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Yelena y Arthur se encuentran en este planeta extraño en vez de en su vuelo a Amsterdam. ¿Podrán regresar a casa?
«Jugando con fuego» (parte 2)
Ella y Arthur estaban aún en el mismo lugar, inseguros de caminar más allá. La temperatura no era muy alta, pero quien sabe por cuánto tiempo seguiría de esta manera. Ella reaccionó.
—Amor, debemos buscar un lugar donde refugiarnos.
Él también despertó de su estupor.
—Claro que si, claro que si.
—No sabemos si hay criaturas peligrosas en este lugar o cómo regresar a casa. Ni siquiera sabemos si las plantas acá se pueden comer.
Miró su reloj. Seguía congelado a las siete y treinta de la mañana. Encorvó sus cejas.
—Amor, ¿puedes mirar tu reloj? ¿Qué hora es?
Su esposo se había comprado un reloj de pulso bastante ostentoso hace algunos meses, un cronógrafo suizo que le había costado cuatro o cinco cifras. Giró su muñeca.
—Préstame luz, no puedo ver bien.
Ella sacó su teléfono del bolsillo sin pensar, encendió la pantalla, comprobando que rezaba la misma hora y lo acercó al brazo de su esposo. Ambos leyeron la cara del aparato.
—Son las siete y treinta también.
Sus ojos se abrieron de inmediato. Inclinó su cabeza para ver el reloj y verificó que las manecillas no se movían, el cronógrafo no hacía su acostumbrado tintineo. Se sostuvo la frente con la mano y suspiró fuertemente. Sentía como un leve dolor de cabeza se adueñaba de sus pensamientos.
—¿Cuánto tiempo llevamos en este lugar? Seguramente más de un minuto. Es como si el tiempo…
—Se hubiera detenido.
Él completó su frase. Ella asintió, pero en menos de un segundo, apuntó con su dedo índice y su brazo extendido hacia el horizonte, como tratando de enseñarle una estrella lejana. Arthur ya la conocía, esa postura siempre la hacía cuando tenía dudas.
—Pero… Si el tiempo se hubiese detenido, ¿cómo fluye la sangre por nuestras venas? ¿Cómo podemos ver o respirar? O, ¿cómo se encendió la pantalla de mi reloj o de mi teléfono?
Arthur se encogió de brazos y abrazó a su esposa. Yelena estaba estupefacta, su mente tratando de entender lo que estaba pasando. Ni siquiera con todo su entrenamiento científico podía desentrañar la lógica detrás de estos sucesos. En tanto se separaron, ella miró de nuevo su teléfono. La pantalla se encendía normalmente, el reloj en ella mostraba la misma hora, sin señal de celular disponible. Abrió la cámara e intentó utilizarla. Aunque usó flash, la toma quedó totalmente oscura, llena de penumbras.
Mientras tanto, él seguía explorando alrededor con su visión, intentando acostumbrarse a la oscuridad. La topografía del lugar era muy sencilla, una planicie hacia un lado, un conjunto de lo que parecían árboles hacia el otro y directamente a un costado dos pequeñas colinas, no muy escarpadas. Yelena continuaba tomando fotografías, pero todas quedaban oscuras, sin importar a dónde apuntara, al frente, al suelo o cuando se tomó una selfi. Él la sacó de sus elucubraciones tocándola en su hombro.
—Amor, creo que lo más lógico por ahora es que subamos a una de aquellas colinas.
—Está bien.
—Así podemos dar un buen vistazo a lo que nos rodea. Quizás hasta hallemos una cueva para protegernos o algo por ese estilo. Vamos.
Ella continuaba manipulando su dispositivo. Cuando él se tornó a caminar en dicho sentido, ella se incorporó y le agarró el brazo con una de sus manos, mientras con la otra sostenía fuertemente el teléfono para que no se cayera. Inadvertidamente, presionó algo en la pantalla, a lo que e teléfono emitió un corto pitido. Ascendieron con paso decidido. Arthur cuidaba más su figura, le gustaba el deporte y era un poco musculoso, quizás un poco por la influencia de la empresa para la que laboraba, mientras que Yelena si a acaso caminaba dos vuelos de escaleras sin parar a resoplar. Su esposo la apoyaba, sosteniéndola fuertemente con paciencia y animándola a continuar.
—Vamos amor, un par de pasos más.
Yelena no había sido mala para los esfuerzos atléticos cuando estaba en la escuela, era promedio. Sin embargo, después de veinte años de investigación y de haberse volcado a la ciencia y la experimentación, no tenía tiempo para “frivolidades”, como le decía ella. Después de arrastrarla por casi diez minutos, llegaron a la cúspide del pequeño monte. Ella respiraba como si tuviera una bolsa en la cabeza y sus piernas tiritaban del esfuerzo.
—Bien hecho, cielo, bien hecho.
—Este es todo el ejercicio que haré este mes.
—Claro que si, amor.
Yelena se tiró al suelo para quedar arrodillada, largas gotas de sudor bajando por su frente. El polvillo que componía el suelo de dicha montaña formó una polvareda alrededor de sus piernas. Era bastante oscuro a sus ojos, y gracias a la luz de su teléfono comprobó que tenía un extraño color verdoso. Tomó un poco con su mano y examinó su textura con los dedos. Era como ceniza. con una ligera consistencia granulada, aunque muy suave y totalmente seca. Le recordó un poco al talco.
Se rascó la frente, humedeciendo las yemas de sus dedos con su sudor. Intentó mezclarlo con el polvillo aquel, formando una pasta extraña de una consistencia ligeramente pegajosa. Teorizó que esto podría ser definitivamente un talco de color verde o una especie de arena, un silicato común.
Arthur, en cambio, estaba maravillado por la nueva panorámica que se presentaba a sus ojos. Una vez en el cenit de dicha colina, y ya ajustado a la oscuridad, pudo notar que el firmamento estaba abarrotado de estrellas. Parecía como si hubieran pintado la tapa del cielo con un fondo perfectamente amoratado y pegado de este diminutas y brillantes piedrecillas. Le costaba mantener la boca cerrada.
—¡Oh!
Intentó recordar sus vagas memorias de astronomía para identificar los astros, pero le era imposible. El cielo estaba tan agolpado de luces que no podía hallar puntos de referencia. Cambió el foco de su visión al horizonte.
Por su parte, Yelena dejó de experimentar con la mezcla aquella y empezó a buscar un par de piedrecillas alrededor. Recogió varias, las impactaba, las dejaba caer, las rayaba una contra la otra para examinar sus propiedades. Metió unas cuantas en los bolsillos de su pantalón. Intentó buscar algún tipo de espécimen vegetal, pero no pudo encontrar alguna cosa que se pareciera a una planta. Las piedras eran algunas tersas y lisas, y otras toscas pero frágiles. Después de unos minutos, se levantó del suelo, ya menos agitada. Se tornó a ver a su esposo, quien parecía absorto y pensativo, con su vista al vacío.
—¿Qué miras, Arthur?
Él de nuevo miró al firmamento y le apuntó, sin tornarse a verla. Ella le siguió la mirada.
-¡Huy!
Yelena apenas se acostumbraba de nuevo a la oscuridad, por lo que le costó notar la magnitud del manto de astros que les cubría. Con el tiempo el fulgor iba incrementando, aunque debido a su terrible capacidad visual, aun usando sus gruesas gafas, le era imposible ver cada diminuta estrella con claridad.
Arthur dejó a Yelena contemplando al cielo y retornó su atención hacia el horizonte. El lejano rango montañoso era inmenso, los parches verdosos iluminados como formando la impresión de pequeñas casas a la distancia. Entre ellos y esta cordillera, una planicie vasta y amplia. Y a su espalda, la llanura continuaba, con solo pequeños montículos, similares al cual ellos pisaban, dispersos por todo el lugar.
Se cuestionó.
—¿Es esto de veras un planeta diferente?
Yelena aclaró su garganta y se tornó a él.
—No hay otra explicación, amor.
—Pero la gravedad parece ser la misma.
Ella comenzó a saltar en su posición. Con cada brinco que daba, intentaba determinar si se sentía diferente. A sus pies, la arenilla del suelo se convertía en una polvareda que embarró la bota de su pantalón y zapatillas.
—Así parece.
—No existe el viento. Al menos no hemos sentido nada durante todo este tiempo.
Ella se mandó la mano a la barbilla. Su esposo tenía la razón. Era un excelente observador.
—Y, el aire no tiene absolutamente ningún olor. ¿Recuerdas cuando fuimos al Gobi hace varios años? ¿Como tenía ese olor característico a musgo? Ese… No recuerdo la palabra.
—Petricor.
—Ese mismo.
Ella pasó sus manos por su nariz. Había estado manipulando las rocas y el polvo hace minutos, y notó que su esposo de nuevo tenía la razón.
—De hecho, cielo…
—¿Si?
—No siento ningún olor.
—¿Perdón?
Se aproximó rápidamente a olfatear la cabeza de Yelena. Ella siempre usaba un champú con un olor herbáceo que le encantaba, y estaba seguro que si no había sido en la madrugada, en la noche cuando se bañaron juntos se lo había aplicado.
—No puedo olerlo. No puedo oler tu champú.
—¿Qué demonios ocurre aquí?
—¡Pues dime tú! Tú eres la científica, yo el administrador de empresas.
Ella le dio un suave golpe en el estómago.
—Sabes que no me gusta que me hables así.
—¿Pero me equivoco?
Ella lo abrazó y clavó su cara en su pecho.
—No, pero yo no soy solo una científica. Y tú no eres solo un administrador de empresas.
—Lo sé, lo sé. Perdón.
Ella le dio un beso en el pecho y se recogió aun más en su calor.
De repente, ambos escucharon un zumbido eléctrico que incrementaba.
—¿Lo escuchas?
Se les hacía difícil entender sus palabras.
—¿Como no habría de escuchar este estruendo?
—¿Qué dijiste?
Yelena comenzó a gritar.
—Dije que… ¿Cómo no…
Una luz brillante les cubrió, cegándolos. Se abrazaron con mayor fuerza.
—Abortar, abortar, abortar.
El ruido continuaba en el fondo, aunque las nuevas palabras que escucharon fueron claras, repitiéndose como un eco.
—Abortar, abortar, abortar.
—¿Qué demonios…?
La luz disminuía de intensidad, volviéndose más y más tenue. Ambos continuaban con sus ojos bien cerrados. Estaban aferrados el uno al otro, ambos sudando profusamente. Un sonido característico, muy conocido para Yelena, llegó a sus oídos, un ruido que había escuchado todos los días de los últimos meses. Abrieron sus ojos. A su alrededor, múltiples observadores les observaban atónitos. Uno de ellos en particular se acercó desde su puesto de control varias filas hacia atrás.
—¿Doctora Buchmacher?
Yelena y Arthur se tornaron hacia la fuente de la voz.
—¿Doctor Bueller?
—Protocolo Amarillo. Protocolo Amarillo.
Yelena sabía que significaba esto. Se giró hacia su esposo.
—Amor, no te asustes.
—¿Por qué habría de asustarme?
La puerta de la parte trasera se abrió totalmente y una larga hilera de sujetos vestidos con trajes contra químicos, máscaras de gas y blandiendo armas se acercaron y rodearon a todos los científicos. Unos cinco de ellos se abrieron camino entre la multitud, se aproximaron a Yelena y su esposo y les apuntaron. Arthur soltó a Yelena y se hizo a un lado de ella, levantando las manos y poniéndolas detrás de su cabeza.
—Ahora te entiendo, amor.
Del techo surgió una voz que Yelena no reconoció.
—Pónganlos en las salas de observación especiales y desinfecten el área.
Los sujetos que se habían aproximado sustrajeron una especie de bolsas negras para cadáveres y dispusieron dos. Mientras tres tipos les seguían apuntando, otros dos se aproximaron a ellos y abrieron las bolsas, ubicándolas con la abertura hacia arriba al frente de los pies de Yelena y Arthur.
—¡Métanse!
Yelena miró a Arthur y asintió. Ambos se pararon encima del fondo de la bolsa que les pusieron al frente. Una vez hicieron eso, los tipos les rodearon, aún con sus armas listas, los cubrieron con las bolsas y cerraron firmemente dos vuelos de cremalleras. Adentro de ellas, no podían ver nada. Desde afuera, parecían un par de gusanos.
—¿Cuál es la razon detrás de esto, Administrador?
La voz del doctor Bueller hacía eco en la habitación. Yelena se sorprendió.
—No es nada de su incumbencia, Bueller.
Los sujetos comenzaron a llevarse a Yelena y a Arthur, agarrándolos a ambos de los brazos y las piernas como dos sacos de patatas.
—La doctora Buchmacher ha sido clave para la consecución de nuestros experimentos y no estoy de acuerdo en que la traten así.
—Bueller, silencio.
Yelena intentó prestar atención sobre que dirección tomaban los soldados aquellos, pero desde esta posición era imposible. Escuchó la gruesa puerta del laboratorio abrirse y cerrarse detrás de ellos.
—Amor, ¿estás bien?
—Si, cielo, estoy bien. ¿Tú?
—Pues ahora que me levantaron me agarraron de una parte un poquito dolorosa.
—¿Allí?
—Si… Allí. Todavía siento el vacío en el estómago.
Dos de los soldados soltaron una corta carcajada.
—Tranquilo Arthur. Todo estará bien.
—¿A dónde nos llevan?
Los soldados no hablaron.
—Probablemente a las celdas de confinamiento.
—¿Para que habrían de necesitar…
—¿Celdas de confinamiento en un laboratorio? No me lo preguntes.
Yelena sabía que algo extraño estaba ocurriendo. Se hizo un resumen mental de todo.
Ellos estaban en un avión que iba destino a Amsterdam. A las siete y treinta exactas fueron transportados a aquel extraño lugar. Luego, unos cuantos minutos después regresaron a la Tierra, pero aparecieron en el laboratorio. Allí, Bueller había objetado algo al Administrador, pero esa no era la voz de su amiga de hace varios años, la doctora Dietre Peter, pero una voz desconocida.
Después de varios minutos de movimiento, por fin la habían dejado recostada en un suelo frío, con una iluminación muy fuerte, que podía ver en las pocas rendijas de aquellos sacos en las que le transportaron. Segundos después, ambas cremalleras fueron abiertas. Ella tomó una bocanada de aire, mientras intentaba verlo todo a su alrededor. Era una celda de color blanco perfecto, de unos cuatro metros cuadrados, con una ventana de vidrio irrompible y una puerta de barrotes. El tipo que le abrió la cremallera continuaba apuntándole con el arma mientras se retiraba hacia la puerta. Una luz circular empotrada en el techo iluminaba cada esquina del lugar. En una esquina había una pequeña cama, y en otra, una letrina. No había más lujos ni nada fuera de su lugar, solo un sumidero en el suelo. No había un lavamanos. Y más importante, no estaba su esposo.
—¿Dónde está mi esposo?
Nadie le respondió. Del techo, aquella extraña voz le habló.
—Quítese toda la ropa de inmediato.
—No.
—¿Acaso no sabe en que condiciones está usted aquí, doctora Buchmacher?
—No tengo ni la menor idea. Solo ayer estaba yo aquí trabajando y ahora me tratan como una delincuente.
—Las condiciones las pongo yo. ¡Desnúdese!
—No.
Yelena se imaginó a su esposo cumpliendo con cada mínima cosa que esta voz le decía. Aunque era asertivo para las cosas, bajo presión se desmoronaba. Se lo imaginó desnudo.
—¿Dónde está mi esposo?
—Está en una celda igual a esta, a mucha distancia de aquí.
—¿Dónde está el Administrador?
—Yo soy el Administrador.
—Imposible, el Administrador es la doctora Dietre Pieter.
—Basta ya.
Uno de los sujetos abrió de nuevo la puerta y apuntó el arma directamente a su cabeza.
—Desnúdese, por favor.
Ella le habló en voz baja.
—¿Para qué?
—Debemos hacer un proceso de descontaminación y necesita cambiarse de ropa.
A Yelena no le importaba la desnudez, ni que otros ojos vieran su piel, pero le insultaba el hecho que fuera a la fuerza, con esta inusual intensidad.
—¿Y por qué el Administrador no me lo dice?
—Él está ocupado con miles de cosas a la vez.
—¿Y mi esposo, es verdad lo que dijo?
El soldado se quedó callado.
—Solamente dígame la verdad. ¿Está él bien?
Después de un par de segundos de duda, asintió en silencio. Ella soltó un suspiro muy fuerte.
—Gracias.
Comenzó a desvestirse. Solo hasta ese momento notó cuan sucia estaba. El punto en el pantalón de mezclilla sobre el que había caído arrodillada al tope de aquel montículo tenía una marca verdosa bastante embadurnada, sus manos estaban embarradas, hasta debajo de las uñas. La camisa que se había puesto estaba también untada de dicha sustancia. Cuando se retiró el pantalón, una de las piedrecillas que había embutido en sus bolsillos se salió, mostrando un hermoso color aguamarina oscuro, con unos visos brillantes. Sus zapatos estaban totalmente empolvados. Se quedó con la ropa interior puesta.
—Cuando dije que se desnudara, me refería a todo.
—Está bien.
Se quitó el sostén y las bragas deportivas que se había puesto y las arrojó en el suelo. Sintió un poco de pena.
—El reloj y los lentes también.
Se quitó el reloj inteligente y lo puso encima de la montaña de ropa. El sujeto recogió toda la ropa y los elementos que había dejado y los metió en la bolsa en la que le habían transportado. Cerró las cremalleras y se retiró despacio hacia atrás.
Yelena se tapaba los senos y pubis con las manos.
—No puedo ver.
—En breve le vamos a retornar los lentes y le daremos algo que vestir.
Ella se giraba a todos lados, pero sus problemas de visión no le permitían observar ningún detalle, todo era una serie de manchas.
—Inicien el proceso de descontaminación.
Un sonido metálico se escuchó a un lado de la habitación. Así mismo escuchó el sonido de servomotores en el techo y en algunos lados de la habitación. Una voz diferente, más melodiosa y menos golpeada, le habló.
—Doctora Buchmacher, cierre por favor los ojos y la boca, abra sus piernas y brazos, e intente mantenerse quieta. Vamos a lavarle por todos lados y aplicarle un agente descontaminante.
—Pero…
—En cinco, cuatro…
Ella entró en pánico pero se ubicó como le habían mencionado, como si fuese a hacer saltos aeróbicos.
—Cero.
Un chorro de algo parecido a un líquido fue disparado desde todos lados, cubriéndole cada centímetro de su piel, incluyendo lugares que ella no esperaba. El chorro era fuerte, pero no la desestabilizaba y se sentía más como una especie de gel de baño. El olor era parecido al de un hospital, un aroma pungente y astringente, pero era suave con su piel. Abrió un poco sus ojos y notó que dicha sustancia era de color azul. Unos segundos después, una ducha de otro líquido, parecido al agua, comenzó a bajar del techo, removiendo la crema azul y haciéndola bajar por su cuerpo. Un par de chorros de agua también le golpeaban por los lados en algunas partes, como removiendo los lugares donde el agua corriente no había eliminado el jabón. Después de unos minutos, una ráfaga de viento le secó su corto cabello castaño, la cara y el resto de su cuerpo.
—Hemos terminado doctora, puede abrir sus ojos.
Así hizo y notó que sus manos estaban limpias al acercarlas a sus ojos. Captó el mismo sonido metálico y los mismos servomotores que había escuchado previamente. Luego, notó como la puerta de barrotes se abrió, la figura de un soldado acercándose hacia ella.
—Aquí tiene doctora. Es ropa limpia a su talla, una toalla, sus gafas y su reloj inteligente.
—Gracias.
Una vez recibió el paquete, el sujeto se retiró rápidamente, cerrando la puerta de la celda después de salir. Ella caminó despacio hacia la cama y se sentó allí. Se terminó de secar con la toalla, especialmente el cabello, dentro de las orejas, entre las piernas y los pies. Se puso las gafas y observó la ropa. Era toda blanca, sin ningún detalle, cada componente separadamente empacado en una bolsa independiente y sellada. El sostén no era más una camisilla deportiva de una franela delgada que dejaba ver sus pezones de lo transparente que era, las bragas eran de su talla y suficientemente cómodas, el pantalón era liso y con cinturón de resorte, y la camisa era una especie de suéter de manga larga.
Se revisó las uñas y notó que debajo de ellas aún tenía un poco del residuo verde. Se abrochó el reloj inteligente y verificó la hora. Era alrededor de las ocho y veinte de la mañana del mismo día en que salieron para Amsterdam. Se rascó los ojos y se sintió completamente drenada de energía. Bostezó fuertemente y se recostó en el camarote. Cerró los ojos y descansó.
Tuvo un extraño sueño. De nuevo flotaba encima de la Tierra, completamente desnuda. Las nubes y otras formaciones sobre la superficie se movían como si pasaran días en solo segundos y el Sol y los demás astros daban vueltas alrededor suyo con rapidez. Estiró la mano como en el sueño anterior, como para tocar nuestro planeta, hasta que notó que lo podía alcanzar con la punta de sus dedos. Toda la Tierra era del tamaño de su palma. Decidió tomarla en su mano para sentir la humanidad más cerca. Así lo hizo, cuidadosamente sosteniéndole entre sus dedos, pasándole a la palma de su otra mano y acariciándole contra su pecho.
Un momento después se preocupó por haber afectado la órbita del planeta y miró la pequeña esfera, el color de los océanos convertido a un color violeta profundo y la superficie de los continentes en un extraño color aguamarina oscuro. Encorvó su ceño con fuerza y miró con detenimiento los minuciosos detalles de la superficie, las nubes que existían antes ya no estaban y el lugar en el que había sostenido la Tierra con sus yemas tenían la marca de sus dedos.
Se despertó de golpe.
—Doctora…
En la reja de entrada a la celda estaba el doctor Bueller, medio gacho, mirando a ambos lados, su voz reducida a un suspiro. Yelena lo notó desgastado, diferente a como lo había visto el día de ayer. Miró su reloj, eran las dos y cuarenta y dos de la tarde del día de su viaje. Había dormido un poco más de seis horas.
—¿Qué pasa?
El doctor Bueller acercó su dedo a sus labios y la chistó suavemente. Le hizo una seña para que ella se acercara a la puerta.
—Doctora, ¿se encuentra bien?
—Si, por supuesto, Bueller. ¿Y usted? Lo noto cansado.
—Desde que la doctora Peter falleció y el nuevo Administrador fue asignado, la vida en el laboratorio se ha vuelto un infierno.
Yelena abrió su boca y se la cubrió con la mano. Pequeñas lágrimas comenzaron a fluir de sus ojos.
—¿Cuándo? ¿Por qué nadie me dijo?
El doctor Bueller la miró extrañado.
—Hace aproximadamente dos meses, Buchmacher.
Las piernas de Yelena perdieron su fuerza y cayó al suelo arrodillada.
—¿Dos meses? ¡Si solo ayer hablé con ella en su oficina! ¡Y solo ayer hablé con usted!
—¡Doctora, usted y su esposo desaparecieron hace tres meses!
El mundo comenzó a girar. Unas náuseas incontrolables se apoderaron de ella. Cerró los ojos.
—Pero, fue solo esta mañana que mi esposo y yo estábamos en el aeropuerto de Hamburgo y tomamos el aeroplano para Amsterdam.
—Es imposible doctora. Usted salió a sus vacaciones y varios días después no supimos que pasó con usted. En la aerolínea apareció que ustedes ingresaron al aeroplano, pero nunca descendieron. Los buscaron en bodega, en los baños, en los túneles eléctricos del avión. No estaban por ningún lado.
—¿Tres meses? ¿Tres meses?
La realidad se estaba haciendo totalmente evidente. Esos pocos minutos que habían pasado en aquel extraño lugar habían sido tres meses en la Tierra. El doctor Bueller sería incapaz de bromear o mentir. Además, sus ojos reflejaban un cansancio que no había notado jamás antes. Giró su reloj y se lo mostró.
—Observe. Este es mi reloj, no lo he manipulado. ¿Nota la fecha y la hora?
El doctor se acercó y miró con cara inquisitiva.
—Catorce cuarenta y cinco, del día que usted se retiró a vacacionar.
—Tal cual. Si mi teléfono no se ha sincronizado con la hora mundial, debe tener exactamente los mismos datos. De hecho…
Ella se acercó más al doctor y le habló en un registro más bajo.
—Necesito un favor. Mi teléfono debe tener unas fotografías que tomé en un lugar al cual fui transportada con mi esposo a las siete y treinta del día de hoy. Mi ropa tiene adherida unos residuos de un material que no conozco y mi pantalón unas rocas que sustraje de allá. Además,…
Con otra uña se raspó la parte de abajo de aquella que tenía aún aquel residuo verdoso, la recogió en su palma y se la extendió en la mano al doctor.
—Esta es una muestra de ese mismo material. ¿Podría analizarla y hacerme saber que es?
El doctor Bueller se quedó atónito.
—Me está diciendo que…
—Mi esposo y yo fuimos transportados a otro lugar que no sabemos ni conocemos, en penumbras, con el firmamento de color violeta y el suelo de color verdoso, como este material. Podíamos respirar. Parecía bastante plano y sin nubes de ningún tipo. Unos minutos después fue que nos aparecimos en el laboratorio, después de un horrible zumbido eléctrico y una luz que nos cegó. Yo experimenté un poco con el sedimento y las rocas, parecen ser algún tipo de silicato.
—Esto es inconcebible.
—Pero aun así existe, y estas son las únicas dos pruebas que poseo conmigo. Las otras están en mi teléfono y mis pertenencias. Tomé un par de fotografías con mi teléfono.
El tipo se aclaró la garganta y cerró los ojos.
—Entendido. Intentaré investigar.
—Gracias.
El doctor se irguió.
—Volveré pronto. Me alegra mucho que se encuentre bien.
—Gracias, Bueller. Ah, y una última cosa.
—¿Dígame?
—¿De que murió la doctora Peter?
La cara del doctor se volvió sombría y miró a otro lado.
—Dicen que leucemia.
—Leucemia, pero eso es impos…
—Lo mismo pienso yo. Ella era una mujer ejemplar, sabia, inteligente, racional y centrada. Nunca se quejó de nada y era fuerte como un roble.
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas de nuevo.
—Así es… Y por eso ella me pidió a gritos que aceptara ser su sucesora.
El doctor se giró a ver a Yelena.
—¡Eso hubiera sido magnífico! En vez de que el laboratorio hubiera escogido a dedo a un huraño como el doctor Monserrat.
Algo se inflamó en el pecho de ella. Sintió un dolor muy fuerte en lo profundo de su pecho.
—¡Monserrat! ¡Ese imbécil!
No le había reconocido la voz porque ya habían pasado muchos años desde la última vez que había interactuado con él.
Otilio Monserrat, físico especialista en óptica y antiguo compañero de laboratorio de Yelena. En Suiza compartían una oficina y era más lo que peleaban que en lo que concordaban. Él tenía un carácter muy particular en el cual las buenas acciones, excelentes experimentos y provechosos resultados los hacía pasar por propios, y los intentos fallidos y resultados negativos eran culpa de todos los demás. Se aprovechaba de su edad y aparente experiencia para aplastar a los empleados nuevos, aunque tuvieran mejor desempeño que él. Mantenía rabioso y celoso de la capacidad de Yelena y de que ella nunca se dejara manipular por él.
Cuando los “laberintos de Buchmacher”, aquella investigación en la que ella se volcó años atrás, redituaron en su contratación en Alemania, Monserrat estaba furioso. Por meses intentó desmentir las teorías y los logros de Yelena, y en varias revistas científicas intentó publicar escarnecedoras notas acerca de su ex-compañera. Sin embargo, el resultado final era real y verídico, y ella lo pudo demostrar tangiblemente, además de contar con el apoyo incondicional de todos sus demás colegas, incluyendo la doctora Peter.
Múltiples puertas se le cerraron a Monserrat y fue despedido de dicha universidad suiza. Esto hizo que se enfureciera mucho más. Tuvo que regresarse a su natal Cataluña para que los ánimos internacionales se calmaran. ¿Cómo era posible que ahora se encontrara con este tipo de nuevo en este lugar?
—Él va detrás de mi cabeza, créeme.
—¿Por qué?
—Porque si hay algo que él detesta más que todas las cosas en el mundo, soy yo.
Yelena se dio media vuelta.
—Bueller, cuento contigo.
—Claro que si, doctora Buchmacher.
—Cuídate, Bueller.
—Usted también, Buchmacher.
Yelena se retiró hacia la cama. Debía hacer algo. ¿Pero qué? No estaba segura. Encerrada en esta celda no lograría nada. Además, ¿dónde estaba su esposo? Necesitaba hablar con Monserrat, por más que lo detestara. Parecía que era el único con el poder absoluto en todo el laboratorio. ¿Cuándo habían cambiado tanto las cosas en tres meses? ¿En solo minutos?