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En un pueblo recóndito hay un mito circulando entre sus habitantes acerca de un misterioso personaje y su tenebrosa casa.
«El vendedor de almas»
¿Sabes qué es un mito urbano? Es una consecución infinita de personas relatando una historia, inicialmente no muy interesante, una hacia la otra, y deformándola lentamente hasta hacerla fantástica y por último, memorable. Quizás en tu pueblo o tu ciudad existan aquellos cuentos, de proezas naturales o situaciones paranormales. De hecho, estoy muy seguro que las hay alrededor tuyo, solo debes esperar que llegue una de estas a tus oídos o pantallas.
He decidido escribir este corto relato para no olvidar las extrañas circunstancias que han ocurrido alrededor de mi y dejar registro escrito para jamás olvidarlo. Mi nombre es Frederik Baum, y tengo, si no estoy mal, cuarenta y dos años. He vivido en este pueblo desde que tengo memoria. Conozco sus calles y sus callejones, conozco los límites y las fronteras y el espeso bosque que le rodea, sin embargo no he querido ir más allá. No hay necesidad.
La población en mi ciudad fluctúa con el tiempo, como visitan las olas del mar la costa para después irse. Nadie se quiere quedar más de veinte o treinta años. Algunos incluso salen en tanto llegan. Podrías decir que es un pueblo de errantes, que arriban, se quedan un rato y después sin excusarse se van. Así he conocido a varias personas, quienes se tornaron en mis amigos pasajeramente para después desaparecer sin un rastro. Me dicen que van a mandarme cartas o que van a escribirme mensajes al celular, pero en realidad se olvidan de sus promesas rápidamente. Es gracioso que mencionen cartas, en el pueblo no hay oficina de correos ni buzones.
Incluso tuve una novia, no se hace cuántos años, con quien lo mismo ocurrió. Llegó un día, nos conocimos, comenzamos a salir y unos meses después como impulsada por algo, se despidió de mi y del pueblo, supuestamente en búsqueda de un mejor trabajo en el exterior. Yo lo supe mejor, no la volvería a ver ni sabría más de ella. Y así fue. No estoy seguro hace cuántos años eso pasó.
Lo único en común que he escuchado durante todo este tiempo ha sido un relato, bastante tergiversado y variante, que las personas que se van a ir cuentan justo antes de departir.
En todas las versiones se dice que existe una persona, ya bastante mayor, canosa y de cara agotada, que habita una casona casi destruida en las afueras del pueblo. Algunos dicen que es inmortal, otros dicen que no es así, simplemente hacen parte del mismo linaje y van heredando de mano en mano dicho castillo. Le llaman el vendedor de almas.
Hay algunos que dicen que es un sujeto bastante formal y agradable, apacible y siempre listo para ayudar y aconsejar con el poder de su experiencia. Hay otros que dicen que es la viva representación de la Muerte, y que una vez uno cruza la mirada con él, uno muere o desaparece de la faz de esta Tierra. Ello explicaría el hecho de que las personas que se marchan del pueblo no se vuelven a contactar con quienes quedamos de este lado, pero ahora bien, ¿dónde estaría guardando los cuerpos? Como te decía, en un buen mes pueden entrar al pueblo trescientas o mil personas, y salir la misma cantidad más o menos. ¡Qué sótano más inmenso debía ser!
Hace unos meses, en un momento en el que el recuerdo de mi ex-novia regresó a mi mente, sentí mucha curiosidad. Todos hablaban de un castillo o una casona medio derruida. En todos mis años de vida jamás había visto tal lugar. Armado con un mapa del poblado, salí en su búsqueda, siendo tan metódico como pudiese, pues no podría dejar calle o callejón sin recorrer. Mi casa queda en el costado norte de la ciudad, así que comencé allí. Preguntaba a los transeúntes que me encontraba si habían visto al tal señor o la tal casona. Muchos me conducían a pistas sin salida, otros me advertían de no continuar con mi búsqueda, pues podría fallecer en el momento.
Mi búsqueda siempre concluía una vez me topaba con el espeso bosque de los alrededores, el lago que limita en un costado, o con el ancho río que fluye hacia este. Demoré dos meses buscando todo el cuadrante norte, y atrás mío corrió el fin del invierno y el principio de la primavera. Como ves, tengo mucho tiempo en mano.
Continué yendo hacia el oriente. Apuntaba todas las pistas que encontraba, los relatos que las personas me contaban, las anécdotas, la apariencia del señor o de la casa. Señalé en el mapa cada ruta que tomaba, cada bloque que recorría, cada posible localización del tal castillo. Era necesario para poder resolver el misterio. Me sentía como un detective, yendo tras la pista de un caso particularmente complicado. Eso me llenaba de felicidad, pues nunca en mi vida me había animado a hacer nada, a ser algo.
Las anécdotas de la casa eran variadas pero la idea general era bastante similar. Es una casa antigua, con un frontal de piedras y portón de lúgubres y altos barrotes, que terminan en la parte superior en una punta de lanza. Las piedras están algo destruidas y consumidas por una hojarasca entre verdosa y otoñal, que se aferra y se mete en ellas. El portón está un poco oxidado y desnivelado también, como si jamás le hubieran hecho mantenimiento. En ninguna parte figura un nombre o si quiera un indicativo de quien vive allí.
Hacia adentro, hay un jardín de espeso y alto prado, jamás cuidado y escasamente podado, además de una fuentecilla manchada por los años de intemperie con moho y musgo firmemente adheridos a esta. Dicen que hay un par de arbustos de frutilla u otras bayas y dos frondosos árboles, no se sabe si de abeto o de carbonero, con unos troncos gruesos y rígidos, que dan una sombra amplia pero adicionan más oscuridad a la composición, volviendo aún más tenebrosa la edificación.
Hablando del castillo propiamente, la descripción varía mucho, pero generalizando dicen que se trata de una casona de unos dos pisos más ático, también de piedras lastimadas por el tiempo, con unos ventanales altos y de vidrios en forma de rombo y un par de detalles de madera aquí y allá. El primer piso se dice que es de unas dos o tres personas de altura. Dicen que por la noche no se ve ninguna luz en el lugar, como si no viviera nadie allí.
Y ahora, hablando del habitante de dicho lugar, los recuentos de las personas también varían mucho, pero se dice que es un señor alto, como de dos metros y un poco más, de cabello grisáceo más tirando a blanco, largo y frondoso, de frente amplia, cejas y pestañas despobladas, ojos cansados, llorosos y ojerosos, arrugas pronunciadas y nariz gruesa. La descripción del resto de la cara es un poco complicada, pues hay algunos que dicen que tiene labios gruesos y nada de vello facial, otros dicen que tiene bigote y barbas largas y de color y longitud similar a su cabello, haciendo imposible detallar su boca.
Dicen que es escuálido y de piel arrugada y sin lozanía. La descripción de sus ropajes es también variada, pues hay quienes dicen que viste muy moderno y actual, con pantalones de mezclilla amplios y camisas sencillas o tipo polo, mientras otros dicen que siempre viste de frac, muy elegante, agregándole fuerza a su ya natural presencia.
Otro par de meses después finalicé mi búsqueda en este cuadrante, sin hallar rastro de dicha casa o dicho sujeto. El verano se acercaba inclemente, así que decidí detener mi pesquisa. Se decía que en particular esta estación iba a ser bastante fuerte, con temperaturas alcanzando los cuarenta grados. Yo no me consideraba particularmente viejo, pero ya sentía que a mi edad debía comenzar a cuidarme. Los siguientes dos meses me la pasé en mi piso, viviendo tranquilamente, bajo el marco de la vieja y conocida complacencia que otorga el aire acondicionado y el buen flujo de agua potable y fresca.
El calor disminuyó con rapidez en tanto el otoño se acercó. A decir verdad, estaba ya bastante cómodo al haber regresado a mi ritmo de vida anterior. De vez en cuando miraba la mesa sobre la que acumulé todos los detalles de mi investigación, bastante animado por continuar, pero en tanto pensaba que tenía que caminar de nuevo por todas las veras de mi pueblo, me volvía a lanzar en plancha sobre mi sofá, a dormir como un gato viejo, a pesar que ya estuviera fresco por el otoño.
Dicha pereza se convirtió en frustración, y esta frustración se convirtió en un continuo cuestionamiento de mis acciones. ¿Para qué estoy haciendo esta investigación? ¿Solo para saciar una curiosidad intelectual personal, o para lograr algo más, afirmar públicamente la explicación de dicha leyenda y sacarla de una vez de su estado como mito urbano? Me lo preguntaba todos los días. Y mientras mi cabeza maquinaba, los días pasaban y más personas entraban a mi pueblo y se iban de aquí. En mi vida he visto más de veinte vecinos del piso de al frente, y unos miles en todo el edificio. Nunca me puedo relacionar sentimentalmente con ninguno ni con nadie, porque en muy poco tiempo desaparecen, se esfuman, incluso después de sus enfáticas promesas en las cuales nunca se olvidarían de mi o me habrían de escribir.
Ni aquellos que yo llamaba padres se quedaron. Primero se esfumó mi padre y luego mi madre, ambos cuando yo tenía siete años. Ya ni recuerdo sus caras y ni una fotografía me queda de ellos. De hecho, no conservo ninguna foto, ni siquiera de paisajes o mías. Todas las arrojé a la basura.
Un buen día recibí una llamada de una de las personas que a las que había encuestado atrás en primavera. Me urgió a salir de inmediato a la calle, si era posible en bicicleta o en automóvil, pues en un lugar al sur de la ciudad había encontrado la casa del susodicho hombre. Dijo que me esperaría hasta que yo llegara para hacerme compañía. Me dictó la dirección, la cual apunté con un poco de desgano. Ya tenía dicha información y la casa no iba a volar o desaparecer por arte de magia en el aire. Me disculpé aduciendo que estaba un poco ocupado, le pedí que no me esperara y continuara su rumbo, le agradecí y le colgué.
Miré de reojo el mapa desplegado sobre la mesa y localicé rápidamente el lugar. Este terreno aparecía como un lote baldío, una especie de parque sin uso. Suspiré profundamente. Lo más seguro y posible es que mi mapa estuviera desactualizado. Puse la nota encima del mapa y me recogí de nuevo en el sofá. Decidí que esto podría esperar un poco más.
Ese día no dormí. Di vueltas en mi cama recriminando mi pasividad. Nunca jamás estuve tan cerca de resolver este caso pero la pereza me consumió. Sentí como los ácidos de mi estómago se revolcaban.
Me levanté a eso de las tres, serví cuatro vasos de agua que me tomé a golpes, cambié mi pijama por la ropa que había tenido ese día, me puse un abrigo y zapatillas para caminar, tomé una linterna y mis materiales de investigación y salí. La ciudad era toda penumbra, con solo un par de luces aquí y allá. El lucero y su séquito de estrellas me hacían compañía, mientras que la Luna ignoró su comando de salir hoy. El cielo estaba claro y aún así la oscuridad era espesa.
Caminé con tranquilidad. Al final de cuentas, este pueblo era perfectamente seguro. Para llegar a la casona, debía caminar alrededor de dos horas casi en línea recta. Esperaba cruzarme con alguien en algún punto del trayecto, pero la hora era tan inclemente que me los imaginé a todos dormitando apaciblemente. Me dio un poco de envidia y culpé a mi mente de nuevo por mi infortunio.
Miré mi brújula tambalearse de un lado a otro. A pesar que mi pueblo parecía que había sido construido con regla y cincel, prefería la seguridad de algo que me marcara el horizonte. Confirmaba mis alrededores con el mapa. Un poco más de una hora después, me aproximaba rápidamente a la dirección que me dictaron. Comencé a sentir mucha ansiedad.
La dirección era la correcta. Este era el lugar. Confirmé mi mapa y taché con un bolígrafo rojo el punto. Mis ojos no daban crédito a lo que veía. Era un terreno vacío, un parque, como el que el mapa indicaba. Indignado, apreté fuertemente el mango de la linterna y la arrojé al suelo, haciendo un alboroto en tanto las baterías salieron disparadas en todas direcciones. Quería gritar, pero al pensarlo por segunda vez concluí que no sería buena idea.
¿Quién habría sido el culpable? ¿Yo? ¿Dicha persona? Sin titubear, comencé a marcar el número de teléfono del sujeto que me llamó previamente. ¡Qué incrédulo era yo! Había sido víctima de una broma. Me sorprendió escuchar el mensaje que siguió a mi marcación. El número no estaba asignado, era un número incorrecto. Lo verifiqué dos, tres veces e intenté llamar en repetidas ocasiones.
El sol comenzaba a salir. Allí, en aquella esquina del cuadrante sur de mi ciudad, con el corazón despedazado, me dirigí hacia el oriente. Debía saber que había ocurrido.
Eran ya las diez mal contadas de la mañana. Indagando alrededor pude confirmar que aquella persona había salido ayer rumbo a casa de uno de sus amigos en el sur. Me mostraron el lugar dónde habitaba. Toqué la puerta con el ánimo de derribarla y al no recibir respuesta, decidí abrirla a la fuerza. No ofreció ninguna resistencia. Del otro lado, el piso se encontraba totalmente vacío. Los vecinos de alrededor, quienes se habían aproximado por mi estruendo, observaban atónitos la situación y aseguraban que el día de ayer alguien habitaba dicho lar, una persona ya entrada en años, amable y carismática. Intenté llamar de nuevo a su teléfono sin obtener respuesta. Era lógico, había abandonado nuestro pueblo intempestivamente. Pregunté si alguien sabía dónde habitaba el amigo aquel. Nadie supo responderme.
La desaparición de dicha persona hizo que me volcara de nuevo en la investigación. Pedí prestada una bicicleta y comencé a andar de nuevo, recorriendo calle tras calle de mi pueblo dirigiéndome al sur. Tuve que convencerme de que la casa no había simplemente desaparecido y que probablemente se habían equivocado dictándome la dirección. Con el sol a cuestas, en pleno verano, avancé por todos los callejones del sur en menos de quince días. Mi piel se había tornado oscura, tostándose por efecto de la luz solar. Nunca encontré tal casona, ni siquiera en las direcciones que fueran similares.
El verano se alejaba rápidamente y nuevos vientos comenzaron a circular. Proseguí por el occidente. Los relatos eran similares a los que ya había comentado previamente, confirmando la mayoría de las sospechas. Fui bastante enfático en preguntar si sabían la dirección del tal vendedor de almas, pero todos me enviaban en direcciones impares. Un día a principios de otoño, marqué la última calle que me faltaba por recorrer.
Mientras regresaba a casa arrastrando la bicicleta con mis manos, de mis ojos manaron ríos de lágrimas sin parar. Estaba cansado, aburrido, atónito. Era un mito. No me había equivocado en mi aseveración inicial, un sueño común que todos aquellos a los que había encuestado habían sufrido, un espejismo, un imaginario colectivo. La gente alrededor me miraba preocupada pues no es usual ver a un señor de cuarenta y dos años arrastrando un caballo de acero, cabizbajo y sollozando en público.
Con mi cara sucia, líneas bien demarcadas bajando por mis mejillas, retorné agradecido la bicicleta y me metí en mi piso para llorar un rato más. Arrojé todos los materiales de mi investigación, incluyendo el mapa, sobre la mesa, líneas y cruces rojas marcando cada una de las sendas y puntos de interés encontrados. ¿Por qué no había atendido el llamado de dicha persona? Si hubiera actuado en el momento, hubiera podido terminar con el caso. Tomé una larga ducha, mientras detrás de mis ojos conjuraba imágenes de miles de casas y edificios, lugares que había visitado y re-visitado durante estos meses. Me sequé, me puse una pijama limpia y me arropé sobre la cama. Dormí tres días seguidos, sin despertarme para comer ni abrir los ojos.
Al vespertino del tercer día emergí de mi cama sediento, escuálido y hambriento. Comí lo que encontré en la casa, bebí doce vasos con agua, me volví a duchar, me vestí y en tanto me iba a sentar en el sofá, alguien tocó a mi puerta. Atendí.
—¿Señor Frederik Baum?
—Si.
—Tengo correo para usted.
Miré detenidamente la apariencia del tipo. Jamás en mi vida había visto un atuendo así. Era un uniforme café de pies a cabeza, con una boina extraña del mismo color. Pero, ¡en este pueblo no existían correos, ni buzones!
—¿Correo?
—Así es, aquí está.
—¿Hay correo en este pueblo?
El tipo se carcajeó fuerte.
—¿Qué tipo de pueblo no habría de tener correos?
Me entregó la misiva, me hizo una venia, se dio media vuelta y se retiró con rapidez. Seguí estupefacto en el umbral de mi puerta. Abrí la carta. Adentro había una pequeña tarjeta de cartón. “Necesito verte. Dirígete a esta dirección.” Al pié, la firma del vendedor de almas.
Dejé caer la tarjeta al suelo, me puse un par de zapatos y salí. La dirección era muy cerca. De hecho, era al otro lado de mi edificio.
Y allí estaba, tal como me la habían descrito, portón derruido, piedras desperdigadas, hojarasca seca y despedazada, prado alto, fuente ennegrecida, setos de bayas, dos árboles gigantes a par y par de un castillo de tres pisos hecho de piedras, con ventanales de vidrios en forma de rombo. Entré asustado, mi corazón rebotando y queriéndose salir fuera de mi boca. Yo había pasado por acá, estaba ciento por ciento seguro de ello. ¿Cómo no iba a ver al otro lado de mi edificio? ¡Esto no tenía sentido!
Mientras avanzaba despacio a la puerta del habitáculo, como un gato cauteloso, comencé a recordar. ¿Qué había al otro lado de mi edificio? Mi mente jugueteaba. Había visto tantas casas y calles en los últimos meses que me costaba ver la imagen con claridad. ¿Era un parque u otro edificio de apartamentos? De repente era una cafetería o un restaurante. ¿Era una farmacia o una casa? No lo sabía, no lo sabía. Quizá todo el tiempo había estado allí y mi mente la había ignorado. ¿Quién iba a decir que la casa que había buscado los últimos meses estaba tan cerca? ¡Era imposible! Pues fue posible y aquí estaba yo, en su jardín.
Llegué al gran portón de madera y toqué con fuerza. Del otro lado podía escuchar unos pasos apurados, tan pesados que hicieron vibrar la tierra bajo mis pies. La puerta se abrió y al otro lado observé al sujeto. Era tal como me lo habían pintado. Alto como un árbol, flaco, cabello largo y cano, cejas despobladas, arrugas por toda la cara e hinchadas ojeras, una nariz como una pelota de tenis de mesa, sin barba ni bigote y labios gruesos, secos y amoratados. Vestía un sencillo conjunto de pantalones de lino color café y una camisa tipo polo blanca, además de un par de zapatos marrones inmaculados y brillantes.
—Sigue, Frederik.
—¿U… usted me conoce?
Mi voz titubeó y mi garganta hizo un graznido que me hizo dar pena.
—Por supuesto, somos vecinos, al fin de cuentas.
—Pero…
—Sigue, sigue.
Avancé sin pensar. Su presencia era imponente, me era imposible negarme a sus mandatos. Del otro lado de la puerta, había una sala bastante sencilla, dos sofás de cuero color chocolate, una buena alfombra color roja, una plácida chimenea y pequeños detalles adheridos de las paredes, unas banderas, una pintura del mar, un par de espadas cruzadas y un trio de puertas cerradas que dirigían a no se donde. El olor del lugar era agradable y acogedor, como el olor de la madera recién cortada y vuelta tablones.
—Qué bonita casa, señor…
Se sonrió.
—No tengo un nombre en realidad. Sé que la gente me llama vendedor de almas. Me puedes decir vendedor. Y gracias, a pesar de la espesura de afuera, adentro me esmero en tener todo en orden, pero verás, por mi edad es difícil encargarme de todo.
—Me imagino, si.
—Toma asiento por favor, debemos hablar.
Me dirigí a uno de los sofás y me senté en él. Era suave y muelle. En el otro se sentó él.
—Y… ¿De qué tenemos que hablar?
—Me enteré que estabas buscándome.
Comencé a sudar un poco. Tragué un nudo que tenía en la garganta, dejando un hedor en mi olfato, tan fuerte que me dio asco.
—Si, si señor, lo estaba buscando.
—¿Con qué objetivo?
Titubeé un poco y miré a un lado.
—Pues, todo el mundo habla de usted y su mansión como si fuera un mito, algo que nadie ha visto personalmente, pero que alguien, un amigo, si ha visto.
—Ya veo.
—Y además…
Dejé salir una sonrisa nerviosa.
—La gente dice que otras personas desaparecen cuando lo conocen. Se van del pueblo y no se les vuelve a ver o saber. Algo así me ha pasado algún tiempo atrás.
Recordé a mi ex-novia y al sujeto que me llamó al iniciar el otoño. Sentí un poco de miedo, armándose un silencio bastante largo e incómodo. De repente, el señor vendedor comenzó a reírse con fuerza. El piso vibró al compás de sus carcajadas.
—¿Eso es lo que dicen? Sandeces.
Lo miré extrañado. El miedo se disipó.
—Yo solo les aconsejo, hablo con ellos y les abro el panorama. Este pueblo es solo un lugar de paso, ¡la verdadera aventura, el verdadero aprendizaje está afuera!
—Pero… ¿Por qué los que se han ido se olvidan de los que aún vivimos acá?
El tipo suspiró fuertemente. Admito que cuando dije esta frase, la expresé con sentimiento y un poco de rencor.
—Frederik, antes de responderte, ¿puedo preguntarte algo?
—Si.
—¿Cómo te sentiste con tu corta pesquisa?
—¿Perdón?
—Así es, durante tu investigación acerca de mi, ¿qué sentiste? Cuéntamelo detalladamente.
Sentí la ira llenarse en mi garganta. El horrible hedor se escapaba como la bruma gélida de un vaso lleno de hielos.
—¿Corta pesquisa? Siete meses de mi vida desperdiciados, solo para hallar que usted vivía detrás de mi edificio.
Asintió en silencio.
—¿Para qué? Para darme cuenta que de veras usted existía y era tal y cual las historias lo hacían ver. ¿Con qué objetivo? ¿Qué historia voy a contar, qué relato voy a decir? ¿Que lo busqué por más de medio año y en realidad usted estaba detrás mío? ¿Con que insana ridiculez voy a asentar eso? Se burlarán por generaciones. Lo peor es que a pesar de todos los sacrificios que hice, prefiero enterrar esta historia que hacerla pública.
Hablé tan rápido que perdí el aire.
—Eso sientes tú ahora, en este momento. ¿Qué sentiste aquel día de invierno en que comenzaste a indagar acerca mío? ¿O al iniciar el verano durante tu pausa de casi tres meses? ¿O hace un mes cuando ignoraste la llamada de aquella persona?
Mi pecho se detuvo. Me costó respirar y mi corazón se detuvo en seco.
—¿Cómo sabe de esto?
De nuevo se sonrió.
—Y entonces, dime los pormenores. ¿Qué sentiste?
Me rasqué los ojos con los dedos. Respiré profundo y comencé a recapitular.
—Al principio era solo curiosidad. Sentía que quería saber la realidad, pues todas las historias acerca de usted eran tan fantasiosas, incluso cuando mi ex-… Cuando una persona cercana a mi desapareció de la nada. Quería acusarlo, confrontarlo, hablar con usted, preguntarle por qué se los ha llevado, dónde están, por qué no me contactan, por qué me abandonan.
Se mantuvo en silencio.
—Cuando comencé a investigar al norte, descubrí más datos interesantes acerca de usted y de su forma de ser, hablé con una gran multitud de personas y trabé interesantes conversaciones. Visité de nuevo muchos lugares por los que ya había estado antes. Miles de personas fueron marchándose del pueblo paulatinamente, y aquellas con quienes había hablado días atrás de repente ya no estaban. Mi investigación al oriente fue similar, pero más conflictiva. Habían días donde una persona que conocía en la mañana, por la noche ya se había ido del pueblo. Comenzaba a cansarme y el verano estaba por iniciar.
Miré sus ojos que seguían clavados sobre mi.
—Me desanimé mucho y me quede encerrado en casa. Me despertaba para bañarme, comer, sentarme en el sofá y volverme a acostar. El calor en realidad no era tan agobiante, pero me resguardé más bien para cuestionar lo que estaba haciendo, buscando una excusa para no salir. Cuando aquella persona me llamó, seguía tan aburrido que considere arrojar todo a la basura y continuar con mi pacífica vida.
—Y ese día no dormiste.
—No. Tuve que ir a aquel lugar, mi curiosidad se desbordaba causándome insomnio. Cuando no lo hallé y me enteré que dicha persona había desaparecido también, sentí que debía conectar los cables de nuevo.
—Pediste prestada una bicicleta.
—Debía cubrir más campo en menor tiempo, ya no podía darle más largas.
—¿Y…?
—Me sentí con más vigor. Ya que iba con mayor rapidez, hablé menos con las personas, aunque aún así les saludaba. Me tosté, la piel se me puso oscura y despellejaba con frecuencia. Aún así no me detenía y marcaba mi camino en el mapa. Pase dos veces por el lugar que me habían dictado por teléfono, como esperando algún cambio, como un acto de magia.
Aclaré mi garganta y miré al suelo.
—El día que cubrí la última calle que me faltaba sentí que había perdido mi tiempo. Estaba acabado, agotado mental y físicamente. No había llorado jamás en mi vida, pero en este momento sentí que era necesario.
—Dormiste tres días seguidos.
—No se que me llevó a hacerlo, pero eso me ayudó muchísimo, aclaró mi mente. Hoy me desperté, recibí su invitación y aquí estoy.
Suspiró profundo de nuevo y apeñuscó por fin sus ojos.
—¿Y ahora que sientes, Frederik?
Ya no tenía rabia. Sentía que las preguntas se agolpaban en mi cerebro.
—Tengo tantas preguntas…
—Y te las responderé. Pero, al final de todo, ¿te gustó hacer la investigación?
No titubeé.
—Si.
—¿Te gustaría ser investigador? ¿Usar tu curiosidad para resolver casos o misterios?
—Si, este caso me abrió los ojos, me pareció entretenido.
—¿Tienes la motivación suficiente para hacerlo?
—Creo que si.
Se levantó del sofá. Lo seguí con los ojos.
—Pues entonces, como te decía… Allá afuera, lejos de este pueblo, hay casos más extraños, más intrincados, que solo tú puedes resolver.
Apuntó con su mano extendida hacia un lado y un poco hacia arriba. Bajé la mirada.
—Lo siento.
—¿Por qué?
—No me iré del pueblo. Aquí está mi casa, nací aquí y aquí probablemente moriré…
Giré mi cabeza hacia él y bajé mi voz a un susurro.
—…Si primero no me mata usted.
Se quedó mirándome extrañado.
—Pero… ¡Allí afuera, estoy seguro que tu carrera como investigador florecerá! ¡Tienes el espíritu, el empuje y las ganas! Si algo, toda la pesquisa que te hizo llegar a mi tuvo un excelente resultado.
—No. No me iré. Muchas gracias.
Se dejó caer sobre el sofá como un bloque de plomo. El suelo a mis pies vibró con fuerza. Se le veía más avejentado de lo normal.
—¿Cuántos años tienes?
Su pregunta me sorprendió. Conté en mi cabeza para poder darle una buena respuesta.
—Cuarenta y dos.
—¿Estás seguro?
Volví y llevé la cuenta, esta vez valiéndome de mis manos.
—Si, cuarenta y dos.
—Te equivocas, Frederik.
—Estoy seguro que tengo esa edad.
—No. ¿Cuántas veces has cumplido cuarenta y dos?
Al escuchar estas palabras, mi mente se hizo un amasijo. Cerré mis ojos por inercia y lágrimas comenzaron a brotar de ellos. Detrás de mi edificio habían a la vez un parque, un edificio, una cafetería, un restaurante, una farmacia y una casa de dos pisos. En mi mente el tiempo fluía como un péndulo, hacia adelante, hacia atrás, y las imágenes de mi memoria se distorsionaban.
—¿Cuántas veces has cumplido cuarenta y dos años, Frederik Baum?
Su voz sonaba más fuerte, golpeada.
—Respóndeme.
Detrás de mis ojos podía ver mis manos arrugándose con rapidez, formando manchas oscuras, tornándose esquelética, forrada a los huesos, delgada y frágil, para tornarse otra vez lozana y clara, como ahora. Era imposible detener mi llanto.
—Frederik, ¡cuántas veces!
—No sé.
—Si lo sabes.
—¡No lo sé!
—Doscientos treinta y cinco años, Frederik.
—No.
—Frederik, tienes doscientos setenta y siete años.
—Es imposible.
—No lo es.
—¡Es imposible!
—¡Frederik!
Me levanté del sofá, abriendo mis ojos y buscando la salida. En dónde minutos atrás estaba el grueso portón de madera, ahora solo quedaba una muralla de piedras. Las demás puertas también se habían desvanecido. Me arrojé contra dicha pared, golpeándola con fuerza.
El vendedor tenía la razón. Sentí como el mundo giraba bajo mis pies. Detrás de mi edificio hubo un parque, un edificio de apartamentos, cuyo primer piso se volvió una cafetería, que se tornó un restaurante, que se torno una farmacia, y que recientemente fue demolido en su totalidad para tornarse en una casa de dos pisos. Y todo esto había ocurrido a lo largo de más de doscientos cincuenta años.
Me tiré al suelo, sollozando.
—Ahora sabes cuál es mi trabajo. Ahora sabes por qué todos esos rumores.
—Eres Dios.
Soltó una carcajada.
—Jamás osaría compararme con Ellos. Solo soy un asesor, alguien que orienta a las almas, les vende ideas en su mente para que puedan descansar y tomar un nuevo rumbo cuando regresen a la otra vida.
Me giré hacia él, mis ojos aún rellenos de lágrimas.
—¿Otra vida?
—Más allá de este pueblo.
—¿Estoy muerto?
De nuevo una carcajada.
—Frederik… ¿Qué quieres hacer?
—¡Respóndeme!
—¿Qué quieres hacer con tu vida?
—No me quiero ir.
—Llevas casi trescientos años atrapado en este pueblo. Eres una de las personas que más tiempo lleva en este lugar. Hemos tenido esta misma conversación unas ocho veces en el pasado y aún así no te puedo obligar que tomes una decisión. Millones de personas entrarán y millones de personas se irán de aquí con un nuevo objetivo en sus vidas y tú seguirás en el mismo lugar.
Suspiró desesperado.
—Y mientras tanto, yo continuaré aquí con mi misión, facilitando la vida de las demás almas, vendiéndoles la idea de continuar por su rumbo.
Hizo un trucar de dedos.
—Allí está la puerta.
Me levanté con rapidez, la abrí y partí huyendo. El cielo se había tornado oscuro, estrellado, infinito.
¿Sabes qué es un mito urbano?