«El club de los dioses» (parte final)

En tanto salí de mi casucha con mi vara bien empuñada, pude sentir un aire extraño en la villa. A pesar que el sol rompía en el cielo, un frío inclemente emergía del suelo, como cuando yo salía a juguetear en las mañanas y había caído nieve la noche anterior. Mientras trotaba dirección a la casa de Larissa, intenté observar si Gyasi o Vicente estaban por allí. Después de mi comunión con el bosque, la villa me parecía totalmente artificial, como si estuviera hecha de plástico o moldeada con arcilla. Si, existía el rumor del agua a lo lejos, pero la ausencia de otros sonidos naturales como pájaros o animalillos correteando, incluso la falta de viento, por más que eso a la final fuese mi responsabilidad, me hacían sentir como si estuviera dentro de un libro ilustrado, como una estampa histórica, congelada en el tiempo.
Una vez llegué a casa de Larissa, toqué a la puerta con fuerza. No obtuve respuesta. Volví a golpear más fuerte.
—Larissa, ¿estás?
Sentía que el sonido de mis golpeteos era amortiguado, como si el aire dentro de la casa de ella estuviera a presión. Intenté abrir la puerta. Giré la perilla y empujé la puerta.
Del otro lado, el aire estaba impregnado de sudor y otros hedores. El colchón sobre el suelo al que Larissa llamaba cama estaba revolcado, las cobijas hechas un patrón indescriptible, además de estar un poco manchadas de sangre. Un pungente olor a limpiador llegó a mi olfato, un hedor que también emergía de las telas de la cama, confundiéndose con el olor férreo de la sangre. Como un rayo, las memorias de mi primera y única vez con mi novio regresaron. Me tapé la boca por mera reacción. Me pareció una imagen increíblemente obscena.
Decidí continuar buscando el libro de los dioses del aire dentro de la casa. En la banca larga al frente de la cocina que Larissa usaba como biblioteca, un cuaderno que no había visto previamente llamaba mi atención, abierto, con una pluma al lado. Lo tomé entre mis manos. No parecía un libro de la colección de tomos que Larissa atesoraba como si fueran históricos, pues su carátula estaba prístina, como si fuera nuevo.

Veinte de enero del año seiscientos veintiocho
La nueva diosa del aire, Angela, ha llegado a la villa. No recuerda su apellido. Parece una buena persona, pero siento que será difícil controlarla. Me preocupa su actitud.

Era una especie de diario personal. Se me hizo extraño que hubiera un documento tan llano y directo allí abierto sin más, como si alguien me lo hubiera puesto bajo la nariz para engañarme.

Veintiuno de enero del año seiscientos veintiocho
Angela llegó con una propuesta ridícula. Me pidió prestado el libro tomo número uno, con la propuesta de contarme acerca de sexo. Acepté, como para darle confianza. Después de la construcción del puente hacia el bosque, Vicente vino a mí con la noticia que Angela va a ir a visitar a Maria. Debo detenerla a toda costa. Le cortaré el suministro de alimento.

Veintidós de enero del año seiscientos veintiocho
Gyasi accedió a llevarla. Los vi salir ruta hacia el bosque. Vicente les seguirá. Es necesario destruir a Maria y su bosque. El cumulo mágico está revolcado y no me hace mucho caso hoy. Es necesario, muy necesario detenerlos, o si no mis planes se harán pedazos. Nadie entiende, he hecho mucho por este lugar.

Así que era cierto que Vicente nos persiguió. Masha no se había equivocado.

Vicente regresó ya entrada la tarde. Les perdió la pista. La maldita de Maria de nuevo creó un laberinto. Creo que tendré que tomar cartas en el asunto.
Gyasi regresó un tiempo después. Dijo que había dejado a Angela en casa de Maria. Me siento defraudada. Pensé que tenía el control sobre este niño, pero la llegada de Angela lo destruyó todo.
Todo está listo para la ceremonia. Desafortunadamente necesitamos al menos tres dioses para liberar a Gyasi. Vicente y yo no somos suficientes y no creo que Angela esté dispuesta a hacerlo. Creo que tenemos que hacerlo a la fuerza.
Angela no apareció hoy por la villa. Creo que también debemos liberarla. No me sirve.

Veintitrés de enero del año seiscientos veintiocho
Esta madrugada Vicente por fin me hizo suya. El dolor es increíble, tal como lo describían en los tomos. Jamás me había besado así, con tanta furia. Era como una bestia desatada. Me mordió muy fuerte las orejas y los senos, pensé que me los iba a arrancar. Pero ahora sé que está totalmente bajo mi control. Si tengo que pasar por el mismo dolor vez tras vez, con tal de cumplir mi objetivo, es un sacrificio mínimo.
Todo está listo para liberar a Gyasi. Los peones que no sirven es necesario sacrificarlos fuera del tablero. Vicente cumplió con lo que le dije. Nunca olvidaré la satisfacción de sacrificar a alguien. Aun recuerdo a Mikhail y sus ojos brotados en lágrimas, o Hugh y su cuerpo desnudo rodar cuesta abajo.

Larissa escribía como si fuera la villana de una película, como si todo lo tuviera fríamente calculado.
—¡Gyasi!
¿Dónde carajos estaban? Solté el libro. Por fin comprendí el uso de la palabra “liberar”. Querían sacar a Gyasi del valle. Habían tres maneras de lograrlo, una era la muerte del dios por causa natural, la otra era la expulsión forzosa, pero necesitaban de la voluntad de los demás dioses.
—¡El acantilado en el camino del Sol!
Emergí de la casucha con mis ojos fuera de sus órbitas. Comencé a correr con prisa destino al camino del Sol. Un par de minutos después, sin haber avanzado mucho, me di cuenta que mi cuerpo como humana era muy limitado. Estaba ya cansada, agitada.
—Por favor, diosa Sidhe, ayúdame.
Apunté mi vara al suelo, una corriente de aire posándose debajo de mí, haciéndome flotar sobre el piso. Deseé tener la velocidad del viento. Como si se cumpliera mi deseo, noté que con cada zancada que hacía, era como si saltara unos metros al frente. En clase de educación física hubiera sido la envidia de mis compañeros. Era como si me moviera sin esfuerzo. El camino del Sol era llano y largo, sin curvas. A lo lejos, una bruma blanca comenzaba a cubrir el horizonte. Apunté mi vara en esa dirección, desplazando la bruma con pequeñas ráfagas de aire como disparos.

Una vez pude avanzar un poco, observé lo que parecía una puerta gigante, entreabierta, dos personas al frente de ella. La bruma no me permitía ver lo que ocurría, pero era tal y como me lo temía.
—¡Gyasi! ¡No!
—No, no. No te meterás en lo que no te importa.
Una voz como un rayo partió el revolotear del viento en mis oídos. Sentí un golpe muy fuerte en el pecho, forzando fuera el aire de mis pulmones y frenándome en seco. Una rama de un árbol se había cruzado en mi camino. Caí al suelo boca arriba. El dolor era muy fuerte.
—¿Qué demonios?
Al frente mío, Larissa flotaba a unos diez metros por encima de la tierra.
—Ya sabía yo que ibas a ser un problema, Angela. Pero gracias por venir, nos has ahorrado la necesidad de engañarte para tirarte fuera de borda.
—¡Larissa!
Así mi vara con fuerza. Larissa hizo una extraña pose, como si tuviera una copa en la mano, agitándola hacia arriba. Sentí como con ello, mi cuerpo se separaba del suelo con una rapidez inusitada. Mis brazos quedaron extendidos a ambos lados como si una fuerza extraña los intentara arrancar de mi cuerpo, como si ataran mis muñecas con una fuerte cuerda a una gran cruz. Abrió mis piernas con la misma fuerza.
—Angela, Angela, Angela. Es una lástima. Me caíste bien mientras te conocí. Incluso pensé que te iba a dar tratamiento especial, pero bueno, no se puede tenerlo todo, ¿no cierto?
—¿Por qué haces esto?
Se carcajeó.
—No tengo nada que decirte. Adiós.
Con un súbito movimiento de su mano, como quien ahuyenta a una mosca, me lanzó disparada por los aires, directo hacia el portón entreabierto. La corriente de viento secó mis ojos, que se pusieron llorosos en tanto los cerré. Como si el tiempo estuviera corriendo más lento de lo normal, observé el final del camino del Sol. Allí en la portezuela, Gyasi estaba tirado en el suelo, su cuerpo en una pose innatural, con Vicente a su lado, quien parecía patearlo.
Yo seguía volando con velocidad en dirección hacia afuera de la tierra. Más allá del portón abarrotado, era como si existiera un mar de nubes. Era imposible ver lo que fuera que existiera por debajo de ellas. Era una vista magnífica, como si después de todo lo existente hubiera silencio, paz y tranquilidad. Parecía una isla flotando por los aires.
Sin embargo, no podía dejarme morir. Una vez crucé el umbral de la puerta, sentí que las ataduras de mis manos habían flaqueado, como si el alcance de dicha mágica fuese limitado. Con mi vara en mano, la apunté como cañón hacia el frente.
—¡No me falles, ciencia, no me falles!
La vara brilló por toda su extensión con su dejo azulado, como un relámpago. De la punta de mi varita, surgió una ráfaga de viento muy fuerte. Mi cuerpo, ya un poco magullado, sintió el remezón de esta acción, que me impulsó hacia atrás como si me hubiese golpeado contra un resorte. Escuché el crujir de mis huesos en mis oídos, como si me hubiera roto algo. El dolor comenzó a resonar por todas mis partes. Con la ayuda de mi varita me giré en medio del aire para observar hacia dónde me dirigía. La prioridad ahora era rescatar a Gyasi, así que no le presté atención a las alarmas que mi cuerpo me enviaba.
Haciendo uso de mi vara, manipulaba las ráfagas de viento, como un conductor de orquesta indica el ritmo a sus músicos, para que me dirigieran al lugar en el cual Vicente lastimaba al chico.
Una vez estuve más cerca, grité desgarrando mi garganta.
—¡No más, Vicente!
El chico se giró a verme. En este momento noté que su mirada estaba perdida, ausente de claridad. Gyasi seguía congelado en el suelo, sin moverse. Yo iba como un bólido, sin haber calculado bien mi velocidad, y ahora con seguridad iba a estrellarme contra el suelo. Intenté frenarme lo más rápido posible usando mi control del viento. Dispare una de las ráfagas en dirección hacia él, lo que le hizo revolotear el cabello.
Al final, no frené con exactitud y la inercia me hizo rodar unos metros sobre la tierra, lastimando mis brazos y piernas desnudas. Yo estaba decidida a detenerlo aunque me doliera cada centímetro de mi cuerpo, así que me levanté y me dirigí hacia él.
—¿Qué demonios estás haciendo?
Apuntaba mi vara hacia Vicente. Caminaba rápido, pero cojeando un poco. Mis hombros, mis piernas y mi torso dolían con fuerza. Mi cabeza retumbaba un poco.
—Estoy cumpliendo la voluntad de Lar.
—¿Matando a Gyasi?
Una vez me aproximé, la escena parecía una película de horror. Gyasi estaba amarrado de pies y piernas, su boca llena con una bola de trapo, sus ojos llorosos y su piel ébano magullada por todas partes. Su ropaje estaba hecho trizas y sangre manaba de su nariz, escapándose un poco por la boca.
—¡Santo Dios! ¿Por qué?
—Lar determinó que no le era útil.
—¿Y por eso lo torturas?
—Es lo que Larissa quería.
Como un rayo, la voz de Larissa volvió a mis oídos, con un dejo vanaglorioso que me hizo encender la sangre.
—Es lo que yo deseaba. Un espectáculo digno de una diosa.
Escuché un rayo que surgía por detrás mío. Un impacto como una bala me abalanzó al frente. Vicente se hizo en una pose como el primer día que intentó instruirme, sus palmas hacia abajo. Una columna de fuego se remontó desde el suelo, envolviéndome. Mi piel ardía como si estuviera dentro en un horno encendido. Solté un alarido tosco, la ausencia de oxígeno secando mi garganta. Detrás de los fogonazos, escuché a Larissa mofarse de mi.
—Te niegas a morir, ¿eh? Eres patética…
Aún ardiendo en llamas, apunté mi vara hacia el suelo, creando un remolino de viento que apagó las llamas. Vicente abrió sus ojos e intentó crear más fuego, sin embargo, mi viento era más fuerte. Observé mis brazos, enrojecidos por el ardor.
—¿Por qué sigues a Larissa sin cuestionar lo que haces?
—¡Por qué quiero que sus sueños sean realidad! ¡La amo!
—¿Y por amor matas?
—¡Y como del muerto!
Mi sangre comenzó a hervir más de lo que ya lo hacía.
—¡Están enfermos!
De repente, sentí un ardor con un sonido seco en mis piernas. Me giré a ver hacia ellas y dos astillas de tierra atravesaban cada uno de mis muslos. Grité. Mi cuerpo gravitó hacia el suelo, dejándome a gatas.
—¡La vara! ¡Vicente, ese artefacto!
Vicente se tornó a mirar hacia arriba, asintiendo. Se dirigió hacia mi, pisándome con fuerza el puño que llevaba en mi mano derecha, así mismo la varita que asía con fuerza.
—Lo siento Angela, pero no lo siento.
Vicente me agarró el brazo con sus dos manos, levantándolo con rapidez. Perdí el equilibrio y me golpeé el mentón. Como si sostuviera un lápiz, intentó quebrarlo, usando una cantidad descomunal de fuerza. Mis lágrimas no se detenían. Por el dolor solté la varita.

—No, mago de Plata.
Giré mi cabeza en dirección de aquella voz. Un borrón blancuzco emergió del bosque. Escuché un rayo partir el aire, casi reventando mis tímpanos. Vicente no estaba a mi lado ya.
—¡Maria!
Una voz feroz, como de una bestia, surgió de los cielos. Era Larissa.
—¿Cómo osas regresar?
Me limpié las lágrimas y me giré, volviendo a agarrar con dolor la varita. La cara de Larissa no parecía humana ya. Era tal y cual la misma faz brutal de los humanos que había visto en las ilustraciones del primer tomo. Maria se movió a mi lado y en un tono suave me habló.
—Detén tu sangrado y encárgate de Vicente. Es hora de saldar mi deuda con la bruja de Creta.
Yo solo pude gritar.
—¿¡Y cómo lo hago!?
Ella estaba extrañamente calmada para alguien que parecía buscar venganza.
—Pues, eres ya una diosa. Sólo hazlo.

Larissa parecía crear una gigante roca en forma de lanza, lista para lanzarla hacia nosotras. Yo comencé a concentrarme en mis heridas, aunque mi cuerpo no me ayudaba nada. Los diferentes puntos de dolor se activaban en todo mi cuerpo, una cacofonía que estaba a punto de hacerme desmayar. Apunté mi varita hacia mis heridas, desintegrando las dagas de tierra, sin embargo, la sangre comenzó a fluir a chorros. Respiré profundo y cerré mis ojos.
—Amada diosa, cúrame.
Como una llamarada de color verde recorriendo mis venas, mis heridas se cerraron, y mis piernas, que estaban destruidas, se recuperaron de inmediato. Noté que las hojitas de mi varita crecieron un poco, en respuesta a mi petición.

Maria se elevó por el aire, hablando con fortaleza, pero sin gritar.
—Es hora de tu retribución, Larissa Florakis. ¿Cuántas más generaciones de dioses vas a matar?
—Tantas como sea necesario para mi control absoluto sobre esta tierra, Maria. ¡No digas que no tienes complicidad en esto!
—Si, soy culpable de muchas cosas, pero tú… Ya es hora de parar tu locura.
—No soy la misma de hace noventa años, Maria.
—¡Y yo tampoco!

Me giré alrededor para buscar a Vicente. El relámpago que Maria había lanzado le expulsó no sé en que dirección. No lo veía. Prioricé a Gyasi. Corrí a su lado.
—¡Gyasi! ¡Gyasi!
El niño sollozaba con dolor, sus ojos vidriosos y su cara lastimada. Le saqué el taco de la boca.
—¡Angela!
Tosió un escupitajo de sangre coagulada sobre el suelo. Su voz era carraspeada, sin fuerza.
—¿Estás bien?
—Por mi no te preocupes… ¿Dónde está Vicente?
—No lo veo.
Comencé a desatarlo sin soltar mi vara.
—¿Estás muy adolorido?
—Ni te imaginas, Angela.
—Necesito de tu ayuda. Necesitamos tu control del tiempo.
Suspiró.
—Eso será imposible. El artefacto… El reloj… Fue destruido.
—¿Qué?
—Sin él será imposible. El reloj fue creado para controlar el uso de la magia del tiempo. Y ahora que está roto, no puedo hacer nada.
—¿Estás seguro?
—Totalmente.
—¿Quién lo destruyó?
—Larissa.
—¿Qué pasó?
—¡No hay tiempo para explicártelo! ¡Debes buscar y detener a Vicente!
Gyasi intentó incorporarse, pero estaba bastante magullado. Usé mi varita de nuevo.
—Cura a tu hijo, Sidhe.
El fulgor azulado tomó un tono verdoso, que salió expulsado de la varita y cubrió al chico. En menos de un minuto, las heridas y la sangre que manaba de ellas, se detuvieron. Gyasi se levantó como un resorte.
—¿Cómo lo hiciste?
—No fui yo. Fue Sidhe.
Gyasi sonrió. El brillo de sus ojos y su cara me trajo un poco de felicidad.
—Intentaré hacer algo. Ya regreso.
Asentí y me levanté de nuevo. Él se internó en la espesura del bosque, al parecer sin rumbo fijo. Así mi vara con ambas manos, apuntando hacia el cielo y firmemente presionada contra mi pecho.
—Gracias. ¡Gracias!
El mismo fulgor verdoso emergió de las inscripciones de la vara, un viento reparador revoloteando mi cabello y mis ajadas ropas. Me giré a ver a Larissa y Maria. Maria ya flotaba sobre la tierra casi a la misma altura que Larissa. Ambas estaban en una especie de guerra de desgaste.

La lanza inmensa que Larissa había preparado fue destruida en arenilla por una ráfaga de viento de Maria. Mientras Maria lanzaba un cañón de agua, Larissa le bloqueaba con un remolino que lo desintegraba. Si Larissa lanzaba un rayo de electricidad, Maria lo frenaba con una llamarada. Al intento de lanzarle dagas de tierra, Larissa las disolvía con aire también. Parecía que se atacaban la una a la otra tratando de demostrar quien podía resistir más tiempo.
—¿Después de décadas de no inmiscuirte en mis asuntos, ahora te da la gana de regresar?
—¡Por qué sólo hasta ahora alguien me ha dado el coraje de por fin detenerte!
—¿Esa chiquilla inútil?
—¡Sigue mofándote así! De aquella que te burlas hoy, mañana va a ser tu caída.
Enfoqué mi varita hacia Larissa. Quizás podía ayudar a Maria. Una voz me susurró al oído.
—Angela… Vicente, Vicente.
Bajé mi brazo. Entendí el mensaje de Masha.
—¡Si ni siquiera puede usar nuestra magia sin ese apósito que carga en la mano!
—¡Y aun así, su fuerza viene directo de Sidhe!
Una carcajada rompió el aire.
—Sidhe, Sidhe… ¿Aun crees en esas historias de niños? ¡La tal nunca existió! ¡Solo yo! ¡Solo yo tiene el poder de crear vida! ¡De vivir por siempre!

Me giré y continué buscando a Vicente entre los arbustos. Si mal no estuve, el impacto que lo hizo volar iba en dirección al bosque.
—Concédeme este favor, oh Sidhe.
Apunté mi varita a mis pies, el remolino de viento de nuevo levantándome por encima del suelo. De repente, ya estaba a unos diez metros de altura, sobrevolando los árboles bajo mis pies. No lograba encontrarlo, no había traza de su destino o de dónde había sido disparado, si es que había ocurrido aquello. Apeñuscaba los ojos, peinando con mi mirada el bosque, buscándolo.
Sin aviso, una especie de arenilla voló por mi cara, entrando en mis ojos, cegándome. Mientras me rascaba los párpados, una voz me llegó por la espalda.
—¿Me buscabas?
En tanto me giré, sentí como Vicente me agarraba del cuello con una llave, arrebatándome la varita de la mano y lanzándola hacia la arboleda abajo.
—¿Qué demo…?
Apretaba mi cuello sin compasión. Mis manos intentaban liberarme de su brazo. La respiración se me iba con rapidez y el remolino a mis pies comenzaba a perder potencia. Mi visión comenzaba a volverse borrosa y luego oscura.

Estaba en la sala de mi casa. Mi novio y yo mirábamos la televisión. Nos reíamos como tontos de las caricaturas que pasaban en ese momento.
—¿Quieres tomar algo más?
—Un poco de Coca, porfa.
—Está muy bien.
Recogí los vasos y me fui a la cocina. Él se quedó en la sala, carcajeándose. Me enternecía verlo así. Serví un poco más del acaramelado líquido en ambos vasos y regresé. Estaban pasando publicidad.
—Aquí están.
—Gracias Angela.
Me dirigí al televisor y moví la perilla de los canales.
—¿Qué haces? ¡Ya vuelve el programa!
—Mirando que hay en otros canales mientras tanto.
Mientras las imágenes se desdibujaban y convergían en otras diferentes, pasé con rapidez a través de una señal de la cual solo pude ver una caricatura un poco graciosa acompañada de un par de palabras en una voz seria.
—…En caso de un ataque, golpear la…

Lo recordé de inmediato y un nuevo calor se acumuló en mi cuerpo. Sin pensarlo, plegué mi pierna izquierda con toda mi fuerza hacia atrás, aplastándole su parte baja media con el talón de mi pie. Soltó su brazo por instinto, además de exclamar un grito desgarrador. Tosí un poco mientras recuperaba la respiración. Ya sin la potencia del remolino que me había servido de plataforma y sin el agarre de Vicente, comencé a caer en línea recta. Mientras descendía, veía como él se agarraba la ingle, sollozando. Yo, que jamás era de decir palabrotas, sentí la necesidad de hacerlo, aunque mi voz salió tosca.
—¡Jódete!
Ya preparada para recibir el golpe de mi impacto contra los árboles y el suelo, cerré los ojos.

—¡Mi señora Angela!
La voz en coro de las hadas llegó a mis oídos. Abrí mis ojos y noté que estaba sostenida sobre el aire, siete pares de alas tornasol agitándose con rapidez, aguantando mi peso. Millia, quien era la que estaba más lastimada de las ocho, solo tenía fuerza para traerme la varita. Me la entregó en las manos.
—Mi señora Angela, no tenemos mucha fuerza, pero venimos a apoyarte. Y recuerda, no es solo el viento el que puedes controlar.
Las siete me dejaron sobre el suelo con suavidad. Aun estaba un poco anonadada.
—¡Gracias chicas!
Arielle, quien era la más pequeña, me dio una idea.

Me giré a ver el lugar en el que Larissa y Maria continuaban batallando. Alrededor de ellas se había formado un nubarrón espeso, más parecido a un tornado, del cual salían muchos truenos y se iluminaba como un espectáculo de luces. De vez en cuando salían bolas de fuego despedidas como si una de ellas tuviera un lanzallamas, o gigantes rocas se formaban de la nada, atravesando el campo de batalla y cayendo sobre el bosque. Del nubarrón caían grandes cantidades de agua y granizo. Su batalla era intensa. Si aún estaban gritándose, ya no las podíamos escuchar.

Tomé mi varita y la apunté al bosque. Las chicas se hicieron detrás mío, como a sabiendas de lo que iba a ocurrir. Una vez pedí mi deseo, la varita comenzó a brillar, un centelleo que me encandilaba un poco. Incluso sentía que vibraba al compás de mi corazón. Apeñuscando mis ojos hacia Vicente, tracé una línea en el aire hacia el lugar dónde se encontraba. Aún parecía adolorido por mi abuso inguinal.
—¡Ahora!
Mi grito fue profundo. Con ello, surgió del bosque un remolino, pequeño inicialmente, pero continuamente en crecimiento, levantando consigo mismo las hojas caídas y algunas otras recién desprendidas de los árboles de alrededor.
El remolino se levantó con fuerza, tomando mucha velocidad una vez tomó cierta altura. Era un torbellino color entre marrón y esmeralda. Mi vara seguía palpitando, como bombeando energía mágica de mis entrañas hacia ella, y así mismo hacia el bosque. Sentía como un cansancio comenzaba a embargarme.
Un segundo después, el tornado impactó a Vicente. No podía ver lo que ocurría adentro, pero dentro de mi alma sentía que lo hería, como si múltiples hojas muy filadas cortaran su piel y su ropa, dejándolo debilitado. Las chicas seguían escudándose detrás mío, el bosque levantándose, rebelándose contra de aquel inhumano dios.
De repente, alrededor del torbellino, noté como una capa muy fina de algo color marrón comenzaba a acumularse, como tierra pegándose como costra encima del parabrisas de un automóvil.
—¡Nooooo!
El grito fue visceral.
—¡Angela!
El escudo que se armó alrededor del tornado detuvo la masa de viento, disipándola hacia todos lados. La vara dejó de pulsar. Miré a Arielle. Ella estaba estupefacta, apoyándose en una de mis piernas.
Notaba como de dicho escudo pequeñas púas comenzaban a emerger. Mis ojos se brotaron y mis piernas se tensaron.
—¡Huyan! ¡Huyan ahora, hacia el bosque del otro lado del camino!
Apunté mi varita hacia Vicente, mientras las chicas corrían despavoridas hacia la espesura.
—¡Señora Angela!
No sé cual de ellas gritó, pero apreté mis dientes.
—¡Ve, ahora!
Un brillo azul comenzó a surgir de las inscripciones en mi varita. En aquel momento, aquellas púas comenzaron a dispararse hacia mi como metralla.
—¡No, Vicente, no lo harás!
Me movía sutilmente, evitando perder la concentración. Varias de aquellas esquirlas comenzaban a magullar mis piernas, mi cara y mis brazos, como pequeños trocitos de vidrio. Mis pies ya flaqueaban y ligeras líneas de sangre comenzaban a brotar de mis heridas.
—¡Vamos! ¡Vamos!
Comenzaba a desesperarme. Mis acciones tomaban bastante tiempo en ejecutarse. Al impacto de las laminillas que arrojaba Vicente, el polvo del suelo alrededor mío se convirtió en una nube, una polvareda espesa que comenzaba a cubrirme. Mi energía me abandonaba.
El escudo que cubría a Vicente se desvanecía lentamente, y del otro lado, un muy magullado Vicente parecía soltar goteras de su propia sangre, sus ropas hechas trizas. Noté que descendía con lentitud mientras se sostenía su brazo izquierdo.
—¡Es hora de acabar con esta farsa, Angela!
Yo continuaba apuntándole, aunque mi vista se comenzaba a nublar por la tierra levantada.
—¡Estoy de acuerdo! ¿¡Por qué no te rindes!?
Mis brazos ya temblaban, no solo por el cansancio de mi posición, pero por las múltiples heridas que aún manaban sangre. La luz de la vara era intensa. Aguanté la respiración y cerré mis ojos.
—Bueno, igual, ya sabemos quien ha ganado esta batalla. Adiós, Angela.
—¿Perdón?
Él ya había descendido al suelo, a unos cinco metros al frente mío. Soltó una sonrisa e hizo un trucar de dedos. De repente, todo se llenó de penumbra. Mi cuerpo se resintió, como si estuviese debajo de toneladas de roca. No podía moverme un centímetro y era imposible respirar. El frío era intenso, un poco mezclado con humedad.
—Huh, te dije, era hora de acabar con la farsa. Espero que mueras rápidamente. No me puedo imaginar que se siente estar debajo de una montaña. ¿Te matará el peso? ¿O te matará la falta de oxígeno?
Su voz llegó amortiguada, como si hubiera pasado por capas y capas de roca. Se reía a carcajadas, como si disfrutara de lo que hacía. Si eran verdad sus palabras, entonces estaba prácticamente muerta.
—Ah, Angela, creo que no necesitarás esto…
Sentí como intentaba arrebatarme la varita de la mano. Eso significaba que al menos la punta de ella estaba fuera de “la montaña”, o como fuera que él la llamaba. Apreté mi mano con mayor fuerza. A pesar que no podía respirar y que no podía ver, sentía como la varita me intentaba decir algo, como si la piel se me volviera de gallina. Era obvio. Me concentré en ella. Me ericé y sentí como de mi emergía una fuerza enorme, una carga guardada por un buen tiempo. Se hizo el silencio, a exceptuar de un quejido sordo.
—¡Guh!
Ya no podía aguantar más mi respiración. Vicente ya no halaba mi vara, y en reemplazo de ello, una serie de tosidos llegaban a mis oídos mientras yo perdía la conciencia.

—Señora Angela… Ha batallado usted maravillosamente.
Una voz llegaba directo a mi mente. Era Millia.
—¿Qué deseas?
Su voz era melodiosa, nada parecida a la insistente y feral voz que me demostró en mi cumpleaños número catorce, ni a la apurada y sumisa que había escuchado desde que llegué a este lugar.
—¿Es ese tu deseo?
Solté todo mi cuerpo. Sentía que sonreía, a pesar que no podía verme, que no podía moverme.
—Está bien.
Me sentía húmeda, como si me hubiera caído un chubasco encima. ¿Cómo iba a morir? ¿Ahogada sin aire, ahogada bajo el agua o aplastada por el peso?
—No vas a morir.
Ya no era Millia quien me hablaba… Alguien más me lo decía, con una serenidad que me daba rabia, como sin sentido de urgencia.
—No vas a morir.
¿Y cómo estás tan segura?
—Abre tus ojos y aspira una bocanada de aire.
¿Y quién carajos eres tú?
—Jajaja, así me has llamado.

Aspiré aire como si fuera mi último suspiro. Estaba lloviendo a cántaros, una lluvia procedente de la guerra entre las dos diosas. Tosí con mucha fuerza y volví a respirar, llenando mis pulmones, recibiendo de nuevo una vida que ya daba por perdida. Vicente estaba tirado en el suelo, inmóvil, en una especie de burbuja cerrada que ni siquiera dejaba pasar la lluvia.
Intenté mirar hacia abajo pero mi cabeza no se movía mucho. Todo a mi alrededor era tierra, moliéndose lentamente en fango por el aguacero, permitiendo por fin mis movimientos. Mi vara parecía estar en silencio, quieta, apagada.
—¿Y qué pasó acá?
—Señora Angela… Tú lo hiciste.
—¿Yo?
Una vocecilla rígida y nasal salió a mi frente. Era Arielle, quien con sus manitas escarbaba la montaña al frente mío, intentando liberar mi brazo. Las demás chicas le ayudaban. Una vez ya pude mover mi mano con libertad, ellas se hicieron a un lado, y yo creé un pequeño torbellino que disipó la arenilla y la lanzó para todos lados. La lluvia no amainaba aún.
—El dios Atenea ha fallecido.
—¡No! ¿Y cómo…?
Las chicas me miraban como si fuera ineludible el hecho. Yo había matado a Vicente.
—¡No puede ser!
Corrí a sus pies, rompiendo la burbuja que aparentemente yo había creado. Una vez se reventó, el aire a mi alrededor se agolpó hacia el espacio dónde estaba, como si el vacío se hubiera rellenado con aire. ¿Lo había asfixiado?
—Vicente… ¡Vicente!
Estaba pálido, su tez un tipo de violáceo que jamás había visto en un ser. Las heridas que había ocasionado con el tornado estaban secas, sin brotes, ni manar de sangre. Intenté sentir su respiración, pero era inexistente. Sus venas estaban brotadas, plenamente visibles en su frente y cuello, y sus labios eran morados.
—¿Qué pasó?
Las chicas menearon su cabeza, como indecisas de decirme la verdad.
—¿Qué hice?
Se mantuvieron en silencio. Me giré a ver a Millia, quien fruncía su ceño como si estuviese a punto de llorar. Ya lágrimas bajaban por mi rostro.
—¿¡Qué demonios hice!? ¡Esto no puede estar pasando!

Un trueno rompió mi grito. Me torné a mirar su origen. La extraña nube que envolvía el campo de batalla de Maria y Larissa se rompió en millones de goteras que atravesaban el viento, cayendo como granizo sobre el suelo.
—¡Vicente!
Más que un grito, era un gruñido.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No puede ser!
Era Larissa. Maria se había quedado quieta, casi roncando por su boca del cansancio. Voló como un rayo al lado del cuerpo. Se arrodilló a su lado y lo cargó.
—Vamos… ¡Vamos!
Ella se rodeó de un brillo verdoso. A diferencia del que yo había despedido antes, era un tono enfermizo, quizá oscuro. Sin embargo, el cuerpo de Vicente no brillaba.
—No me puedes hacer esto, no…
Continuaba inyectándole energía al cadáver. De sus ojos, unas gruesas lágrimas brotaban, mojando los ropajes destruidos del chico. Sin embargo, no seguía sin reaccionar.
Veía como apretaba su mandíbula con un poco de rabia.
—Vamos, vamos… Tú puedes. Vicente, vamos. Abre los ojos.
Yo no sabía que hacer. Las chicas se habían ocultado detrás de mi, como resguardándose. Larissa se quedó en silencio y resopló por su nariz. Luego, comenzó a reír. Su cara no era humana más. Los ojos, desorbitados, ni siquiera tenían un destino, sus venas brotadas cruzando su frente, sus dientes feroces, su cuerpo dando arcadas. Sentí muchísimo miedo.

—Está bien, Angela.
No pude responder. Estaba congelada.
—Ya probaste el sabor de la sangre.
Mis piernas volvieron a ceder.
—Creo que es hora…
Sentí que mis pantalones estaban mojados. No era el agua de la lluvia a nuestro alrededor.
—Que pruebes el gusto de tu propia sangre.
Sin aviso, Larissa tenía su mano aplastando mi cabeza y la otra aplastando mi cuello.
—¡Pausa!
La voz del chiquillo retumbó, como si hubiera provenido del cielo. El mundo se congeló. Las gotitas de agua que estaban aun cayendo se quedaron quietas en plena caída, Larissa mostrando su lado inhumano, las hadas detrás mío atemorizadas. Caminó a mi frente, mientras yo no podía moverme.
—Lo encontré.
Tenía en sus manos una especie de reloj de arena. Era hermoso, con madera, unas arenas arco iris, como escamas de las alas de las hadas, cayendo con lentitud.
—El otro artefacto. Me dio dificultad hallarlo. Mi hermanita Masha lo había ocultado en su casa.
Mientras me miraba, daba fugaces miradas al reloj con el rabillo del ojo.
—Este no es muy conveniente. Solo funciona mientras caen las arenas.
Yo quería gritar, preguntar, pero estaba totalmente congelada, ni siquiera podía pestañear. Gyasi miró al suelo y vio el cadáver de Vicente.
—Oh no.
Suspiró fuertemente y cerró sus ojos, mientras meneaba su cabeza.
—No había nada que hacer, Angela. Lo siento. Sé que no era tu intención, pero…
Miró a Larissa, quien estaba allí en una pose innatural, esperando aplastar mi cabeza y cuello con sus manos. Los últimos granos de arena caían.
—Todo estará bien.
Se giró a ver detrás de mi espalda, dónde probablemente las hadas estarían ocultándose.
—Todos dicen que mis capacidades son muy poderosas. A veces creo que mienten. Pero hoy, creo que es real. Tenías un poco de razón en desear que te colaborara.
Puso su mano sobre el brazo de Larissa.
—Tu eres increíblemente diferente. De todos los dioses del aire que han pasado por acá… Eres única, especial. Confío en ti, y sé que Maria también. Ahora, te pregunto… ¿Nos liderarás en estos momentos tan oscuros? ¿Nos llevarás a un momento de esplendor y felicidad para todos?
Apuntó hacia las criaturas a mi espalda. Aclaró su garganta. Un tiempo atrás me parecía un chiquillo, un niño mucho menor que nosotros, hiperactivo, animado y sonriente. Ahora, se veía decidido, heroico y poderoso.
—Tomaré tu silencio como un si, y tu aceptación de mis condiciones como inexorable…
El último granito de arena cayó.

—¡Ahora!
De un golpe, Maria estaba a mi lado. Las hadas volaron hacia Larissa, agarrándole sus brazos y tratando de empujar para que ella me soltara.
—¡Repite, Angela!
—¡Por Sidhe…
Mis ojos se querían salir. Sentía como Larissa me arrancaba la cabeza. Repetí sin aliento, mientras Gyasi gritaba las palabras al compás que Maria marcaba, además de girar el reloj.
—¡Por Haoma, Atenea, Nut, Aura y Hauhet!
—Oh no, no lo harán…
El grito de Larissa fue horrible, mis oídos doloridos por el ruido.
—¡Ve hacia el árbol de la vida!
Una luz muy potente rompió el cielo, encandilándonos. Un estallido, como el de fuegos artificiales, rebotó en mis oídos. La presión en mi cabeza y cuello se detuvo. Caí al suelo de espaldas.
El alma de Larissa, o lo que fuera, se desvanecía como un rayo de luz hacia el cielo, mientras que su cuerpo se desperdigaba en el aire como arenilla. Había sido expulsada. La habíamos expulsado Maria, Gyasi y yo.

Yo me arrojé al suelo, sosteniendo mi varita entre mis pechos. Mi corazón latía a mil por hora, y a pesar que aún estaba triste acerca de Vicente, sabía que a la larga seria por un bien mayor. Las chicas se hicieron a mi lado, en júbilo. Maria se paró al frente mío y con una voz fuerte me preguntó.
—¿Y bueno?
Gyasi se agachó a mi nivel.
—¿Y bueno, jefa?
Sonreí un poco.
—No me llames así, y más bien ayúdame a parar.
El chico usó su magia para hacerme flotar y ponerme de pie. Noté que ya no me causaba impresión el uso de la magia. Giré mi cabeza hacia el cuerpo de Vicente. Aquella vista, de aquel joven, sofocado por mis acciones era increíblemente fuerte. No pude detener mi llanto. Escuché el aletear de las hadas, quienes seguían a mi lado. Una de ellas, no se cual, sobaba mi cabeza. Entre sollozos y un poco de hipo, cerré mis ojos. El agua empozada en ellos brotó por mis mejillas.
—¡Oh, gran Sidhe! Perdón… Perdón… Perdón. Vicente, perdón, perdón, perdón.

Masha levantó el cuerpo de Vicente con su magia, y lo llevó al borde del mundo, al otro lado de la puerta de metal.
—Adios, Vicente. ¡Qué Sidhe te guarde!
—Adios, hermano Vicente. Tu nobleza y fuerza siempre estará con nosotros.
Yo no podía parar de llorar. No dije nada.
Un minuto después, Masha lo arrojó rodando en el precipicio. Unos segundos después, un estallido reventó el aire, con otra pila de luz emergiendo hacia el firmamento. Como indicando el final de una larga jornada, el cielo estaba de un intenso color rosa, las nubes en el firmamento de un color lila intenso. Ya era un poco tarde.

De regreso en la villa y al frente de la casa que era de Larissa, Maria, Gyasi y yo decidimos que acciones son las que que seguirían para todos. Las chicas no quisieron entrar a la villa, quizá aún temerosas de alguna represalia. Sería algo que cambiaríamos en el futuro para que ellas regresaran, pues al final, era su mundo y nosotros solo estábamos de paso.
—Tomaremos turnos.
Maria y Gyasi me miraron como un bicho raro.
—Nos turnaremos los poderes. Es necesario.
—¡Pero!
—Tendremos que aprender el uno del otro.
Ambos suspiraron.
—Es la única forma. Nadie puede tener todo el poder. No queremos una repetición de… Larissa.
Miré al cielo.
—Vamos paso a paso. Yo necesito aprender de ustedes, y todos aprender mutuamente. Espero puedan confiar en mi.
Maria se apoyó contra uno de los árboles. Gyasi asintió.
—Pues, no se que vendrá, bruja de Berlin, Maryland… Pero creo que hablo por los dos, tienes nuestro apoyo.
—¡Si!
Gyasi se sonrió.
—No se diga más entonces.
Asentí y sonreí.
—¡Gracias amigos!

Juntos, clausuramos la casa de Larissa. Le prendimos fuego, después de retirar los libros. Era necesario, debíamos cerrar un ciclo perpetuado por tantos siglos.
Después de ello, encontramos el tomo secreto que Masha había descrito, enterrado varios metros por debajo de la cabaña. Junto con los demás libros y el diario secreto de Larissa, los pusimos de forma ordenada como una biblioteca histórica en la choza de Masha en la villa. Era importante preservarlos, como advertencia, como recordatorio que la magia podía ser explotada para el mal.

Maria decidió que quería seguir viviendo en su casucha del bosque, pues ya estaba mas acostumbrada a vivir allá. Lo tenía todo, tranquilidad, paz y alimentos. Gyasi también decidió seguir habitando su casa del árbol. Le encantaba la vista, además que desde allí podía ver el hermoso cielo que Masha pintaba día tras día.

Desde ese día, ellos venían a la villa a colaborar en las actividades en común. Se podría decir que me sentía un poco sola al principio cuando ellos se retiraban por la noche, aunque eso cambió con rapidez, ya que día tras día las hadas comenzaron a sentirse bienvenidas en la villa. Hicimos cientos de cosas para que ellas volvieran a confiar en nosotros, aunque el hecho que yo les otorgara nombres a cada una de ellas ayudó bastante.
Con ellas, los pajarillos, animalitos y otras criaturas regresaron, incluyendo peces que comenzaron a nadar en el río. Las hadas se encargaron del cuidado de las plantas y árboles, entre todos sumiéndoles la energía de Sidhe.

Con el tiempo, aprendí de todos algo, la alegría y espontaneidad de Gyasi, la capacidad e inteligencia de Masha, y la comunión con la naturaleza y con la magia de la mano de las hadas. Ocho de aquellas criaturas rápidamente se convirtieron en once, once en quince, y quince en veintidós. No sé si era por la nueva organización de la villa, o porque algo había cambiado en el mundo de los humanos. Ellas, y a su vez Masha y Gyasi, se deleitaban con mi relatos acerca de la vida en los años ochenta. Las hadas me preguntaban muchas cosas acerca de las costumbres humanas, y de como poder ayudar mejor a sus ahijados.

Después de un buen tiempo, mi varita se convirtió en un símbolo de nuestra amistad. Ya no era necesario para mi usarla, las dos hojitas que salían de ella originalmente eran ya una rama más grande, con cientos de pequeños retoños emergiendo. Decidí plantar mi varita en el terreno dónde quedaba la casa de Larissa.
No se imaginan la cantidad de relatos y experiencias que han ocurrido en la villa. Me encantaría continuar relatándolas, pero quizás sea mejor dejarlo para otro momento.

Y así aconteció, no se cuántos años después, mi cuerpo ya más alto y contorneado, que las hadas por fin trajeron al siguiente dios. Una explosión en el firmamento marco su llegada, un ruido que me recordó a la salida de aquellos dos seres que eran pares nuestros, pero que se desviaron por avaricia, causando dolor y sufrimiento.

En el medio de la villa, al lado del arbusto que creció de mi antigua vara, un rayo luminoso como una columna de luz, descendió. Yo corrí desde mi casa a verle. Y una vez disipado con el tiempo, como luciérnagas que huyen al ser espantadas por un caminante descuidado, un cuerpo pequeño, joven, frágil y adormilado yacía sobre el prado. Fue solo necesario ver su semblante para que mis ojos se llenaran de lágrimas. Aquel chico no era cualquier humano. Ya lo había visto antes.

En aquella sopa de oscuridad, en ese mundo intermedio que llaman “purgatorio”, fue mi única compañía. Fue la única persona que me había escuchado. Le conté todos mis secretos e incluso más. Yo ahora lloraba de verlo, como si me hubiese reencontrado un amigo que no había visto en años. Y dos horas después de su arribar, ya acostado en la cama de mi cabaña, se despertó.

Con una gran sonrisa en mi cara y felicidad en mi corazón, le di la bienvenida a este, el club de los dioses.
—Hola, buenos días… Ahora si me vas a poder contar, tú, ¿en qué gastaste tu único deseo?

«El club de los dioses» (parte 6)

Una vez escuché la respiración de Masha volverse acompasada y profunda, me levanté del suelo, tomé la vara y dando pasitos ahogados sobre el piso crujiente de madera me aproximé hacia la puerta. Con cada paso que daba me giraba a verle para saber que no la había despertado. La luz de la Luna iluminaba de cian la oscuridad de la habitación y la chimenea ya estaba casi apagada. Solo un par de tiznes aun brillaban anaranjados.
Abrí la puerta lo más silenciosamente que pude, y aun en medias, me deslicé hacia afuera. Del otro lado, me las quité, las doblé, las deposité al frente de la puerta de entrada y salí hacia el claro. Era como si el tiempo no corriera en este lugar, la Luna aún brillaba afuera con intensidad, como desde hace ya horas, permitiéndome verlo todo con claridad. Estaba haciendo bastante frío aquí, pero decidí ignorarlo. Afortunadamente el viento estaba calmado. Caminé hacia el lugar dónde Masha había hecho crecer el árbol anoche y me senté allí a esperar.
El bosque de Masha era muy diferente del que bordeaba la villa. Todo tipo de sonidos surgían de entre los árboles, los aullidos de las lechuzas, el chillar de los grillos, el viento golpeando las ramas de los árboles. Sentada a la sombra del arbusto, cerré mis ojos y me dejé envolver por el barullo.

De repente, el revolotear de las hojas de los árboles me transportó al mar. Sentía la arena bajo mis pies, el Sol quemando mi piel y la brisa marina refrescándola. Recordé las veces que mis padres y yo íbamos en automóvil a la playa de Ocean City y pasaba una tarde jugueteando en el mar, corriendo por las dunas y comiendo la deliciosa comida que mi mamá empacaba, además de cualquier otra chuchería en el parque de diversiones.
Sentí la voz de mi madre llamándome, el olor de la arena tostándose bajo el sol, mis cabellos volando frente a mis ojos, la cara de mi difunto padre sonriendo. Sentí un dolor agudo en el pecho.
—Señora Angela…
Una vocecilla suave me sacó de mis recuerdos. Abrí los ojos, para encontrar una luz brillante y cegadora que me iluminaba desde el cielo. Miré hacia arriba y parecía como si se hubiese fracturado el cielo nocturno y el Sol hubiera entrado por el agujero, bañándome de luz.
Me levanté y alrededor mío y en parte del lugar dónde había crecido el árbol, la tierra y el suave prado que había en ella se habían convertido en arena de mar.
—¿Qué es esto?
En tanto musité esto, el agujero se cerró y la oscuridad regresó. La arena permaneció allí como evidencia de lo que había ocurrido.
—¡Santo Dios!
Mi voz se levantó sin querer. Me mandé la mano a la boca. Esperaba que Masha no se hubiese despertado por el ruido. Millia estaba a un par de pasos de distancia, con cara de preocupación.
—Señora Angela.
—Millia, ¿qué pasó? ¿Esa luz de dónde salió?
—No lo sé, señora. Quizá es su deidad.
Puso sus manos juntas en señal de adoración. Mi corazón estaba aún andando con rapidez. Meneé la cabeza como reiniciando mi cabeza.
—¿Llamaste a tus hermanas?
—Si señora. ¿Pero se encuentra bien?
—Totalmente. Vamos, vamos.
—Sígame por favor.
Recogí mi pequeña rama de árbol y seguí a Millia. Nos adentramos un poco en el bosque. Me preocupé por estar descalza, pero dentro de mí sabía que estas criaturas no me herirían o pondrían en peligro. Después de caminar unos diez minutos llegamos a un lugar que parecía una replica más pequeña del mismo espacio abierto en el bosque donde la casa de Masha estaba. Allí unas ocho criaturas similares a Millia estaban esperando ansiosas, como en una especie de comité de bienvenida.
Una vez entramos, ella se dirigió a sus hermanas y comenzó a hablar con ellas en algo que parecían unos tonos, que se me hicieron muy parecidos a los usados para marcar en el teléfono. Mientras esperaba, me senté en el suelo, cruzando las piernas. Las observé a todas, la Luna iluminaba sus pequeños cuerpos con claridad.
Algunas de ellas tenían las alas en mejor estado o no estaban tan lastimadas como Millia. Otras eran más altas, más bajas, tenían el cabello de otro color, aunque todas usaban harapos como ropajes. Unas eran incluso más delgadas que Millia, mientras había un par que eran más rollizas. Sus edades variaban también, había unas que parecían más adultas y otras más jóvenes.

Después de un par de minutos, Millia se dirigió hacia mi y se postró en el suelo.
—Señora Angela.
Las demás la siguieron.
—No, no, levántense… No tienen que rendirme ningún tipo de pleitesía. Arriba, arriba…
Una a una se fueron levantando. Sentí que era necesario que me presentara yo primero para que se sintieran en confianza.
—Chicas, chicas… Soy Angela, la ahijada de Millia. Soy solo una humana común y normal.
Millia seguía en el suelo.
—Millia, levántate.
—Pero…
—Pero nada. No me tienes que tratar como una deidad ni nada de eso.
Subió la cabeza despacio. Vio sus demás hermanas de pie. Finalmente, se levantó.
—Quería conocerlas. No soy una diosa ni nada, solo una humana normal. La verdad todo esto de ser diosa muy nuevo para mi, llevo apenas un par de días aquí. Ni siquiera magia sé usar.
Me reí un poco.
—Solo hoy me enteré de la triste situación en la que están. Les juro que intentaré hacer algo para que vuelvan a vivir tranquilas. No será fácil, pero lo intentaré.
Millia se acercó a sus hermanas y habló un par de cosas en su lenguaje. Esperé a que terminaran. Posé mi mirada en la casucha que había en el claro. En las ventanas, tres criaturas miraban con curiosidad. Eran diminutas, como figuritas de las más grandes que estaban al frente mío, sus ojos gigantes y brillantes absorbiendo la existencia de este gigante sentado al frente de sus mayores. Levanté mi mano y les hice señas para que vinieran. Se miraron entre ellas, sonrieron, pero siguieron resguardadas dentro de la casa.
—Señora Angela. Oramos a Sidhe para que se hagan realidad sus palabras. Estas son todas mis hermanas.
—Hola a todas, de verdad es un gusto conocerlas. ¿Disfrutaron de la fruta que les regalé?
Todas sonrieron al mismo tiempo.
—Fue deliciosa, señora Angela. Hace años no comíamos algo así.
—Me alegra muchísimo. ¿Y tienen nombres?
—Pues en nuestro lenguaje si tenemos una especie de nombres, pero hacia ustedes dioses no tenemos nombres. Como soy la única que puede conversar con la señora Sidhe, de mis hermanas soy la única que ha sido agraciada con el honor de un apelativo.
Suspiré profundo.
—Pues no está muy bien eso.
Millia se notaba un poco afanada.
—No se preocupe, señora Angela, nosotros no estamos tristes por no tener nombre.
—Pero si yo quiero hablar con digamos, ella…
Señalé hacia una de las hermanas, una más delgada que Millia, con las alas brillantes y en muy buen estado, su piel tersa y blanquecina, además de un hermoso cabello dorado que le llegaba hasta el lugar de dónde emergían las alas.
—¿Cómo le haré? Necesitamos nombres. No sé hablar su lenguaje, desafortunadamente.
Se me ocurrió una idea.
—Millia, ¿cómo es tu nombre en tu lenguaje?
—Es algo como…
Se sonrojó un poco. Hizo un ruido compuesto de tres tonos diferentes, cada uno con duración diferente.
—Hmmm, tú.
Señalé a la hada que había tomado como ejemplo.
—Hola.
Con pena, la criatura agachó la cabeza. Su piel blanca se puso roja como un tomate.
—¿Puedes hacerme un favor? ¿Puedes llamar a Millia en tu lenguaje?
Asintió. Después de un tono que sonó tembloroso, supongo por la pena, pausó, tosió un poco, y volvió a comenzar. Eran exactamente los mismos tonos y en igual duración.
Me giré a buscar la varita, pero no la hallé. Estaba segura que la había traído hasta acá.
—¿Y mi vara?
Un poco lejos, las tres chiquillas que me miraban curiosas en la casa habían salido y jugueteaban con el tronco. Sonreían y hacían unos sonidos muy diferentes a las típicas risas de los niños, pero que supuse eran lo mismo.
Millia se notaba furiosa. Ya iba a salir volando hacia ellas para reprenderlas. Yo la detuve con mi mano.
—¡Calma, Millia! Déjalas jugar.
—Pero, señora, ¡su tronco de árbol!
—Es solo una rama de un árbol, no te preocupes.
—Pero…
—¿Acaso no estamos en el bosque? Hay miles si no millones.
La chica a la que me había dirigido antes me contestó, dejando su pena de lado. Su voz era diferente, más delicada y suave. Se me parecía a la voz de una actriz que me gustaba mucho.
—Mi señora… Ese tronco no es un tronco cualquiera.
La siguiente hada habló. Su voz era más gruesa pero más melodiosa. Era ella una de las que yo consideraba un poco más rollizas.
—Es una vara mágica. Sidhe está presente con mucha fuerza en ella.
—¿Cómo así?
Las niñas vinieron a traerme la vara, dejándomela en el regazo. Sonreían felices, haciendo unos tonos agudos y variantes, que comprendí que eran risotadas. Les puse la mano en el suelo y las tres se subieron a ella. No eran pesadas en absoluto, si mucho como un par de piedrecillas del río. Si fueran humanos, por su apariencia diría que tendrían entre tres y cuatro años. Las acerqué a mi cara.
—¡Hola! ¡Qué lindas son!
Hacían los mismos tonos del lenguaje propio de ellas y se reían después. Deseé poderles entender. Bajé mi mano y ellas descendieron. Millia hacía unos tonos ligeramente graves hacia ellas.
—No te enojes con ellas.
—Mil disculpas, mi señora, son nuestras primeras niñas en mucho tiempo y no saben de conducta. Les reprenderé.
—Te dije que no lo hagas. De nuevo, no pleitesía.

Agarré la vara del árbol en mi mano. Era a todas vistas una vara normal, de un árbol normal, ligeramente torcida, como un poco quebrada incluso. Era del mismo grosor de mi dedo meñique. La corteza estaba firmemente adherida al tronco. La tomé de una de las puntas y la apunté hacia el cielo. En tanto hice eso, todas las hadas aspiraron y se arrodillaron a mis pies.
—¿Qué pasa?
Millia, quien estaba arrodillada, habló con fuerza, casi gritando.
—Hermanas, Sidhe está aquí.
—¿Está aquí?
—¡Gran Sidhe!
—¿En la rama?
Solté la rama en mi regazo.
—Millia, me tienes que explicar. ¿Qué viste? ¿Qué pasó? Yo no vi nada.
—Mi señora.
Estaba en llanto, pero con una sonrisa plena en su cara.
—Una luz blanca, muy brillante salió de ti, directo por tus brazos, disparada a través de la rama del árbol.
—Pero…
—En tanto la apuntaste al cielo, un haz de luz, como el del día de la creación salió directo hacia el firmamento. Fue lo más hermoso que hemos visto en nuestras vidas.
No podía creer lo que ella me relataba. A mi vista humana no había ocurrido nada, pero en sus ojos de hadas algo diferente había ocurrido.
—¿Y ahora? ¿Sin la rama del árbol?
—Pues… ¿Cómo te explicara?
Una de las otras chicas, más bajita que Millia, de cabello cortico y con cara más vivaracha voló hacia mi. Se acercó a mi vientre y apuntó directo a este. Su voz era un poco ronca.
—De aquí…
Luego voló a mi pecho y apuntó a la mitad.
—Hasta aquí. Fuego, mucha luz. Bola, gigante, blanca.
Extendió sus brazos totalmente. Luego voló a mi hombro derecho e hizo un recorrido hasta la punta de mis dedos, apuntando por dónde pasó.
—Línea de luz. Un río. En el otro también.
Apuntó a mi otro brazo. Parecía que el lenguaje humano se le dificultaba.
—Con tronco… Erm… Río crece, gigante, hasta punta de tronco. Fuego alto.
—Si, con el tronco aquel, es como si tu brazo se llenara de energía de Sidhe y saliera la energía disparada hacia dónde apuntas.
Millia gesticulaba un poco. Yo estaba procesando aún la situación. Era un mundo oculto, un invisible, pero que para ellas era patente. Mi cerebro científico se activó. No por algo era excelente en clase de ciencias.
—Chicas, haré un experimento.
—¿Un ex…?
—Una prueba. Díganme que ven.
Tomé la vara por la mitad, miré al cielo y luego la tomé por la punta, apuntando hacia el cenit. Cerré mis ojos y respiré profundo. Todo a mi alrededor era silencio. El rumor de las hojas de los árboles regresaba. Imaginé la playa de nuevo. El Sol me quemaba de nuevo, las olas iban y venían, la arena estaba caliente y manaba su salado aroma. Abrí los ojos.

Todo el claro de las hadas estaba iluminado, el Sol del medio día brillando sobre nosotras. Las niñas estaban sorprendidas, danzando bajo el caluroso astro. Las demás estaban maravilladas, sus ojos casi saltando fuera de sus órbitas.
—Señora Angela. La luz… La luz de Sidhe está contigo.
Presionaron sus manos y me hicieron una reverencia.
—Yo sabía que no era mentira.
Me giré a ver detrás mío. Era Masha.
—Desde el momento que te adentraste al bosque con el mago de Agaro… No me equivocaba contigo, Angela de Berlin, Maryland, bruja del aire.
—¿De qué hablas?
—No sabes, no sabes lo que guardas contigo. La cantidad de energía mágica, de energía de Sidhe que tienes. Esto… Esto, que acabaste de hacer… No sabes cuántos años me demoré en aprender como hacerlo. Y tu, en un día, en horas, lo haces.
—Pero… Aun no entiendo.
—Y no es necesario que lo entiendas todo ya.
Ella se giró a ver mi mano, que estaba aún dirigida al cielo.
—О, Боже. ¿Solo necesitabas una varita mágica? ¿Era eso todo?
Bajé mi mano y me puse de pie. Una de las hadas voló a mi hombro y se sentó en él.
—Pues, no sé todavía.
El hada se me acercó a mi oreja. Me giré a verla, era otra de las que era más robusta que Millia. Su cabello era como anaranjado y rizado. Me susurró con una voz que me recordó una de las cantantes de un grupo de gospel que mi madre solía escuchar.
—Señora, mis hermanas y yo queremos pedirte un favor.
—¿Dime?
—Deja con nosotras el tronco por esta noche. Queremos hacer algo.
—¿Seguras?
—Por favor, seria un honor para nosotras.
Se lo entregué y ella lo agarró firmemente, volando de regreso con las demás. Comenzaron a discutir en su idioma, observando el tronco.
—¿Y bueno?
Masha me preguntó con un poco de enojo apuntando hacia arriba.
—¿Qué?
—¿Vas a dejar este lugar con esto?
Miré hacia arriba. La ilusión de la playa no había terminado aún. El Sol aun calentaba, las niñas jugaban con la arena y la brisa marina aún nos envolvía.
—Uy. Jajajaja.
Mi sonrisa era más nerviosa que cualquier otra cosa.
—¿Y cómo lo detengo?
Masha se dio una palmoteada en la frente.
—Gran Sidhe, eres como un aparato que una vez encendido no se apaga. Hasta que no lo vuelvas a como estaba antes, no regresarás a la casa, bruja de Berlin.
—Angela, me llamo Angela.
—Hasta que no vuelvas esto a como estaba antes, eres la bruja de Berlin, bruja de Berlin.
—¡No!
Masha se retiró a la casa por el mismo camino por el que llegó. Yo me senté en el suelo de nuevo. Las niñas volvieron hacia mí, jugando entre ellas, dejando sus pequeñas huellitas en la arena, sonriendo, haciendo sus ruiditos alegres. Las otras ocho estaban muy concentradas observando mi varita por todos lados, los tonos de su lenguaje confundiéndose, complementándose.
—Bueno, pues si esto no acabará pronto… ¿Puedo jugar con ustedes?
Me giré a ver a las niñas, que asintieron cuando me escucharon.

Por unas dos horas, armé un castillo de arena a la escala de ellas. Con su ayuda, construí una muralla con un par de puertas, una torre, un mirador, unos techos y una montaña al lado. Usando unas piedrecillas, hice una especie de pirámide, que ellas después convirtieron en techo para la torre. Se divirtieron y gozaron, hasta que una por una se comenzaron a cansar. Yo, por mi, estaba también muerta. Me tiré al suelo, miré al cielo, bostezando, extendí mi mano hacia él como una palma y cerré mi puño.
—¡Gracias!
La noche regresó al lugar y con ello el frío. La estructura que había hecho con las hijas de las hadas aun permanecía, como un recuerdo de lo que había ocurrido. Sonreí. Me levanté y respiré profundo.
—¡Hasta mañana!
Las hadas que ya se habían puesto a hacer algo con la varita, se detuvieron y me hicieron una reverencia. Después de ello, continuaron en su labor, mientras una de ellas se encargó de llevar a la casa a las chiquillas.
Caminé en dirección a la casucha de Masha. Yo estaba verdaderamente muerta. Una vez llegué al claro de ella, noté que el arbusto seguía allí, al igual que la arena en su base. Las medias que había dejado puestas en el umbral estaban allí, en exactamente la misma posición dónde las había dejado y la puerta estaba cerrada. Nada había cambiado.
Abrí la puerta y me puse las medias. Masha seguía durmiendo plácidamente, como si no se hubiera levantado hace un tiempo. Me tiré en el suelo, me arropé con la cobija y me dormí profundamente.

—Bruja de Berlin, despierta.
Masha me despertaba meneando mi hombro.
—¿Cuánto más vas a dormir?
—Déjame descansar, aún estoy rendida.
Contesté con desgano.
—Tienes visita, Angela de Berlin.
Me senté con la vista nublada. Masha estaba en una esquina de la cocina haciendo no se que cosas.
—¿Quién es?
—Pues levántate y mira por ti misma.
Me levanté. Sentía que tenía el cabello enredado y cada músculo de mi cuerpo dolía. Me dirigí a la puerta, y del otro lado, seguía siendo de noche y Millia me esperaba. Abrí.
—Mi señora Angela.
—Hola, buenos días.
—¿Puede acompañarme un momento?
—Ah, déjame me pongo mis zapatos y me organizo un poco.
Apuradamente me calcé, con la mano peiné mi cabello como pude, bostecé como si me quisiera tragar todo el aire y salí.
—Ya regreso…
—Que Sidhe esté contigo.

Seguí a Millia despacio, mis músculos apenas despertando. Nos dirigimos hacia el mismo lugar que habíamos visitado hace horas. Allí estaba el mismo comité de recepción.
—Hola a todas.
Me hicieron una reverencia.
—Señora Angela, entre todas hicimos esto.
Entre las ocho cargaban lo que yo solo podría definir como una obra de arte. A todas vistas era la misma varita del árbol que les había consignado la noche anterior, pero ahora estaba brillante, tallada con múltiples y diminutos detalles, además de tener un mango apropiado y cómodo, como forrado en una especie de cuero. La vara tenía un grosor perfecto, que se volvía en punta hacia el otro extremo. Durante todo el largo, unas inscripciones que parecían runas de algún lenguaje antiguo. En donde el mango se convertía en vara, una pequeña ramita del árbol crecía, dos diminutas hojas dividiéndose como si estuvieran vivas.
La tomé en mis manos, mientras mis ojos se habían encharcados de emoción.
—Chicas… Esto es hermoso. ¡Es arte! ¿Es de verdad para mi?
Una de las hadas más chicas se pronunció. Su cabello era oscuro y llegaba al cuello, sus alas eran ligeramente más grandes que las de las demás y su voz era menuda, monotónica.
—Mi señora, esto es para que su deidad se haga realidad. Después de mucho pensar entre nosotras, este tronco es la representación de su infinito poder. Como hijas de Sidhe, es un honor para nosotras si la usara.
Acerqué la varita mágica a mis ojos. Cada detalle, cada pequeño tallado, cada línea era intencional y tenía un significado. Noté que la superficie brillaba con un arco iris etéreo, como perlado, como las alas de las mismas hadas que lo habían elaborado.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias, es precioso!
Tomé mi vara y respire profundo. De repente, las inscripciones se iluminaron desde el mango hacia la punta con un dejo azulado. Pestañeé varias veces para ver si era mi imaginación.
—¿Y esto? ¿Cómo lo hicieron?
Otra de las hadas que faltaba por hablarme se arrodilló al frente mío. Era más alta y parecía de mayor edad que las demás. Su cabello llegaba hasta la base de la espalda, sus músculos eran macizos. Su voz era fuerte y con autoridad.
—Mi señora, nos tomamos el atrevimiento de hacerlo. Si es de su agrado y uso, cualquier sacrificio está bien visto.
—¿Sacrificio?
—No preste atención a esos mínimos detalles, por favor.
La volví a observar. ¿Qué habían hecho?
—Mi señora, ¿puede por favor probar los poderes de su deidad?
La última hada, la más pequeña de todas, un poquito rolliza, de cabello blanco y corto, con un semblante rozagante, se dirigió a mi manoteando un poco. Yo estaba ligeramente preocupada. Las otras veces que había intentado usar magia había sido totalmente aleatorio. Simplemente había salido de algún lugar. Tuve una idea.
—Este va a ser mi regalo para ustedes.
—No es necesario, mi señora.
—Si que si. Veamos.
Cerré mis ojos y respiré profundo. Del otro lado de mis párpados podía sentir una luz color aguamarina brillar con mucha fuerza. Una vez me relajé, abrí mis ojos. La varita emitía un brillo más fuerte que la Luna, iluminando todo el claro en el bosque con una luz intensa. Las hadas estaban todas llorosas, observándome y sonriendo. Mis ojos se aguaron de nuevo, pero decidí no distraerme.

Deseé que un pedazo de tierra se levantase, suficiente para que todas las hadas cupieran en él, un espacio mediano en medio del arenal que había quedado de anoche y cerca del castillo que hice con las pequeñas haditas. Deposité la tierra que retiré más hacia el bosque. Luego, como llamadas por mi mente, pequeñas piedras comenzaron a llenar el fondo del agujero. Cada paso era ordenado, definido.
Luego, cerré mis ojos y me concentré en la tierra. Le pedí perdón por mi intrusión, pero le supliqué por un hilo, por más pequeño, de agua termal. Volví a abrir mis ojos y un corto flujo de agua fresca y tibia surgió de uno de los bordes del agujero que había creado, llenándolo rápidamente.
Después, le agradecí a la tierra por su ayuda, y le pedí que se llevara el agua una vez el pequeño lago se llenara. Así ocurrió. Las hadas no entendían que estaba haciendo. Por último, puse unas pequeñas rocas en el borde de la diminuta laguna a modo de borde.
Suspiré con fuerza y solté la varita, que se dejó de iluminar con rapidez.
—He aquí mi regalo para ustedes. Es un lago de agua fresca. Beban del agua. Laven sus cuerpos y descansen.
Todas las chicas me observaron. Como llamadas por la felicidad me hablaron en simultánea.
—Nuestra señora Angela. ¡Muchas gracias!
—Supuse que debían extrañar el fluir del río y el agua. Si no me equivoco, esta fuente es siempre fresca. ¡Vayan, disfruten! Es de todas ustedes.
Todas se fueron al lago y tocaban el agua con sus manitas. Mis cálculos no se habían equivocado, todas cabían en el lago con espacio de sobra.
—Esto es mientras soluciono nuestro problema con Larissa, ¿entendido? En ese entonces podrán regresar al río.
Millia estaba en sollozos.
—Mi señora, no se imagina nuestra felicidad. ¡Qué una deidad nos dispense con estos momentos tan alegres! ¡Gran Sidhe, gracias! ¡Señora Angela, gracias!
—No es nada, Millia. Ahora si, limpia tu piel. Tus heridas me entristecen. Y cuida de tu hermoso cabello, no vale la pena verlo tan enmarañado.
El hada se acercó a mi. Yo me bajé a su altura.
—Gracias.
—Ahora, ¿me dirás porque le tienes tanto miedo a Masha?
Asintió.

Regresé a la casa de Masha, dejando atrás a las hadas disfrutar de su nueva fuente de agua. Blandía mi varita con fuerza, esta iluminando mi camino con su luz cian. Yo aún apretaba mis dientes.
Me quité los zapatos y entré en la cabaña. Masha estaba mirando hacia el fogón, revolviendo algo.
—Ah, regresaste, Angela de Berlin.
Se giró hacia mi. Mi semblante era fuerte, enojado. Yo sentía que podía matar con mi mirada. La luz de mi varita latía al ritmo de mi corazón. Suspiró con fuerza y cerró sus ojos.
—Así que por fin te dijeron.
—Maria Kameneva… Puede que con cualquiera de nosotros seas el tipo de demonio que quieras, por que al menos nos podemos defender… ¿Pero con ellas? Ellas son tan indefensas, nos adoran literalmente.
Se giró hacia mi y se encogió de brazos.
—Ellas son las hijas de Sidhe. Y yo soy Sidhe.
—Es decir, encuentras aceptable que si tu fueras a tener un hijo… ¿Lo tratases como bolsa de arena? ¿Solo por qué estás frustrada por algo y no encuentras la respuesta? ¿Solo por qué estás triste?
—Un momento, creo que hay un malentendido.
—Si, total, hay un malentendido. Tu no eres Sidhe. La diosa Sidhe no seria así de miserable con sus criaturas.
—Es solo una cosita mínima, es necesario que ellas entiendan que nosotros somos…
—¿Somos superiores a ellas?
Me exasperé. Mi voz estaba elevándose, las paredes de la casa retumbando.
—¿En qué te diferencias tú con Larissa, comportándote de esa manera? ¿No ves como has dejado lastimada a Millia, quién ha sido tu humilde sirviente y más ferviente adoradora?
Masha no sabía como responder.
—Las he dejado vivir aquí… En mi bosque. Bajo mi protección.
—Como esclavas. En su bosque, un lugar que era originalmente de ellas. Limitadas a lo que se te antojara. Entendí que por eso no hay luz de sol aquí… Para limitar la fuerza de Sidhe, dándoles la magia que se merecen a cuentagotas, como para sobrevivir.
—¡No es cierto!
Masha me dio la espalda para revolver su poción de nuevo, evitando mi mirada.
—Es tan cierto que no eres capaz de verme a los ojos. Te avergüenza. Maria Kameneva, no mereces ni un gramo de la devoción que esas criaturas te tienen, pues en realidad, lo único que te tienen es miedo.
Abrí la puerta y me volví a poner los zapatos. Dándole la espalda, con mis dientes bien presionados, mi corazón en llamas, mis ojos en lágrimas, solo pude pronunciar estas últimas palabras.
—Gracias por todo. Solo deseo que sepas hacer lo correcto. Y si no lo haces, quiero que sepas que no tienes ninguna diferencia con Larissa Florakis, aquella bruja que detestas y de la cual te quejas, bruja del cielo. Adiós.
Tiré la puerta para cerrarla. Sollocé un poco mientras caminaba hacia el bosque, la luz de mi varita acompañándome. Una vez más adentro del bosque, me apoyé contra uno de los árboles, mis lágrimas no paraban. Me tiré al suelo a llorar.
—¿Por qué? ¿Por qué somos así? ¡Maldita humanidad! No somos diferentes de aquellos que nos pisan.
Después de unos minutos, la oscuridad alrededor se disipó. De repente era de día ya. Una voz salió del cielo.
—Angela… Tienes la razón. Perdón.
Me levanté y grité.
—No es a mi quien debes pedir perdón. Solo haz lo correcto, Maria.
Suspiré y continué mi camino.

En realidad estaba perdida. No sabía hacia dónde dirigirme, a dónde avanzar. Observé el camino del Sol, recordando un poco lo que había observado en el momento que Gyasi y yo llegamos a este lugar. Seguí caminando sin detenerme. Si algo, serian alrededor de dos horas antes de llegar a la villa. Prestaba atención al canto de los animales, al mecer de los árboles, intentaba identificar el ruido del riachuelo.
Después de caminar más de una hora, me detuve a descansar. Recordé que había dejado las botellas y el mantel en casa de Maria y no había riesgo alguno que me fuese a regresar por ellos. No había ni rastro de la senda que Gyasi recorría, ni de su casa. Era incluso posible que me estuviera alejando de mi destino.
—Mi señora…
Me giré. Una de aquellas hadas, la más bajita, se acercaba hacia mi volando. Se posó en mi hombro, me pidió perdón y me hizo una reverencia. Se le veía aún más brillante de lo normal, limpia y rozagante.
—De nuevo, gracias por el baño.
—Ah, el lago…
—Así es. El agua es fresquísima, y nos ha permitido lavar nuestras ropas y lavarnos a nosotras mismas.
—Me alegra mucho. Pero, ¿qué haces aquí? ¿Acaso no es peligroso?
Miró de soslayo y batió sus alas un poco, dejando caer unas escamas tornasol en mi camisa.
—Lo es. Pero sentí que tu necesitabas ayuda y no pude dejar de venir.
Sonreí.
—Así es. Muchas gracias. Necesito saber como regresar a la villa.
Con una voz delgada, susurrante pero decidida, me respondió.
—Vamos. Te guiaré.

En menos de veinte minutos con su ayuda, me dejó al otro lado del río.
—Me arriesgo mucho, mi señora, pero hasta aquí te puedo acompañar.
—Ve, regresa con rapidez. Te agradezco infinitamente.
—Es con mucho honor.
—Cuídate mucho, Arielle.
La hada se quedó frenada en el aire, batiendo sus casi invisibles alas como una libélula que busca dónde beber agua.
—¿Pasa algo?
—Ese nombre…
Caí en cuenta de la situación.
—Ah. Perdón, se me escapó de la boca. Si no te gusta…
—No, señora, Arielle es mi nombre. Es un honor para mi.
La criatura comenzó a brillar intensamente, arrojando saetas de luz alrededor mío. Surcaba los aires con soltura, como emitiendo felicidad.
—¡Arielle! ¡Qué bonito nombre!
Ella seguía revoloteando, su cara feliz y sorprendida. La verdad, salió agolpado de mi boca. Fue lo primero que llegó a mi cabeza, sin pensarlo en absoluto. Me dio un poco de pena, aunque aparentemente a ella le había gustado.
—Arielle, siento interrumpirte, pero debes regresar con tus hermanas.
Ella cayó en cuenta y se detuvo.
—Tienes la razón, mi señora Angela.
—Ve… Nos vemos después.
Como un bólido, la criatura salió volando de regreso a la espesura.

Me había dejado en el extremo más cercano a mi cabaña. Me retiré los zapatos y las medias, y crucé el río con cuidado. Su caudal era fuerte, pero pude hacerlo sin trastabillarme. Ya de la otra orilla, dejé el calzado afuera, limpié mis pies en el porche y entré en mi cabaña.
—¡El libro!
El cuaderno que aquellos dioses del aire pasados me habían legado de mano en mano no estaba sobre la mesa dónde lo había dejado. Aquel secreto íntimo, había desaparecido. El libro número uno y las notas de papel doblado tampoco estaban. Alguien había entrado y se los había llevado.
—¡Tonta, tonta yo! ¡Larissa!
Yo los había dejado sobre la mesilla pues no esperaba quedarme más de unas horas en casa de Maria. No había guardado el tomo secreto en el hogar como lo había planificado. Me di media vuelta y aún descalza, corrí hacia la choza de Larissa, varita en mano.

«El club de los dioses» (parte 5)

Aquella hada… Aquella criatura que había dado paso al más terrible error de mi vida estaba allí, de frente a mi, congelada en el umbral de la puerta. Sentí como mi sangre comenzó a hervir. Su nombre era Millia, aparentemente, o ese era al menos el nombre que Masha le había dado.
Era más alta de lo que me había imaginado, pues aunque en la Tierra ella era como del tamaño de mi palma, en este mundo me llegaba hasta las rodillas. Estaba literalmente igual que como la había visto en la última noche. Sus alas parecían que habían perdido pequeños pedacitos allí y allá, y su piel, que en un principio parecía llana y clara, ahora estaba ligeramente demacrada, con grandes heridas y moretones por todas partes. Su cabello, que no había podido observar con claridad del otro lado, era una maraña de color castaño oscuro. De verdad, su ropaje estaba hecho jirones. A exceptuar la parte que se ajustaba como corpiño, ya presentaba roturas allí y allá.
El verla en ese estado bajó mis ánimos un poco. Se le veía aprensiva, como preparada para recibir una tunda, casi llorosa. Mi corazón que iba a mil, se frenó con rapidez. Me tumbé en la silla de nuevo, tomé la taza y sorbí un poco del té. Masha nos miraba a través de la mesa, ocultando su boca detrás de su vaso. Aunque mi cabeza estaba pensando en mil cosas, el sabor del té inundó mi mente. Era fresco, un poco agrio, un poco dulzón. Enjuagué mi boca varias veces con dicha bebida, como tratando de enfocarme en otra cosa diferente.
En tanto me senté, el hada se quedó un poco más tranquila. Durante un par de minutos nos quedamos en tablas, sin saber que hacer o decir. Masha quebró el hielo con su voz, imponente, pero calmada.
—Entra hija, y cierra la puerta.
El hada agachó la cabeza e hizo como se le instruyó. Como obligada por algo o alguien, se mantuvo con la cabeza gacha, sin mirarnos.
—Si, mi señora Sidhe.
Si mal no estaba, Sidhe era el nombre de la diosa del cielo original según la escritura que había visto en el libro uno.
—Y bueno, explícale a esta pobre niña que pasó… ¿Por qué perdió su apellido?
Yo seguía con la mirada cada reacción, cada expresión de la criatura. Quería saber que sentía, así fuese por las curvaturas de la cara. Atrás había quedado aquella expresión feroz que me había dado las últimas veces que le había visto.
—Señora, yo…
Parecía que un ratón se hubiera tragado su lengua. Hablaba despacio, en una vocecilla muy delgada, tan silenciosa que me costaba creer que era el mismo hada que me había gritado en esas voces ferales.
—Algo salió un poco mal cuando esta niña pidió su deseo.
—¿Y?
La criatura se agachó un poco como esperando el manotazo.
—Y… No la pudimos traer completa. Una parte de ella se quedó en el mundo de los humanos.
Masha se levantó de golpe. El hada se arrodilló, como si hubiera perdido su fuerza.
—En el nombre de Sidhe, no puedo creerlo. En miles y miles de años, en cientos de almas, es la primera vez que esto ocurre.
—Perdón, perdón, perdón…
Unas diminutas lágrimas comenzaron a llenar los ojos de la criatura, leves temblores moviendo sus ya delgadas carnes. La voz de Masha se tornó profunda, recordándome a la experiencia de la bruma de hace unos minutos.
—Esto es inexcusable, Millia. ¡Es como si hubieras nacido ayer! ¡Con razón esta niña no recuerda su apellido! ¡Vino incompleta!
Podía sentir mucha rabia, pero esto ya era mucho.
—Maria, calma, calma. Mira que la tienes achicada.
No podía creer que yo estuviese tan calmada. Respiraba profundo pero silenciosamente para componer mi mente.
—Hablemos con calma, con seriedad y con cabeza fría. Toma asiento.
—Pero…
—Pero no ganamos nada si nos tratamos de atropellar unas a otras.
Me giré hacia la criatura. Sus ojos estaban totalmente abiertos, como si no esperara la tranquilidad que yo sentía. Se puso de nuevo de pie y me hizo un ademán en forma de respeto.
—¿Acaso no quieres descargar tu rabia? Te hemos robado de tu familia, del mundo de los humanos… E incompleta para acabar de terminar.
De nuevo respiré profundo.
—Es cierto. En un principio quería agarrar a esta criatura a golpes, pero la verdad es que nada gano con venganza. Si, solucionaré mi enojo, pero es algo temporal, nada me va a regresar a casa de mi madre, de regreso con mi novio. No gano nada haciéndolo, ni siquiera es un paliativo.
Me levanté de mi asiento, taza en mano.
—Vamos, siéntate aquí. Hablemos.
Le apunté con la otra mano a la silla. El hada me miró asustada.
—Yo… Yo… No podría sentarme en la misma mesa que la señora Sidhe. No lo merezco.
Masha me miraba como si yo estuviera haciendo algo que jamás había visto en su vida.
—Y bueno, ¿dónde preferirías sentarte entonces?
—¿Sentarme? No, no hay necesidad.
Aclaré mi garganta y me acerqué. Sentí como ella se tensó e inclinó hacia un lado.
—Las conversaciones más provechosas se hacen sentándose, Millia, y mirándose a los ojos. Hacen que uno se enfoque y entienda lo que dice el otro. Puede que tu puedas volar sobre el aire, pero yo no. Igual, volando en algún punto te cansarás. ¿Ya ves por qué sentarse es más cómodo?
Me tiré en el suelo, sentada con las piernas cruzadas.
—¿Aquí está bien, no crees?
Miré a Masha. Por la expresión de su cara parecía que había visto un fantasma.
—¿Aquí está bien, Maria? ¿Podemos ella y yo hacernos acá?
Tartamudeó.
—Pues… Por mi no hay problema.
Hice un par de golpecitos en el suelo a mi lado para que el hada se sentara allí. Ella me miró y copió mi postura, acomodando sus delicadas alas para que no estorbaran.

—Ahora bien, cuéntame… ¿En realidad que fue lo que salió mal?
—An… Señora Ang…
Parecía incapaz de decir mi nombre.
—Angela está bien. Con calma.
El hada hiperventilaba un poco.
—Calma, respira con calma.
—Yo… Yo…
Se levantó y se postró en el suelo a mis pies, llorando.
—Perdón, te pido perdón, señora Angela. Perdón. Tu tenías tu familia que te amaba y te sacamos de allá.
Respiré profundo. Ahora si que era imposible enojarme con esta criatura.
—No te preocupes, ya lo hecho, hecho. Tu me trajiste con una intención y eso es lo que quiero comprender. Quiero saberlo todo. Yo siento que estoy acá por alguna razón superior y la quiero conocer. Levanta tu cara y hablemos.
Instintivamente mandé mi mano hacia la cabeza del hada. Antes de tocarla me frené, pero continué. Le acaricié el cabello. Estaba hecho un ovillo de lana, enredado, pero su cabello era fino, suave, terso como el de un niño recién nacido. El hada seguía llorando y temblando.
—Ya, ya… Vamos. Tema perdonado y superado. Siéntate.
Se irguió despacio, limpiándose los ojos con sus manos. De nuevo, me costaba comprender porque estaba yo tan calmada. No me giré a ver a Masha, pero ella se mantuvo en silencio.
—Ahora si, ya con eso fuera de tu sistema, ¿qué pasó?
Entre suaves sollozos, Millia me relató.

Cuando un ahijado humano pide un deseo, ocurren dos cosas. El hada levanta sus manos hacia Sidhe y pide con fervor el cumplimiento del deseo, marcando el alma del ahijado, que en a los ojos de ellas es una gran esfera de luces muy brillantes, con una mancha de una especie de tinta indeleble, una marca que indica que el alma será liberada al cielo en tanto el ahijado cumpla quince años de vida. Esta es la marca de Sidhe, la diosa del cielo. Esto lo llevan haciendo por miles de generaciones.
Si el deseo puede ser cumplido, la marca presiona el alma del chico y la condensa en una diminuta esfera. La energía que Sidhe extrae de este proceso entonces es capaz de cambiar la realidad, el flujo de los hechos y hace que se cumpla, de alguna forma, el deseo, sin importar las consecuencias. En el pasado, los deseos salen un poco mal para otros humanos, ocasionando peleas, guerras y desastres. Sin embargo, desde que se cumpla el deseo, todo es valedero para Sidhe. Esta esfera le acompaña al ahijado hasta su último día. Al final, ningún humano puede vivir sin su alma.
En ese momento, el hada regresa, se despide de su ahijado y sustrae el punto de energía, ya totalmente comprimido, lo toma en sus manos y lo consume. Al hacer esto, lo transporta a un espacio llamado “el purgatorio” y lo suelta allí. Esa es la representación del vacío absoluto, en el cual solo brilla el alma del ahijado. Esa energía va liberando pequeños hilos de luz, que se convierten en sustento para todas las hadas, pues ellas solo pueden consumir la vida humana. Un tiempo después que aquella energía se ha agotado y se vuelve oscuridad, el alma del ahijado vuelve a tomar forma humana, se convierte en un dios y desciende al mundo de las hadas, que es este. En este lugar, como dioses, han de moldear la existencia de las criaturas y coexistir con ellas.

—El problema con esta explicación… Señora Angela, fueron dos cosas. Primero, tu deseo. Me pediste que crecieras en un día lo de un año. Yo, ni ninguna de mis hermanas durante tantas generaciones había hecho eso jamás. Por eso dudé que fuera posible.
Pausó un momento.
—Cuando lo pedí a Sidhe, el deseo fue aceptado. No me lo esperaba. Sellé tu alma, que tuvo un solo día para comprimirse. Tu cuerpo creció, tu mente maduró, y con ello la cantidad de energía que acumulaba tu alma, con lo cual comprimirla fue más difícil.
Ella gesticulaba con sus manos. A mis ojos parecía que viera como ocurría todo, como si un globo se llenara de aire entre sus palmas y sus dos manitas intentaran apretarlo.
—Luego, el momento en que cumpliste quince años, que fue en la noche siguiente, la esfera de energía era gigante. Nunca había visto ello. Normalmente son diminutas.
Extendió sus brazos totalmente y luego me mostró entre su pulgar y su dedo índice un tamaño muy pequeño.
—La energía se desbordaba, pero yo no tenía más remedio que consumirla. Lo intenté, pero la marca de Sidhe no tuvo tiempo suficiente para ser efectiva. Así que tuve que dejar algo de esta energía en el mundo de los humanos.
—Y eso ocasionó…
—Que estés una parte aquí y otra allá, señora Ángela.
Se le encharcaron los ojos de nuevo.
—Perdón de nuevo.
Suspiré profundo.
—¿Y eso significa?
—No lo sabemos todavía. Es la primera vez que nos ocurre.
Pensé en el sueño que tuve esa noche. Miré a Masha. Ella me miró también. Súbitamente, como si hubiésemos comprendido algo elemental, aspiramos al mismo tiempo.
—¡Santo padre! ¡Yo estoy aún viva en la Tierra!
—Святой Отец! Ты ещё жив!
Millia se encogió de hombros.
—No sabría decírtelo, señora Angela.
—Medio viva en realidad, si es que mi alma se partió en dos. Y es por eso que aquella noche tuve ese sueño.
Exhalé todo mi aire. Era algo que era imposible de comprender totalmente. Las capacidades que había visto en Vicente y Gyasi, todo este tema de almas, el purgatorio, escapaba mi capacidad de raciocinio. Sin embargo, era totalmente real, lo había visto. Había salido magia de mi incluso.

Masha se levantó de su asiento.
—¿Quieres pastel, Angela?
—Te ayudo. ¿Nos ayudas, Millia?
Masha seguía estupefacta con mis proposiciones. Era como si rompiera una regla de etiqueta intrínseca, como si fuera un sistema de clases que estoy destruyendo con mis actitudes.
—No, no, para mi seria imposible, señora Angela. El hogar de la señora Sidhe es un lugar santo. De hecho me siento una intrusa y enormemente honrada de solamente poder sentarme aquí.
Sonreí, levantándome del suelo y extendiéndole la mano.
—Esto no es nada, no hay problema, ¿no cierto, Maria?
—Ah, no, creo que no.
—Ya ves, vamos.
El hada me miró, sus cejas encorvadas como si dudara. Después de un momento, se levantó dándome la mano. Era una manita diminuta, tan chica que sentí que la podía romper de solo presionarla un poquito más duro. Sus deditos eran largos y suaves.

Nos dirigimos al hogar y Angela comenzó a ordenarnos que hacer para elaborar la tarta. Mientras yo revolvía un par de cosas, Millia nos traía los ingredientes, y Angela preparaba el horno y una parte de la masa. Durante ese periodo continuamos hablando.
—Entonces, los poderes mágicos que tenemos acá…
—Son la expresión del infinito poder de la diosa Sidhe. Es necesario que ustedes tengan esos poderes para poder moldear este mundo y crear. En otra época, cuando mis hermanas y yo eramos millones, vivíamos en el bosque, en el río, en aquella villa, entre ustedes.
—¿Y qué pasó?
Mientras cargaba un par de las bayas con sus manitos y me las entregaba, se giró a mirar el suelo.
—Hubo un desacuerdo con la señora Larissa.
Masha asentía, como si esto lo supiera de primera mano. Me giré a verla.
—¿Y bueno?
—¿Era esta otra de las preguntas que tenías?
—Pues, ¡por supuesto!
Masha exhaló.
—Cuando yo llegué a este lugar, aquella bruja que llamas “Larissa” ya estaba aquí. Igual que como la ves el día de hoy. En cientos de años no ha cambiado ni un milímetro. Ella se cuida mucho de ello.
—Veo.
—¿Sabes? Todos los dioses tenemos la capacidad de hacerlo todo. No solo controlo el cielo, pero como podrás recordar, controlo el aire. Así mismo el agua, la tierra, incluso la vida. Lo único que no aprendí a controlar del todo es el tiempo. Es una tarea muy difícil y muy agotadora y el mago de Agaro lo hace muy bien, así que lo dejo.
—¿Y entonces por qué…
—¿Por qué los roles? Fue algo que los primeros dioses, por su naturaleza de humanos, que quisieron dividir y crear. En especial ese bastardo de Haoma. Pero en realidad no es necesario. Se podría quedar aquí uno solo de nosotros y sería capaz de hacerlo todo.
Millia interrumpió.
—Si me permiten hablar, señoras.
—Adelante.
—No es buena idea que solo quede uno de ustedes. No creo que la energía vital sea suficiente para todas las actividades que deben hacer. Morirían con rapidez.
—Espera, espera, ¿morir?
Mi pregunta salió como caballo desbocado.
—Así es, señora Angela.
Masha sonrió, dirigiendo un molde de metal que hacía flotar con su magia hacia dentro del horno. Apuntó a su cara como si la exhibiera.
—¿Por qué crees que estoy así?
—No quería hacer ningún comentario, ¿pero es esa la razón por la que estás envejecida?
Masha echó una carcajada que sonó como un trompetazo.
—La pregunta debería ser más bien… ¿Por qué los magos de Agaro y Plata, y la bruja de Creta no han envejecido?
Suspiré profundamente. Un olor a masa de tarta inundaba la casa.
—Pues, me imaginé que era porque somos inmortales.
—¿Inmortales? No, no niña, es porque la bruja de Creta está haciendo algo muy malo.
—¿El qué?
—Niña, ¿no lo comprendes? ¡Está usando sus poderes para alargar la vida de los dioses que viven con ella allí! Por eso no tienen que comer.
Aspiré agolpada, tapándome la boca con la mano.
—¡Por Dios! Pero, ella… Ella llegó, en mil ochocientos treinta y algo, ¿no?
—¿Eso fue lo que ella te dijo? Bruja de Creta, ¡cuántas más mentiras has de decir!
—¿Es mentira?
—Angela, no sé la cifra exacta, pero aquella “Larissa”… Lleva aquí más de cuatrocientos años.
—¿Qué? Es decir, ¿desde mil seiscientos? ¿O algo así?
—Uy, yo creo que mil quinientos cincuenta o alrededores.
Me mandé la mano a la frente. Miré a Millia. Ella sabía que pregunta iba a hacer.
—Señora Angela, nosotras no sabemos mucho de años en el mundo humano. No sabría decirte. Lo único que sé es que muchas generaciones de dioses han pasado por acá, y ella aún vive.
—¡Pero! ¿Y Vicente?
—El mago de Plata… El llegó unos años después de mi llegada. Y me imagino que debe parecer como un chiquillo de esos, como tú.
—Así es… Como de dieciséis años.
—Ya tu ves.
Mi cabeza daba un poco de tumbos.
—Mi señora Angela, ese fue el desacuerdo con la señora Larissa. Por eso fuimos desterradas de la villa aquella.
—Y por eso me fui de allá, en cuando me di cuenta de esa cruel realidad. La bruja de Creta quiere vivir para la eternidad.
—¿Y qué gana con eso?
—No tengo ni idea. Ese día fue horrible. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer.
Mientras Masha continuaba en su elaboración de la tarta, yo picaba ingredientes y sorbíamos otra taza de té, me contó dicha historia.

Hay un libro que Larissa oculta en algún lugar de este mundo. En este tomo se cuenta la verdadera versión de todo lo que los dioses pueden hacer. Hay en realidad tres formas para salir del valle de los dioses.
La primera es por cansancio o por voluntad misma del dios. Para ello se camina en la dirección en que se oculta el Sol. Hacia allá hay un camino plano en línea recta que continúa por unas horas, rodeado de un espeso bosque a lado y lado. Una vez se llega allá, hay un precipicio, que es como el fin del mundo. Este acantilado está asegurado con una pesada puerta de metal, y una cerca que se extiende por un par de millas a lado y lado. El dios abre esta portezuela y se arroja al vacío. Se podría decir que es una especie de suicidio y se necesita mucha valentía para lograrlo. Con ello se logra morir y regresar al seno del árbol de la vida, Haoma.
La segunda es cuando se es expulsado por los demás dioses. Esto ocurre cuando uno de los dioses hace algo malo, o utiliza sus poderes para el mal. Con el poder de los demás dioses, se elimina al dios infractor, regresándolo a Haoma a la fuerza.
Pero la otra, es la forma natural, por vejez. Aquí se crece proporcionalmente a la cantidad de energía que se usa. Los dioses del tiempo envejecen mucho más rápido, pero pueden usar su capacidad para frenar el envejecimiento. Los dioses de la vida, al controlar el crecimiento de sus cuerpos, en teoría podrían vivir para siempre, sin embargo, nadie lo ha logrado jamás. Al fin y al cabo, la energía no es infinita. Es Larissa, la que quiere contravenir la ley natural. ¿Cómo? Masha no lo sabía.
Ella ingreso a la cabaña de Larissa sin permiso, encontró y leyó dicho texto. Una vez confrontó a Larissa acerca de lo que había leído, ella no aceptó su culpabilidad. Las hadas no sabían tampoco acerca de esto.

—Señora Angela, a nosotras se nos hacía muy extraño un humano tan longevo, pero como no sabemos del todo como funcionan ustedes los humanos, así que nunca nos cuestionamos nada. Igual, ustedes son dioses.
—Yo entonces iba a confrontar al mago de Plata con dicha información, pero él estaba, y está aún supongo, totalmente controlado por la bruja de Creta, así que no me prestó atención. Después fui a buscar al mago de Calcuta. Ante esas amenazas, la bruja de Creta utilizó su poder para debilitarme. Por primera y única vez la vi utilizar magia de tiempo para congelarnos.
Suspiré. Supuse que Rahul sería el mago de Calcuta.
—¡Ella nos amenazó de muerte! Nos gritó que si decíamos una palabra en contra de ella, básicamente tenía la capacidad de aniquilarnos, deteniendo nuestras vidas.
Millia asintió.
—Así que para evitar que ella nos hiciera daño, le respondí gritando que hiciera lo que quisiera, pero que nos dejara a mis hijas y a mi tranquilas, y nos retiramos hacia el bosque.
—Entonces ustedes habitan acá desde hace…
—El mago de Agaro es la persona idónea para medir el tiempo, pero yo diría que unos sesenta años, más o menos.

La casa se llenó del olor de las bayas frescas, la tarta ya se estaba cocinando en el horno. Caminamos hacia la mesa de nuevo. Tomé una de las frutas, una pera, y se la dirigí a Millia. Ella me observaba preocupada, negando con su cabeza, como si estos frutos fueran de consumo exclusivo de los humanos, como una ambrosía.
La miré con mi ceño encorvado, insistiendo con mis manos que la tomara. Reluctante, la recibió, hizo una señal de apreciación hacia mi y Masha, y tomó un mordisco diminuto. Un par de lágrimas salieron de sus ojos, como quien prueba algo que solo comió en su niñez.

—La bruja de Creta nos ha atacado en múltiples ocasiones. En una de ellas causó un incendio forestal. Creemos que fue el mago de Plata quien lo ocasionó por orden de ella. Afortunadamente, gracias a Sidhe, he sido dotada de mucha energía mágica, así que pude detenerlo. Heme aquí, después de cien años, aun dando de que hablar.
—Si todo es tan hostil… ¿Por qué sigues aquí? ¿Por qué no te has ido por el camino del Sol?
Masha sorbió otro poquito de té.
—Porque si me voy, ¿quién va a protegerlas a ellas? ¿A las criaturas que viven en el bosque y que no conoces?
—Pero… El bosque es silencioso, casi parece un cementerio. Mientras veníamos para acá, se me hizo extraño el no escuchar el rumor de los grillos o el gorjeo de los pajarillos.
—¡Por la misma influencia de la bruja de Creta! Ninguno de ellos tiene permitido siquiera acercarse a la villa. Todas las criaturas lo saben. Ya más adentro del bosque si podrás disfrutar del canto de las aves y de los ruidos de los animalillos corriendo de un lado a otro.
Millia seguía sentada en el suelo absorta comiendo la pera, pero parecía ser solo un bocado, como si un pajarillo hubiese picado la fruta. Era hipnótico verla comer con esa alegría. Un pensamiento me golpeó.
—Cuando ahora más temprano te referías a un visitante inesperado, era…
—El mago de Plata los siguió hasta la casa del mago de Agaro. Lo vi a través de los ojos de las lechuzas. Luego, tuve que crear esa bruma espesa, no solo para probarte, maga de Berlin, pero para proteger mi pequeño bosque y hacer que se perdiera él. No me imagino que hubiera pasado si hubiese podido llegar a este lugar.
—Maria, llámame Angela, por favor… Esos nombres rimbombantes no me gustan.
Masha se sonrió.
—Eres única, bruja de Berlin, Maryland.

Se levantó de la mesa para ir al horno. Me giré a ver a Millia, que ya había terminado. Solo había comido lo que parecía un mordisco de tamaño humano. Hablé en un tono bajo.
—Millia, te voy a pedir un favor.
—Dime, señora Angela.
Mientras se ponía de pie, me entregaba el sobrante de la pera. Negué con mi cabeza y la detuve con la palma de mi mano.
—Llévale esto a tus hermanas. Diles que las quiero conocer.
Con sus ojos se giro a ver el lugar dónde Masha estaba, sus cejas mostrando preocupación.
—No hay nada que temer. Soy yo quien las quiere conocer. ¿Pasa algo con Masha?
Tornó su mirada al suelo y negó con su cabeza.
—¿No puedes hablar?
Negó de nuevo.

—¡Falta muy poco! Se ve que esta tarta va a quedar muy buena.
Masha se regresó hacia nosotros, sosteniendo un cuchillo para tortas, ligeramente embarrado con jugo de bayas.
—Maria, necesito pedirte un favor.
—¿El qué?
—¿Puedo quedarme aquí un tiempo? Quiero que me enseñes como usar la magia.
Se rió con fuerza.
—¿Qué quieres que te enseñe, por Sidhe, si casi acabas con el bosque ahora más temprano?
Solté una risita patética.
—Eso simplemente salió, no sé de dónde o como. Quiero controlar ese poder y no simplemente que sea un tema de impulso.
Se quedó pensando un poco.
—Me caes muy bien, Angela. Eres muy diferente a todos los demás. No sé que ha pasado en tus Estados Unidos en la era que viniste, pero al parecer la gente es bastante diferente. Quiero que me cuentes de ello.
Miré a un lado.
—Creo que no te va a gustar todo lo que te puedo contar.
De nuevo se carcajeó.
—Pruébame.
—Pero no te vas a enojar, ¿vale?

Tomé otra fruta entre mis manos, una manzana roja, y me giré hacia Millia.
—Muchas gracias por tu ayuda. Llévale esto a tus hermanas y compártanlo.
Millia dudó un poco, pero me la recibió. Se lanzó al suelo, hizo una señal de adoración para Masha y para mi. Después de unos segundos, se levantó.
—Con su permiso, señoras.
—Bendiciones de Sidhe.
—Amén.
Se dio media vuelta, abrió la puerta, volvió a hacer una venia y salió, cerrándola con suavidad.

—Святой Отец, Анжела! ¿Qué demonios eres tú?
Miré a Masha con extrañeza.
—¿A qué te refieres?
—De todas las personas, de todos los dioses que han venido aquí… Eres la persona más atípica. Todos vienen con odio y muchos descargan su rabia en las pobres hijas de Sidhe, ¿y tú vienes acá y eres todo amor y tranquilidad?
Lo pensé antes de contestar, un poco distraida también por el delicioso olor que emanaba el horno.
—La verdad, yo misma me sorprendo. De veras que al principio quería acribillarla, pero después me lo pensé bien. Ellas no tienen la culpa que dentro de su naturaleza tengan que hacerlo. Si un humano tiene que mendigar para sobrevivir, ¿por qué otro tipo de criatura no haría algo similar? Además, Millia se nota muy atormentada por lo que hizo. La comprendo. Si mi muerte física dio vida al sostenimiento de varias de ellas, al menos algo positivo salió.
Masha seguía meneando la cabeza.
—Eres un bicho muy raro, Angela.
—Estaría mintiéndote si te dijera que no extraño a mi mamá, a mi novio y la Tierra, pero hay una mínima esperanza, ¿ya ves?
—¿Aquello que tu alma está aquí y allá?
—Por eso quiero saber como funciona la magia, por eso te pedí que me acogieras por un tanto.
Suspiró.
—¿Sabes qué esto va a ser un problema? El hecho que no regreses por varios días alertará a la bruja de Creta. Ni Mikhail o Rahul pasaban más de dos horas acá.
—No te preocupes por ello. Tengo una idea. Después te la comento.

Continuamos hablando acerca de la existencia de la magia y su origen. Una vez la tarta estuvo, partimos unas porciones, la servimos con mas té y nos la comimos mientras charlábamos.
Según la explicación de Masha, ella reiteró que era importante entender que la magia es la expresión real del poder infinito de Sidhe, la diosa del cielo. En el principio, cuando Sidhe hizo descender a sus hijas al río del inframundo, comenzó a esparcir sus rayos por toda la tierra. Estos rayos se alojaron no solo en el aire, pero en el suelo y en el agua, y aún hoy, estos rayos siguen descendiendo.
Usar la magia, es utilizar esas cantidades de energía de Sidhe y usar el cuerpo como conexión para controlarla y usarla para transformar lo existente. Este poder no tiene limitantes, más que la energía que se extrae de la naturaleza, que se desgasta y toca esperar que se renueve; la energía corporal del mago, que se desgasta y no es posible renovarla con facilidad, a excepción que llegáramos a entender como Larissa lo ha logrado por tantos siglos; y la voluntad del mago, que sea capaz de enfocar la energía de la forma como lo desea.
Por ello, un mago es capaz de hacer lo que su corazón desea, independientemente de si es considerado por el resto del mundo como algo bueno u algo malo. El mago es el conducto, el que instruye la energía de Sidhe a convertirse en algo, lo que este desea. Masha lo describió poéticamente como una tubería de agua que simplemente lleva el agua de un punto A a un punto B, mientras que una fuente de un parque, siendo también tuberías, le da a las aguas unas formas armoniosas y agradables. El mago transforma la energía en una forma específica. Todo depende de la voluntad del mago.

Esto para mi era demasiado teórico. Para hacerme entender, Masha me mostró varias formas de magia en acción. Puso a flotar cosas muy pesadas por encima de mi cabeza, hizo crecer un árbol en el claro del bosque desde solo una semilla, creó una figurilla de barro que caminaba por si misma en el suelo, la puso a escupir agua como una fuente, detuvo en el tiempo una hoja que caía de uno de los árboles de alrededor e hizo una espira de fuego verdosa que estalló como fuegos artificiales.
Antes de concluir la noche, y ya un poco agotadas, me pidió que intentara prender en llamas una pequeña rama que había caído de algún árbol, solo con el poder de mi magia. Por una hora lo intenté, pero me rendí. Era como si pujara contra la corriente. Hice movimientos de manos, cerraba mis ojos e intentaba concentrarme, nada funcionó. Antes de internarnos en la casa para por fin descansar, tomé la rama para guardarla para mañana.

Una vez ella bajó el fuego de la hoguera, Masha se acostó en la cama y yo me tiré en el suelo con solo una cobija encima. Puse la rama a un lado de mi cabeza.
—Angela, es cuestión de foco, nada más. Deja que tu corazón sea el que ordene, el que transforme.
—Lo sé.
La escuché bostezar profundo.
—Afuera te están esperando. No creas que no me di cuenta.
—¿De qué hablas?
—Yo tengo ojos en todo el bosque, no lo olvides.
Tragué un poco de saliva y me volteé. Ella musitó un par de palabras.
—Oh, gran Sidhe, gracias. ¡Gracias!
Masha se había quedado profunda.

«El club de los dioses» (parte 4)

—¿Qué es lo que llevas en la bolsa?
A pesar de lo temprano que era, Gyasi estaba igual de animado que siempre.
—Recogí un par de frutas y llené un par de botellas con agua.
—¡Oh, preparación!
—Yo seguí tus recomendaciones, nada más.
—¿Necesitas ayuda?
Me reí un poco.
—No, no por ahora. Si en el trayecto me canso, te pediré ayuda, ¿vale?
—¡Está bien! ¡A marchar todos!
¿De dónde provenía su entusiasmo? No entiendo aún, pero me parecía increíble. Era como una estrella, fulgurante cada minuto.

Comenzamos a caminar en sentido del río. El sol aún no había salido, así que la Luna aun presente en el cielo iluminabsa todo con un tinte cerúleo. Desde el Este, un tono ligeramente anaranjado comenzaba a teñir el firmamento, el caudal de estrellas seguía como derramándose por encima de nuestras cabezas. En breve amanecería.
Una vez llegamos al río, comencé a sentir un ligero frío subir por mis piernas desnudas. Pensé fútilmente que debí haber muerto con un pantalón largo, como era usual en mi atuendo, pero ¿cómo iba yo a saber cual iba a ser mi futuro después de mi encuentro final con aquella hada? Además, era lo único que me servía después de mi súbito crecimiento. Me reí un poco.
—¿Pasa algo, hermanita Ángela?
—Jajaja, nada, Gyasi. Estoy un poco loca.
—¡Ah, eso es normal! Nadie de los que vienen acá son particularmente cuerdos.
—Pues, tienes algo de razón.
Seguí riéndome un poco. En realidad, en mis adentros, tenía un poco de nervios de conocer a Masha.

Ya estábamos cerca del lugar donde Vicente y el chico construyeron aquel puente ayer.
—Tomaremos este atajo que hicimos ayer.
—¡Oh! Lo estrenaré entonces.
—¡Bienvenida!
Gyasi se hizo en la entrada haciéndome una venia como un amable portero. Di el primer paso adelante con muchas dudas. Era cierto que Vicente ayer saltó sobre él con fuerza, pero aun no terminaba de darme confianza. La tierra encima se había secado lo suficiente para dejar de ser resbalosa, pero aún había mucha arenilla dispersa que se desmoronaba un poco bajo mi peso. Yo no estaba tan gorda, estaba segura de ello. Gyasi siguió detrás mío, sonriendo.
—Parece bastante bueno, aplausos para Vicente y para mi.
—La verdad siento que falta que se afirme del todo, me da un poco de espina aún.
—Eh, ¡pero si está bien sólido!
—No sé, un poco de piedrecillas en la parte de arriba puede ayudar.
El chico se quedo contemplando mi sugerencia.
—De hecho… No es mala idea.
Cruzamos al otro lado, el bosque que abría sintiéndose mucho más fresco que la otra orilla.
—Bueno, señor guía… Indícame el camino.
—¡Jajajaja!
—¿Qué pasó?
—Es la primera vez que alguien me dice “señor”. ¡Ni cuando estaba vivo!
—¡Eh, pero si te mereces respeto!
Sonrió. Sus blancos dientes parecían iluminar el camino que aun estaba oscuro. Sacó pecho, aclaró su garganta y cambió su infantil vocecilla por un falsete grave que me hizo carcajearme.
—Está bien, mi estimada hermana, hemos de departir.
—¿A quién remedas?
—A mi papá.
Ambos nos pusimos a reír mientras continuábamos andando. Nos internamos en el bosque, el frío tratando de quemarme los huesos, aunque unos momentos después el calor del ejercicio lo mantenía a raya. Los árboles en este lugar eran altos, frondosos y de múltiples especies. Pensé que quien fuera que había sido el dios que los había creado y mantenido era un genio. Eran hermosos, cubiertos de musgo, gruesos y fuertes. Algunos soltaban sus pesadas lianas sobre nosotros, otros mostraban sus frondosas ramas orgullosamente. En algunas partes cruzábamos por encima de sus fuertes raíces, llenas de diminutas hojillas de pasto. Me dio pena aplastarlas bajo mi peso, pero en mi corazón deseaba que se recuperaran pronto.
Esperaba escuchar aquel relajante sonido que había escuchado en múltiples ocasiones en los bosques alrededor de mi casa, el sonido de grillos, las hojas agolpándose con el viento o ver luciérnagas cruzar nuestro recorrido, pero no existía nada. Solo oía el ritmo acompasado de nuestros pasos, las hojarascas crujiendo bajo nuestro. Era como si nos hubiésemos internado en el vacío. Sentí un poco de miedo. Aclaré mi garganta, aunque salió como un juguete chillón de esos que les dan a las mascotas para que jueguen.
—Gyasi…
—Dime.
Mi voz salió disparada en todas direcciones. La escuche botar de árbol en árbol, difuminándose con el mundo.
—Sé que es política de este mundo no preguntar ni saber la razón por la cual estamos aquí, o hablar de nuestro pasado, pero quiero conocer un poco más de ti. Si no es molestia, claro está. La verdad es que me da un poco de miedo el silencio.
Sonreí patéticamente. Escuché como el chico resopló.
—Por mi no hay problema, pero mi historia no es particularmente alegre.
—Entiendo.

Gyasi Afwerki. Etíope. Nació en el centro de una familia muy humilde. Su padre, Afwerki, era un caficultor cuya parcela había sido restaurada a su familia post-Segunda Guerra Mundial. Durante la ocupación italiana, su plantío había sido destruido y utilizado por las fuerzas fascistas para cruzar de un lado al otro por su buena localización. Gyasi había nacido un par de años después de dichos eventos, y para ese entonces, el cultivo ya se estaba recuperando, aunque en los primeros años tuvieron que recurrir a la beneficencia del nuevo gobierno que se instauró en el lugar.
Su madre, Akosua, era una santa en todos los aspectos posibles. Fue forzada a casarse con su padre a la edad de once años, justo antes de comenzar la guerra, como pago de una deuda que sus abuelos maternos tenían con la familia de su padre. Aún así, él la respetó mucho. Ella, paciente y amable, siempre pendiente de los quehaceres de la casa y la ayuda en el plantío, y durante la guerra sufrió muchísimo, por la escasez de alimentos y la ocupación forzada de los bandos de un lado y otro.
Aún así la recuerda siempre paciente y amable, y especialmente la deliciosa comida que preparaba.
Gyasi siempre fue bastante enfermizo, especialmente de problemas respiratorios. El médico del poblado cercano nunca atinó con su enfermedad, aduciéndolo a que era el primogénito de la familia y que usualmente son ellos los más enfermizos. Debido a esto, y que no podía comer fácilmente, tuvo múltiples problemas de desarrollo y por eso quedó de aquella diminuta altura. Sus tres hermanos si pudieron desarrollarse con normalidad. Su hermano del medio, con cuatro años de diferencia, le superaba en altura.
A los doce años recibió la visita del hada aquella. Al principio pensó que era un sueño muy realista dónde una libélula gigante se le había presentado y por eso no le prestó atención. El año siguiente durante su cumpleaños tuvo una crisis de fiebre, debido a una oleada de calor fuera de temporada. En medio de su sopor febril, el hada no se le pudo aparecer, pues su madre lo cuidaba al lado del lecho que compartía con dos de sus hermanos.
Fue a los catorce años que la criatura por fin se le apareció y pudo por fin desear algo. Deseó que su familia no pasara jamás hambre, en especial su madre, quien prefería no comer para poder proveer por sus hijos. El hada cumplió su deseo. El siguiente año, el clima mejoró notablemente, y la plantación de café fue bastante provechosa por primera vez después de la guerra. Además de ello, un vecino quien siempre había sido de gran ayuda pero que nunca pudo tener descendencia, en su lecho de muerte les regaló un par de reses. Fue un año bastante feliz para ellos seis. Gyasi incluso se sentía mucho mejor y colaboró en lo que pudo en la cosecha de los granos. Durante la época seca, la cosecha siguió dándose por milagro. Los riachuelos que recorrían la plantación fueron más provechosos de lo normal.
Sin embargo, su vida no alcanzaría hasta los quince años. Mientras jugaba con sus hermanos en uno de los afluentes de agua aquellos, un juego brusco con uno de sus hermanos menores acabaría por lanzarlo al agua, golpeándose la cabeza con una roca, el flujo del agua llevándoselo inconsciente río abajo y ahogándolo en un torbellino.

Yo estaba en llanto, mis lágrimas haciendo borrosa mi mirada, mientras evitaba tropezarme.
—Por lo menos el agua me tragó rápidamente y como estaba dormido no me dí cuenta. Lo último que recuerdo muy bien cuando Ashu me saltó en la espalda con fuerza, haciéndome perder el equilibrio. Por lo menos él no se fue conmigo, esa era una de mis más grandes preocupaciones. Yo lo amaba mucho.
—Pero…
—No llores, hermanita… Las cosas pasan por algo.
Me sequé las lágrimas con la mano.
—Desperté en el vacío aquel y un tiempo después llegué acá. En ese entonces estaban Larissa, Vicente y Rahul. Si no estoy mal, Masha aún vivía con nosotros en la villa.
—Ya veo.
—Rahul era el otro dios del aire, como te puedes imaginar. No pudo aguantar mucho, unos años después se fue por la senda del Sol.
¿Era mi impresión pero los dioses de aire entraban y salían rápidamente? Rahul y Mikhail se fueron, mientras que Masha, Larissa y Vicente permanecen aún.
—¿Por qué…
—¡Mira!
Gyasi me detuvo.
—Esta es mi casa.
Miré su mano extendida y la seguí hacia dónde apuntaba. Ya estaba clareando un poco. Siguiendo hacia arriba el tronco de un gran árbol pude observar una especie de choza establecida en su cúspide. De la casucha, colgaba una liana y por todo un costado del tronco una serie de barras estaban firmemente clavadas.
Me costó creer que él caminara todos los días hacia este lugar a pernoctar. Ya habíamos recorrido alrededor de una hora y durante este tiempo había cambiado de brazo la funda con los alimentos unas diez veces. Además, mi respiración estaba un poquito agitada.
—¡Qué lejos de la villa vives!
—No es nada, en absoluto. De hecho, me gusta acá. ¿Te gustaría subir?
Solté una risa que me hizo doler el pecho. De solo observar hacia arriba sentí un poco de vértigo.
—Gracias, pero creo que lo podemos dejar para otra ocasión.
—Aw, está bien.
—Es que debemos seguir, quiero llegar tan pronto como podamos donde Masha.
—Oh, te entiendo. Vamos entonces. Estamos a medio camino.
—¿Medio camino?
Mis piernas cedieron, arrojándome al suelo de rodillas.
—¿Estás bien?
—Si, si, permíteme descansar un momento.
Solté el bolso y me apoyé contra una raíz que sobresalía notablemente. El sol se colaba entre un par de ramas, y el fresco aún se sentía manar desde la tierra. Desafortunadamente no soplaba el viento. Era mi responsabilidad al final de cuentas y aún no sabía como hacerlo.
Gyasi se me sentó al lado. No le veía cansado, ni siquiera transpiraba ni respiraba profundamente. En cambio yo tomaba respiros agolpados. Abrí la bolsa, extraje una de las botellas, le quité el corcho y tomé un trago profundo que bajó refrescando mi garganta. Giré la botella hacia el chico.
—¿Quieres?
—No, gracias. Después.
Le volví a clavar el tapón y estiré mis piernas. El chico palmoteó una vez y abrió sus ojos como por sorpresa.
—Oh, ya regreso. Voy a traer algo.
Asentí. Miré hacia arriba, Gyasi subía sin mayor dificultad agarrándose fuertemente a cada uno de los pasamanos que estaban clavados del árbol. Después de unos segindos, la luz del Sol me encandiló. Solo fue hasta este momento que la realidad de la situación me rodeó. Estaba en un bosque, bastante frondoso y definitivamente selvático, por primera vez en mi vida. Si, alrededor de mi casa había un bosque, pero era imposible perderse en él. Incluso de noche, solo era necesario seguir las luces de las casas para encontrar a la civilización. Nunca me sentí insegura en aquel, además normalmente tenía compañía. Este, en cambio, parecía intencionalmente creado para confundir, para hacer perder a las personas. ¿Cómo era posible que Gyasi supiese manejarse entre esta espesura? Definitivamente era algo que venía de su vida pasada.
Un ruido como una cremallera surgió de encima mío y segundos después un golpe contra el suelo.
—Regresé.
Observé la mano de Gyasi. En ella había una especie de cuerda más delgada, como unas agujetas.
—¿Y eso?
—La necesitaremos.
Me extendió una de las puntas de dicha cuerda.
—De aquí en adelante, perderse es fácil. Mi hermanita Masha no confía en nadie, así que los árboles cambian de posición, la ruta a su casa cambia todos los días. Amárralo a tu brazo.
Yo estaba estupefacta. ¿Qué había ocurrido entre Larissa, Vicente y Masha como para que tomara estas medidas tan extremas? Intenté amarrar mi cuerda en mi muñeca, pero no pude. Gyasi me ayudó. Me hizo un nudo sólido, pero suficientemente suelto para no cortarme la circulación. Él hizo lo mismo y le ayudé a anudarlo también. Cerré el mantel de nuevo, verifiqué que todo estuviera adentro y nos pusimos de pie. No había descansado lo suficiente, pero era mejor aprovechar el tiempo.

—¿Te ayudo?
—Acepto tu ayuda.
Extendí la bolsa hacia Gyasi, pero él no tuvo ninguna intención de sostenerla. Al contrario, se reía como siempre lo hacía.
—Suéltala.
—Se romperán las botellas…
—¡Suéltala!
—Que conste que te advertí.
La solté de una. La bolsa comenzó a flotar sobre el aire, a unos cincuenta centímetros del suelo. Mis ojos se salieron de sus órbitas, Gyasi ahora carcajeándose sonoramente. Yo hice una pataleta.
—¡Es injusto! ¡Injusto!
Gyasi siguió riéndose.
—Tu misma podrías hacerlo… ¡Piénsalo!
Solté un grito desgarrado, como el gruñido de un tigre. Gyasi me puso la mano en la espalda como empujándome.
—Ya, ya… Vamos, vamos.
Comenzamos a andar en alguna dirección. De vez en cuando miraba hacia el cielo para saber que destino teníamos, basada en la dirección del Sol.
—Y bueno hermanita, ya te compartí los detalles de mi vida anterior. Dónde se enteren mis hermanos en la villa, se enojarán conmigo. Así qué…
—¿Qué?
Gyasi soltó una risita y aunque me estaba dando la espalda, me pareció una sonrisa un poco siniestra.
—Pues… Cuéntame de ti.
—Ah, jajaja, no es ningún misterio.
Mientras caminábamos le conté un poco acerca de mi vida. Le conté de mi niñez, de la primera vez que vi a las hadas, de mis padres, de como falleció mi padre, de mi escuela, mis amigos, acerca de mi madre. Evité un par de detalles muy personales, por obvias razones. Le conté de mi novio, eso si.

—Incluso, anoche soñé con mi madre y mi novio… Aparentemente yo estaba en una cama en el otro lado.
—Veo.
—Había una doctora, y ellos parecían discutir con ella. El tiempo estaba congelado.
—Oh.
Se me hizo extraño que Gyasi hablara en monosílabos. Normalmente era más expresivo.
—¿Pasa algo?
—No.
Se hizo un silencio incómodo entre los dos. Continuamos caminando. Después de un par de minutos me detuve.
—Gyasi… Estás muy raro.
El chico siguió caminando como si nada, poseído. La cuerda entre los dos se estiró, hasta quedar templada.
—¡Gyasi!
Corrí a su lado. Sus ojos estaban en blanco, pero aún así seguía caminando, impulsado por algo.
—¡Gyasi!
Lo zarandeé, pero no reaccionaba. Continuaba impasible, empujándome. Decidí hacer lo único que se me ocurría. Le di una patada en la parte de atrás de las piernas, tumbándolo al suelo. Me arrodillé a su lado. La bolsa seguía flotando en el aire a un lado nuestro. De repente, todo alrededor nuestro se llenó de una espesa bruma, rodeándonos como de un oscuro humo, el viento meciendo las hojas de los árboles. Podría estar volviéndome loca, pero escuchaba pequeñas risitas que emergían de la bruma y se confundían con el viento.
Me levanté, mirando a todos lados. Todo estaba gris, como si nos rodearan las nubes de un día tormentoso, la luz del Sol colándose como un delgado halo cortando la oscuridad. Sentí mucho frío. Esto no podía ser algo natural, era algo creado. Sentí como algo crujió en mi pecho. Las risas se volvían más y más reales. En otras circunstancias hubiera sentido miedo y me hubiera puesto a llorar. Encorvé mis cejas y apreté mis puños.
—Quien sea que está haciendo esto… ¡No me asustas!
Una carcajada muy fuerte salió del cielo.
—¿Estás segura?
Mi corazón se olvidó de latir un momento. Mis puños que ya estaban presionados, ahora estaban vueltos rocas, mis uñas enterrándose en la piel de mi mano. Mis latidos se aceleraron a mil por minuto.
—¡Tan segura como sangre corre por mis venas!
Un remolino comenzó a surgir de mis piernas revolcando la bruma de nuestro alrededor. Poco a poco podía ver el bosque, mientras el humo se disipaba. Continuaba girando sobre mi propio eje, el viento que emergía de mi cuerpo empujando la bruma, alejándola, disparando la hojarasca como una pistola de aire hacia donde yo estuviera mirando.
De nuevo, otra risotada.
—Con que tú eres la nueva bruja del aire, ¿eh?
La bruma desapareció. Mi remolino aún estaba moviéndose con furia.
—Calma, calma, bruja del aire.
—Ugh, ¿qué pasó?
Gyasi se había despertado.
—¡Gyasi! ¿Estás bien?
Me arrodillé a sus pies, intentando levantarlo.
—¿Por qué estoy en el suelo?
—Perdiste el sentido y estabas caminando sin saberlo.
Sus ojos se veían vidriosos, su cuerpo temblando suavemente, como quien tirita de frío.
—Lo siento… No sé que pasó.
—Lo importante es que estés bien.
Levanté mi mirada y grité.
—¿Quién eres?
—Bruja del aire…
—Esa es la voz de Masha. ¡Hermanita Masha!
Gyasi intentó levantarse como pudo. Le extendí mi mano y me levanté con lentitud junto a él. Por alguna razón, el bolso seguía levitando a nuestro lado. ¿Tal era el poder de este muchacho? Como un espejismo, como algo creado por un efecto de la naturaleza en el desierto, la espesura al frente de nosotros se desvaneció. En su lugar, un claro en el bosque se extendía, la Luna iluminándole, sus tintes azulados iluminando el suelo y los árboles que bordeaban este espacio.
—Un momento…
¿La Luna? ¡La Luna! Era de noche. Todo a nuestro alrededor estaba a oscuras, a excepción del pequeño valle y una casucha construida en los restos del tronco de un árbol.
—Esa es la casa de Masha, ¡vamos!
—Espera, espera…
Lo detuve con mi brazo.
—Gyasi… Era de día… ¿Por qué ahora es de noche? ¿Cómo se abrió este claro en el bosque? ¿Por qué perdiste la conciencia?
—Vamos. Todo será más claro cuando la veamos.
Comenzamos a caminar en dirección a la choza. Sentía que nos observaban, como si múltiples animales nos estuvieran mirando, esperando al momento correcto para saltar y atacarnos. El frío era brutal. Sabía que había llamado a un torbellino antes y pude resistirlo pues mi adrenalina había acalorado mi sangre. Ahora, el gélido vaho congelaba el tuétano de mis huesos. Por segunda vez hoy me cuestioné si era mejor haber muerto con pantalones largos.
De más cerca el tronco convertido en casa era inmenso. Me habían dicho que las secuoyas eran los árboles más grandes del mundo, pero este parecía incluso más grande que esas.
Una vez llegamos a la puerta, Gyasi me detuvo.
—Primero lo primero.
Desamarró su nudo y luego hizo lo mismo con el mío. Enrolló la cuerda y la metió en el bolsillo de su pantalón.
—Y segundo lo segundo. Recuerda. Masha no confía en nadie.
Asentí. Aún estaba enojada, pero debía controlar mi rabia. Cerré mis ojos y respiré profundo varias veces.

Gyasi tocó a la puerta. Esta se abrió de par en par sin nadie estar al otro lado. Adentro, la habitación parecía un agujero negro. Ni siquiera los rayos de la Luna se dignaban a entrar. Una voz en eco llego a mis oídos.
—Si, eres la nueva bruja del aire… Es imposible que la bruja de Creta y el mago de Plata hayan decidido marcharse del valle.
La voz era ligeramente melódica, delicada, muy diferente a la que anteriormente se había burlado de mi. Las luces del lar se encendieron de repente, cegándome un poco. Del otro lado del umbral, ya con la capacidad de ver con claridad, observaba una alfombra sencilla en el suelo, una mesa chica con tres sillas alrededor y una cama pequeña, muy similar a la de Mikhail, un hogar ligeramente más grande que el de mi choza, encendido, con varios peroles vaporeando encima de este. Un olor a hierbas frescas, madera quemándose y maíz llegó a mi olfato. Del otro lado, una chimenea pequeña, y al frente de ella una silla mecedora, bamboleándose lentamente.
—Permiso…
Gyasi entró con precaución, limpiándose los zapatos en el tapete. Yo lo seguí, cerrando la puerta detrás mío.
—Con su permiso.
—Hermanita Masha, esta es…
—¡Gyasi! Deja que la niña se presente ella misma.
Gyasi se calló de inmediato. La silla seguía meciéndose, dándonos la espalda. Aclaré mi garganta, mi puño derecho instintivamente cerrado.
—Mi nombre es Angela. Llegué antier a este lugar. Me dijeron que yo era la nueva bru… Diosa del aire.
Observé su mano en el brazo de la mecedora, su puño formado, dando pequeños golpes en el marco de madera. Me dio un poco de miedo.
—¿Y es qué acaso no tienes apellido, niña? ¡Dónde están tus modales!
Un poco de rabia comenzó a surgir en mi pecho.
—¡No es mi culpa que no lo recuerde! ¡No recuerdo mi apellido!
La silla se detuvo. Un cuerpo imponente, de casi dos metros de altura emergió de esta. Su cabello largo hasta la base de la espalda, totalmente claro, una mezcla extraña entre rubio y cano. Su piel era nívea, casi un poco azul. Vestía una especie de vestido azul cielo a media manga. Era increíblemente delgada, diría casi enferma. Sin embargo, su piel era extraña. Para alguien que debía permanecer siempre de quince años, se le notaba arrugada. Se giró hacia nosotros.
—¿Cómo diantres no vas a recordar tu apellido, niña?
Estaba sorprendida. Su cara estaba avejentada, no parecía una chica de quince años, si no una anciana, de unos setenta u ochenta años. Me recordó un poco a la mamá de mi mamá, aquella que nunca me quiso. Ella notó mi aprensión.
—¿Pasa algo, Angela-sin-apellido?
Meneé mi cabeza para sacarme de la impresión.
—No, no pasa nada… De nuevo, no es culpa que se me halla borrado el apellido de la memoria.
La mujer se mandó la mano a la cara.
—Millia, en el nombre de Sidhe, ¿qué hiciste ahora?
Suspiró profundo. No podía quitarle la mirada de su cara.
—Angela-sin-apellido… Mi nombre es Maria Kameneva, y soy, como puedes imaginar, la bruja del cielo.
—Un gust…
—Antes de que continuemos, me disculpo por mi atrevimiento unos minutos antes. Necesitaba medir tus capacidades, además de… Desviar a un visitante inesperado.
Su interrupción me disgustó, pero la explicación me causó curiosidad.
—¿Cómo así que medir mis capacidades, si no he sido capaz de hacer nada?
Soltó una carcajada que hizo vibrar las paredes.
—Pues niña, si eres capaz de levantar el viento de esa manera por este niño…
—La verdad no sé que pasó.
Gyasi replicó con tranquilidad.
—Si, fue mi culpa. Tenía que probar a Angela-sin-apellido. Usé un par de trucos. Perdón, mago de Agaro.
La naturalidad con la que ella excusaba su abuso me dio mucho desazón.
—Si querías medirme, no necesitabas meter a Gyasi en esto.
—Por el contrario, necesitaba involucrarlo. Necesitaba saber que tan importante era el niño para ti. Parece que lo valoras, así que vas ganando puntos.
—¿Y por qué no habría de valorarlo? Es un amigo nuestro.
La misma risotada.
—¿Amigo? ¡Qué chistes dices, bruja del aire!
La voz de Gyasi resonó en mi cabeza. “Masha no confía en nadie.”

—Trajimos esto, hermanita Masha.
Gyasi abrió el mantel en el suelo. Tomó varias frutas en sus manos y las depositó encima de la mesa. Yo tomé lo demás e hice lo mismo.
—Las recogimos de la villa, Gyasi pensó que serían de tu agrado.
Ella parecía no estar emocionada por nada, hasta que posó su mirada en las bayas que recogí.
—Дорогой Михаил! Son estas…
Tomó una de ellas entre sus dedos.
—Las recogí alrededor de mi choza. Estaban en unos arbustos…
—Estas son las que Mikhail…
—Bueno, no sé…
—Mikhail solía traerme un cesto lleno de estas bayas para que le hiciera un pastel cada vez que venía…
Sus ojos se tornaron llorosos.
—Lo siento, yo no sabía…
—Discúlpenme…
Masha se giró hacia la cocina con unos pasos pasmosos. La seguimos con la mirada. Una vez llegó allí, tomó una cuchara y comenzó a revolver lo que había en uno de los peroles. El aroma a hierbas se apoderó de la casa. Gyasi me estiró la manga de la camisa para llamar mi atención y me hizo una seña de que me iba a susurrar algo al oído. Me agaché a su nivel.
—Ella hace esto a menudo. Ya no nos va a escuchar más.
—¿Qué hacemos?
Gyasi aclaró su garganta. Yo me erguí por reacción.
—Bueno, hermanita Masha, yo me voy. Solo venía a traerte a Angela.
Miré a Gyasi preocupada.
—Es toda tuya, hermanita Masha. Nos vemos la próxima vez que haya que sincronizar el tiempo.
Gyasi se giró hacia la puerta. Yo estaba aún estupefacta y mi voz se quebró.
—Espera, Gy…
—¡Adiós!
Abrió la puerta, salió y la cerró de un buen golpazo. Yo estaba congelada en mi posición. Masha solo se limitó a pegar un pequeño brinco cuando Gyasi tiró la puerta.
—Yo… Yo también me voy…
—¡Espera!
Masha se giró en mi dirección, con cuchara en mano aún. Unas gotas verdosas caían al suelo.
—Angela-sin-apellido… ¿Quieres un poco de té?

Ella sirvió un par de vasos con té y me hizo una seña para que me sentara al comedor. Así hice y ella se siguió. Al frente mío puso uno de los vasos aquellos. Lo tomé y miré adentro. Era una bebida entre verde y amarillo, bastante opaca. La acerqué a mi olfato y aspiré el vapor. Era muy dulce y profunda, una infusión de quien sabe que hierbas, pero que olía apetitosa.
—No puedo tomar bebidas tan calientes, lo siento. Esperaré a que baje un poco más.
Ella se limitó a encoger sus hombros.
—Angela-sin-apellido…
—Angela está bien. Algún día recordaré mi apellido.
—¿Acaso no tienes alguna pregunta?
Ella sorbió un poco de su bebida. Su hálito soltó una nubecilla de vapor después.
—Tengo muchas.
—Adelante, la noche es larga.
Me giré a observar por la ventana. Efectivamente, la noche era larga.

—¿Por qué es de noche aquí, si afuera era de día, de madrugada, incluso?
Ella sonrió.
—Soy la bruja del cielo… Puedo hacer que anochezca o amanezca con solo pestañear. Además, ¿acaso la noche no es la compañera perfecta? Es fría, lúgubre, perfecta para convocar uno o dos demonios.
Se carcajeó como una villana de película.
—¿De… Demonios?
—¡Estoy bromeando! La verdad, prefiero la noche, es verdad que es más fría, pero en realidad, me recuerda a mi ciudad natal. Además, a los animalillos les gusta mucho tener este lugar, donde siempre es fresco.
—Tu eres de la Unión Soviética, ¿no cierto?
—¿La Unión Soviética? ¡Qué tipo de grosería es esa! Imperio Ruso, niña, el Sagrado Imperio Ruso.
Mi memoria comenzó a escarbar datos. Recordaba haber visto algo en clase de historia, pero la verdad se me escapaba.
—Disculpa, disculpa… De la época que yo vengo, se le llama Unión Soviética.
—Во имя Сиде! ¡Qué demonios pasa con el mundo! ¿Soviéticos? ¿En que año…?
—Mil novecientos ochenta y siete.
—¡Mil novecientos ochenta y siete!
Masha se levantó del asiento. Esto se me hizo muy conocido.
—¡Mil novecientos…
—¡Ya basta, Masha!
Se giró hacia mí, sus ojos hechos fuego.
—No te he dado el permiso que me llames así. Me llamo Maria.
—Perdón, perdon, pero ya Larissa hizo el mismo revuelo antier. Una vez es suficiente.
—¡Ja! La bruja de Creta es tan fácil de comprender.
—¿De que año vienes tú, Maria?
Masha se sentó de nuevo.
—Mil ochocientos setenta.
—Veo. Tu llegaste entre Larissa y Vicente.
—¡Y muchos más que se fueron!
Seguí preguntando.
—¿Por qué llamas a Larissa la bruja de Creta, a Vicente el mago de Plata, a Gyasi el mago de Agaro y a mi bruja del aire?
Sonrió.
—Pues, en tu caso, no me has dicho de dónde eres.
Abrí mi boca por reacción. Creta, Plata, Agaro…
—Soy de… De… De Berlin, Maryland.
—¿Berlin? ¿Esa ciudad en el Imperio Alemán?
—No, no… En Estados Unidos.
—¿Esos que compraron a Alaska?
—Si, esos mismos…
—¡Pero si son un terruño!
—Éramos, éramos un terruño… De cuándo vengo, somos una potencia…
Masha se carcajeó.
—Империя абсолютна!
—No entiendo ruso. Eso es…
—¡El Imperio es absoluto!
—Pues… No querrás saber que ha pasado con Ruisa hasta cuando yo morí.
—Mikhail me tuvo al tanto, así que sé como están las cosas. Sigue preguntándome.
Parecía que la historia se había congelado en su cabeza a su amaño.
—¿Y porqué brujas, magos?
Masha tomó un trago largo, cerró sus ojos y suspiró con fuerza.
—¡Millia! ¿Por qué no vienes aquí, hija?
La puerta se abrió lentamente, y de esta, una figura pequeña, quizá de la mitad del tamaño de Gyasi ingresó. El olor al prado recién cortado, a la tierra húmeda, a las piedras que se tuestan bajo el sol, a los troncos de los árboles, llegó a mi olfato. Sus alas, de brillantes colores, ligeramente maltratadas, su ropaje hecho harapos. Sus facciones gastadas y agotadas. Su piel herida y sucia.
Me levanté de mi asiento, casi derramando mi taza de té. Aspiré como si fuera la última bocanada de aire de mi vida.
—¡Tú!

«El club de los dioses» (parte 3)

¡Feliz año nuevo 2.021 a todos mis lectores!

Esta historia fue originalmente publicada el veintiseis de enero de 2.021.

Continuamos caminando hasta llegar a casa de Larissa. Ella estaba sentada en el pequeño porche de la fachada de su choza, sosteniendo un vaso con algo y tomando cortos sorbos. Ambos la saludamos. Se le notaba igual que ayer, parte fácilmente enojadiza, igual parte feliz. Pensé en lo que hablamos anoche Vicente y yo, acerca del hecho que ella no dormía. Intenté verle algún detalle en la cara, pero no, era poro por poro la misma de ayer. Le confié mi jarra con agua, mientras que Vicente me indicó una práctica para poder usar los poderes como deidad.

—Enfócate. Cierra los ojos. Haz una imagen de lo que deseas en tu mente.
—Está bien.
Estábamos de pie al frente a los árboles frutales. Hacíamos una extraña pose, con una pierna hacia atrás y otra al frente, y los brazos hacia el frente, como si fuésemos a practicar un arte marcial de algún tipo.
—Cierra los ojos y respira profundo.
Así lo hice. Detrás de mis ojos cerrados, visualizaba los árboles del frente meneándose en el viento, pero su imagen era increíblemente borrosa.
—Desea con todas tus fuerzas lo que sea que quieres.
Apeñusqué los ojos, haciendo fuerza. Lo único que logré fue que la imagen se hiciera más imposible de comprender. Entreabrí un ojo para volver a ver la realidad.
—No, no abras los ojos. Todo debe ser en tu mente.
Los volví a apretar. Quería que una ráfaga de viento alivianara un poco el calor de la mañana que comenzaba a acumularse, que las hojas de los árboles se mecieran debido a la corriente de aire, pero me era imposible hacerme a esa imagen en mi mente. Era como un dibujo a crayones, incompleto, sobre un papel negro. Era más bien tiza sobre un tablero. Nunca llegaría a ser la verdadera imagen de la realidad.
—Debe ser una fotografía en tus ojos.
La pintura en mi mente era un mamarracho, como algo que yo de siete años hubiera hecho en la pared de la casa de mis padres. Mi cabeza no era capaz de más, mis capacidades artísticas nunca habían sido buenas y por eso me volqué hacia la computación.
—No puedo.
Vicente levantó la voz.
—¡Si puedes!
—No soy capaz de visualizar lo que me pides.
—No es difícil, enfócate.
—Es fácil para ti decirlo.
—Eres capaz, eres una de nosotros. Tienes todas las capacidades de un dios.
Abrí los ojos y me tiré al suelo.
—Quiero descansar un poco.
Vicente se giró hacia mi y me miró con un poco de rabia.
—No puedes.
—Cinco minutos.
Respiró profundamente.
—No eres una niña ya, Angela.
—Mira quien lo dice.
Vicente soltó una queja que sonó como si un ganso hubiera graznado.
—¡Ja! Aunque ahora que lo pienso, mira a Gyasi, parece de diez años y es capaz de hacer más cosas que tú. Pero te entiendo, te entiendo, si eso es todo lo que puedes dar.
Intentaba usar lógica negativa conmigo, lo sabía. Así habían hecho mis profesores y mis padres para obligarme a hacer las cosas por mi propia cuenta al comparándome con otros. Sin embargo, aún sabiendo la técnica que usaba, me subió mucha rabia.
—Espera y verás…

Larissa se levantó del porche finalmente e hizo un par de palmoteadas.
—Bueno, bueno, calma… Se están animando mucho ustedes dos.
—Pero Lar, no vamos a llegar a ninguna parte bajo estas circunstancias.
—¿Y quien dijo que tenemos una fecha fija para que Angela aprenda de sus poderes? ¿Así de tanto quieres librarte de tu doble responsabilidad?
—Pues…
Hizo su mirada a un lado.
—Sé que te cansas más rápido porque usas más de tu energía, pero ya verás. ¿No es cierto, Ángela?
Sentí un peso en mi pecho. Vicente estaba más cansado de lo normal debido a que estaba cumpliendo doble función. Debía existir una forma mejor de enfocar mi energía, de usar mis poderes, si era que existían.
—Entremos, quiero mostrarte algo.
Larissa se internó en su casa seguida de Vicente. Yo me quité la arenilla de los pies antes de entrar y dejé mis zapatillas y el cantarillo con agua en el porche. Ella estaba en la cocina, buscando uno de los tomos que moví ayer. Lo examinó, le dio un par de vueltas y con él en la mano, estiró su brazo hacia mi.
—Comienza con este.
—¿Y esto es?
—El primer libro. Los primeros antecesores que pensaron en escribir detalles de sus existencias en este lugar elaboraron este libro. Creo que será bastante fructífero para ti leerlo. Es un poco largo, y en partes confuso, pero quiero que si te surge alguna pregunta me la hagas. He leído y releído todos estos libros muchas veces.
Tomé el cuaderno en mis manos. Era muy similar al tomo que guardé en mi hogar esta mañana, dos pastas de un cartón color marrón claro ligeramente duro, agarradas en uno de sus extremos por una liana gruesa que los encuadernaba con firmeza, la cubierta ya bastante desgastada, doblada y arrugada de tanto uso.
—Yo creo que es mejor un entrenamiento práctico que teórico.
—Vicente, intentemos diferentes maneras de entrenamiento. Eventualmente ella tendrá que leer todos los libros.
—¿Todos?
Solté una queja que rebotó fuera de la casa. Larissa hizo una sonrisa un poco malvada.
—Si, todos. Es una regla, todos debemos leer los libros. Contienen toda la información que necesitamos para entender el por qué de este lugar.
El por qué de este lugar. ¿Así que tenía que leer todos estos tomos para poder entenderlo todo?
—¿Hasta Gyasi?
—¡Uy, él se los consumió en dos o tres días!
—El problema es… Aun así no sabemos porqué existe este lugar. Nadie en miles de años ha entendido nada. Sigue siendo un misterio.
Lo que Vicente dijo se sintió como baldado de agua fría.
—Es cierto, pero al menos hay información invaluable allí, siglos de dioses han escrito sus experiencias allí. Así que sigue valiendo la pena leerlos.
Al menos me podía formar una idea leyéndolos.
—¿Puedo llevármelo a casa? Quiero leerlo con tranquilidad.
Larissa lo pensó un poco y dudó. Noté de inmediato su reacción.
—Hagamos algo. Larissa, te doy permiso de entrar a mi cabaña en cualquier momento. Así, si quieres recuperar el libro, puedes entrar y recogerlo, ¿te parece?
No parecía muy convencida. Tenía que ofrecerle algo de más valor para que accediera.
—Está bien, ven.
Le agarré la mano y la arrastré hacia la puerta.
—Espéranos acá, Vicente. Es una negociación privada.

Le guiñé el ojo y salí con Larissa fuera de la casa, giramos hacia la izquierda y nos paramos a la sombra contra una de las paredes. Hablé suavemente, casi en el oído.
—Tengo algo más para ofrecerte y para que confíes en mi.
—¿A ver?
—¿Recuerdas la pregunta que me hicieron ayer? ¿Aquella que no quise contestar?
Larissa suspiró.
—¿Me guardas el secreto?
Asintió.
—No soy virgen. Justo el día antes de mi quinceavo cumpleaños hice el am… Tuve sexo con mi ex-novio.
Larissa tomó una bocanada de aire en sorpresa.
—Si no me equivoco… Tú sientes curiosidad por estos temas.
Observé su cara, estaba un poco roja, pero tenía un brillo en sus ojos, como si la curiosidad se quisiera desbordar.
—Yo… Quiero saber. La verdad…
Asentí.
—Leerlo de los tomos no es lo mismo… Es muy clínico y poco emocionante.
—Lo sé.
—Además, no hay muchos detalles, solo un par de datos allí y allá.
—Entonces, tu nunca…
Larissa se puso roja como un tomate maduro.
—¡Jamás!
—¿Y Vicente?
—¿A qué te refieres?
—Larissa, a mil kilómetros de distancia se ve que te gusta él.
Se tapó la cara con las manos. Hasta las manos estaban tintadas de carmín.
—No…
—Si quieres guardarlo como un secreto, de mi no saldrá. Es hasta posible que él te corresponda, él se ve muy receptivo y te tiene en alta estima.
—No entiendes…
—¿Qué no entiendo?
—Tomo doce. En el tomo doce hay algunas cosas que alguien escribió respecto de las relaciones entre dioses…
—¿Doce de cuántos?
—El que estoy escribiendo es el veintidós.
Exhalé con desesperación. Muy bien, Angela, bien. Tenemos lectura para uno o dos años.
—¿Y qué dice?
—Dice que es imp…
—¡Ah! ¡Jefa! ¡Y la nueva diosa del aire!
Me giré. Gyasi nos veía a lo lejos con sus ojos brillantes como siempre, saludando con su brazo entero. Corrió a nuestro lado.
—Uy, jefa, ¿pasa algo? Estás roja como el atardecer.
—En absoluto, Gyasi… Debe ser el calor del sol.
—Pues, ¡entremos a la casa!
—Yo…
Era hora de escaparme.
—Yo voy a regresar a mi cabaña. Tengo mucha lectura por delante.
Larissa miró el libro en mis manos.
—Hablamos ahora más tarde.
—Claro que si.
Posé mi otra mano sobre su hombro y lo apreté con suavidad.
—Nos vemos más tarde, Gyasi, Larissa.
—Claro que si, hermana Angela.
Me dirigí al porche, tomé mis cosas y me fui agitando la mano. Ambos se despidieron de la misma forma y se internaron en la casa. Observé como Vicente se acercaba a la puerta con cara de preocupación. ¿Ellos dos han convivido casi cien años, y en todo este tiempo no se han dado cuenta de sus sentimientos mutuos? ¿No han sentido esa chispa extraña que ocurre cuando uno está a solas con el otro? Recordé el día que mi novio y yo nos acostamos juntos, desnudos y abrazándonos sobre mi cama. Continué caminando.

—¡Angela!
Me giré a ver a Vicente, quién corría hacia mi.
—¿Qué pasó ahora? ¿Por qué Larissa estaba así?
Sonreí.
—No puedo decirte nada… Charla privada entre chicas.
Vicente encorvó sus cejas.
—¡Qué diantres!
—Así es. Voy para mi casa, necesito leer este tomo. Hazme saber si necesitas algo.
—Se me ocurrió una idea.
—¿La cual?
—Desde hoy finaliza mi encargo como dios temporal del aire. Ya es tu responsabilidad.
—¡Pero…!
—Ya te imaginarás que pasará si nadie hace este trabajo, ¿no?
Miré al cielo. No había ni una nube. El sol atravesaba el firmamento y brillaba fuertemente, quemando el suelo. Observé los árboles del bosque. Estaban quietos, como si estuvieran congelados. Las hojillas pequeñas del prado, tiesas y erectas.
—Esto es injusto.
—O te entrenas, o nos vamos a cocinar vivos.
—¡Me estás lanzando al mar a nadar, sin siquiera saber chapotear!
—Ya tú verás.
Se tornó y comenzó a caminar hacia la casa de Larissa. Cerré mis ojos. Apenas llevaba un día aquí, ¿qué podía yo hacer? Ni siquiera conocía las reglas del todo. ¿Por qué estaba tan impaciente? ¿Habían sido así mismo con Mikhail? Tenía toda la razón en irse.
Una vez llegué a casa, me desvestí para quedar en ropa interior, me serví un poco del agua del cántaro, la tomé de un solo golpe, me tumbé en la cama y abrí el tomo que Larissa me había entregado.

Las primeras páginas eran unas hermosas ilustraciones, llenas de pequeños detalles que intenté deshilvanar. La primera era una ilustración de lo que parecía una de aquellas hadas, sus alas grandes, soltando unos brillos que se extendían por toda la página. Alrededor de ella otras hadas más pequeñas flotaban, también emitiendo pequeños fulgores. En la parte de abajo, una especie de árbol, y hacia un lado un riachuelo que fluía de este. La cara del hada parecía viva, como si me observara desde la hoja.
La siguiente página tenía aquel hada en una esquina, mirando hacia un lado, de nuevo sus brillos atravesando toda la página. Las largas saetas que emergían de ella eran como si iluminaran todo lo existente. Ella extendía su mano hacia la derecha, y de esta emergía una especie de fluido parecido al agua en dicha dirección. Varias de las hadas siguieron el comando, flotando desperdigadas en dicha cardinal. En la parte de abajo, el mismo árbol estaba, con el mismo riachuelo fluyendo de él, aunque ahora habían una serie de puntos en este. Pensé que eran polvo y por inercia los traté de barrer con la mano, pero descubrí que estaban hechos de tinta.
La tercera página tenía en la parte inferior el árbol, ya un poco más grande, y el mismo riachuelo con los mismos puntos. Sin embargo, los puntos no eran tales, eran pequeños facsímiles de humanoides. Tuve que acercar la cara a la página para poder notar el diminuto detalle de sus brazos y su cabeza. De la parte de arriba, una gran congregación de hadas descendían a través de unas líneas alargadas de la parte superior hacia la composición inferior.
La cuarta página mostraba el árbol con lujo de detalles, diminutas hojas definiendo el contorno y poblándolo en pequeños manojos. El riachuelo que fluía de este ya se podía observar con mayor detalle, los puntos de la página anterior se podían identificar más fácil como cuerpos, las hadas flotando encima del río, alargando sus manos hacia las de los humanoides. En un par de casos, dos hadas flotaban encima de una sola criatura de aquellas. Las líneas de la página anterior continuaban descendiendo desde el borde superior, más y más criaturas siguiendo las saetas.
La quinta hoja mostraba un detalle del riachuelo, hombres desnudos siendo extraídos de las manos por dichas hadas. En el primer plano, un hada levantaba a un hombre. Las caras de los hombres me parecían grotescas, bestiales, como perros mostrando los colmillos. Las de las hadas eran pulidas y prístinas, sonrientes. Sus alas eran hermosas, a tal punto que casi podía ver el tornasol a través de la tinta negra del dibujo. En el fondo, otras halaban a mas hombres fuera del riachuelo y los hacían flotar en el aire.
La siguiente página me impactó de inmediato. Él árbol tenía una llama en la parte superior, las hadas seguían extrayendo hombres. Un par de hombres que ya habían salido del río, llevaban en sus manos lo que parecían ramas del árbol encendidas, como antorchas. Del borde superior ya habían dejado de descender hadas.
En tanto torné la página, lágrimas ya estaban brotando de mis ojos. Él árbol estaba consumido en llamas, el riachuelo parecía que había mermado su flujo, todos los hombres que estaban afuera ya blandían ramas encendidas, y parecían perseguir a las hadas, quienes huían hacia la derecha. Un par de hombres que aún estaban en el río estiraban sus brazos hacia las hadas, pero debido a lo que acontecía, no los rescataban. Me limpié los ojos y giré la página, insegura de lo que continuaría. En tanto vi la ilustración, cerré el libro, me giré en la cama y clavé la cabeza en la almohada.
Temblé como si tuviera frío. Mi voz ahogada sonaba como bocanadas de aire de alguien que se ahoga. Húmedas lágrimas brotaban de mis ojos, empapando las telas. Mi cuerpo comenzó a manar un sudor pegajoso, como si llorara al compás. Lo que seguía era tal como lo había imaginado. Una vez gané compostura, volví a tomar el libro y lo abrí.

Un hombre sostenía la rama encendida, quemando las alas de una de las hadas. La cara de esta contrastaba de la que había visto páginas atrás, se veía el dolor, el sufrimiento, la pérdida de algo trascendental. Era imposible contener mis lágrimas al ver esta escena. En el fondo de la lámina, otros hombres hacían sufrir a las demás hadas de igual forma. Algunas huían, intentando regresar a la fuente de la luz, otras flotaban hacia otros lados.
En la siguiente página, las hadas que habían perdido sus alas estaban de pie, al lado de los hombres, quienes con su otra mano seguían sosteniendo aquella rama con fuego. De este emanaba un oscuro tizne negro que subía hacia la parte superior. El hombre le agarraba fuertemente la mano a la criatura. Noté que la estatura de ambos era igual, a diferencia de la que yo había visto, que era diminuta. La luz proveniente del “cielo”, disminuía, no habían tantas líneas como antes.
La página número nueve, mostraba un niño entre el hada y el otro más adulto. Todas las parejas ya tenían también un chiquillo. El “cielo” ya estaba inundado de humo negro y ya muy poca luz bajaba a la tierra. Las caras de las hadas ahora eran tristes, hundidas, marcadas por el dolor.
La décima página estaba rota. Alguien la había rasgado por la mitad. Lo único en lo poco que había quedado aún agarrado del encuadernado era tinta negra por todos lados, como si alguien hubiera querido tachar la ilustración, y en su intento se rindió, al final decidiendo rasgar la hoja.
De aquí en adelante, era solo texto.

Queridas hermanas, estimados hermanos. Estas cortas palabras dan inicio a este documento que he querido compartir con todos ustedes. ¿Quién había hecho esos dibujos anteriores? No lo sé, no nos ha dejado ninguna pista. Dioses desterrados, robados de la tierra por estas criaturas, almas perdidas de Dios. La avaricia les trajo acá, y solo con ello la luz regresará a vuestros ojos. Escribid tus historias y tus lecciones, para los pobres desalmados que siguen. Con infinito amor, Haoma.

Me pareció un párrafo rimbombante e innecesario. A continuación, Haoma había escrito un análisis acerca de las páginas anteriores, mezclada con su conocimiento. Según él, las criaturas fueron creadas por una diosa primigenia, la reina de todas las criaturas. Se llamaba Sidhe. Esta diosa en su cielo, al ver la creación de la tierra, se sintió acongojada por la soledad que había en ella. Allí solo había un árbol, el árbol del mundo, y un río, el río del inframundo. Ella derramaba su luz sobre toda la creación. Un día, el río comenzó a llenarse de lodo, así que ella, para limpiarlo creó pequeñas divisiones de ella, y las envió a la tierra para limpiarlo.
Allí, aquellas divisiones suyas comenzaron a extraer la impureza, que súbitamente se convirtió en seres al ser tocados. Sus criaturas, sin saber que otra cosa hacer, extrajeron a aquellos seres de lodo del río, quienes comenzaron a secarse en la rivera y tomar vida.
El árbol al observar esto, despertó de su largo letargo, y siendo él el responsable de todo lo que hay entre cielo y tierra, se enojó al ver que la reina del cielo se había inmiscuido en su dominio. Resultado de su enojo, una llama se formó en sus hojas. Los seres de lodo siguieron tomando vida. Algunos de ellos notaron el fuego en el árbol y lo robaron, arrancando pequeñas ramas. En tanto, el árbol no detuvo su conflagración. Más de los hombres aquellos obtuvieron antorchas encendidas.
La reina del cielo observó lo que ocurría y dejó en dividirse. Su energía había disminuido y estaba cansada. El árbol estaba completamente en llamas, y aquellas criaturas, con curiosidad asesina, atacaron a las “hadas”, quemándoles lo que a sus ojos era diferente entre ellos, sus alas. Al no poder volar o escaparse, los hombres las convirtieron en sus esposas, y resultado de la relación entre cada pareja, resultó una pequeña criatura, parte humano, parte hada.
La diosa del cielo estaba drenada de energía por el abuso que sus divisiones habían recibido, y pernoctó, sumiendo al mundo en oscuridad.

Cerré el libro y sentí muchísima rabia. Así esto fuera solo una leyenda, era increíblemente deprimente. Lo que me quedaba de tristeza había sido reemplazado por ira. ¿Quién o qué había creado este mundo? Fui al hogar y saqué el tomo que había escondido allí. Respiré profundo y bebí otro vaso de agua. Me recosté de nuevo y continué leyendo el tomo de los dioses de aire.

Haoma escribió un par de líneas muy bonitas en el libro que él está escribiendo. Nosotros somos los representantes de aquel árbol, el que se encendió en la ilustración que Atenea hizo. Nadie más lo sabe, pero yo te lo puedo decir, la vi dibujándolos a escondidas. Supuestamente, una de las hijas de Sidhe, le contó el secreto. Hasta dónde es verdad lo que esas criaturas nos dicen, no te podría decir.

Estaba más confundida de lo normal. ¿Grian? ¿Atenea? Parecían nombres de dioses griegos o romanos, o no sé de que origen.

Tenemos una guerra fija con los dioses del cielo, los representantes de Sidhe, la diosa sol. Está dicho en las leyendas que entre cielo y aire no nos podemos llevar bien. Nut no me gusta para nada, se cree el encargado de todo. Hace dos días se le olvidó hacer madrugar y los pajarillos y los gallos estaban confundidos. Después vino a decir que estaba ensayando para crear un eclipse. No sabe dibujar una estrella en el cielo, y ahora quiere hacer un eclipse.

Parece que en el pasado los dioses la tenían más difícil.

Atenea vino a mi ayer entre lágrimas, Haoma le pidió que se fugaran juntos. ¿Se irán por el camino del sol? No me gusta para nada esa situación. Haoma es…

Lo que seguía estaba manchado de tinta hasta hacerlo imposible de leer. La narración seguía un poco más allá.

Pero a Atenea le gusta Hauhet. Estoy segura de ello. Las he visto como sonríen juntas, como se han besado, como se han tocado y como se han consentido. Hauhet estará furiosa si se entera.

No sé quien es quien, pero hay otra diosa en la mezcla. Nut era el dios del cielo y Aura la del aire. Haoma, Atenea y Hauhet, no tenía ni idea quienes eran. ¿Quizá Haoma era el dios de la vida en ese instante? Mi cabeza comenzó a doler un poco. Si algo, este tomo era solo un chismorreo continuo, y con mucha razón lo quieren mantener en secreto. Solté el libro sobre la cama y me tiré contra la almohada. Escuché algo tocar el suelo.
Me incliné a ver y era una hoja del cuaderno doblada múltiples veces. Me estiré con esfuerzo, la recogí y la desdoblé.

Amado nuevo dios del aire. Que Aura te bendiga. Ayuda a Masha, por favor. Pídele ayuda a Gyasi, si es que él está aún allí. Yo no pude hacer nada por ella, he llorado por los últimos cinco días, así que mañana he decidido ir por la senda del sol. Con cariño, Mikhail Molchalin.

¿Qué significaba esta nota? Tomé el cuaderno de nuevo y leí las últimas páginas, desde el punto en el que Mikhail tomó actividades como dios.

No sé que escribir acá. Mi nombre es Mikhail Molchalin, y soy el nuevo dios del aire. Larissa, la diosa de la vida, y Vicente, el dios de la tierra, me recibieron con alegría. Encontré este libro bajo la cama.
Soy un estúpido. Sé que las condiciones en mi patria no estaban bien, pero matarme por hacer que mi mamá tuviera dinero fue la peor decisión de mi vida. Quiero regresar y escoger un deseo diferente.
Anoche tuve un sueño. Vi que mi madre enterraba un cajón de madera con mi cuerpo en medio del frío del invierno bajo el cerezo al frente de nuestra casa. Varios soldados de la madre Rusia la acompañaban en la ceremonia. No era igual que cuando nosotros enterramos a nuestro padre, que lo hicimos solos. ¿Qué había cambiado?
Vicente, el dios de la tierra, me ha enseñado como enfocar mi energía en mis actividades. Es difícil, porque el aire no es algo que se vea, pero solo se siente. Solo hasta después de tres horas lo pude lograr.
Conocí a Hugh, el dios del tiempo. Es un cerdo capitalista, que cree que lo puede hacer todo. Justo estaba mofándose de mi existencia. Me preguntaba acerca de todo, de dónde vivía y si lo único que podía comer era pan. Era tal y cual el líder nos había dicho en sus comunicados, los yanquis nos amenazan día tras día. Si solo supieran que nosotros fuimos los que acabamos con los alemanes.

Cerré mis ojos. No sabía como interpretar todo esto. Si habla de la segunda guerra, significa que Mikhail venía de mínimo mil novecientos cuarenta y cinco, máximo mil novecientos ochenta y siete, como yo. Era un soviético, a todas vistas, y a mucha honra. Me adelanté y decidí leer solo lo último.

Antes de Hugh marcharse, me había dicho que él esperaba volver a sus padres una vez cruzara el portal de salida. ¡Cómo me haces falta mi amigo! Gyasi es muy diligente, pero nadie podrá reemplazarte. Espero verte en el otro lado.
Otro sueño. No había soñado en varios meses. Vi a mi madre en un hospital muy bonito en Moscú. Tenía un chico joven a su lado en la cama, quien le sostenía la mano con fuerza. La vi muy enferma y se le notaba la piel llena de manchas como moretones. El tipo se le veía triste, pero muy bien vestido. Creo que ella morirá. Quiero verla. ¿Se me cumplirá el deseo cuando cruce la puerta de salida?
Hoy, otra vez fui a ver a Masha. Como siempre, estaba llorando. En cuanto me vio, me abrazó y me besó. Era como si temiera lo que iba a pasar. Le acaricié su largo y sedoso cabello blanco y la besé más. Le pedí que me disculpara y le entregué mi carta. Le dije que la amaba y me regresé a casa.
Esta es mi despedida. Amado dios del aire por venir, espero que las circunstancias sean mejores para ti en el futuro. Perdón. Perdón. Perdón.

Mis ojos se encharcaron un poco. La nota finalizaba con un boceto de la cara de un chico, delgado y un poco ojeroso, de cabello a media nuca. Su boca no mostraba ninguna expresión. En una esquina firmado por Mikhail.

—¡Masha!
Me levanté de la cama como un resorte. Me vestí con rapidez y salí. El sol estaba casi en el cenit. Corrí a toda prisa hacia la casa de Larissa. La puerta estaba cerrada, así que toqué con fuerza.
—Larissa, es Angela. ¿Has visto a Gyasi?
Del otro lado, Larissa me contestó, un poco agitada.
—Ya voy.
Un par de segundos después, Larissa abrió. Estaba tal como la había visto en la mañana, aunque con el cabello un poco enmarañado, un poco sudorosa y visiblemente sonrojada, su voz temblando un poco.
—No le he visto desde hace una hora. Se fue con Vicente, supuestamente a ver un problema en el río.
—¿Sabes hacia dónde? Necesito hablar con él.
—Ni idea. Posiblemente si vas al río, podrás cruzarte con ellos.
—¡Gracias!
Comencé a girarme para correr hacia el río. Larissa me agarró de la camisa antes que pudiera marcharme.
—Ángela… Yo…
—¿Sí?
—Tengo una pregunta…
Hasta el día de hoy jamás había visto una persona tan roja en mi vida. Posiblemente la blancura de su piel hacía que se viera más roja de lo normal. Parecía del color del atún fresco.
—¿Dime?
Respiró fuertemente.
—No, disculpa. Después hablaremos de ello. Ve, antes que les pierdas la pista.
—Gracias. ¡Cuídate!
Una vez me soltó arranqué con rapidez camino al río. Caminé por la ribera, alejándome un poco del área del árboles de frutos e internándome un poco en un bosque a la par. Después de unos treinta minutos de caminar y a punto de darme por vencida, les vi a la lejanía, aunque lo que presenciaba escapaba mi imaginación.

Vicente estaba en la postura que me había enseñado más temprano ese día, sus brazos y manos posicionados como si estuviera agarrando dos melones invisibles. A su lado, Gyasi observaba atento. Y a un metro más allá, al frente, un bloque gigante de tierra y rocas, como si flotara por encima del aire, moviéndose con lentitud por encima del río hacia el otro lado del cauce. Caminé con lentitud hacia ellos, tratando de no distraerlos.
—Así va bien… Así…
Vicente tenía sus ojos bien cerrados y estaba sudando fuertemente, Gyasi concentrado en sus indicaciones.
—Un poquito a la derecha, continúa.
El bloque de lodo seguía moviéndose en el aire. Solo en películas había yo visto algo así.
—¡Ah!
Gyasi me vio. Me puse un dedo en los labios y le guiñé el ojo. Asintió con su sonrisa radiante como siempre.
—¿Pasa algo?
La voz de Vicente se notaba un poco carraspeada, demostrando el esfuerzo titánico que hacía.
—Ah, no, no pasa nada, quizá un poco más a la derecha y ve bajándolo un poco.
El bloque hizo tal y como Gyasi indicó. Yo estaba maravillada. Aunque ya los había experimentado, al ver esto me daba cuenta que los poderes de los dioses eran reales y tangibles.
—¿Un poco más hacia adelante?
Gyasi comenzó a caminar hacia el río. Me asusté un poco. La corriente en este lugar era fuerte y Gyasi era pequeño, se lo habría de llevar en nada. Estiré mi mano hacia él y expelí un quejido sordo. Gyasi sonrió aún más, si eso era posible, y comenzó a levitar por encima del cauce, a un par de centímetros por encima. El grito se me salió sin querer.
—¡No!
—¡Si!
—¿Qué pasa? ¿Quién hay ahí?
Me mandé la mano a la boca. El chico no aguantó la risa. El cubo de tierra comenzó a temblar un poco.
—No te desconcentres, hermano Vicente, ya vamos a terminar.
—Larissa, ¿eres tú?
—Soy yo, Angela. No me prestes atención.
El cubo de tierra se mecía de un lado al otro. Vicente estaba perdiendo su concentración.
—¡No, hermano Vicente, no!
Vicente soltó un suspiro explosivo y tomó una bocanada de aire. Se puso rojo y comenzó a sudar más fuerte.
—Vamos, izquierda un poco y más hacia el frente.
El bloque tomó su rumbo de nuevo. Unos minutos después, el cubo descendió hasta su posición final, el chiquillo observándolo de cerca, aún flotando sobre la corriente.
—¡Perfecto!
Vicente suspiró de nuevo y soltó sus brazos. El bloque que antes era tan perfecto bajo su influencia, se desarmó soltando rocas y sedimento alrededor. Aplaudí sin pensarlo.
—¡Wow! ¡Eso es increíble!
Abrió sus ojos y me miró como condenándome, su voz cortante como un filo.
—Casi me haces perder la concentración, Ángela.
—Perdón, perdón. No fue mi intención. ¡Pero de verdad que es increíble ver esto!
Gyasi regresó a nuestra orilla.
—Y tu, por Dios, Gyasi, ¿sabes flotar por el aire?
Sonrió aún más.
—¡Y puedo flotar un poco más alto! ¿Ves?
Así mismo hizo, levantándose unos treinta centímetros sobre la tierra. Aplaudí de nuevo.
—¡Angela!
El regaño llegó sin esperar. Vicente refunfuñó.
—Esto no es nada. Nuestros poderes son limitados solo por nuestra energía. ¡Tú podrías hacer esto y más! ¡Entiéndelo!
—Lo sé, lo intentaré.
—Gyasi, continuamos.

—Espera, espera, tengo un par de preguntas.
—¿A ver?
Aclaré mi garganta.
—¿De dónde sacaste la tierra?
—Fácil, del fondo del río. Me enfoco en lo que quiero extraer y lo voy moviendo.
—Espera… ¿Y cómo lo mueves?
—Eso es lo que no se como explicarte muy bien. Simplemente deseo moverlo y es como si mis manos mismas lo estuvieran haciendo. Deseo moverlo un poco al frente, un poco a la derecha. Me imagino yo mismo levantando la tierra sobre el aire, lo visualizo como si fuera un pedazo compacto y simplemente ocurre.
—Ya veo.
—Lo mismo con flotar, mi hermanita Angela.
El niño comenzó a bajar a la tierra.
—Deseo hacerlo y simplemente pasa.
Volvió a repuntar hacia el aire para volver a caer en el suelo.
—¡Se necesita práctica!
—¡Exacto! Por eso te lo estaba recalcando, Ángela. No es por molestar, nada más.
—¡Ya veo, ya veo! Tomaré más en serio las lecciones. Pero por lo pronto, Gyasi…
El niño me miró, con su cara inquisitiva.
—Necesito un gran favor.
—¿Dime, hermanita?
—Necesito ver a Masha, rápido.
—¿A la hermana Masha? ¿Por qué?
—No te puedo explicar ahora. ¿Cómo llego allá?
—Uff. No es fácil.
—Como sea debo ir allá.
Vicente interrumpió.
—De veras, es peligroso ir. Yo solo he ido una vez y casi me perdí. No hay nada de bueno en ir allá.
—No importa, solo necesito ir.
Gyasi cerró sus ojos un momento.
—Tendrás tus razones. Mañana salimos temprano entonces.
Sonreí. Vicente susurró en su típico tono grave.
—Es una caminata de todo un día.
—Debemos llevar provisiones entonces. Necesitamos más que todo agua.
—Y un cambio de ropa.
—Exacto. Y quizá un poco de fruta, algo para Masha.
Estaba bastante contenta.
—Lo alistaré todo desde hoy.
—Madrugaremos. Salimos a las cinco de la mañana. Voy por ti a esa hora.
—Entendido. ¡Gracias!
De nuevo sonrió. Una corriente de viento suave comenzó a tocarnos. Se sentía fría, evaporando el sudor de mi piel. Gyasi estaba feliz también.
—Ah, qué fresco, ¡por fin!
—¿Eh?
Vicente se notaba sorprendido. Yo estaba sonriendo de alegría, moviendo mi torso al ritmo de alguna cancioncilla en mi cabeza.
—Angela…
—¿Dime?
En tanto me detuve, el viento cesó.
—Tú… El viento… ¿Tú?
—¿Qué?
Aclaró su garganta y miró hacia otro lado.
—No pasa nada.
—Eh, ¿¡dime!?
—¡No pasa nada! Seguimos, Gyasi.
—Está bien.

Me senté a la sombra de un árbol cercano y los seguí observando. Al cabo de unas tres horas habían construido una especie de puente para ir de una orilla a la otra. Se veía bastante rígido. Observé los sutiles movimientos de Vicente, las claras explicaciones e indicaciones de Gyasi. Deseé que mis poderes se activaran, deseé ser útil. Sin embargo, como era ahora, era imposible. Miré al cielo entre las hojas de los árboles. Vicente se paraba encima del arco, pisando con fuerza, Gyasi lo examinaba.
Después de otro rato, nos regresamos juntos a la villa. Vicente seguía explicándome cosas que pasaban por encima de mi cabeza, aunque de una forma u otra las comprendía a mi manera. Mi conclusión era que el acto de desear lo mejor, de desear con fervor, como si uno rezara por uno mismo, era lo que activaba los poderes.
Una vez llegamos a la villa, me despedí, le volví a recordar a Gyasi de nuestra expedición de mañana y me regresé a la casa. Saqué un par de botellas que vi a un lado del fogón, fui al río, las lavé y las llené, regresé a casa y las puse en un mantel que encontré en la cómoda. Regresé afuera, tomé algunas frutas, duraznos y manzanas, además de algunas bayas que encontré al lado de mi cabaña. Las empaqué junto con los cántaros y cerré el mantel en forma de bolsa.
Seguí leyendo un poco el libro uno, aunque no pude recordar nada de lo que leí. Me quedé dormida sobre la cama en mi ropa interior.
A las cinco de la mañana, sin siquiera aclarar el cielo, Gyasi tocó a mi puerta. Era hora de que nuestra pequeña excursión comenzara.

«El club de los dioses» (parte 2)

Esta historia fue originalmente publicada el 16 de enero de 2.021, después de mis cortas vacaciones de las festividades.

Después de varios minutos de risas, y con mi mente aún confundida, necesitaba preguntar algo que me comía desde hace rato.

—¿Así que no saben como funcionan los poderes?
—No, no sabemos. Es algo como que deseamos que las cosas pasen y de alguna manera ocurren.
Larissa hizo unos movimientos con sus manos para intentar explicarme, pero me confundió más.
—Pues yo solo me concentro en el reloj y las cosas ocurren. Aunque no he tenido que usarlo recientemente, Masha de veras tiene muy buen sentido del tiempo.
Gyasi volvió a observar su reloj, lo abrió y lo cerró con rapidez.
—Y en mi caso, las cosas simplemente ocurren, cuando deseo fuego, se forma el fuego. Los ríos se siguen moviendo sin problema, aunque a veces Mikhail olvidaba hacer llover hacia el lago desde donde se originan, y tenía que recordarle.
—Y en el caso de Masha, ella es tan misteriosa que no tenemos ni idea que pasa por su cabeza. No la hemos visto en…
—Ocho meses, veintidós días, cuatro horas y doce minutos, Jefa.
—Gracias, Gyasi.
No entendía del todo porque el chico siempre la llamaba Jefa. ¿Qué había pasado ahí? ¿Quizás era por respeto? Además, él le decía “hermana Masha” a la diosa del cielo.
—Es decir que si me concentro en el fluir del viento, ¿el viento se ha de mover?
—En teoría si. Hasta ahora yo he estado haciendo las veces de dios del aire, pero no es fácil. A diferencia de ser la diosa de la vida, quien por alguna razón tiene energía infinita…
Vicente bajó la mirada hacia Larissa. Ella tenía fuego en sus ojos, como si quisiera matar y comer. Vicente solo sonrió en respuesta.
—Nosotros, los demás dioses, tenemos energía limitada. En especial, Gyasi.
—Si, ser el amo del tiempo me cansa muy rápido.
Analicé la situación, pero había algo que no me encajaba del todo.
—Pero, yo no los veo a ustedes concentrados haciendo que las cosas ocurran. No entiendo como funciona.
Vicente se levantó del asiento y caminó un poco alrededor.
—¿Cómo lo explicara? Es un conjunto de instrucciones… No. Cada ser…
Veía como se confundía más con cada palabra que decía.
—Hagámoslo con un ejemplo, ¿te parece, Vicente?
—Está bien.
—¿Cómo fluyen los ríos?
Podía ver la cara de confusión en Vicente. Quizá jamás le habían hecho esa pregunta.
—¿Te concentras en ellos y mueves las partículas de agua? ¿O quizá la gravedad? ¿O piensas en la masa de agua como un todo y simplemente la rediriges?
—Espera, espera…
Larissa y Gyasi lo miraban atentamente. A ella se le formaba una sonrisa malvada.
—¿O es algo que solo ocurre y no tienes que hacer nada activamente?
—Ahora que lo dices…
—¿Cuál es tu intervención en el fluir de los ríos? ¿Qué tienes que hacer?
Vicente hizo una cara de seriedad absoluta.
—Pues, este mundo aun tiene leyes de la física, como en la Tierra, que funcionan tal cual. No necesito concentrarme en el flujo de los ríos, eso lo hace la gravedad misma y esas otras leyes que no sé. En realidad, si se forma una obstrucción en los caudales, o si es necesario mover tierra de un lado a otro, o formar surcos, o abrir un túnel en la montaña, eso si lo puedo hacer. Igual con los caudales subterráneos, debo estar pendiente de ellos para que el riego de las plantas sea idóneo.
Ya comenzaba a entender.
—Me mencionaste algo acerca del fuego…
—Si. Si es necesario crear fuego, tengo la habilidad de hacerlo.
—¿Y cómo lo haces?
Dejó salir un respiro profundo. Cerró sus ojos y frunció el ceño.
—La verdad es complicado de explicar. Yo me concentro en el lugar donde quiero crear la llama…
Mi mirada se posó en su cara. Los otros dos también le clavaron los ojos.
—Y es como un deseo. Como que deseo que se forme una llama en tal lugar, de este tamaño y esta intensidad. Y simplemente ocurre. Pero es algo que debe ser un verdadero deseo.
—¿Un verdadero deseo?
—Si… Si yo bromeo acerca del fuego, no ocurre, tengo que desearlo en mi corazón.
No comprendía muy bien. ¿Qué diferencia un deseo de un verdadero deseo?
—Veo la confusión en tu cara. Esto solo se aprende en la marcha, Angela.
—Haz un fuego.
—¿Qué?
—Si…
Me giré alrededor. La choza era altamente inflamable, siendo construida de madera y con telas por todos lados. A mis espaldas estaba la cocina, que ahora que la observaba era nada más que una mesa auxiliar para aquellos famosos tomos. Me levanté con un poco de dificultad y los apilé a un lado, dejando el hogar desocupado. Larissa se levantó por reacción.
—¿Qué haces?
—Haz un fuego en el fogón.
Larissa suspiró caminando hacia mi, mientras Vicente me cuestionaba con seriedad absoluta.
—No, no…
—¿Para qué?
—Quiero verlo.
—¿El fuego?
—Si. Haz un fuego, lo apagaremos después.
Gyasi me miraba sorprendido, sus ojos brillantes y sonrisa plena confirmando su emoción.
—Pero no hay combustible… Haré una llama que se apagará en nada.
—Me parece bien. Quiero verla.
—Muy bien.
Observé a Larissa con el rabillo del ojo, su mirada llena de pánico. Gyasi estaba columpiando sus piernas en la banca. Vicente frunció el ceño y miró fijamente la posición del fogón.
—No, no creo que sea buena idea, Vicente.
—Tranquila, Lar… Lo haré, me controlaré.
—Pero…
—¡Qué lo haga! ¡Qué lo haga!
Gyasi dejó salir su expectativa desbordada. Yo me mantuve en silencio. Vicente seguía observando el fogón con intensidad, y yo miraba su cara. De sus poros comenzaron a brotar unas pequeñas gotitas de sudor. Soltó la respiración.
—No puedo.
Larissa soltó también su aliento.
—Eh, pero… Vamos, hermano Vicente, ¡tú puedes!
—No puedo, me siento intimidado.
No pude aguantar más y solté una carcajada muy fuerte.
—¿De qué te ríes?
—¡Qué sabía que esto iba a pasar! Cualquier persona bajo este nivel de presión no seria capaz de hacer algo así. ¡Perdón!
Vicente me miraba con su ceño aún torcido. Yo seguía soltando cortas risitas, mis ojos un poco encharcados.
—¿Me estabas evaluando, Angela?
—¡No, no! Solo quería saber que era eso del “verdadero deseo”. Creo que lo entiendo ya. Gracias.
—Pero…
—No necesitas probarme nada ya. Gracias.
Mientras me giré para sentarme de nuevo, sentí un repentino calor proveniente del fogón y el inconfundible sonido de una llamarada. Gyasi se quedó con la boca abierta y yo me congelé de pie. Larissa brotó sus ojos y apretó sus puños.
—Y así puedo generar fuego.
—¡Vicente Martín!
Larissa se quería salir de sus ropas. La cara de Vicente permanecía seria. Me senté.
—Entiendo.

Por algunas horas más continuamos hablando. Larissa me invitó a que leyera los cuadernos que habían dejado nuestros antecesores y practicara un poco las actividades como diosa del aire. Vicente me podría enseñar acerca de ello, ya que él estaba cubriendo ambas responsabilidades. Gyasi se distrajo con su reloj, poniendo atención de vez en cuando. Me explicaron que esta cabaña es el cuarto personal de Larissa. Cada dios tiene su propio lugar que habita. Vicente vive en una caverna cercana, que ha sido modificada por cada uno de los dioses de la tierra a su gusto. Gyasi vive en una casa en uno de los más altos árboles y desde allá observa el firmamento. Hay otra choza de madera más allá de los árboles de frutos, que es la vivienda oficial de Masha, a pesar que no la usa. Y para el dios del aire, la tercera choza de la aldea, un poco más alejada. Allí habitaría yo.
Me contaron muchas anécdotas, acerca de diferentes dioses del pasado, acerca de la formación de la aldea, de las discusiones que a menudo tenían. En ningún momento tocamos nuestras historias, nuestras experiencias en la tierra, nuestras familias, nuestros amigos. Era como si hubieran sido un sueño pasajero, de esos que se olvidan cinco minutos después de despertar.
Y entre todo esto, el cielo por las ventanas se había tornado oscuro. Masha era muy buena diosa, con muy buen sentido del tiempo.

—No sé ustedes, pero yo tengo bastante sueño.
Vicente dijo esto mientras se rascaba los ojos. Pregunté algo que tenía en la cabeza desde que desperté.
—A todas estas… ¿Ustedes sienten hambre? Porque debo admitir… Ya sería hora de que tuviera ganas de comer algo.
Larissa sonrió y puso su mano sobre la mía.
—No te preocupes por ello. De eso me encargo yo.
Recordé la descripción que ella había dado de su trabajo. Velaba por nuestra salud y bienestar, eso significa… ¿Qué se encargaba de nuestra nutrición también?
—Eso es…
—Eso mismo. Si sientes sed, bebe el agua del río. Es muy fresca.
Gyasi ya cabeceaba. Larissa se levantó y habló con fuerza.
—¡Bueno mis queridos amigos! Otro día y una nueva amistad. ¡Gyasi!
Gyasi se despertó de golpe.
—¡Si, jefa!
—Cierre del día, por favor.
—¡Si, jefa! Día veinte de enero del año seiscientos veintiocho. Siendo ocho y cuarenta de la noche. ¡Vida!
—¡Presente!
Larissa respondió como si estuvieran llamando a asistencia. Hice una nota mental del dato.
—¡Tierra!
—Aquí estoy.
La pereza se consumía lentamente a Vicente. Su seriedad se comenzó a perder reemplazada por sueño.
—¡Cielo!
—Ausente, pero aún actuando.
Larissa respondió sin titubear. Aunque Masha no estaba entre nosotros, si el firmamento dio paso a la noche, era suficiente prueba que ella aún habitaba entre nosotros.
—¡Aire!
No sabía que hacer. ¿Era yo la diosa del aire? La mirada en expectativa de todos me lo confirmó. Sentí que era un paso muy grande el creerme este cuento. Gyasi repitió gritando un poco más fuerte.
—¡Aire!
—Presente.
Respondí con duda. El asentimiento en silencio de Larissa y Vicente la disiparon. Decidí que tenía que adicionar algo.
—Presente, con ayuda de Vicente por ahora. Gracias a todos por recibirme.
Gyasi se emocionó y comenzó a aplaudir. Larissa le siguió y Vicente un momento después. Hice una venia corta y sonreí.
—Y por último, ¡tiempo! Es decir, yo.
—Estamos todos. Gracias por todo hoy. Nos vemos mañana.
Así nos levantamos de la banca. Mis piernas aún se sentían un poco adormiladas, pero ya podía caminar sin cojear mucho. Gyasi, Vicente y yo atravesamos el umbral de la puerta, y cuando ya nos encontramos afuera, pude observar maravillada el exterior.

Si este era el trabajo de Masha, jamás había visto yo un cielo tan perfecto. Las estrellas brillaban con todo su fulgor, pedacitos de brillante derramados por todos lados, junto a una luna tan cercana que sentía que la podía abrazar. Era una verdadera maravilla. La brisa afuera revoloteaba las hojas de los árboles, el polvillo del suelo, el petricor de las piedras quemadas por el sol, haciendo llegar a mi olfato un cálido dulzor. Recordé al hada. Este era el aroma que había sentido de ella en mi última noche en vida.
—Vicente, ¿puedes venir un momento? Necesito discutir algo corto.
Vicente se giró. Larissa estaba en la puerta.
—Angela, yo te acompaño a tu nueva casa. Espérame un par de minutos.
Asentí. Quería absorber todo lo que podía ver a mi alrededor. Gyasi continuó caminando con lentitud, mientras Vicente regresaba a la casa de Larissa con rapidez y se internó cerrando la puerta a su espalda.

Los árboles parecían simples frutales, y aunque la oscuridad no me permitía saber de que eran, el olor me recordó a un pastel de manzana. El camino afuera estaba bien mantenido y demarcado, sin duda trabajo de Vicente.
—¡Hasta mañana, hermanita Angela!
—¿No nos vas a esperar?
—No, que Vicente te acompañe a casa. Mi árbol queda un poco lejos de acá. Nagaan buli.
—¿Perdón?
—Eso es “Buenas noches”, en el idioma que yo hablaba en la Tierra.
—Ah, entendido. Good night!
Yeah!
Gyasi se fue andando por una ruta a un lado de los árboles. Lo seguí con mi mirada hasta que sentí que un foco se encendió en mi cabeza. Exclamé en voz alta.
—¿Y cómo demonios es que nos entendemos?
—Primero, ojo a las groserías.
Dejé salir un pequeño grito. Era Vicente.
—Segundo, ¿apenas te lo preguntas? Y tercero, no sabemos.
—¿Cómo que no sabemos?
—No, mira que nos entendemos sin problemas. Mi idioma en la Tierra era el español. El tuyo era…
—Inglés. ¿Y Larissa?
—Griego. Con esta mezcla de idiomas, es imposible que nos entendiéramos de alguna forma… Pero aún así lo hacemos. Vamos.
¿Sería posible que esto aplicara también para “el purgatorio”? ¿Me desgasté hablando con aquel chico, o quizá me entendía? Comenzamos a caminar con calma. Vicente se quedó callado, quizás esperando que hiciera alguna pregunta.
—Y aquella diosa, ¿Vicky? Aquella que Gyasi dijo que era muda.
—Ah, Vika. Ella era un caso especial. Según la historia escrita, era sordomuda. Ella estuvo acá hace unos ciento cincuenta años o más. No tenía forma de expresarse con los demás, excepto de forma escrita. Eso es algo que también no sabemos.
—¿El qué?
—Cuando escribimos, escribimos algo, pero no sabemos en que lenguaje. No es nuestro lenguaje nativo. Pero aún así nos entendemos. Recordamos nuestro lenguaje y lo podemos hablar, escuchar y entender, pero no lo podemos escribir.
—No entiendo.
—Yo menos, y eso que llevo muchos años terrestres acá.
Esa expresión me pareció un poco forzada, pero no pregunté acerca de ello. Continuamos caminando por la senda al lado de los árboles. Observé una casucha a mi izquierda, las luces de adentro estaban todas apagadas, haciéndola ver lúgubre y abandonada, a pesar que la luz de la luna la iluminaba con un tono azulado.
—Esta es la casa de Misha. Ya han pasado unos treinta o cuarenta años terrestres que no la ha usado.
No pude aguantar más.
—¿Años terrestres?
—Te explico mañana.
—¡Tengo tantas preguntas!
—Mañana. De verdad necesitas dormir, es tu primer día acá. Nosotros también tenemos preguntas, en especial una, que no nos has respondido.
Tragué saliva. Vicente exhaló.
—Sé que es una pregunta muy salida de lo normal, pero es algo importante. El sexo…
Su voz se quebró un poco. Aclaró su garganta y comenzó a hablar de una forma muy monótona.
—No es que ser dios obligue a tener un cuerpo puro, o que la virginidad signifique algo muy importante. Sin embargo, afecta notablemente los poderes.
Sentí que mis mejillas se calentaron un poco.
—¿En qué sentido?
—Hace que los poderes sean más indomables. Obliga a tener mucho más cuidado.
—¿Cuando se es virgen, o cuando no se es?
—Al ser virgen. Es como si las hormonas estuvieran activas todo el tiempo.
—¿Y si se tiene sexo en este mundo?
La pregunta salió disparada de mi boca. Vicente frenó en seco y me miró.
—¿Qué?
Ya no podía ocultar mi cara sonrojada. Él se notaba afectado.
—¡Perdón!
—No… No pasa nada. La verdad… Creo que no funciona.
—¿No funciona?
Aclaró su garganta de nuevo y continuó caminando.
—Según el registro escrito, parece que no funciona. Parece que el cuerpo una vez llega a este mundo es inmutable.
—Así que es imposible envejecer.
—Si, muestra de ello es Lar. ¿Quién creería que falleció en el siglo XIX?
—¿Y lo del hambre?
—Eso es diferente. El cuerpo aun así necesita una fuente de energía. Lar nos alimenta con sus poderes, no necesitamos comer. A veces si necesitamos saciar la sed, sobre todo cuando a alguien se le olvida poner nubes en el cielo y tenemos un verano muy fuerte.
Pensé en Masha. No era tan perfecta ella entonces, a pesar de la hermosura del firmamento.
—Lar… Larissa es una trabajadora incansable. Ella no duerme.
—¿Y entonces?
—No mentía yo cuando dije que ella pareciera que tuviese energía infinita.
Se giró a ver la casa de Larissa. Yo le seguí la mirada.
—Las luces permanecerán encendidas toda la noche. Ella no habrá dormido. Así es ella.
—¿Es algo de los dioses de la vida?
—No. Es algo de ella.
Continuamos caminando. Más adelante, encontramos otra choza, muy similar a la que habíamos pasado algunos minutos atrás.
—Hemos llegado. Permíteme.
Cerró los ojos un momento y apretó su mano derecha. Dos segundos después los abrió. Un par de antorchas se encendieron en la parte exterior.
—Bienvenida.
—¿Ese fue un verdadero deseo?
—Qué comes, qué adivinas. Usa el fuego para encender las lámparas de adentro. Las lamparas deben tener combustible aún.
—Gracias Vicente.
—Me retiro. Acomoda todo adentro a tu gusto. Si no necesitas algo o quieres cambiar o agregar algo, cuéntanos mañana. Debe estar todo como lo dejó Mikhail. No sé en que estado estará, en realidad. Nosotros no entramos sin invitación a la casa de los demás.
—No hay problema. Gracias de nuevo. Hasta mañana.
—Que descanses. Y bienvenida otra vez.
Bye!

Caminé rápidamente. El clima se había tornado un poco frío, quizá por el viento. Los tablones de la escalera de entrada crujieron ante mi peso, la luz de las antorchas iluminando la fachada con su centelleante fulgor. Abrí la puerta lentamente. Con la poca luz que entraba por las ventanas dí un rápido repaso por la habitación.
A diferencia de la casa de Larissa, había una cama verdadera, sencilla pero perfectamente tendida. La misma cocina en el fondo, pero sin el desorden encima de ella. Una mesa pequeña con dos sillas. Una vela, un par de lámparas, un par de tazas y un cuaderno. Un armario, dos pares de zapatos sobre el suelo y una cajonera. Cerré la puerta. La cabaña tenía un olor muy característico, un aroma que jamás había experimentado hasta hoy, como el de una fruta que se prueba por primera vez.
Sentí que mis piernas cedieron. Me ardían. Me arrastré por una velluda alfombra y llegué como pude a la cama. No quería quitarme ninguna prenda. Mis ojos se cerraron y como una roca, caí dormida.

—¿Cómo te sientes?
—Muy cansada.
—Lo siento.
—No, no es tu culpa.
—¿Sientes que tomaste una mala decisión?
—Claro, desperdicié mi vida.
—De este lado se te extraña mucho.
—¡Cuánto daría por volver!
—¿Es una pregunta, o es un deseo?
—Es un deseo.
—Jajajaja, los milagros son reales.
—¿Milagros?
—Al final de cuentas… ¿Acaso no eres una diosa?
Abrí mis ojos. Estaba en un hospital. Al frente mío había una cama con alguien en ella y tres personas de pie, un chico de cierta edad, una mujer de mayor edad, y otra mujer que vestía una bata larga que le llegaba a las rodillas. El tiempo no parecía fluir en este lugar. Me acerqué a la cama.
Una joven mujer yacía en ella, sus cabellos color oro estaban regados encima de la almohada. Sus ojos apretados como si estuviera durmiendo en un sueño infinito, pero daban la sensación que ella fuera a despertar de repente. Un par de líneas asemejándose a ojeras se formaban en sus párpados. Su contorneado cuerpo estaba cubierto por una simple bata de hospital y una manta de color azul. Sus manos yacían por fuera de la manta, con una delgadez que se confundía con decrepitud. La cara que una vez era redonda y rozagante, ahora delgada y magra. Quise tocarla, acariciar aquellas ausentes mejillas, sentir el calor que de alguna forma aun pasaba por sus venas, pero era imposible. Al final de cuentas, era yo.
El chico era quien había sido mi novio, mi primer y único amante. Se le notaba más alto, más musculoso que la última vez que lo había visto, aunque con gafas más gruesas. Sus ojos mostraban que no había parado de llorar, sus ojeras pronunciadas e hinchadas. Su ceño mostraba preocupación.
La mujer era mi madre, aunque me costó creerlo. Parecía que se había avejentado diez años. Aquella piel lozana de la que ella se regodeaba con frecuencia ante sus amigas del trabajo, ahora daba el paso a unas gruesas y profundas arrugas. Su cabello negro y lacio parecía una maraña. Al igual que mi novio, parecía que había llorado continuamente. Sus ojos eran vidriosos y ausentes de brillo.
La otra mujer con la bata parecía una médica. No la reconocí, aunque en su ropaje aparecía cosido su nombre. Williams.
Quería abrazarlos, decirles que aún estaba aquí con ellos, aunque no me pudieran ver. Sin embargo, algo en mi me decía que no podía acercarme a ellos. Al fin de cuentas, el tiempo estaba detenido.
Respiré profundo, incapaz de derramar una lágrima. Sonreí, pues fue mi culpa que esta tragedia hubiera ocurrido. Cerré los ojos.
—¿Deseas volver?
—Si.
—¿A qué costo?
—No estoy segura.
—Ellos están manteniendo tu cuerpo vivo, a pesar que ya no estás allá.
—No entiendo. ¿Acaso no había muerto?
—Tú ya no estás allá.
—¿Y entonces por qué siguen manteniendo mi cuerpo vivo?
—Es su deseo.
—¿De?
—De verte de nuevo del otro lado. Recuérdalo, eres una diosa.

El sonido de un trueno hizo retumbar el suelo y las paredes. Desperté súbitamente. Me encontraba acurrucada sobre la cama como un gusano, completamente vestida. El techo seguía siendo poco familiar. ¿Qué demonios era ese sueño? ¿Y ese estruendo? La luz del sol comenzaba a colarse por las ventanas. El ambiente dentro de la choza era seco y un poco frío. El aroma frutal que había notado anoche había desaparecido. Me levanté despacio de la cama y miré alrededor de nuevo. Era tal y como lo había notado el día de ayer. Sea quien hubiese sido el tal Mikhail, era un sujeto muy ordenado o había dejado todo organizado en tanto sabía que debía irse.
Caminé hacia la mesa y observé el tomo depositado encima. La carátula era sencilla, como de papel reciclado. Lo tomé en mis manos y lo abrí.

Estimados nuevos dioses del aire. Bienvenido al valle de los dioses. Este tomo ha pasado de mano en mano por múltiples generaciones de encargados del aire. Es un secreto bien guardado, así que intenta que no lo descubran los demás dioses. Leelo con detenimiento. Cada uno de nosotros ha escrito detalles bastante interesantes aquí. Además, te invitamos a que escribas nuevas pistas, nuevos datos que creas que sean de nuestro interés. No sabemos si los demás dioses hacen algo así similar. Escribe lo que quieras compartir con tus futuros descendientes. Con mucho cariño, Aura, Diosa del aire.

—Que no lo descubran otros dioses… ¿En plena vista? Bien hecho, Mikhail.
Sonreí un poco. Me dirigí hacia la cocina. Estaba inmaculada, aunque un poco empolvada. Abrí el cajón de la lumbre, igualmente limpio. Puse el libro allí, cerré la compuerta y regresé a la sala. Las tazas estaban dispuestas una al frente de la otra, totalmente vacías. La vela parecía que no había sido usada antes.
Me dirigí al armario, también vacío. Abrí los cajones de la cómoda. Habían un par de cobijas bien dobladas en uno de ellos, además de un par de camisas masculinas cosidas a mano. En otro de los cajones había lo que parecía ropa interior femenina y masculina, además de unas medias, también hechas manualmente. Alguno de los dioses anteriores parecía haber sido habilidoso con la costura.
Sentí un poco de sed. Me dirigí a la cocina y tomé un jarro que había en ella. Me dirigí a la puerta y la abrí. El viento entró con fuerza, revoloteando mi cabello y las cortinas de la casa. Un aroma dulce, como a jugo de frutas llegó a mi nariz. No era el mismo que había sentido anoche, pero era bastante agradable. A lo lejos escuché el rumor del agua. Descendí las escaleras y caminé por la senda. Noté que el cielo estaba un poco nublado y el viento era frío. Perseguí el barullo del río hasta que llegué a él. Era un riachuelo no muy profundo, aunque tenía unos cinco metros de ancho. Metí el contenedor, lo llené con un agua que se sentía fría y fresca en mis dedos. Respiré profundamente. ¿Cuándo había sido la última vez que había sentido este frescor?
Me levanté, me quité los zapatos, las medias y el pantalón. No recordaba que me había puesto estas bragas. Eran unas bastante adultas, delicadas y con unos encajes muy bonitos. En algunas partes ligeramente transparentes se podían ver mis vellos. Recordé que mi madre me había regalado un conjunto, pues según ella ya era necesario que tuviera unas más elegantes. Me las puse porque quería verme especial cuando estuviera con mi novio, además porque nada más le quedaba bien a mi cuerpo que súbitamente había crecido.

Me metí al agua. El frío se esparció por la piel de mis piernas y me hizo temblar un poco. Tomé una bocanada de aire. El agua jugueteaba entre los dedos de mis pies, las piedras que pisaba formando extrañas estructuras debajo de ellos. Creía que había sentido un pececillo cruzar por mis pantorrillas. Intenté buscarlo, pero no lo encontré, a pesar que el agua fuera tan cristalina. Tomé un poco entre mis manos y la sorbí. Era ligeramente dulce y tan fría que congeló mis dientes. Era deliciosa. Me agaché un poco más y tomé otra manotada. Mi seca garganta la recibió con agradecimiento.
A mis espaldas, escuché un tosido. Era Vicente, quien me estaba dando la espalda.
—Buenos días, Angela. Espero que estés disfrutando del agua.
—Hola Vicente, buenos días. ¡Si, está muy fresca, me encanta!
—Qué bien. Vine por ti para comenzar tu entrenamiento, pero toma el tiempo que quieras.
Su voz estaba tensa, un poco mecánica.
—No, no, ya voy.
—Si…
Un trémolo extraño llegó a mis oídos.
—No olvides de vestirte, por favor.
Miré mi ropa desperdigada en la orilla. Entendí la razón de su preocupación. No pude evitar soltar una risa.
—¡Vicente! Estoy en ropa interior, ¿cuál es el misterio? Acaso en tus años no…
—¡En mi época esto sería inadmisible!
Comencé a caminar hacia la vera.
—Lo dices como si fuera un pecado.
—No, no es un pecado, es solo mínima decencia.
—Se llama curiosidad lo que sientes, Vicente, y es algo muy sano.
Me puse el pantalón, subí la cremallera pero no me lo abotoné. Embutí las medias en las zapatillas y las cargué en mi mano. Estando descalza, podría sentir los pequeños granos de tierra entre mis dedos. Era algo que no sentía desde hace mucho tiempo.
—Ya te puedes girar a verme.
Se tornó, su cara estaba un poco roja, su boca apretada como guardando un secreto. Se le veía apenado.
—Esto explica algo que me temía desde ayer.
—¿El qué?
—Vicente, eres virgen, ¿no?
Exhaló con fuerza por su nariz, haciendo un ronquido un poco innatural.
—¡Esto lo explica todo también para mi!
Su reacción me causó gracia. Sonreí.
—No saltes a conclusiones. La época de la que yo vengo es muy diferente a tu época. Ya no existen más misterios.
Se quedó callado. Comencé a caminar en dirección a la casa de Larissa. El suelo se sentía delicioso, las piedrecillas acariciando mis dedos, el calor que emanaba calentando mi piel del frío del agua. Por alguna razón, el viento comenzó a fluir con fuerza. Me giré hacia Vicente, quien aún estaba en su posición, sin saber como reaccionar.

—Vamos. ¿Acaso no querías enseñarme algo?
Su cara estaba congelada, sus ojos bien abiertos.

Continué caminando por la vera del riachuelo, camino a la casa de Larissa. Varios pasos atrás, Vicente me observaba. Desde ese momento intentaría desentrañar el misterio de mi capacidad como deidad, y de nuevo, la razón de yo estar en este lugar.

«El club de los dioses» (parte 1)

Esta historia fue originalmente publicada el 14 de enero de 2.021, después de mis vacaciones de las festividades.

—Pero ahora me pregunto, tú, ¿en qué gastaste tu único deseo?

Todo se tornó oscuro en aquel momento. Mi pecho dejó de latir, mis pulmones dejaron de llenarse. Aquel chico que pacientemente escuchó mi historia durante mis últimos minutos de vida, desapareció en el negro vacío de aquel lugar.

—Angela…
La voz de mi novio me llamaba.
—Angela…
La voz de mi madre me llamaba.
—Angela…
La voz de mi padre me llamaba.

Mis labios se pusieron fríos, mis dedos helados. ¿Así que esto se siente la verdadera muerte? ¡Qué tonta fui! Desperdicié mi vida por una decisión estúpida. No había marcha atrás.
¿Fui feliz? Quizá un poco, justo en los últimos días. ¡Qué tonta fui!
Quería llorar, ¿pero qué iba a lograr con ello? ¿Podía llorar, ahora que estaba muerta? ¿A dónde irían mis lágrimas?
¡Demonios! ¡Qué tonta fui!

—Y si que lo fuiste…
—Sin duda alguna.
Escuché una extraña carcajada surgiendo de mi alrededor. La voz era ligeramente ruda y tosca, incluso, parecía enojada.
—Despierta, perezosa. Despierta y… ¿Estás llorando?

Abrí mis ojos súbitamente. ¿Estaba muerta? Estaba…
—¿Estaba muerta?
La chica que tenía en mi frente se moría de la risa, soltando unas carcajadas terribles.
—Ay, caray, no me podría cansar de ver esto.
Su tez me era desconocida. Su cabello rojizo y notables pecas contrastaban con el blanco, casi rojo, tono de su piel. Vestía una especie de mono con cargaderas de mezclilla azul. Hasta pude haber jurado que en vida tuve uno así. ¿En vida? ¿Era esto la otra vida?
Detrás de la chica, una sencilla estructura de madera se extendía a todos lados, como una pequeña casita. La luz era muy tenue, pero al menos había luz. Quise levantarme, pero mi cuerpo me lo prohibió, se sentía como un lastre.
—Uy, espera, espera.
La chica me extendió la mano. Intenté tomarla, pero mis brazos no reaccionaban.
—No, no, ¿sabes qué? Quédate quieta un rato, cierra los ojos y respira profundo.
Así hice. La extraña pesadez de mis brazos se fue yendo y lentamente el frío de mis dedos y de mis labios fue desapareciendo. Una vez me sentí con calor abrí mis ojos.
—¿No quieres toser?
Se me hizo muy extraña su pregunta.
—No, no particularmente.
—¿Y tu boca? ¿Tienes sed?
La examiné con mi lengua. Estaba increíblemente seca, como si hubiera comido muchos fritos salados, pero no estaba sedienta.
—No creo.
Ella me volvió a extender la mano.
—Soy Larissa.
Me aferré a su mano con la poca fuerza que aun tenía.
—Soy Angela. Mucho gusto.
—El gusto es mío.
Con fuerza, Larissa me irguió hasta quedar sentada. Definitivamente, estaba en una especie de choza de madera, con unos ventanales muy sencillos y una puerta del mismo material. Una especie de telas cubrían los cristales. El piso también era de la misma textura aunque se veía un poco desgastado por el uso. En una de las esquinas de dicho lugar había una especie de silla. Estaba sobre un colchón un poco tosco, unos centímetros por encima del piso. El sol que entraba por las ventanas era parecido al de las cinco de la tarde.
Como un rayo vino a mi el recuerdo del último día, de mi primera vez con mi novio. Extrañamente, a pesar que creía que había pasado poco tiempo desde mi muerte, no sentía ningún dolor en mis entrañas. Al recordarlo, me toqué el vientre por encima de mi ropa. Efectivamente, ya no sentía nada.
Mi ropa, era exactamente la misma que había vestido el día de mi muerte, una camiseta de unos colores como arco iris teñidos que me quedaba larga antes del crecimiento de mi último día y que ahora me quedaba perfecta, un pantalón corto que también ya me había quedado muy apretado sobre todo en mis caderas, unas medias cortas negras con blanco y unas zapatillas planas de color verde, mis favoritas.

—Imagino que tendrás muchísimas preguntas, Angela. Pero por ahora confirmemos un par de datos, ¿tú tienes quince años?
—No, tengo cator…
Recordé mi ultimo deseo. De nuevo vino a mi mente el hecho que crecí lo de un año en un día, recordé el doloroso sexo con mi novio y recordé a mi madre, durmiendo plácidamente en el sofá.
—Si. Tengo quince años.
—Entonces es lo usual. Nada raro.
Larissa tomó una bocanada de aire y cerró sus ojos.
—No podré responderte todas tus preguntas, pero lo intentaré… Porque para nosotros es también un desconocido lo que ha pasado. Bienvenida al valle de los dioses.
—¿El qué?
—Ese nombre ya lo tenía este lugar, es algo que ha pasado de boca en boca, generación en generación de dioses, uno detrás del otro.
—¿Dioses dices?
—Si. A ver, aclaremos las cosas. Tu conociste a los seis o siete años una criatura alada…
—¡Si! Un hada, a los siete. Ese hada me hizo la vida impos…
—Y le pediste un deseo.
Me pareció un poco rudo que me cortara la anécdota, pero lo ignoré.
—Si, le pedí un deseo en el último año.
—¿Justo antes de cumplir los quince?
—No, a los catorce. Deseé…
Larissa puso su delgado dedo en mis labios.
—No, no, no me digas que deseaste. Es una regla que tenemos acá. No indagamos mucho de nuestras vidas pasadas ni de nuestros deseos. Solo compartimos información que nos permita saber que demonios quieren esas hadas.
Larissa se mandó la mano a la barbilla.
—Así que catorce años. Angela… ¿En qué año falleciste?
—Mil novecientos ochenta y siete.
—¡PUF!
Esto no parecía una sesión de preguntas y respuestas, más bien era una inquisición. No había podido preguntar nada aun. Larissa tosió un poco.
—Mil novecientos ochenta y siete, ¡por Cristo!
Su expresión se me hizo muy extraña.
—¡Mil novecientos ochenta y siete!
Se levantó de su posición postrada y comenzó a caminar alrededor.
—¡Mil… Novecientos… Ochenta… Y siete!
—¿Pasa algo?
Larissa se giró a verme… Sus ojos estaban desorbitados.
—¿Qué si pasa algo? Esto es gigante.
Miré los pies de Larissa, tenía puestas unas alpargatas de yute. Noté la camisa de color blanco que vestía debajo de su overol. Parecía cosida a mano. Ella siguió dando vueltas dentro de la casa, como un tigre enjaulado. Unos segundos después, se lanzó como un resorte contra la puerta. La abrió con rapidez, dejando entrar el viento y la luz rojiza del sol del crepúsculo, y con ella un extraño aroma a tierra húmeda. Recordé el olor que tenía el hada cuando se acercó a mi nariz antes de yo morir. Salió como galopando fuera de la puerta y unos segundos después escuché un par de alaridos.
—¡Gyasi! ¡Gyasi! ¿Estás por ahí?
Yo estaba estupefacta. ¿Qué demonios estaba pasando? En vez de disminuir mis preguntas, ahora incrementaban con rapidez. Intenté incorporarme, sobando con fuerza mis piernas. Poco a poco recuperaba la movilidad.
—¿Dónde se habrá metido?
La voz de Larissa retumbaba en aquella casa.
—¡Vicente! ¡Ven!
—Lar, ¿qué pasó?
La voz de un chico le respondía, un tono claro y sereno. Intenté pararme, pero mis piernas se sentían como si no existieran. Me puse a gatas y avancé con lentitud hacia la puerta. Mis caderas no respondían tampoco, incluso las sentía acalambradas.
—Estoy buscando a Gyasi, ¿lo has visto?
—No desde la hora de la comida. ¿Por?
—Ya despertó la nueva.
—¡Oh! ¿Y?
—Viene de mil novecientos ochenta y siete.
—¿Qué? ¡Quiero verle!
Ya había llegado a la puerta y afuera podía observar una especie de bosque, un poco de nubes en el cielo y el viento fresco en mi cara. Veía dos sombras que se acercaban.

—Oh, ¡ya te puedes mover! ¡Qué rápido te recuperas!
Observé al chico al lado de Larissa. Era alto, ligeramente fornido, con un cabello impecable, bien peinado hacia atrás y negro como el azabache. Vestía un extraño conjunto que me recordó a una vieja película que había visto cuando era más chica. Era muy elegante y estilizado.
—Mucho gusto, soy Vicente Martín Agudelo.
El chico me extendió la mano. Me senté en las piernas y extendí mi brazo para darle un firme apretón.
—Un gusto, Angela… Angela…
Un momento… ¿Cuál era mi apellido? Escarbé en mi memoria pero no lo hallaba. Cada vez que lo intentaba arrastrar de mis recuerdos, era como si agarrara humo. Una letra ce aparecía y se desvanecía. Una efe. Una te. No sabía que estaba ocurriendo. Agaché mi cabeza y miré al suelo. ¿Cuál era mi apellido? No. No estaba en algún lugar. No existía. Sentí que iba a llorar. Larissa se arrodilló a mi lado y me puso la mano en el hombro.
—Cálmate, cálmate. Solo hace minutos que te despertaste. Es normal no recordarlo todo, al fin, hasta hace unos minutos estabas casi muerta.
Se giró a ver a Vicente. Yo le seguí la mirada.
—Ayúdame a levantarla, vamos a sentarla en la banca.
Larissa me tomó de un brazo y Vicente del otro, poniéndome de pie con su ayuda. Él era definitivamente fornido, pues me levantó con facilidad. Ella en cambio cojeaba un poco y se le notaba el esfuerzo. Me llevaron a la silla y pude observar el otro lado de la choza. Era un espacio bastante sencillo. La cama, si se podía llamar así, era una especie de colchón tirado en el suelo con una o dos mantas encima. Más allá, una especie de mesa de madera con dos bancas largas y detrás de esta, una pequeña cocina.
—Así que mil novecientos ochenta y siete… ¡Uf!
—No entiendo porque es tan sorprendente… ¿Por qué lo siguen repitiendo? ¡Una y otra y otra y otra vez!
Mis palabras salieron golpeadas. Me tenían enojada con tanta repetición. Larissa habló primero.
—Yo morí en mil ochocientos treinta y siete.
—Y yo en mil novecientos doce.
Esos números no cabían en mi cabeza… Eso significaba que ella había fallecido unos ciento treinta años antes de mi nacimiento, pero a mis ojos era exactamente igual que una quinceañera cualquiera de mi ciudad, aunque con una ropa muy campesina. Vicente parecía mayor, pero una vez lo analicé de pies a cabeza, se me hizo como uno de esos chicos aficionados del deporte que se mofaban de mis amigos, los miembros del club de computación de la escuela.
—Jajaja, pareces que se te hubiera aparecido un fantasma, deja de abrir la boca.
Me sonrojé. Ella se arrodilló a un lado de la silla donde yo estaba. Vicente se hizo a su lado.
—Perdón, pero me parece increíble lo que dicen. ¿Así que tu eres la mayor?
—La mayor, no, ¡en absoluto!
Su cara se tornó muy seria y miró a un lado.
—Bueno, podrías decir que si. Ahora, ya soy la mayor.
Vicente se acercó a Larissa y le puso la mano en el hombro, acariciándole. Se hizo un silencio absoluto, solo interrumpido por el sonido de las hojas de los árboles afuera. Me sentí pesada, como si hubiera tocado un tema que no debía.

Como llamado por la pesadumbre, unos pasos fuertes se escucharon provenientes de afuera de la cabaña. Levanté mi cabeza para mirar por la ventana y por la puerta ingresó corriendo un chico moreno, de estatura baja, cabello extremamente rizado y ojos brillantes. Vestía una camisa roja que le quedaba un poco grande, un pantalón color café claro y unos zapatos negros brillantes y pulidos.
—¡Jefa, jefa! ¿Me llamaste?
Al entrar y verme se detuvo enseguida, como un ciervo sorprendido por las luces de un automóvil.
—Perdón.
Larissa se levantó y aclaró su garganta.
—Gyasi, ¿qué pasó? Te estuve llamando a gritos hace un rato. Te presento a Angela.
Él se acercó lentamente y me miró a los ojos. Sentí como si me fuera a absorber con su penetrante y brillante mirada. Me intimidé y miré a un lado.
—¿Ella es la nueva diosa del aire?
Larissa se acercó a Gyasi y agitó las manos como pidiéndole silencio y comenzó a reírse de una manera muy artificial. Yo finalmente reaccioné a sus palabras y miré al chico. ¿Diosa del aire?
—Jajajaja, después hablamos de eso. Angela apenas se despertó.
Me levanté del asiento sin pensar.
—No, no, ¿qué es ese tema de diosa del aire?
Vicente ya tenía los brazos listos para agarrarme en caso que me cayera. Afortunadamente mis piernas resistieron.
—Ángela, es un tema un poco complicado, ya te lo explicaremos después.
—¡Yo soy el dios y amo del tiempo!
El niño sacó pecho, sustrajo un dorado reloj de bolsillo de su pantalón, abrió la tapa y me lo estiró para que yo lo viera.
—¡Gyasi!
Larissa parecía un poco enojada. No le presté atención y decidí aprovechar.
—¿Ah, si? ¿Y cuáles son tus poderes?
A Gyasi le brillaban los ojos, mientras Vicente comenzaba a reírse un poco. Ya había retirado los brazos al ver que podía sostenerme por mi misma. Larissa se puso un poco roja.
—¡No! ¡No! Silencio, no vamos a hablar de esto. ¡Gyasi, silencio! ¡Angela, sentada!
Su reacción me tomó por sorpresa, así que me dejé caer en la silla y solté una carcajada.
—Lar, cálmate. ¿Si tú estuvieras en los zapatos de Angela no estarías igual?
Larissa miró a Vicente con dagas en sus ojos.
—Cuando yo me desperté…
Noté que la voz le temblaba un poco.
—¡Yo entendí todo con facilidad! ¡Jajajaja!
Su risa fue de nuevo tan artificial, que no pude ocultar mi risa mucho más.

—Vamos al comedor… Hablaremos.
Los cuatro nos dirigimos a la mesa con sus largas bancas. Larissa se hizo en una de las puntas de las bancas, Vicente a su lado, Gyasi se hizo en la banca del frente y yo me senté a su lado. Aun caminaba con dificultad, cojeando un poco. Por fin sentía el calor surgir en mis músculos. Larissa se aclaró de nuevo la garganta y puso sus codos sobre la mesa, mostrando una inusual seriedad.
—Una última pregunta antes de comenzar…
—¿Sí?
—¿Cuándo moriste…
Se sonrojó un poco.
—Tú…
—¿Sí?
—Vicente, ayúdame.
El chico respiró profundo.
—Larissa quiere saber si tu eres virgen, si tuviste relaciones sexuales, o si fuiste violada en vida.
La pregunta me sacó de contexto.
—¡Qué!
—Lo sentimos si es una pregunta muy personal, pero es muy importante. No nos tienes que dar detalles, un si o un no son suficientes.
Me comencé a preocupar. Respiré profundo.
—A las hadas no les importa nada.
Larissa lo miró y lo agarró del brazo.
—Lar, sé que me estoy adelantando, pero es necesario. Hasta dónde sabemos, las hadas no requieren de nada especial para capturar a sus nuevos dioses. No importa si han sido maltratados, son lisiados o tienen la piel azul o como sea. Ellos solo necesitan su energía vital para sobrevivir y capturar a alguien más. Después hablaremos de esa difícil pregunta, es un caso especial del que necesitamos saber.
Entendí lo que me dijo, aunque me enojó un poco las palabras que usó.
—¿Tu recuerdas tu periodo en el “purgatorio”? ¿Ese espacio oscuro y vacío?
Cerré los ojos y lo recordé de inmediato.
—Claro.
—Se que sigo adelantándome, pero debo continuar. ¿Cuánto tiempo crees que pasaste en aquel lugar?
Continué con mis ojos cerrados. Me fue imposible estimar cuánto tiempo estuve flotando en aquel vacío. Solo recuerdo que en cierto punto mi mente se puso en blanco, hasta que aquel chico apareció. Abrí los ojos y le miré directamente.
—No tengo ni idea… Solo recuerdo que vi a alguien justo antes que todo se pusiera oscuro.
Vicente se giró a ver a Larissa, ambos compartían una cara de preocupación.
—¿Viste a alguien?
—Si, vi a alguien, era un chico delgado, de tez un poco más clara que Gyasi y cabello lacio y negro.
Vicente se levantó de la banca y se inclinó hacia mi. Larissa se levantó con rapidez, tomó un libro y una especie de pluma de escritura que estaba en la cocina, lo abrió en una página vacía y comenzó a escribir.
—Espera, espera, describe todos los detalles. ¿Al cuánto tiempo más o menos apareció esta persona?

De nuevo cerré los ojos, tratando de imaginar la situación. No era fácil cuantificar el tiempo en aquel lugar.
—No estoy segura, pero lo que sé es que fue unos minutos o máximo una hora antes del momento en que fallecí. ¿Me hago entender?
Larissa estaba furiosamente escribiendo.
—Si, ¿recuerdas la apariencia del chico?
—Como les decía, piel morena, más clara que Gyasi, cabello negro y lacio, delgado, camisa a cuadros y… ¿Pantalón oscuro?
No lo podía recordar con certeza.
—¿Te dijo el nombre?
—No, no lo recuerdo. Su voz era… Momento…
¿Había dicho algo aquel chico?
—De hecho, no recuerdo que haya hablado.
Gyasi se levantó y se paró en la banca.
—Quizás es como Vika, una de las anteriores diosas de la vida, quien no podía hablar. Era muda.
—¿Diosa de la vida?
—Está bien, perdón por el desorden. Creo que es hora de que te digamos lo que sabemos, con base en lo que han dejado nuestros antecesores y nuestras propias experiencias.

Vicente finalmente se sentó, Gyasi hizo lo mismo y Larissa ya había dejado de escribir.
—Una vez pedimos un deseo y llegan las veinticuatro horas del día siguiente a nuestro cumpleaños, creemos que estas criaturas se llevan nuestro alma y la separan del cuerpo, y nos dejan, a imagen y semejanza de nuestra apariencia cuando morimos, en ese lago de oscuridad. Mientras estamos allí, aquellas criaturas consumen nuestra energía vital. El nombre de “purgatorio” fue inventado por uno de nuestros antecesores para definir aquel lugar oscuro y solitario en el cual divagamos los que fuimos seleccionados por las hadas y quienes pedimos el deseo. Ellas usan nuestra energía vital como alimento, como algo que les permite vivir. Algunos sienten que allí pasan solo un día, otros sienten que es una eternidad.
Asentí. Gyasi estaba extasiado por la narración de Vicente.
—Nadie según los registros, excepto tú, ha tenido la experiencia de ver a alguien más en el purgatorio. Simplemente el tiempo corre y eventualmente despertamos aquí, sobre la tierra. Así que tu experiencia es algo nuevo.
Vicente se levantó y se hizo detrás de Larissa, poniendo sus manos en los hombros de ella.
—Sin embargo, como has de saber o imaginar, las criaturas aquellas que tú llamas hadas, no nos pueden hacer daño ni nos pueden matar. Es una regla intrínseca. Solo absorben nuestra vida lentamente, como una especie de energía de uso rápido, como si fuésemos una batería. ¿En la tierra de mil novecientos ochenta aún hay baterías?
—Si.
—Está bien, me puedes entender. Una vez la energía se nos agota, nos dejan ir y todos sin exclusión llegamos a este lugar, que es, en toda su forma, el mundo de las criaturas.
—¿Es este el mundo de las hadas?
—Si, aunque nunca les hemos visto, supongo que están ocupadas reclutando a su próximo dios.
—“Tu cuerpo quedará acá. Morirás para el mundo humano. Pero vivirás en nuestro mundo, nos darás vida, podrás crear un mundo donde el único límite es lo que imagines.”
—¿Qué es eso?
—Fue algo que el hada aquella me dijo justo la última vez que la vi.
Larissa volvió a escribir.
—No contradice lo que ya sabemos.
—Pero adiciona un par de detalles interesantes. Tú escribe lo que creas que es interesante, ¿te parece Lar?
Ella asintió y acercó su cabeza al brazo de Vicente, como un gato sobándose contra la pierna del ser humano con el que habita.
—Continuemos.

Vicente se retiró de la espalda de Larissa, acariciando su cabello, para sentarse de nuevo en la banca.
—Una vez la batería se agota, llegamos aquí. Nuestros antecesores escribieron una serie de normas sobre como debemos actuar o que roles debemos tomar. No las hemos cambiado mucho desde ese entonces. Hay varios tomos que están escritos, el que Larissa tiene en manos es el más reciente y lo estamos escribiendo entre todos.
Vicente estiró su mano y dejó su índice apuntando hacia arriba.
—Primero. Debemos convivir en armonía. No importa si se es pequeño, grande, hombre, mujer, o que problemas o defectos tenemos, somos iguales. Cada uno tiene la misma capacidad de transformar, crear y destruir en este mundo. Es una ley de igualdad.
Asentí. Vicente continuó contando con sus dedos.
—Segundo. Hay dos salidas de este mundo. Una se encuentra siguiendo al sol. La otra es siendo expulsado por los demás dioses. ¿Qué hay más allá al seguir al sol? No tenemos idea, nadie ha regresado. Además, la regla de expulsión solo ha sido usada tres veces en la historia escrita y no parecieron eventos muy alegres. Aparentemente, al salir de esa manera se desvanece en un halo de luz, sin más preámbulos. ¿Qué sigue después de la expulsión? Ni idea.
Vicente me miró como esperando una afirmación. Yo estaba prestando toda la atención posible.
—Tercero. Solo hay una razón para obligar la salida de un dios, y es cuando alguien nuevo llega. Solo pueden haber cinco dioses en este lugar.
—¿Cinco?
—Así es.
—Pero solo somos cuatro aquí.
—Lo sé. De eso te hablaré después. Por ahora seguiré con la regla cuatro. Aunque todos los dioses tenemos las mismas capacidades, para evitar discusiones y choques se han definido cinco dioses cada uno con un rol especial. Debe haber un dios de la tierra, un dios del cielo, un dios del aire, un dios del tiempo y un dios de la vida. El dios de la vida es especial, pues también se encarga del bienestar de los demás dioses, al ser nosotros mismos seres vivos.
—¡Yo soy el dios y amo del tiempo!
Gyasi nos sacó de nuestra concentración.
—Así es, Lar es la diosa de la vida y yo soy el dios de la tierra. Cada uno tiene su especialidad.
—Entendido. ¿Pero…?
—Ya sé que vas a preguntar. Si somos solo cinco, ¿cómo se escoge quien ha de salir?
Esa no era mi pregunta.
—Regla número cinco, cuando un nuevo dios llega, el dios de mayor edad ha de retirarse por su propia voluntad siguiendo al sol, al menos que otro dios haya sido expulsado, en cuyo caso uno de los remanentes debe tomar la responsabilidad de lo abandonado, hasta que un dios nuevo llegue.
—Eso significa que…
—Yo, en teoría, soy la próxima en irse.
Larissa me interrumpió confirmando mis sospechas.
—En tanto llegue un nuevo dios, claro está.
—Hay una excepción a la regla, y es si alguien quiere irse por su propia cuenta. Ya nos ha pasado varias veces.
Suspiré profundamente. Las reglas no parecían complejas, pero eran muy rígidas. No parecían creadas por un grupo de quinceañeros con síndrome de pubertad.
—Ahora, acerca de nuestro quinto dios. En este momento no habita con nosotros en esta villa. Debido a una serie de malos entendidos de los cuales alguien aquí presente es culpable…
Larissa se puso un poco roja y aclaró su garganta como quien se atasca con una galleta seca sin haber tomado líquido.
—Nuestra quinta diosa, Masha, se ha exiliado ella sola, no sabemos dónde. Ella es la diosa del cielo, encargada de los amaneceres, anocheceres, las estrellas, las nubes y la lluvia. Sabemos que aún está entre nosotros porque todos los días nos lo recuerda. Ya te darás cuenta por ti misma. Gyasi, adelante.
Gyasi se volvió a parar sobre la banca. Parecía un muñeco de cuerda con cientos de metros de longitud, una bola de energía contenida en un paquete pequeño.
—Soy Gyasi Afwerki. Quince años. Vengo de Etiopía. ¡Soy el dios y amo del tiempo! Me encargo de llevar la cuenta de las horas y los días, y trabajo junto con mi hermana Masha, la diosa del cielo, para mantener los días sincronizados. Si es necesario, detengo el flujo del tiempo con la ayuda de los demás. Tengo este reloj…
Volvió a enseñarme el reloj, abriendo la tapa con un botón. Lo observé con detalle y noté que no tenía manecillas, sin embargo parecía andar normalmente pues a través de las pequeñas ventanillas podía observar los resortes internos, quienes se movían con normalidad. Aguzando el oído noté que tintineaba como usualmente lo haría.
—Es un artefacto legado de nuestros antecesores. Con este se lleva el conteo del tiempo. Solo yo puedo ver las manecillas.
—¡Wow!
Exclamé sin pensarlo. Estaba maravillada.
—Sigo yo. Soy Vicente Agudelo, dios de la tierra. Me encargo de mantener el flujo y limpieza de las aguas, del riego de las plantas y de mantener la superficie siempre lista y ordenada para la siembra, además de proteger la villa usando las montañas alrededor. Además de ello me encargo de la generación de fuego. Y por último, Lar.
Larissa suspiró con fuerza, levantándose del asiento.
—Larissa Florakis. Diosa de la vida. El peor trabajo de todos. Debo estar pendiente de cada uno de nosotros, de nuestra salud y bienestar, además de cada diminuta planta e insecto, hasta los más altos árboles que nos rodean y los contados animales que habitan aquí. Me encargo de mantener las condiciones para la vida en este lugar. No descanso, pero así mismo no me canso. Tengo tanta energía vital que siento que es ridículo. De lo único vivo que no me encargo es de las criaturas aquellas. Ellas están fuera de mi control y jurisdicción.
—Entendido.

Ya con cada rol entendido, era hora de preguntar por el mío. Vicente notó mi duda en la cara y se adelantó.
—Tu antecesor, Mikhail, fue nuestro dios del aire. Él se fue alrededor de… ¿Cuántos días, Gyasi?
Él miró su reloj por un par de segundos y respondió sin titubear.
—Doce días, dos horas y cuarenta y tres minutos.
—Se fue siguiendo el camino del sol. Era nuestro dios más longevo.
Larissa suspiró.
—Todavía lo extraño.
—Todos lo extrañamos, pero creo que Angela puede lograr ser una digna sucesora de él. Los dioses del aire se encargan del flujo del aire, la pureza de lo que respiramos y lo que llega a las plantas, de mover las nubes alrededor y llevar agua lluvia a los lugares donde se necesita, además de agitar las hojas y el prado. Es literalmente la conexión entre el cielo y la tierra.
—Entiendo… Pero… No sé como usar los poderes.
Todos se giraron a verme y se largaron a reír. Larissa respondió entre carcajadas.
—Pues, ¡bienvenida al club, Angela!
—¿Gracias?

Aunque creía que había muerto, me fue otorgada nueva vida. Ahora, ¿cuál es el objetivo de esta nueva vida?