemente la mano a la criatura. Noté que la estatura de ambos era igual, a diferencia de la que yo había visto, que era diminuta. La luz proveniente del “cielo”, disminuía, no habían tantas líneas como antes.
La página número nueve, mostraba un niño entre el hada y el otro más adulto. Todas las parejas ya tenían también un chiquillo. El “cielo” ya estaba inundado de humo negro y ya muy poca luz bajaba a la tierra. Las caras de las hadas ahora eran tristes, hundidas, marcadas por el dolor.
La décima página estaba rota. Alguien la había rasgado por la mitad. Lo único en lo poco que había quedado aún agarrado del encuadernado era tinta negra por todos lados, como si alguien hubiera querido tachar la ilustración, y en su intento se rindió, al final decidiendo rasgar la hoja.
De aquí en adelante, era solo texto.

Queridas hermanas, estimados hermanos. Estas cortas palabras dan inicio a este documento que he querido compartir con todos ustedes. ¿Quién había hecho esos dibujos anteriores? No lo sé, no nos ha dejado ninguna pista. Dioses desterrados, robados de la tierra por estas criaturas, almas perdidas de Dios. La avaricia les trajo acá, y solo con ello la luz regresará a vuestros ojos. Escribid tus historias y tus lecciones, para los pobres desalmados que siguen. Con infinito amor, Haoma.

Me pareció un párrafo rimbombante e innecesario. A continuación, Haoma había escrito un análisis acerca de las páginas anteriores, mezclada con su conocimiento. Según él, las criaturas fueron creadas por una diosa primigenia, la reina de todas las criaturas. Se llamaba Sidhe. Esta diosa en su cielo, al ver la creación de la tierra, se sintió acongojada por la soledad que había en ella. Allí solo había un árbol, el árbol del mundo, y un río, el río del inframundo. Ella derramaba su luz sobre toda la creación. Un día, el río comenzó a llenarse de lodo, así que ella, para limpiarlo creó pequeñas divisiones de ella, y las envió a la tierra para limpiarlo.
Allí, aquellas divisiones suyas comenzaron a extraer la impureza, que súbitamente se convirtió en seres al ser tocados. Sus criaturas, sin saber que otra cosa hacer, extrajeron a aquellos seres de lodo del río, quienes comenzaron a secarse en la rivera y tomar vida.
El árbol al observar esto, despertó de su largo letargo, y siendo él el responsable de todo lo que hay entre cielo y tierra, se enojó al ver que la reina del cielo se había inmiscuido en su dominio. Resultado de su enojo, una llama se formó en sus hojas. Los seres de lodo siguieron tomando vida. Algunos de ellos notaron el fuego en el árbol y lo robaron, arrancando pequeñas ramas. En tanto, el árbol no detuvo su conflagración. Más de los hombres aquellos obtuvieron antorchas encendidas.
La reina del cielo observó lo que ocurría y dejó en dividirse. Su energía había disminuido y estaba cansada. El árbol estaba completamente en llamas, y aquellas criaturas, con curiosidad asesina, atacaron a las “hadas”, quemándoles lo que a sus ojos era diferente entre ellos, sus alas. Al no poder volar o escaparse, los hombres las convirtieron en sus esposas, y resultado de la relación entre cada pareja, resultó una pequeña criatura, parte humano, parte hada.
La diosa del cielo estaba drenada de energía por el abuso que sus divisiones habían recibido, y pernoctó, sumiendo al mundo en oscuridad.

Cerré el libro y sentí muchísima rabia. Así esto fuera solo una leyenda, era increíblemente deprimente. Lo que me quedaba de tristeza había sido reemplazado por ira. ¿Quién o qué había creado este mundo? Fui al hogar y saqué el tomo que había escondido allí. Respiré profundo y bebí otro vaso de agua. Me recosté de nuevo y continué leyendo el tomo de los dioses de aire.

Haoma escribió un par de líneas muy bonitas en el libro que él está escribiendo. Nosotros somos los representantes de aquel árbol, el que se encendió en la ilustración que Atenea hizo. Nadie más lo sabe, pero yo te lo puedo decir, la vi dibujándolos a escondidas. Supuestamente, una de las hijas de Sidhe, le contó el secreto. Hasta dónde es verdad lo que esas criaturas nos dicen, no te podría decir.

Estaba más confundida de lo normal. ¿Grian? ¿Atenea? Parecían nombres de dioses griegos o romanos, o no sé de que origen.

Tenemos una guerra fija con los dioses del cielo, los representantes de Sidhe, la diosa sol. Está dicho en las leyendas que entre cielo y aire no nos podemos llevar bien. Nut no me gusta para nada, se cree el encargado de todo. Hace dos días se le olvidó hacer madrugar y los pajarillos y los gallos estaban confundidos. Después vino a decir que estaba ensayando para crear un eclipse. No sabe dibujar una estrella en el cielo, y ahora quiere hacer un eclipse.

Parece que en el pasado los dioses la tenían más difícil.

Atenea vino a mi ayer entre lágrimas, Haoma le pidió que se fugaran juntos. ¿Se irán por el camino del sol? No me gusta para nada esa situación. Haoma es…

Lo que seguía estaba manchado de tinta hasta hacerlo imposible de leer. La narración seguía un poco más allá.

Pero a Atenea le gusta Hauhet. Estoy segura de ello. Las he visto como sonríen juntas, como se han besado, como se han tocado y como se han consentido. Hauhet estará furiosa si se entera.

No sé quien es quien, pero hay otra diosa en la mezcla. Nut era el dios del cielo y Aura la del aire. Haoma, Atenea y Hauhet, no tenía ni idea quienes eran. ¿Quizá Haoma era el dios de la vida en ese instante? Mi cabeza comenzó a doler un poco. Si algo, este tomo era solo un chismorreo continuo, y con mucha razón lo quieren mantener en secreto. Solté el libro sobre la cama y me tiré contra la almohada. Escuché algo tocar el suelo.
Me incliné a ver y era una hoja del cuaderno doblada múltiples veces. Me estiré con esfuerzo, la recogí y la desdoblé.

Amado nuevo dios del aire. Que Aura te bendiga. Ayuda a Masha, por favor. Pídele ayuda a Gyasi, si es que él está aún allí. Yo no pude hacer nada por ella, he llorado por los últimos cinco días, así que mañana he decidido ir por la senda del sol. Con cariño, Mikhail Molchalin.

¿Qué significaba esta nota? Tomé el cuaderno de nuevo y leí las últimas páginas, desde el punto en el que Mikhail tomó actividades como dios.

No sé que escribir acá. Mi nombre es Mikhail Molchalin, y soy el nuevo dios del aire. Larissa, la diosa de la vida, y Vicente, el dios de la tierra, me recibieron con alegría. Encontré este libro bajo la cama.
Soy un estúpido. Sé que las condiciones en mi patria no estaban bien, pero matarme por hacer que mi mamá tuviera dinero fue la peor decisión de mi vida. Quiero regresar y escoger un deseo diferente.
Anoche tuve un sueño. Vi que mi madre enterraba un cajón de madera con mi cuerpo en medio del frío del invierno bajo el cerezo al frente de nuestra casa. Varios soldados de la madre Rusia la acompañaban en la ceremonia. No era igual que cuando nosotros enterramos a nuestro padre, que lo hicimos solos. ¿Qué había cambiado?
Vicente, el dios de la tierra, me ha enseñado como enfocar mi energía en mis actividades. Es difícil, porque el aire no es algo que se vea, pero solo se siente. Solo hasta después de tres horas lo pude lograr.
Conocí a Hugh, el dios del tiempo. Es un cerdo capitalista, que cree que lo puede hacer todo. Justo estaba mofándose de mi existencia. Me preguntaba acerca de todo, de dónde vivía y si lo único que podía comer era pan. Era tal y cual el líder nos había dicho en sus comunicados, los yanquis nos amenazan día tras día. Si solo supieran que nosotros fuimos los que acabamos con los alemanes.

Cerré mis ojos. No sabía como interpretar todo esto. Si habla de la segunda guerra, significa que Mikhail venía de mínimo mil novecientos cuarenta y cinco, máximo mil novecientos ochenta y siete, como yo. Era un soviético, a todas vistas, y a mucha honra. Me adelanté y decidí leer solo lo último.

Antes de Hugh marcharse, me había dicho que él esperaba volver a sus padres una vez cruzara el portal de salida. ¡Cómo me haces falta mi amigo! Gyasi es muy diligente, pero nadie podrá reemplazarte. Espero verte en el otro lado.
Otro sueño. No había soñado en varios meses. Vi a mi madre en un hospital muy bonito en Moscú. Tenía un chico joven a su lado en la cama, quien le sostenía la mano con fuerza. La vi muy enferma y se le notaba la piel llena de manchas como moretones. El tipo se le veía triste, pero muy bien vestido. Creo que ella morirá. Quiero verla. ¿Se me cumplirá el deseo cuando cruce la puerta de salida?
Hoy, otra vez fui a ver a Masha. Como siempre, estaba llorando. En cuanto me vio, me abrazó y me besó. Era como si temiera lo que iba a pasar. Le acaricié su largo y sedoso cabello blanco y la besé más. Le pedí que me disculpara y le entregué mi carta. Le dije que la amaba y me regresé a casa.
Esta es mi despedida. Amado dios del aire por venir, espero que las circunstancias sean mejores para ti en el futuro. Perdón. Perdón. Perdón.

Mis ojos se encharcaron un poco. La nota finalizaba con un boceto de la cara de un chico, delgado y un poco ojeroso, de cabello a media nuca. Su boca no mostraba ninguna expresión. En una esquina firmado por Mikhail.

—¡Masha!
Me levanté de la cama como un resorte. Me vestí con rapidez y salí. El sol estaba casi en el cenit. Corrí a toda prisa hacia la casa de Larissa. La puerta estaba cerrada, así que toqué con fuerza.
—Larissa, es Angela. ¿Has visto a Gyasi?
Del otro lado, Larissa me contestó, un poco agitada.
—Ya voy.
Un par de segundos después, Larissa abrió. Estaba tal como la había visto en la mañana, aunque con el cabello un poco enmarañado, un poco sudorosa y visiblemente sonrojada, su voz temblando un poco.
—No le he visto desde hace una hora. Se fue con Vicente, supuestamente a ver un problema en el río.
—¿Sabes hacia dónde? Necesito hablar con él.
—Ni idea. Posiblemente si vas al río, podrás cruzarte con ellos.
—¡Gracias!
Comencé a girarme para correr hacia el río. Larissa me agarró de la camisa antes que pudiera marcharme.
—Ángela… Yo…
—¿Sí?
—Tengo una pregunta…
Hasta el día de hoy jamás había visto una persona tan roja en mi vida. Posiblemente la blancura de su piel hacía que se viera más roja de lo normal. Parecía del color del atún fresco.
—¿Dime?
Respiró fuertemente.
—No, disculpa. Después hablaremos de ello. Ve, antes que les pierdas la pista.
—Gracias. ¡Cuídate!
Una vez me soltó arranqué con rapidez camino al río. Caminé por la ribera, alejándome un poco del área del árboles de frutos e internándome un poco en un bosque a la par. Después de unos treinta minutos de caminar y a punto de darme por vencida, les vi a la lejanía, aunque lo que presenciaba escapaba mi imaginación.

Vicente estaba en la postura que me había enseñado más temprano ese día, sus brazos y manos posicionados como si estuviera agarrando dos melones invisibles. A su lado, Gyasi observaba atento. Y a un metro más allá, al frente, un bloque gigante de tierra y rocas, como si flotara por encima del aire, moviéndose con lentitud por encima del río hacia el otro lado del cauce. Caminé con lentitud hacia ellos, tratando de no distraerlos.
—Así va bien… Así…
Vicente tenía sus ojos bien cerrados y estaba sudando fuertemente, Gyasi concentrado en sus indicaciones.
—Un poquito a la derecha, continúa.
El bloque de lodo seguía moviéndose en el aire. Solo en películas había yo visto algo así.
—¡Ah!
Gyasi me vio. Me puse un dedo en los labios y le guiñé el ojo. Asintió con su sonrisa radiante como siempre.
—¿Pasa algo?
La voz de Vicente se notaba un poco carraspeada, demostrando el esfuerzo titánico que hacía.
—Ah, no, no pasa nada, quizá un poco más a la derecha y ve bajándolo un poco.
El bloque hizo tal y como Gyasi indicó. Yo estaba maravillada. Aunque ya los había experimentado, al ver esto me daba cuenta que los poderes de los dioses eran reales y tangibles.
—¿Un poco más hacia adelante?
Gyasi comenzó a caminar hacia el río. Me asusté un poco. La corriente en este lugar era fuerte y Gyasi era pequeño, se lo habría de llevar en nada. Estiré mi mano hacia él y expelí un quejido sordo. Gyasi sonrió aún más, si eso era posible, y comenzó a levitar por encima del cauce, a un par de centímetros por encima. El grito se me salió sin querer.
—¡No!
—¡Si!
—¿Qué pasa? ¿Quién hay ahí?
Me mandé la mano a la boca. El chico no aguantó la risa. El cubo de tierra comenzó a temblar un poco.
—No te desconcentres, hermano Vicente, ya vamos a terminar.
—Larissa, ¿eres tú?
—Soy yo, Angela. No me prestes atención.
El cubo de tierra se mecía de un lado al otro. Vicente estaba perdiendo su concentración.
—¡No, hermano Vicente, no!
Vicente soltó un suspiro explosivo y tomó una bocanada de aire. Se puso rojo y comenzó a sudar más fuerte.
—Vamos, izquierda un poco y más hacia el frente.
El bloque tomó su rumbo de nuevo. Unos minutos después, el cubo descendió hasta su posición final, el chiquillo observándolo de cerca, aún flotando sobre la corriente.
—¡Perfecto!
Vicente suspiró de nuevo y soltó sus brazos. El bloque que antes era tan perfecto bajo su influencia, se desarmó soltando rocas y sedimento alrededor. Aplaudí sin pensarlo.
—¡Wow! ¡Eso es increíble!
Abrió sus ojos y me miró como condenándome, su voz cortante como un filo.
—Casi me haces perder la concentración, Ángela.
—Perdón, perdón. No fue mi intención. ¡Pero de verdad que es increíble ver esto!
Gyasi regresó a nuestra orilla.
—Y tu, por Dios, Gyasi, ¿sabes flotar por el aire?
Sonrió aún más.
—¡Y puedo flotar un poco más alto! ¿Ves?
Así mismo hizo, levantándose unos treinta centímetros sobre la tierra. Aplaudí de nuevo.
—¡Angela!
El regaño llegó sin esperar. Vicente refunfuñó.
—Esto no es nada. Nuestros poderes son limitados solo por nuestra energía. ¡Tú podrías hacer esto y más! ¡Entiéndelo!
—Lo sé, lo intentaré.
—Gyasi, continuamos.

—Espera, espera, tengo un par de preguntas.
—¿A ver?
Aclaré mi garganta.
—¿De dónde sacaste la tierra?
—Fácil, del fondo del río. Me enfoco en lo que quiero extraer y lo voy moviendo.
—Espera… ¿Y cómo lo mueves?
—Eso es lo que no se como explicarte muy bien. Simplemente deseo moverlo y es como si mis manos mismas lo estuvieran haciendo. Deseo moverlo un poco al frente, un poco a la derecha. Me imagino yo mismo levantando la tierra sobre el aire, lo visualizo como si fuera un pedazo compacto y simplemente ocurre.
—Ya veo.
—Lo mismo con flotar, mi hermanita Angela.
El niño comenzó a bajar a la tierra.
—Deseo hacerlo y simplemente pasa.
Volvió a repuntar hacia el aire para volver a caer en el suelo.
—¡Se necesita práctica!
—¡Exacto! Por eso te lo estaba recalcando, Ángela. No es por molestar, nada más.
—¡Ya veo, ya veo! Tomaré más en serio las lecciones. Pero por lo pronto, Gyasi…
El niño me miró, con su cara inquisitiva.
—Necesito un gran favor.
—¿Dime, hermanita?
—Necesito ver a Masha, rápido.
—¿A la hermana Masha? ¿Por qué?
—No te puedo explicar ahora. ¿Cómo llego allá?
—Uff. No es fácil.
—Como sea debo ir allá.
Vicente interrumpió.
—De veras, es peligroso ir. Yo solo he ido una vez y casi me perdí. No hay nada de bueno en ir allá.
—No importa, solo necesito ir.
Gyasi cerró sus ojos un momento.
—Tendrás tus razones. Mañana salimos temprano entonces.
Sonreí. Vicente susurró en su típico tono grave.
—Es una caminata de todo un día.
—Debemos llevar provisiones entonces. Necesitamos más que todo agua.
—Y un cambio de ropa.
—Exacto. Y quizá un poco de fruta, algo para Masha.
Estaba bastante contenta.
—Lo alistaré todo desde hoy.
—Madrugaremos. Salimos a las cinco de la mañana. Voy por ti a esa hora.
—Entendido. ¡Gracias!
De nuevo sonrió. Una corriente de viento suave comenzó a tocarnos. Se sentía fría, evaporando el sudor de mi piel. Gyasi estaba feliz también.
—Ah, qué fresco, ¡por fin!
—¿Eh?
Vicente se notaba sorprendido. Yo estaba sonriendo de alegría, moviendo mi torso al ritmo de alguna cancioncilla en mi cabeza.
—Angela…
—¿Dime?
En tanto me detuve, el viento cesó.
—Tú… El viento… ¿Tú?
—¿Qué?
Aclaró su garganta y miró hacia otro lado.
—No pasa nada.
—Eh, ¿¡dime!?
—¡No pasa nada! Seguimos, Gyasi.
—Está bien.

Me senté a la sombra de un árbol cercano y los seguí observando. Al cabo de unas tres horas habían construido una especie de puente para ir de una orilla a la otra. Se veía bastante rígido. Observé los sutiles movimientos de Vicente, las claras explicaciones e indicaciones de Gyasi. Deseé que mis poderes se activaran, deseé ser útil. Sin embargo, como era ahora, era imposible. Miré al cielo entre las hojas de los árboles. Vicente se paraba encima del arco, pisando con fuerza, Gyasi lo examinaba.
Después de otro rato, nos regresamos juntos a la villa. Vicente seguía explicándome cosas que pasaban por encima de mi cabeza, aunque de una forma u otra las comprendía a mi manera. Mi conclusión era que el acto de desear lo mejor, de desear con fervor, como si uno rezara por uno mismo, era lo que activaba los poderes.
Una vez llegamos a la villa, me despedí, le volví a recordar a Gyasi de nuestra expedición de mañana y me regresé a la casa. Saqué un par de botellas que vi a un lado del fogón, fui al río, las lavé y las llené, regresé a casa y las puse en un mantel que encontré en la cómoda. Regresé afuera, tomé algunas frutas, duraznos y manzanas, además de algunas bayas que encontré al lado de mi cabaña. Las empaqué junto con los cántaros y cerré el mantel en forma de bolsa.
Seguí leyendo un poco el libro uno, aunque no pude recordar nada de lo que leí. Me quedé dormida sobre la cama en mi ropa interior.
A las cinco de la mañana, sin siquiera aclarar el cielo, Gyasi tocó a mi puerta. Era hora de que nuestra pequeña excursión comenzara.

«El club de los dioses» (parte 2)

Esta historia fue originalmente publicada el 16 de enero de 2.021, después de mis cortas vacaciones de las festividades.

Después de varios minutos de risas, y con mi mente aún confundida, necesitaba preguntar algo que me comía desde hace rato.

—¿Así que no saben como funcionan los poderes?
—No, no sabemos. Es algo como que deseamos que las cosas pasen y de alguna manera ocurren.
Larissa hizo unos movimientos con sus manos para intentar explicarme, pero me confundió más.
—Pues yo solo me concentro en el reloj y las cosas ocurren. Aunque no he tenido que usarlo recientemente, Masha de veras tiene muy buen sentido del tiempo.
Gyasi volvió a observar su reloj, lo abrió y lo cerró con rapidez.
—Y en mi caso, las cosas simplemente ocurren, cuando deseo fuego, se forma el fuego. Los ríos se siguen moviendo sin problema, aunque a veces Mikhail olvidaba hacer llover hacia el lago desde donde se originan, y tenía que recordarle.
—Y en el caso de Masha, ella es tan misteriosa que no tenemos ni idea que pasa por su cabeza. No la hemos visto en…
—Ocho meses, veintidós días, cuatro horas y doce minutos, Jefa.
—Gracias, Gyasi.
No entendía del todo porque el chico siempre la llamaba Jefa. ¿Qué había pasado ahí? ¿Quizás era por respeto? Además, él le decía “hermana Masha” a la diosa del cielo.
—Es decir que si me concentro en el fluir del viento, ¿el viento se ha de mover?
—En teoría si. Hasta ahora yo he estado haciendo las veces de dios del aire, pero no es fácil. A diferencia de ser la diosa de la vida, quien por alguna razón tiene energía infinita…
Vicente bajó la mirada hacia Larissa. Ella tenía fuego en sus ojos, como si quisiera matar y comer. Vicente solo sonrió en respuesta.
—Nosotros, los demás dioses, tenemos energía limitada. En especial, Gyasi.
—Si, ser el amo del tiempo me cansa muy rápido.
Analicé la situación, pero había algo que no me encajaba del todo.
—Pero, yo no los veo a ustedes concentrados haciendo que las cosas ocurran. No entiendo como funciona.
Vicente se levantó del asiento y caminó un poco alrededor.
—¿Cómo lo explicara? Es un conjunto de instrucciones… No. Cada ser…
Veía como se confundía más con cada palabra que decía.
—Hagámoslo con un ejemplo, ¿te parece, Vicente?
—Está bien.
—¿Cómo fluyen los ríos?
Podía ver la cara de confusión en Vicente. Quizá jamás le habían hecho esa pregunta.
—¿Te concentras en ellos y mueves las partículas de agua? ¿O quizá la gravedad? ¿O piensas en la masa de agua como un todo y simplemente la rediriges?
—Espera, espera…
Larissa y Gyasi lo miraban atentamente. A ella se le formaba una sonrisa malvada.
—¿O es algo que solo ocurre y no tienes que hacer nada activamente?
—Ahora que lo dices…
—¿Cuál es tu intervención en el fluir de los ríos? ¿Qué tienes que hacer?
Vicente hizo una cara de seriedad absoluta.
—Pues, este mundo aun tiene leyes de la física, como en la Tierra, que funcionan tal cual. No necesito concentrarme en el flujo de los ríos, eso lo hace la gravedad misma y esas otras leyes que no sé. En realidad, si se forma una obstrucción en los caudales, o si es necesario mover tierra de un lado a otro, o formar surcos, o abrir un túnel en la montaña, eso si lo puedo hacer. Igual con los caudales subterráneos, debo estar pendiente de ellos para que el riego de las plantas sea idóneo.
Ya comenzaba a entender.
—Me mencionaste algo acerca del fuego…
—Si. Si es necesario crear fuego, tengo la habilidad de hacerlo.
—¿Y cómo lo haces?
Dejó salir un respiro profundo. Cerró sus ojos y frunció el ceño.
—La verdad es complicado de explicar. Yo me concentro en el lugar donde quiero crear la llama…
Mi mirada se posó en su cara. Los otros dos también le clavaron los ojos.
—Y es como un deseo. Como que deseo que se forme una llama en tal lugar, de este tamaño y esta intensidad. Y simplemente ocurre. Pero es algo que debe ser un verdadero deseo.
—¿Un verdadero deseo?
—Si… Si yo bromeo acerca del fuego, no ocurre, tengo que desearlo en mi corazón.
No comprendía muy bien. ¿Qué diferencia un deseo de un verdadero deseo?
—Veo la confusión en tu cara. Esto solo se aprende en la marcha, Angela.
—Haz un fuego.
—¿Qué?
—Si…
Me giré alrededor. La choza era altamente inflamable, siendo construida de madera y con telas por todos lados. A mis espaldas estaba la cocina, que ahora que la observaba era nada más que una mesa auxiliar para aquellos famosos tomos. Me levanté con un poco de dificultad y los apilé a un lado, dejando el hogar desocupado. Larissa se levantó por reacción.
—¿Qué haces?
—Haz un fuego en el fogón.
Larissa suspiró caminando hacia mi, mientras Vicente me cuestionaba con seriedad absoluta.
—No, no…
—¿Para qué?
—Quiero verlo.
—¿El fuego?
—Si. Haz un fuego, lo apagaremos después.
Gyasi me miraba sorprendido, sus ojos brillantes y sonrisa plena confirmando su emoción.
—Pero no hay combustible… Haré una llama que se apagará en nada.
—Me parece bien. Quiero verla.
—Muy bien.
Observé a Larissa con el rabillo del ojo, su mirada llena de pánico. Gyasi estaba columpiando sus piernas en la banca. Vicente frunció el ceño y miró fijamente la posición del fogón.
—No, no creo que sea buena idea, Vicente.
—Tranquila, Lar… Lo haré, me controlaré.
—Pero…
—¡Qué lo haga! ¡Qué lo haga!
Gyasi dejó salir su expectativa desbordada. Yo me mantuve en silencio. Vicente seguía observando el fogón con intensidad, y yo miraba su cara. De sus poros comenzaron a brotar unas pequeñas gotitas de sudor. Soltó la respiración.
—No puedo.
Larissa soltó también su aliento.
—Eh, pero… Vamos, hermano Vicente, ¡tú puedes!
—No puedo, me siento intimidado.
No pude aguantar más y solté una carcajada muy fuerte.
—¿De qué te ríes?
—¡Qué sabía que esto iba a pasar! Cualquier persona bajo este nivel de presión no seria capaz de hacer algo así. ¡Perdón!
Vicente me miraba con su ceño aún torcido. Yo seguía soltando cortas risitas, mis ojos un poco encharcados.
—¿Me estabas evaluando, Angela?
—¡No, no! Solo quería saber que era eso del “verdadero deseo”. Creo que lo entiendo ya. Gracias.
—Pero…
—No necesitas probarme nada ya. Gracias.
Mientras me giré para sentarme de nuevo, sentí un repentino calor proveniente del fogón y el inconfundible sonido de una llamarada. Gyasi se quedó con la boca abierta y yo me congelé de pie. Larissa brotó sus ojos y apretó sus puños.
—Y así puedo generar fuego.
—¡Vicente Martín!
Larissa se quería salir de sus ropas. La cara de Vicente permanecía seria. Me senté.
—Entiendo.

Por algunas horas más continuamos hablando. Larissa me invitó a que leyera los cuadernos que habían dejado nuestros antecesores y practicara un poco las actividades como diosa del aire. Vicente me podría enseñar acerca de ello, ya que él estaba cubriendo ambas responsabilidades. Gyasi se distrajo con su reloj, poniendo atención de vez en cuando. Me explicaron que esta cabaña es el cuarto personal de Larissa. Cada dios tiene su propio lugar que habita. Vicente vive en una caverna cercana, que ha sido modificada por cada uno de los dioses de la tierra a su gusto. Gyasi vive en una casa en uno de los más altos árboles y desde allá observa el firmamento. Hay otra choza de madera más allá de los árboles de frutos, que es la vivienda oficial de Masha, a pesar que no la usa. Y para el dios del aire, la tercera choza de la aldea, un poco más alejada. Allí habitaría yo.
Me contaron muchas anécdotas, acerca de diferentes dioses del pasado, acerca de la formación de la aldea, de las discusiones que a menudo tenían. En ningún momento tocamos nuestras historias, nuestras experiencias en la tierra, nuestras familias, nuestros amigos. Era como si hubieran sido un sueño pasajero, de esos que se olvidan cinco minutos después de despertar.
Y entre todo esto, el cielo por las ventanas se había tornado oscuro. Masha era muy buena diosa, con muy buen sentido del tiempo.

—No sé ustedes, pero yo tengo bastante sueño.
Vicente dijo esto mientras se rascaba los ojos. Pregunté algo que tenía en la cabeza desde que desperté.
—A todas estas… ¿Ustedes sienten hambre? Porque debo admitir… Ya sería hora de que tuviera ganas de comer algo.
Larissa sonrió y puso su mano sobre la mía.
—No te preocupes por ello. De eso me encargo yo.
Recordé la descripción que ella había dado de su trabajo. Velaba por nuestra salud y bienestar, eso significa… ¿Qué se encargaba de nuestra nutrición también?
—Eso es…
—Eso mismo. Si sientes sed, bebe el agua del río. Es muy fresca.
Gyasi ya cabeceaba. Larissa se levantó y habló con fuerza.
—¡Bueno mis queridos amigos! Otro día y una nueva amistad. ¡Gyasi!
Gyasi se despertó de golpe.
—¡Si, jefa!
—Cierre del día, por favor.
—¡Si, jefa! Día veinte de enero del año seiscientos veintiocho. Siendo ocho y cuarenta de la noche. ¡Vida!
—¡Presente!
Larissa respondió como si estuvieran llamando a asistencia. Hice una nota mental del dato.
—¡Tierra!
—Aquí estoy.
La pereza se consumía lentamente a Vicente. Su seriedad se comenzó a perder reemplazada por sueño.
—¡Cielo!
—Ausente, pero aún actuando.
Larissa respondió sin titubear. Aunque Masha no estaba entre nosotros, si el firmamento dio paso a la noche, era suficiente prueba que ella aún habitaba entre nosotros.
—¡Aire!
No sabía que hacer. ¿Era yo la diosa del aire? La mirada en expectativa de todos me lo confirmó. Sentí que era un paso muy grande el creerme este cuento. Gyasi repitió gritando un poco más fuerte.
—¡Aire!
—Presente.
Respondí con duda. El asentimiento en silencio de Larissa y Vicente la disiparon. Decidí que tenía que adicionar algo.
—Presente, con ayuda de Vicente por ahora. Gracias a todos por recibirme.
Gyasi se emocionó y comenzó a aplaudir. Larissa le siguió y Vicente un momento después. Hice una venia corta y sonreí.
—Y por último, ¡tiempo! Es decir, yo.
—Estamos todos. Gracias por todo hoy. Nos vemos mañana.
Así nos levantamos de la banca. Mis piernas aún se sentían un poco adormiladas, pero ya podía caminar sin cojear mucho. Gyasi, Vicente y yo atravesamos el umbral de la puerta, y cuando ya nos encontramos afuera, pude observar maravillada el exterior.

Si este era el trabajo de Masha, jamás había visto yo un cielo tan perfecto. Las estrellas brillaban con todo su fulgor, pedacitos de brillante derramados por todos lados, junto a una luna tan cercana que sentía que la podía abrazar. Era una verdadera maravilla. La brisa afuera revoloteaba las hojas de los árboles, el polvillo del suelo, el petricor de las piedras quemadas por el sol, haciendo llegar a mi olfato un cálido dulzor. Recordé al hada. Este era el aroma que había sentido de ella en mi última noche en vida.
—Vicente, ¿puedes venir un momento? Necesito discutir algo corto.
Vicente se giró. Larissa estaba en la puerta.
—Angela, yo te acompaño a tu nueva casa. Espérame un par de minutos.
Asentí. Quería absorber todo lo que podía ver a mi alrededor. Gyasi continuó caminando con lentitud, mientras Vicente regresaba a la casa de Larissa con rapidez y se internó cerrando la puerta a su espalda.

Los árboles parecían simples frutales, y aunque la oscuridad no me permitía saber de que eran, el olor me recordó a un pastel de manzana. El camino afuera estaba bien mantenido y demarcado, sin duda trabajo de Vicente.
—¡Hasta mañana, hermanita Angela!
—¿No nos vas a esperar?
—No, que Vicente te acompañe a casa. Mi árbol queda un poco lejos de acá. Nagaan buli.
—¿Perdón?
—Eso es “Buenas noches”, en el idioma que yo hablaba en la Tierra.
—Ah, entendido. Good night!
Yeah!
Gyasi se fue andando por una ruta a un lado de los árboles. Lo seguí con mi mirada hasta que sentí que un foco se encendió en mi cabeza. Exclamé en voz alta.
—¿Y cómo demonios es que nos entendemos?
—Primero, ojo a las groserías.
Dejé salir un pequeño grito. Era Vicente.
—Segundo, ¿apenas te lo preguntas? Y tercero, no sabemos.
—¿Cómo que no sabemos?
—No, mira que nos entendemos sin problemas. Mi idioma en la Tierra era el español. El tuyo era…
—Inglés. ¿Y Larissa?
—Griego. Con esta mezcla de idiomas, es imposible que nos entendiéramos de alguna forma… Pero aún así lo hacemos. Vamos.
¿Sería posible que esto aplicara también para “el purgatorio”? ¿Me desgasté hablando con aquel chico, o quizá me entendía? Comenzamos a caminar con calma. Vicente se quedó callado, quizás esperando que hiciera alguna pregunta.
—Y aquella diosa, ¿Vicky? Aquella que Gyasi dijo que era muda.
—Ah, Vika. Ella era un caso especial. Según la historia escrita, era sordomuda. Ella estuvo acá hace unos ciento cincuenta años o más. No tenía forma de expresarse con los demás, excepto de forma escrita. Eso es algo que también no sabemos.
—¿El qué?
—Cuando escribimos, escribimos algo, pero no sabemos en que lenguaje. No es nuestro lenguaje nativo. Pero aún así nos entendemos. Recordamos nuestro lenguaje y lo podemos hablar, escuchar y entender, pero no lo podemos escribir.
—No entiendo.
—Yo menos, y eso que llevo muchos años terrestres acá.
Esa expresión me pareció un poco forzada, pero no pregunté acerca de ello. Continuamos caminando por la senda al lado de los árboles. Observé una casucha a mi izquierda, las luces de adentro estaban todas apagadas, haciéndola ver lúgubre y abandonada, a pesar que la luz de la luna la iluminaba con un tono azulado.
—Esta es la casa de Misha. Ya han pasado unos treinta o cuarenta años terrestres que no la ha usado.
No pude aguantar más.
—¿Años terrestres?
—Te explico mañana.
—¡Tengo tantas preguntas!
—Mañana. De verdad necesitas dormir, es tu primer día acá. Nosotros también tenemos preguntas, en especial una, que no nos has respondido.
Tragué saliva. Vicente exhaló.
—Sé que es una pregunta muy salida de lo normal, pero es algo importante. El sexo…
Su voz se quebró un poco. Aclaró su garganta y comenzó a hablar de una forma muy monótona.
—No es que ser dios obligue a tener un cuerpo puro, o que la virginidad signifique algo muy importante. Sin embargo, afecta notablemente los poderes.
Sentí que mis mejillas se calentaron un poco.
—¿En qué sentido?
—Hace que los poderes sean más indomables. Obliga a tener mucho más cuidado.
—¿Cuando se es virgen, o cuando no se es?
—Al ser virgen. Es como si las hormonas estuvieran activas todo el tiempo.
—¿Y si se tiene sexo en este mundo?
La pregunta salió disparada de mi boca. Vicente frenó en seco y me miró.
—¿Qué?
Ya no podía ocultar mi cara sonrojada. Él se notaba afectado.
—¡Perdón!
—No… No pasa nada. La verdad… Creo que no funciona.
—¿No funciona?
Aclaró su garganta de nuevo y continuó caminando.
—Según el registro escrito, parece que no funciona. Parece que el cuerpo una vez llega a este mundo es inmutable.
—Así que es imposible envejecer.
—Si, muestra de ello es Lar. ¿Quién creería que falleció en el siglo XIX?
—¿Y lo del hambre?
—Eso es diferente. El cuerpo aun así necesita una fuente de energía. Lar nos alimenta con sus poderes, no necesitamos comer. A veces si necesitamos saciar la sed, sobre todo cuando a alguien se le olvida poner nubes en el cielo y tenemos un verano muy fuerte.
Pensé en Masha. No era tan perfecta ella entonces, a pesar de la hermosura del firmamento.
—Lar… Larissa es una trabajadora incansable. Ella no duerme.
—¿Y entonces?
—No mentía yo cuando dije que ella pareciera que tuviese energía infinita.
Se giró a ver la casa de Larissa. Yo le seguí la mirada.
—Las luces permanecerán encendidas toda la noche. Ella no habrá dormido. Así es ella.
—¿Es algo de los dioses de la vida?
—No. Es algo de ella.
Continuamos caminando. Más adelante, encontramos otra choza, muy similar a la que habíamos pasado algunos minutos atrás.
—Hemos llegado. Permíteme.
Cerró los ojos un momento y apretó su mano derecha. Dos segundos después los abrió. Un par de antorchas se encendieron en la parte exterior.
—Bienvenida.
—¿Ese fue un verdadero deseo?
—Qué comes, qué adivinas. Usa el fuego para encender las lámparas de adentro. Las lamparas deben tener combustible aún.
—Gracias Vicente.
—Me retiro. Acomoda todo adentro a tu gusto. Si no necesitas algo o quieres cambiar o agregar algo, cuéntanos mañana. Debe estar todo como lo dejó Mikhail. No sé en que estado estará, en realidad. Nosotros no entramos sin invitación a la casa de los demás.
—No hay problema. Gracias de nuevo. Hasta mañana.
—Que descanses. Y bienvenida otra vez.
Bye!

Caminé rápidamente. El clima se había tornado un poco frío, quizá por el viento. Los tablones de la escalera de entrada crujieron ante mi peso, la luz de las antorchas iluminando la fachada con su centelleante fulgor. Abrí la puerta lentamente. Con la poca luz que entraba por las ventanas dí un rápido repaso por la habitación.
A diferencia de la casa de Larissa, había una cama verdadera, sencilla pero perfectamente tendida. La misma cocina en el fondo, pero sin el desorden encima de ella. Una mesa pequeña con dos sillas. Una vela, un par de lámparas, un par de tazas y un cuaderno. Un armario, dos pares de zapatos sobre el suelo y una cajonera. Cerré la puerta. La cabaña tenía un olor muy característico, un aroma que jamás había experimentado hasta hoy, como el de una fruta que se prueba por primera vez.
Sentí que mis piernas cedieron. Me ardían. Me arrastré por una velluda alfombra y llegué como pude a la cama. No quería quitarme ninguna prenda. Mis ojos se cerraron y como una roca, caí dormida.

—¿Cómo te sientes?
—Muy cansada.
—Lo siento.
—No, no es tu culpa.
—¿Sientes que tomaste una mala decisión?
—Claro, desperdicié mi vida.
—De este lado se te extraña mucho.
—¡Cuánto daría por volver!
—¿Es una pregunta, o es un deseo?
—Es un deseo.
—Jajajaja, los milagros son reales.
—¿Milagros?
—Al final de cuentas… ¿Acaso no eres una diosa?
Abrí mis ojos. Estaba en un hospital. Al frente mío había una cama con alguien en ella y tres personas de pie, un chico de cierta edad, una mujer de mayor edad, y otra mujer que vestía una bata larga que le llegaba a las rodillas. El tiempo no parecía fluir en este lugar. Me acerqué a la cama.
Una joven mujer yacía en ella, sus cabellos color oro estaban regados encima de la almohada. Sus ojos apretados como si estuviera durmiendo en un sueño infinito, pero daban la sensación que ella fuera a despertar de repente. Un par de líneas asemejándose a ojeras se formaban en sus párpados. Su contorneado cuerpo estaba cubierto por una simple bata de hospital y una manta de color azul. Sus manos yacían por fuera de la manta, con una delgadez que se confundía con decrepitud. La cara que una vez era redonda y rozagante, ahora delgada y magra. Quise tocarla, acariciar aquellas ausentes mejillas, sentir el calor que de alguna forma aun pasaba por sus venas, pero era imposible. Al final de cuentas, era yo.
El chico era quien había sido mi novio, mi primer y único amante. Se le notaba más alto, más musculoso que la última vez que lo había visto, aunque con gafas más gruesas. Sus ojos mostraban que no había parado de llorar, sus ojeras pronunciadas e hinchadas. Su ceño mostraba preocupación.
La mujer era mi madre, aunque me costó creerlo. Parecía que se había avejentado diez años. Aquella piel lozana de la que ella se regodeaba con frecuencia ante sus amigas del trabajo, ahora daba el paso a unas gruesas y profundas arrugas. Su cabello negro y lacio parecía una maraña. Al igual que mi novio, parecía que había llorado continuamente. Sus ojos eran vidriosos y ausentes de brillo.
La otra mujer con la bata parecía una médica. No la reconocí, aunque en su ropaje aparecía cosido su nombre. Williams.
Quería abrazarlos, decirles que aún estaba aquí con ellos, aunque no me pudieran ver. Sin embargo, algo en mi me decía que no podía acercarme a ellos. Al fin de cuentas, el tiempo estaba detenido.
Respiré profundo, incapaz de derramar una lágrima. Sonreí, pues fue mi culpa que esta tragedia hubiera ocurrido. Cerré los ojos.
—¿Deseas volver?
—Si.
—¿A qué costo?
—No estoy segura.
—Ellos están manteniendo tu cuerpo vivo, a pesar que ya no estás allá.
—No entiendo. ¿Acaso no había muerto?
—Tú ya no estás allá.
—¿Y entonces por qué siguen manteniendo mi cuerpo vivo?
—Es su deseo.
—¿De?
—De verte de nuevo del otro lado. Recuérdalo, eres una diosa.

El sonido de un trueno hizo retumbar el suelo y las paredes. Desperté súbitamente. Me encontraba acurrucada sobre la cama como un gusano, completamente vestida. El techo seguía siendo poco familiar. ¿Qué demonios era ese sueño? ¿Y ese estruendo? La luz del sol comenzaba a colarse por las ventanas. El ambiente dentro de la choza era seco y un poco frío. El aroma frutal que había notado anoche había desaparecido. Me levanté despacio de la cama y miré alrededor de nuevo. Era tal y como lo había notado el día de ayer. Sea quien hubiese sido el tal Mikhail, era un sujeto muy ordenado o había dejado todo organizado en tanto sabía que debía irse.
Caminé hacia la mesa y observé el tomo depositado encima. La carátula era sencilla, como de papel reciclado. Lo tomé en mis manos y lo abrí.

Estimados nuevos dioses del aire. Bienvenido al valle de los dioses. Este tomo ha pasado de mano en mano por múltiples generaciones de encargados del aire. Es un secreto bien guardado, así que intenta que no lo descubran los demás dioses. Leelo con detenimiento. Cada uno de nosotros ha escrito detalles bastante interesantes aquí. Además, te invitamos a que escribas nuevas pistas, nuevos datos que creas que sean de nuestro interés. No sabemos si los demás dioses hacen algo así similar. Escribe lo que quieras compartir con tus futuros descendientes. Con mucho cariño, Aura, Diosa del aire.

—Que no lo descubran otros dioses… ¿En plena vista? Bien hecho, Mikhail.
Sonreí un poco. Me dirigí hacia la cocina. Estaba inmaculada, aunque un poco empolvada. Abrí el cajón de la lumbre, igualmente limpio. Puse el libro allí, cerré la compuerta y regresé a la sala. Las tazas estaban dispuestas una al frente de la otra, totalmente vacías. La vela parecía que no había sido usada antes.
Me dirigí al armario, también vacío. Abrí los cajones de la cómoda. Habían un par de cobijas bien dobladas en uno de ellos, además de un par de camisas masculinas cosidas a mano. En otro de los cajones había lo que parecía ropa interior femenina y masculina, además de unas medias, también hechas manualmente. Alguno de los dioses anteriores parecía haber sido habilidoso con la costura.
Sentí un poco de sed. Me dirigí a la cocina y tomé un jarro que había en ella. Me dirigí a la puerta y la abrí. El viento entró con fuerza, revoloteando mi cabello y las cortinas de la casa. Un aroma dulce, como a jugo de frutas llegó a mi nariz. No era el mismo que había sentido anoche, pero era bastante agradable. A lo lejos escuché el rumor del agua. Descendí las escaleras y caminé por la senda. Noté que el cielo estaba un poco nublado y el viento era frío. Perseguí el barullo del río hasta que llegué a él. Era un riachuelo no muy profundo, aunque tenía unos cinco metros de ancho. Metí el contenedor, lo llené con un agua que se sentía fría y fresca en mis dedos. Respiré profundamente. ¿Cuándo había sido la última vez que había sentido este frescor?
Me levanté, me quité los zapatos, las medias y el pantalón. No recordaba que me había puesto estas bragas. Eran unas bastante adultas, delicadas y con unos encajes muy bonitos. En algunas partes ligeramente transparentes se podían ver mis vellos. Recordé que mi madre me había regalado un conjunto, pues según ella ya era necesario que tuviera unas más elegantes. Me las puse porque quería verme especial cuando estuviera con mi novio, además porque nada más le quedaba bien a mi cuerpo que súbitamente había crecido.

Me metí al agua. El frío se esparció por la piel de mis piernas y me hizo temblar un poco. Tomé una bocanada de aire. El agua jugueteaba entre los dedos de mis pies, las piedras que pisaba formando extrañas estructuras debajo de ellos. Creía que había sentido un pececillo cruzar por mis pantorrillas. Intenté buscarlo, pero no lo encontré, a pesar que el agua fuera tan cristalina. Tomé un poco entre mis manos y la sorbí. Era ligeramente dulce y tan fría que congeló mis dientes. Era deliciosa. Me agaché un poco más y tomé otra manotada. Mi seca garganta la recibió con agradecimiento.
A mis espaldas, escuché un tosido. Era Vicente, quien me estaba dando la espalda.
—Buenos días, Angela. Espero que estés disfrutando del agua.
—Hola Vicente, buenos días. ¡Si, está muy fresca, me encanta!
—Qué bien. Vine por ti para comenzar tu entrenamiento, pero toma el tiempo que quieras.
Su voz estaba tensa, un poco mecánica.
—No, no, ya voy.
—Si…
Un trémolo extraño llegó a mis oídos.
—No olvides de vestirte, por favor.
Miré mi ropa desperdigada en la orilla. Entendí la razón de su preocupación. No pude evitar soltar una risa.
—¡Vicente! Estoy en ropa interior, ¿cuál es el misterio? Acaso en tus años no…
—¡En mi época esto sería inadmisible!
Comencé a caminar hacia la vera.
—Lo dices como si fuera un pecado.
—No, no es un pecado, es solo mínima decencia.
—Se llama curiosidad lo que sientes, Vicente, y es algo muy sano.
Me puse el pantalón, subí la cremallera pero no me lo abotoné. Embutí las medias en las zapatillas y las cargué en mi mano. Estando descalza, podría sentir los pequeños granos de tierra entre mis dedos. Era algo que no sentía desde hace mucho tiempo.
—Ya te puedes girar a verme.
Se tornó, su cara estaba un poco roja, su boca apretada como guardando un secreto. Se le veía apenado.
—Esto explica algo que me temía desde ayer.
—¿El qué?
—Vicente, eres virgen, ¿no?
Exhaló con fuerza por su nariz, haciendo un ronquido un poco innatural.
—¡Esto lo explica todo también para mi!
Su reacción me causó gracia. Sonreí.
—No saltes a conclusiones. La época de la que yo vengo es muy diferente a tu época. Ya no existen más misterios.
Se quedó callado. Comencé a caminar en dirección a la casa de Larissa. El suelo se sentía delicioso, las piedrecillas acariciando mis dedos, el calor que emanaba calentando mi piel del frío del agua. Por alguna razón, el viento comenzó a fluir con fuerza. Me giré hacia Vicente, quien aún estaba en su posición, sin saber como reaccionar.

—Vamos. ¿Acaso no querías enseñarme algo?
Su cara estaba congelada, sus ojos bien abiertos.

Continué caminando por la vera del riachuelo, camino a la casa de Larissa. Varios pasos atrás, Vicente me observaba. Desde ese momento intentaría desentrañar el misterio de mi capacidad como deidad, y de nuevo, la razón de yo estar en este lugar.

«El club de los dioses» (parte 1)

Esta historia fue originalmente publicada el 14 de enero de 2.021, después de mis vacaciones de las festividades.

—Pero ahora me pregunto, tú, ¿en qué gastaste tu único deseo?

Todo se tornó oscuro en aquel momento. Mi pecho dejó de latir, mis pulmones dejaron de llenarse. Aquel chico que pacientemente escuchó mi historia durante mis últimos minutos de vida, desapareció en el negro vacío de aquel lugar.

—Angela…
La voz de mi novio me llamaba.
—Angela…
La voz de mi madre me llamaba.
—Angela…
La voz de mi padre me llamaba.

Mis labios se pusieron fríos, mis dedos helados. ¿Así que esto se siente la verdadera muerte? ¡Qué tonta fui! Desperdicié mi vida por una decisión estúpida. No había marcha atrás.
¿Fui feliz? Quizá un poco, justo en los últimos días. ¡Qué tonta fui!
Quería llorar, ¿pero qué iba a lograr con ello? ¿Podía llorar, ahora que estaba muerta? ¿A dónde irían mis lágrimas?
¡Demonios! ¡Qué tonta fui!

—Y si que lo fuiste…
—Sin duda alguna.
Escuché una extraña carcajada surgiendo de mi alrededor. La voz era ligeramente ruda y tosca, incluso, parecía enojada.
—Despierta, perezosa. Despierta y… ¿Estás llorando?

Abrí mis ojos súbitamente. ¿Estaba muerta? Estaba…
—¿Estaba muerta?
La chica que tenía en mi frente se moría de la risa, soltando unas carcajadas terribles.
—Ay, caray, no me podría cansar de ver esto.
Su tez me era desconocida. Su cabello rojizo y notables pecas contrastaban con el blanco, casi rojo, tono de su piel. Vestía una especie de mono con cargaderas de mezclilla azul. Hasta pude haber jurado que en vida tuve uno así. ¿En vida? ¿Era esto la otra vida?
Detrás de la chica, una sencilla estructura de madera se extendía a todos lados, como una pequeña casita. La luz era muy tenue, pero al menos había luz. Quise levantarme, pero mi cuerpo me lo prohibió, se sentía como un lastre.
—Uy, espera, espera.
La chica me extendió la mano. Intenté tomarla, pero mis brazos no reaccionaban.
—No, no, ¿sabes qué? Quédate quieta un rato, cierra los ojos y respira profundo.
Así hice. La extraña pesadez de mis brazos se fue yendo y lentamente el frío de mis dedos y de mis labios fue desapareciendo. Una vez me sentí con calor abrí mis ojos.
—¿No quieres toser?
Se me hizo muy extraña su pregunta.
—No, no particularmente.
—¿Y tu boca? ¿Tienes sed?
La examiné con mi lengua. Estaba increíblemente seca, como si hubiera comido muchos fritos salados, pero no estaba sedienta.
—No creo.
Ella me volvió a extender la mano.
—Soy Larissa.
Me aferré a su mano con la poca fuerza que aun tenía.
—Soy Angela. Mucho gusto.
—El gusto es mío.
Con fuerza, Larissa me irguió hasta quedar sentada. Definitivamente, estaba en una especie de choza de madera, con unos ventanales muy sencillos y una puerta del mismo material. Una especie de telas cubrían los cristales. El piso también era de la misma textura aunque se veía un poco desgastado por el uso. En una de las esquinas de dicho lugar había una especie de silla. Estaba sobre un colchón un poco tosco, unos centímetros por encima del piso. El sol que entraba por las ventanas era parecido al de las cinco de la tarde.
Como un rayo vino a mi el recuerdo del último día, de mi primera vez con mi novio. Extrañamente, a pesar que creía que había pasado poco tiempo desde mi muerte, no sentía ningún dolor en mis entrañas. Al recordarlo, me toqué el vientre por encima de mi ropa. Efectivamente, ya no sentía nada.
Mi ropa, era exactamente la misma que había vestido el día de mi muerte, una camiseta de unos colores como arco iris teñidos que me quedaba larga antes del crecimiento de mi último día y que ahora me quedaba perfecta, un pantalón corto que también ya me había quedado muy apretado sobre todo en mis caderas, unas medias cortas negras con blanco y unas zapatillas planas de color verde, mis favoritas.

—Imagino que tendrás muchísimas preguntas, Angela. Pero por ahora confirmemos un par de datos, ¿tú tienes quince años?
—No, tengo cator…
Recordé mi ultimo deseo. De nuevo vino a mi mente el hecho que crecí lo de un año en un día, recordé el doloroso sexo con mi novio y recordé a mi madre, durmiendo plácidamente en el sofá.
—Si. Tengo quince años.
—Entonces es lo usual. Nada raro.
Larissa tomó una bocanada de aire y cerró sus ojos.
—No podré responderte todas tus preguntas, pero lo intentaré… Porque para nosotros es también un desconocido lo que ha pasado. Bienvenida al valle de los dioses.
—¿El qué?
—Ese nombre ya lo tenía este lugar, es algo que ha pasado de boca en boca, generación en generación de dioses, uno detrás del otro.
—¿Dioses dices?
—Si. A ver, aclaremos las cosas. Tu conociste a los seis o siete años una criatura alada…
—¡Si! Un hada, a los siete. Ese hada me hizo la vida impos…
—Y le pediste un deseo.
Me pareció un poco rudo que me cortara la anécdota, pero lo ignoré.
—Si, le pedí un deseo en el último año.
—¿Justo antes de cumplir los quince?
—No, a los catorce. Deseé…
Larissa puso su delgado dedo en mis labios.
—No, no, no me digas que deseaste. Es una regla que tenemos acá. No indagamos mucho de nuestras vidas pasadas ni de nuestros deseos. Solo compartimos información que nos permita saber que demonios quieren esas hadas.
Larissa se mandó la mano a la barbilla.
—Así que catorce años. Angela… ¿En qué año falleciste?
—Mil novecientos ochenta y siete.
—¡PUF!
Esto no parecía una sesión de preguntas y respuestas, más bien era una inquisición. No había podido preguntar nada aun. Larissa tosió un poco.
—Mil novecientos ochenta y siete, ¡por Cristo!
Su expresión se me hizo muy extraña.
—¡Mil novecientos ochenta y siete!
Se levantó de su posición postrada y comenzó a caminar alrededor.
—¡Mil… Novecientos… Ochenta… Y siete!
—¿Pasa algo?
Larissa se giró a verme… Sus ojos estaban desorbitados.
—¿Qué si pasa algo? Esto es gigante.
Miré los pies de Larissa, tenía puestas unas alpargatas de yute. Noté la camisa de color blanco que vestía debajo de su overol. Parecía cosida a mano. Ella siguió dando vueltas dentro de la casa, como un tigre enjaulado. Unos segundos después, se lanzó como un resorte contra la puerta. La abrió con rapidez, dejando entrar el viento y la luz rojiza del sol del crepúsculo, y con ella un extraño aroma a tierra húmeda. Recordé el olor que tenía el hada cuando se acercó a mi nariz antes de yo morir. Salió como galopando fuera de la puerta y unos segundos después escuché un par de alaridos.
—¡Gyasi! ¡Gyasi! ¿Estás por ahí?
Yo estaba estupefacta. ¿Qué demonios estaba pasando? En vez de disminuir mis preguntas, ahora incrementaban con rapidez. Intenté incorporarme, sobando con fuerza mis piernas. Poco a poco recuperaba la movilidad.
—¿Dónde se habrá metido?
La voz de Larissa retumbaba en aquella casa.
—¡Vicente! ¡Ven!
—Lar, ¿qué pasó?
La voz de un chico le respondía, un tono claro y sereno. Intenté pararme, pero mis piernas se sentían como si no existieran. Me puse a gatas y avancé con lentitud hacia la puerta. Mis caderas no respondían tampoco, incluso las sentía acalambradas.
—Estoy buscando a Gyasi, ¿lo has visto?
—No desde la hora de la comida. ¿Por?
—Ya despertó la nueva.
—¡Oh! ¿Y?
—Viene de mil novecientos ochenta y siete.
—¿Qué? ¡Quiero verle!
Ya había llegado a la puerta y afuera podía observar una especie de bosque, un poco de nubes en el cielo y el viento fresco en mi cara. Veía dos sombras que se acercaban.

—Oh, ¡ya te puedes mover! ¡Qué rápido te recuperas!
Observé al chico al lado de Larissa. Era alto, ligeramente fornido, con un cabello impecable, bien peinado hacia atrás y negro como el azabache. Vestía un extraño conjunto que me recordó a una vieja película que había visto cuando era más chica. Era muy elegante y estilizado.
—Mucho gusto, soy Vicente Martín Agudelo.
El chico me extendió la mano. Me senté en las piernas y extendí mi brazo para darle un firme apretón.
—Un gusto, Angela… Angela…
Un momento… ¿Cuál era mi apellido? Escarbé en mi memoria pero no lo hallaba. Cada vez que lo intentaba arrastrar de mis recuerdos, era como si agarrara humo. Una letra ce aparecía y se desvanecía. Una efe. Una te. No sabía que estaba ocurriendo. Agaché mi cabeza y miré al suelo. ¿Cuál era mi apellido? No. No estaba en algún lugar. No existía. Sentí que iba a llorar. Larissa se arrodilló a mi lado y me puso la mano en el hombro.
—Cálmate, cálmate. Solo hace minutos que te despertaste. Es normal no recordarlo todo, al fin, hasta hace unos minutos estabas casi muerta.
Se giró a ver a Vicente. Yo le seguí la mirada.
—Ayúdame a levantarla, vamos a sentarla en la banca.
Larissa me tomó de un brazo y Vicente del otro, poniéndome de pie con su ayuda. Él era definitivamente fornido, pues me levantó con facilidad. Ella en cambio cojeaba un poco y se le notaba el esfuerzo. Me llevaron a la silla y pude observar el otro lado de la choza. Era un espacio bastante sencillo. La cama, si se podía llamar así, era una especie de colchón tirado en el suelo con una o dos mantas encima. Más allá, una especie de mesa de madera con dos bancas largas y detrás de esta, una pequeña cocina.
—Así que mil novecientos ochenta y siete… ¡Uf!
—No entiendo porque es tan sorprendente… ¿Por qué lo siguen repitiendo? ¡Una y otra y otra y otra vez!
Mis palabras salieron golpeadas. Me tenían enojada con tanta repetición. Larissa habló primero.
—Yo morí en mil ochocientos treinta y siete.
—Y yo en mil novecientos doce.
Esos números no cabían en mi cabeza… Eso significaba que ella había fallecido unos ciento treinta años antes de mi nacimiento, pero a mis ojos era exactamente igual que una quinceañera cualquiera de mi ciudad, aunque con una ropa muy campesina. Vicente parecía mayor, pero una vez lo analicé de pies a cabeza, se me hizo como uno de esos chicos aficionados del deporte que se mofaban de mis amigos, los miembros del club de computación de la escuela.
—Jajaja, pareces que se te hubiera aparecido un fantasma, deja de abrir la boca.
Me sonrojé. Ella se arrodilló a un lado de la silla donde yo estaba. Vicente se hizo a su lado.
—Perdón, pero me parece increíble lo que dicen. ¿Así que tu eres la mayor?
—La mayor, no, ¡en absoluto!
Su cara se tornó muy seria y miró a un lado.
—Bueno, podrías decir que si. Ahora, ya soy la mayor.
Vicente se acercó a Larissa y le puso la mano en el hombro, acariciándole. Se hizo un silencio absoluto, solo interrumpido por el sonido de las hojas de los árboles afuera. Me sentí pesada, como si hubiera tocado un tema que no debía.

Como llamado por la pesadumbre, unos pasos fuertes se escucharon provenientes de afuera de la cabaña. Levanté mi cabeza para mirar por la ventana y por la puerta ingresó corriendo un chico moreno, de estatura baja, cabello extremamente rizado y ojos brillantes. Vestía una camisa roja que le quedaba un poco grande, un pantalón color café claro y unos zapatos negros brillantes y pulidos.
—¡Jefa, jefa! ¿Me llamaste?
Al entrar y verme se detuvo enseguida, como un ciervo sorprendido por las luces de un automóvil.
—Perdón.
Larissa se levantó y aclaró su garganta.
—Gyasi, ¿qué pasó? Te estuve llamando a gritos hace un rato. Te presento a Angela.
Él se acercó lentamente y me miró a los ojos. Sentí como si me fuera a absorber con su penetrante y brillante mirada. Me intimidé y miré a un lado.
—¿Ella es la nueva diosa del aire?
Larissa se acercó a Gyasi y agitó las manos como pidiéndole silencio y comenzó a reírse de una manera muy artificial. Yo finalmente reaccioné a sus palabras y miré al chico. ¿Diosa del aire?
—Jajajaja, después hablamos de eso. Angela apenas se despertó.
Me levanté del asiento sin pensar.
—No, no, ¿qué es ese tema de diosa del aire?
Vicente ya tenía los brazos listos para agarrarme en caso que me cayera. Afortunadamente mis piernas resistieron.
—Ángela, es un tema un poco complicado, ya te lo explicaremos después.
—¡Yo soy el dios y amo del tiempo!
El niño sacó pecho, sustrajo un dorado reloj de bolsillo de su pantalón, abrió la tapa y me lo estiró para que yo lo viera.
—¡Gyasi!
Larissa parecía un poco enojada. No le presté atención y decidí aprovechar.
—¿Ah, si? ¿Y cuáles son tus poderes?
A Gyasi le brillaban los ojos, mientras Vicente comenzaba a reírse un poco. Ya había retirado los brazos al ver que podía sostenerme por mi misma. Larissa se puso un poco roja.
—¡No! ¡No! Silencio, no vamos a hablar de esto. ¡Gyasi, silencio! ¡Angela, sentada!
Su reacción me tomó por sorpresa, así que me dejé caer en la silla y solté una carcajada.
—Lar, cálmate. ¿Si tú estuvieras en los zapatos de Angela no estarías igual?
Larissa miró a Vicente con dagas en sus ojos.
—Cuando yo me desperté…
Noté que la voz le temblaba un poco.
—¡Yo entendí todo con facilidad! ¡Jajajaja!
Su risa fue de nuevo tan artificial, que no pude ocultar mi risa mucho más.

—Vamos al comedor… Hablaremos.
Los cuatro nos dirigimos a la mesa con sus largas bancas. Larissa se hizo en una de las puntas de las bancas, Vicente a su lado, Gyasi se hizo en la banca del frente y yo me senté a su lado. Aun caminaba con dificultad, cojeando un poco. Por fin sentía el calor surgir en mis músculos. Larissa se aclaró de nuevo la garganta y puso sus codos sobre la mesa, mostrando una inusual seriedad.
—Una última pregunta antes de comenzar…
—¿Sí?
—¿Cuándo moriste…
Se sonrojó un poco.
—Tú…
—¿Sí?
—Vicente, ayúdame.
El chico respiró profundo.
—Larissa quiere saber si tu eres virgen, si tuviste relaciones sexuales, o si fuiste violada en vida.
La pregunta me sacó de contexto.
—¡Qué!
—Lo sentimos si es una pregunta muy personal, pero es muy importante. No nos tienes que dar detalles, un si o un no son suficientes.
Me comencé a preocupar. Respiré profundo.
—A las hadas no les importa nada.
Larissa lo miró y lo agarró del brazo.
—Lar, sé que me estoy adelantando, pero es necesario. Hasta dónde sabemos, las hadas no requieren de nada especial para capturar a sus nuevos dioses. No importa si han sido maltratados, son lisiados o tienen la piel azul o como sea. Ellos solo necesitan su energía vital para sobrevivir y capturar a alguien más. Después hablaremos de esa difícil pregunta, es un caso especial del que necesitamos saber.
Entendí lo que me dijo, aunque me enojó un poco las palabras que usó.
—¿Tu recuerdas tu periodo en el “purgatorio”? ¿Ese espacio oscuro y vacío?
Cerré los ojos y lo recordé de inmediato.
—Claro.
—Se que sigo adelantándome, pero debo continuar. ¿Cuánto tiempo crees que pasaste en aquel lugar?
Continué con mis ojos cerrados. Me fue imposible estimar cuánto tiempo estuve flotando en aquel vacío. Solo recuerdo que en cierto punto mi mente se puso en blanco, hasta que aquel chico apareció. Abrí los ojos y le miré directamente.
—No tengo ni idea… Solo recuerdo que vi a alguien justo antes que todo se pusiera oscuro.
Vicente se giró a ver a Larissa, ambos compartían una cara de preocupación.
—¿Viste a alguien?
—Si, vi a alguien, era un chico delgado, de tez un poco más clara que Gyasi y cabello lacio y negro.
Vicente se levantó de la banca y se inclinó hacia mi. Larissa se levantó con rapidez, tomó un libro y una especie de pluma de escritura que estaba en la cocina, lo abrió en una página vacía y comenzó a escribir.
—Espera, espera, describe todos los detalles. ¿Al cuánto tiempo más o menos apareció esta persona?

De nuevo cerré los ojos, tratando de imaginar la situación. No era fácil cuantificar el tiempo en aquel lugar.
—No estoy segura, pero lo que sé es que fue unos minutos o máximo una hora antes del momento en que fallecí. ¿Me hago entender?
Larissa estaba furiosamente escribiendo.
—Si, ¿recuerdas la apariencia del chico?
—Como les decía, piel morena, más clara que Gyasi, cabello negro y lacio, delgado, camisa a cuadros y… ¿Pantalón oscuro?
No lo podía recordar con certeza.
—¿Te dijo el nombre?
—No, no lo recuerdo. Su voz era… Momento…
¿Había dicho algo aquel chico?
—De hecho, no recuerdo que haya hablado.
Gyasi se levantó y se paró en la banca.
—Quizás es como Vika, una de las anteriores diosas de la vida, quien no podía hablar. Era muda.
—¿Diosa de la vida?
—Está bien, perdón por el desorden. Creo que es hora de que te digamos lo que sabemos, con base en lo que han dejado nuestros antecesores y nuestras propias experiencias.

Vicente finalmente se sentó, Gyasi hizo lo mismo y Larissa ya había dejado de escribir.
—Una vez pedimos un deseo y llegan las veinticuatro horas del día siguiente a nuestro cumpleaños, creemos que estas criaturas se llevan nuestro alma y la separan del cuerpo, y nos dejan, a imagen y semejanza de nuestra apariencia cuando morimos, en ese lago de oscuridad. Mientras estamos allí, aquellas criaturas consumen nuestra energía vital. El nombre de “purgatorio” fue inventado por uno de nuestros antecesores para definir aquel lugar oscuro y solitario en el cual divagamos los que fuimos seleccionados por las hadas y quienes pedimos el deseo. Ellas usan nuestra energía vital como alimento, como algo que les permite vivir. Algunos sienten que allí pasan solo un día, otros sienten que es una eternidad.
Asentí. Gyasi estaba extasiado por la narración de Vicente.
—Nadie según los registros, excepto tú, ha tenido la experiencia de ver a alguien más en el purgatorio. Simplemente el tiempo corre y eventualmente despertamos aquí, sobre la tierra. Así que tu experiencia es algo nuevo.
Vicente se levantó y se hizo detrás de Larissa, poniendo sus manos en los hombros de ella.
—Sin embargo, como has de saber o imaginar, las criaturas aquellas que tú llamas hadas, no nos pueden hacer daño ni nos pueden matar. Es una regla intrínseca. Solo absorben nuestra vida lentamente, como una especie de energía de uso rápido, como si fuésemos una batería. ¿En la tierra de mil novecientos ochenta aún hay baterías?
—Si.
—Está bien, me puedes entender. Una vez la energía se nos agota, nos dejan ir y todos sin exclusión llegamos a este lugar, que es, en toda su forma, el mundo de las criaturas.
—¿Es este el mundo de las hadas?
—Si, aunque nunca les hemos visto, supongo que están ocupadas reclutando a su próximo dios.
—“Tu cuerpo quedará acá. Morirás para el mundo humano. Pero vivirás en nuestro mundo, nos darás vida, podrás crear un mundo donde el único límite es lo que imagines.”
—¿Qué es eso?
—Fue algo que el hada aquella me dijo justo la última vez que la vi.
Larissa volvió a escribir.
—No contradice lo que ya sabemos.
—Pero adiciona un par de detalles interesantes. Tú escribe lo que creas que es interesante, ¿te parece Lar?
Ella asintió y acercó su cabeza al brazo de Vicente, como un gato sobándose contra la pierna del ser humano con el que habita.
—Continuemos.

Vicente se retiró de la espalda de Larissa, acariciando su cabello, para sentarse de nuevo en la banca.
—Una vez la batería se agota, llegamos aquí. Nuestros antecesores escribieron una serie de normas sobre como debemos actuar o que roles debemos tomar. No las hemos cambiado mucho desde ese entonces. Hay varios tomos que están escritos, el que Larissa tiene en manos es el más reciente y lo estamos escribiendo entre todos.
Vicente estiró su mano y dejó su índice apuntando hacia arriba.
—Primero. Debemos convivir en armonía. No importa si se es pequeño, grande, hombre, mujer, o que problemas o defectos tenemos, somos iguales. Cada uno tiene la misma capacidad de transformar, crear y destruir en este mundo. Es una ley de igualdad.
Asentí. Vicente continuó contando con sus dedos.
—Segundo. Hay dos salidas de este mundo. Una se encuentra siguiendo al sol. La otra es siendo expulsado por los demás dioses. ¿Qué hay más allá al seguir al sol? No tenemos idea, nadie ha regresado. Además, la regla de expulsión solo ha sido usada tres veces en la historia escrita y no parecieron eventos muy alegres. Aparentemente, al salir de esa manera se desvanece en un halo de luz, sin más preámbulos. ¿Qué sigue después de la expulsión? Ni idea.
Vicente me miró como esperando una afirmación. Yo estaba prestando toda la atención posible.
—Tercero. Solo hay una razón para obligar la salida de un dios, y es cuando alguien nuevo llega. Solo pueden haber cinco dioses en este lugar.
—¿Cinco?
—Así es.
—Pero solo somos cuatro aquí.
—Lo sé. De eso te hablaré después. Por ahora seguiré con la regla cuatro. Aunque todos los dioses tenemos las mismas capacidades, para evitar discusiones y choques se han definido cinco dioses cada uno con un rol especial. Debe haber un dios de la tierra, un dios del cielo, un dios del aire, un dios del tiempo y un dios de la vida. El dios de la vida es especial, pues también se encarga del bienestar de los demás dioses, al ser nosotros mismos seres vivos.
—¡Yo soy el dios y amo del tiempo!
Gyasi nos sacó de nuestra concentración.
—Así es, Lar es la diosa de la vida y yo soy el dios de la tierra. Cada uno tiene su especialidad.
—Entendido. ¿Pero…?
—Ya sé que vas a preguntar. Si somos solo cinco, ¿cómo se escoge quien ha de salir?
Esa no era mi pregunta.
—Regla número cinco, cuando un nuevo dios llega, el dios de mayor edad ha de retirarse por su propia voluntad siguiendo al sol, al menos que otro dios haya sido expulsado, en cuyo caso uno de los remanentes debe tomar la responsabilidad de lo abandonado, hasta que un dios nuevo llegue.
—Eso significa que…
—Yo, en teoría, soy la próxima en irse.
Larissa me interrumpió confirmando mis sospechas.
—En tanto llegue un nuevo dios, claro está.
—Hay una excepción a la regla, y es si alguien quiere irse por su propia cuenta. Ya nos ha pasado varias veces.
Suspiré profundamente. Las reglas no parecían complejas, pero eran muy rígidas. No parecían creadas por un grupo de quinceañeros con síndrome de pubertad.
—Ahora, acerca de nuestro quinto dios. En este momento no habita con nosotros en esta villa. Debido a una serie de malos entendidos de los cuales alguien aquí presente es culpable…
Larissa se puso un poco roja y aclaró su garganta como quien se atasca con una galleta seca sin haber tomado líquido.
—Nuestra quinta diosa, Masha, se ha exiliado ella sola, no sabemos dónde. Ella es la diosa del cielo, encargada de los amaneceres, anocheceres, las estrellas, las nubes y la lluvia. Sabemos que aún está entre nosotros porque todos los días nos lo recuerda. Ya te darás cuenta por ti misma. Gyasi, adelante.
Gyasi se volvió a parar sobre la banca. Parecía un muñeco de cuerda con cientos de metros de longitud, una bola de energía contenida en un paquete pequeño.
—Soy Gyasi Afwerki. Quince años. Vengo de Etiopía. ¡Soy el dios y amo del tiempo! Me encargo de llevar la cuenta de las horas y los días, y trabajo junto con mi hermana Masha, la diosa del cielo, para mantener los días sincronizados. Si es necesario, detengo el flujo del tiempo con la ayuda de los demás. Tengo este reloj…
Volvió a enseñarme el reloj, abriendo la tapa con un botón. Lo observé con detalle y noté que no tenía manecillas, sin embargo parecía andar normalmente pues a través de las pequeñas ventanillas podía observar los resortes internos, quienes se movían con normalidad. Aguzando el oído noté que tintineaba como usualmente lo haría.
—Es un artefacto legado de nuestros antecesores. Con este se lleva el conteo del tiempo. Solo yo puedo ver las manecillas.
—¡Wow!
Exclamé sin pensarlo. Estaba maravillada.
—Sigo yo. Soy Vicente Agudelo, dios de la tierra. Me encargo de mantener el flujo y limpieza de las aguas, del riego de las plantas y de mantener la superficie siempre lista y ordenada para la siembra, además de proteger la villa usando las montañas alrededor. Además de ello me encargo de la generación de fuego. Y por último, Lar.
Larissa suspiró con fuerza, levantándose del asiento.
—Larissa Florakis. Diosa de la vida. El peor trabajo de todos. Debo estar pendiente de cada uno de nosotros, de nuestra salud y bienestar, además de cada diminuta planta e insecto, hasta los más altos árboles que nos rodean y los contados animales que habitan aquí. Me encargo de mantener las condiciones para la vida en este lugar. No descanso, pero así mismo no me canso. Tengo tanta energía vital que siento que es ridículo. De lo único vivo que no me encargo es de las criaturas aquellas. Ellas están fuera de mi control y jurisdicción.
—Entendido.

Ya con cada rol entendido, era hora de preguntar por el mío. Vicente notó mi duda en la cara y se adelantó.
—Tu antecesor, Mikhail, fue nuestro dios del aire. Él se fue alrededor de… ¿Cuántos días, Gyasi?
Él miró su reloj por un par de segundos y respondió sin titubear.
—Doce días, dos horas y cuarenta y tres minutos.
—Se fue siguiendo el camino del sol. Era nuestro dios más longevo.
Larissa suspiró.
—Todavía lo extraño.
—Todos lo extrañamos, pero creo que Angela puede lograr ser una digna sucesora de él. Los dioses del aire se encargan del flujo del aire, la pureza de lo que respiramos y lo que llega a las plantas, de mover las nubes alrededor y llevar agua lluvia a los lugares donde se necesita, además de agitar las hojas y el prado. Es literalmente la conexión entre el cielo y la tierra.
—Entiendo… Pero… No sé como usar los poderes.
Todos se giraron a verme y se largaron a reír. Larissa respondió entre carcajadas.
—Pues, ¡bienvenida al club, Angela!
—¿Gracias?

Aunque creía que había muerto, me fue otorgada nueva vida. Ahora, ¿cuál es el objetivo de esta nueva vida?

«Jugando con fuego» (parte 2)

Ella y Arthur estaban aún en el mismo lugar, inseguros de caminar más allá. La temperatura no era muy alta, pero quien sabe por cuánto tiempo seguiría de esta manera. Ella reaccionó.
—Amor, debemos buscar un lugar donde refugiarnos.
Él también despertó de su estupor.
—Claro que si, claro que si.
—No sabemos si hay criaturas peligrosas en este lugar o cómo regresar a casa. Ni siquiera sabemos si las plantas acá se pueden comer.
Miró su reloj. Seguía congelado a las siete y treinta de la mañana. Encorvó sus cejas.
—Amor, ¿puedes mirar tu reloj? ¿Qué hora es?
Su esposo se había comprado un reloj de pulso bastante ostentoso hace algunos meses, un cronógrafo suizo que le había costado cuatro o cinco cifras. Giró su muñeca.
—Préstame luz, no puedo ver bien.
Ella sacó su teléfono del bolsillo sin pensar, encendió la pantalla, comprobando que rezaba la misma hora y lo acercó al brazo de su esposo. Ambos leyeron la cara del aparato.
—Son las siete y treinta también.
Sus ojos se abrieron de inmediato. Inclinó su cabeza para ver el reloj y verificó que las manecillas no se movían, el cronógrafo no hacía su acostumbrado tintineo. Se sostuvo la frente con la mano y suspiró fuertemente. Sentía como un leve dolor de cabeza se adueñaba de sus pensamientos.
—¿Cuánto tiempo llevamos en este lugar? Seguramente más de un minuto. Es como si el tiempo…
—Se hubiera detenido.
Él completó su frase. Ella asintió, pero en menos de un segundo, apuntó con su dedo índice y su brazo extendido hacia el horizonte, como tratando de enseñarle una estrella lejana. Arthur ya la conocía, esa postura siempre la hacía cuando tenía dudas.
—Pero… Si el tiempo se hubiese detenido, ¿cómo fluye la sangre por nuestras venas? ¿Cómo podemos ver o respirar? O, ¿cómo se encendió la pantalla de mi reloj o de mi teléfono?
Arthur se encogió de brazos y abrazó a su esposa. Yelena estaba estupefacta, su mente tratando de entender lo que estaba pasando. Ni siquiera con todo su entrenamiento científico podía desentrañar la lógica detrás de estos sucesos. En tanto se separaron, ella miró de nuevo su teléfono. La pantalla se encendía normalmente, el reloj en ella mostraba la misma hora, sin señal de celular disponible. Abrió la cámara e intentó utilizarla. Aunque usó flash, la toma quedó totalmente oscura, llena de penumbras.

Mientras tanto, él seguía explorando alrededor con su visión, intentando acostumbrarse a la oscuridad. La topografía del lugar era muy sencilla, una planicie hacia un lado, un conjunto de lo que parecían árboles hacia el otro y directamente a un costado dos pequeñas colinas, no muy escarpadas. Yelena continuaba tomando fotografías, pero todas quedaban oscuras, sin importar a dónde apuntara, al frente, al suelo o cuando se tomó una selfi. Él la sacó de sus elucubraciones tocándola en su hombro.
—Amor, creo que lo más lógico por ahora es que subamos a una de aquellas colinas.
—Está bien.
—Así podemos dar un buen vistazo a lo que nos rodea. Quizás hasta hallemos una cueva para protegernos o algo por ese estilo. Vamos.
Ella continuaba manipulando su dispositivo. Cuando él se tornó a caminar en dicho sentido, ella se incorporó y le agarró el brazo con una de sus manos, mientras con la otra sostenía fuertemente el teléfono para que no se cayera. Inadvertidamente, presionó algo en la pantalla, a lo que e teléfono emitió un corto pitido. Ascendieron con paso decidido. Arthur cuidaba más su figura, le gustaba el deporte y era un poco musculoso, quizás un poco por la influencia de la empresa para la que laboraba, mientras que Yelena si a acaso caminaba dos vuelos de escaleras sin parar a resoplar. Su esposo la apoyaba, sosteniéndola fuertemente con paciencia y animándola a continuar.
—Vamos amor, un par de pasos más.
Yelena no había sido mala para los esfuerzos atléticos cuando estaba en la escuela, era promedio. Sin embargo, después de veinte años de investigación y de haberse volcado a la ciencia y la experimentación, no tenía tiempo para “frivolidades”, como le decía ella. Después de arrastrarla por casi diez minutos, llegaron a la cúspide del pequeño monte. Ella respiraba como si tuviera una bolsa en la cabeza y sus piernas tiritaban del esfuerzo.
—Bien hecho, cielo, bien hecho.
—Este es todo el ejercicio que haré este mes.
—Claro que si, amor.

Yelena se tiró al suelo para quedar arrodillada, largas gotas de sudor bajando por su frente. El polvillo que componía el suelo de dicha montaña formó una polvareda alrededor de sus piernas. Era bastante oscuro a sus ojos, y gracias a la luz de su teléfono comprobó que tenía un extraño color verdoso. Tomó un poco con su mano y examinó su textura con los dedos. Era como ceniza. con una ligera consistencia granulada, aunque muy suave y totalmente seca. Le recordó un poco al talco.
Se rascó la frente, humedeciendo las yemas de sus dedos con su sudor. Intentó mezclarlo con el polvillo aquel, formando una pasta extraña de una consistencia ligeramente pegajosa. Teorizó que esto podría ser definitivamente un talco de color verde o una especie de arena, un silicato común.
Arthur, en cambio, estaba maravillado por la nueva panorámica que se presentaba a sus ojos. Una vez en el cenit de dicha colina, y ya ajustado a la oscuridad, pudo notar que el firmamento estaba abarrotado de estrellas. Parecía como si hubieran pintado la tapa del cielo con un fondo perfectamente amoratado y pegado de este diminutas y brillantes piedrecillas. Le costaba mantener la boca cerrada.
—¡Oh!
Intentó recordar sus vagas memorias de astronomía para identificar los astros, pero le era imposible. El cielo estaba tan agolpado de luces que no podía hallar puntos de referencia. Cambió el foco de su visión al horizonte.
Por su parte, Yelena dejó de experimentar con la mezcla aquella y empezó a buscar un par de piedrecillas alrededor. Recogió varias, las impactaba, las dejaba caer, las rayaba una contra la otra para examinar sus propiedades. Metió unas cuantas en los bolsillos de su pantalón. Intentó buscar algún tipo de espécimen vegetal, pero no pudo encontrar alguna cosa que se pareciera a una planta. Las piedras eran algunas tersas y lisas, y otras toscas pero frágiles. Después de unos minutos, se levantó del suelo, ya menos agitada. Se tornó a ver a su esposo, quien parecía absorto y pensativo, con su vista al vacío.
—¿Qué miras, Arthur?
Él de nuevo miró al firmamento y le apuntó, sin tornarse a verla. Ella le siguió la mirada.
-¡Huy!
Yelena apenas se acostumbraba de nuevo a la oscuridad, por lo que le costó notar la magnitud del manto de astros que les cubría. Con el tiempo el fulgor iba incrementando, aunque debido a su terrible capacidad visual, aun usando sus gruesas gafas, le era imposible ver cada diminuta estrella con claridad.

Arthur dejó a Yelena contemplando al cielo y retornó su atención hacia el horizonte. El lejano rango montañoso era inmenso, los parches verdosos iluminados como formando la impresión de pequeñas casas a la distancia. Entre ellos y esta cordillera, una planicie vasta y amplia. Y a su espalda, la llanura continuaba, con solo pequeños montículos, similares al cual ellos pisaban, dispersos por todo el lugar.
Se cuestionó.
—¿Es esto de veras un planeta diferente?
Yelena aclaró su garganta y se tornó a él.
—No hay otra explicación, amor.
—Pero la gravedad parece ser la misma.
Ella comenzó a saltar en su posición. Con cada brinco que daba, intentaba determinar si se sentía diferente. A sus pies, la arenilla del suelo se convertía en una polvareda que embarró la bota de su pantalón y zapatillas.
—Así parece.
—No existe el viento. Al menos no hemos sentido nada durante todo este tiempo.
Ella se mandó la mano a la barbilla. Su esposo tenía la razón. Era un excelente observador.
—Y, el aire no tiene absolutamente ningún olor. ¿Recuerdas cuando fuimos al Gobi hace varios años? ¿Como tenía ese olor característico a musgo? Ese… No recuerdo la palabra.
—Petricor.
—Ese mismo.
Ella pasó sus manos por su nariz. Había estado manipulando las rocas y el polvo hace minutos, y notó que su esposo de nuevo tenía la razón.
—De hecho, cielo…
—¿Si?
—No siento ningún olor.
—¿Perdón?
Se aproximó rápidamente a olfatear la cabeza de Yelena. Ella siempre usaba un champú con un olor herbáceo que le encantaba, y estaba seguro que si no había sido en la madrugada, en la noche cuando se bañaron juntos se lo había aplicado.
—No puedo olerlo. No puedo oler tu champú.
—¿Qué demonios ocurre aquí?
—¡Pues dime tú! Tú eres la científica, yo el administrador de empresas.
Ella le dio un suave golpe en el estómago.
—Sabes que no me gusta que me hables así.
—¿Pero me equivoco?
Ella lo abrazó y clavó su cara en su pecho.
—No, pero yo no soy solo una científica. Y tú no eres solo un administrador de empresas.
—Lo sé, lo sé. Perdón.
Ella le dio un beso en el pecho y se recogió aun más en su calor.

De repente, ambos escucharon un zumbido eléctrico que incrementaba.
—¿Lo escuchas?
Se les hacía difícil entender sus palabras.
—¿Como no habría de escuchar este estruendo?
—¿Qué dijiste?
Yelena comenzó a gritar.
—Dije que… ¿Cómo no…
Una luz brillante les cubrió, cegándolos. Se abrazaron con mayor fuerza.

—Abortar, abortar, abortar.
El ruido continuaba en el fondo, aunque las nuevas palabras que escucharon fueron claras, repitiéndose como un eco.
—Abortar, abortar, abortar.
—¿Qué demonios…?
La luz disminuía de intensidad, volviéndose más y más tenue. Ambos continuaban con sus ojos bien cerrados. Estaban aferrados el uno al otro, ambos sudando profusamente. Un sonido característico, muy conocido para Yelena, llegó a sus oídos, un ruido que había escuchado todos los días de los últimos meses. Abrieron sus ojos. A su alrededor, múltiples observadores les observaban atónitos. Uno de ellos en particular se acercó desde su puesto de control varias filas hacia atrás.
—¿Doctora Buchmacher?
Yelena y Arthur se tornaron hacia la fuente de la voz.
—¿Doctor Bueller?
—Protocolo Amarillo. Protocolo Amarillo.
Yelena sabía que significaba esto. Se giró hacia su esposo.
—Amor, no te asustes.
—¿Por qué habría de asustarme?
La puerta de la parte trasera se abrió totalmente y una larga hilera de sujetos vestidos con trajes contra químicos, máscaras de gas y blandiendo armas se acercaron y rodearon a todos los científicos. Unos cinco de ellos se abrieron camino entre la multitud, se aproximaron a Yelena y su esposo y les apuntaron. Arthur soltó a Yelena y se hizo a un lado de ella, levantando las manos y poniéndolas detrás de su cabeza.
—Ahora te entiendo, amor.
Del techo surgió una voz que Yelena no reconoció.
—Pónganlos en las salas de observación especiales y desinfecten el área.
Los sujetos que se habían aproximado sustrajeron una especie de bolsas negras para cadáveres y dispusieron dos. Mientras tres tipos les seguían apuntando, otros dos se aproximaron a ellos y abrieron las bolsas, ubicándolas con la abertura hacia arriba al frente de los pies de Yelena y Arthur.
—¡Métanse!
Yelena miró a Arthur y asintió. Ambos se pararon encima del fondo de la bolsa que les pusieron al frente. Una vez hicieron eso, los tipos les rodearon, aún con sus armas listas, los cubrieron con las bolsas y cerraron firmemente dos vuelos de cremalleras. Adentro de ellas, no podían ver nada. Desde afuera, parecían un par de gusanos.
—¿Cuál es la razon detrás de esto, Administrador?
La voz del doctor Bueller hacía eco en la habitación. Yelena se sorprendió.
—No es nada de su incumbencia, Bueller.
Los sujetos comenzaron a llevarse a Yelena y a Arthur, agarrándolos a ambos de los brazos y las piernas como dos sacos de patatas.
—La doctora Buchmacher ha sido clave para la consecución de nuestros experimentos y no estoy de acuerdo en que la traten así.
—Bueller, silencio.
Yelena intentó prestar atención sobre que dirección tomaban los soldados aquellos, pero desde esta posición era imposible. Escuchó la gruesa puerta del laboratorio abrirse y cerrarse detrás de ellos.
—Amor, ¿estás bien?
—Si, cielo, estoy bien. ¿Tú?
—Pues ahora que me levantaron me agarraron de una parte un poquito dolorosa.
—¿Allí?
—Si… Allí. Todavía siento el vacío en el estómago.
Dos de los soldados soltaron una corta carcajada.
—Tranquilo Arthur. Todo estará bien.
—¿A dónde nos llevan?
Los soldados no hablaron.
—Probablemente a las celdas de confinamiento.
—¿Para que habrían de necesitar…
—¿Celdas de confinamiento en un laboratorio? No me lo preguntes.

Yelena sabía que algo extraño estaba ocurriendo. Se hizo un resumen mental de todo.
Ellos estaban en un avión que iba destino a Amsterdam. A las siete y treinta exactas fueron transportados a aquel extraño lugar. Luego, unos cuantos minutos después regresaron a la Tierra, pero aparecieron en el laboratorio. Allí, Bueller había objetado algo al Administrador, pero esa no era la voz de su amiga de hace varios años, la doctora Dietre Peter, pero una voz desconocida.

Después de varios minutos de movimiento, por fin la habían dejado recostada en un suelo frío, con una iluminación muy fuerte, que podía ver en las pocas rendijas de aquellos sacos en las que le transportaron. Segundos después, ambas cremalleras fueron abiertas. Ella tomó una bocanada de aire, mientras intentaba verlo todo a su alrededor. Era una celda de color blanco perfecto, de unos cuatro metros cuadrados, con una ventana de vidrio irrompible y una puerta de barrotes. El tipo que le abrió la cremallera continuaba apuntándole con el arma mientras se retiraba hacia la puerta. Una luz circular empotrada en el techo iluminaba cada esquina del lugar. En una esquina había una pequeña cama, y en otra, una letrina. No había más lujos ni nada fuera de su lugar, solo un sumidero en el suelo. No había un lavamanos. Y más importante, no estaba su esposo.
—¿Dónde está mi esposo?
Nadie le respondió. Del techo, aquella extraña voz le habló.
—Quítese toda la ropa de inmediato.
—No.
—¿Acaso no sabe en que condiciones está usted aquí, doctora Buchmacher?
—No tengo ni la menor idea. Solo ayer estaba yo aquí trabajando y ahora me tratan como una delincuente.
—Las condiciones las pongo yo. ¡Desnúdese!
—No.
Yelena se imaginó a su esposo cumpliendo con cada mínima cosa que esta voz le decía. Aunque era asertivo para las cosas, bajo presión se desmoronaba. Se lo imaginó desnudo.
—¿Dónde está mi esposo?
—Está en una celda igual a esta, a mucha distancia de aquí.
—¿Dónde está el Administrador?
—Yo soy el Administrador.
—Imposible, el Administrador es la doctora Dietre Pieter.
—Basta ya.

Uno de los sujetos abrió de nuevo la puerta y apuntó el arma directamente a su cabeza.
—Desnúdese, por favor.
Ella le habló en voz baja.
—¿Para qué?
—Debemos hacer un proceso de descontaminación y necesita cambiarse de ropa.
A Yelena no le importaba la desnudez, ni que otros ojos vieran su piel, pero le insultaba el hecho que fuera a la fuerza, con esta inusual intensidad.
—¿Y por qué el Administrador no me lo dice?
—Él está ocupado con miles de cosas a la vez.
—¿Y mi esposo, es verdad lo que dijo?
El soldado se quedó callado.
—Solamente dígame la verdad. ¿Está él bien?
Después de un par de segundos de duda, asintió en silencio. Ella soltó un suspiro muy fuerte.
—Gracias.
Comenzó a desvestirse. Solo hasta ese momento notó cuan sucia estaba. El punto en el pantalón de mezclilla sobre el que había caído arrodillada al tope de aquel montículo tenía una marca verdosa bastante embadurnada, sus manos estaban embarradas, hasta debajo de las uñas. La camisa que se había puesto estaba también untada de dicha sustancia. Cuando se retiró el pantalón, una de las piedrecillas que había embutido en sus bolsillos se salió, mostrando un hermoso color aguamarina oscuro, con unos visos brillantes. Sus zapatos estaban totalmente empolvados. Se quedó con la ropa interior puesta.
—Cuando dije que se desnudara, me refería a todo.
—Está bien.
Se quitó el sostén y las bragas deportivas que se había puesto y las arrojó en el suelo. Sintió un poco de pena.
—El reloj y los lentes también.
Se quitó el reloj inteligente y lo puso encima de la montaña de ropa. El sujeto recogió toda la ropa y los elementos que había dejado y los metió en la bolsa en la que le habían transportado. Cerró las cremalleras y se retiró despacio hacia atrás.
Yelena se tapaba los senos y pubis con las manos.
—No puedo ver.
—En breve le vamos a retornar los lentes y le daremos algo que vestir.
Ella se giraba a todos lados, pero sus problemas de visión no le permitían observar ningún detalle, todo era una serie de manchas.
—Inicien el proceso de descontaminación.
Un sonido metálico se escuchó a un lado de la habitación. Así mismo escuchó el sonido de servomotores en el techo y en algunos lados de la habitación. Una voz diferente, más melodiosa y menos golpeada, le habló.
—Doctora Buchmacher, cierre por favor los ojos y la boca, abra sus piernas y brazos, e intente mantenerse quieta. Vamos a lavarle por todos lados y aplicarle un agente descontaminante.
—Pero…
—En cinco, cuatro…
Ella entró en pánico pero se ubicó como le habían mencionado, como si fuese a hacer saltos aeróbicos.
—Cero.
Un chorro de algo parecido a un líquido fue disparado desde todos lados, cubriéndole cada centímetro de su piel, incluyendo lugares que ella no esperaba. El chorro era fuerte, pero no la desestabilizaba y se sentía más como una especie de gel de baño. El olor era parecido al de un hospital, un aroma pungente y astringente, pero era suave con su piel. Abrió un poco sus ojos y notó que dicha sustancia era de color azul. Unos segundos después, una ducha de otro líquido, parecido al agua, comenzó a bajar del techo, removiendo la crema azul y haciéndola bajar por su cuerpo. Un par de chorros de agua también le golpeaban por los lados en algunas partes, como removiendo los lugares donde el agua corriente no había eliminado el jabón. Después de unos minutos, una ráfaga de viento le secó su corto cabello castaño, la cara y el resto de su cuerpo.
—Hemos terminado doctora, puede abrir sus ojos.
Así hizo y notó que sus manos estaban limpias al acercarlas a sus ojos. Captó el mismo sonido metálico y los mismos servomotores que había escuchado previamente. Luego, notó como la puerta de barrotes se abrió, la figura de un soldado acercándose hacia ella.
—Aquí tiene doctora. Es ropa limpia a su talla, una toalla, sus gafas y su reloj inteligente.
—Gracias.
Una vez recibió el paquete, el sujeto se retiró rápidamente, cerrando la puerta de la celda después de salir. Ella caminó despacio hacia la cama y se sentó allí. Se terminó de secar con la toalla, especialmente el cabello, dentro de las orejas, entre las piernas y los pies. Se puso las gafas y observó la ropa. Era toda blanca, sin ningún detalle, cada componente separadamente empacado en una bolsa independiente y sellada. El sostén no era más una camisilla deportiva de una franela delgada que dejaba ver sus pezones de lo transparente que era, las bragas eran de su talla y suficientemente cómodas, el pantalón era liso y con cinturón de resorte, y la camisa era una especie de suéter de manga larga.
Se revisó las uñas y notó que debajo de ellas aún tenía un poco del residuo verde. Se abrochó el reloj inteligente y verificó la hora. Era alrededor de las ocho y veinte de la mañana del mismo día en que salieron para Amsterdam. Se rascó los ojos y se sintió completamente drenada de energía. Bostezó fuertemente y se recostó en el camarote. Cerró los ojos y descansó.

Tuvo un extraño sueño. De nuevo flotaba encima de la Tierra, completamente desnuda. Las nubes y otras formaciones sobre la superficie se movían como si pasaran días en solo segundos y el Sol y los demás astros daban vueltas alrededor suyo con rapidez. Estiró la mano como en el sueño anterior, como para tocar nuestro planeta, hasta que notó que lo podía alcanzar con la punta de sus dedos. Toda la Tierra era del tamaño de su palma. Decidió tomarla en su mano para sentir la humanidad más cerca. Así lo hizo, cuidadosamente sosteniéndole entre sus dedos, pasándole a la palma de su otra mano y acariciándole contra su pecho.
Un momento después se preocupó por haber afectado la órbita del planeta y miró la pequeña esfera, el color de los océanos convertido a un color violeta profundo y la superficie de los continentes en un extraño color aguamarina oscuro. Encorvó su ceño con fuerza y miró con detenimiento los minuciosos detalles de la superficie, las nubes que existían antes ya no estaban y el lugar en el que había sostenido la Tierra con sus yemas tenían la marca de sus dedos.
Se despertó de golpe.

—Doctora…
En la reja de entrada a la celda estaba el doctor Bueller, medio gacho, mirando a ambos lados, su voz reducida a un suspiro. Yelena lo notó desgastado, diferente a como lo había visto el día de ayer. Miró su reloj, eran las dos y cuarenta y dos de la tarde del día de su viaje. Había dormido un poco más de seis horas.
—¿Qué pasa?
El doctor Bueller acercó su dedo a sus labios y la chistó suavemente. Le hizo una seña para que ella se acercara a la puerta.
—Doctora, ¿se encuentra bien?
—Si, por supuesto, Bueller. ¿Y usted? Lo noto cansado.
—Desde que la doctora Peter falleció y el nuevo Administrador fue asignado, la vida en el laboratorio se ha vuelto un infierno.
Yelena abrió su boca y se la cubrió con la mano. Pequeñas lágrimas comenzaron a fluir de sus ojos.
—¿Cuándo? ¿Por qué nadie me dijo?
El doctor Bueller la miró extrañado.
—Hace aproximadamente dos meses, Buchmacher.
Las piernas de Yelena perdieron su fuerza y cayó al suelo arrodillada.
—¿Dos meses? ¡Si solo ayer hablé con ella en su oficina! ¡Y solo ayer hablé con usted!
—¡Doctora, usted y su esposo desaparecieron hace tres meses!
El mundo comenzó a girar. Unas náuseas incontrolables se apoderaron de ella. Cerró los ojos.
—Pero, fue solo esta mañana que mi esposo y yo estábamos en el aeropuerto de Hamburgo y tomamos el aeroplano para Amsterdam.
—Es imposible doctora. Usted salió a sus vacaciones y varios días después no supimos que pasó con usted. En la aerolínea apareció que ustedes ingresaron al aeroplano, pero nunca descendieron. Los buscaron en bodega, en los baños, en los túneles eléctricos del avión. No estaban por ningún lado.
—¿Tres meses? ¿Tres meses?
La realidad se estaba haciendo totalmente evidente. Esos pocos minutos que habían pasado en aquel extraño lugar habían sido tres meses en la Tierra. El doctor Bueller sería incapaz de bromear o mentir. Además, sus ojos reflejaban un cansancio que no había notado jamás antes. Giró su reloj y se lo mostró.
—Observe. Este es mi reloj, no lo he manipulado. ¿Nota la fecha y la hora?
El doctor se acercó y miró con cara inquisitiva.
—Catorce cuarenta y cinco, del día que usted se retiró a vacacionar.
—Tal cual. Si mi teléfono no se ha sincronizado con la hora mundial, debe tener exactamente los mismos datos. De hecho…
Ella se acercó más al doctor y le habló en un registro más bajo.
—Necesito un favor. Mi teléfono debe tener unas fotografías que tomé en un lugar al cual fui transportada con mi esposo a las siete y treinta del día de hoy. Mi ropa tiene adherida unos residuos de un material que no conozco y mi pantalón unas rocas que sustraje de allá. Además,…
Con otra uña se raspó la parte de abajo de aquella que tenía aún aquel residuo verdoso, la recogió en su palma y se la extendió en la mano al doctor.
—Esta es una muestra de ese mismo material. ¿Podría analizarla y hacerme saber que es?
El doctor Bueller se quedó atónito.
—Me está diciendo que…
—Mi esposo y yo fuimos transportados a otro lugar que no sabemos ni conocemos, en penumbras, con el firmamento de color violeta y el suelo de color verdoso, como este material. Podíamos respirar. Parecía bastante plano y sin nubes de ningún tipo. Unos minutos después fue que nos aparecimos en el laboratorio, después de un horrible zumbido eléctrico y una luz que nos cegó. Yo experimenté un poco con el sedimento y las rocas, parecen ser algún tipo de silicato.
—Esto es inconcebible.
—Pero aun así existe, y estas son las únicas dos pruebas que poseo conmigo. Las otras están en mi teléfono y mis pertenencias. Tomé un par de fotografías con mi teléfono.
El tipo se aclaró la garganta y cerró los ojos.
—Entendido. Intentaré investigar.
—Gracias.
El doctor se irguió.
—Volveré pronto. Me alegra mucho que se encuentre bien.
—Gracias, Bueller. Ah, y una última cosa.
—¿Dígame?
—¿De que murió la doctora Peter?
La cara del doctor se volvió sombría y miró a otro lado.
—Dicen que leucemia.
—Leucemia, pero eso es impos…
—Lo mismo pienso yo. Ella era una mujer ejemplar, sabia, inteligente, racional y centrada. Nunca se quejó de nada y era fuerte como un roble.
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas de nuevo.
—Así es… Y por eso ella me pidió a gritos que aceptara ser su sucesora.
El doctor se giró a ver a Yelena.
—¡Eso hubiera sido magnífico! En vez de que el laboratorio hubiera escogido a dedo a un huraño como el doctor Monserrat.
Algo se inflamó en el pecho de ella. Sintió un dolor muy fuerte en lo profundo de su pecho.
—¡Monserrat! ¡Ese imbécil!

No le había reconocido la voz porque ya habían pasado muchos años desde la última vez que había interactuado con él.
Otilio Monserrat, físico especialista en óptica y antiguo compañero de laboratorio de Yelena. En Suiza compartían una oficina y era más lo que peleaban que en lo que concordaban. Él tenía un carácter muy particular en el cual las buenas acciones, excelentes experimentos y provechosos resultados los hacía pasar por propios, y los intentos fallidos y resultados negativos eran culpa de todos los demás. Se aprovechaba de su edad y aparente experiencia para aplastar a los empleados nuevos, aunque tuvieran mejor desempeño que él. Mantenía rabioso y celoso de la capacidad de Yelena y de que ella nunca se dejara manipular por él.
Cuando los “laberintos de Buchmacher”, aquella investigación en la que ella se volcó años atrás, redituaron en su contratación en Alemania, Monserrat estaba furioso. Por meses intentó desmentir las teorías y los logros de Yelena, y en varias revistas científicas intentó publicar escarnecedoras notas acerca de su ex-compañera. Sin embargo, el resultado final era real y verídico, y ella lo pudo demostrar tangiblemente, además de contar con el apoyo incondicional de todos sus demás colegas, incluyendo la doctora Peter.
Múltiples puertas se le cerraron a Monserrat y fue despedido de dicha universidad suiza. Esto hizo que se enfureciera mucho más. Tuvo que regresarse a su natal Cataluña para que los ánimos internacionales se calmaran. ¿Cómo era posible que ahora se encontrara con este tipo de nuevo en este lugar?

—Él va detrás de mi cabeza, créeme.
—¿Por qué?
—Porque si hay algo que él detesta más que todas las cosas en el mundo, soy yo.
Yelena se dio media vuelta.
—Bueller, cuento contigo.
—Claro que si, doctora Buchmacher.
—Cuídate, Bueller.
—Usted también, Buchmacher.

Yelena se retiró hacia la cama. Debía hacer algo. ¿Pero qué? No estaba segura. Encerrada en esta celda no lograría nada. Además, ¿dónde estaba su esposo? Necesitaba hablar con Monserrat, por más que lo detestara. Parecía que era el único con el poder absoluto en todo el laboratorio. ¿Cuándo habían cambiado tanto las cosas en tres meses? ¿En solo minutos?

«Jugando con fuego» (parte 1)

—Amor, ¿debemos empacar toallas?
Resopló por su nariz como siempre lo hacía cuando algo le parecía algo absurdo.
—Por favor… ¿Desde cuando en los hoteles no dan toallas?
—Ah, pues cielo, no sé.
Ella se mandó la mano para su frente y se la frotó. Desacomodó sus gruesas gafas pero no le importó. Estaba sentada de lado al frente de un gran panel de pantallas, cada una mostrando largas gráficas y dibujos de un complicado experimento científico. Luces de colores se iluminaban para indicar los estados de diferentes sistemas y un listado de mensajes se dibujaba en otra pantalla.
Alrededor de ella, varias personas corrían de lado a lado, en otras estaciones similares a la que ella controlaba, cargando otras pantallas en sus manos y al fondo una más grande mostrando un resumen de lo mostrado en cada una de las individuales. En la parte superior una marquesina mostraba el texto “Condición: Normal”.
—¿Y champú? ¿Jabón? Tus medicinas…
—No necesitamos nada.
Pausó un segundo.
—Espera, mis medicinas si. Embútelas todas.
Del otro lado de la línea se escuchaba el revolcar de muchas cosas.
—Arthur, ¿qué tanto has empacado?
—Van…
La pausa la incomodó mucho.
—¿Tres maletas?
—Ah, excelente.
—Ahora comienzo a empacar lo tuyo.
—¡Arthur! ¿Qué tanto llevas?
—Empaqué la tanga aquella que te gusta.
Ella abrió los ojos por su sorpresa. Reaccionó y bajó el volumen de su voz.
—Arthur, ¿cómo dices eso? Estoy en el laboratorio.
—Así es, y cuando estemos solos en la habitación, me la pongo y te hago el helicóptero.
—¡ARTHUR!
Varios de los otros científicos se tornaron a verla. Aquel súbito grito se escapó disparado de su garganta. Sus mejillas se pusieron calientes, rojas como un hierro fundido. Ella solo hizo una extraña mueca, una fusión entre la preocupación que se veía en su cejo y una sonrisa mal dibujada.
—No menciones más eso, mira que me hiciste dar pena.
—Perdón, pero solo imagínatelo.
Ella rodó sus ojos hacia arriba. Sus mejillas se volvieron a calentar. Sus cavilaciones fueron interrumpidas por un vozarrón que partió el aire. El ruido natural de la sala se convirtió en solemnidad.

—Prueba número doce cuarenta y seis, sigla beta. Inicia en sesenta segundos. Todos a sus puestos.
Aquellos que circulaban de lado y lado corrieron con rapidez a sus respectivas estaciones.
—Amor, te hablo ahora más tarde.
—Cuídate cariño.
—Chao.
La fuerte voz sonó de nuevo.
—Doctora Buchmacher, ¿podría ajustar los parámetros de refracción?
Ella se acomodó con rapidez en su silla y ajustó un micrófono que se inclinaba a un par de centímetros de su boca. Tocó un par de opciones en su pantalla.
—Ajustados para beta.
—Doctor Bueller, ¿inclinación del receptor?
Otro tipo, a un par de puestos, hizo lo mismo.
—Ajustados para beta.

—Todas las estaciones listas. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero.

En el fondo de dicha habitación rebotaba el eco de aquel número. El silencio era sepulcral. A lo lejos, un zumbido fue incrementando lentamente. En las pantallas, números cambiaban con rapidez, todos los científicos observando el proyector principal con ansiedad. El sonido de ventiladores aumentaba y comenzó a sentirse una vibración en el suelo. Las superficies del café o el agua en los vasos desperdigados por la habitación empezaban a formar surcos.
Otra voz rompió la concentración.
—Todos los parámetros normales. Ligera desviación de seis ceros en el ángulo de incidencia del haz.
—Entendido.
—Detección de campo de apertura 5D.
—Entendido.
Ella bajó la mirada a su pantalla y contó con rapidez los dígitos que se mostraban en ella. A sus ojos todo parecía nominal.
—Refracción en desviación de diez ceros. Consistencia del haz doce nueves.
—Entendido.
El ruido de fondo continuaba, perceptible a todos. La vibración mecía todo un poco. Otra voz hizo su aparición.
—Apertura en 6D en veinte segundos.
—Estaciones, preparadas para capturar la información.
Ella presionó un par de botones. Una de las pantallas se convirtió en una gráfica sobre la que se dibujaba información rápidamente.
—T menos tres. Dos. Uno. Cero.
Una fuerte luz blanca se propagó por toda la habitación, inundándola en un brillo artificial. El ruido había desaparecido y el silencio era total, el mundo se había congelado en su posición. La luz duró alrededor de veinte segundos. Y así de súbito como apareció, se desvaneció en un pestañeo.
—T más uno. Más dos. Más tres. Atención, estaciones, confirmado evento.
Todos se levantaron de sus asientos. El júbilo lo llenó todo. El ruido de fondo fue dispersándose, disminuyendo con lentitud. Ella observó sus pantallas con detenimiento, dio un par de golpecitos a una de las pantallas y encendió su micrófono.
—Confirmado evento, refracción confirma veinte segundos de detención del flujo del tiempo. La punta del rayo se movió veinte segundos luz.
Comenzaron los aplausos. Uno de los científicos se le acercó por detrás y le dio una palmada en la espalda.
—¿Vas a poder irte a descansar, no, Buchmacher?
—Si esto funcionaba o no, igual me iba a volar.

Después de varios minutos con más reportes de estado y más júbilo, finalmente la fuerte voz concluyó con el experimento. Todo el barullo se detuvo para escuchar el reporte.
—Prueba doce cuarenta y seis beta. Éxito. Información recolectada. Será procesada en treinta minutos. Prepárense para prueba número doce cuarenta y seis, sigla gamma. A iniciar a las trece veinte.

Se sintió como la tensión se desinflaba. Muchos se levantaron de sus asientos, arqueando sus espaldas y suspirando con fuerza. Ella se acomodó las gafas por fin, abrió una compuerta al lado de su escritorio, sustrajo un par de pastillas de una cajita y se las tragó sin dilación, seguidas de un trago de un café oscuro y frío.
—Yelena Buchmacher, por favor dirigirse a la oficina del Administrador.
Suspiró fuertemente, se levantó, tomó una bata que estaba colgada del espaldar de su silla y se la puso mientras caminaba hacia la parte posterior del laboratorio. La marquesina en la parte superior mostraba el mensaje “Condición: Enfriando”.
Se acercó a una puerta de metal que se abrió de par en par. Sintió mucho frío al sentir el aire al exterior del laboratorio. Los pasillos estaban muy iluminados, a diferencia de la oscuridad del laboratorio. Comenzó a caminar por el corredor, a pasos lentos. Se embutió las manos en los bolsillos de la bata, mientras esquivaba otros científicos y algunas mesas llenas de aparatos y conectores regados.

Después de unos doce minutos parsimoniosos arrastrando sus pies, tocó un botón al lado de una puerta con el título de Administrador pintado sobre ella. Unos segundos después, la puerta se abrió. Del otro lado de esta, había una habitación cúbica, perfectamente iluminada con pantallas adheridas a cada centímetro de las paredes y el techo del recinto, con un suelo, blanco e inmaculado. Una mesa y una silla blanca eran los únicos muebles. Y sentada en dicha silla, una mujer entrada en años, su mirada cansada, observando las imágenes de alrededor. Era ella el Administrador.
—¿Me llamó, Administrador?
—Si, doctora Buchmacher, felicidades por una prueba beta exitosa.
—No, las felicidades se las merecen todos.
—Usted no entiende, Buchmacher… Si no hubiera sido por tu contribución al cálculo manual de los parámetros de refracción y que el laboratorio que lideras hizo esos prismas tan perfectos, seguiríamos con desviaciones de dos ceros y pruebas fallidas.
—Por eso le digo, doctora Rabi. No fui yo.
—Sandeces, Buchmacher. Ninguno de nuestros computadores fue capaz de procesar los cálculos requeridos para alinear los refractores y mantener la consistencia del haz. Por más que me lo pregunto, no sé como lo lograste a letra y puño.
Yelena encogió sus hombros. Las ideas siempre llegaban a su cabeza de la nada, cuando menos lo esperaba. Esos parámetros de los que el Administrador hablaba, los calculó en una ocasión en que se había ido a dormir temprano, en la mitad de la noche se levantó, los escribió en un tablero y se volvió a acostar sin siquiera darse cuenta como los logró o los obtuvo.
—Inspiración, supongo.
—Eso es algo más.
El Administrador se levantó de la silla. Se le veía cansada, sus ojos ojerosos y vidriosos, su cuerpo gibado y débil dando cortos pasos hacia Yelena. Una vez estuvo a un cuerpo de distancia, habló en voz baja.
—Sabes porque te he llamado.
—Y ya sabes mi respuesta, Dietre.
—Dios mío, Yelena, piénsalo. Piénsalo. Eres la única a la cual puedo confiar el puesto.
—Dietre, no. Mi vida, mi trabajo deseado es estar en el laboratorio con todos, haciendo, creando, no solo siendo observadora y ordenándole a todos que hacer. Incluso, hay personas más talentosas que yo que pueden hacer este trabajo… ¡Hasta lo desean!
El Administrador se rascó los ojos y respiró profundamente.
—Y yo te estoy diciendo que eres la persona indicada, la única en la que yo podría confiar.
—Tu haces un genial trabajo como Administrador…
—Yelena… Tengo noventa y dos años. No creo que tenga más energía para poder realizar esta labor.

La miró de pies a cabeza. Yelena pensó que se veía tan pequeña y tan agotada, pero sabía que en realidad el Administrador tenía una capacidad mental perfecta, ágil y perspicaz. Ella era capaz de tomar buenas decisiones en milisegundos. Les había salvado el pellejo en más de una oportunidad, deteniendo todas las actividades cuando presentía que algún experimento se iba a salir de control.
Yelena, en cambio, se consideraba todo lo contrario. Se había casado con un administrador de empresas al que a menudo le tocaba decirle que hacer y que evitar, que le satisfacía en la cama, pero de resto era bastante sencillo. Todos sus colegas le advirtieron en contra de esta relación, y esto le hacía pensar que no era lo suficientemente inteligente como para tomar buenas decisiones. Sin embargo, amaba a Arthur de forma genuina, pues había sido su compañero y apoyo moral en muchas etapas, algunas muy difíciles, de su vida. Su mente se fue directo a recuerdos de su vida marital en la cama. Intentó alejarlos, pero se le dificultaba.

—Espero que tus vacaciones te permitan pensar en ser mi sucesora. Te juro que no podría darle esta responsabilidad a nadie más.
—Lo pensaré, pero espera sentada.
El Administrador dio dos pasos hacia atrás y comenzó a hablar en voz alta.
—Doctora Buchmacher, la prueba doce cuarenta y seis gamma es en una hora. Descanse, coma algo y la veo en el laboratorio.
—Entiendo, Administrador.
La puerta por la que ingresó se abrió de golpe. Yelena dio la vuelta y se marchó, mientras el Administrador se volvía a sentar en su silla. Yelena fue al casino, comió un par de emparedados con más café y faltando veinte minutos para comenzar la prueba gamma, se devolvió al laboratorio.

Los experimentos que estaban realizando utilizan cientos de haces de láser concentrados, junto con una serie de conductos, fibras de vidrio, espejos y refractores para crear luz blanca muy pura. Fue determinado por las congruencias de Druyan-Michel-Rand, una famosa teoría relativista, en las que se cree que una luz de amplio espectro y gran potencia, causaría diminutas perturbaciones sobre la tela del espacio-tiempo, debido a su gran carga energética y fotónica, y sería capaz de crear nueva materia o detener el tiempo una cantidad indeterminada. Después otros científicos pudieron calcular cuan larga podría ser la dilatación del tiempo basada en la cantidad de energía que sería utilizada en cada experimento, además del rango de espacio alrededor del punto focal del fenómeno que sería afectada por dicha dilatación temporal. No es mayor a una decena de metros, pero era lo suficiente cerca como para que el laboratorio fuera sujeto a tal efecto relativista.
La primera vez que Yelena y compañeros lo experimentaron, no notaron la diferencia temporal. Solo fue cuando compararon sistemas externos al laboratorio que determinaron las diferencias. Es por esto que la oficina del Administrador está ubicada tan lejos del laboratorio, para no sesgar la experiencia de un observador externo.

La prueba gamma de aquel día también fue un éxito, permitiendo frenar el tiempo en el laboratorio unos tres minutos y medio. Nadie experimentó ninguna experiencia extraña, pues para ellos este nunca se detuvo. Sin embargo, para el Administrador, quien tenía que estar pendiente de toda la actividad, ver a sus compañeros suspendidos en el tiempo era algo que le causaba temor e impresión. Los resultados del análisis siempre tomaban tiempo en procesarse, así que Yelena se preparó para marcharse, tomó una caja de cartón que conservaba a un lado y comenzó a empacar sus cosas.

—Doctora Buchmacher, felicidades.
—Gracias, doctor Bueller. Felicidades para usted y su equipo también.
—Así que no va a estar para nuestra cena de celebración.
—No, no, Bueller. Ustedes son muy resistentes, y mi esposo y yo partimos mañana temprano para Aruba.
—Es que pareciera que no va a volver, llevando sus cosas como quien renuncia.
Ella se rió un poco y le dio un suave golpe a la pantalla que tenía al lado.
—James, alguien va a tener que controlar este aparato y tener todo este estorbo al lado va a ser bastante incómodo.
—¿Y a quien ha designado para ello?
—El Administrador ya lo sabe. Más bien, se lo dejé a ella.
El doctor Bueller se rió.
—Por supuesto. ¡Felices vacaciones!
—Gracias, James.
Yelena terminó de empacar con rapidez, se despidió de un par de otros colegas, tomó un sorbo de una champaña que alguien entró de contrabando al laboratorio, se amarró la bata al cinto y con caja en mano se despidió usando el altavoz, a lo que recibió una ovación por un par de minutos, el reconocimiento de sus colegas a su trabajo. La llenó de orgullo, levantó su cabeza y se retiró.

Ella había estudiado física óptica y cuántica en una Universidad neerlandesa. No había sido la mejor de la clase, pero era bastante creativa y había siempre tenido excelentes marcas. La contrataron al otro día de su graduación en una universidad suiza, dónde trabajó al lado de muchos de los que serian sus colegas en este lugar. Se apasionó por los efectos de la relatividad sobre la luz y se volcó en la investigación de los agujeros negros. Allí fue dónde, utilizando una beca de la Comunidad Europea, encontró que creando complejos laberintos para que la luz se concentrara en un pequeño espacio, podía lograr refractarla y amplificar su potencia.
Un pequeño laboratorio de Alemania le hizo una gran oferta, la que ella aceptó. Ese pequeño laboratorio se convirtió en gran conglomerado de investigación con rapidez.
Por varios años estuvieron a la expectativa que estos experimentos lograran confirmar las teorías que se habían creado alrededor del viaje temporal, pero solo hasta este año, cuando Yelena se involucró directamente en ellos, fue que lograron activar el fenómeno, al que han replicado con cierta frecuencia desde hace un mes.
Esto la llenaba de orgullo y la emocionaba visiblemente, sin embargo ya había trabajado once meses continuos, sin prácticamente mucho descanso. Arthur ya había aguantado mucho tiempo solo y esperaba con ansias estas vacaciones, quince días continuos de relajación en la paradisiaca isla de Aruba en el Caribe americano.

Yelena caminó con inusual celeridad, pasando por diversos controles de seguridad y varios elevadores hasta salir a la superficie una hora después. El calor del Sol de la tarde había levantado la humedad del suelo, haciendo que el viento fuera fresco aunque un poco pegajoso. Había estado bajo tierra por diez días seguidos, así que dicha sensación le causó un poco de alegría. Por fin, después de tanto tiempo, sintió que había logrado algo increíble con su equipo. Se dirigió al edificio del parqueadero, buscó con rapidez su automóvil, embutió la caja en el asiento de atrás, se sentó en la cabina y condujo su automóvil hacia la casa en que Arthur y ella habitaban, a un par de horas de distancia del laboratorio en Boizenburg.
Una vez llegó, ya entrada la noche, aparcó el carro como pudo y sin sacar nada de él, se metió en la casa, ansiosa de ver a su marido.

—Arthur, ¿dónde estás?
—En el estudio, cielo.
La voz retumbó por las paredes, bajando por las escaleras. Se dirigió con rapidez, tirando la bata encima de uno de los sofás de la sala. Era una casa más bien común, pequeña y de dos plantas, pero acogedora, en uno de los suburbios de Bremen.
En el estudio, estaba sentado Arthur, un hombre musculoso, de lustrosa cabellera y facciones pulidas, barba tupida pero esmeradamente cuidada. Vestía un traje elegante. Estaba sentado al frente de un par de pantallas y usaba unos auriculares. Al parecer se encontraba en alguna clase de reunión virtual.
—Amor, ¡pero debiste al menos venir a recibirme!
Se tornó a verla, regalándole una hermosa sonrisa.
—Cielo, estoy en una videoconferencia en este momento. Estoy tratando de cerrar todo lo mejor posible para que nos podamos ir con tranquilidad. Dame quince minutos.

Arthur y ella se habían mudado a Bremen desde Lausanne en Suiza, dónde se conocieron, se comprometieron y se casaron. Su relación fue bastante extraña y particular, a los ojos de los colegas de ambos. Se gustaron inmediatamente a pesar de sus intereses y trasfondos diferentes, disfrutaron de un prolongado noviazgo, que fue suspendido por tiempos debido a las obligaciones de lado y lado, hasta que decidieron asentar su compromiso y casarse, para meses después, ser Yelena contratada en Alemania, a lo que Arthur accedió, viajando con ella, trabajando remotamente para la misma corporación en la que ha estado contratado desde hace varios años.
Ella se sentía afortunada de tener una pareja tan solidaria y compenetrada como él. Cualquier otro, incluso ella misma, hubiera dado por finalizada la relación en una situación como esta. Pero no Arthur. Él estaba completamente enamorado de ella, y ella de él. Ya le había esperado diez días para verle, así que esperaría un par de minutos para poder saludarle como se merecía, con un beso y un abrazo fraterno. Igual, ya lo tendría a él por quince días exclusivamente, y no tendrían de que preocuparse por todo ese tiempo. No más experimentos, no más trabajo.
Decidió que era mejor tomar una ducha. A pesar que tomaba baños diarios en aquellos periodos de días encerrada en el laboratorio, quería sentirse limpia, aliviada y más cómoda ahora en su casa. Se dirigió a la habitación matrimonial, lanzó sus lentes hacia la cama, se desvistió, ingresó al baño privado, se observó, notó que tenía un poco más de carne en su panza y piernas, resultado de la falta de ejercicio y total concentración que siempre volcaba hacia su trabajo, se metió en la ducha y se comenzó a lavar.
Notó que sus músculos estaban adoloridos, apeñuzcados, resultado del estrés y la tensión acumulada de los últimos días. Comenzó a masajearlos, cuando un ruido le sorprendió. Era su esposo, quien ingresó a la ducha desnudo.
—¿Necesitas un masaje?
—Por favor.
Le abrazó por detrás y la besó.

Una hora después, estaban un poco agotados sobre la cama, mirando hacia el techo, él abrazándola fuertemente y ella dejándose consentir.
—Fueron solo diez días, pero parecieron una eternidad, cielo.
—Lo sé, amor. Te extrañé mucho.
—Me alegra que el experimento haya sido un éxito.
—Después de tres largos años, por fin vemos los frutos de nuestro esfuerzo. ¿Y tu trabajo?
—Todo está en orden, ya encargué todo a mis compañeros. No creo que los próximos olímpicos se vayan a cancelar por que falte yo.
Ella sonrió, cerró los ojos y clavó su cabeza en su pecho. Una idea llegó a su cabeza de repente.
—¿Y las maletas?
Se separó rápidamente de él, se amarró la toalla que había dejado tirada al lado del lecho y comenzó a observar alrededor.
—Ya las terminé. Están abajo. ¿No las viste cuando entraste?
—No, quería verte a ti primero. Igual, debemos revisarlas.

Arthur había empacado tres maletas en total. En ellas, mezcladas, ropas de él y de ella, algunos artículos personales y justo encima de las pilas de ropa, la tanga aquella que él había mencionado anteriormente, puesta en exhibición como para causar impresión. Eran ya las diez de la noche, en tanto reorganizaban las maletas, revisaban los pasaportes, los pasajes del vuelo y las reservas de hotel, revisaban una guía de las actividades que iban a realizar y etiquetaban los equipajes para identificarlos más fácil. Bajaron dos y tres veces a la cocina, sala y comedor y revisaron que todo estuviera apagado y desconectado. Su vuelo saldría a las cinco y media de la mañana desde Hamburgo. Pusieron tres alarmas, para las tres de la mañana.
A las once de la noche, finalmente se retiraron a dormir, rendidos.

Ella tuvo un extraño sueño en esta ocasión. Estaba flotando desnuda en el espacio exterior, las estrellas lejanas alcanzando sus ojos y un poco más allá podía ver a Marte, Júpiter y Saturno. Los reconocía por sus formas y colores. Se giró y reconoció la Luna, un poco lejana, Venus y sus tonos rosa, y el Sol un poco más detrás, encandilándola. Y allí, como si la pudiera tocar, la esfera azul que denominamos hogar, sus nubes, sus continentes, el agua. Un halo azul la subrayaba contra el fondo de ébano. Intentó reconocer los lugares, pequeñas luces demarcaban los lugares donde la humanidad habitaba, como si estuvieran pintados con acuarelas.
Pestañeó, y la Tierra giró, el Sol se hizo a su espalda, como si hubieran pasado unas doce horas. A pesar que estaba afuera de la atmósfera, podía respirar y los rayos solares no quemaban su piel. Reconoció la perspectiva que tenía al frente, se encontraba justo encima de Europa, quizás encima de Alemania, quizás encima de Bremen, dónde ella sabía que estaba dormitando con su esposo.
Estiró su mano como para alcanzar a la Tierra, y en ese preciso momento, un extraño punto de luz blanca comenzó a surgir, mucho más brillante que el Sol, como un diminuto diamante en la superficie. Lo observó extrañada, en tanto crecía y se hacía más y más fuerte. De repente, un zumbido como mil avispas alcanzó a sus oídos. Era un pulso, continuo, rítmico. La luz aumentaba, como latiendo, y en menos de un segundo, una llamarada la atravesó.

Ella saltó como un resorte, ligeramente empapada en sudor. El reloj que había puesto como alarma gritaba a las cuatro esquinas de la habitación matrimonial. Las tres de la mañana. Su esposo se giraba lentamente.
—¡Arthur! Despierta.
—Cinco minutos más, amor.
Su aperezada voz le dio risa. Comenzó a sacudirlo del hombro.
—No señor, despierta, que nos vamos a retrasar. Ya dormiremos en el avión.
La luz de la habitación se encendió y ella se levantó, buscando a tientas las gafas sobre la mesa de noche y poniéndose un albornoz encima.

Después de ello tomaron una ducha rápida, volvieron a revisar todo, tomaron su documentación y equipaje, los pusieron bajo el capó del automóvil y se marcharon con velocidad por la autobahn, para llegar a Hamburgo. En el aeropuerto, chequearon los equipajes, pasaron los controles de seguridad y se sentaron en una sala de espera.
—¿No se nos olvidó nada?
De nuevo, resopló.
—Pues es muy tarde para pensar eso, amor.
Ella le agarraba firmemente la mano.
—¿Todas las medicinas?
—Todas.
Golpeó suavemente la bolsa de mano que llevaban. Allí había empacado provisiones en caso de emergencia.
—¿Y los vestidos de…?
—Los empacamos.
Él miraba hacia el vacío, como tratando de enumerar.
—Cielo, tranquilízate. Si nos hace falta algo, podemos comprarlo allá. No te preocupes.

Ella observó su reloj de pulso. Eran las cinco. Si no se equivocaba, en escasos minutos ascenderían al aeroplano, y en treinta minutos, mientras ellos despegaban, la prueba doce cuarenta y siete alfa iniciaría. Se sonrió un poco y agitó su cabeza para sacarse el trabajo de la mente.
—¿Qué pasa, amor?
—Nada, cielo, yo pensando tonterías.
Esa sería una prueba más, de las mil doscientas cuarenta y seis que ya habían hecho previamente, con mismos parámetros y, esperando, mismo resultado que las inmediatamente anteriores. Solo sutiles variaciones sobre los valores serían los cambios a efectuar. Tomó una bocanada de aire y la expulsó. Arthur se comenzaba a dormir en esa posición.

—Pasajeros del vuelo KL 1776 con destino a la ciudad de Amsterdam y conexiones, ingresar por la puerta de embarque número catorce.
Arthur se despertó de golpe y se levantó de su silla, un poco desorientado.
—Vamos.
Ella le sonrió y lo ancló.
—Calma, ya estamos aquí, así que podemos entrar con calma.

Unos minutos después, con sus pasajes verificados, ingresaron al avión y se acomodaron en sus respectivos asientos. Arthur revisó todo alrededor meticulosamente, las ventanas, la silla, el cinturón de seguridad, leyó el panfleto del avión, revisó la salida de aire y volvió a revisar el cinturón.
—Amor, ¡relájate!
—Tú… Tú sabes que volar me atemoriza.
—Y tú sabías que vamos a estar doce horas acumuladas enlatados en aviones, así que descansa, duerme.
Él le agarró la mano e intento tirarse hacia atrás, cerrando sus ojos. Ella se acercó y le beso tiernamente la mejilla.

—Señores pasajeros, son las cinco y veintidós de la mañana en Hamburgo. Bienvenidos a su vuelo…
Ella revisó su reloj. Efectivamente era dicha hora.
—En tres minutos daremos inicio a nuestro vuelo con destino a Amsterdam y conexiones. Revisen que sus cinturones estén correctamente abrochados…
En siete minutos más o menos, la siguiente prueba iniciaría en su laboratorio. ¿Por qué seguía pensando en su trabajo, a pesar de ya estar descansando?

El avión comenzó a moverse por la pista con lentitud, motores encendidos a una fracción de su potencia, impulsando el pesado aparato a través del pavimento para llegar a la zona en la cual despegarían. Arthur le apretaba la mano con fuerza, con la otra arrugando su pantalón. El aparato se detuvo en un extremo de la pista, el capitán del vuelo hizo un anuncio, y los motores se encendieron en su máxima potencia.
Las fuerzas combinadas hicieron que vibrara el suelo, las sillas, cada parte de su cuerpo, mientras el aeroplano se disparaba como una bala fuera de un cañón, alcanzando la velocidad de despegue.
Ella miró su reloj y notó que el segundero virtual dibujado en la pantalla indicaba que eran las cinco y treinta y cero segundos exactos.

En ese momento, se hizo el silencio. Toda la aceleración que llevaban en ese momento se detuvo por completo, impulsándola un poco hacia el frente por inercia. El ruido de los motores dejó de existir y la vibración se detuvo. Ella miró a todos lados preocupada. Su esposo estaba congelado en la misma posición, respingando los ojos con fuerza. Los demás pasajeros continuaban en la misma posición. Su corazón se acelero y comenzó a sudar profusamente.
—Arthur… ¡Arthur!
Lo que ella creía que había articulado jamás escapó de su boca. Intentaba gritar, pero el sonido no salía. Se agarró con la mano que llevaba libre en la garganta e intentó sentir si tenía pulso o si sentía vibraciones en el aire. Aunque su corazón si bombeaba, el aire no se movía. Era como el sueño que había tenido esa noche.
Una luz blanca y fuerte la cegó, obligándola a apretar los ojos. Agarró la mano de su esposo con fuerza y se inclinó hacia él, abrazándolo.

Cinco segundos después, cuando detrás de sus párpados dejó de ver el brillo aquel, abrió sus ojos. El panorama era increíble. No estaban en un avión, ninguno de los demás pasajeros estaban a su lado, el cielo era de color violeta, las estrellas notablemente visibles en el cielo, con unas montañas de colores verdosos y brillantes a la distancia y algo parecido a árboles de formas extrañas poblando el terreno. El aire era extraño, no era tóxico, pero tenía un dulzor poco natural.
Ya no estaban sentados en la silla del aeroplano, pero sobre unas rocas. Se giró a observar a su esposo, en la oscuridad no podía verle con facilidad.
—¡Arthur!
Su grito voló hacia el horizonte, regresando como un eco. Él abrió sus ojos lentamente, dando un brinco por su sorpresa.
—¿Ya llegamos? ¿Dónde estamos?
Le soltó la mano a él y se incorporó. Se giró alrededor. El paisaje era totalmente diferente.
—¿Estás viendo lo que estoy viendo?
Él también se levantó y se dio la vuelta.
—Creo que si.
Yelena se sostuvo la frente y continuaba observándolo todo, respirando con rapidez y con su corazón en la garganta.
—Esto no es la Tierra.

Arthur la miró y se acerco a ella, tomándole la mano.
—No te creo…
—Estábamos en un avión, en el aeropuerto de Hamburgo, apenas despegando. Además, Arthur, ¿en dónde en la superficie de la Tierra el cielo es violeta, el suelo es verde fosforescente y los árboles tienen esa forma?
—Pero, podemos respirar, ¿no?
—Por ahora creo que podemos.
Se quedaron en silencio por unos instantes, contemplándolo todo. Ella daba un par de saltos, tratando de comprobar la fuerza gravitacional y su peso.

—Amor, creo que debimos haber empacado las toallas.
Ella resopló con fuerza.
—¿Tú crees? Ni siquiera tenemos nuestro equipaje a la mano.
Miró su reloj. Siete y treinta, congelados en el tiempo, como si no existiera, como si el universo se hubiera quedado paralizado.

«Es solo un ciclo de cuentos cortos»

Esto es, literalmente, un ciclo de cuentos cortos. Ya se darán cuenta por qué.

Son las siete y treinta y dos minutos. La plataforma se va llenando de pasajeros. ¿Estaré bien vestido?
Me giré para observarme en el vidrio de una de las máquinas expendedoras de bebidas de la plataforma. Corbata en orden, guantes bien blancos, traje en punto. Mis ojos parecen estar un poco cansados, pero es normal. Sombrero bien puesto. Gafas balanceadas.
Desde que conseguí este trabajo como asistente de esta estación hace tres años, he visto miles de personas entrar y salir, como un río de gente. Los trenes circulan uno tras otro como un reloj. Mi trabajo es sencillo, pero debo hacerlo a la máxima eficiencia, verificar que el tren esté bien, que no haya ningún peligro, que las puertas del tren no aplasten a nadie, que ninguna persona, borracha o no, se tire a las líneas, verificar que los trenes estén en buen estado, responder las preguntas de los extranjeros o foráneos, entre otras.
En mi mente repito el mismo mantra, todos los días. Es lo que me mantiene vivo. “Eficiencia y orden”. Si así no fuera, no tendría ni la mínima posibilidad que me asciendan a conductor de trenes y esa es la razón por la que hoy estoy de pie aquí. Por ahora, mi posición es estática, sin mucho movimiento. Vengo de mi casa a la estación y viceversa todos los días de mi vida. Deseo en un futuro poder moverme y poder transportar a nuestros pasajeros con eficiencia y responsabilidad a través de esta jungla de cemento.
¿Qué tanto ha cambiado esta ciudad? Todos los días hay una construcción nueva, una calle nueva. Se renueva, como un cuerpo vivo, quien deja morir las células que ya han cumplido su función y comienza a usar nuevas, recién creadas.
Hay algunos pasajeros que son asiduos usuarios del tren y ya comienzo a reconocerlos. Hoy ha llegado un poco apurado el señor Chaqueta Gris, la señorita Cola de Caballo mira distraidamente su teléfono como siempre y el niño de la señora Vestido Azul está hoy tan hiperactivo como siempre. Es bonito ver que siempre hay alguna constante entre tantas variables. Ellos son un poco como mi familia, aunque no pueda hablarles.
Mi estación no es tan grande como Ikebukuro o Shinjuku. Esas son como ciudadelas completas, con ecosistemas internos y todo. La mía es más reducida, más sencilla y no me gustaría estar en ninguna otra por ahora. Dos plataformas, una sola entrada, perfecto.
En mi reloj son las siete y treinta y cinco. El tren 1529G se avista desde la distancia, plataforma uno. Shirou, es tu momento de brillar.
Doy dos pasos al frente. Respiro profundo y analizo rápidamente a los pasajeros. Nada especial que reportar. Me acerco más a las portezuelas de entrada al tren y respiro profundamente. Hago la acostumbrada señal de bienvenida al tren. Este se detiene lentamente en la estación. La mecánica grabación que retumba por los altavoces me saca de mis cavilaciones.
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku se detendrá en la plataforma número uno. Por su seguridad, manténgase detrás de la línea amarilla.
Segundos después, el tren se detiene y se abren sus puertas. El conductor sale de su cabina para observar los pasajeros que entran y salen. Le hago una pequeña venia y él me responde. ¡Cómo desearía estar en sus zapatos en este momento! Mira con expectativa el resto de su tren, vigilante de que todos los pasajeros salgan e ingresen con bien. Yo le acompaño en sus observaciones. Una música suave comienza a sonar, indicando que el tren debe partir. El conductor hace una seña a ambos lados. Yo hago lo mismo.
—Plataforma número uno, las puertas se cerrarán. Por favor espere al siguiente tren.
El conductor ingresa en la cabina, hago una venia de nuevo y las puertas se cierran. El tren de color verde esmeralda arranca de nuevo. Doy un par de pasos hacia atrás. Bien hecho. Ahora, plataforma número dos, 1026G, dos minutos para arribar.

 

Cuarenta años. Es casi una vida, por no decir dos. De hecho, si mi esposa no me hubiera dejado, pudieron ser tres. Ese es el tiempo que he dedicado como contador de mi empresa, la razón de mi vida y de abrir mis ojos por la mañana. No es mi compañía y no es mi dinero, pero desde que me contrataron hace parte integral de mi.
Recuerdo cuando aún vivía con mi esposa. Teníamos una casa de tres pisos en Takadanobaba. Cuando la compramos era un orgullo, un motivo de regocijo. Era la envidia del barrio y de nuestras familias. ¿Una casa nueva, recién construida en un barrio de altura, casado con una mujer hermosa, trabajadora e inteligente y bajo el prospecto de comenzar a formar familia? Hasta mis compañeros sentían envidia. Todo fue debido al fruto de mi labor y mi esfuerzo. Si no hubiera tenido tanto trabajo y si no me hubiera volcado en ello, no sería en absoluto posible.
Cuarenta años atrás, mi empresa despegó como un cohete. Japón tuvo una explosión económica sin par, ayudada por el crecimiento después de la guerra. La gente compraba más cosas a un mayor costo y las exportaciones incrementaron, especialmente de tecnología. Y con este crecimiento, la gente se animó a leer y aprender más. Allí fue donde entró mi empresa. Importábamos papel del exterior, especialmente de China, imprimíamos millones de tomos, de autores variados y de temas diversos, y se vendían como batatas calientes. No había una librería en todo el archipiélago dónde no hubiera cientos de libros que habíamos publicado o imprimido.
Tōkyō creció, convirtiéndose en una gran metrópolis de la noche a la mañana, una que era la envidia del mundo. Nuestro primer hijo nació en esta época de prosperidad. Con dicho crecimiento, mi trabajo se volvió un poco más agotador, pero desde que pudiera siempre traer luz a mi casa era algo justificado. Mi segunda hija nació unos años después, diez después de mi primerizo. El futuro era brillante y todos eramos felices.
Y entonces, la coyuntura llegó. Mientras antes todo lo hacíamos a pulso y letra, luego con aparatos mecánicos, llegó la alta tecnología y con ello, el advenimiento de la internet. Y en ese momento, mi empresa comenzó a flaquear. La gente comenzaba a leer en sus dispositivos y a usar menos y menos textos de papel. Las cuentas no cuadraban completamente y mis jefes se demoraron en ajustarse a la nueva realidad, a pesar de las múltiples advertencias. Eramos una imprenta, una publicadora y rápidamente los clientes dejaron de tocar nuestras puertas.
Ahora todo lo publican por internet y las personas lo consumen en sus inertes pantallas. Los niños ya no usan libros de papel y no entregan sus exámenes en hojas de respuestas que eramos los únicos que imprimíamos. De imprimir millones de tomos al mes, ahora si acaso vendemos decenas de miles. Mi empresa comenzó a recortar personal y pasamos de tener cuatro sedes y cientos de empleados, a ser una pequeña oficina con un par de docenas de personas. Mi trabajo me consumió, intentando ajustar las cuentas al máximo, pagar las deudas y cobrar a clientes. Comencé a hacer lo que diez o veinte empleados hacían antes. No podía prestarle atención a mi familia, y debido a ello, llegó un divorcio que me destruyó. Acepté múltiples recortes de salario para mantener la empresa a flote.
Mi ex-esposa se quedó con la casa, el automóvil y los niños. En aquella casa de tres pisos ahora viven mis ex-suegros. Ella se casó de nuevo y se fue a vivir a Saitama con su nuevo esposo. Los niños crecieron por su propia cuenta y no he vuelto a saber nada de ellos. Me mudé a vivir en un pequeño edificio en Mejiro, supuestamente con la excusa de que estando cerca, podía volver a verlos. Esto nunca ocurrió. El edificio es una literal ratonera, está a un soplido de caerse y el sector es un poco peligroso. De hecho, solo toco el piso para dormir. El resto del tiempo me lo paso en la empresa.
Al menos todavía tengo trabajo y un motivo.
Mi jefe me llama.
—Buenos días señor presidente, Amano habla. Ya estoy en la estación de tren y en breve llegaré.
Me necesita.
—Claro que si. Allá estaré. Hasta luego.
Al menos todavía tengo trabajo y soy necesario. Hoy, desde hace cuarenta años.
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku…

 

No debí haber bebido tanto anoche. Yo sabía que hoy tenía que trabajar, ¿y entonces, por qué lo hice? Mis amigas son un peligro. Sé que me querían animar, pero no debimos habernos dejado llevar. Ellas no tienen que madrugar tanto como yo. Bostecé exhalando un vaho agrio. ¡Qué asco! Tengo que lavarme la boca lo más pronto posible, o enmascararlo con café u mucha agua.
El dolor de cabeza no me ha abandonado aun, ni siquiera con la medicina que compré en la tienda por conveniencia. ¡Qué día más largo va a ser hoy! Ya presiento que mi jefa me va a gritar hasta en la espalda. Veamos mi horóscopo.
Uh, si, es un día terrible. Mala suerte en el amor y en el dinero. Mi salud estará bien, al menos. Un articulo de suerte de color violeta. ¿Qué ropa interior me puse hoy?
Maldito Kei. Lo odio tanto. ¿Por qué tuvo que haber terminado conmigo? Yo lo amé mucho y nuestra compatibilidad era increíble. Me entregué en cuerpo y en alma a cada una de sus locuras. No olvidaré el día que me instó a llamar al trabajo a decir que estaba enferma para que nos fuéramos de paseo al monte Fuji. Me divertía mucho con él. Mis amigas envidiaban que estuviera saliendo con un tipo alto, fornido, con una musculatura definida y sonrisa radiante, activo y buen deportista, gran amante. Era perfecto. Quizá se cansó de mis imperfecciones, de mis celos, de mi fealdad.
No, no, Hanako, estás en la estación de tren. No vamos a llorar más. Estamos ya maquilladas y nos espera un día largo de trabajo. Distraigámonos.
Así que ya comenzó a publicar fotos con su nueva novia, ¿no? ¿En el monte Fuji? ¿Eh? ¡Le hizo la misma! ¡Qué tipo! Uh, ¡qué rabia la que siento! Pero más tonta soy yo, ¿por qué me martirizo? ¿Por qué aún le sigo? ¿Por qué me duele tanto?
Yo no soy fea en realidad, me considero bonita. Mis amigas siempre me lo han dicho, aunque no tenga el cuerpo perfecto. Soy trabajadora, responsable y amigable. Hay miles de hombres en esta ciudad, mucho mejores, más inteligentes y más respetuosos. Por ejemplo… A ver, ¿quién hay a mi alrededor?
Bueno, este es un barrio tranquilo y esta es una estación pequeña. No hay mucho material. Cuando pasemos por Harajuku ahí si que me fijare y quizás por qué no, coquetee un poco. Es la mina de los hombres bellos.
Ah, ¿a quién engaño? Anoche ni me bañé, hoy tomé una ducha rápida, me maquillé a la carrera y me puse lo primero que vi. Más atractivo tiene un saco de arroz. Pero bueno, hay que ser práctica en la vida.
Por cierto, ¿hoy tengo aquella entrevista? Le escribiré a mi jefa.
Que tedio me dan las entrevistas, personajes públicos haciéndose de famosos y respondiendo lo que les da la gana, para que después me toque editar todo y dejar una sola página. Y después, inicia el juego de tenis de mesa en el que el representante lee la entrevista, pide cambios, los hacemos, el editor se queja y pide más cambios, y se repite todo en un ciclo sin fin. No me gusta, no me gusta para nada.
Shinagawa, diez a.m. Entendido.
Está bien, Hanako, hoy sera un día largo, pero lo daré todo de mi.
Maldito Kei, adiós. Yo puedo valerme por mi misma.
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku…

 

Otra vez está ella esperando el tren a la misma hora. Me da muchísima pena y espero que no se entere que la miro todos los días.
Ha de constar que no salgo a esta hora a tomar mi tren a la escuela porque la quiera ver. Ha de constar que no obligué a mi mejor amigo a despertarse más temprano para tomar este tren a esta hora.
Por cierto, Kiyokazu es muy ruidoso.
—Otra vez estás mirando a la chica aquella, ¿no?
—Cállate, Kazu.
—¿Cuándo te van a crecer los huev…?
—Cállate, Kazu.
Él tiene la razón. Debería simplemente hablarle. Se ve que vive cerca porqué siempre se le ve radiante, bien arreglada, muy madura, nunca agitada. Hoy está un poco sombría, con el ceño un poco curvado. ¿Algo le habrá pasado?
—Y aún sabiendo que tú le gustas a Murata de la clase tres.
—No molestes, Kazu.
—¡Es verdad! Me lo dijo Sakiko, que es amiga de ella.
¿Qué le habrá pasado? ¿Estará enferma? ¿Tuvo una pelea con su novio? ¿Tiene novio? ¿Peleó con sus amigas? ¡Cómo desearía ser adulto y poder hablarle!
—Deberías comenzar a salir con Murata, ella es bonita. Nunca tendrás la mínima posibilidad con esta chica. Ella es una adulta, y tú eres un mocoso.
—Igual que tú, tonto.
—Pero al menos yo lo admito, por eso salgo con Sakiko. Además, ¿has visto a Murata últimamente? ¡Increíble par de tet…!
—Cállate, Kazu.
Voy a hablarle. Si, hoy es mi día.
—Espérame acá.
—¿Qué?
—Ten mi morral.
—El tren ya va a llegar, Ryou.
—No demoro.
La estación está un poco llena, pero no hay ningún problema. Solo tengo que llegar… Alcanzar…
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku se detendrá en la plataforma número uno. Por su seguridad, manténgase detrás de la línea amarilla.
Miré hacia el horizonte, el tren frenaba con rapidez. Debo lograrlo.
—Disculpe…
Se giró despacio. Sentí que el corazón se me encajó en la garganta. Su belleza me atemorizó de inmediato y se me congelaron todos los músculos. De frente era más bonita, sus ojos y sus labios brillantes me cegaron.
—¿Si?
—Ah… Yo…
—Perdón, debo tomar el tren…
—Yo…
—Plataforma número uno, las puertas se cerrarán. Por favor espere al siguiente tren.
Y sin esperar entró al carruaje.
—¿Estás bien?
No se si me escuchó, pero se me quedó mirando mientras las portezuelas se cerraban y el tren se iba. Resignado, expelí una palabra soez en voz baja y regresé hacia Kiyokazu. Su cara era una mezcla entre una burla y una sonrisa sincera.
—¿Qué?
—¿Y?
—No alcancé a decirle nada.
Se carcajeó mientras me entregaba el morral.
—Eres un mocoso.
—Igual que tú, tonto.
—Piénsalo, olvídate de esta chica, ni conoces su nombre siquiera. En cambio, Murata…
—Ya para, Kazu.
Todavía sentía los latidos de mi corazón en mis oídos. Solo escuché un par de sus palabras de su boca y su voz era tal como la había imaginado. Simplemente hermosa. Nunca olvidaré este encuentro, por más fallido que hubiera sido.
—En breve, el tren con destino a Ikebukuro y Ueno se detendrá en la plataforma número dos…

 

—Y entonces, ella me dijo, “vamos a jugar un juego”. ¡Qué miedo!
—¿Con ese tono de voz?
—Si, con ese mismo. Casi se me sale el corazón.
Me reí del comentario de Paloma, mi mejor amiga.
—¿Hoy para dónde es que vamos?
Por fin, después de tanto trabajar y cansarme el lomo, se cumplió uno de mis más grandes sueños. Después de cantar canciones sin saber que era lo que decían, de ver personajes de animación hacer proezas imposibles, leer cómics manga y más de cien series, además de hacer un buen esfuerzo ahorrando, había por fin tocado suelo nipón. Llevábamos menos de doce horas en Tokyo y estábamos cargadas de energía.
—Hoy vamos para el palacio Imperial. Tenemos que estar allá a las nueve, es la cita que tenemos.
—Entendido.
Mi mejor amiga me copió. También es igual de fanática a la cultura japonesa, aunque ella me gana. Por poco y el día de hoy sale haciendo cosplay. Yo la obligué a que se cambiara el disfraz de una protagonista de una serie popular de animación por ropa más común, antes de salir del apartamento que rentamos.
—Y después de ello, nos vamos para Akiba.
Solté un corto chillido. Esa palabra detuvo mi aliento.
—¿Akihabara?
Ella se sonrió. La adoro con todo mi corazón, me conoce muy bien.
—La Meca del mundo de manga y el anime.
La abracé. Sentí que los ojos de más de uno se posaron sobre nosotras. Me subió un poco de pena y me alejé.
—Gracias.
—No, no. Si es nuestro primer día real en Japón, es de lógica que vamos a ir al lugar más importante para nosotras.
Me preocupé un poco.
—Tengo un poco de miedo, ¿me gastaré mucho dinero?
—No te preocupes, entre las dos nos tenemos que controlar.
La miré de reojo.
—Sabes que es más fácil que los cerdos vuelen que podamos controlarnos la una a la otra.
—Y sabes que, ¡estamos en Japón! ¿No escuchas la gente a nuestro alrededor? ¿Qué están hablando? ¿Ves los letreros que nos rodean? ¿Qué dicen? Creo que nos merecemos esto, merecemos gastar un poquito. Darnos la buena vida. Despreocúpate.
Sabía que así debía ser. Sentí un remolino de felicidad en mi pecho. Todavía no lo había dimensionado. Estaba en Japón, con la persona que más quería. Con vuelos de veintiséis horas y dos paradas desde Madrid, fue un sacrificio muy difícil. Si no hubiera sido por ella, me hubiera enloquecido.
—Quiero ir a Harajuku.
—¿Eh? ¿Y a qué viene ese comentario?
—Quiero comprarte algo en Takeshita-dōri.
Se sonrió y acercó su cara a la mía.
—Gracias.
El mundo se detuvo, el ruido de nuestro alrededor se desvanecía. No pude hablar.
—Y yo te compraré un crépe de aquellos famosos.
Asentí y sonreí.
Mamonaku, ichibansen ni, Shinjuku, Shibuya hōmen yuki ga mairimasu. Abunai desu kara kiiroi tenji burokku made osagari kudasai.
El intempestivo anuncio nos sacó de aquella burbuja en la que habíamos entrado. Entendía un par de palabras de aquel mensaje, pero en su total era difícil de interpretar.
The local train will arrive shortly on track one. Please stand behind the yellow line.
—¡Ya llega, ya llega!
—Si, ya llega.
Era mi primera vez montando un tren de la famosa línea Yamanote. Estaba muy emocionada.
—Prepara la cámara.
—No, después habrán más oportunidades.
Seguí tomando su mano fuertemente. No la quería soltar. Ella me correspondió.

 

—¿Es ese Hayami?
—Si, es Hayami.
—Pero está con Inamura, ¡qué tedio!
—Hey Rie, estás hablando de mi novio.
—Pero sabes por qué lo digo, ¿no?
—Si, si, aun así, es mi novio. Explícame, ¿qué le ves a ese cerebrito?
—Sakiko, es una buena persona, es respetuoso, amable y muy inteligente.
En realidad siempre lo había admirado. Simplificar mis sentimientos hacia él era un acto de cobardía. Lo conozco desde la escuela primaria, estuvimos en la misma clase por dos años y vive cerca de mi casa. Sin embargo, siempre me ha sido difícil hablarle. En los exámenes siempre está dentro de los primeros cinco, aunque es un poco malo para los deportes. Vive con su madre y su hermana menor. Tiene un trabajo de medio tiempo después de clases para poder ayudar en casa. Es una lástima que no hemos podido compartir clase desde aquél curso en primaria.
—¿Y entonces? ¿Por qué no te confiesas?
—No, no, es imposible. Estamos en clases diferentes, además…
Mi corazón lo sabía. Estaba perdidamente enamorado de aquella mujer. Todos los días la observa directamente, como si no quisiera quitarle la mirada de encima. La busca con sus ojos a través de esta pequeña estación. No tiene ojos para nadie más y mucho menos para alguien tan plana y básica como yo. Rie se giró a verlo.
—El cobarde, sigue mirando a la dicha modelito como todos los días.
—Espera, Sakiko…
—No, es que en tanto le diga… ¿Sabes que?
—No, no…
A Sakiko se le subió el color y comenzó a caminar hacia ellos. La detuve del brazo.
—Espera, no digas nada.
Infló sus mejillas y me miró directamente.
—¿Qué? ¿Tú crees que es bueno para mi verte como sufres por este tonto?
—No digas nada, Sakiko. Por favor.
Me giré a verlo de nuevo. Le había entregado el morral a Inamura, y se dirigía con paso decidido hacia la chica aquella. Un dolor sordo se me clavó en el pecho. Hayami había encontrado la respuesta en su corazón.
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku se detendrá en la plataforma número uno. Por su seguridad, manténgase detrás de la línea amarilla.
Sakiko se quedó también callada, observante de la situación. Veíamos que le hablaba, pero no sabía que era lo que estaba pasando. El ruido de la gente y de la estación no me permitía escuchar la conversación. Se le notaba tenso, tembloroso, congelado. La chica aquella le dijo algo e ingresó al tren una vez se detuvo. Él se quedó en la plataforma, mirándola fijamente a través de la compuerta del tren. Sentía que mis ojos se llenaban un poco de lágrimas y mi boca se abría.
—Plataforma número uno, las puertas se cerrarán. Por favor espere al siguiente tren.
Finalmente el tren partió, la mirada de Hayami siguiendo la silueta del carruaje irse en el horizonte.
—Rie…
Observé como si él hubiese dicho algo al aire, mientras se daba media vuelta. Inamura seguía observándolo, sosteniendo su morral en la mano.
—Rie…
Inamura se burlaba de él, tenía ese ademán que siempre hacía cuando se mofaba de alguien. Me enojaba. ¿Se había declarado? ¿Qué le había dicho a la chica? ¿Por qué se le había quedado mirando tan fijamente? Se le veía decaído, triste. ¿Qué había pasado? ¡Hayami, cuéntame, habla conmigo!
—¡Murata Rie! ¡Me vas a arrancar el brazo!
Salí de mi estupor y le solté el brazo a Sakiko. La observé, le habían quedado las marcas de mis dedos en él.
—Lo siento, Saki, lo siento.
—Tenemos que hacer algo, Rie, por tu bien.
Se masajeó con fuerza el lugar dónde la comprimí.
—¿Qué habrá pasado?
—Ya lo investigaré. Por ahora, tranquilízate. Le preguntaré a Kazu.
—Gracias.
—Para eso estoy, para eso estoy. ¡Aw, casi me revientas el brazo!
—En breve, el tren con destino a Ikebukuro y Ueno…

 

¡Allí está! ¡Con ese porte y esa altura! Señor asistente de estación, ¡cómo se ve de bien hoy!
Él es nuevo en ese trabajo, solo lleva tres años, dos meses y cuatro días en el puesto. Al principio se le notaba muy inseguro, muy rígido. Ahora se comporta como un natural en su cargo. He visto su evolución desde su llegada y claramente, es loable.
Ah, se está revisando como siempre en la máquina expendedora. Está usted radiante, téngalo por seguro. Y yo, como una tonta fisgoneándolo desde mi apartamento afuera de la estación. En esto entretengo mi vida, encerrada en estas cuatro paredes, confinada a una vida atrapada bajo la sombra de la familia de mi esposo. Si mucho, salgo a hacer las compras, pero de resto, es innecesario usar el tren. Además, no tengo el derecho de hablarle. No se me ocurriría jamás, solo adorarlo desde la distancia.
Si solo mis padres no me hubieran casado a la fuerza y si tan solo mi esposo fuera una mejor persona. ¡Cómo sueño el día que usted viene, toca a mi puerta y me saca de este encierro, señor asistente de estación!
No me considero su admiradora, sería iluso pensarlo. Y no se si tenga esposa o hijas. Lo único que sé, es que vive cerca y que hace su trabajo con perfección y dedicación, como nadie más pudiera hacerlo. Quisiera hablarle, pero no puedo. Vivir juntos, prepararle la comida, despedirlo día tras día y recibirlo con amor por la noche cuando termine su turno. De solo pensar en ello me emociono. Pero por ahora, solo me contento al verlo a través de mi ventana y de mis binoculares.
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku…

«El vendedor de almas»

¿Sabes qué es un mito urbano? Es una consecución infinita de personas relatando una historia, inicialmente no muy interesante, una hacia la otra, y deformándola lentamente hasta hacerla fantástica y por último, memorable. Quizás en tu pueblo o tu ciudad existan aquellos cuentos, de proezas naturales o situaciones paranormales. De hecho, estoy muy seguro que las hay alrededor tuyo, solo debes esperar que llegue una de estas a tus oídos o pantallas.
He decidido escribir este corto relato para no olvidar las extrañas circunstancias que han ocurrido alrededor de mi y dejar registro escrito para jamás olvidarlo. Mi nombre es Frederik Baum, y tengo, si no estoy mal, cuarenta y dos años. He vivido en este pueblo desde que tengo memoria. Conozco sus calles y sus callejones, conozco los límites y las fronteras y el espeso bosque que le rodea, sin embargo no he querido ir más allá. No hay necesidad.
La población en mi ciudad fluctúa con el tiempo, como visitan las olas del mar la costa para después irse. Nadie se quiere quedar más de veinte o treinta años. Algunos incluso salen en tanto llegan. Podrías decir que es un pueblo de errantes, que arriban, se quedan un rato y después sin excusarse se van. Así he conocido a varias personas, quienes se tornaron en mis amigos pasajeramente para después desaparecer sin un rastro. Me dicen que van a mandarme cartas o que van a escribirme mensajes al celular, pero en realidad se olvidan de sus promesas rápidamente. Es gracioso que mencionen cartas, en el pueblo no hay oficina de correos ni buzones.
Incluso tuve una novia, no se hace cuántos años, con quien lo mismo ocurrió. Llegó un día, nos conocimos, comenzamos a salir y unos meses después como impulsada por algo, se despidió de mi y del pueblo, supuestamente en búsqueda de un mejor trabajo en el exterior. Yo lo supe mejor, no la volvería a ver ni sabría más de ella. Y así fue. No estoy seguro hace cuántos años eso pasó.

Lo único en común que he escuchado durante todo este tiempo ha sido un relato, bastante tergiversado y variante, que las personas que se van a ir cuentan justo antes de departir.
En todas las versiones se dice que existe una persona, ya bastante mayor, canosa y de cara agotada, que habita una casona casi destruida en las afueras del pueblo. Algunos dicen que es inmortal, otros dicen que no es así, simplemente hacen parte del mismo linaje y van heredando de mano en mano dicho castillo. Le llaman el vendedor de almas.
Hay algunos que dicen que es un sujeto bastante formal y agradable, apacible y siempre listo para ayudar y aconsejar con el poder de su experiencia. Hay otros que dicen que es la viva representación de la Muerte, y que una vez uno cruza la mirada con él, uno muere o desaparece de la faz de esta Tierra. Ello explicaría el hecho de que las personas que se marchan del pueblo no se vuelven a contactar con quienes quedamos de este lado, pero ahora bien, ¿dónde estaría guardando los cuerpos? Como te decía, en un buen mes pueden entrar al pueblo trescientas o mil personas, y salir la misma cantidad más o menos. ¡Qué sótano más inmenso debía ser!

Hace unos meses, en un momento en el que el recuerdo de mi ex-novia regresó a mi mente, sentí mucha curiosidad. Todos hablaban de un castillo o una casona medio derruida. En todos mis años de vida jamás había visto tal lugar. Armado con un mapa del poblado, salí en su búsqueda, siendo tan metódico como pudiese, pues no podría dejar calle o callejón sin recorrer. Mi casa queda en el costado norte de la ciudad, así que comencé allí. Preguntaba a los transeúntes que me encontraba si habían visto al tal señor o la tal casona. Muchos me conducían a pistas sin salida, otros me advertían de no continuar con mi búsqueda, pues podría fallecer en el momento.
Mi búsqueda siempre concluía una vez me topaba con el espeso bosque de los alrededores, el lago que limita en un costado, o con el ancho río que fluye hacia este. Demoré dos meses buscando todo el cuadrante norte, y atrás mío corrió el fin del invierno y el principio de la primavera. Como ves, tengo mucho tiempo en mano.

Continué yendo hacia el oriente. Apuntaba todas las pistas que encontraba, los relatos que las personas me contaban, las anécdotas, la apariencia del señor o de la casa. Señalé en el mapa cada ruta que tomaba, cada bloque que recorría, cada posible localización del tal castillo. Era necesario para poder resolver el misterio. Me sentía como un detective, yendo tras la pista de un caso particularmente complicado. Eso me llenaba de felicidad, pues nunca en mi vida me había animado a hacer nada, a ser algo.
Las anécdotas de la casa eran variadas pero la idea general era bastante similar. Es una casa antigua, con un frontal de piedras y portón de lúgubres y altos barrotes, que terminan en la parte superior en una punta de lanza. Las piedras están algo destruidas y consumidas por una hojarasca entre verdosa y otoñal, que se aferra y se mete en ellas. El portón está un poco oxidado y desnivelado también, como si jamás le hubieran hecho mantenimiento. En ninguna parte figura un nombre o si quiera un indicativo de quien vive allí.
Hacia adentro, hay un jardín de espeso y alto prado, jamás cuidado y escasamente podado, además de una fuentecilla manchada por los años de intemperie con moho y musgo firmemente adheridos a esta. Dicen que hay un par de arbustos de frutilla u otras bayas y dos frondosos árboles, no se sabe si de abeto o de carbonero, con unos troncos gruesos y rígidos, que dan una sombra amplia pero adicionan más oscuridad a la composición, volviendo aún más tenebrosa la edificación.
Hablando del castillo propiamente, la descripción varía mucho, pero generalizando dicen que se trata de una casona de unos dos pisos más ático, también de piedras lastimadas por el tiempo, con unos ventanales altos y de vidrios en forma de rombo y un par de detalles de madera aquí y allá. El primer piso se dice que es de unas dos o tres personas de altura. Dicen que por la noche no se ve ninguna luz en el lugar, como si no viviera nadie allí.
Y ahora, hablando del habitante de dicho lugar, los recuentos de las personas también varían mucho, pero se dice que es un señor alto, como de dos metros y un poco más, de cabello grisáceo más tirando a blanco, largo y frondoso, de frente amplia, cejas y pestañas despobladas, ojos cansados, llorosos y ojerosos, arrugas pronunciadas y nariz gruesa. La descripción del resto de la cara es un poco complicada, pues hay algunos que dicen que tiene labios gruesos y nada de vello facial, otros dicen que tiene bigote y barbas largas y de color y longitud similar a su cabello, haciendo imposible detallar su boca.
Dicen que es escuálido y de piel arrugada y sin lozanía. La descripción de sus ropajes es también variada, pues hay quienes dicen que viste muy moderno y actual, con pantalones de mezclilla amplios y camisas sencillas o tipo polo, mientras otros dicen que siempre viste de frac, muy elegante, agregándole fuerza a su ya natural presencia.

Otro par de meses después finalicé mi búsqueda en este cuadrante, sin hallar rastro de dicha casa o dicho sujeto. El verano se acercaba inclemente, así que decidí detener mi pesquisa. Se decía que en particular esta estación iba a ser bastante fuerte, con temperaturas alcanzando los cuarenta grados. Yo no me consideraba particularmente viejo, pero ya sentía que a mi edad debía comenzar a cuidarme. Los siguientes dos meses me la pasé en mi piso, viviendo tranquilamente, bajo el marco de la vieja y conocida complacencia que otorga el aire acondicionado y el buen flujo de agua potable y fresca.
El calor disminuyó con rapidez en tanto el otoño se acercó. A decir verdad, estaba ya bastante cómodo al haber regresado a mi ritmo de vida anterior. De vez en cuando miraba la mesa sobre la que acumulé todos los detalles de mi investigación, bastante animado por continuar, pero en tanto pensaba que tenía que caminar de nuevo por todas las veras de mi pueblo, me volvía a lanzar en plancha sobre mi sofá, a dormir como un gato viejo, a pesar que ya estuviera fresco por el otoño.
Dicha pereza se convirtió en frustración, y esta frustración se convirtió en un continuo cuestionamiento de mis acciones. ¿Para qué estoy haciendo esta investigación? ¿Solo para saciar una curiosidad intelectual personal, o para lograr algo más, afirmar públicamente la explicación de dicha leyenda y sacarla de una vez de su estado como mito urbano? Me lo preguntaba todos los días. Y mientras mi cabeza maquinaba, los días pasaban y más personas entraban a mi pueblo y se iban de aquí. En mi vida he visto más de veinte vecinos del piso de al frente, y unos miles en todo el edificio. Nunca me puedo relacionar sentimentalmente con ninguno ni con nadie, porque en muy poco tiempo desaparecen, se esfuman, incluso después de sus enfáticas promesas en las cuales nunca se olvidarían de mi o me habrían de escribir.
Ni aquellos que yo llamaba padres se quedaron. Primero se esfumó mi padre y luego mi madre, ambos cuando yo tenía siete años. Ya ni recuerdo sus caras y ni una fotografía me queda de ellos. De hecho, no conservo ninguna foto, ni siquiera de paisajes o mías. Todas las arrojé a la basura.

Un buen día recibí una llamada de una de las personas que a las que había encuestado atrás en primavera. Me urgió a salir de inmediato a la calle, si era posible en bicicleta o en automóvil, pues en un lugar al sur de la ciudad había encontrado la casa del susodicho hombre. Dijo que me esperaría hasta que yo llegara para hacerme compañía. Me dictó la dirección, la cual apunté con un poco de desgano. Ya tenía dicha información y la casa no iba a volar o desaparecer por arte de magia en el aire. Me disculpé aduciendo que estaba un poco ocupado, le pedí que no me esperara y continuara su rumbo, le agradecí y le colgué.
Miré de reojo el mapa desplegado sobre la mesa y localicé rápidamente el lugar. Este terreno aparecía como un lote baldío, una especie de parque sin uso. Suspiré profundamente. Lo más seguro y posible es que mi mapa estuviera desactualizado. Puse la nota encima del mapa y me recogí de nuevo en el sofá. Decidí que esto podría esperar un poco más.

Ese día no dormí. Di vueltas en mi cama recriminando mi pasividad. Nunca jamás estuve tan cerca de resolver este caso pero la pereza me consumió. Sentí como los ácidos de mi estómago se revolcaban.
Me levanté a eso de las tres, serví cuatro vasos de agua que me tomé a golpes, cambié mi pijama por la ropa que había tenido ese día, me puse un abrigo y zapatillas para caminar, tomé una linterna y mis materiales de investigación y salí. La ciudad era toda penumbra, con solo un par de luces aquí y allá. El lucero y su séquito de estrellas me hacían compañía, mientras que la Luna ignoró su comando de salir hoy. El cielo estaba claro y aún así la oscuridad era espesa.
Caminé con tranquilidad. Al final de cuentas, este pueblo era perfectamente seguro. Para llegar a la casona, debía caminar alrededor de dos horas casi en línea recta. Esperaba cruzarme con alguien en algún punto del trayecto, pero la hora era tan inclemente que me los imaginé a todos dormitando apaciblemente. Me dio un poco de envidia y culpé a mi mente de nuevo por mi infortunio.
Miré mi brújula tambalearse de un lado a otro. A pesar que mi pueblo parecía que había sido construido con regla y cincel, prefería la seguridad de algo que me marcara el horizonte. Confirmaba mis alrededores con el mapa. Un poco más de una hora después, me aproximaba rápidamente a la dirección que me dictaron. Comencé a sentir mucha ansiedad.

La dirección era la correcta. Este era el lugar. Confirmé mi mapa y taché con un bolígrafo rojo el punto. Mis ojos no daban crédito a lo que veía. Era un terreno vacío, un parque, como el que el mapa indicaba. Indignado, apreté fuertemente el mango de la linterna y la arrojé al suelo, haciendo un alboroto en tanto las baterías salieron disparadas en todas direcciones. Quería gritar, pero al pensarlo por segunda vez concluí que no sería buena idea.
¿Quién habría sido el culpable? ¿Yo? ¿Dicha persona? Sin titubear, comencé a marcar el número de teléfono del sujeto que me llamó previamente. ¡Qué incrédulo era yo! Había sido víctima de una broma. Me sorprendió escuchar el mensaje que siguió a mi marcación. El número no estaba asignado, era un número incorrecto. Lo verifiqué dos, tres veces e intenté llamar en repetidas ocasiones.
El sol comenzaba a salir. Allí, en aquella esquina del cuadrante sur de mi ciudad, con el corazón despedazado, me dirigí hacia el oriente. Debía saber que había ocurrido.

Eran ya las diez mal contadas de la mañana. Indagando alrededor pude confirmar que aquella persona había salido ayer rumbo a casa de uno de sus amigos en el sur. Me mostraron el lugar dónde habitaba. Toqué la puerta con el ánimo de derribarla y al no recibir respuesta, decidí abrirla a la fuerza. No ofreció ninguna resistencia. Del otro lado, el piso se encontraba totalmente vacío. Los vecinos de alrededor, quienes se habían aproximado por mi estruendo, observaban atónitos la situación y aseguraban que el día de ayer alguien habitaba dicho lar, una persona ya entrada en años, amable y carismática. Intenté llamar de nuevo a su teléfono sin obtener respuesta. Era lógico, había abandonado nuestro pueblo intempestivamente. Pregunté si alguien sabía dónde habitaba el amigo aquel. Nadie supo responderme.

La desaparición de dicha persona hizo que me volcara de nuevo en la investigación. Pedí prestada una bicicleta y comencé a andar de nuevo, recorriendo calle tras calle de mi pueblo dirigiéndome al sur. Tuve que convencerme de que la casa no había simplemente desaparecido y que probablemente se habían equivocado dictándome la dirección. Con el sol a cuestas, en pleno verano, avancé por todos los callejones del sur en menos de quince días. Mi piel se había tornado oscura, tostándose por efecto de la luz solar. Nunca encontré tal casona, ni siquiera en las direcciones que fueran similares.
El verano se alejaba rápidamente y nuevos vientos comenzaron a circular. Proseguí por el occidente. Los relatos eran similares a los que ya había comentado previamente, confirmando la mayoría de las sospechas. Fui bastante enfático en preguntar si sabían la dirección del tal vendedor de almas, pero todos me enviaban en direcciones impares. Un día a principios de otoño, marqué la última calle que me faltaba por recorrer.
Mientras regresaba a casa arrastrando la bicicleta con mis manos, de mis ojos manaron ríos de lágrimas sin parar. Estaba cansado, aburrido, atónito. Era un mito. No me había equivocado en mi aseveración inicial, un sueño común que todos aquellos a los que había encuestado habían sufrido, un espejismo, un imaginario colectivo. La gente alrededor me miraba preocupada pues no es usual ver a un señor de cuarenta y dos años arrastrando un caballo de acero, cabizbajo y sollozando en público.
Con mi cara sucia, líneas bien demarcadas bajando por mis mejillas, retorné agradecido la bicicleta y me metí en mi piso para llorar un rato más. Arrojé todos los materiales de mi investigación, incluyendo el mapa, sobre la mesa, líneas y cruces rojas marcando cada una de las sendas y puntos de interés encontrados. ¿Por qué no había atendido el llamado de dicha persona? Si hubiera actuado en el momento, hubiera podido terminar con el caso. Tomé una larga ducha, mientras detrás de mis ojos conjuraba imágenes de miles de casas y edificios, lugares que había visitado y re-visitado durante estos meses. Me sequé, me puse una pijama limpia y me arropé sobre la cama. Dormí tres días seguidos, sin despertarme para comer ni abrir los ojos.

Al vespertino del tercer día emergí de mi cama sediento, escuálido y hambriento. Comí lo que encontré en la casa, bebí doce vasos con agua, me volví a duchar, me vestí y en tanto me iba a sentar en el sofá, alguien tocó a mi puerta. Atendí.

—¿Señor Frederik Baum?
—Si.
—Tengo correo para usted.
Miré detenidamente la apariencia del tipo. Jamás en mi vida había visto un atuendo así. Era un uniforme café de pies a cabeza, con una boina extraña del mismo color. Pero, ¡en este pueblo no existían correos, ni buzones!
—¿Correo?
—Así es, aquí está.
—¿Hay correo en este pueblo?
El tipo se carcajeó fuerte.
—¿Qué tipo de pueblo no habría de tener correos?
Me entregó la misiva, me hizo una venia, se dio media vuelta y se retiró con rapidez. Seguí estupefacto en el umbral de mi puerta. Abrí la carta. Adentro había una pequeña tarjeta de cartón. “Necesito verte. Dirígete a esta dirección.” Al pié, la firma del vendedor de almas.

Dejé caer la tarjeta al suelo, me puse un par de zapatos y salí. La dirección era muy cerca. De hecho, era al otro lado de mi edificio.

Y allí estaba, tal como me la habían descrito, portón derruido, piedras desperdigadas, hojarasca seca y despedazada, prado alto, fuente ennegrecida, setos de bayas, dos árboles gigantes a par y par de un castillo de tres pisos hecho de piedras, con ventanales de vidrios en forma de rombo. Entré asustado, mi corazón rebotando y queriéndose salir fuera de mi boca. Yo había pasado por acá, estaba ciento por ciento seguro de ello. ¿Cómo no iba a ver al otro lado de mi edificio? ¡Esto no tenía sentido!
Mientras avanzaba despacio a la puerta del habitáculo, como un gato cauteloso, comencé a recordar. ¿Qué había al otro lado de mi edificio? Mi mente jugueteaba. Había visto tantas casas y calles en los últimos meses que me costaba ver la imagen con claridad. ¿Era un parque u otro edificio de apartamentos? De repente era una cafetería o un restaurante. ¿Era una farmacia o una casa? No lo sabía, no lo sabía. Quizá todo el tiempo había estado allí y mi mente la había ignorado. ¿Quién iba a decir que la casa que había buscado los últimos meses estaba tan cerca? ¡Era imposible! Pues fue posible y aquí estaba yo, en su jardín.

Llegué al gran portón de madera y toqué con fuerza. Del otro lado podía escuchar unos pasos apurados, tan pesados que hicieron vibrar la tierra bajo mis pies. La puerta se abrió y al otro lado observé al sujeto. Era tal como me lo habían pintado. Alto como un árbol, flaco, cabello largo y cano, cejas despobladas, arrugas por toda la cara e hinchadas ojeras, una nariz como una pelota de tenis de mesa, sin barba ni bigote y labios gruesos, secos y amoratados. Vestía un sencillo conjunto de pantalones de lino color café y una camisa tipo polo blanca, además de un par de zapatos marrones inmaculados y brillantes.
—Sigue, Frederik.
—¿U… usted me conoce?
Mi voz titubeó y mi garganta hizo un graznido que me hizo dar pena.
—Por supuesto, somos vecinos, al fin de cuentas.
—Pero…
—Sigue, sigue.
Avancé sin pensar. Su presencia era imponente, me era imposible negarme a sus mandatos. Del otro lado de la puerta, había una sala bastante sencilla, dos sofás de cuero color chocolate, una buena alfombra color roja, una plácida chimenea y pequeños detalles adheridos de las paredes, unas banderas, una pintura del mar, un par de espadas cruzadas y un trio de puertas cerradas que dirigían a no se donde. El olor del lugar era agradable y acogedor, como el olor de la madera recién cortada y vuelta tablones.
—Qué bonita casa, señor…
Se sonrió.
—No tengo un nombre en realidad. Sé que la gente me llama vendedor de almas. Me puedes decir vendedor. Y gracias, a pesar de la espesura de afuera, adentro me esmero en tener todo en orden, pero verás, por mi edad es difícil encargarme de todo.
—Me imagino, si.
—Toma asiento por favor, debemos hablar.
Me dirigí a uno de los sofás y me senté en él. Era suave y muelle. En el otro se sentó él.
—Y… ¿De qué tenemos que hablar?
—Me enteré que estabas buscándome.
Comencé a sudar un poco. Tragué un nudo que tenía en la garganta, dejando un hedor en mi olfato, tan fuerte que me dio asco.
—Si, si señor, lo estaba buscando.
—¿Con qué objetivo?
Titubeé un poco y miré a un lado.
—Pues, todo el mundo habla de usted y su mansión como si fuera un mito, algo que nadie ha visto personalmente, pero que alguien, un amigo, si ha visto.
—Ya veo.
—Y además…
Dejé salir una sonrisa nerviosa.
—La gente dice que otras personas desaparecen cuando lo conocen. Se van del pueblo y no se les vuelve a ver o saber. Algo así me ha pasado algún tiempo atrás.
Recordé a mi ex-novia y al sujeto que me llamó al iniciar el otoño. Sentí un poco de miedo, armándose un silencio bastante largo e incómodo. De repente, el señor vendedor comenzó a reírse con fuerza. El piso vibró al compás de sus carcajadas.
—¿Eso es lo que dicen? Sandeces.
Lo miré extrañado. El miedo se disipó.
—Yo solo les aconsejo, hablo con ellos y les abro el panorama. Este pueblo es solo un lugar de paso, ¡la verdadera aventura, el verdadero aprendizaje está afuera!
—Pero… ¿Por qué los que se han ido se olvidan de los que aún vivimos acá?
El tipo suspiró fuertemente. Admito que cuando dije esta frase, la expresé con sentimiento y un poco de rencor.
—Frederik, antes de responderte, ¿puedo preguntarte algo?
—Si.
—¿Cómo te sentiste con tu corta pesquisa?
—¿Perdón?
—Así es, durante tu investigación acerca de mi, ¿qué sentiste? Cuéntamelo detalladamente.
Sentí la ira llenarse en mi garganta. El horrible hedor se escapaba como la bruma gélida de un vaso lleno de hielos.
—¿Corta pesquisa? Siete meses de mi vida desperdiciados, solo para hallar que usted vivía detrás de mi edificio.
Asintió en silencio.
—¿Para qué? Para darme cuenta que de veras usted existía y era tal y cual las historias lo hacían ver. ¿Con qué objetivo? ¿Qué historia voy a contar, qué relato voy a decir? ¿Que lo busqué por más de medio año y en realidad usted estaba detrás mío? ¿Con que insana ridiculez voy a asentar eso? Se burlarán por generaciones. Lo peor es que a pesar de todos los sacrificios que hice, prefiero enterrar esta historia que hacerla pública.
Hablé tan rápido que perdí el aire.
—Eso sientes tú ahora, en este momento. ¿Qué sentiste aquel día de invierno en que comenzaste a indagar acerca mío? ¿O al iniciar el verano durante tu pausa de casi tres meses? ¿O hace un mes cuando ignoraste la llamada de aquella persona?
Mi pecho se detuvo. Me costó respirar y mi corazón se detuvo en seco.
—¿Cómo sabe de esto?
De nuevo se sonrió.
—Y entonces, dime los pormenores. ¿Qué sentiste?
Me rasqué los ojos con los dedos. Respiré profundo y comencé a recapitular.
—Al principio era solo curiosidad. Sentía que quería saber la realidad, pues todas las historias acerca de usted eran tan fantasiosas, incluso cuando mi ex-… Cuando una persona cercana a mi desapareció de la nada. Quería acusarlo, confrontarlo, hablar con usted, preguntarle por qué se los ha llevado, dónde están, por qué no me contactan, por qué me abandonan.
Se mantuvo en silencio.
—Cuando comencé a investigar al norte, descubrí más datos interesantes acerca de usted y de su forma de ser, hablé con una gran multitud de personas y trabé interesantes conversaciones. Visité de nuevo muchos lugares por los que ya había estado antes. Miles de personas fueron marchándose del pueblo paulatinamente, y aquellas con quienes había hablado días atrás de repente ya no estaban. Mi investigación al oriente fue similar, pero más conflictiva. Habían días donde una persona que conocía en la mañana, por la noche ya se había ido del pueblo. Comenzaba a cansarme y el verano estaba por iniciar.
Miré sus ojos que seguían clavados sobre mi.
—Me desanimé mucho y me quede encerrado en casa. Me despertaba para bañarme, comer, sentarme en el sofá y volverme a acostar. El calor en realidad no era tan agobiante, pero me resguardé más bien para cuestionar lo que estaba haciendo, buscando una excusa para no salir. Cuando aquella persona me llamó, seguía tan aburrido que considere arrojar todo a la basura y continuar con mi pacífica vida.
—Y ese día no dormiste.
—No. Tuve que ir a aquel lugar, mi curiosidad se desbordaba causándome insomnio. Cuando no lo hallé y me enteré que dicha persona había desaparecido también, sentí que debía conectar los cables de nuevo.
—Pediste prestada una bicicleta.
—Debía cubrir más campo en menor tiempo, ya no podía darle más largas.
—¿Y…?
—Me sentí con más vigor. Ya que iba con mayor rapidez, hablé menos con las personas, aunque aún así les saludaba. Me tosté, la piel se me puso oscura y despellejaba con frecuencia. Aún así no me detenía y marcaba mi camino en el mapa. Pase dos veces por el lugar que me habían dictado por teléfono, como esperando algún cambio, como un acto de magia.
Aclaré mi garganta y miré al suelo.
—El día que cubrí la última calle que me faltaba sentí que había perdido mi tiempo. Estaba acabado, agotado mental y físicamente. No había llorado jamás en mi vida, pero en este momento sentí que era necesario.
—Dormiste tres días seguidos.
—No se que me llevó a hacerlo, pero eso me ayudó muchísimo, aclaró mi mente. Hoy me desperté, recibí su invitación y aquí estoy.
Suspiró profundo de nuevo y apeñuscó por fin sus ojos.
—¿Y ahora que sientes, Frederik?
Ya no tenía rabia. Sentía que las preguntas se agolpaban en mi cerebro.
—Tengo tantas preguntas…
—Y te las responderé. Pero, al final de todo, ¿te gustó hacer la investigación?
No titubeé.
—Si.
—¿Te gustaría ser investigador? ¿Usar tu curiosidad para resolver casos o misterios?
—Si, este caso me abrió los ojos, me pareció entretenido.
—¿Tienes la motivación suficiente para hacerlo?
—Creo que si.
Se levantó del sofá. Lo seguí con los ojos.
—Pues entonces, como te decía… Allá afuera, lejos de este pueblo, hay casos más extraños, más intrincados, que solo tú puedes resolver.
Apuntó con su mano extendida hacia un lado y un poco hacia arriba. Bajé la mirada.
—Lo siento.
—¿Por qué?
—No me iré del pueblo. Aquí está mi casa, nací aquí y aquí probablemente moriré…
Giré mi cabeza hacia él y bajé mi voz a un susurro.
—…Si primero no me mata usted.
Se quedó mirándome extrañado.
—Pero… ¡Allí afuera, estoy seguro que tu carrera como investigador florecerá! ¡Tienes el espíritu, el empuje y las ganas! Si algo, toda la pesquisa que te hizo llegar a mi tuvo un excelente resultado.
—No. No me iré. Muchas gracias.
Se dejó caer sobre el sofá como un bloque de plomo. El suelo a mis pies vibró con fuerza. Se le veía más avejentado de lo normal.
—¿Cuántos años tienes?
Su pregunta me sorprendió. Conté en mi cabeza para poder darle una buena respuesta.
—Cuarenta y dos.
—¿Estás seguro?
Volví y llevé la cuenta, esta vez valiéndome de mis manos.
—Si, cuarenta y dos.
—Te equivocas, Frederik.
—Estoy seguro que tengo esa edad.
—No. ¿Cuántas veces has cumplido cuarenta y dos?
Al escuchar estas palabras, mi mente se hizo un amasijo. Cerré mis ojos por inercia y lágrimas comenzaron a brotar de ellos. Detrás de mi edificio habían a la vez un parque, un edificio, una cafetería, un restaurante, una farmacia y una casa de dos pisos. En mi mente el tiempo fluía como un péndulo, hacia adelante, hacia atrás, y las imágenes de mi memoria se distorsionaban.
—¿Cuántas veces has cumplido cuarenta y dos años, Frederik Baum?
Su voz sonaba más fuerte, golpeada.
—Respóndeme.
Detrás de mis ojos podía ver mis manos arrugándose con rapidez, formando manchas oscuras, tornándose esquelética, forrada a los huesos, delgada y frágil, para tornarse otra vez lozana y clara, como ahora. Era imposible detener mi llanto.
—Frederik, ¡cuántas veces!
—No sé.
—Si lo sabes.
—¡No lo sé!
—Doscientos treinta y cinco años, Frederik.
—No.
—Frederik, tienes doscientos setenta y siete años.
—Es imposible.
—No lo es.
—¡Es imposible!
—¡Frederik!
Me levanté del sofá, abriendo mis ojos y buscando la salida. En dónde minutos atrás estaba el grueso portón de madera, ahora solo quedaba una muralla de piedras. Las demás puertas también se habían desvanecido. Me arrojé contra dicha pared, golpeándola con fuerza.

El vendedor tenía la razón. Sentí como el mundo giraba bajo mis pies. Detrás de mi edificio hubo un parque, un edificio de apartamentos, cuyo primer piso se volvió una cafetería, que se tornó un restaurante, que se torno una farmacia, y que recientemente fue demolido en su totalidad para tornarse en una casa de dos pisos. Y todo esto había ocurrido a lo largo de más de doscientos cincuenta años.
Me tiré al suelo, sollozando.
—Ahora sabes cuál es mi trabajo. Ahora sabes por qué todos esos rumores.
—Eres Dios.
Soltó una carcajada.
—Jamás osaría compararme con Ellos. Solo soy un asesor, alguien que orienta a las almas, les vende ideas en su mente para que puedan descansar y tomar un nuevo rumbo cuando regresen a la otra vida.
Me giré hacia él, mis ojos aún rellenos de lágrimas.
—¿Otra vida?
—Más allá de este pueblo.
—¿Estoy muerto?
De nuevo una carcajada.
—Frederik… ¿Qué quieres hacer?
—¡Respóndeme!
—¿Qué quieres hacer con tu vida?
—No me quiero ir.
—Llevas casi trescientos años atrapado en este pueblo. Eres una de las personas que más tiempo lleva en este lugar. Hemos tenido esta misma conversación unas ocho veces en el pasado y aún así no te puedo obligar que tomes una decisión. Millones de personas entrarán y millones de personas se irán de aquí con un nuevo objetivo en sus vidas y tú seguirás en el mismo lugar.
Suspiró desesperado.
—Y mientras tanto, yo continuaré aquí con mi misión, facilitando la vida de las demás almas, vendiéndoles la idea de continuar por su rumbo.
Hizo un trucar de dedos.
—Allí está la puerta.
Me levanté con rapidez, la abrí y partí huyendo. El cielo se había tornado oscuro, estrellado, infinito.

¿Sabes qué es un mito urbano?

«Amores de Pascua»

Desesperada y sin saber que hacer, llamé a mi gemela. Sin saludar fui directo al grano.
—Efraín se marchó.
—¿Qué?
—Si, mientras yo hacía unas compras, tomó una maleta, metió dos o tres conjuntos de ropa y se fue sin avisar.
—¿Y no te dijo nada?
—No me escribió nada y dejó el teléfono encima del comedor.
—¿Eso cuándo fue?
—Antier, creo por la noche.
—¿Y por qué no me habías dicho antes? Qué tal que le haya pasado…
—No sé, estaba esperando que apareciera… ¿Será que llamo a la policía?
Mi hermana se quedo callada un momento.
—No creo que sea una buena idea. Ya sabes, con aquél haciendo la práctica…
—¿Mario?
—Shhhh… ¡No lo nombres!
Me fue inevitable soltar una carcajada.
—¿Cuál es el misterio con él?
—Tu sabes… Le carga mucha rabia a Efraín desde que ustedes se casaron.
—¿Y que tiene que ver eso? Si a alguien le debe cargar rabia es a mi, yo fui quien forcé a Efraín a casarse conmigo.
—No, no, tú no lo forzaste, él simplemente pudo hacer dicho que no.
—Pero no lo hizo. Y yo creo que por eso se fue, no aguantó más.
—No lo digas, él se veía que te amaba muchísimo.
Se hizo un silencio un poco incómodo.
—¿Y entonces, qué vas a hacer?
—Pedirte un favor. ¿Puedes averiguar en la casa de los padres de Efraín si han sabido algo?
—OK, déjame termino por hoy en la notaría y voy.
—Gracias hermanita, si sabes algo, llámame de inmediato.
—Con gusto, saludos de nuestros padres.
—Igual, dales mis saludos, pero no les cuentes nada.
—Got it. Cuídate.
—Bye.
Colgué. ¿Dónde demonios se había metido?

Hace dos años decidí regresar a San Julio de Pascua para por fin perseguir al amor de mi vida, Efraín. Había estado loca por él desde que estábamos en el jardín infantil, pues era la única persona que de veras se interesaba en mi bienestar, a pesar de su fragilidad. Recuerdo muy bien un día en que trepamos unos árboles y él se quedó abajo con Elisa, simulando agarrarse del tronco, sudando la gota gorda, incapaz de subir. Mario se mofó de él por días, pero a mi me pareció divino. Era supremamente estudioso e inteligente, quizás el único en poderse codear con Elisa y conmigo, pero siempre lo arruinaba todo por algún lío con sus padres. El día anterior al examen de validación para la universidad estuvo buscando a su padre entre cantinas y hospitales, para encontrarlo al siguiente día en el pueblo de al lado, borracho hasta la coronilla. El día de la competencia de matemáticas del Reino, él era la esperanza de nuestra pequeña escuela, pero no pudo atender porque se rompió el brazo mientras ayudaba a su madre en búsqueda de bayas para vender en el mercado en las laderas alrededor de su casa.
Me casé con él no solo porque lo amaba genuinamente, pero también para protegerlo de estas situaciones. Si Efraín sigue viviendo en San Julio, será un caso perdido, y no me parece justo que un hombre tan único y inteligente se echase a perder.
Un poco enojada ya, me levanté de mi puesto en la empresa donde trabajaba y pedí un par de minutos para calmar mi ansiedad. ¿¡Dónde se había metido!?

Unas horas después de recibir esta llamada cerré la notaría, después de un típico y largo día de trabajo gracias a la fama inusitada que tenía nuestro pequeño despacho, y me dirigí hacia la casa de los padres de Efraín. Era una casa de dos pisos muy poco usual, ubicada en un barranco alejado del centro del poblado. Es la única que fue construida allí, en precarias condiciones, al parecer porque el dueño original detestaba la cercanía de la sociedad, y se nota. No hay otro habitáculo a más de quinientos metros a la redonda.
Después de casarse, Marisa y su esposo vivieron en un piso pequeño que rentaron en el centro del pueblo por unos meses. Mientras vivieron en dicho lugar, Efraín nunca vivió tranquilo, y era más el tiempo que pasaba con sus padres ayudándoles con sus tejemanejes que al lado de su esposa. No quiero decir que mi hermana es celosa, pero a ella no le gustó nada que priorizare tanto a sus padres sobre las necesidades de ella. Unos meses después, se fueron juntos a la capital de la provincia, con el objetivo que Marisa pudiese seguir trabajando y Efraín se preparara para su ingreso, un poco tardío, en la universidad.

Desde pequeña sabía que Efraín estaba enamorado de mi. Su insistencia en meter la nariz en mis asuntos y la forma como me observaba cada vez que teníamos la oportunidad lo dejaban ver a leguas. A mi él no me disgustaba en absoluto, siempre buscaba mi compañía, me hablaba con insistencia y ternura, me impulsaba a subir más allá del escalón en el que estuviera. Gracias a él es que soy lo que soy ahora, por su apoyo, persistencia y presencia. Cuando nos quedábamos solos a hablar por horas, sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. Me da pena admitirlo, pero me excitaba muchísimo. Soñaba que aprovechaba el momento, me tomaba en sus brazos y… En fin.
A menudo, nuestros compañeros de escuela daban por sentado nuestra relación, pero yo lo sabía mejor. Marisa había estado prendada de él desde que estábamos juntos en el kindergarten. Eso fue lo que me hizo no actuar por mis propias necesidades y no acceder a sus torpes acercamientos. Me costaba, me costaba muchísimo aguantarme. Quizás movida por estos sentimientos encontrados, es que comencé a buscar compañía en otros hombres, bajo el famoso precepto de que “un clavo saca a otro clavo”. Lo único que logré fue enterrarlo más y más en mi pecho. Estudié por correspondencia, no por ahorrarle dinero a mis padres, pero por seguir estando a su lado. No pasamos mucho tiempo juntos durante ese tiempo, pues quería reemplazar mi necesidad de estar con él con mi dedicación entera a las actividades académicas. ¡Qué tonta fui! Es por eso que cuando me gané la beca y comencé a estudiar en la capital, le dí el ultimátum a mi hermana. O se arriesgaba ella o lo tomaba yo.
No debí haberlo hecho. Ella tiró su vida a la borda por amor debido a mi intrusión. Al final de cuentas, pareció que resultó bien, hasta el día de hoy. No sabía si estaba preocupada o feliz de que él la hubiese abandonado.

Llegar a la casa de los padres de Efraín era bastante difícil. Eran unos cuatro o cinco kilómetros del centro del poblado, pasando por una cuesta un poco empinada, que desde que tengo memoria siempre me dejaba sin hálito. Cuando era estudiante no era nada, pero dos años desde que tomé el despacho de mi padre había perdido un poco la forma. Eran ya las seis, así que asumí que alguno de sus padres ya estarían en casa. Toqué fuertemente al portón.
—Perdón, buenas tardes.
Nadie me contestó. Toqué con más fuerza.
—Perdón, señores.
Empujé la puerta hacia adentro. Según la ley policíaca del Reino número cuatrocientos veintidós, inciso treinta y siete, artículo veinte, si la puerta de un habitáculo está medio abierta y no asegurada, no es intrusión abrirla del todo. Intrusión es pasar del umbral de la puerta. Desafortunadamente estaba totalmente cerrada.
Tomé mi teléfono celular y llamé al número de teléfono de la casa. Aún lo guardaba en mi memoria de tantas veces que lo usé para contactar a Efraín. Mientras timbraba de mi lado, presté atención para escuchar el repicar del otro lado. Me sorprendió no escuchar nada.
—¡Santo padre!
Me asomé en la ventana. Al otro lado de la delgada cortina podía ver las líneas vacías de aquella casa que me fue conocida hace unos años. Intenté forzarla a que se abriera. Mi mente se puso en blanco. ¿Qué ley me escudaría en caso que pudiese entrar? No tuve que pensar mucho pues estaba firmemente asegurada. Di un par de pasos hacia atrás y miré al segundo piso. Todo parecía bien cerrado. Miré la casa por todas sus aristas, ni un resquicio estaba ligeramente abierto. Instintivamente marqué a la policía. Iba a colgar, pero recordé que no había recurso legal al malgastar el tiempo de los agentes de seguridad del Reino y la pena era un poco cuantiosa. Para colmo de males, me contestó él.

¡Qué día tan aburridor! Bostecé con ganas. Sé que arranqué con el curso para policía hace dos años, pero era muy pendejo que me dejaran calentando silla en el comando, contestando teléfonos, aparatos que jamás sonaban, ni siquiera para bromas. Yo me imaginaba que mi vida como policía iba a ser más llena de acción. ¿Pero que iba a pasar? A la final, en este pueblo de mierda nunca pasa nada. Era mejor mi trabajo como seguridad del mercado. Bueno, al fin de cuentas este trabajo como gendarme era bueno y pagaba bien.
¿Por qué mis demás compañeros se iban siempre a hacer las rondas y me dejaban el trabajo aburridor a mi? ¡Por qué!
Me paré a preparar otra taza de café, cuando se hizo el milagro. El teléfono comenzó a timbrar. Corrí desaforado a contestar.
—Comando de policía central, habla Narvaez.
Escuché alguien quejarse. Me senté pacientemente a escuchar mi interlocutor. Miré la pantalla del identificador del número, era un teléfono celular.
—Hola Mario.
No esperaba escuchar dicha voz. Era bastante similar a la voz de aquella. Se me subieron un poco los calores.
—¿Elisa?
Aclaré mi voz. Decidí actuar profesionalmente.
—Doctora Elisa, ¿cómo está?
Ella también tosió un poco de su lado.
—Muy bien, Narvaez. Estoy investigando algo y tengo un par de dudas.
Su entonación era un poco errática. Según un perfil criminológico, estaría ocultando información.
—Doctora, pero esta línea es solo para emergencias.
—Lo sé agente, pero entenderá que es quizás un poco de emergencia. Estoy buscando el paradero de los padres de Efraín.
Escuchar ese nombre me llenó el estómago de ácido. Me levanté de la silla por inercia y mi voz se subió sin querer.
—¿Y ahora qué con ese imbé…?
Respiré profundo y cerré fuertemente mis ojos.
—¿Qué pasó, doctora?

Me dí un golpe de frente. Esto era lo peor. Se veía que Mario todavía estaba obsesionado con toda esta situación. Sus interjecciones lo delataban. ¿Qué podía hacer? ¿Darle información parcial?
—Si. Vine a buscar a los padres de Efraín para preguntarles algo, pero al parecer su casa de habitación está desocupada. ¿Sabe usted algo al respecto?
Se hizo un raro silencio al otro lado de la línea. Desde mi posición podía escuchar un barullo a la distancia, hacia el centro del poblado.
—La verdad no sé nada, doctora.
Su voz se volvió un murmullo.
—Y ni me interesa.
Simulé que no le escuché. El resentimiento en el aire se podía cortar con un cuchillo.
—¿Perdón?
—No, nada, doctora. ¿Tiene una emergencia en manos?
Me dí a la pérdida. Mi error comenzó en el momento en que llamé a esta línea.
—Si, Efraín Malverte ha desaparecido. Mi hermana Marisa cree que había regresado a San Julio. Vine a casa de sus padres con el ánimo de preguntarles si conocían su paradero, pero ya verá…
Escuché un par de golpes del otro lado de la línea.
—Se lo dije… Se lo dije a ese parásito.
—¿Qué?
—Doctora, voy para allá. Espéreme por favor.
Colgó.

Dios mio, Efraín. Eres un imbécil. Te lo dije, te lo dije con dolor en el corazón el día anterior a tu matrimonio. Si herías a Marisa de alguna forma iba a ir por tu cabeza. Espero que haya una buena justificación para tu actuar. Tomé el radio oficial.
—¿Quién está mas cerca del comando? Hay un dos-tres-tres que debo atender.
—¿Qué pasa, Narvaez?
—Recibí llamada de la notaria. Dos-tres-tres en Lomapreta, voy de salida en la motocicleta.
—Espera, espera.
No esperé. Me monté en el aparato, lo encendí y salí disparado.

Él sabía que Marisa me había gustado desde siempre, él sabía que yo quería casarme con ella y yo por mi parte sabía que él gustaba de Elisa. ¿Por qué accedió a casarse con ella? Era una traición, era un traidor. ¿Por qué lo hizo? Siempre quise preguntarle, pero nunca lo hice. ¡Era una situación tan injusta!
Pero la verdad, ¿quién era el más imbécil de los dos? Marisa ya me había rechazado cuando me echó de la casa de sus tíos hace años. ¿Por qué me aferraba de esta manera a mis sentimientos? ¿Qué tenía que probar? ¿Por qué ingresé al cuerpo de policía? ¿Quería que Marisa me aceptara de alguna forma? ¿Qué tenía de bueno Efraín?
—¡ARGH!
Me comenzó a doler la cabeza. El ruido de la moto no ayudaba en nada.

Efraín siempre fue una persona muy honesta. Fue sin lugar a dudas mi mejor amigo, el único que aceptó mi forzada amistad cuando mi familia se mudó a este poblado. Mis padres siempre fueron errantes y me arrastraban sin dudar de un lugar a otro. Nunca tuve amigos, nunca hubo tiempo para ello. Es por eso que cuando llegué aquí y lo conocí, fui muy feliz. A pesar que él no gustaba de mi forma de ser, me aceptó como amigo y accedió a ser parte de nuestro pequeño grupo.
Aguantó mis juegos bruscos, me ayudaba a menudo con las tareas y siempre procuraba estar al tanto de nuestro bienestar. ¿Estaba siendo mezquino? ¿Por qué le cargaba tanta rabia? Marisa tenía toda la razón en quererlo a él más que a mi. Nunca le demostré tanto afecto como él a ella. Buscar cariño era demostrar debilidad y no era algo popular con las chicas cuando estábamos en la escuela. Era volverse blanco de las burlas de los demás chicos y eso era inaceptable para mi. Tenía que ser un macho. ¿Pero al final del camino que gané por ello? Perdí al amor de mi vida y aún así fui la burla de todos, cuando volví hecho añicos después que ella me rechazara.
Quizá no he aprendido nada de esta experiencia.

Llamé a Marisa.
—Hola.
Su voz se escuchaba muy tensa, quizá un poco llorosa.
—Hermana, lo siento.
—¿Qué pasó?
El temblor en su voz se tornó más pronunciado. Escuché un par de sorbidos nasales. Seguro había llorado.
—Al final tuve que llamar a la policía. Parece que la casa de los padres de Efraín está vacía.
—¿Qué?
—Toqué y toqué. Nadie me abrió. Miré por la ventana y la casa parece estar vacía. No pude ver ningún mueble adentro.
Marisa se desmoronó de su lado de la línea.
—Tranquila, tranquila. Ya viene Mar… Erm, un agente de policía. Vamos a investigar todo muy bien por nuestro lado.
Los sollozos se tornaron más fuertes.
—¡Fue mi culpa!
—¡Qué no fue tu culpa!
A lo lejos escuché el fuerte ruido de una motoneta acercándose.
—Te llamo en poco, la policía ya viene. Por favor serénate.
No me respondió. Jamás había escuchado a mi hermana llorar así, ni cuando eramos niñas. Ella siempre se caracterizó por su fortaleza. De veras amaba mucho a Efraín. Sentí un poco de vergüenza por mis pensamientos de hace un rato y colgué. Mario llegó con rapidez, frenando casi en seco al verme. Se le veía diferente desde la última vez que lo vi. Su semblante estaba serio. Se retiró el casco de policía y lo colgó en la manivela de la moto.

—Doctora, ¿cómo está?
—Dejemos las trivialidades Mario, y hablemos en serio. ¿Sabías que los padres de Efraín se habían ido?
Noté que se estresó un poco.
—Ni idea. No llevamos cuenta de los habitantes del pueblo, más ahora con el turismo.
—Es verdad.
—Un segundo.

Se dirigió a la puerta y tocó fuertemente.
—Don Rafael, doña Martina.
Nadie contestó. Se asomó a la ventana como hice anteriormente, sustrajo una pequeña linterna de un bolsillo en su atuendo y la apuntó hacia adentro. Asintió.
—Efectivamente, está vacía.
Miró todo por fuera, buscando detalles. Decepcionado, tomó la radio de la solapa de su camisa.
—Aquí Narvaez, investigando el dos-tres-tres de Lomapreta. ¿Alguien sabe a quien contactar sobre la casa de la ladera? ¿El arrendador de la casa?
Me sorpendió su uso del código Dos Tres Tres, desaparición de un sujeto.
—Narvaez, no tenemos idea. Toca llamar a Catastro.

¡Claro! ¡El Curador Urbano! Lo llamé de inmediato. Era tarde, pero probablemente aún me atendería.
—¡Doctora! ¿A qué debo el placer de su llamada?
—Doctor Albert. Necesito una información acerca de un predio.
—Y supongo que tendrá un permiso judicial para solicitarlo.
—No. Estamos investigando la desaparición de una familia.
—¿Estamos? ¿Y la policía?
Mario me arrebató el teléfono. No se me hizo grosero, pues sabía que era con buena intención.
—Habla Narvaez, de la policía. La doctora me informó de dicha desaparición. Necesitamos la información del dueño de la casa de Lomapreta.
No pude escuchar la respuesta del curador.
—Claro que si, en un par de minutos estamos en su despacho. Gracias.
Me pasó el teléfono. El curador ya había colgado.
—Debemos ir de inmediato. Sube a la moto.
Siempre le había tenido un miedo innato a estos aparatos. Dudé un par de segundos, mientras Mario se ponía el casco de nuevo y luego me pasaba uno. Decidí tragarme el susto y subir sin dilación.
—Aférrate fuerte, vamos con rapidez.
Lo agarré con fuerza de la cintura. La súbita aceleración me hizo saltar el corazón y el miedo hizo que mi mente se paralizara. Todo se hizo blanco. Solo fue hasta cuando llegamos a la curaduría que volví en mi. Me bajé del aparato con las piernas temblorosas.

La curaduría ya estaba cerrada. Era normal, ya eran más allá de las seis de la tarde. Tocamos a la puerta. El curador se encontraba solo en el recinto, dándonos la bienvenida y apurándonos para que entráramos en su despacho. Tomamos asiento.
—Doctora Elliot, agente Narvaez. Ahora, explíquenme la situación.
Mario tomó la palabra. Como agente de policía primaba más su explicación que la mía.
—Investigo el caso de desaparición de la pareja de esposos que vivían en la casa de Lomapreta.
Su voz comenzó a temblar. Siempre se le hacía difícil mentir.
—No hay registros en el ayuntamiento, entonces queríamos saber que registros del dueño de la propiedad, el arrendador, están asentados en la curaduría.
El tipo dudó un poco.
—Decía usted que la doctora le informó de dicha desaparición. ¿Y eso?
—Pues, ella… Quería…
Mario se enredó solo. Respiré profundo y le ayudé.
—Mi hermana, Marisa, está casada con el hijo de dicha pareja. Ella está buscando divorciarse, pero él ha desaparecido.
Mario se giró a verme, sus ojos se salían de sus cuencas. Parecía parte preocupado y parte emocionado por el prospecto de un divorcio.
—Sin dirección a cual notificarle, ella no puede hacerle llegar la comparecencia ante el juzgado. Por eso fui a buscar a sus padres, en caso que ellos supieran algo acerca del sujeto, pero ellos también parecen haber desaparecido. Es por eso que involucré a la policía.
El curador me miraba con curiosidad.
—¿Y cuál es su interés en este caso? Puede dejárselo a la policía.
—Voy a representar a mi hermana como su abogada.
—¿Y tiene a mano la notificación?
—No. Está aún en la capital, a manos de mi hermana. Ellos vivían juntos hasta hace poco.
El tipo se tiró hacia atrás en su silla, haciéndola traquetear. Suspiró profundamente. Se irguió y digitó un par de cosas en su computador.
—No lo supieron de mi.
Apuntó un par de cosas en una hoja de papel amarillo.
—Aquí está.
Respiré tranquilizada. Mario asintió en agradecimiento.
—Muchas gracias.
Me levanté de la silla mucho más liviana.
—Me ha de deber una, doctora.
—Así es, don Albert.
—Éxitos con la demanda.
Tosí un poco, aclarando mi garganta.
—Veré que sea procedente.
Mario y yo nos retiramos del despacho lentamente. Se le notaba un poco inquieto. Una vez emergimos de la curaduría, no quiso esperar.

—¿Se divorciarán? ¿Se divorciarán?
—Mario, no seas tonto. Era una mentira. ¿Aún guardas esperanzas después que te rechazó?
Se quedó boquiabierto.
—¡Qué tan poco conoces a Marisa! Y aún así pretendías casarte con ella. Tu sabes que cuándo a ella se le mete algo en la cabeza, no lo suelta.
—¡Pero…!
Me giré a verle. Se le veía desinflado.
—Adiós Mario. Fue bueno verte. Muchísimas gracias por tu colaboración.
Miré detalladamente la información del dueño y marqué rápidamente el teléfono, mientras caminaba en dirección de la notaría. Ya no habría nadie allí, así que podría hacer mis pesquisas sin interrupción.

El señor que me contestó era efectivamente el dueño de la casa de Lomapreta. La casa la había ocupado la familia de Efraín desde hace más de treinta años y hace dos días habían desocupado. Como era una casa tan retirada del centro, se fueron sin mayores aspavientos, sin que nadie alrededor lo notara y sin avisar a la alcaldía. Le pregunté si sabía para dónde se habían marchado. Me dijo que no sabía, pero insinuó algo acerca de un pueblo vecino. Le pedí que me diera algún detalle, un teléfono o una dirección. Me dijo que no tenía ningún dato de contacto, a exceptuar un número de teléfono. Lo apunté y le di las gracias. Marqué dicho número.

—Ahoy.
—¿Con quién hablo?
—Disculpad, ¿a quién necesitáis?
—Necesito al señor Efraín o Rafael Malverte.
—Con él habláis.
La voz no era la de Efraín, en absoluto. Era una voz carraspeada, agotada, con un acento que me recordó a películas del siglo pasado.
—¿Don Rafael?
—Si, ¿quién habláis?
—Soy Elisa Elliot, la hermana de la esposa de Efraín.
—Ah, doctora Elisa, buenas noches. ¿Cómo conseguisteis mi teléfono?
Decidí mentir un poco.
—A través de la alcaldía. Estoy buscando el paradero de Efraín.
Hubo un silencio muy largo.
—Disculpad, ¿qué dijisteis?
—Estoy buscando el paradero de Efraín. Hace dos días salió de su casa en la capital en la que convivía con mi hermana, llevándose una maleta y sin informar su rumbo.
Escuché unos gritos un poco amortiguados.
—¡Martina, Efraín se ha volado de la capital!
—¡Ay, este pendejo!
—Eli lo está buscando.
—Por Dios, para cogerlo a azote. Es que déjenme que lo vea. ¿Con quién hablás?
Escuché la voz clara de doña Martina.
—Hola.
—Buenas noches, doña Martina.
—¿Es esta Mari o Eli?
Me dio un poco de escalofríos escuchar el diminutivo de mi nombre. Ni mis padres se daban ese lujo.
—Elisa, señora.
—Hola Eli. Disculpadme, la verdad no se dónde está el inútil de mi hijo, pero apenas lo vea, le daré su buena golpiza.
—No hay necesidad, señora, con tal de que nos informe. Marisa está muy angustiada.
Escuché como el bramar de una vaca al otro lado de la línea.
—Ay, es que dónde lo vea. Rafa, llamadlo a ver que dice.
—Señora, creo que no se llevó el teléfono.
—Ay, torpe. Este muchacho nos va a matar.

Decidí preguntar.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaron con él?
—Pues justo hace unos días, hija.
—Supongo que le contaron que se iban a mudar.
—Ay.
La llamada se silenció abruptamente. Al fondo escuché una charla un poco acalorada.
—Vos te pusiste a contarle que nos íbamos a mudar, ¿no?
—Pues es que era importante, Martina.
—Pos si, pero dijimos que le íbamos a contar después del trasteo.
—¿Oh si?
—Par de pendejos que son. Hombres tenían que ser. Os aseguro que se vino como un toro a ayudarnos y seguro le pasó algo.
Su voz se aclaró de nuevo.
—Eli, lo más seguro es que esté en camino para acá.
—Bueno señora. Si sabe cualquier cosa me puede llamar al número de teléfono desde el que la acabo de llamar.
—Ya mismo voy a llamar a Mari para calmarla.
—No hay necesidad…
—No que ni ochenta pendejadas, ya verás…
Me colgó.

Me dolía la cabeza de todo lo que había llorado. Jamás en mi vida había estado así. Pedí el resto de la tarde, aduciendo que me encontraba enferma. Fui al baño del piso, me miré al espejo y estaba destrozada. Regresé al comedor, tomé su teléfono entre mis manos y lo manipulé. Estaba bloqueado como era usual. Intenté varias pistas, pero no se desbloqueaba. Me frustraba y casi lo arrojo al suelo de la rabia. Antes de hacerlo, timbró. Aclaré mi garganta y contesté con rapidez. Era un teléfono desconocido.
—Hola.
—Mari, ¿cómo estáis? Con Martina.
Me sorprendió escuchar la voz de mi suegra. Sorbí mis flemas.
—Doña Martina, ¿cómo está?
—Yo estoy bien. Ya me he enterado de la situación.
—Ah, ¿sí?
—Dónde yo vea a este muchacho le daré un buen coscorrón.
Se me salieron las lágrimas sin querer.
—Pero…
—Sin lloriquear, mujer. Efraín puede ser un pendejo, pero siempre saca la cabeza cuando lo necesita. ¿Quién sabe que le habrá pasado?
—Elisa me contó que ustedes se han mudado de San Julio…
—Si, nos vinimos a Pontemadera, una ciudad vecina. Ya que el viejo y yo estamos solos, una casa más pequeña era mejor idea. Perdón por no haberos avisado, pero sabíamos que algo así iba a pasar.
—¿Cómo así?
—Que Efraín es muy cabeciduro, seguro se iba a venir volando si le contábamos de estas desventuras. Y el viejo es muy pendejo también de ponerse a decirle a él.
Mi cabeza estaba hecha un desastre y no entendí nada de lo que dijo.
—Tranquilizados mujer. Ya verás como aparecerá.
Respiré profundo. De la capital al susodicho pueblo solo era necesario tomar el tren y el trayecto duraba un poco más de ocho horas. Ya habían pasado dos días.
—Llamaré a la empresa de trenes.
—Tranquila, si nos enteramos de algo te llamaremos.
—Ah, señora, este teléfono…
Me colgó. Le iba a volver a llamar, en tanto me llamó mi hermana. ¿Dónde estás, Efraín?

A continuación transcribo el registro del diario a mano de Efraín, costumbre que tiene cuando sale de casa:

9:40 p.m. Salí a las nueve y treinta de la noche de la casa como loco desaforado. ¿Por qué mis padres no me habían avisado que se mudaban solo hasta ahora?

10:30 p.m. Llegué muy tarde a la estación de trenes y no pude tomar el expreso de la noche, así que solo me restó saltar entre trenes locales. Para colmo de males había olvidado mi teléfono. Espero que Marisa no esté muy preocupada. Intenté varias veces llamarla desde el teléfono de la única estación dónde hice parada, pero no lograba contactarla. De pronto era muy tarde y se había acostado a dormir.

10:00 a.m. ¿En dónde demonios me encuentro? Son las diez de la mañana y me encuentro en un pueblo recóndito. Me despertó el encargado del tren. Aparentemente estoy en otra provincia. Es un pueblo de unas pocas cuadras de tamaño. El tren no regresa a la capital hasta las cinco de la tarde. Espero que mis padres hayan podido mudarse sin problemas. Me preocupan muchísimo. Daré una corta vuelta por el poblado y comeré algo.

5:00 p.m. Me vine sin mucho dinero. Que inteligente soy. Seguí intentando llamar a Marisa, pero pareciera que su teléfono está dañado. Me subí en el tren de regreso para la capital. Desde allí corregiré curso con el tren expreso.

10:00 p.m. Uy, qué hambre que tengo. El dinero no me alcanza para nada ya. Tengo exclusivamente lo suficiente para llegar a Pontemadera una vez pueda conectar con la línea troncal.

10:05 p.m. ¡Me informó el encargado que este tren no para en la línea troncal! ¡Lo perderé si no hago algo!

10:10 p.m. Me bajé en la primera estación que se me ocurrió, pero por el apuro dejé mi maleta en el tren, para colmo de males. El encargado de la estación no sabe como llegar a la línea troncal. El próximo tren llega en treinta minutos.

10:40 p.m. El tren nunca llegó. Tendré que dormir en la estación.

11:00 p.m. El encargado de la estación me invitó a dormir en su oficina. Dice que es la primera vez que le pasa esto en años de carrera. Volví a intentar llamar a Marisa, pero la llamada no salió.

6:00 a.m. El encargado me despertó. El primer tren pasará rápido. Este posiblemente me permita regresar a la capital.

8:00 a.m. ¡El tren al que ascendí va en sentido contrario! Bueno, si al final llego a Pontemadera, es ganancia.

2:30 p.m. El tren llegó a Pontemadera. Ahora a buscar la casa de mis padres. Tengo un hueco en el estómago.

2:45 p.m. La dirección de mis padres estaba en la maleta. ¿Y ahora cómo llego? Andaré un poco por el pueblo. Era una casa de un solo piso. ¿Qué tan difícil puede ser hallarla?

5:00 p.m. Después de divagar mucho le pregunté a un policía. Me prestó su teléfono e intenté llamar a mis padres. No contestan. Intenté llamar a Marisa. Tampoco contesta. Debe estar furiosa.

5:15 p.m. Estoy en la estación de policía. Les pedí si podían llamar a la jefatura de San Julio, posiblemente puedan contactar a Mario o Elisa. Llamaron y nadie les contestó.

5:25 p.m. Tuve una idea, intenté llamar a mi propio teléfono. Nadie me contestó tampoco.

6:00 p.m. Los agentes de policía de Pontemadera son muy buenas personas. Me invitaron a comer algo.

7:00 p.m. Uno de los agentes que ya se retiraba por la noche se ofreció a llevarme a San Julio. Se lo agradecí y justo cuando íbamos a salir en su automóvil, se armó una algarabía afuera.

—Hija, lo encontré y lo tengo agarrado de la oreja.
—¡Doña Martina!
—Hola cielo…
—Ni que cielo, ni que ochenta pendejadas, bueno para nada. Ya te lo mando empacado en pedacitos para la capital en una caja.
—Pásemelo por favor.
Mis ojos se aguaron. Estaba feliz de saber que estaba bien. Mi enojo se fue disipando.
—Ahí va. Sin compasión, hija.

—Hola cielo.
—Efraín Malverte, ¡cómo me tenías de angustiada, hombre!
—Lo siento, pero salí como…
—Claro, claro, como siempre, sin pensar.
En el fondo seguía escuchando los alegatos de mi suegra, quien parecía discutir con alguien.
—Y me vine sin dinero… Tenía lo justo para venir a Pontemadera, ayudarles a mis padres con la mudanza y volver.
Respiré aliviada.
—Por Dios, Efraín. Pudiste hacerme llamado, haberme dicho para dónde ibas. Hasta me imaginé que te habías volado porque te habías cansado de mi.
—¡Jamás, amor!
Sonreí como una colegiala enamorada.
—Tonto, regresa.
—Así lo haré, cielo.
—Te amo.
—Te amo.
Colgué. Caí al suelo desplomada. Mi corazón se me quería salir del pecho. Recordé el día de mi graduación de la universidad, recordé el ramo de flores que me envió y la pequeña tarjeta clavada entre los alhelíes amarillos. La busqué en mi neceser.

Para una mujer excepcional, mi mayor orgullo y quien un pedazo de mi corazón tiene. Con cariño, Efraín.

Me sentí muy tonta en dudar de su fidelidad.

Y ese es Efraín, mi esposo. El tonto por el que me regresé a mi ciudad natal, el tonto que me enamoró con el tiempo, el cariñoso, el que no piensa fácil en cuanto su familia o yo se trata. Y no podría amarlo menos, así sea tan despistado.
Lo siento hermanita, te gané en algo.

«Crónica del monte Inari»

Este es un recuento ficticio (y un poco adornado) de un hecho real, ocurrido en el bosque que rodea el monte Inari en Kyōto, en noviembre de 2.015.

Érase un martes. Ya llevaba yo unos diez o quince días en Japón, y aunque había llegado al archipiélago con mucho ánimo y ya había explorado una gran cantidad de lugares a los que deseaba ir, especialmente en Tōkyō y en Hamamatsu, solo me encontraba desde hace un par de días en Kyōto. Sin embargo, quizá producto de la emoción que me abandonaba cada día al saber que debía regresar a mi país, o de algo que posiblemente agarré en el avión, me enfermé. Cuando me desperté esa mañana estaba desganado, mi cabeza retumbaba y me dolía el cuerpo. ¡Bastante gracia! Veintiocho horas de vuelo para tener que encerrarme a sudar esta gripa.

Le escribí a una muy buena amiga que había conocido por un foro de intercambio cultural. Haru, cuyo nombre se escribe igual que la primavera, era practicante de enfermera, una chica bastante alegre y espontánea, aunque un poco tímida, a la cual quería conocer en los días siguientes. Sin embargo, como estaba yo, no era la mejor idea. Quizá era una gripe internacional, una cepa desconocida de la influenza, o quien sabe qué.
Su primera recomendación era que fuese al konbini, o tienda por conveniencia, más cercano y comprara dos botellas con agua, una botella de té al clima y un paquete de tapabocas, además que me diera un baño tibio en la tina. En Japón, existe una creencia de que la gripe es un falta de balance del calor corporal y que este se puede curar reinicializando el termómetro interno, tomando un buen y largo remojo caliente. Me preguntó si tenía fiebre. No lo sabía, pero no me sentía tan mal. Ese otoño había sido un poco frío, además que ya se acercaba el invierno propiamente.

Le dije que tenía planes de ir ese día a Fushimi Inari-taisha, uno de los santuarios sintoístas más hermosos de la ciudad, bien conocido por sus imágenes de miles de “postes” de color anaranjado a lado y lado de un estrecho sendero. Preocupada, me preguntó si deseaba más bien tomar una medicina para curar los síntomas y poder aprovechar mi tiempo lo mejor posible. Le pedí que me diera una recomendación y me sugirió una, Paburon Gold A. Esta venía en dos presentaciones, un sobre con un polvillo que debía acompañar con agua, o unas tabletas. Me recomendó el polvillo. Era bastante amargo, pero me dijo que actuaba con mayor rapidez y efectividad.

Me abrigué muy bien y usé una bufanda. Fui al konbini, compré lo que me había sugerido y busqué una farmacia cercana usando el internet de mi celular. Como era de imaginarse, no la hallé fácilmente. Mi capacidad con el japonés era aún mala y Google era de poca ayuda. Debí haber pedido alguna recomendación a alguien en la calle o en una estación de tren, pero me dio mucha pena, así que me resistí.
Armado hasta las mejillas con mi tapabocas, bufanda y abrigo, caminé hasta la parada de bus que me llevaría más cerca de Fushimi Inari-taisha. Me bebí todo el té en dicho trayecto. Mis piernas se sentían como lastres, mi pecho oprimido, un sudor salado y pegajoso corriéndome por la frente, los labios y toda la espalda. El día estaba un poco oscuro, quizás a punto de llover. Había perdido mi sombrilla en Tōkyō, en una salida nocturna que tuve en un bar en Akihabara. Sabía que debía comprar un paraguas nuevo, pero siempre lo olvidaba.
Después de unos veinte minutos llegué a la parada de bus. Esta estaba justo al lado de una pequeña lavandería por monedas, un local un poco derruido pero frecuentado. Durante unos diez minutos esperé que el bus llegara, tiempo suficiente para escuchar el cotorreo de dos de las patronas del local quienes, ignorando mi presencia, hablaron y hablaron. No entendí nada de su chismorreo, pero me reconfortó un poco saber que al menos se hacían compañía mientras esperaban que sus ropas terminaran de lavarse. Recordé que debía hacer lo mismo pronto.

Una vez el bus llegó, subí a él. Era uno de estos buses con una característica particular: el lado por el cual uno ingresa a este baja al nivel del suelo con unos elevadores neumáticos, de tal forma que uno no tiene que levantar el pie. Esto muy probablemente exista ya que la población media en Japón gravita hacia la tercera edad, así que por comodidad de sus usuarios habituales, cuenta con una menor cantidad de escalones además de este sistema. Para mi, quien vive en un país donde este tipo de conveniencias no existen y a los buses solo les cambian la pintura cada dos décadas, fue una grata sorpresa verlos por primera vez.

Durante el trayecto tenía mi celular bien encendido, con la ruta del trayecto para saber dónde bajarme, además de un mapa plegable de Kyōto que aún conservo. A los ojos de cualquiera yo era todo un visitante, mi extraña apariencia delatándome también. Veía con mis ojos adormilados el pasar de los lares y de las personas. Vi atravesar al frente de mis ojos chicos de colegio, afanados asalariados, negocios apenas abriendo, cafeterías, locales de dulces tradicionales, calles peatonales y comerciales vacías. El bus se movía lentamente, como si el tiempo se dilatara. O era quizás mi mente la que dilataba el tiempo, no lo sabía.
A menudo el autobús se detenía en las paradas designadas para permitir que sus usuarios bajaran o nuevos patronos ingresaran. Con cada parada, el amable conductor les agradecía su patrocinio, con una sonrisa. Me detuve a ver el perfil del sujeto. Un hombre entrado en años, cuya sonrisa pasiva y amplias arrugas le hacían notar la marca de la edad. ¿Cuántos años llevaría este señor haciendo su trabajo? Le admiré por su tenacidad y fortaleza, robándome una pequeña sonrisa, invisible detrás de mi máscara tapabocas. Deseé en un futuro ser como él.
Unos minutos después, la parada para Fushimi Inari-taisha seguía. Sustraje mi monedero, conté rápidamente el valor del pasaje y lo tuve a mano. Presioné el botón para solicitar la parada del autobús, a lo que una voz femenina, mecánica pero clara, me respondió. Un par de chicas de colegio con las que compartí el trayecto se tornaron a verme y cuchichearon algo en voz muy baja. Me dirigí al frente del bus, expresando silenciosos sumimasen, disculpándome y esperando que me abrieran el paso los usuarios que iban de pie.
Al frente del bus, arrojé las monedas en la boca de un aparato, un sonido un poco característico sonó después de verificar el conteo y expresé mi gratitud al conductor, a lo que él me correspondió con su característica pero genuina sonrisa. Descendí.

El sol había salido un poco, pero el viento seguía siendo ligeramente gélido. Me cuestioné si remover mi bufanda al menos. Así hice y la amarré a mi morral para no perderla. Me rasqué los ojos como para quitarme el sueño, pues aun sentía el arrullar del meneo del bus. Debía caminar unos diez minutos para ingresar en el santuario, así que procedí a hacerlo. Comencé a beber de una de las botellas de agua. Mi garganta estaba ya seca y mi nariz ardía. El trayecto hasta el santuario era a través de pequeñas callecillas, compuestas por lado y lado por pequeños negocios tradicionales, algunos de ellos datando de cientos de años en el pasado. Muchos de ellos apenas abrían.
Era temprano en el día, si no estoy mal, las nueve y algo de la mañana. Aun así ya había concurrencia en el lugar. La entrada principal de Fushimi Inari-taisha tiene un torii, puertas de madera o de piedra con una estructura muy particular, dos postes ligeramente inclinados hacia si mismos con uno o varios travesaños en su parte más alta, normalmente muy adornados y vistosos, en la parte de arriba. Se dice que esas puertas significan la transición del mundo terrenal al mundo espiritual. Aunque en mi viaje ya había visto muchas de ellas, esta me impactó particularmente, pues no era solamente de un brillo y lustro esmerado, pero al cruzarla un remolino de viento me golpeó, quitándome un poco la pesadumbre.
Al ingresar más al terreno sagrado, observé que el santuario contiene una serie de estructuras de madera, pintadas de colores hermosos, predominando el anaranjado. Su primer edificio, Rōmon, data del año mil quinientos ochenta y nueve y actúa como una especie de portón de acceso. A lado y lado de este edificio, dos estatuas de kitsune o zorros le adornan para proteger el lugar, los mensajeros de los dioses. Sus vivaces expresiones me sorprendieron, incluso dudé si me seguían con su mirada. Fue construida por uno de los regentes de la Japón unificada, como gratitud hacia la diosa Inari Ōkami, quien curó a su enferma madre.

Me dirigí a un chōzuya, una pequeña estructura con una fuente de agua y varios cucharones. Ya habiendo experimentado esto en otros santuarios, hice mi temizu, un sencillo proceso para limpiar las manos y la boca. Se toma el cucharón con la mano derecha y se lava la izquierda. Se transfiere el cucharón a la izquierda y se lava la derecha. Se vuelve a transferir y con este se deposita un poco de agua en la palma de la izquierda. Este agua se acerca a la boca, se toma un poco de ella y se hacen un par de buches. Este agua se escupe por el sumidero, agachándose lo más imposible e intentando conciliar el acto con la mano izquierda. Por último se lava la mano izquierda con agua de nuevo, y se deposita el cucharón de regreso en el borde de la fuente, boca abajo para que escurra. Con este sencillo acto, se dice que se purifica el alma y el cuerpo, y se prepara para ingresar al santuario para estar en presencia de las deidades.

Más adelante, está la estructura conocida como Go-honden. Es el edificio más importante de adoración en este santuario. Igualmente colorido e impactante, en su interior se conserva un objeto sagrado para los sintoístas, un espejo antiguo, supuestamente blandido por uno de los emperadores, linaje directo de la diosa Amaterasu, diosa del Sol para ellos, en el siglo VIII. Me acerqué lentamente, dejando que varios de los visitantes hicieran sus respetos y oraciones. Una vez estuve en presencia del sagrado objeto, meneé fuertemente las gruesas cuerdas que cuelgan debajo de una gigante campana adherida al techo de la estructura para que esta sonara, deposité un par de monedas que tenía preparadas en mi bolsillo en una caja de ofrendas, hice dos reverencias hacia el articulo sagrado y aplaudí dos veces. Sosteniendo mis manos congelado en dicha posición, oré.

Inari Ōkami es una deidad, a menudo considerada un grupo de deidades, asociada con los negocios, la cosecha, el arroz y el sake. Según la historia, su género es fluido, sin embargo tiende a ser más relacionada con la forma femenina. Es mayormente considerada una diosa de la abundancia, por tanto oré por la prosperidad de mi familia y de mis amigos. Oré por la paz y la tranquilidad en el mundo. Ofrecí mis capacidades y fortaleza en beneficio de los demás. Dentro de mi se formó un nudo en mi garganta, que logró que me ahogara un poco y se formaran un par de lágrimas en mis ojos. En este momento sentí que tenía muchas cosas por ofrecer y por agradecer. Este viaje había sido un sueño cumplido, un sueño que me forjé, que el universo pudo conspirar para yo lograrlo. Oré por que siempre en mí se formara la abundancia. Prometí que volvería si se cumplía mi oración.

Después de varios segundos de comunión, hice una tercera venia. Mi cabeza, que todo el día estuvo sumida como entre algodón, se sentía un poco más pesada. Caminé más allá del edificio y me adentré en el campo sagrado. Varias otras estructuras rodeaban una pequeña plaza, algunos altares para otras deidades menores y otras localidades con sacerdotes que ofrecían tradicionales lecturas de la fortuna o talismanes para la protección, además de más estatuas de zorros que continuaban adornando y protegiendo nuestro caminar. Durante el trayecto, más torii indicaban la ruta hacia lo alto del monte.
Mi nariz comenzó a estancarse, lo cual me preocupó. Me dirigí a un baño cercano e intenté sonármela. Estaba completamente atascada. Me frustré y emergí del recinto con un poco de papel higiénico en mi bolsillo. El Sol había disipado las nubes que se veían y estaba yo vestido con un abrigo que me hacía sudar más profusamente. Renuncié a quitármelo.

La ruta se dividía en dos. Una que se denominaba “ruta rápida”, y otra que decía trayecto regular. Saqué pecho y tomé la ruta regular. Y allí comencé a ver aquellos postes que tanto había visto en fotos. No eran solo postes, eran torii, de tamaño más reducido, haciendo una ruta que parecía más un túnel por dónde se cuela el sol. Caminé despacio, dejando que las demás personas se adelantaran. En algunas partes, los visitantes se detenían para tomarse fotografías. Yo aproveché y tomé algunas yo mismo. Habiendo caminado un par de minutos, comencé a notar que pequeñas sombras se formaban en las esquinas de mi visión y se esfumaban de repente. A veces no eran sombras, si no pequeñas nubes blanquecinas, como de polvo. En tanto me tornaba a verles, era como si jamás hubieran existido.
La naturaleza alrededor ocultaba la cara real de Kyōto, una ciudad que, aunque tradicional, ha sabido crecer y convertirse en un nexo de negocios y comercio. Una metrópolis que ha sabido convivir entre su rica historia y su necesidad de ser un núcleo central en la comunidad económica mundial. No en vano fue la capital del Imperio de Japón por muchos años, antes que fuera movida al valle de Edo, lo que es ahora Tōkyō.
Los únicos ruidos que escuchaba era el incesante barullo de los pajaritos, los pasos y apagados susurros de los visitantes y el juguetear del viento a través de los árboles. El Sol golpeaba directamente los torii, haciendo que el pasaje se iluminara de un extraño color rojizo, una mezcla del grisáceo del suelo y el anaranjado rubor de su cobertura.
Noté que cada torii estaba fechado y que había sido donado por algún negocio, familia o individuo. Descubrí que estos torii son patrocinados o donados por estos sujetos, en retribución a la intercesión de Inari en la prosperidad de ellos. Grandes empresas como EPSON, Canon o Rakuten, o pequeños negocios caseros y familias, habían donado uno de estos como respuesta a una promesa. Algunos torii ya estaban desgastados, años de estar empotrados en el monte a la intemperie. Algunos incluso ya se habían caído, con solo sus cimientos como recordatorio. Otros eran nuevos y lustrosos, laca negra y anaranjada proyectando su brillantez. Imaginé como se vería esto desde el cielo. Visualicé los surcos de anaranjado recorriendo el camino, como un mapa de ruta hacia un tesoro, un lugar prometido.

Más adelante, me comencé a ahogar. En un pequeño descanso, me detuve en un lugar con otro pequeño santuario. Bebí más agua y masajeé mis rodillas. El dolor se estaba volviendo insoportable. Miré un mapa de papel que tomé en el punto de información más abajo. Faltaba aún más por subir, además que la ruta se tornaba un poco más inclinada. Me senté en una piedra que habían acomodado como lugar de reposo y miré al cielo. El viento hacía volar mi cabello, pero el Sol comenzaba a agobiarme. Pensé en Amaterasu, la diosa Sol. Mi piel aún sudaba y mi camisa se prendía de mi cuerpo como si estuviera untada de engrudo. Me cuestioné si devolverme. Necesitaba buscar una farmacia, de inmediato. El calor comenzaba a alborotar un manojo de abejas en mi cabeza, un dolor sordo comenzó a atacarme en el fondo. Terminé por beberme toda la botella de agua.

Decidí continuar. Caminaba con pesar, hilos de dolor recorriendo mis piernas y mis brazos. Jadeaba un poco. Entre los torii, los pajarillos continuaban gorjeando, algunas ardillas saltaban erráticamente y los visitantes seguían sobrepasándome. Intente respirar profundo a través de mi máscara tapabocas. El camino se volvió a dividir en dos. No leí que ruta era una u otra, así que tomé la que primero se me ocurrió. La inclinación era mayor, al punto que en algunas secciones, tuve que prenderme de uno de los torii para poder dar un paso. Pedí perdón por mi transgresión, aunque nadie me miró con extrañeza. Tenía yo veintinueve años en ese momento, pero me comportaba como si tuviese ochenta. Incluso, habían personas que parecían de más edad que pasaban a mi lado como si fueran alegres jovencitos.
Continuaba, dando pasos largos. Las motas de polvo blancas volvieron a aparecer en el rabillo de mi ojo. Pensé que estaba enloqueciendo, pero afirmé que mi visión debido a la enfermedad y el calor estaba siendo afectada. Solo quería llegar al tope de la montaña para tomar una foto y dejar constancia de que lo había logrado.

Unos minutos después había de nuevo otra división en dos. Continué por dónde vi que los demás caminaban. Pasé por otro santuario pequeño, dónde un pequeño séquito de personas rodeaban a un sacerdote. Este estaba vestido con un atuendo ceremonial y ofrecía una especie de canto en unos tonos muy particulares. Sus notas eran confusas, bemoles seguidos de notas puras, seguidos de semitonos, escalas extrañas que parecían salidas de otro mundo. Continué con mi caminata, pues notaba que este evento era algo muy personal, como si fuera un cántico funeral. Unos metros más allá, el ángulo de subida incrementó, convirtiéndose en escalones. Paso a paso, ríos de sudor me corrían por la frente, mi respiración saliendo en fuego por mi garganta, haciéndola sentir como si estuviera en carne viva. Seguí caminando, como en automático. Quería terminar esto, devolverme para el apartamento y descansar.

Una señora ya de edad, con un simpático sombrero, me pasó, se detuvo y se tornó a mirarme. Me dijo ganbatte, en tono de apoyo. Yo le hice una venia sencilla. Esto me enterneció un poco, en ver a alguien desconocido preocuparse por un arrogante como yo. Continué caminando entre torii, hasta que sin notarlo me encontré en el tope de la montaña. Estaba sudando ladrillos, mi cuerpo ligeramente entumecido por el dolor y mi abrigo empapado hasta los bolsillos. Una vez llegué allí, saqué un par de monedas, oré al dios entronado en aquel lugar, Suehiro Ōkami, dios de la catarsis, del principio que sigue a cualquier final.
Al frente de este santuario había una pequeña casa de té. Me senté en el umbral de afuera en un pequeño banco de madera, cubierto por un corto techo, forrado con una tela roja y un par de cojines a lado y lado. La encargada del lugar, una señora de edad, me dio la bienvenida con un fuerte irashaimase. Me preguntó que deseaba. Le pedí sin aliento ocha hitotsu to dango hitotsu, una taza de té y un plato de dango, bolitas de arroz cocido y amasado con fuerza en un gran pilón, usualmente hecho de forma artesanal golpeando la masa con unos mazos de madera gigante para suavizarla y hacerla pegajosa. Estos van cubiertos con un líquido espeso que solo puedo describir como similar al sirope de arce. Decidí quitarme el abrigo, pues ya bullía suficiente calor. El Sol había salido en todo su esplendor.

Unos minutos después, la encargada del local emergió con una taza tradicional japonesa con un té de un bonito color entre verde y café, y lo que parecía un pequeño bote de madera, las tres bolitas de arroz pegajoso atravesadas en la mitad por un palito y recubiertas del dulce sirope. Pronuncié un suave itadakimasu, en señal de agradecimiento y comencé a consumir mi orden. Sentado en aquel frontal, sorbiendo cortos tragos de té caliente, veía pasar las personas, algunas fieles creyentes, otras meros transeúntes, visitantes que decidieron ir un día como hoy a una de las vistas más icónicas de la ciudad. El viento revolcaba mi cabello, mecía las ramas de bambú, que hacían un hermoso sonido como la bruma del mar. Sentí como se alejaba el bullicio de los visitantes y se volvía parte del ruido del fondo, risas, voces fuertes, susurros, el sonido de los aplausos que los feligreses hacen al presentarse ante uno de los dioses, el sonido de las monedas que golpean las otras en las cajas de ofrendas, el rumor de las cascadas, el gorjeo de los pájaros. Todo era uno. Uno era todo.
Terminé mi té y mis dango. Le agradecí a la señora, pagué la cuenta y me levanté. Noté que mi dolencia había disminuido, y mi garganta estaba menos adolorida. Era momento de descender la montaña.

Comencé a seguir el flujo de personas que terminaban su trayecto, hasta que llegué a una curva en el camino. Una ráfaga de viento me golpeó, dejando caer muchas de las hojas de bambú sobre mi cabeza y revoloteando mi bufanda hasta volar al suelo en una ladera que daba hacia el bosque que rodeaba el camino. Al parecer no la había amarrado lo suficientemente fuerte y quería recuperarla. El viento no se detenía y seguía levantando el polvo, que cayó en mis ojos. Me acurruqué a un lado del camino para no estorbar, rascándomelos para limpiarlos. Sentía pequeñas piedrecillas adentro, que me hicieron sentirme muy lloroso. En cuanto pude abrí mis ojos y miré alrededor.

Me encontraba en un bosque de bambú, el viento helado seguía golpeándome, resecando mis ojos y meneando los largos tallos de los árboles. A mi lado gorjeaba un pequeño lago y una cascada fluía de una pared de piedra. En el cielo, un aguilucho daba las rondas sobre mi cabeza, emitiendo su característico chillido y las nubes volaban apuradas por la fuerte corriente. Me asusté y me giré a ver alrededor. No había ningún signo de la salida o el camino en el que estaba. Mi morral había desaparecido, al igual que mi bufanda y mi abrigo. Mi celular no estaba en mi mano ni mi bolsillo. ¿Dónde diantres estaba? ¿Me había caído y rodado en la ladera hacia el bosque?
Miré al suelo, buscando alrededor del lago. Encontré una corta ruta de piedrecillas que se adentraba en el bosque, dónde el bambú era frondoso y la luz del sol no llegaba. El olor a musgo era fuerte y las piedras eran resbalosas. Me dirigí hacia allá por inercia. Una vez ya más adentro, comencé a ver las mismas motas de polvo, blancas y negras atravesar el rabillo de mis ojos. Parecían juguetear a no ser descubiertas. Por más que me girara a verlas, o tornara los ojos alrededor, se desvanecían.

De repente, escuché contra el rumor del viento, el sonido característico de una campanilla. El tintineo rompió el viento, silenciando todo lo que rodeaba, como si congelara el tiempo. Un par de segundos más, el mismo sonido. Parecía emerger del bosque. Caminé con rapidez, mis zapatos rascando las rocas, persiguiendo la fuente de dicho sonido. Era un sonido deliberado, frecuente, periódico. Sentía como los hilos de luz que jugueteaban trataban de seguirme y saltaban de rama en rama, la campanilla acercándose más y más. El bosque continuaba cerrando la luz del sol, creando una especie de bruma blanquecina que tapaba mi visión del suelo. Comencé a sentir frío. Me detuve en seco.
¿Frío? ¡Mi gripe! Mi garganta ya no ardía, mis ojos no estaban llorosos, el dolor de mi cuerpo había desaparecido y mi abombada cabeza ya estaba clara, como si me hubieran quitado todas las motas de algodón que llevaba adentro. Traté de toser, pero no tenía ningún atasco en mi garganta ni mi nariz. Respiré profundo por mis fosas nasales. Era un hombre nuevo.
Continué caminando, en persecución de la campanilla. Unos minutos después, llegué a otro claro en el bosque, en dónde la bruma era alta, casi llegando a mis rodillas. Al fondo, un pequeño santuario sintoísta comenzaba, rojos torii marcando la entrada. Me dirigí hacia allá. Una escalerilla subía un poco, sumergida entre los bambúes. Ascendí hasta llegar a un pequeño descanso. En él, una mujer de larga cabellera entre negra y rojiza, y blanca vestimenta estaba sentada en una piedra, peinando su cabello con sus dedos. A su lado, el altar de adoración de este pequeño santuario. Ambos parecían brillar con su propia luz, pues el Sol no les alcanzaba a ver. Me torné a observar a la mujer y comencé a pensar en como hablarle, pues apenas sabía un poco de japonés de supervivencia. Ella siguió absorta en su proceso, el viento haciendo oleadas, como si estuviéramos en el mar.

Sumimasen.
Ella se detuvo y se giro a verme.
Maigo ni nattaka.
No entendí lo que me intentó decir. Traté de rebanar mi cabeza para sacar una frase con sentido. Solo pude disculparme por mi falta de capacidad en el lenguaje.
Gomennasai, nihongo wa chotto.
La mujer giró su cabeza un poco y se levantó de la piedra.
—No hay problema.
Me sorprendí por la súbita respuesta. Un español casi perfecto, inflexiones correctas, pronunciación adecuada, incluso con las entonaciones de mi acento.
—Su español es muy bueno, felicitaciones.
—No. Tu español es muy bueno.
No comprendí lo que quería decirme.
—¿Perdón?
—Te perdiste, ¿no cierto?
Aclaré mi garganta.
—Si, estaba en el camino desde el tope del monte Inari, pero me perdí. ¿Cómo regreso a la ruta del santuario?
La mujer se sonrió un poco.
—¿Monte Inari? ¡Ja ja ja!
No entendí. Iba a continuar con mi pregunta, cuando escuché la campanilla de nuevo.
—Esa campanilla…
—Querido hijo, creo que encontrarás lo que buscas. Has orado con tu alma y he escuchado tus súplicas.
De nuevo la campanilla.
—¡Tú!
Alrededor de la mujer, seis o siete de aquellas motas de polvo se acercaron a sus pies, convirtiéndose en unos pequeños zorros blancuzcos que meneaban sus colas al verme. El barullo de las campanilla se convertía en una sinfonía, en las olas de un mar que iba y venía, con un compás claro.
—Ah, y de eso que sientes ahora… Olvídate. Yo-Oseki se ha encargado.
La bruma me rodeó completamente, la fuerza del viento inclinando los bambúes y arrojando sus frescas hojas en mi cara.
—Diosa Inari…
—Recuerda tu promesa.

Okyakusama? Daiyōbudesuka?
Abrí mis ojos. Estaba sentado aun en el umbral bajo la casa de té, en la cima del monte Inari. Me levanté de golpe.
—¡Diosa Inari!
Me giré alrededor. El mundo era normal, los visitantes eran normales, el Sol brillaba, el tal bosque no existía. Varias personas se tornaron para mirarme. Me sonrojé.
Okyakusama! Oshitsukimashite kudasai.
Miré a la persona que me había atendido. Se le veía preocupada.
Ah, sumimasen. Daiyōbu. Sumimasen.
Solo pude disculparme y decirle que todo estaba bien.
Mi morral estaba allí, mi abrigo y mi bufanda. Miré la taza de té vacía y el barquito de madera untado de sirope a mi lado. La señora que me había atendido emergió con un vaso con agua. Me lo bebí de un solo golpe. Allí fue que noté.

La promesa de la Diosa Inari se había cumplido. Mi cuerpo flotaba. No me dolía nada. Mi garganta estaba perfecta y podía respirar con mi nariz sin problemas. Me levanté del asiento, la señora aún ligeramente preocupada.
Arigatou gozaimashita. Gochisōsamadeshita. Ikura desuka.
Le expresé mis agradecimientos, agradecí la comida y la bebida y le pedí que me dijera cuánto le debía. Le pagué rápidamente, con una acción que se me hizo como un déjàvu, haciendo una leve reverencia por su ayuda. Con mis ánimos renovados, comencé el descenso, mirando fijamente el lugar dónde en mi visión la bufanda se me había caído. Todo parecía en orden. Respiré profundo sonriente.

Terminé el recorrido bastante alegre. Cuando había regresado a Rōmon, por mera casualidad me volví a encontrar con la señora que me alentó en la subida. Estaba con su grupo de caminantes, o algo así, departiendo un poco al frente del gran torii de entrada. Viendo mi semblante cambiado, me sonrió y puso sus manos en señal de oración. Le correspondí con una pequeña reverencia.

Cuando ya me marchaba del lugar, en tanto crucé la gran puerta de color bermellón escuché una campanilla sonar. Me giré y sonreí. Sabía que debía volver. Pero para ello, un año y medio pasaría, y con el tiempo seis estaciones.

 

En alguna esquina de Japón, dentro de sus árboles y sus montañas, todos los millones de dioses cantan y bailan, observando las súplicas de los humanos. Y junto con ellos, una diosa de larga cabellera entre negra y rojiza, danzando alrededor del fuego, observando las eras pasar, junto con sus mensajeros los zorros. Sus múltiples facetas siendo únicas para cada uno de los humanos y a la vez tan ilimitadas como almas habitan el Universo. Y así mismo habitan en los corazones de aquellos que creen.

«Más rápido que un pestañeo» (parte final)

Ella se fue temprano pues yo tenía una misión muy importante al día siguiente. Durante dos semanas habíamos recolectado información respecto de un caso de trata de personas, en el cual el dueño de uno de los más reconocidos clubes nocturnos de la ciudad tenía un “negocio aparte”, engañando a chicas y chicos atractivos de ciudades muy alejadas de la capital bajo la promesa de darles trabajo como presentadores de holoTV o modelos para ropa, en asociación con un prominente político del país. En los primeros días de cada contrato, les daba un rol menor o de extra en TV o les fotografiaba para catálogos de compras en línea. Después de eso, los obligaba a pagar favores sexuales a cambio de continuar actuando o modelando.
No teníamos ninguna prueba que nos permitiera determinar si era por la propia voluntad de cada víctima o si los forzaba. Por ello, Interiores hizo una operación de emboscada, plantando varios agentes encubiertos como atractivos “pueblerinos”. A través de dicha operación pudimos adquirir y registrar la información requerida para su detención, sin embargo, por el alto perfil de los implicados, debía ser una operación silenciosa.
Para la captura del dueño del club, y debido al elevado nivel de seguridad del lugar dónde permanecía el sujeto, se diseñó un plan para un solo operativo, cuya única misión era sedar al objetivo y asegurarlo, y después dar vía libre al equipo de tácticas para que entrara al lugar y realizara la extracción. Esto evitaría que el sujeto se fugara o buscara alguna forma de escapar. Mientras tanto, otra operación era ejecutada en simultánea en la casa del senador cómplice. Me ofrecí para el trabajo de ataque al sujeto en el club. Estaba emocionada aún por mis éxitos anteriores, pues mi carrera era prolífica y había logrado, junto con los demás operativos, grandes logros para Interiores.
Vestida con el terriblemente ceñido uniforme de operaciones especiales, con un chaleco antibalas y una pistola lanza dardos paralizadores, me infiltré por el techo del club, deslizándome por conductos de aire y estrechos pasillos, hasta dar con la oficina privada del dueño del club. La escena que se veía del otro lado de la malla de ventilación era aterradora, pero era tal y cual los agentes encubiertos la habían descrito.
Era un acto sexual atemorizador, con un par de chicos haciendo actividades innombrables, otro par de mujeres siendo abusadas con aparatos que no sabía que existían. Y en el centro, como un supervisor o un conductor de orquesta, el tipo desnudo, siendo placido por una de aquellas mujeres. Sentí muchísimo asco, pero todo esto solo me afirmó las ganas de dar final a tan horrible imagen. Abrí la reja con cautela hacia un lado, miré a todos lados con un espejo adherido a mi mano para verificar que no hubiese nadie alrededor, sustraje mi arma, saqué parte de mi tronco y la apunté directo al sujeto. Si me equivocaba y le disparaba a alguno de los participantes de esta orgía, iba a ser un desastre, pues me delataría de inmediato. Respiré profundo y apreté el gatillo. O al menos, eso creí que había hecho.
Sentí como un rayo de electricidad me recorrió comenzando por la base del cuello. Quedé paralizada con medio cuerpo dentro de la fosa, un sujeto gigante pisando mi mano derecha con sus botas, haciéndome soltar la pistola. ¿De dónde había salido este tipo?
—¡Jefe, no se habían equivocado nuestros topos en la policía!
En un segundo se detuvo la orgía y los demás participantes huyeron hacia las paredes, cubriéndose con cualquier cosa que hallaron. La única que no salió corriendo fue la chica que manoseaba al dueño, quien, a pesar que este ya se había levantado de su trono blandiendo una pistola en su mano, terminó tendida, completamente desnuda al lado del sillón.
—¡Nunca se equivocan estos! ¡Agente Hoellingberg, bienvenida!
De nuevo, el rayo por mi columna. Mis dientes tiritaron por la fuerza eléctrica.
—¡Ha venido usted a revisar mi negocio, adelante, adelante! ¡Phillip, tráemela!
El sujeto me volvió a electrocutar, para luego arrastrarme del cabello hasta al frente del tipo. Su cuerpo desnudo me dio asco, su hombría aún turgente.
—O agente, quizá quiera salir del servicio y… Tomar un nuevo rol en nuestra sociedad, ¡seguramente con este cuerpazo sería un éxito!
El gigantón tomó mis brazos y me los amarró en una llave por detrás, con tal fuerza que me hizo arder los hombros. Me puso de rodillas y me pisó las piernas con las suyas para que no me pudiese mover. El dueño del club me miró lascivamente, removió mi chaleco antibalas y me manoseó los senos y la entrepierna por encima del traje elástico, poniéndome su miembro a pocos centímetros de la cara. Giré mi cabeza para evitarlo, a lo que él reaccionó golpeándome en la sien con la cacha de su pistola.
—Jajajaja, me gustan así, aguerridas, para amaestrarlas de cero. Pero ahora, quiero ver acción.
Se giró a mirar a la chica desmayada al lado de la silla, fue hacia ella, le levantó la cabeza por su cabello y le dio un par de palmadas.
—Hey, Lyra, quiero ver acción.
La chica gimió, sus movimientos lentos y letárgicos, y se arrodilló buscando con sus manos la turgencia del dueño del club.
—No, no, no eso. Dale la bienvenida a la agente Hoellingberg.
El sujeto sacó un cuchillo del cojín de la silla y se lo dio a la chica. Solo hasta ahora la pude observar con detalle, en tanto ella se giró hacia mi. Un grito silencioso se escapó de mi boca, abierta como si buscara aire fuera de la Tierra. Era Alexa. Su cabello era de otro color y sus ojos tenían lentes de contacto verdes, pero de resto, ese mismo cuerpo desnudo y maltratado que observaba ante mis ojos era el mismo cuerpo de la mujer que había dormido conmigo en mi casa anoche. Sentí mis ojos humedecerse y mi ceño contraerse, mientras ella seguía con la mirada perdida, como si estuviese drogada. Se arrastró arrodillada hacia mí y en tanto se acercó más se rascó tres veces la comisura de sus labios con una de sus manos.
Sentí como mis músculos se tensaron, la rabia bajando de mi cerebro hacia mis extremidades, mi visión tornándose borrosa y rojiza. El sujeto que me prensaba lo sintió y me apretó con más fuerza. Alexa continuó avanzando hacia mi.
—Si, ya sabes que hacer, Lyra.
No era Lyra, no era Lyra, era Alexa, mi Alexa, mi Alexa. Sentí que un grito se quería escapar, pero solo un gruñido salió. Y en un instante, un dolor sordo me recorrió el torso. Alexa me había acuchillado unos centímetros arriba y a la derecha de mi ombligo. En sus labios se dibujó una frase silenciosa. De mis ojos brotaron lágrimas, no por el dolor físico, pero por mi estrés mental.
—¡Jajajaja! ¡Si, maravilloso! ¡Otra vez, otra vez!
La voz del sujeto sonaba excitada, extasiada por lo que observaba. Alexa sacó el cuchillo, mi traje de compresión ajustándose para mantener la herida presionada. Un hilo de sangre comenzó a fluir, empapando la tela elástica. Ella se abalanzó a herirme de nuevo, pero se resbaló y cayó al lado mío, soltando el cuchillo y quedándose inmóvil. El dueño del club pateó a Alexa en sus costillas, pero ella no demostró ninguna reacción.
—Imbécil, ¡dije que otra vez!
Seguía a Alexa con mi mirada, hasta que noté que con el dedo índice de su mano ensangrentada hacía cuatro toques con una pausa en la alfombra. Dejé que mi fuerza me abandonara, rodé los ojos hacia arriba y me solté por completo. El gigantón soltó la llave, liberándome. Me dejé caer en el suelo con las manos extendidas a ambos lados.
—Oh, agente, yo pensaba que tenías más en ti, pero si, eres nada más que una chica débil y susceptible como todas. Igual, serás una miembro excelente de mi colección.
El tipo se mofaba y carcajeaba mientras caminaba alrededor mío, su mirada perversa quemando mi piel. Odiaba este traje, era muy cómodo y tecnológico, pero muy revelador. A mi lado seguía sintiendo el golpeteo suave del dedo de Alexa. Unos segundos después, escuchamos múltiples disparos secos.
—¿De dónde demonios salieron… Ugh…
Aparte de los alejados gritos de los demás sujetos y el zapateo de otras personas a nuestro alrededor, era como si se hubiese hecho el silencio en la habitación.

—Recuerdas…
Alexa seguía apuntándome a la cabeza con su pistola. Mi voz se quebró, así que carraspeé un poco para aclararla.
—Recuerdas la última vez que estuviste conmigo, antes de…
—Ajá.
—¿Recuerdas lo que me dijiste justo antes que te fueras?
—¿Qué de tantas cosas?
—Cuando me sugeriste que…
—¿Qué nos fugáramos? Jajajaja… Si no estoy mal dije…
Su tono de voz cambió a un registro más seductor, tan similar al que tuvo esa noche que me bajaron escalofríos.
—“Vámonos a un lugar dónde nadie nos conozca, dónde nadie nos busque, dónde tu y yo podamos ser otras, dónde podamos estar tranquilas.” ¡Jajajaja! ¡Qué estúpida fui! Eso nunca iba a pasar.
Apreté mi mano en un puño.
—¿Qué tal si te dijera que un mundo así existe…
—No existe, ese mundo no existe, Saundra.
—¡Si existe!
Me torné a verla directamente a los ojos.
—Si existe y yo he estado allá. Es la razón por la cual el doctor ha desaparecido, es un mundo alterno, detrás de un espejo, un mundo construido por…
Alexa evitó mi mirada.
—Jajajaja, ¡estás loca! El que yo hubiese terminado contigo te hizo perder la cabeza. ¿Un espejo? ¿Es esto Blanca Nieves? ¡Hablas como si la magia existiera!
—¡No es magia! ¡Existe! Y para poder mantenerlo vivo, debo apagar a Rouben. ¿Sabes que significa el nombre Rouben?
—Unidad Observadora de Tiempo Real, Ejecutor y Neutralizador de Alguna Cualquier Cosa, ¿o algo así?
—¡Estamos siendo controladas!
—Dime algo que no sepa. ¿Tú crees que yo disfruto trabajar como una agente infiltrada? ¿Tú crees que me gusta que me obliguen a hacer cosas que no quiero? ¿Tú crees que no me ha dolido hacer tantas cosas, ser violada o usar drogas, como esa vez que supuestamente me debías salvar? ¿Sabes qué tantas cosas tuve que fingir para que ese tipo no me violara esa noche? Yo, yo soy la única que sé las cosas que Rouben me obliga a cumplir, y de las cuales intenta protegerme con la excusa de un bien mayor, ¿pero qué demonios le vamos a hacer? ¡Dime! ¡DIME SAUNDRA!
Alexa me daba golpecitos en la cabeza con la punta de su arma en cada énfasis de sus palabras. Sentí rabia en su tono de voz. Mis palabras se agolparon con fuerza.
—¡Más motivos para destruir a Rouben! ¡Piénsalo! ¡Imagina si él ya no existiera, tu vida, nuestra vida sería diferente!
—Es imposible. Es imposible escapar su alcance. Tu misma lo dijiste aquella noche.
Ella dejó salir un sollozo y se quedó quieta presionando el arma en mi frente. Sentía un leve temblor transmitirse a través del barril de la pistola. Me asusté un poco, pero decidí que era el momento de actuar. No pasaría lo mismo que hoy más temprano. Tensé mis músculos y los solté como un resorte. En un movimiento rápido, puse la mano sobre la que sostenía la pistola, ubicando mi cuerpo a su lado, torciéndola fuertemente. Ella salió de su estupor y comenzó a forcejear. El arma se disparó una o dos veces hacia las paredes, mientras yo la seguía lastimando. Puse mi otro brazo en una llave y le apreté el cuello.
No quería hacerlo, a pesar que ella ya me había herido en una misión previa sin titubear. Un dolor sordo y fantasmal se me formó en la cicatriz de la puñalada que me había dado hace unos meses, como una anticipación de lo que estaba a punto de hacer. En reacción de mi estrangulación, Alexa soltó un poco la pistola, así que aproveché para zafarla, agarrándola y apuntándola a su sien. Cuando practicábamos en el gimnasio del Ministerio, a veces ella y yo practicábamos lucha o artes marciales juntas. Alexa era muy hábil y técnica, pero yo era más fuerte y rápida.
Ella se quedó quieta como rindiéndose. Solté un poco mi presión en su cuello y le di una patada fuerte en la espalda, lanzándola hacia el frente y tirándola como un tablón en el suelo, para después saltar dos pasos hacia atrás, aun apuntándole.
—Lo siento, Alexa. Lo siento de veras, pero esto es por Olivia y los Shawn. Las manos arriba.
Comencé a caminar despacio hacia atrás. Alexa se arrodilló y se giró despacio hacia mi.
—¿Así que encontraste un nuevo amor? ¿Olivia se llama?
Dejé soltar una risa.
—Olvídalo, Alexa. Déjame ir.

Me giré y corrí por el túnel, aún mirándola de reojo. Si Alexa había estado acá, el túnel de bajada hacia Rouben se encontraba cerca. Mi pie se quejaba con cada paso que daba, así que decidí aprovechar la adrenalina que tenía aún corriendo por el cuerpo. En tanto ya me había alejado lo suficiente, le dí la espalda y marché más rápido, dando zancadas largas. Me asustaba que Alexa tuviese una segunda arma y quisiera dispararme, pero si lo quisiese ya lo hubiese hecho.
A un costado del túnel había una reja. Le dí una patada fuerte, aplastándola contra el orificio. Asomé la cabeza, era un conducto de cables y tuberías, tan largo que no veía su fondo, incluso me pareció que se inclinaba hacia un lado. Había una hilera de luces que recorrían toda la distancia y una escalera de metal en uno de sus costados. Ingresé y comencé a bajar tan rápido como pude. Guardé la pistola en el bolsillo interior de mi abrigo para poder usar ambas manos.
Sentía que escuchaba la voz de Alexa desde arriba. Sentía como me suplicaba que no la dejara sola, como me pedía que me olvidara de esta misión. A menudo levantaba la cabeza para observar la entrada, pero nadie se asomaba. Mis pasos, a pesar que estaba descalza, rebotaban en las paredes y llegaban amplificados a mis oídos, como un reloj antiguo en la torre de una ciudad. Seguí internándome.

Pollux había armado un plan B que no le había mencionado a nadie. Un equipo de Tácticas ingresarían unos minutos después de mi por la misma abertura, para darme soporte en caso que algo fallara. Él sospechaba que había un topo que estaba filtrando información. Ellos fueron los que ingresaron y dispararon dardos tranquilizantes a los dos sujetos unos segundos después de que me lancé al suelo. Uno de ellos me tomó en sus brazos, me giró y comenzó a aplicar primeros auxilios. Ya había perdido un poco de sangre, aunque hubiese sido mucha más si no fuese por el traje de operaciones especiales. Alexa se levantó con tranquilidad, completamente desnuda. Caminó hacia una cama cercana, tomó una sábana y se la amarró a manera de toga. El sopor de droga que llevaba era solo una máscara. No se giró a verme, no se preocupó por mi. Se dirigió a uno de los uniformados.
—Misión finalizada, con contratiempos.
—Entendido, agente A.
El tipo le dio una cantimplora con agua. Sorbió un poco, hizo un par de buches y lo escupió en el suelo.
—La agente S comprometió el plan. En el momento que debía hacer el arresto no lo hizo.
—Entendido, haremos el reporte.
—La información que me dieron fue muy preliminar, no sabía que había un topo.
Nuestra radio se activó.
—Aquí, D.P., ¿me escuchan?
—Fuerte y claro.
—Extracción inmediata, me entienden, inmediata.
—Roger.
Algunos efectivos fueron al lugar donde estaban las demás víctimas, les pusieron ropajes y sábanas encima y les instaron a escapar junto con nosotros. Atemorizados y con lágrimas en los ojos, accedieron. Otros amarraban y ponían esposas a los dos sujetos, asegurándoles una soga alrededor de su cuerpo, que les sostenían los brazos y las piernas juntas.
—Agente S, ¿puede levantarse?
—Si.
Me levanté, el dolor de la puñalada aún afectándome. El hilo de sangre continuaba fluyendo, empapando una gasa que mi compañero me puso encima.
—Por ahora prima escapar. ¿Quién la apuñaló?
Miré a Alexa, quien estaba comenzando a escapar por el conducto de aire. Miré su mano aún ensangrentada.
—Nadie, nadie fue.

Me internaron en el hospital esa misma noche. Me suturaron y me tuvieron en un tratamiento con antibióticos. El filo del cuchillo no había causado ningún daño extenso, había entrado y salido limpiamente. Me pusieron en observación en caso que me diera peritonitis, pero nunca ocurrió. Me suturaron y mantuvieron tres días en el hospital. Durante esos días la llamé y nunca me contestó. Le dejé muchos mensajes. Sentía que estaba perdiendo la cabeza. Le preguntaba a Pollux acerca de ella, pero nunca me quiso dar respuesta.
Al cuarto día, me descargaron del hospital. Debía continuar resguardándome en casa por una semana más tomándome los antibióticos puntualmente para evitar una infección. Una vez llegué de regreso a mi apartamento, todo estaba diferente allí. Su taza preferida, unos abrigos, unas bufandas, sus zapatos, su ropa interior, su cepillo de dientes, entre otras cosas, habían desaparecido.
Encima de la mesa del café, dejó una tarjeta gruesa doblada a la mitad, con un mensaje de su puño y letra.

Lo siento. Lo siento. Lo siento. Es mejor decir adiós. Cuídate. -A

Esa fue su despedida, tan impersonal, que sentí que nuestras caricias, nuestro cariño y nuestra relación habían sido en vano. Durante toda mi semana de licencia médica, lloré mis ojos hasta que se pusieron rojos. Dejé de usar la cama y comencé a dormir en la sala. Estar en la habitación me recordaba a ella, todavía tenía su olor impregnado en las paredes y las sábanas. Dejó un par de cosas, un albornoz que se confundió con mis toallas y un papelillo con unos garabatos. Los metí en una bolsa y los lancé al incinerador. Intenté ordenar todo alrededor para sacarla de mi vida, cambiando la ropa de cama, limpiando las paredes, pero a la segunda semana me rendí. Comencé a ir a mi sicóloga, supuestamente por estrés pos-traumático. No podía discutir detalles de mi relación pues siempre la quisimos mantener en secreto, así que inventé nombres y hechos para buscar soluciones entre la terapia. No las hallé.
Le pedí a Pollux que me mandara más trabajo de campo pues no quería ir a la oficina. Las primeras veces que me aparecí allá después de mi “accidente”, mis compañeros se mofaban acerca de ya no andaba con mi “esposa”. Esto me alteraba fuertemente. Eventualmente todo esto disminuyó, ayudado también por mi ausencia en el edificio del Ministerio.
Nunca me la topé más. Imaginé que la habían transferido o ella misma había pedido transferencia. La intenté llamar de vez en cuando, hasta que un día la llamada dejó de conectarse, había cambiado de número.

Había descendido por más de veinte minutos. Mis piernas ardían y sentía como mi pie lastimado se inflamaba y latía, pero eso era nada respecto al nudo que se me había armado en el corazón. Qué triste era haberme topado a Alexa en este lugar, claramente en un juego macabro que Rouben jugaba con nosotras, como si fuéramos peones que sacrificar. Él sabía lo mucho que ella significaba para mi, así que no era ninguna coincidencia, era algo planificado. Miré hacia abajo y el fondo se acercaba. Calculé que había bajado unos veinte o veinticinco pisos. Aunque estaba sudando profusamente comenzaba a sentir un poco de frío. Ya había descendido una altura considerable.
Un par de minutos más y por fin toqué tierra firme. Mis piernas temblaban un poco por el cansancio. Me encontraba en un descanso protegido con una reja, la cual abrí hacia afuera. Miré a ambos lados. Era otro túnel, bastante similar al anterior. Al fondo a la izquierda, más cercano, una compuerta denominada Ascensor y en cada una de sus esquinas, unos sensores de movimiento empotrados en la pared. Esto no estaba en el plano, ni en las instrucciones que recibí del doctor. Busqué con la mirada un panel de control, o un panel de validación de permisos. Además, recordé que necesitaba una máscara de oxígeno, no sé para qué.
Salí del conducto bastante precavida. Observé hacia el otro lado, era un conducto interminable en el cual solo se primaba la oscuridad. Si no me equivocaba y los planos estaban bien, debía haber otro orificio de unos diez u once kilómetros hasta el lugar dónde el panel de control de Rouben se ubicaba.

Por un instante me detuve a pensar. ¿Qué tan lógico era que un panel de control estuviese tan profundo en la tierra, y el único método de entrada fuese bajar doce kilómetros de escaleras a pie? Sé que era un sistema de alta seguridad, con múltiples protecciones, pero esa barrera de acceso era supremamente ridícula. ¿Qué tal si toca hacer un mantenimiento? ¡¿A quién le van a pagar para que baje casi dos veces la altura del monte Everest, en escalerillas?! ¿O qué pasa si un sismo ocurre? Me giré a ver el ascensor aquel. Mis cavilaciones fueron interrumpidas intempestivamente.

—Saundra…
—Y ahora tú…
—Considera bien lo que estás haciendo.
—¿Y qué estoy haciendo?
—Dime tu, aunque a través de las interacciones con la agente A.H. lo has dicho todo.
—Como siempre espiando sin permiso.
—Es mi trabajo. Saundra, imagina el desastre que ocurriría si me apagas. Sistemas económicos, sistemas eléctricos…

Ya había llegado acá y mi vida en este mundo estaba arruinada, no podría regresar a ser Saundra Hoellingberg, investigadora del Ministerio de Asuntos Interiores de Nueva Sajonia. Sin embargo, Olivia y los Shawn querían conocer más de este mundo, y Alexa no quería tener nada que ver conmigo. Ya tenía una nueva motivación. Emergí del agujero y caminé sin titubear hacia la compuerta. Rouben seguía hablando sin parar.

—…Las cámaras de seguridad, el tráfico de la ciudad, todo pasa a través de mi. Imagina lo que ocurriría si me apagas.
—Rouben, no hables más. Es una orden.
—¿Una orden?
—1/Seraphim, cállate.
—Prioridad aceptada. Comando aceptado.

Los sensores de movimiento me detectaron y una luz fuerte me encandiló.
—Agente Saundra Hoellingberg. Acceso no autorizado. Notificando al personal de seguridad.
Grité.
—Comando 1/Seraphim, desactivar alerta y abrir puerta del ascensor.
Los sistemas se quedaron en silencio. Continué caminando un poco al frente para alcanzar al panel de control del ascensor, a un lado de la puerta. Tenía dos flechas, una hacia arriba y la otra hacia abajo. Toqué suavemente la flecha hacia abajo.
—Notificando al personal de seguridad.
—Firma biométrica confirmada, bienvenido doctor Ibrahim Assaud.

Una voz femenina respondió al tacto de mis dedos. Pero, ¿doctor Ibrahim Assaud? Acaso el sistema, ¿creía que yo era el profesor? La puerta se abrió en un santiamén. Imaginé al doctor bajando todo ese vuelo de escaleras para llegar acá. De nuevo, nada de esto tenía sentido. Ingresé a una sala, una habitación completamente blanca y cubica, como de dos metros en cada arista. No tenía forma de ser un ascensor. La luz adentro era tan fuerte que en cuanto entré me di cuenta que no proyectaba ninguna sombra, cada pared generaba luz. Súbitamente recordé la primera impresión que el doctor tuvo del “otro lado”, en su relato.
—Notificando al personal de seguridad.
—Doctor Assaud, tiene más de nueve mil novecientos noventa y nueve mensajes. Su último ingreso fue el veintisiete de marzo de dos mil ciento cuarenta y cinco. No se registra salida. ¿Otra ocasión en la que no ha salido de la oficina? Le recomiendo que descanse en casa. Quince días encerrado en la oficina le hace mal a su cuerpo.
No sabía si responder o no. Para el sistema era algo lógico, el doctor había entrado el veintisiete de marzo, pero nunca había salido. Tenía esta pregunta rondándome en la cabeza desde hace ya rato, pero ¿cómo salió Assaud entonces al otro mundo? Además, ¿cómo podía este sistema confundir al doctor conmigo? Decidí probarlo.
—Sistema, solo por preguntar, ¿quién eres?
—Doctor, ¿otro juego ontológico?
¿Juego? ¿Ontológico? ¡Es una inteligencia artificial! Los preceptos ontológicos son inyectados a través de los comandos o el entrenamiento humano, o al menos eso creía.
—Si, respóndeme.
—Entendido. Soy Zeta. Fui creada para proteger el edificio Omega que protege a Rouben.

La voz de Zeta se me hizo ligeramente conocida. ¡Omega! ¿Había un edificio Omega?
—Vamos a Omega, Zeta.
—Notificando al personal de seguridad.
Dicha frase seguía sonando del otro lado de la puerta con cierta frecuencia. La voz que pronunciaba esto era masculina y potente. Parecía que eran dos sistemas separados y no estaban interconectados, o tenían un conjunto de configuraciones que no compartían. Zeta continuó.
—Doctor, eso será imposible. El habitante se niega a aceptar nuestra visita.
—¿El habitante?
—El habitante del piso cero.
Entendí de inmediato a quien se refería.

De repente, una bocina fuerte retumbó dando alaridos por todas las paredes.
—Alerta de seguridad máxima. Acceso no permitido a zona de alta seguridad. Agente Saundra Hoellingberg, deténgase.
Cerré mis ojos y respiré profundo. Ya no había vuelta atrás.
—Zeta, Rouben se está comportando mal. Debo ir a solucionar su problema, así que permíteme descender.
—Pero…
—No quería decirlo, pero es una orden, Zeta.
—Dentro de mis directivas dice que solo se da acceso si el habitante lo permite.
—Pues ignora esa directiva. Rouben no está bien.
—Necesito una autorización previa.
—Zeta, 1/Seraphim, bájame ya.
Zeta se quedó en silencio, mientras el sonido de la alarma continuaba afuera. Comencé a escuchar un barullo a la distancia.
—No puedo.
—Si no quieres, entonces bajare por mi propia cuenta. Dame instrucciones de como bajar.
—Es… Es… Es…
La alerta se repetía una y otra vez. Las luces de afuera cambiaron a una intensidad mayor.
—¿Es qué? ¡Zeta!
—Comando bloqueado.
—Desbloquéalo.
—Reiniciando.
—¡NO!
Me apoyé contra la pared del lugar. Pensé en la señora de la recepción de arriba, quién decía que el mundo se había ido al infierno con la tecnología. En ese momento pensé que era una frase reaccionaria de una persona que había nacido el siglo pasado, pero ahora me la creía plenamente.
—¡Muévete, muévete!
Le daba puños a la pared y con cada golpe, sentía como se meneaba el ascensor. El ruido que escuchaba afuera aumentaba, al fondo de los gritos de las bocinas que no se detenían. Y justo después de seguir pataleando como un niño con rabietas, en un pestañeo, las luces del ascensor se apagaron, al igual que los reflectores de la parte de afuera. Se hizo la penumbra total y acompañada de ella, llegó el silencio, un vacío macabro que me obligó a aguantar la respiración. Sentí como un viento helado me cubría. Por inercia me tiré en plancha al suelo.
A lo lejos escuchaba un trote, como fuertes pasos acompasados. Encendí la visión nocturna. El ruido aumentaba, pero no veía su origen. Y luego, escuché un vozarrón que vino de la nada, reemplazando el aturdidor sonido de la alarma.

—Agente Saundra Hoellingberg, es el sargento Raphael Meldmann del Ejército. Está bajo arresto por terrorismo. No tiene derecho a un juicio civil, ni derecho a defenderse en una corte de ley. Será llamada a corte marcial y aplicarán las normas de dicha corte.
Era el fin.
—Suelte sus armas si las tiene y ponga sus manos vacías detrás de la cabeza. Un equipo de extracción está en camino. Si no acata, podríamos abrir fuego justificado.

¿Sabe, doctor? Quizá todo esto fue un error. Quizá se equivocó poniéndome a mi en responsabilidad de esta misión. O quizá fui muy estúpida en dejarme creer de las fantasías suyas, de que yo era una pieza importante de este mecanismo, en dejar que fuese yo el chivo expiatorio de toda la operación. ¿Qué hacía yo aquí? Si, era la cuarta o quinta vez que me cuestionaba esto en todo el día. ¿Fue todo lo que ocurrió hoy solo una ilusión? ¿Un sueño? Me imaginé aun descansando en el sofá de mi apartamento, con una resaca severa y el hálito podrido. Recordé mi noche de juerga ayer e imaginé que quizá estaba aún borracha, tirada en alguna esquina. O quizá nunca sobreviví a la herida que Alexa me hizo y todo lo que ha pasado desde entonces ha sido un espejismo de mi vida. Quizá divago como un fantasma, volando por el mundo.
Quizá ella y yo nunca fuimos novias y todo eso me lo imaginé mientras estoy conectada a un aparato en un hospital. ¿Qué era la vida? ¿Era una ilusión, una simulación? ¿Tiempo prestado? ¿Prestado de quién o de qué?
Boté todo el aire de mis pulmones, saqué el arma que le había robado a Alexa de mi abrigo y la arrojé al frente. Me arrodillé y puse las manos detrás de mi cabeza. Aún no podía ver nada a lo lejos.
¿Era esto un juego ontológico, doctor? Sonreí para mi misma.

Los pasos estaban muy cerca aunque no podía ver nada al frente. Quizá los soldados estaban camuflados. Doctor, su tecnología va a ser nuestra misma destrucción.

—Saundra…
Una voz me llamaba.
—Saundra.
¿De dónde provenía?
—Lo siento.
Como un sueño, al frente de mis ojos se presentó la misma imagen que había observado meses atrás, Alexa desnuda, simulando estar drogada, su boca sucia por aquel dueño del club, su cuerpo magullado, apoyándose contra mi, penetrándome en el costado con un cuchillo.
—Lo siento.
Eso fue lo único que dibujó con sus labios en aquel gesto silente, en aquel triste momento.
—Lo siento.
Si ella venía como en una ilusión, era una bonita forma de terminar mi vida. Si. Al final, tuve una buena vida.

—Bajando.
Las luces de las paredes del ascensor se encendieron, cegándome e iluminando fuertemente el corredor. Los trajes de camuflaje óptico de los soldados a unos cien metros al frente se demoraron en adaptarse a dicho cambio repentino, mostrándome unas ocho o diez sombras fantasmales detenidas en el aire, al parecer también cegados por el exceso de luz. Mi corazón se quería salir de mi pecho, pero mi cuerpo continuó congelado en esta posición y no reaccionaba aún.
La puerta del ascensor se cerró con fuerza. Del otro lado, escuchaba gritos.
—Maldita sea, abran la puerta. ¡Qué la abran o la voy a coger a bala!
Escuché múltiples disparos afuera contra la puerta. Ninguna bala alcanzó a pasar hacia adentro. Me tiré hacia el frente, para quedar a gatas, como cientos de veces el día de hoy. Un vacío se formó en mis entrañas, el ascensor se movía con rapidez hacia abajo. Sentía que mi cuerpo perdía peso.
—Disculpas, doctor, pero un comando inesperado causó un bloqueo en mis sistemas. Era necesario reiniciar.
Mi garganta estaba seca y de ella solo salió un estúpido gemido acompañado de un trémolo, la tensión liberándose paulatinamente.
—Llegaremos en treinta segundos.
¿Treinta segundos? Mi mente aun estaba difusa, pero treinta segundos para bajar diez kilómetros era muy poco. Eran mil doscientos kilómetros por hora, casi la velocidad del sonido. Mi ya agitado corazón comenzó a bombear con fuerza, la aceleración haciéndose cada vez más y más fuerte. Sentía que iba a ser arrojada al techo del ascensor en cualquier momento. Mis piernas dejaron de hacer contacto con el suelo.
—¡Aaaaaaaaaa!
Grité por inercia. Puse mis brazos hacia arriba, esperando el contacto con el techo. Mi cuerpo se comenzó a girar por si solo hacia un lado. Era real, estaba flotando.
—¡AAAAAAAAAAAAAAAAAA!
—Doctor, ¿le pasa algo?
—¡MUY RÁPIDO!
—Es extraño, hace años que no hacía usted estos alaridos.
Me dirigí hacia una de las paredes, ingrávida. Me apoyé suavemente contra esta, causando que me impulsara en la otra dirección. ¿Es esto lo que sienten los astronautas? Mi miedo se convirtió en emoción. Perdí el sentido de arriba y de abajo. En mi mente escuché el vals de “En el Hermoso Danubio Azul” de Strauss. Era todo un cliché, lo sé, pero echémosle la culpa a Stanley Kubrick.
—Frenando.
—¿Qué? ¡No, no, no!
Estaba pies para arriba, el ascensor frenando me hizo golpear la cabeza contra el techo y convertirme en un amasijo de carne y huesos en una esquina del recinto. Intenté incorporarme aunque todavía podía flotar un poco. Mi corazón seguía retumbando, como si no hallara espacio dentro de mi pecho.
—Piso cero.
La gravedad normal regresó, el elevador se había detenido. Me sentía pesada, como con zapatos de concreto. A fuerza de voluntad me pude levantar. La puerta se abrió de golpe, tal como se había abierto. Al otro lado, un pasillo igual de iluminado continuaba por unos metros. Emergí de la caja y una especie de vapor a presión fue disparado hacia mi, cubriéndome por todos lados. No tenía olor, pero posiblemente era un sistema de limpieza de impurezas. Más adelante, de unos pequeños ganchos colgaban unas máscaras. Sin pensar, tomé una y me la puse. El aire que se respiraba usándola era muy puro, al punto que sentía que me iba a marear. Respiré despacio, tratando de calmar mi cuerpo.
Y allí, a pocos metros, una puerta. “Rouben”. En cuanto me acerqué, la compuerta se abrió con fuerza.
—Bienvenido, doctor Assaud.

Dije que quería calmar mi cuerpo, pero me fue imposible. Del otro lado de la escotilla, igualmente iluminado de un blanco puro, un salón circular no muy amplio, con un domo de cristal en la mitad. Parecía un pequeño anfiteatro, sus paredes cubiertas por una infinidad de pantallas, y en el centro bajo el domo, un cubo de un color negro profundo, que daba algunos visos resplandecientes en su superficie.
—Esto era lo que querías ver, Saundra.
Me asusté. Era la voz de Rouben, pero no metida como un eco dentro de mi cabeza, si no en vivo y en directo. La voz salía de alguna parte de la habitación.
—Por fin puedo verte de frente. Eres fantástica. Siempre fuiste un caso especial para mi.
Varias de las pantallas a mi alrededor se tornaron en mi viva imagen. Múltiples cámaras grabando cada ínfimo detalle de mi cara y de mi cuerpo.
—No conformista, resistente a mis comandos. Inquisitiva. De todos los sujetos que están bajo mi influencia, la más difícil de todos. Te tenía como un reto personal.
Apreté los dientes.
—No eres una persona.
—Por fin oigo tu voz, clara y sonora, y un poco enojada. Lo se, no soy una persona, pero creo que estoy en mi derecho de pensarlo. Ibrahim Assaud, Claire Maestre y Douphine Belleville. Mis creadores. No sé a ciencia cierta quien de ellos me creó, pero siempre creí que fui un Belleville, aunque el esposo de la doctora no tuvo que ver nada en mi crianza, ni siquiera venía a saludarme.
Mi mente se hizo un ovillo. No entendía nada.
—Veo la confusión en tu cara. Mira.
En el domo, el cubo negro se abrió, revelando un cerebro semi-transparente, más o menos del tamaño normal del de un adulto, múltiples brillos saliendo de este, conectado todo a una red diminuta de fibras de vidrio óptico que iluminaban con rapidez.
—Esto soy yo.

Miraba maravillada esta creación.
—Eres… ¿Eres orgánico?
—Un poco si y un poco no. Fui clonado del cuerpo de la doctora Belleville con un poco de componentes de su esposo.
Recordé al tipo larguirucho y condescendiente que me recibió pisos arriba. Lo observé detalladamente, caminando alrededor del domo. De donde los nervios ópticos conectarían el cerebro, un cúmulo de delgados filamentos surgía, al igual de la base del bulbo raquídeo. Era esto una obra de ingeniería.
—Pero… ¿Por qué un cerebro? ¿Por qué no un cuerpo completo, o más bien, un computador cuántico?
Rouben soltó una carcajada. Se me hizo un acto inesperado pues jamás en los años que había actuado a mi lado había hecho tal cosa. Sin embargo, se me hizo muy natural.
—Muy sencillo. Saundra, no sabes el inmenso poder que tienes metido en tu cabeza. Es solo que tu condición humana lo hace tan difuso, tan imposible de controlar. No fuiste programada desde tu nacimiento para hacerlo. Yo si.
Diferentes partes de Rouben se iluminaban como olas del mar, al compás de un vals. Pensé en “El Danubio Azul” de nuevo.
—Sensores ópticos, sensores auditivos, entradas, almacenamiento, todo está dentro de mi. No necesito nada más. La capacidad de procesamiento está perfectamente afinada y va creciendo, mejorando, día tras día. Mis conexiones internas van mejorando, van afianzándose entre si. Si esto lo pude hacer yo, imagina lo que podrías hacer tú. Creativa, cautelosa, quisquillosa pero siempre cuestionándose todo. El doctor Assaud lo sabía.
Sentí mi corazón pararse.

—Él pensaba que yo no me había dado cuenta, pero estaba completamente seguro de la dirección a la que llevaría su investigación.
—¿Sabes acerca de…?
Me detuve en seco.
—Desafortunadamente, él me puso una barrera mental, un limitador artificial que no puedo controlar. Mis cavilaciones y análisis llegan hasta cierto punto y después de allí es como si se me cortara la conexión. Es triste uno tener capacidad analítica casi infinita, pero verse amarrado por un capricho.
Su voz se tornó ligeramente triste y depresiva. Rouben nunca actuaba así. Era como si hablase con un sujeto real, más que una simple voz robótica.
—Ahora entiendo por que él te transfirió todos sus poderes y por qué te confió esta misión, cual sea la que te asignó. Saundra, tú definitivamente eres un sujeto especial. Siempre has salido de mis parámetros, eres especial para mi, y como veo, para el doctor también.
Ahora entendí porqué Zeta me trataba como si fuese el doctor Assaud, él me convirtió en él, le reprogramó para que fuera en toda completitud, el doctor Ibrahim Assaud. Salí de mi estupor y me giré a ver alrededor. Del lado opuesto a la puerta de acceso noté algo que no encajaba dentro de la solemnidad y pulcritud de este lugar, un panel o algo cuadrado, cubierto con una lona de un color crema, apoyado contra las pantallas alrededor. Me torné a ver a Rouben de nuevo.

—Yo no soy especial. Solo soy una investigadora más, un engranaje imperfecto en una maquinaria incompleta y maltrecha.
Después de haber dicho esto, me dí cuenta que había sonado increíblemente caprichosa y falsamente elocuente. Sentí un poco de asco.
—Si lo eres. Te amo.
Me detuve en seco, mi voz se elevó.
—¿QUÉ?
—Nunca he sentido esto Saundra y me confunde. Es irracional. Es más allá de la apreciación, va más allá de una curiosidad intelectual.
¿Cómo una máquina podía sentir amor? Observé de nuevo el cerebro expuesto en el centro de la habitación, luces de múltiples colores centelleando por allí y por allá. ¿Al final, qué era esto? ¿Artificial? ¿Humano? ¿Las dos a la vez?
—Debes estar equivocándote.
—¡NO!
Su voz retumbó en la habitación, haciendo vibrar el suelo y el cristal del domo.
—Estoy seguro que no me equivoco. Es la primera vez que siento esto, pero sé que es real. Saundra Nova Hoellingberg, te amo.
—¡Por Dios, Rouben, estás loco!
—No. Ahora entiendo porque eras un caso especial para mi. Sé una conmigo.
—¿QUÉ?
Mi cabeza comenzaba a dar vueltas… Esto no era normal.
—¿Una contigo?
—Imagina, mis capacidades, siempre crecientes, llevándolo todo a niveles más altos, más tu capacidad inquisitiva y creativa, tu espíritu indomable. Seríamos el uno para el otro, trabajando juntos para hacer de este país, de este mundo, un lugar perfecto y armonioso. No más guerra, no más violencia. Nosotros dictaríamos que es lo correcto, y aplacaríamos lo que no lo es.
Mi corazón seguía a mil por hora.
—Solo tendrías que decir que si y darme acceso, eliminar mis limitadores, yo me encargo de todo.

Rouben… Un computador, un cerebro, un ser… Con el acceso casi no restringido que tiene a todo, con sus poderes casi omniscientes y omnipresentes en cada mínimo aspecto de la sociedad de Nueva Sajonia, buscaba la reafirmación de un ser humano, una pobre criatura limitada por sus apéndices corpóreos. Era como buscar el otro lado de la moneda desde el centro de uno de ellos. Era un imposible.

—Lo que quieres es controlarlo todo.
—No. Lo que busco es perfección. Es eliminar lo arrugado de la sociedad humana y convertirla en un campo llano, perfecto.
—Nunca lo lograrás.
—Yo creería que si. Al fin y al cabo, eso es lo que soy. Yo lo observo todo, aumento todo, neutralizo lo negativo y controlo las actitudes y capacidades de los demás. Con tu ayuda, lo podemos hacer.
—¿Para qué necesitas mi ayuda, si tú solo lo puedes lograr todo?
—Porque tu eres la única que puede derribar mis últimas murallas. Esas murallas artificiales que Assaud me puso al frente y que me retienen. Además, necesito de esas características especiales que te hacen única, humana, viva, te necesito.
Respiré profundo. Sentía como la máscara de oxígeno perdía su efectividad.

Un mundo vacío, al otro lado del espejo, construido dinámicamente por criaturas cuyo poder me era imposible de imaginar. De este lado, un mundo lleno y sobrepoblado, con personas imperfectas, crimen, corrupción, mágicamente solucionado por una inteligencia semi-artificial con capacidad casi infinita. Uno era un mundo nuevo, el otro el mundo en el que ya había habitado, por lo que sentí era mucho tiempo.
Me acerqué al panel y retiré la lona color crema que lo cubría. La elección era obvia.
—Rouben…
—¿Si, Saundra?
—La humanidad es corrupta, es imperfecta. Todo lo que la compone es un desastre. Nosotros somos un desastre, y hemos hecho de la Tierra un desastre.
—¡Más razón para corregirla!
—Si, tienes la razón. Hay que enmendarlo todo.
—¡Qué bien que estés de acuerdo conmigo! Dame el acceso y removamos mis limitadores.
—Rouben…
—¿Si, Saundra?
—Gracias.
—No, gracias a ti.
Empecé a sentirme un poco mareada.
—Quizás sea lo mejor que le pueda pasar a la sociedad.
Rouben soltó una risa.
—Pero un dictador, no es la solución.
Me arrodillé y metí la mano a través del espejo. Un poco de electricidad recorrió mis músculos, paralizando mis dedos. Un segundo después, y usando toda mi fuerza, sustraje el arma de fuego, aquella que creía que había perdido.
—¡Espera Saundra, espera!
—Adiós Rouben.

Apreté el gatillo contra el domo. La primer bala hizo añicos el cristal que lo cubría, dejándolos caer encima del cerebro y del cubo de color negro. La segunda golpeó directamente las conexiones de cristal que emergían del bulbo raquídeo. Las pantallas a mi alrededor comenzaron a distorsionarse y a apagarse.
—Saundra, ¡no! ¡Detente! ¡Nuestros planes!
La tercer bala atravesó a Rouben a través del frente de su cerebro, rompiendo en pedacitos las frágiles conexiones que existían. Lo que en un humano era una masa de gelatina, en Rouben era algo similar al cristal líquido, que comenzó a derramarse y caer como sutiles laminillas.
—Saundra… ¡Por fav…
Su voz comenzaba a romperse. Continué. La cuarta bala le atravesó en todo el medio, destruyendo un trozo considerable y arrojándolo al suelo en un golpe agudo que sonó como una ventana rompiéndose, pedacitos de vidrio dispersos por todo el suelo. La blanca luz del lugar comenzaba a centellear y las pantallas se tornaron blancas. Las subsiguientes balas hicieron añicos lo que sobraba. Una bala incluso se alojó en el suelo del recinto. Ya no habían más lucecillas, no había más Rouben. Vacié el resto del cartucho en lo que podía encontrar que aun diera visos.

—Rouben… Que descanses.

Segundos después la luz se apagó del todo. Estaba mareada, la capacidad de la máscara agotada del todo. Me la retiré y tosí con fuerza. Mi cuerpo comenzaba a convulsionar. Sentí como la bilis se me subía del estómago y se agolpaba en mi garganta. A gatas me arrastré hacia el espejo, que perdía su lustro lentamente, tocando su superficie con mi mano. Así había desaparecido Assaud sin rastro alguno. Algo me agarró de esta y me arrastró hacia adentro. Traté de observarle, pero su imagen era borrosa.
—Alexa…

Me desperté en el dormitorio de la habitación del apartamento del doctor, como más temprano ese día, al “otro lado”. Olivia estaba sentada en la cama, observándome, su cara tranquila y serena, vestida igual que como estaba yo esa mañana, mismo atuendo deportivo. Al ver que me desperté me hizo una venia con su cuello y sonrió pacíficamente.
—Hola…
—Hola, Saundra.
—¿Qué pasó?
Mi garganta estaba seca, mi voz ligeramente gutural.
—El doctor te manda a decir que fuiste muy valiente. Misión cumplida.
Sonreí. Puse mi mano en mi frente y revolqué mi flequillo. Un par de lágrimas brotaron de mis ojos.
—¿Qué pasó con Rouben?
—Destruido. Completamente destrozado.
Me senté como un resorte, abriendo mis ojos.
—¡¿Y Alexa?!
Olivia se quedó pensativa. Con un tono dubitativo, girando un poco su cabeza y encorvando las cejas, en un gesto que jamás había visto en los Shawn, me respondió.
—No sabemos.
Me levanté rápidamente, mi tobillo enviándome señales de dolor. Olivia me detuvo con su mano. Noté que su brazo era de un color de piel diferente al mío y tenía detalles diferentes.
—Olivia, debo volver.
—Lo sabemos, pero debes descansar. A diferencia de nuestros cuerpos, el tuyo está bastante magullado.
—Pero…
Olivia me soltó.
—Si eso deseas, hazlo. No te detendremos. Pero piénsalo bien.
Me incorporé, aunque el dolor subía hasta mi rodilla. Olivia me miró paso a paso. Cojeando me acerqué al espejo. Aunque de este lado la luz del sol aún brillaba, del otro lado, parecía que la noche había acaecido.
—Ya regreso.
Olivia asintió. Toqué el espejo.

Un chasquido de dedos después, el mundo se hallaba en penumbra, fuertes sirenas corrían a lo largo al fondo. Explosiones rompían de par en par haciendo vibrar el suelo y las paredes. Me acerqué a la ventana de la habitación y abrí las cortinas. El mundo del otro lado parecía una pesadilla, lleno de llamaradas, de gritos amortiguados, de vibraciones convulsivas, de caos. ¿Era yo un agente de la entropía? ¿Era esto lo que había ocasionado?
—¡Rouben!
Pregunté por inercia. En el fondo de mi mente creía haber escuchado su respuesta. En cambio, me respondió el ruido del fondo. Sonreí. Ya lo hecho, hecho estaba. Arrastrando mi pierna, dulces tintineos de dolor recorriendo mi cuerpo, me dirigí paso a paso hacia la entrada del apartamento, abriendo la puerta. Respiré profundo, un aire asqueroso y lleno de polución me llenó los pulmones.
¿Qué es lo que sigue para nosotros? ¿Para mi? ¿En cuánto tiempo todo volverá a la normalidad? ¿Podre volver a ver a Alexa? ¿Seré Saundra Nova Hoellingberg, agente investigadora del Ministerio de Asuntos Interiores de Nueva Sajonia? ¿O Saundra Nova Hoellingberg, fugitiva, terrorista? No lo sé.
Me di un golpe en el pecho y salí al otro lado del umbral.