semana 10
12 a 18 de noviembre de 2.020
«Amores de Pascua»

Tiempo aproximado de lectura: 28 minutos.

Efrain se pierde y ahora todos sus amigos de San Julio de Pascua intentan encontrarlo.

«Amores de Pascua»

Desesperada y sin saber que hacer, llamé a mi gemela. Sin saludar fui directo al grano.
—Efraín se marchó.
—¿Qué?
—Si, mientras yo hacía unas compras, tomó una maleta, metió dos o tres conjuntos de ropa y se fue sin avisar.
—¿Y no te dijo nada?
—No me escribió nada y dejó el teléfono encima del comedor.
—¿Eso cuándo fue?
—Antier, creo por la noche.
—¿Y por qué no me habías dicho antes? Qué tal que le haya pasado…
—No sé, estaba esperando que apareciera… ¿Será que llamo a la policía?
Mi hermana se quedo callada un momento.
—No creo que sea una buena idea. Ya sabes, con aquél haciendo la práctica…
—¿Mario?
—Shhhh… ¡No lo nombres!
Me fue inevitable soltar una carcajada.
—¿Cuál es el misterio con él?
—Tu sabes… Le carga mucha rabia a Efraín desde que ustedes se casaron.
—¿Y que tiene que ver eso? Si a alguien le debe cargar rabia es a mi, yo fui quien forcé a Efraín a casarse conmigo.
—No, no, tú no lo forzaste, él simplemente pudo hacer dicho que no.
—Pero no lo hizo. Y yo creo que por eso se fue, no aguantó más.
—No lo digas, él se veía que te amaba muchísimo.
Se hizo un silencio un poco incómodo.
—¿Y entonces, qué vas a hacer?
—Pedirte un favor. ¿Puedes averiguar en la casa de los padres de Efraín si han sabido algo?
—OK, déjame termino por hoy en la notaría y voy.
—Gracias hermanita, si sabes algo, llámame de inmediato.
—Con gusto, saludos de nuestros padres.
—Igual, dales mis saludos, pero no les cuentes nada.
—Got it. Cuídate.
—Bye.
Colgué. ¿Dónde demonios se había metido?

Hace dos años decidí regresar a San Julio de Pascua para por fin perseguir al amor de mi vida, Efraín. Había estado loca por él desde que estábamos en el jardín infantil, pues era la única persona que de veras se interesaba en mi bienestar, a pesar de su fragilidad. Recuerdo muy bien un día en que trepamos unos árboles y él se quedó abajo con Elisa, simulando agarrarse del tronco, sudando la gota gorda, incapaz de subir. Mario se mofó de él por días, pero a mi me pareció divino. Era supremamente estudioso e inteligente, quizás el único en poderse codear con Elisa y conmigo, pero siempre lo arruinaba todo por algún lío con sus padres. El día anterior al examen de validación para la universidad estuvo buscando a su padre entre cantinas y hospitales, para encontrarlo al siguiente día en el pueblo de al lado, borracho hasta la coronilla. El día de la competencia de matemáticas del Reino, él era la esperanza de nuestra pequeña escuela, pero no pudo atender porque se rompió el brazo mientras ayudaba a su madre en búsqueda de bayas para vender en el mercado en las laderas alrededor de su casa.
Me casé con él no solo porque lo amaba genuinamente, pero también para protegerlo de estas situaciones. Si Efraín sigue viviendo en San Julio, será un caso perdido, y no me parece justo que un hombre tan único y inteligente se echase a perder.
Un poco enojada ya, me levanté de mi puesto en la empresa donde trabajaba y pedí un par de minutos para calmar mi ansiedad. ¿¡Dónde se había metido!?

Unas horas después de recibir esta llamada cerré la notaría, después de un típico y largo día de trabajo gracias a la fama inusitada que tenía nuestro pequeño despacho, y me dirigí hacia la casa de los padres de Efraín. Era una casa de dos pisos muy poco usual, ubicada en un barranco alejado del centro del poblado. Es la única que fue construida allí, en precarias condiciones, al parecer porque el dueño original detestaba la cercanía de la sociedad, y se nota. No hay otro habitáculo a más de quinientos metros a la redonda.
Después de casarse, Marisa y su esposo vivieron en un piso pequeño que rentaron en el centro del pueblo por unos meses. Mientras vivieron en dicho lugar, Efraín nunca vivió tranquilo, y era más el tiempo que pasaba con sus padres ayudándoles con sus tejemanejes que al lado de su esposa. No quiero decir que mi hermana es celosa, pero a ella no le gustó nada que priorizare tanto a sus padres sobre las necesidades de ella. Unos meses después, se fueron juntos a la capital de la provincia, con el objetivo que Marisa pudiese seguir trabajando y Efraín se preparara para su ingreso, un poco tardío, en la universidad.

Desde pequeña sabía que Efraín estaba enamorado de mi. Su insistencia en meter la nariz en mis asuntos y la forma como me observaba cada vez que teníamos la oportunidad lo dejaban ver a leguas. A mi él no me disgustaba en absoluto, siempre buscaba mi compañía, me hablaba con insistencia y ternura, me impulsaba a subir más allá del escalón en el que estuviera. Gracias a él es que soy lo que soy ahora, por su apoyo, persistencia y presencia. Cuando nos quedábamos solos a hablar por horas, sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. Me da pena admitirlo, pero me excitaba muchísimo. Soñaba que aprovechaba el momento, me tomaba en sus brazos y… En fin.
A menudo, nuestros compañeros de escuela daban por sentado nuestra relación, pero yo lo sabía mejor. Marisa había estado prendada de él desde que estábamos juntos en el kindergarten. Eso fue lo que me hizo no actuar por mis propias necesidades y no acceder a sus torpes acercamientos. Me costaba, me costaba muchísimo aguantarme. Quizás movida por estos sentimientos encontrados, es que comencé a buscar compañía en otros hombres, bajo el famoso precepto de que “un clavo saca a otro clavo”. Lo único que logré fue enterrarlo más y más en mi pecho. Estudié por correspondencia, no por ahorrarle dinero a mis padres, pero por seguir estando a su lado. No pasamos mucho tiempo juntos durante ese tiempo, pues quería reemplazar mi necesidad de estar con él con mi dedicación entera a las actividades académicas. ¡Qué tonta fui! Es por eso que cuando me gané la beca y comencé a estudiar en la capital, le dí el ultimátum a mi hermana. O se arriesgaba ella o lo tomaba yo.
No debí haberlo hecho. Ella tiró su vida a la borda por amor debido a mi intrusión. Al final de cuentas, pareció que resultó bien, hasta el día de hoy. No sabía si estaba preocupada o feliz de que él la hubiese abandonado.

Llegar a la casa de los padres de Efraín era bastante difícil. Eran unos cuatro o cinco kilómetros del centro del poblado, pasando por una cuesta un poco empinada, que desde que tengo memoria siempre me dejaba sin hálito. Cuando era estudiante no era nada, pero dos años desde que tomé el despacho de mi padre había perdido un poco la forma. Eran ya las seis, así que asumí que alguno de sus padres ya estarían en casa. Toqué fuertemente al portón.
—Perdón, buenas tardes.
Nadie me contestó. Toqué con más fuerza.
—Perdón, señores.
Empujé la puerta hacia adentro. Según la ley policíaca del Reino número cuatrocientos veintidós, inciso treinta y siete, artículo veinte, si la puerta de un habitáculo está medio abierta y no asegurada, no es intrusión abrirla del todo. Intrusión es pasar del umbral de la puerta. Desafortunadamente estaba totalmente cerrada.
Tomé mi teléfono celular y llamé al número de teléfono de la casa. Aún lo guardaba en mi memoria de tantas veces que lo usé para contactar a Efraín. Mientras timbraba de mi lado, presté atención para escuchar el repicar del otro lado. Me sorprendió no escuchar nada.
—¡Santo padre!
Me asomé en la ventana. Al otro lado de la delgada cortina podía ver las líneas vacías de aquella casa que me fue conocida hace unos años. Intenté forzarla a que se abriera. Mi mente se puso en blanco. ¿Qué ley me escudaría en caso que pudiese entrar? No tuve que pensar mucho pues estaba firmemente asegurada. Di un par de pasos hacia atrás y miré al segundo piso. Todo parecía bien cerrado. Miré la casa por todas sus aristas, ni un resquicio estaba ligeramente abierto. Instintivamente marqué a la policía. Iba a colgar, pero recordé que no había recurso legal al malgastar el tiempo de los agentes de seguridad del Reino y la pena era un poco cuantiosa. Para colmo de males, me contestó él.

¡Qué día tan aburridor! Bostecé con ganas. Sé que arranqué con el curso para policía hace dos años, pero era muy pendejo que me dejaran calentando silla en el comando, contestando teléfonos, aparatos que jamás sonaban, ni siquiera para bromas. Yo me imaginaba que mi vida como policía iba a ser más llena de acción. ¿Pero que iba a pasar? A la final, en este pueblo de mierda nunca pasa nada. Era mejor mi trabajo como seguridad del mercado. Bueno, al fin de cuentas este trabajo como gendarme era bueno y pagaba bien.
¿Por qué mis demás compañeros se iban siempre a hacer las rondas y me dejaban el trabajo aburridor a mi? ¡Por qué!
Me paré a preparar otra taza de café, cuando se hizo el milagro. El teléfono comenzó a timbrar. Corrí desaforado a contestar.
—Comando de policía central, habla Narvaez.
Escuché alguien quejarse. Me senté pacientemente a escuchar mi interlocutor. Miré la pantalla del identificador del número, era un teléfono celular.
—Hola Mario.
No esperaba escuchar dicha voz. Era bastante similar a la voz de aquella. Se me subieron un poco los calores.
—¿Elisa?
Aclaré mi voz. Decidí actuar profesionalmente.
—Doctora Elisa, ¿cómo está?
Ella también tosió un poco de su lado.
—Muy bien, Narvaez. Estoy investigando algo y tengo un par de dudas.
Su entonación era un poco errática. Según un perfil criminológico, estaría ocultando información.
—Doctora, pero esta línea es solo para emergencias.
—Lo sé agente, pero entenderá que es quizás un poco de emergencia. Estoy buscando el paradero de los padres de Efraín.
Escuchar ese nombre me llenó el estómago de ácido. Me levanté de la silla por inercia y mi voz se subió sin querer.
—¿Y ahora qué con ese imbé…?
Respiré profundo y cerré fuertemente mis ojos.
—¿Qué pasó, doctora?

Me dí un golpe de frente. Esto era lo peor. Se veía que Mario todavía estaba obsesionado con toda esta situación. Sus interjecciones lo delataban. ¿Qué podía hacer? ¿Darle información parcial?
—Si. Vine a buscar a los padres de Efraín para preguntarles algo, pero al parecer su casa de habitación está desocupada. ¿Sabe usted algo al respecto?
Se hizo un raro silencio al otro lado de la línea. Desde mi posición podía escuchar un barullo a la distancia, hacia el centro del poblado.
—La verdad no sé nada, doctora.
Su voz se volvió un murmullo.
—Y ni me interesa.
Simulé que no le escuché. El resentimiento en el aire se podía cortar con un cuchillo.
—¿Perdón?
—No, nada, doctora. ¿Tiene una emergencia en manos?
Me dí a la pérdida. Mi error comenzó en el momento en que llamé a esta línea.
—Si, Efraín Malverte ha desaparecido. Mi hermana Marisa cree que había regresado a San Julio. Vine a casa de sus padres con el ánimo de preguntarles si conocían su paradero, pero ya verá…
Escuché un par de golpes del otro lado de la línea.
—Se lo dije… Se lo dije a ese parásito.
—¿Qué?
—Doctora, voy para allá. Espéreme por favor.
Colgó.

Dios mio, Efraín. Eres un imbécil. Te lo dije, te lo dije con dolor en el corazón el día anterior a tu matrimonio. Si herías a Marisa de alguna forma iba a ir por tu cabeza. Espero que haya una buena justificación para tu actuar. Tomé el radio oficial.
—¿Quién está mas cerca del comando? Hay un dos-tres-tres que debo atender.
—¿Qué pasa, Narvaez?
—Recibí llamada de la notaria. Dos-tres-tres en Lomapreta, voy de salida en la motocicleta.
—Espera, espera.
No esperé. Me monté en el aparato, lo encendí y salí disparado.

Él sabía que Marisa me había gustado desde siempre, él sabía que yo quería casarme con ella y yo por mi parte sabía que él gustaba de Elisa. ¿Por qué accedió a casarse con ella? Era una traición, era un traidor. ¿Por qué lo hizo? Siempre quise preguntarle, pero nunca lo hice. ¡Era una situación tan injusta!
Pero la verdad, ¿quién era el más imbécil de los dos? Marisa ya me había rechazado cuando me echó de la casa de sus tíos hace años. ¿Por qué me aferraba de esta manera a mis sentimientos? ¿Qué tenía que probar? ¿Por qué ingresé al cuerpo de policía? ¿Quería que Marisa me aceptara de alguna forma? ¿Qué tenía de bueno Efraín?
—¡ARGH!
Me comenzó a doler la cabeza. El ruido de la moto no ayudaba en nada.

Efraín siempre fue una persona muy honesta. Fue sin lugar a dudas mi mejor amigo, el único que aceptó mi forzada amistad cuando mi familia se mudó a este poblado. Mis padres siempre fueron errantes y me arrastraban sin dudar de un lugar a otro. Nunca tuve amigos, nunca hubo tiempo para ello. Es por eso que cuando llegué aquí y lo conocí, fui muy feliz. A pesar que él no gustaba de mi forma de ser, me aceptó como amigo y accedió a ser parte de nuestro pequeño grupo.
Aguantó mis juegos bruscos, me ayudaba a menudo con las tareas y siempre procuraba estar al tanto de nuestro bienestar. ¿Estaba siendo mezquino? ¿Por qué le cargaba tanta rabia? Marisa tenía toda la razón en quererlo a él más que a mi. Nunca le demostré tanto afecto como él a ella. Buscar cariño era demostrar debilidad y no era algo popular con las chicas cuando estábamos en la escuela. Era volverse blanco de las burlas de los demás chicos y eso era inaceptable para mi. Tenía que ser un macho. ¿Pero al final del camino que gané por ello? Perdí al amor de mi vida y aún así fui la burla de todos, cuando volví hecho añicos después que ella me rechazara.
Quizá no he aprendido nada de esta experiencia.

Llamé a Marisa.
—Hola.
Su voz se escuchaba muy tensa, quizá un poco llorosa.
—Hermana, lo siento.
—¿Qué pasó?
El temblor en su voz se tornó más pronunciado. Escuché un par de sorbidos nasales. Seguro había llorado.
—Al final tuve que llamar a la policía. Parece que la casa de los padres de Efraín está vacía.
—¿Qué?
—Toqué y toqué. Nadie me abrió. Miré por la ventana y la casa parece estar vacía. No pude ver ningún mueble adentro.
Marisa se desmoronó de su lado de la línea.
—Tranquila, tranquila. Ya viene Mar… Erm, un agente de policía. Vamos a investigar todo muy bien por nuestro lado.
Los sollozos se tornaron más fuertes.
—¡Fue mi culpa!
—¡Qué no fue tu culpa!
A lo lejos escuché el fuerte ruido de una motoneta acercándose.
—Te llamo en poco, la policía ya viene. Por favor serénate.
No me respondió. Jamás había escuchado a mi hermana llorar así, ni cuando eramos niñas. Ella siempre se caracterizó por su fortaleza. De veras amaba mucho a Efraín. Sentí un poco de vergüenza por mis pensamientos de hace un rato y colgué. Mario llegó con rapidez, frenando casi en seco al verme. Se le veía diferente desde la última vez que lo vi. Su semblante estaba serio. Se retiró el casco de policía y lo colgó en la manivela de la moto.

—Doctora, ¿cómo está?
—Dejemos las trivialidades Mario, y hablemos en serio. ¿Sabías que los padres de Efraín se habían ido?
Noté que se estresó un poco.
—Ni idea. No llevamos cuenta de los habitantes del pueblo, más ahora con el turismo.
—Es verdad.
—Un segundo.

Se dirigió a la puerta y tocó fuertemente.
—Don Rafael, doña Martina.
Nadie contestó. Se asomó a la ventana como hice anteriormente, sustrajo una pequeña linterna de un bolsillo en su atuendo y la apuntó hacia adentro. Asintió.
—Efectivamente, está vacía.
Miró todo por fuera, buscando detalles. Decepcionado, tomó la radio de la solapa de su camisa.
—Aquí Narvaez, investigando el dos-tres-tres de Lomapreta. ¿Alguien sabe a quien contactar sobre la casa de la ladera? ¿El arrendador de la casa?
Me sorpendió su uso del código Dos Tres Tres, desaparición de un sujeto.
—Narvaez, no tenemos idea. Toca llamar a Catastro.

¡Claro! ¡El Curador Urbano! Lo llamé de inmediato. Era tarde, pero probablemente aún me atendería.
—¡Doctora! ¿A qué debo el placer de su llamada?
—Doctor Albert. Necesito una información acerca de un predio.
—Y supongo que tendrá un permiso judicial para solicitarlo.
—No. Estamos investigando la desaparición de una familia.
—¿Estamos? ¿Y la policía?
Mario me arrebató el teléfono. No se me hizo grosero, pues sabía que era con buena intención.
—Habla Narvaez, de la policía. La doctora me informó de dicha desaparición. Necesitamos la información del dueño de la casa de Lomapreta.
No pude escuchar la respuesta del curador.
—Claro que si, en un par de minutos estamos en su despacho. Gracias.
Me pasó el teléfono. El curador ya había colgado.
—Debemos ir de inmediato. Sube a la moto.
Siempre le había tenido un miedo innato a estos aparatos. Dudé un par de segundos, mientras Mario se ponía el casco de nuevo y luego me pasaba uno. Decidí tragarme el susto y subir sin dilación.
—Aférrate fuerte, vamos con rapidez.
Lo agarré con fuerza de la cintura. La súbita aceleración me hizo saltar el corazón y el miedo hizo que mi mente se paralizara. Todo se hizo blanco. Solo fue hasta cuando llegamos a la curaduría que volví en mi. Me bajé del aparato con las piernas temblorosas.

La curaduría ya estaba cerrada. Era normal, ya eran más allá de las seis de la tarde. Tocamos a la puerta. El curador se encontraba solo en el recinto, dándonos la bienvenida y apurándonos para que entráramos en su despacho. Tomamos asiento.
—Doctora Elliot, agente Narvaez. Ahora, explíquenme la situación.
Mario tomó la palabra. Como agente de policía primaba más su explicación que la mía.
—Investigo el caso de desaparición de la pareja de esposos que vivían en la casa de Lomapreta.
Su voz comenzó a temblar. Siempre se le hacía difícil mentir.
—No hay registros en el ayuntamiento, entonces queríamos saber que registros del dueño de la propiedad, el arrendador, están asentados en la curaduría.
El tipo dudó un poco.
—Decía usted que la doctora le informó de dicha desaparición. ¿Y eso?
—Pues, ella… Quería…
Mario se enredó solo. Respiré profundo y le ayudé.
—Mi hermana, Marisa, está casada con el hijo de dicha pareja. Ella está buscando divorciarse, pero él ha desaparecido.
Mario se giró a verme, sus ojos se salían de sus cuencas. Parecía parte preocupado y parte emocionado por el prospecto de un divorcio.
—Sin dirección a cual notificarle, ella no puede hacerle llegar la comparecencia ante el juzgado. Por eso fui a buscar a sus padres, en caso que ellos supieran algo acerca del sujeto, pero ellos también parecen haber desaparecido. Es por eso que involucré a la policía.
El curador me miraba con curiosidad.
—¿Y cuál es su interés en este caso? Puede dejárselo a la policía.
—Voy a representar a mi hermana como su abogada.
—¿Y tiene a mano la notificación?
—No. Está aún en la capital, a manos de mi hermana. Ellos vivían juntos hasta hace poco.
El tipo se tiró hacia atrás en su silla, haciéndola traquetear. Suspiró profundamente. Se irguió y digitó un par de cosas en su computador.
—No lo supieron de mi.
Apuntó un par de cosas en una hoja de papel amarillo.
—Aquí está.
Respiré tranquilizada. Mario asintió en agradecimiento.
—Muchas gracias.
Me levanté de la silla mucho más liviana.
—Me ha de deber una, doctora.
—Así es, don Albert.
—Éxitos con la demanda.
Tosí un poco, aclarando mi garganta.
—Veré que sea procedente.
Mario y yo nos retiramos del despacho lentamente. Se le notaba un poco inquieto. Una vez emergimos de la curaduría, no quiso esperar.

—¿Se divorciarán? ¿Se divorciarán?
—Mario, no seas tonto. Era una mentira. ¿Aún guardas esperanzas después que te rechazó?
Se quedó boquiabierto.
—¡Qué tan poco conoces a Marisa! Y aún así pretendías casarte con ella. Tu sabes que cuándo a ella se le mete algo en la cabeza, no lo suelta.
—¡Pero…!
Me giré a verle. Se le veía desinflado.
—Adiós Mario. Fue bueno verte. Muchísimas gracias por tu colaboración.
Miré detalladamente la información del dueño y marqué rápidamente el teléfono, mientras caminaba en dirección de la notaría. Ya no habría nadie allí, así que podría hacer mis pesquisas sin interrupción.

El señor que me contestó era efectivamente el dueño de la casa de Lomapreta. La casa la había ocupado la familia de Efraín desde hace más de treinta años y hace dos días habían desocupado. Como era una casa tan retirada del centro, se fueron sin mayores aspavientos, sin que nadie alrededor lo notara y sin avisar a la alcaldía. Le pregunté si sabía para dónde se habían marchado. Me dijo que no sabía, pero insinuó algo acerca de un pueblo vecino. Le pedí que me diera algún detalle, un teléfono o una dirección. Me dijo que no tenía ningún dato de contacto, a exceptuar un número de teléfono. Lo apunté y le di las gracias. Marqué dicho número.

—Ahoy.
—¿Con quién hablo?
—Disculpad, ¿a quién necesitáis?
—Necesito al señor Efraín o Rafael Malverte.
—Con él habláis.
La voz no era la de Efraín, en absoluto. Era una voz carraspeada, agotada, con un acento que me recordó a películas del siglo pasado.
—¿Don Rafael?
—Si, ¿quién habláis?
—Soy Elisa Elliot, la hermana de la esposa de Efraín.
—Ah, doctora Elisa, buenas noches. ¿Cómo conseguisteis mi teléfono?
Decidí mentir un poco.
—A través de la alcaldía. Estoy buscando el paradero de Efraín.
Hubo un silencio muy largo.
—Disculpad, ¿qué dijisteis?
—Estoy buscando el paradero de Efraín. Hace dos días salió de su casa en la capital en la que convivía con mi hermana, llevándose una maleta y sin informar su rumbo.
Escuché unos gritos un poco amortiguados.
—¡Martina, Efraín se ha volado de la capital!
—¡Ay, este pendejo!
—Eli lo está buscando.
—Por Dios, para cogerlo a azote. Es que déjenme que lo vea. ¿Con quién hablás?
Escuché la voz clara de doña Martina.
—Hola.
—Buenas noches, doña Martina.
—¿Es esta Mari o Eli?
Me dio un poco de escalofríos escuchar el diminutivo de mi nombre. Ni mis padres se daban ese lujo.
—Elisa, señora.
—Hola Eli. Disculpadme, la verdad no se dónde está el inútil de mi hijo, pero apenas lo vea, le daré su buena golpiza.
—No hay necesidad, señora, con tal de que nos informe. Marisa está muy angustiada.
Escuché como el bramar de una vaca al otro lado de la línea.
—Ay, es que dónde lo vea. Rafa, llamadlo a ver que dice.
—Señora, creo que no se llevó el teléfono.
—Ay, torpe. Este muchacho nos va a matar.

Decidí preguntar.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaron con él?
—Pues justo hace unos días, hija.
—Supongo que le contaron que se iban a mudar.
—Ay.
La llamada se silenció abruptamente. Al fondo escuché una charla un poco acalorada.
—Vos te pusiste a contarle que nos íbamos a mudar, ¿no?
—Pues es que era importante, Martina.
—Pos si, pero dijimos que le íbamos a contar después del trasteo.
—¿Oh si?
—Par de pendejos que son. Hombres tenían que ser. Os aseguro que se vino como un toro a ayudarnos y seguro le pasó algo.
Su voz se aclaró de nuevo.
—Eli, lo más seguro es que esté en camino para acá.
—Bueno señora. Si sabe cualquier cosa me puede llamar al número de teléfono desde el que la acabo de llamar.
—Ya mismo voy a llamar a Mari para calmarla.
—No hay necesidad…
—No que ni ochenta pendejadas, ya verás…
Me colgó.

Me dolía la cabeza de todo lo que había llorado. Jamás en mi vida había estado así. Pedí el resto de la tarde, aduciendo que me encontraba enferma. Fui al baño del piso, me miré al espejo y estaba destrozada. Regresé al comedor, tomé su teléfono entre mis manos y lo manipulé. Estaba bloqueado como era usual. Intenté varias pistas, pero no se desbloqueaba. Me frustraba y casi lo arrojo al suelo de la rabia. Antes de hacerlo, timbró. Aclaré mi garganta y contesté con rapidez. Era un teléfono desconocido.
—Hola.
—Mari, ¿cómo estáis? Con Martina.
Me sorprendió escuchar la voz de mi suegra. Sorbí mis flemas.
—Doña Martina, ¿cómo está?
—Yo estoy bien. Ya me he enterado de la situación.
—Ah, ¿sí?
—Dónde yo vea a este muchacho le daré un buen coscorrón.
Se me salieron las lágrimas sin querer.
—Pero…
—Sin lloriquear, mujer. Efraín puede ser un pendejo, pero siempre saca la cabeza cuando lo necesita. ¿Quién sabe que le habrá pasado?
—Elisa me contó que ustedes se han mudado de San Julio…
—Si, nos vinimos a Pontemadera, una ciudad vecina. Ya que el viejo y yo estamos solos, una casa más pequeña era mejor idea. Perdón por no haberos avisado, pero sabíamos que algo así iba a pasar.
—¿Cómo así?
—Que Efraín es muy cabeciduro, seguro se iba a venir volando si le contábamos de estas desventuras. Y el viejo es muy pendejo también de ponerse a decirle a él.
Mi cabeza estaba hecha un desastre y no entendí nada de lo que dijo.
—Tranquilizados mujer. Ya verás como aparecerá.
Respiré profundo. De la capital al susodicho pueblo solo era necesario tomar el tren y el trayecto duraba un poco más de ocho horas. Ya habían pasado dos días.
—Llamaré a la empresa de trenes.
—Tranquila, si nos enteramos de algo te llamaremos.
—Ah, señora, este teléfono…
Me colgó. Le iba a volver a llamar, en tanto me llamó mi hermana. ¿Dónde estás, Efraín?

A continuación transcribo el registro del diario a mano de Efraín, costumbre que tiene cuando sale de casa:

9:40 p.m. Salí a las nueve y treinta de la noche de la casa como loco desaforado. ¿Por qué mis padres no me habían avisado que se mudaban solo hasta ahora?

10:30 p.m. Llegué muy tarde a la estación de trenes y no pude tomar el expreso de la noche, así que solo me restó saltar entre trenes locales. Para colmo de males había olvidado mi teléfono. Espero que Marisa no esté muy preocupada. Intenté varias veces llamarla desde el teléfono de la única estación dónde hice parada, pero no lograba contactarla. De pronto era muy tarde y se había acostado a dormir.

10:00 a.m. ¿En dónde demonios me encuentro? Son las diez de la mañana y me encuentro en un pueblo recóndito. Me despertó el encargado del tren. Aparentemente estoy en otra provincia. Es un pueblo de unas pocas cuadras de tamaño. El tren no regresa a la capital hasta las cinco de la tarde. Espero que mis padres hayan podido mudarse sin problemas. Me preocupan muchísimo. Daré una corta vuelta por el poblado y comeré algo.

5:00 p.m. Me vine sin mucho dinero. Que inteligente soy. Seguí intentando llamar a Marisa, pero pareciera que su teléfono está dañado. Me subí en el tren de regreso para la capital. Desde allí corregiré curso con el tren expreso.

10:00 p.m. Uy, qué hambre que tengo. El dinero no me alcanza para nada ya. Tengo exclusivamente lo suficiente para llegar a Pontemadera una vez pueda conectar con la línea troncal.

10:05 p.m. ¡Me informó el encargado que este tren no para en la línea troncal! ¡Lo perderé si no hago algo!

10:10 p.m. Me bajé en la primera estación que se me ocurrió, pero por el apuro dejé mi maleta en el tren, para colmo de males. El encargado de la estación no sabe como llegar a la línea troncal. El próximo tren llega en treinta minutos.

10:40 p.m. El tren nunca llegó. Tendré que dormir en la estación.

11:00 p.m. El encargado de la estación me invitó a dormir en su oficina. Dice que es la primera vez que le pasa esto en años de carrera. Volví a intentar llamar a Marisa, pero la llamada no salió.

6:00 a.m. El encargado me despertó. El primer tren pasará rápido. Este posiblemente me permita regresar a la capital.

8:00 a.m. ¡El tren al que ascendí va en sentido contrario! Bueno, si al final llego a Pontemadera, es ganancia.

2:30 p.m. El tren llegó a Pontemadera. Ahora a buscar la casa de mis padres. Tengo un hueco en el estómago.

2:45 p.m. La dirección de mis padres estaba en la maleta. ¿Y ahora cómo llego? Andaré un poco por el pueblo. Era una casa de un solo piso. ¿Qué tan difícil puede ser hallarla?

5:00 p.m. Después de divagar mucho le pregunté a un policía. Me prestó su teléfono e intenté llamar a mis padres. No contestan. Intenté llamar a Marisa. Tampoco contesta. Debe estar furiosa.

5:15 p.m. Estoy en la estación de policía. Les pedí si podían llamar a la jefatura de San Julio, posiblemente puedan contactar a Mario o Elisa. Llamaron y nadie les contestó.

5:25 p.m. Tuve una idea, intenté llamar a mi propio teléfono. Nadie me contestó tampoco.

6:00 p.m. Los agentes de policía de Pontemadera son muy buenas personas. Me invitaron a comer algo.

7:00 p.m. Uno de los agentes que ya se retiraba por la noche se ofreció a llevarme a San Julio. Se lo agradecí y justo cuando íbamos a salir en su automóvil, se armó una algarabía afuera.

—Hija, lo encontré y lo tengo agarrado de la oreja.
—¡Doña Martina!
—Hola cielo…
—Ni que cielo, ni que ochenta pendejadas, bueno para nada. Ya te lo mando empacado en pedacitos para la capital en una caja.
—Pásemelo por favor.
Mis ojos se aguaron. Estaba feliz de saber que estaba bien. Mi enojo se fue disipando.
—Ahí va. Sin compasión, hija.

—Hola cielo.
—Efraín Malverte, ¡cómo me tenías de angustiada, hombre!
—Lo siento, pero salí como…
—Claro, claro, como siempre, sin pensar.
En el fondo seguía escuchando los alegatos de mi suegra, quien parecía discutir con alguien.
—Y me vine sin dinero… Tenía lo justo para venir a Pontemadera, ayudarles a mis padres con la mudanza y volver.
Respiré aliviada.
—Por Dios, Efraín. Pudiste hacerme llamado, haberme dicho para dónde ibas. Hasta me imaginé que te habías volado porque te habías cansado de mi.
—¡Jamás, amor!
Sonreí como una colegiala enamorada.
—Tonto, regresa.
—Así lo haré, cielo.
—Te amo.
—Te amo.
Colgué. Caí al suelo desplomada. Mi corazón se me quería salir del pecho. Recordé el día de mi graduación de la universidad, recordé el ramo de flores que me envió y la pequeña tarjeta clavada entre los alhelíes amarillos. La busqué en mi neceser.

Para una mujer excepcional, mi mayor orgullo y quien un pedazo de mi corazón tiene. Con cariño, Efraín.

Me sentí muy tonta en dudar de su fidelidad.

Y ese es Efraín, mi esposo. El tonto por el que me regresé a mi ciudad natal, el tonto que me enamoró con el tiempo, el cariñoso, el que no piensa fácil en cuanto su familia o yo se trata. Y no podría amarlo menos, así sea tan despistado.
Lo siento hermanita, te gané en algo.

Las personas, lugares y eventos descritas en esta historia son ficticias, y cualquier similitud con cualquier lugar real, persona real, viva o fallecida, sus vidas y eventos es solamente coincidencia.