semana 14
17 a 23 de diciembre de 2.020
«El club de los dioses» (parte 1)

Tiempo aproximado de lectura: 24 minutos.

Angela regresa a la vida en un lugar diferente, el valle de los dioses.

«El club de los dioses» (parte 1)

Esta historia fue originalmente publicada el 14 de enero de 2.021, después de mis vacaciones de las festividades.

—Pero ahora me pregunto, tú, ¿en qué gastaste tu único deseo?

Todo se tornó oscuro en aquel momento. Mi pecho dejó de latir, mis pulmones dejaron de llenarse. Aquel chico que pacientemente escuchó mi historia durante mis últimos minutos de vida, desapareció en el negro vacío de aquel lugar.

—Angela…
La voz de mi novio me llamaba.
—Angela…
La voz de mi madre me llamaba.
—Angela…
La voz de mi padre me llamaba.

Mis labios se pusieron fríos, mis dedos helados. ¿Así que esto se siente la verdadera muerte? ¡Qué tonta fui! Desperdicié mi vida por una decisión estúpida. No había marcha atrás.
¿Fui feliz? Quizá un poco, justo en los últimos días. ¡Qué tonta fui!
Quería llorar, ¿pero qué iba a lograr con ello? ¿Podía llorar, ahora que estaba muerta? ¿A dónde irían mis lágrimas?
¡Demonios! ¡Qué tonta fui!

—Y si que lo fuiste…
—Sin duda alguna.
Escuché una extraña carcajada surgiendo de mi alrededor. La voz era ligeramente ruda y tosca, incluso, parecía enojada.
—Despierta, perezosa. Despierta y… ¿Estás llorando?

Abrí mis ojos súbitamente. ¿Estaba muerta? Estaba…
—¿Estaba muerta?
La chica que tenía en mi frente se moría de la risa, soltando unas carcajadas terribles.
—Ay, caray, no me podría cansar de ver esto.
Su tez me era desconocida. Su cabello rojizo y notables pecas contrastaban con el blanco, casi rojo, tono de su piel. Vestía una especie de mono con cargaderas de mezclilla azul. Hasta pude haber jurado que en vida tuve uno así. ¿En vida? ¿Era esto la otra vida?
Detrás de la chica, una sencilla estructura de madera se extendía a todos lados, como una pequeña casita. La luz era muy tenue, pero al menos había luz. Quise levantarme, pero mi cuerpo me lo prohibió, se sentía como un lastre.
—Uy, espera, espera.
La chica me extendió la mano. Intenté tomarla, pero mis brazos no reaccionaban.
—No, no, ¿sabes qué? Quédate quieta un rato, cierra los ojos y respira profundo.
Así hice. La extraña pesadez de mis brazos se fue yendo y lentamente el frío de mis dedos y de mis labios fue desapareciendo. Una vez me sentí con calor abrí mis ojos.
—¿No quieres toser?
Se me hizo muy extraña su pregunta.
—No, no particularmente.
—¿Y tu boca? ¿Tienes sed?
La examiné con mi lengua. Estaba increíblemente seca, como si hubiera comido muchos fritos salados, pero no estaba sedienta.
—No creo.
Ella me volvió a extender la mano.
—Soy Larissa.
Me aferré a su mano con la poca fuerza que aun tenía.
—Soy Angela. Mucho gusto.
—El gusto es mío.
Con fuerza, Larissa me irguió hasta quedar sentada. Definitivamente, estaba en una especie de choza de madera, con unos ventanales muy sencillos y una puerta del mismo material. Una especie de telas cubrían los cristales. El piso también era de la misma textura aunque se veía un poco desgastado por el uso. En una de las esquinas de dicho lugar había una especie de silla. Estaba sobre un colchón un poco tosco, unos centímetros por encima del piso. El sol que entraba por las ventanas era parecido al de las cinco de la tarde.
Como un rayo vino a mi el recuerdo del último día, de mi primera vez con mi novio. Extrañamente, a pesar que creía que había pasado poco tiempo desde mi muerte, no sentía ningún dolor en mis entrañas. Al recordarlo, me toqué el vientre por encima de mi ropa. Efectivamente, ya no sentía nada.
Mi ropa, era exactamente la misma que había vestido el día de mi muerte, una camiseta de unos colores como arco iris teñidos que me quedaba larga antes del crecimiento de mi último día y que ahora me quedaba perfecta, un pantalón corto que también ya me había quedado muy apretado sobre todo en mis caderas, unas medias cortas negras con blanco y unas zapatillas planas de color verde, mis favoritas.

—Imagino que tendrás muchísimas preguntas, Angela. Pero por ahora confirmemos un par de datos, ¿tú tienes quince años?
—No, tengo cator…
Recordé mi ultimo deseo. De nuevo vino a mi mente el hecho que crecí lo de un año en un día, recordé el doloroso sexo con mi novio y recordé a mi madre, durmiendo plácidamente en el sofá.
—Si. Tengo quince años.
—Entonces es lo usual. Nada raro.
Larissa tomó una bocanada de aire y cerró sus ojos.
—No podré responderte todas tus preguntas, pero lo intentaré… Porque para nosotros es también un desconocido lo que ha pasado. Bienvenida al valle de los dioses.
—¿El qué?
—Ese nombre ya lo tenía este lugar, es algo que ha pasado de boca en boca, generación en generación de dioses, uno detrás del otro.
—¿Dioses dices?
—Si. A ver, aclaremos las cosas. Tu conociste a los seis o siete años una criatura alada…
—¡Si! Un hada, a los siete. Ese hada me hizo la vida impos…
—Y le pediste un deseo.
Me pareció un poco rudo que me cortara la anécdota, pero lo ignoré.
—Si, le pedí un deseo en el último año.
—¿Justo antes de cumplir los quince?
—No, a los catorce. Deseé…
Larissa puso su delgado dedo en mis labios.
—No, no, no me digas que deseaste. Es una regla que tenemos acá. No indagamos mucho de nuestras vidas pasadas ni de nuestros deseos. Solo compartimos información que nos permita saber que demonios quieren esas hadas.
Larissa se mandó la mano a la barbilla.
—Así que catorce años. Angela… ¿En qué año falleciste?
—Mil novecientos ochenta y siete.
—¡PUF!
Esto no parecía una sesión de preguntas y respuestas, más bien era una inquisición. No había podido preguntar nada aun. Larissa tosió un poco.
—Mil novecientos ochenta y siete, ¡por Cristo!
Su expresión se me hizo muy extraña.
—¡Mil novecientos ochenta y siete!
Se levantó de su posición postrada y comenzó a caminar alrededor.
—¡Mil… Novecientos… Ochenta… Y siete!
—¿Pasa algo?
Larissa se giró a verme… Sus ojos estaban desorbitados.
—¿Qué si pasa algo? Esto es gigante.
Miré los pies de Larissa, tenía puestas unas alpargatas de yute. Noté la camisa de color blanco que vestía debajo de su overol. Parecía cosida a mano. Ella siguió dando vueltas dentro de la casa, como un tigre enjaulado. Unos segundos después, se lanzó como un resorte contra la puerta. La abrió con rapidez, dejando entrar el viento y la luz rojiza del sol del crepúsculo, y con ella un extraño aroma a tierra húmeda. Recordé el olor que tenía el hada cuando se acercó a mi nariz antes de yo morir. Salió como galopando fuera de la puerta y unos segundos después escuché un par de alaridos.
—¡Gyasi! ¡Gyasi! ¿Estás por ahí?
Yo estaba estupefacta. ¿Qué demonios estaba pasando? En vez de disminuir mis preguntas, ahora incrementaban con rapidez. Intenté incorporarme, sobando con fuerza mis piernas. Poco a poco recuperaba la movilidad.
—¿Dónde se habrá metido?
La voz de Larissa retumbaba en aquella casa.
—¡Vicente! ¡Ven!
—Lar, ¿qué pasó?
La voz de un chico le respondía, un tono claro y sereno. Intenté pararme, pero mis piernas se sentían como si no existieran. Me puse a gatas y avancé con lentitud hacia la puerta. Mis caderas no respondían tampoco, incluso las sentía acalambradas.
—Estoy buscando a Gyasi, ¿lo has visto?
—No desde la hora de la comida. ¿Por?
—Ya despertó la nueva.
—¡Oh! ¿Y?
—Viene de mil novecientos ochenta y siete.
—¿Qué? ¡Quiero verle!
Ya había llegado a la puerta y afuera podía observar una especie de bosque, un poco de nubes en el cielo y el viento fresco en mi cara. Veía dos sombras que se acercaban.

—Oh, ¡ya te puedes mover! ¡Qué rápido te recuperas!
Observé al chico al lado de Larissa. Era alto, ligeramente fornido, con un cabello impecable, bien peinado hacia atrás y negro como el azabache. Vestía un extraño conjunto que me recordó a una vieja película que había visto cuando era más chica. Era muy elegante y estilizado.
—Mucho gusto, soy Vicente Martín Agudelo.
El chico me extendió la mano. Me senté en las piernas y extendí mi brazo para darle un firme apretón.
—Un gusto, Angela… Angela…
Un momento… ¿Cuál era mi apellido? Escarbé en mi memoria pero no lo hallaba. Cada vez que lo intentaba arrastrar de mis recuerdos, era como si agarrara humo. Una letra ce aparecía y se desvanecía. Una efe. Una te. No sabía que estaba ocurriendo. Agaché mi cabeza y miré al suelo. ¿Cuál era mi apellido? No. No estaba en algún lugar. No existía. Sentí que iba a llorar. Larissa se arrodilló a mi lado y me puso la mano en el hombro.
—Cálmate, cálmate. Solo hace minutos que te despertaste. Es normal no recordarlo todo, al fin, hasta hace unos minutos estabas casi muerta.
Se giró a ver a Vicente. Yo le seguí la mirada.
—Ayúdame a levantarla, vamos a sentarla en la banca.
Larissa me tomó de un brazo y Vicente del otro, poniéndome de pie con su ayuda. Él era definitivamente fornido, pues me levantó con facilidad. Ella en cambio cojeaba un poco y se le notaba el esfuerzo. Me llevaron a la silla y pude observar el otro lado de la choza. Era un espacio bastante sencillo. La cama, si se podía llamar así, era una especie de colchón tirado en el suelo con una o dos mantas encima. Más allá, una especie de mesa de madera con dos bancas largas y detrás de esta, una pequeña cocina.
—Así que mil novecientos ochenta y siete… ¡Uf!
—No entiendo porque es tan sorprendente… ¿Por qué lo siguen repitiendo? ¡Una y otra y otra y otra vez!
Mis palabras salieron golpeadas. Me tenían enojada con tanta repetición. Larissa habló primero.
—Yo morí en mil ochocientos treinta y siete.
—Y yo en mil novecientos doce.
Esos números no cabían en mi cabeza… Eso significaba que ella había fallecido unos ciento treinta años antes de mi nacimiento, pero a mis ojos era exactamente igual que una quinceañera cualquiera de mi ciudad, aunque con una ropa muy campesina. Vicente parecía mayor, pero una vez lo analicé de pies a cabeza, se me hizo como uno de esos chicos aficionados del deporte que se mofaban de mis amigos, los miembros del club de computación de la escuela.
—Jajaja, pareces que se te hubiera aparecido un fantasma, deja de abrir la boca.
Me sonrojé. Ella se arrodilló a un lado de la silla donde yo estaba. Vicente se hizo a su lado.
—Perdón, pero me parece increíble lo que dicen. ¿Así que tu eres la mayor?
—La mayor, no, ¡en absoluto!
Su cara se tornó muy seria y miró a un lado.
—Bueno, podrías decir que si. Ahora, ya soy la mayor.
Vicente se acercó a Larissa y le puso la mano en el hombro, acariciándole. Se hizo un silencio absoluto, solo interrumpido por el sonido de las hojas de los árboles afuera. Me sentí pesada, como si hubiera tocado un tema que no debía.

Como llamado por la pesadumbre, unos pasos fuertes se escucharon provenientes de afuera de la cabaña. Levanté mi cabeza para mirar por la ventana y por la puerta ingresó corriendo un chico moreno, de estatura baja, cabello extremamente rizado y ojos brillantes. Vestía una camisa roja que le quedaba un poco grande, un pantalón color café claro y unos zapatos negros brillantes y pulidos.
—¡Jefa, jefa! ¿Me llamaste?
Al entrar y verme se detuvo enseguida, como un ciervo sorprendido por las luces de un automóvil.
—Perdón.
Larissa se levantó y aclaró su garganta.
—Gyasi, ¿qué pasó? Te estuve llamando a gritos hace un rato. Te presento a Angela.
Él se acercó lentamente y me miró a los ojos. Sentí como si me fuera a absorber con su penetrante y brillante mirada. Me intimidé y miré a un lado.
—¿Ella es la nueva diosa del aire?
Larissa se acercó a Gyasi y agitó las manos como pidiéndole silencio y comenzó a reírse de una manera muy artificial. Yo finalmente reaccioné a sus palabras y miré al chico. ¿Diosa del aire?
—Jajajaja, después hablamos de eso. Angela apenas se despertó.
Me levanté del asiento sin pensar.
—No, no, ¿qué es ese tema de diosa del aire?
Vicente ya tenía los brazos listos para agarrarme en caso que me cayera. Afortunadamente mis piernas resistieron.
—Ángela, es un tema un poco complicado, ya te lo explicaremos después.
—¡Yo soy el dios y amo del tiempo!
El niño sacó pecho, sustrajo un dorado reloj de bolsillo de su pantalón, abrió la tapa y me lo estiró para que yo lo viera.
—¡Gyasi!
Larissa parecía un poco enojada. No le presté atención y decidí aprovechar.
—¿Ah, si? ¿Y cuáles son tus poderes?
A Gyasi le brillaban los ojos, mientras Vicente comenzaba a reírse un poco. Ya había retirado los brazos al ver que podía sostenerme por mi misma. Larissa se puso un poco roja.
—¡No! ¡No! Silencio, no vamos a hablar de esto. ¡Gyasi, silencio! ¡Angela, sentada!
Su reacción me tomó por sorpresa, así que me dejé caer en la silla y solté una carcajada.
—Lar, cálmate. ¿Si tú estuvieras en los zapatos de Angela no estarías igual?
Larissa miró a Vicente con dagas en sus ojos.
—Cuando yo me desperté…
Noté que la voz le temblaba un poco.
—¡Yo entendí todo con facilidad! ¡Jajajaja!
Su risa fue de nuevo tan artificial, que no pude ocultar mi risa mucho más.

—Vamos al comedor… Hablaremos.
Los cuatro nos dirigimos a la mesa con sus largas bancas. Larissa se hizo en una de las puntas de las bancas, Vicente a su lado, Gyasi se hizo en la banca del frente y yo me senté a su lado. Aun caminaba con dificultad, cojeando un poco. Por fin sentía el calor surgir en mis músculos. Larissa se aclaró de nuevo la garganta y puso sus codos sobre la mesa, mostrando una inusual seriedad.
—Una última pregunta antes de comenzar…
—¿Sí?
—¿Cuándo moriste…
Se sonrojó un poco.
—Tú…
—¿Sí?
—Vicente, ayúdame.
El chico respiró profundo.
—Larissa quiere saber si tu eres virgen, si tuviste relaciones sexuales, o si fuiste violada en vida.
La pregunta me sacó de contexto.
—¡Qué!
—Lo sentimos si es una pregunta muy personal, pero es muy importante. No nos tienes que dar detalles, un si o un no son suficientes.
Me comencé a preocupar. Respiré profundo.
—A las hadas no les importa nada.
Larissa lo miró y lo agarró del brazo.
—Lar, sé que me estoy adelantando, pero es necesario. Hasta dónde sabemos, las hadas no requieren de nada especial para capturar a sus nuevos dioses. No importa si han sido maltratados, son lisiados o tienen la piel azul o como sea. Ellos solo necesitan su energía vital para sobrevivir y capturar a alguien más. Después hablaremos de esa difícil pregunta, es un caso especial del que necesitamos saber.
Entendí lo que me dijo, aunque me enojó un poco las palabras que usó.
—¿Tu recuerdas tu periodo en el “purgatorio”? ¿Ese espacio oscuro y vacío?
Cerré los ojos y lo recordé de inmediato.
—Claro.
—Se que sigo adelantándome, pero debo continuar. ¿Cuánto tiempo crees que pasaste en aquel lugar?
Continué con mis ojos cerrados. Me fue imposible estimar cuánto tiempo estuve flotando en aquel vacío. Solo recuerdo que en cierto punto mi mente se puso en blanco, hasta que aquel chico apareció. Abrí los ojos y le miré directamente.
—No tengo ni idea… Solo recuerdo que vi a alguien justo antes que todo se pusiera oscuro.
Vicente se giró a ver a Larissa, ambos compartían una cara de preocupación.
—¿Viste a alguien?
—Si, vi a alguien, era un chico delgado, de tez un poco más clara que Gyasi y cabello lacio y negro.
Vicente se levantó de la banca y se inclinó hacia mi. Larissa se levantó con rapidez, tomó un libro y una especie de pluma de escritura que estaba en la cocina, lo abrió en una página vacía y comenzó a escribir.
—Espera, espera, describe todos los detalles. ¿Al cuánto tiempo más o menos apareció esta persona?

De nuevo cerré los ojos, tratando de imaginar la situación. No era fácil cuantificar el tiempo en aquel lugar.
—No estoy segura, pero lo que sé es que fue unos minutos o máximo una hora antes del momento en que fallecí. ¿Me hago entender?
Larissa estaba furiosamente escribiendo.
—Si, ¿recuerdas la apariencia del chico?
—Como les decía, piel morena, más clara que Gyasi, cabello negro y lacio, delgado, camisa a cuadros y… ¿Pantalón oscuro?
No lo podía recordar con certeza.
—¿Te dijo el nombre?
—No, no lo recuerdo. Su voz era… Momento…
¿Había dicho algo aquel chico?
—De hecho, no recuerdo que haya hablado.
Gyasi se levantó y se paró en la banca.
—Quizás es como Vika, una de las anteriores diosas de la vida, quien no podía hablar. Era muda.
—¿Diosa de la vida?
—Está bien, perdón por el desorden. Creo que es hora de que te digamos lo que sabemos, con base en lo que han dejado nuestros antecesores y nuestras propias experiencias.

Vicente finalmente se sentó, Gyasi hizo lo mismo y Larissa ya había dejado de escribir.
—Una vez pedimos un deseo y llegan las veinticuatro horas del día siguiente a nuestro cumpleaños, creemos que estas criaturas se llevan nuestro alma y la separan del cuerpo, y nos dejan, a imagen y semejanza de nuestra apariencia cuando morimos, en ese lago de oscuridad. Mientras estamos allí, aquellas criaturas consumen nuestra energía vital. El nombre de “purgatorio” fue inventado por uno de nuestros antecesores para definir aquel lugar oscuro y solitario en el cual divagamos los que fuimos seleccionados por las hadas y quienes pedimos el deseo. Ellas usan nuestra energía vital como alimento, como algo que les permite vivir. Algunos sienten que allí pasan solo un día, otros sienten que es una eternidad.
Asentí. Gyasi estaba extasiado por la narración de Vicente.
—Nadie según los registros, excepto tú, ha tenido la experiencia de ver a alguien más en el purgatorio. Simplemente el tiempo corre y eventualmente despertamos aquí, sobre la tierra. Así que tu experiencia es algo nuevo.
Vicente se levantó y se hizo detrás de Larissa, poniendo sus manos en los hombros de ella.
—Sin embargo, como has de saber o imaginar, las criaturas aquellas que tú llamas hadas, no nos pueden hacer daño ni nos pueden matar. Es una regla intrínseca. Solo absorben nuestra vida lentamente, como una especie de energía de uso rápido, como si fuésemos una batería. ¿En la tierra de mil novecientos ochenta aún hay baterías?
—Si.
—Está bien, me puedes entender. Una vez la energía se nos agota, nos dejan ir y todos sin exclusión llegamos a este lugar, que es, en toda su forma, el mundo de las criaturas.
—¿Es este el mundo de las hadas?
—Si, aunque nunca les hemos visto, supongo que están ocupadas reclutando a su próximo dios.
—“Tu cuerpo quedará acá. Morirás para el mundo humano. Pero vivirás en nuestro mundo, nos darás vida, podrás crear un mundo donde el único límite es lo que imagines.”
—¿Qué es eso?
—Fue algo que el hada aquella me dijo justo la última vez que la vi.
Larissa volvió a escribir.
—No contradice lo que ya sabemos.
—Pero adiciona un par de detalles interesantes. Tú escribe lo que creas que es interesante, ¿te parece Lar?
Ella asintió y acercó su cabeza al brazo de Vicente, como un gato sobándose contra la pierna del ser humano con el que habita.
—Continuemos.

Vicente se retiró de la espalda de Larissa, acariciando su cabello, para sentarse de nuevo en la banca.
—Una vez la batería se agota, llegamos aquí. Nuestros antecesores escribieron una serie de normas sobre como debemos actuar o que roles debemos tomar. No las hemos cambiado mucho desde ese entonces. Hay varios tomos que están escritos, el que Larissa tiene en manos es el más reciente y lo estamos escribiendo entre todos.
Vicente estiró su mano y dejó su índice apuntando hacia arriba.
—Primero. Debemos convivir en armonía. No importa si se es pequeño, grande, hombre, mujer, o que problemas o defectos tenemos, somos iguales. Cada uno tiene la misma capacidad de transformar, crear y destruir en este mundo. Es una ley de igualdad.
Asentí. Vicente continuó contando con sus dedos.
—Segundo. Hay dos salidas de este mundo. Una se encuentra siguiendo al sol. La otra es siendo expulsado por los demás dioses. ¿Qué hay más allá al seguir al sol? No tenemos idea, nadie ha regresado. Además, la regla de expulsión solo ha sido usada tres veces en la historia escrita y no parecieron eventos muy alegres. Aparentemente, al salir de esa manera se desvanece en un halo de luz, sin más preámbulos. ¿Qué sigue después de la expulsión? Ni idea.
Vicente me miró como esperando una afirmación. Yo estaba prestando toda la atención posible.
—Tercero. Solo hay una razón para obligar la salida de un dios, y es cuando alguien nuevo llega. Solo pueden haber cinco dioses en este lugar.
—¿Cinco?
—Así es.
—Pero solo somos cuatro aquí.
—Lo sé. De eso te hablaré después. Por ahora seguiré con la regla cuatro. Aunque todos los dioses tenemos las mismas capacidades, para evitar discusiones y choques se han definido cinco dioses cada uno con un rol especial. Debe haber un dios de la tierra, un dios del cielo, un dios del aire, un dios del tiempo y un dios de la vida. El dios de la vida es especial, pues también se encarga del bienestar de los demás dioses, al ser nosotros mismos seres vivos.
—¡Yo soy el dios y amo del tiempo!
Gyasi nos sacó de nuestra concentración.
—Así es, Lar es la diosa de la vida y yo soy el dios de la tierra. Cada uno tiene su especialidad.
—Entendido. ¿Pero…?
—Ya sé que vas a preguntar. Si somos solo cinco, ¿cómo se escoge quien ha de salir?
Esa no era mi pregunta.
—Regla número cinco, cuando un nuevo dios llega, el dios de mayor edad ha de retirarse por su propia voluntad siguiendo al sol, al menos que otro dios haya sido expulsado, en cuyo caso uno de los remanentes debe tomar la responsabilidad de lo abandonado, hasta que un dios nuevo llegue.
—Eso significa que…
—Yo, en teoría, soy la próxima en irse.
Larissa me interrumpió confirmando mis sospechas.
—En tanto llegue un nuevo dios, claro está.
—Hay una excepción a la regla, y es si alguien quiere irse por su propia cuenta. Ya nos ha pasado varias veces.
Suspiré profundamente. Las reglas no parecían complejas, pero eran muy rígidas. No parecían creadas por un grupo de quinceañeros con síndrome de pubertad.
—Ahora, acerca de nuestro quinto dios. En este momento no habita con nosotros en esta villa. Debido a una serie de malos entendidos de los cuales alguien aquí presente es culpable…
Larissa se puso un poco roja y aclaró su garganta como quien se atasca con una galleta seca sin haber tomado líquido.
—Nuestra quinta diosa, Masha, se ha exiliado ella sola, no sabemos dónde. Ella es la diosa del cielo, encargada de los amaneceres, anocheceres, las estrellas, las nubes y la lluvia. Sabemos que aún está entre nosotros porque todos los días nos lo recuerda. Ya te darás cuenta por ti misma. Gyasi, adelante.
Gyasi se volvió a parar sobre la banca. Parecía un muñeco de cuerda con cientos de metros de longitud, una bola de energía contenida en un paquete pequeño.
—Soy Gyasi Afwerki. Quince años. Vengo de Etiopía. ¡Soy el dios y amo del tiempo! Me encargo de llevar la cuenta de las horas y los días, y trabajo junto con mi hermana Masha, la diosa del cielo, para mantener los días sincronizados. Si es necesario, detengo el flujo del tiempo con la ayuda de los demás. Tengo este reloj…
Volvió a enseñarme el reloj, abriendo la tapa con un botón. Lo observé con detalle y noté que no tenía manecillas, sin embargo parecía andar normalmente pues a través de las pequeñas ventanillas podía observar los resortes internos, quienes se movían con normalidad. Aguzando el oído noté que tintineaba como usualmente lo haría.
—Es un artefacto legado de nuestros antecesores. Con este se lleva el conteo del tiempo. Solo yo puedo ver las manecillas.
—¡Wow!
Exclamé sin pensarlo. Estaba maravillada.
—Sigo yo. Soy Vicente Agudelo, dios de la tierra. Me encargo de mantener el flujo y limpieza de las aguas, del riego de las plantas y de mantener la superficie siempre lista y ordenada para la siembra, además de proteger la villa usando las montañas alrededor. Además de ello me encargo de la generación de fuego. Y por último, Lar.
Larissa suspiró con fuerza, levantándose del asiento.
—Larissa Florakis. Diosa de la vida. El peor trabajo de todos. Debo estar pendiente de cada uno de nosotros, de nuestra salud y bienestar, además de cada diminuta planta e insecto, hasta los más altos árboles que nos rodean y los contados animales que habitan aquí. Me encargo de mantener las condiciones para la vida en este lugar. No descanso, pero así mismo no me canso. Tengo tanta energía vital que siento que es ridículo. De lo único vivo que no me encargo es de las criaturas aquellas. Ellas están fuera de mi control y jurisdicción.
—Entendido.

Ya con cada rol entendido, era hora de preguntar por el mío. Vicente notó mi duda en la cara y se adelantó.
—Tu antecesor, Mikhail, fue nuestro dios del aire. Él se fue alrededor de… ¿Cuántos días, Gyasi?
Él miró su reloj por un par de segundos y respondió sin titubear.
—Doce días, dos horas y cuarenta y tres minutos.
—Se fue siguiendo el camino del sol. Era nuestro dios más longevo.
Larissa suspiró.
—Todavía lo extraño.
—Todos lo extrañamos, pero creo que Angela puede lograr ser una digna sucesora de él. Los dioses del aire se encargan del flujo del aire, la pureza de lo que respiramos y lo que llega a las plantas, de mover las nubes alrededor y llevar agua lluvia a los lugares donde se necesita, además de agitar las hojas y el prado. Es literalmente la conexión entre el cielo y la tierra.
—Entiendo… Pero… No sé como usar los poderes.
Todos se giraron a verme y se largaron a reír. Larissa respondió entre carcajadas.
—Pues, ¡bienvenida al club, Angela!
—¿Gracias?

Aunque creía que había muerto, me fue otorgada nueva vida. Ahora, ¿cuál es el objetivo de esta nueva vida?

Las personas, lugares y eventos descritas en esta historia son ficticias, y cualquier similitud con cualquier lugar real, persona real, viva o fallecida, sus vidas y eventos es solamente coincidencia.