Categoría: diciembre 2.020
«El club de los dioses» (parte 3)
¡Feliz año nuevo 2.021 a todos mis lectores!
Esta historia fue originalmente publicada el veintiseis de enero de 2.021.
Continuamos caminando hasta llegar a casa de Larissa. Ella estaba sentada en el pequeño porche de la fachada de su choza, sosteniendo un vaso con algo y tomando cortos sorbos. Ambos la saludamos. Se le notaba igual que ayer, parte fácilmente enojadiza, igual parte feliz. Pensé en lo que hablamos anoche Vicente y yo, acerca del hecho que ella no dormía. Intenté verle algún detalle en la cara, pero no, era poro por poro la misma de ayer. Le confié mi jarra con agua, mientras que Vicente me indicó una práctica para poder usar los poderes como deidad.
—Enfócate. Cierra los ojos. Haz una imagen de lo que deseas en tu mente.
—Está bien.
Estábamos de pie al frente a los árboles frutales. Hacíamos una extraña pose, con una pierna hacia atrás y otra al frente, y los brazos hacia el frente, como si fuésemos a practicar un arte marcial de algún tipo.
—Cierra los ojos y respira profundo.
Así lo hice. Detrás de mis ojos cerrados, visualizaba los árboles del frente meneándose en el viento, pero su imagen era increíblemente borrosa.
—Desea con todas tus fuerzas lo que sea que quieres.
Apeñusqué los ojos, haciendo fuerza. Lo único que logré fue que la imagen se hiciera más imposible de comprender. Entreabrí un ojo para volver a ver la realidad.
—No, no abras los ojos. Todo debe ser en tu mente.
Los volví a apretar. Quería que una ráfaga de viento alivianara un poco el calor de la mañana que comenzaba a acumularse, que las hojas de los árboles se mecieran debido a la corriente de aire, pero me era imposible hacerme a esa imagen en mi mente. Era como un dibujo a crayones, incompleto, sobre un papel negro. Era más bien tiza sobre un tablero. Nunca llegaría a ser la verdadera imagen de la realidad.
—Debe ser una fotografía en tus ojos.
La pintura en mi mente era un mamarracho, como algo que yo de siete años hubiera hecho en la pared de la casa de mis padres. Mi cabeza no era capaz de más, mis capacidades artísticas nunca habían sido buenas y por eso me volqué hacia la computación.
—No puedo.
Vicente levantó la voz.
—¡Si puedes!
—No soy capaz de visualizar lo que me pides.
—No es difícil, enfócate.
—Es fácil para ti decirlo.
—Eres capaz, eres una de nosotros. Tienes todas las capacidades de un dios.
Abrí los ojos y me tiré al suelo.
—Quiero descansar un poco.
Vicente se giró hacia mi y me miró con un poco de rabia.
—No puedes.
—Cinco minutos.
Respiró profundamente.
—No eres una niña ya, Angela.
—Mira quien lo dice.
Vicente soltó una queja que sonó como si un ganso hubiera graznado.
—¡Ja! Aunque ahora que lo pienso, mira a Gyasi, parece de diez años y es capaz de hacer más cosas que tú. Pero te entiendo, te entiendo, si eso es todo lo que puedes dar.
Intentaba usar lógica negativa conmigo, lo sabía. Así habían hecho mis profesores y mis padres para obligarme a hacer las cosas por mi propia cuenta al comparándome con otros. Sin embargo, aún sabiendo la técnica que usaba, me subió mucha rabia.
—Espera y verás…
Larissa se levantó del porche finalmente e hizo un par de palmoteadas.
—Bueno, bueno, calma… Se están animando mucho ustedes dos.
—Pero Lar, no vamos a llegar a ninguna parte bajo estas circunstancias.
—¿Y quien dijo que tenemos una fecha fija para que Angela aprenda de sus poderes? ¿Así de tanto quieres librarte de tu doble responsabilidad?
—Pues…
Hizo su mirada a un lado.
—Sé que te cansas más rápido porque usas más de tu energía, pero ya verás. ¿No es cierto, Ángela?
Sentí un peso en mi pecho. Vicente estaba más cansado de lo normal debido a que estaba cumpliendo doble función. Debía existir una forma mejor de enfocar mi energía, de usar mis poderes, si era que existían.
—Entremos, quiero mostrarte algo.
Larissa se internó en su casa seguida de Vicente. Yo me quité la arenilla de los pies antes de entrar y dejé mis zapatillas y el cantarillo con agua en el porche. Ella estaba en la cocina, buscando uno de los tomos que moví ayer. Lo examinó, le dio un par de vueltas y con él en la mano, estiró su brazo hacia mi.
—Comienza con este.
—¿Y esto es?
—El primer libro. Los primeros antecesores que pensaron en escribir detalles de sus existencias en este lugar elaboraron este libro. Creo que será bastante fructífero para ti leerlo. Es un poco largo, y en partes confuso, pero quiero que si te surge alguna pregunta me la hagas. He leído y releído todos estos libros muchas veces.
Tomé el cuaderno en mis manos. Era muy similar al tomo que guardé en mi hogar esta mañana, dos pastas de un cartón color marrón claro ligeramente duro, agarradas en uno de sus extremos por una liana gruesa que los encuadernaba con firmeza, la cubierta ya bastante desgastada, doblada y arrugada de tanto uso.
—Yo creo que es mejor un entrenamiento práctico que teórico.
—Vicente, intentemos diferentes maneras de entrenamiento. Eventualmente ella tendrá que leer todos los libros.
—¿Todos?
Solté una queja que rebotó fuera de la casa. Larissa hizo una sonrisa un poco malvada.
—Si, todos. Es una regla, todos debemos leer los libros. Contienen toda la información que necesitamos para entender el por qué de este lugar.
El por qué de este lugar. ¿Así que tenía que leer todos estos tomos para poder entenderlo todo?
—¿Hasta Gyasi?
—¡Uy, él se los consumió en dos o tres días!
—El problema es… Aun así no sabemos porqué existe este lugar. Nadie en miles de años ha entendido nada. Sigue siendo un misterio.
Lo que Vicente dijo se sintió como baldado de agua fría.
—Es cierto, pero al menos hay información invaluable allí, siglos de dioses han escrito sus experiencias allí. Así que sigue valiendo la pena leerlos.
Al menos me podía formar una idea leyéndolos.
—¿Puedo llevármelo a casa? Quiero leerlo con tranquilidad.
Larissa lo pensó un poco y dudó. Noté de inmediato su reacción.
—Hagamos algo. Larissa, te doy permiso de entrar a mi cabaña en cualquier momento. Así, si quieres recuperar el libro, puedes entrar y recogerlo, ¿te parece?
No parecía muy convencida. Tenía que ofrecerle algo de más valor para que accediera.
—Está bien, ven.
Le agarré la mano y la arrastré hacia la puerta.
—Espéranos acá, Vicente. Es una negociación privada.
Le guiñé el ojo y salí con Larissa fuera de la casa, giramos hacia la izquierda y nos paramos a la sombra contra una de las paredes. Hablé suavemente, casi en el oído.
—Tengo algo más para ofrecerte y para que confíes en mi.
—¿A ver?
—¿Recuerdas la pregunta que me hicieron ayer? ¿Aquella que no quise contestar?
Larissa suspiró.
—¿Me guardas el secreto?
Asintió.
—No soy virgen. Justo el día antes de mi quinceavo cumpleaños hice el am… Tuve sexo con mi ex-novio.
Larissa tomó una bocanada de aire en sorpresa.
—Si no me equivoco… Tú sientes curiosidad por estos temas.
Observé su cara, estaba un poco roja, pero tenía un brillo en sus ojos, como si la curiosidad se quisiera desbordar.
—Yo… Quiero saber. La verdad…
Asentí.
—Leerlo de los tomos no es lo mismo… Es muy clínico y poco emocionante.
—Lo sé.
—Además, no hay muchos detalles, solo un par de datos allí y allá.
—Entonces, tu nunca…
Larissa se puso roja como un tomate maduro.
—¡Jamás!
—¿Y Vicente?
—¿A qué te refieres?
—Larissa, a mil kilómetros de distancia se ve que te gusta él.
Se tapó la cara con las manos. Hasta las manos estaban tintadas de carmín.
—No…
—Si quieres guardarlo como un secreto, de mi no saldrá. Es hasta posible que él te corresponda, él se ve muy receptivo y te tiene en alta estima.
—No entiendes…
—¿Qué no entiendo?
—Tomo doce. En el tomo doce hay algunas cosas que alguien escribió respecto de las relaciones entre dioses…
—¿Doce de cuántos?
—El que estoy escribiendo es el veintidós.
Exhalé con desesperación. Muy bien, Angela, bien. Tenemos lectura para uno o dos años.
—¿Y qué dice?
—Dice que es imp…
—¡Ah! ¡Jefa! ¡Y la nueva diosa del aire!
Me giré. Gyasi nos veía a lo lejos con sus ojos brillantes como siempre, saludando con su brazo entero. Corrió a nuestro lado.
—Uy, jefa, ¿pasa algo? Estás roja como el atardecer.
—En absoluto, Gyasi… Debe ser el calor del sol.
—Pues, ¡entremos a la casa!
—Yo…
Era hora de escaparme.
—Yo voy a regresar a mi cabaña. Tengo mucha lectura por delante.
Larissa miró el libro en mis manos.
—Hablamos ahora más tarde.
—Claro que si.
Posé mi otra mano sobre su hombro y lo apreté con suavidad.
—Nos vemos más tarde, Gyasi, Larissa.
—Claro que si, hermana Angela.
Me dirigí al porche, tomé mis cosas y me fui agitando la mano. Ambos se despidieron de la misma forma y se internaron en la casa. Observé como Vicente se acercaba a la puerta con cara de preocupación. ¿Ellos dos han convivido casi cien años, y en todo este tiempo no se han dado cuenta de sus sentimientos mutuos? ¿No han sentido esa chispa extraña que ocurre cuando uno está a solas con el otro? Recordé el día que mi novio y yo nos acostamos juntos, desnudos y abrazándonos sobre mi cama. Continué caminando.
—¡Angela!
Me giré a ver a Vicente, quién corría hacia mi.
—¿Qué pasó ahora? ¿Por qué Larissa estaba así?
Sonreí.
—No puedo decirte nada… Charla privada entre chicas.
Vicente encorvó sus cejas.
—¡Qué diantres!
—Así es. Voy para mi casa, necesito leer este tomo. Hazme saber si necesitas algo.
—Se me ocurrió una idea.
—¿La cual?
—Desde hoy finaliza mi encargo como dios temporal del aire. Ya es tu responsabilidad.
—¡Pero…!
—Ya te imaginarás que pasará si nadie hace este trabajo, ¿no?
Miré al cielo. No había ni una nube. El sol atravesaba el firmamento y brillaba fuertemente, quemando el suelo. Observé los árboles del bosque. Estaban quietos, como si estuvieran congelados. Las hojillas pequeñas del prado, tiesas y erectas.
—Esto es injusto.
—O te entrenas, o nos vamos a cocinar vivos.
—¡Me estás lanzando al mar a nadar, sin siquiera saber chapotear!
—Ya tú verás.
Se tornó y comenzó a caminar hacia la casa de Larissa. Cerré mis ojos. Apenas llevaba un día aquí, ¿qué podía yo hacer? Ni siquiera conocía las reglas del todo. ¿Por qué estaba tan impaciente? ¿Habían sido así mismo con Mikhail? Tenía toda la razón en irse.
Una vez llegué a casa, me desvestí para quedar en ropa interior, me serví un poco del agua del cántaro, la tomé de un solo golpe, me tumbé en la cama y abrí el tomo que Larissa me había entregado.
Las primeras páginas eran unas hermosas ilustraciones, llenas de pequeños detalles que intenté deshilvanar. La primera era una ilustración de lo que parecía una de aquellas hadas, sus alas grandes, soltando unos brillos que se extendían por toda la página. Alrededor de ella otras hadas más pequeñas flotaban, también emitiendo pequeños fulgores. En la parte de abajo, una especie de árbol, y hacia un lado un riachuelo que fluía de este. La cara del hada parecía viva, como si me observara desde la hoja.
La siguiente página tenía aquel hada en una esquina, mirando hacia un lado, de nuevo sus brillos atravesando toda la página. Las largas saetas que emergían de ella eran como si iluminaran todo lo existente. Ella extendía su mano hacia la derecha, y de esta emergía una especie de fluido parecido al agua en dicha dirección. Varias de las hadas siguieron el comando, flotando desperdigadas en dicha cardinal. En la parte de abajo, el mismo árbol estaba, con el mismo riachuelo fluyendo de él, aunque ahora habían una serie de puntos en este. Pensé que eran polvo y por inercia los traté de barrer con la mano, pero descubrí que estaban hechos de tinta.
La tercera página tenía en la parte inferior el árbol, ya un poco más grande, y el mismo riachuelo con los mismos puntos. Sin embargo, los puntos no eran tales, eran pequeños facsímiles de humanoides. Tuve que acercar la cara a la página para poder notar el diminuto detalle de sus brazos y su cabeza. De la parte de arriba, una gran congregación de hadas descendían a través de unas líneas alargadas de la parte superior hacia la composición inferior.
La cuarta página mostraba el árbol con lujo de detalles, diminutas hojas definiendo el contorno y poblándolo en pequeños manojos. El riachuelo que fluía de este ya se podía observar con mayor detalle, los puntos de la página anterior se podían identificar más fácil como cuerpos, las hadas flotando encima del río, alargando sus manos hacia las de los humanoides. En un par de casos, dos hadas flotaban encima de una sola criatura de aquellas. Las líneas de la página anterior continuaban descendiendo desde el borde superior, más y más criaturas siguiendo las saetas.
La quinta hoja mostraba un detalle del riachuelo, hombres desnudos siendo extraídos de las manos por dichas hadas. En el primer plano, un hada levantaba a un hombre. Las caras de los hombres me parecían grotescas, bestiales, como perros mostrando los colmillos. Las de las hadas eran pulidas y prístinas, sonrientes. Sus alas eran hermosas, a tal punto que casi podía ver el tornasol a través de la tinta negra del dibujo. En el fondo, otras halaban a mas hombres fuera del riachuelo y los hacían flotar en el aire.
La siguiente página me impactó de inmediato. Él árbol tenía una llama en la parte superior, las hadas seguían extrayendo hombres. Un par de hombres que ya habían salido del río, llevaban en sus manos lo que parecían ramas del árbol encendidas, como antorchas. Del borde superior ya habían dejado de descender hadas.
En tanto torné la página, lágrimas ya estaban brotando de mis ojos. Él árbol estaba consumido en llamas, el riachuelo parecía que había mermado su flujo, todos los hombres que estaban afuera ya blandían ramas encendidas, y parecían perseguir a las hadas, quienes huían hacia la derecha. Un par de hombres que aún estaban en el río estiraban sus brazos hacia las hadas, pero debido a lo que acontecía, no los rescataban. Me limpié los ojos y giré la página, insegura de lo que continuaría. En tanto vi la ilustración, cerré el libro, me giré en la cama y clavé la cabeza en la almohada.
Temblé como si tuviera frío. Mi voz ahogada sonaba como bocanadas de aire de alguien que se ahoga. Húmedas lágrimas brotaban de mis ojos, empapando las telas. Mi cuerpo comenzó a manar un sudor pegajoso, como si llorara al compás. Lo que seguía era tal como lo había imaginado. Una vez gané compostura, volví a tomar el libro y lo abrí.
Un hombre sostenía la rama encendida, quemando las alas de una de las hadas. La cara de esta contrastaba de la que había visto páginas atrás, se veía el dolor, el sufrimiento, la pérdida de algo trascendental. Era imposible contener mis lágrimas al ver esta escena. En el fondo de la lámina, otros hombres hacían sufrir a las demás hadas de igual forma. Algunas huían, intentando regresar a la fuente de la luz, otras flotaban hacia otros lados.
En la siguiente página, las hadas que habían perdido sus alas estaban de pie, al lado de los hombres, quienes con su otra mano seguían sosteniendo aquella rama con fuego. De este emanaba un oscuro tizne negro que subía hacia la parte superior. El hombre le agarraba fuertemente la mano a la criatura. Noté que la estatura de ambos era igual, a diferencia de la que yo había visto, que era diminuta. La luz proveniente del “cielo”, disminuía, no habían tantas líneas como antes.
La página número nueve, mostraba un niño entre el hada y el otro más adulto. Todas las parejas ya tenían también un chiquillo. El “cielo” ya estaba inundado de humo negro y ya muy poca luz bajaba a la tierra. Las caras de las hadas ahora eran tristes, hundidas, marcadas por el dolor.
La décima página estaba rota. Alguien la había rasgado por la mitad. Lo único en lo poco que había quedado aún agarrado del encuadernado era tinta negra por todos lados, como si alguien hubiera querido tachar la ilustración, y en su intento se rindió, al final decidiendo rasgar la hoja.
De aquí en adelante, era solo texto.
Queridas hermanas, estimados hermanos. Estas cortas palabras dan inicio a este documento que he querido compartir con todos ustedes. ¿Quién había hecho esos dibujos anteriores? No lo sé, no nos ha dejado ninguna pista. Dioses desterrados, robados de la tierra por estas criaturas, almas perdidas de Dios. La avaricia les trajo acá, y solo con ello la luz regresará a vuestros ojos. Escribid tus historias y tus lecciones, para los pobres desalmados que siguen. Con infinito amor, Haoma.
Me pareció un párrafo rimbombante e innecesario. A continuación, Haoma había escrito un análisis acerca de las páginas anteriores, mezclada con su conocimiento. Según él, las criaturas fueron creadas por una diosa primigenia, la reina de todas las criaturas. Se llamaba Sidhe. Esta diosa en su cielo, al ver la creación de la tierra, se sintió acongojada por la soledad que había en ella. Allí solo había un árbol, el árbol del mundo, y un río, el río del inframundo. Ella derramaba su luz sobre toda la creación. Un día, el río comenzó a llenarse de lodo, así que ella, para limpiarlo creó pequeñas divisiones de ella, y las envió a la tierra para limpiarlo.
Allí, aquellas divisiones suyas comenzaron a extraer la impureza, que súbitamente se convirtió en seres al ser tocados. Sus criaturas, sin saber que otra cosa hacer, extrajeron a aquellos seres de lodo del río, quienes comenzaron a secarse en la rivera y tomar vida.
El árbol al observar esto, despertó de su largo letargo, y siendo él el responsable de todo lo que hay entre cielo y tierra, se enojó al ver que la reina del cielo se había inmiscuido en su dominio. Resultado de su enojo, una llama se formó en sus hojas. Los seres de lodo siguieron tomando vida. Algunos de ellos notaron el fuego en el árbol y lo robaron, arrancando pequeñas ramas. En tanto, el árbol no detuvo su conflagración. Más de los hombres aquellos obtuvieron antorchas encendidas.
La reina del cielo observó lo que ocurría y dejó en dividirse. Su energía había disminuido y estaba cansada. El árbol estaba completamente en llamas, y aquellas criaturas, con curiosidad asesina, atacaron a las “hadas”, quemándoles lo que a sus ojos era diferente entre ellos, sus alas. Al no poder volar o escaparse, los hombres las convirtieron en sus esposas, y resultado de la relación entre cada pareja, resultó una pequeña criatura, parte humano, parte hada.
La diosa del cielo estaba drenada de energía por el abuso que sus divisiones habían recibido, y pernoctó, sumiendo al mundo en oscuridad.
Cerré el libro y sentí muchísima rabia. Así esto fuera solo una leyenda, era increíblemente deprimente. Lo que me quedaba de tristeza había sido reemplazado por ira. ¿Quién o qué había creado este mundo? Fui al hogar y saqué el tomo que había escondido allí. Respiré profundo y bebí otro vaso de agua. Me recosté de nuevo y continué leyendo el tomo de los dioses de aire.
Haoma escribió un par de líneas muy bonitas en el libro que él está escribiendo. Nosotros somos los representantes de aquel árbol, el que se encendió en la ilustración que Atenea hizo. Nadie más lo sabe, pero yo te lo puedo decir, la vi dibujándolos a escondidas. Supuestamente, una de las hijas de Sidhe, le contó el secreto. Hasta dónde es verdad lo que esas criaturas nos dicen, no te podría decir.
Estaba más confundida de lo normal. ¿Grian? ¿Atenea? Parecían nombres de dioses griegos o romanos, o no sé de que origen.
Tenemos una guerra fija con los dioses del cielo, los representantes de Sidhe, la diosa sol. Está dicho en las leyendas que entre cielo y aire no nos podemos llevar bien. Nut no me gusta para nada, se cree el encargado de todo. Hace dos días se le olvidó hacer madrugar y los pajarillos y los gallos estaban confundidos. Después vino a decir que estaba ensayando para crear un eclipse. No sabe dibujar una estrella en el cielo, y ahora quiere hacer un eclipse.
Parece que en el pasado los dioses la tenían más difícil.
Atenea vino a mi ayer entre lágrimas, Haoma le pidió que se fugaran juntos. ¿Se irán por el camino del sol? No me gusta para nada esa situación. Haoma es…
Lo que seguía estaba manchado de tinta hasta hacerlo imposible de leer. La narración seguía un poco más allá.
Pero a Atenea le gusta Hauhet. Estoy segura de ello. Las he visto como sonríen juntas, como se han besado, como se han tocado y como se han consentido. Hauhet estará furiosa si se entera.
No sé quien es quien, pero hay otra diosa en la mezcla. Nut era el dios del cielo y Aura la del aire. Haoma, Atenea y Hauhet, no tenía ni idea quienes eran. ¿Quizá Haoma era el dios de la vida en ese instante? Mi cabeza comenzó a doler un poco. Si algo, este tomo era solo un chismorreo continuo, y con mucha razón lo quieren mantener en secreto. Solté el libro sobre la cama y me tiré contra la almohada. Escuché algo tocar el suelo.
Me incliné a ver y era una hoja del cuaderno doblada múltiples veces. Me estiré con esfuerzo, la recogí y la desdoblé.
Amado nuevo dios del aire. Que Aura te bendiga. Ayuda a Masha, por favor. Pídele ayuda a Gyasi, si es que él está aún allí. Yo no pude hacer nada por ella, he llorado por los últimos cinco días, así que mañana he decidido ir por la senda del sol. Con cariño, Mikhail Molchalin.
¿Qué significaba esta nota? Tomé el cuaderno de nuevo y leí las últimas páginas, desde el punto en el que Mikhail tomó actividades como dios.
No sé que escribir acá. Mi nombre es Mikhail Molchalin, y soy el nuevo dios del aire. Larissa, la diosa de la vida, y Vicente, el dios de la tierra, me recibieron con alegría. Encontré este libro bajo la cama.
Soy un estúpido. Sé que las condiciones en mi patria no estaban bien, pero matarme por hacer que mi mamá tuviera dinero fue la peor decisión de mi vida. Quiero regresar y escoger un deseo diferente.
Anoche tuve un sueño. Vi que mi madre enterraba un cajón de madera con mi cuerpo en medio del frío del invierno bajo el cerezo al frente de nuestra casa. Varios soldados de la madre Rusia la acompañaban en la ceremonia. No era igual que cuando nosotros enterramos a nuestro padre, que lo hicimos solos. ¿Qué había cambiado?
Vicente, el dios de la tierra, me ha enseñado como enfocar mi energía en mis actividades. Es difícil, porque el aire no es algo que se vea, pero solo se siente. Solo hasta después de tres horas lo pude lograr.
Conocí a Hugh, el dios del tiempo. Es un cerdo capitalista, que cree que lo puede hacer todo. Justo estaba mofándose de mi existencia. Me preguntaba acerca de todo, de dónde vivía y si lo único que podía comer era pan. Era tal y cual el líder nos había dicho en sus comunicados, los yanquis nos amenazan día tras día. Si solo supieran que nosotros fuimos los que acabamos con los alemanes.
Cerré mis ojos. No sabía como interpretar todo esto. Si habla de la segunda guerra, significa que Mikhail venía de mínimo mil novecientos cuarenta y cinco, máximo mil novecientos ochenta y siete, como yo. Era un soviético, a todas vistas, y a mucha honra. Me adelanté y decidí leer solo lo último.
Antes de Hugh marcharse, me había dicho que él esperaba volver a sus padres una vez cruzara el portal de salida. ¡Cómo me haces falta mi amigo! Gyasi es muy diligente, pero nadie podrá reemplazarte. Espero verte en el otro lado.
Otro sueño. No había soñado en varios meses. Vi a mi madre en un hospital muy bonito en Moscú. Tenía un chico joven a su lado en la cama, quien le sostenía la mano con fuerza. La vi muy enferma y se le notaba la piel llena de manchas como moretones. El tipo se le veía triste, pero muy bien vestido. Creo que ella morirá. Quiero verla. ¿Se me cumplirá el deseo cuando cruce la puerta de salida?
Hoy, otra vez fui a ver a Masha. Como siempre, estaba llorando. En cuanto me vio, me abrazó y me besó. Era como si temiera lo que iba a pasar. Le acaricié su largo y sedoso cabello blanco y la besé más. Le pedí que me disculpara y le entregué mi carta. Le dije que la amaba y me regresé a casa.
Esta es mi despedida. Amado dios del aire por venir, espero que las circunstancias sean mejores para ti en el futuro. Perdón. Perdón. Perdón.
Mis ojos se encharcaron un poco. La nota finalizaba con un boceto de la cara de un chico, delgado y un poco ojeroso, de cabello a media nuca. Su boca no mostraba ninguna expresión. En una esquina firmado por Mikhail.
—¡Masha!
Me levanté de la cama como un resorte. Me vestí con rapidez y salí. El sol estaba casi en el cenit. Corrí a toda prisa hacia la casa de Larissa. La puerta estaba cerrada, así que toqué con fuerza.
—Larissa, es Angela. ¿Has visto a Gyasi?
Del otro lado, Larissa me contestó, un poco agitada.
—Ya voy.
Un par de segundos después, Larissa abrió. Estaba tal como la había visto en la mañana, aunque con el cabello un poco enmarañado, un poco sudorosa y visiblemente sonrojada, su voz temblando un poco.
—No le he visto desde hace una hora. Se fue con Vicente, supuestamente a ver un problema en el río.
—¿Sabes hacia dónde? Necesito hablar con él.
—Ni idea. Posiblemente si vas al río, podrás cruzarte con ellos.
—¡Gracias!
Comencé a girarme para correr hacia el río. Larissa me agarró de la camisa antes que pudiera marcharme.
—Ángela… Yo…
—¿Sí?
—Tengo una pregunta…
Hasta el día de hoy jamás había visto una persona tan roja en mi vida. Posiblemente la blancura de su piel hacía que se viera más roja de lo normal. Parecía del color del atún fresco.
—¿Dime?
Respiró fuertemente.
—No, disculpa. Después hablaremos de ello. Ve, antes que les pierdas la pista.
—Gracias. ¡Cuídate!
Una vez me soltó arranqué con rapidez camino al río. Caminé por la ribera, alejándome un poco del área del árboles de frutos e internándome un poco en un bosque a la par. Después de unos treinta minutos de caminar y a punto de darme por vencida, les vi a la lejanía, aunque lo que presenciaba escapaba mi imaginación.
Vicente estaba en la postura que me había enseñado más temprano ese día, sus brazos y manos posicionados como si estuviera agarrando dos melones invisibles. A su lado, Gyasi observaba atento. Y a un metro más allá, al frente, un bloque gigante de tierra y rocas, como si flotara por encima del aire, moviéndose con lentitud por encima del río hacia el otro lado del cauce. Caminé con lentitud hacia ellos, tratando de no distraerlos.
—Así va bien… Así…
Vicente tenía sus ojos bien cerrados y estaba sudando fuertemente, Gyasi concentrado en sus indicaciones.
—Un poquito a la derecha, continúa.
El bloque de lodo seguía moviéndose en el aire. Solo en películas había yo visto algo así.
—¡Ah!
Gyasi me vio. Me puse un dedo en los labios y le guiñé el ojo. Asintió con su sonrisa radiante como siempre.
—¿Pasa algo?
La voz de Vicente se notaba un poco carraspeada, demostrando el esfuerzo titánico que hacía.
—Ah, no, no pasa nada, quizá un poco más a la derecha y ve bajándolo un poco.
El bloque hizo tal y como Gyasi indicó. Yo estaba maravillada. Aunque ya los había experimentado, al ver esto me daba cuenta que los poderes de los dioses eran reales y tangibles.
—¿Un poco más hacia adelante?
Gyasi comenzó a caminar hacia el río. Me asusté un poco. La corriente en este lugar era fuerte y Gyasi era pequeño, se lo habría de llevar en nada. Estiré mi mano hacia él y expelí un quejido sordo. Gyasi sonrió aún más, si eso era posible, y comenzó a levitar por encima del cauce, a un par de centímetros por encima. El grito se me salió sin querer.
—¡No!
—¡Si!
—¿Qué pasa? ¿Quién hay ahí?
Me mandé la mano a la boca. El chico no aguantó la risa. El cubo de tierra comenzó a temblar un poco.
—No te desconcentres, hermano Vicente, ya vamos a terminar.
—Larissa, ¿eres tú?
—Soy yo, Angela. No me prestes atención.
El cubo de tierra se mecía de un lado al otro. Vicente estaba perdiendo su concentración.
—¡No, hermano Vicente, no!
Vicente soltó un suspiro explosivo y tomó una bocanada de aire. Se puso rojo y comenzó a sudar más fuerte.
—Vamos, izquierda un poco y más hacia el frente.
El bloque tomó su rumbo de nuevo. Unos minutos después, el cubo descendió hasta su posición final, el chiquillo observándolo de cerca, aún flotando sobre la corriente.
—¡Perfecto!
Vicente suspiró de nuevo y soltó sus brazos. El bloque que antes era tan perfecto bajo su influencia, se desarmó soltando rocas y sedimento alrededor. Aplaudí sin pensarlo.
—¡Wow! ¡Eso es increíble!
Abrió sus ojos y me miró como condenándome, su voz cortante como un filo.
—Casi me haces perder la concentración, Ángela.
—Perdón, perdón. No fue mi intención. ¡Pero de verdad que es increíble ver esto!
Gyasi regresó a nuestra orilla.
—Y tu, por Dios, Gyasi, ¿sabes flotar por el aire?
Sonrió aún más.
—¡Y puedo flotar un poco más alto! ¿Ves?
Así mismo hizo, levantándose unos treinta centímetros sobre la tierra. Aplaudí de nuevo.
—¡Angela!
El regaño llegó sin esperar. Vicente refunfuñó.
—Esto no es nada. Nuestros poderes son limitados solo por nuestra energía. ¡Tú podrías hacer esto y más! ¡Entiéndelo!
—Lo sé, lo intentaré.
—Gyasi, continuamos.
—Espera, espera, tengo un par de preguntas.
—¿A ver?
Aclaré mi garganta.
—¿De dónde sacaste la tierra?
—Fácil, del fondo del río. Me enfoco en lo que quiero extraer y lo voy moviendo.
—Espera… ¿Y cómo lo mueves?
—Eso es lo que no se como explicarte muy bien. Simplemente deseo moverlo y es como si mis manos mismas lo estuvieran haciendo. Deseo moverlo un poco al frente, un poco a la derecha. Me imagino yo mismo levantando la tierra sobre el aire, lo visualizo como si fuera un pedazo compacto y simplemente ocurre.
—Ya veo.
—Lo mismo con flotar, mi hermanita Angela.
El niño comenzó a bajar a la tierra.
—Deseo hacerlo y simplemente pasa.
Volvió a repuntar hacia el aire para volver a caer en el suelo.
—¡Se necesita práctica!
—¡Exacto! Por eso te lo estaba recalcando, Ángela. No es por molestar, nada más.
—¡Ya veo, ya veo! Tomaré más en serio las lecciones. Pero por lo pronto, Gyasi…
El niño me miró, con su cara inquisitiva.
—Necesito un gran favor.
—¿Dime, hermanita?
—Necesito ver a Masha, rápido.
—¿A la hermana Masha? ¿Por qué?
—No te puedo explicar ahora. ¿Cómo llego allá?
—Uff. No es fácil.
—Como sea debo ir allá.
Vicente interrumpió.
—De veras, es peligroso ir. Yo solo he ido una vez y casi me perdí. No hay nada de bueno en ir allá.
—No importa, solo necesito ir.
Gyasi cerró sus ojos un momento.
—Tendrás tus razones. Mañana salimos temprano entonces.
Sonreí. Vicente susurró en su típico tono grave.
—Es una caminata de todo un día.
—Debemos llevar provisiones entonces. Necesitamos más que todo agua.
—Y un cambio de ropa.
—Exacto. Y quizá un poco de fruta, algo para Masha.
Estaba bastante contenta.
—Lo alistaré todo desde hoy.
—Madrugaremos. Salimos a las cinco de la mañana. Voy por ti a esa hora.
—Entendido. ¡Gracias!
De nuevo sonrió. Una corriente de viento suave comenzó a tocarnos. Se sentía fría, evaporando el sudor de mi piel. Gyasi estaba feliz también.
—Ah, qué fresco, ¡por fin!
—¿Eh?
Vicente se notaba sorprendido. Yo estaba sonriendo de alegría, moviendo mi torso al ritmo de alguna cancioncilla en mi cabeza.
—Angela…
—¿Dime?
En tanto me detuve, el viento cesó.
—Tú… El viento… ¿Tú?
—¿Qué?
Aclaró su garganta y miró hacia otro lado.
—No pasa nada.
—Eh, ¿¡dime!?
—¡No pasa nada! Seguimos, Gyasi.
—Está bien.
Me senté a la sombra de un árbol cercano y los seguí observando. Al cabo de unas tres horas habían construido una especie de puente para ir de una orilla a la otra. Se veía bastante rígido. Observé los sutiles movimientos de Vicente, las claras explicaciones e indicaciones de Gyasi. Deseé que mis poderes se activaran, deseé ser útil. Sin embargo, como era ahora, era imposible. Miré al cielo entre las hojas de los árboles. Vicente se paraba encima del arco, pisando con fuerza, Gyasi lo examinaba.
Después de otro rato, nos regresamos juntos a la villa. Vicente seguía explicándome cosas que pasaban por encima de mi cabeza, aunque de una forma u otra las comprendía a mi manera. Mi conclusión era que el acto de desear lo mejor, de desear con fervor, como si uno rezara por uno mismo, era lo que activaba los poderes.
Una vez llegamos a la villa, me despedí, le volví a recordar a Gyasi de nuestra expedición de mañana y me regresé a la casa. Saqué un par de botellas que vi a un lado del fogón, fui al río, las lavé y las llené, regresé a casa y las puse en un mantel que encontré en la cómoda. Regresé afuera, tomé algunas frutas, duraznos y manzanas, además de algunas bayas que encontré al lado de mi cabaña. Las empaqué junto con los cántaros y cerré el mantel en forma de bolsa.
Seguí leyendo un poco el libro uno, aunque no pude recordar nada de lo que leí. Me quedé dormida sobre la cama en mi ropa interior.
A las cinco de la mañana, sin siquiera aclarar el cielo, Gyasi tocó a mi puerta. Era hora de que nuestra pequeña excursión comenzara.
«El club de los dioses» (parte 2)
Esta historia fue originalmente publicada el 16 de enero de 2.021, después de mis cortas vacaciones de las festividades.
Después de varios minutos de risas, y con mi mente aún confundida, necesitaba preguntar algo que me comía desde hace rato.
—¿Así que no saben como funcionan los poderes?
—No, no sabemos. Es algo como que deseamos que las cosas pasen y de alguna manera ocurren.
Larissa hizo unos movimientos con sus manos para intentar explicarme, pero me confundió más.
—Pues yo solo me concentro en el reloj y las cosas ocurren. Aunque no he tenido que usarlo recientemente, Masha de veras tiene muy buen sentido del tiempo.
Gyasi volvió a observar su reloj, lo abrió y lo cerró con rapidez.
—Y en mi caso, las cosas simplemente ocurren, cuando deseo fuego, se forma el fuego. Los ríos se siguen moviendo sin problema, aunque a veces Mikhail olvidaba hacer llover hacia el lago desde donde se originan, y tenía que recordarle.
—Y en el caso de Masha, ella es tan misteriosa que no tenemos ni idea que pasa por su cabeza. No la hemos visto en…
—Ocho meses, veintidós días, cuatro horas y doce minutos, Jefa.
—Gracias, Gyasi.
No entendía del todo porque el chico siempre la llamaba Jefa. ¿Qué había pasado ahí? ¿Quizás era por respeto? Además, él le decía “hermana Masha” a la diosa del cielo.
—Es decir que si me concentro en el fluir del viento, ¿el viento se ha de mover?
—En teoría si. Hasta ahora yo he estado haciendo las veces de dios del aire, pero no es fácil. A diferencia de ser la diosa de la vida, quien por alguna razón tiene energía infinita…
Vicente bajó la mirada hacia Larissa. Ella tenía fuego en sus ojos, como si quisiera matar y comer. Vicente solo sonrió en respuesta.
—Nosotros, los demás dioses, tenemos energía limitada. En especial, Gyasi.
—Si, ser el amo del tiempo me cansa muy rápido.
Analicé la situación, pero había algo que no me encajaba del todo.
—Pero, yo no los veo a ustedes concentrados haciendo que las cosas ocurran. No entiendo como funciona.
Vicente se levantó del asiento y caminó un poco alrededor.
—¿Cómo lo explicara? Es un conjunto de instrucciones… No. Cada ser…
Veía como se confundía más con cada palabra que decía.
—Hagámoslo con un ejemplo, ¿te parece, Vicente?
—Está bien.
—¿Cómo fluyen los ríos?
Podía ver la cara de confusión en Vicente. Quizá jamás le habían hecho esa pregunta.
—¿Te concentras en ellos y mueves las partículas de agua? ¿O quizá la gravedad? ¿O piensas en la masa de agua como un todo y simplemente la rediriges?
—Espera, espera…
Larissa y Gyasi lo miraban atentamente. A ella se le formaba una sonrisa malvada.
—¿O es algo que solo ocurre y no tienes que hacer nada activamente?
—Ahora que lo dices…
—¿Cuál es tu intervención en el fluir de los ríos? ¿Qué tienes que hacer?
Vicente hizo una cara de seriedad absoluta.
—Pues, este mundo aun tiene leyes de la física, como en la Tierra, que funcionan tal cual. No necesito concentrarme en el flujo de los ríos, eso lo hace la gravedad misma y esas otras leyes que no sé. En realidad, si se forma una obstrucción en los caudales, o si es necesario mover tierra de un lado a otro, o formar surcos, o abrir un túnel en la montaña, eso si lo puedo hacer. Igual con los caudales subterráneos, debo estar pendiente de ellos para que el riego de las plantas sea idóneo.
Ya comenzaba a entender.
—Me mencionaste algo acerca del fuego…
—Si. Si es necesario crear fuego, tengo la habilidad de hacerlo.
—¿Y cómo lo haces?
Dejó salir un respiro profundo. Cerró sus ojos y frunció el ceño.
—La verdad es complicado de explicar. Yo me concentro en el lugar donde quiero crear la llama…
Mi mirada se posó en su cara. Los otros dos también le clavaron los ojos.
—Y es como un deseo. Como que deseo que se forme una llama en tal lugar, de este tamaño y esta intensidad. Y simplemente ocurre. Pero es algo que debe ser un verdadero deseo.
—¿Un verdadero deseo?
—Si… Si yo bromeo acerca del fuego, no ocurre, tengo que desearlo en mi corazón.
No comprendía muy bien. ¿Qué diferencia un deseo de un verdadero deseo?
—Veo la confusión en tu cara. Esto solo se aprende en la marcha, Angela.
—Haz un fuego.
—¿Qué?
—Si…
Me giré alrededor. La choza era altamente inflamable, siendo construida de madera y con telas por todos lados. A mis espaldas estaba la cocina, que ahora que la observaba era nada más que una mesa auxiliar para aquellos famosos tomos. Me levanté con un poco de dificultad y los apilé a un lado, dejando el hogar desocupado. Larissa se levantó por reacción.
—¿Qué haces?
—Haz un fuego en el fogón.
Larissa suspiró caminando hacia mi, mientras Vicente me cuestionaba con seriedad absoluta.
—No, no…
—¿Para qué?
—Quiero verlo.
—¿El fuego?
—Si. Haz un fuego, lo apagaremos después.
Gyasi me miraba sorprendido, sus ojos brillantes y sonrisa plena confirmando su emoción.
—Pero no hay combustible… Haré una llama que se apagará en nada.
—Me parece bien. Quiero verla.
—Muy bien.
Observé a Larissa con el rabillo del ojo, su mirada llena de pánico. Gyasi estaba columpiando sus piernas en la banca. Vicente frunció el ceño y miró fijamente la posición del fogón.
—No, no creo que sea buena idea, Vicente.
—Tranquila, Lar… Lo haré, me controlaré.
—Pero…
—¡Qué lo haga! ¡Qué lo haga!
Gyasi dejó salir su expectativa desbordada. Yo me mantuve en silencio. Vicente seguía observando el fogón con intensidad, y yo miraba su cara. De sus poros comenzaron a brotar unas pequeñas gotitas de sudor. Soltó la respiración.
—No puedo.
Larissa soltó también su aliento.
—Eh, pero… Vamos, hermano Vicente, ¡tú puedes!
—No puedo, me siento intimidado.
No pude aguantar más y solté una carcajada muy fuerte.
—¿De qué te ríes?
—¡Qué sabía que esto iba a pasar! Cualquier persona bajo este nivel de presión no seria capaz de hacer algo así. ¡Perdón!
Vicente me miraba con su ceño aún torcido. Yo seguía soltando cortas risitas, mis ojos un poco encharcados.
—¿Me estabas evaluando, Angela?
—¡No, no! Solo quería saber que era eso del “verdadero deseo”. Creo que lo entiendo ya. Gracias.
—Pero…
—No necesitas probarme nada ya. Gracias.
Mientras me giré para sentarme de nuevo, sentí un repentino calor proveniente del fogón y el inconfundible sonido de una llamarada. Gyasi se quedó con la boca abierta y yo me congelé de pie. Larissa brotó sus ojos y apretó sus puños.
—Y así puedo generar fuego.
—¡Vicente Martín!
Larissa se quería salir de sus ropas. La cara de Vicente permanecía seria. Me senté.
—Entiendo.
Por algunas horas más continuamos hablando. Larissa me invitó a que leyera los cuadernos que habían dejado nuestros antecesores y practicara un poco las actividades como diosa del aire. Vicente me podría enseñar acerca de ello, ya que él estaba cubriendo ambas responsabilidades. Gyasi se distrajo con su reloj, poniendo atención de vez en cuando. Me explicaron que esta cabaña es el cuarto personal de Larissa. Cada dios tiene su propio lugar que habita. Vicente vive en una caverna cercana, que ha sido modificada por cada uno de los dioses de la tierra a su gusto. Gyasi vive en una casa en uno de los más altos árboles y desde allá observa el firmamento. Hay otra choza de madera más allá de los árboles de frutos, que es la vivienda oficial de Masha, a pesar que no la usa. Y para el dios del aire, la tercera choza de la aldea, un poco más alejada. Allí habitaría yo.
Me contaron muchas anécdotas, acerca de diferentes dioses del pasado, acerca de la formación de la aldea, de las discusiones que a menudo tenían. En ningún momento tocamos nuestras historias, nuestras experiencias en la tierra, nuestras familias, nuestros amigos. Era como si hubieran sido un sueño pasajero, de esos que se olvidan cinco minutos después de despertar.
Y entre todo esto, el cielo por las ventanas se había tornado oscuro. Masha era muy buena diosa, con muy buen sentido del tiempo.
—No sé ustedes, pero yo tengo bastante sueño.
Vicente dijo esto mientras se rascaba los ojos. Pregunté algo que tenía en la cabeza desde que desperté.
—A todas estas… ¿Ustedes sienten hambre? Porque debo admitir… Ya sería hora de que tuviera ganas de comer algo.
Larissa sonrió y puso su mano sobre la mía.
—No te preocupes por ello. De eso me encargo yo.
Recordé la descripción que ella había dado de su trabajo. Velaba por nuestra salud y bienestar, eso significa… ¿Qué se encargaba de nuestra nutrición también?
—Eso es…
—Eso mismo. Si sientes sed, bebe el agua del río. Es muy fresca.
Gyasi ya cabeceaba. Larissa se levantó y habló con fuerza.
—¡Bueno mis queridos amigos! Otro día y una nueva amistad. ¡Gyasi!
Gyasi se despertó de golpe.
—¡Si, jefa!
—Cierre del día, por favor.
—¡Si, jefa! Día veinte de enero del año seiscientos veintiocho. Siendo ocho y cuarenta de la noche. ¡Vida!
—¡Presente!
Larissa respondió como si estuvieran llamando a asistencia. Hice una nota mental del dato.
—¡Tierra!
—Aquí estoy.
La pereza se consumía lentamente a Vicente. Su seriedad se comenzó a perder reemplazada por sueño.
—¡Cielo!
—Ausente, pero aún actuando.
Larissa respondió sin titubear. Aunque Masha no estaba entre nosotros, si el firmamento dio paso a la noche, era suficiente prueba que ella aún habitaba entre nosotros.
—¡Aire!
No sabía que hacer. ¿Era yo la diosa del aire? La mirada en expectativa de todos me lo confirmó. Sentí que era un paso muy grande el creerme este cuento. Gyasi repitió gritando un poco más fuerte.
—¡Aire!
—Presente.
Respondí con duda. El asentimiento en silencio de Larissa y Vicente la disiparon. Decidí que tenía que adicionar algo.
—Presente, con ayuda de Vicente por ahora. Gracias a todos por recibirme.
Gyasi se emocionó y comenzó a aplaudir. Larissa le siguió y Vicente un momento después. Hice una venia corta y sonreí.
—Y por último, ¡tiempo! Es decir, yo.
—Estamos todos. Gracias por todo hoy. Nos vemos mañana.
Así nos levantamos de la banca. Mis piernas aún se sentían un poco adormiladas, pero ya podía caminar sin cojear mucho. Gyasi, Vicente y yo atravesamos el umbral de la puerta, y cuando ya nos encontramos afuera, pude observar maravillada el exterior.
Si este era el trabajo de Masha, jamás había visto yo un cielo tan perfecto. Las estrellas brillaban con todo su fulgor, pedacitos de brillante derramados por todos lados, junto a una luna tan cercana que sentía que la podía abrazar. Era una verdadera maravilla. La brisa afuera revoloteaba las hojas de los árboles, el polvillo del suelo, el petricor de las piedras quemadas por el sol, haciendo llegar a mi olfato un cálido dulzor. Recordé al hada. Este era el aroma que había sentido de ella en mi última noche en vida.
—Vicente, ¿puedes venir un momento? Necesito discutir algo corto.
Vicente se giró. Larissa estaba en la puerta.
—Angela, yo te acompaño a tu nueva casa. Espérame un par de minutos.
Asentí. Quería absorber todo lo que podía ver a mi alrededor. Gyasi continuó caminando con lentitud, mientras Vicente regresaba a la casa de Larissa con rapidez y se internó cerrando la puerta a su espalda.
Los árboles parecían simples frutales, y aunque la oscuridad no me permitía saber de que eran, el olor me recordó a un pastel de manzana. El camino afuera estaba bien mantenido y demarcado, sin duda trabajo de Vicente.
—¡Hasta mañana, hermanita Angela!
—¿No nos vas a esperar?
—No, que Vicente te acompañe a casa. Mi árbol queda un poco lejos de acá. Nagaan buli.
—¿Perdón?
—Eso es “Buenas noches”, en el idioma que yo hablaba en la Tierra.
—Ah, entendido. Good night!
—Yeah!
Gyasi se fue andando por una ruta a un lado de los árboles. Lo seguí con mi mirada hasta que sentí que un foco se encendió en mi cabeza. Exclamé en voz alta.
—¿Y cómo demonios es que nos entendemos?
—Primero, ojo a las groserías.
Dejé salir un pequeño grito. Era Vicente.
—Segundo, ¿apenas te lo preguntas? Y tercero, no sabemos.
—¿Cómo que no sabemos?
—No, mira que nos entendemos sin problemas. Mi idioma en la Tierra era el español. El tuyo era…
—Inglés. ¿Y Larissa?
—Griego. Con esta mezcla de idiomas, es imposible que nos entendiéramos de alguna forma… Pero aún así lo hacemos. Vamos.
¿Sería posible que esto aplicara también para “el purgatorio”? ¿Me desgasté hablando con aquel chico, o quizá me entendía? Comenzamos a caminar con calma. Vicente se quedó callado, quizás esperando que hiciera alguna pregunta.
—Y aquella diosa, ¿Vicky? Aquella que Gyasi dijo que era muda.
—Ah, Vika. Ella era un caso especial. Según la historia escrita, era sordomuda. Ella estuvo acá hace unos ciento cincuenta años o más. No tenía forma de expresarse con los demás, excepto de forma escrita. Eso es algo que también no sabemos.
—¿El qué?
—Cuando escribimos, escribimos algo, pero no sabemos en que lenguaje. No es nuestro lenguaje nativo. Pero aún así nos entendemos. Recordamos nuestro lenguaje y lo podemos hablar, escuchar y entender, pero no lo podemos escribir.
—No entiendo.
—Yo menos, y eso que llevo muchos años terrestres acá.
Esa expresión me pareció un poco forzada, pero no pregunté acerca de ello. Continuamos caminando por la senda al lado de los árboles. Observé una casucha a mi izquierda, las luces de adentro estaban todas apagadas, haciéndola ver lúgubre y abandonada, a pesar que la luz de la luna la iluminaba con un tono azulado.
—Esta es la casa de Misha. Ya han pasado unos treinta o cuarenta años terrestres que no la ha usado.
No pude aguantar más.
—¿Años terrestres?
—Te explico mañana.
—¡Tengo tantas preguntas!
—Mañana. De verdad necesitas dormir, es tu primer día acá. Nosotros también tenemos preguntas, en especial una, que no nos has respondido.
Tragué saliva. Vicente exhaló.
—Sé que es una pregunta muy salida de lo normal, pero es algo importante. El sexo…
Su voz se quebró un poco. Aclaró su garganta y comenzó a hablar de una forma muy monótona.
—No es que ser dios obligue a tener un cuerpo puro, o que la virginidad signifique algo muy importante. Sin embargo, afecta notablemente los poderes.
Sentí que mis mejillas se calentaron un poco.
—¿En qué sentido?
—Hace que los poderes sean más indomables. Obliga a tener mucho más cuidado.
—¿Cuando se es virgen, o cuando no se es?
—Al ser virgen. Es como si las hormonas estuvieran activas todo el tiempo.
—¿Y si se tiene sexo en este mundo?
La pregunta salió disparada de mi boca. Vicente frenó en seco y me miró.
—¿Qué?
Ya no podía ocultar mi cara sonrojada. Él se notaba afectado.
—¡Perdón!
—No… No pasa nada. La verdad… Creo que no funciona.
—¿No funciona?
Aclaró su garganta de nuevo y continuó caminando.
—Según el registro escrito, parece que no funciona. Parece que el cuerpo una vez llega a este mundo es inmutable.
—Así que es imposible envejecer.
—Si, muestra de ello es Lar. ¿Quién creería que falleció en el siglo XIX?
—¿Y lo del hambre?
—Eso es diferente. El cuerpo aun así necesita una fuente de energía. Lar nos alimenta con sus poderes, no necesitamos comer. A veces si necesitamos saciar la sed, sobre todo cuando a alguien se le olvida poner nubes en el cielo y tenemos un verano muy fuerte.
Pensé en Masha. No era tan perfecta ella entonces, a pesar de la hermosura del firmamento.
—Lar… Larissa es una trabajadora incansable. Ella no duerme.
—¿Y entonces?
—No mentía yo cuando dije que ella pareciera que tuviese energía infinita.
Se giró a ver la casa de Larissa. Yo le seguí la mirada.
—Las luces permanecerán encendidas toda la noche. Ella no habrá dormido. Así es ella.
—¿Es algo de los dioses de la vida?
—No. Es algo de ella.
Continuamos caminando. Más adelante, encontramos otra choza, muy similar a la que habíamos pasado algunos minutos atrás.
—Hemos llegado. Permíteme.
Cerró los ojos un momento y apretó su mano derecha. Dos segundos después los abrió. Un par de antorchas se encendieron en la parte exterior.
—Bienvenida.
—¿Ese fue un verdadero deseo?
—Qué comes, qué adivinas. Usa el fuego para encender las lámparas de adentro. Las lamparas deben tener combustible aún.
—Gracias Vicente.
—Me retiro. Acomoda todo adentro a tu gusto. Si no necesitas algo o quieres cambiar o agregar algo, cuéntanos mañana. Debe estar todo como lo dejó Mikhail. No sé en que estado estará, en realidad. Nosotros no entramos sin invitación a la casa de los demás.
—No hay problema. Gracias de nuevo. Hasta mañana.
—Que descanses. Y bienvenida otra vez.
—Bye!
Caminé rápidamente. El clima se había tornado un poco frío, quizá por el viento. Los tablones de la escalera de entrada crujieron ante mi peso, la luz de las antorchas iluminando la fachada con su centelleante fulgor. Abrí la puerta lentamente. Con la poca luz que entraba por las ventanas dí un rápido repaso por la habitación.
A diferencia de la casa de Larissa, había una cama verdadera, sencilla pero perfectamente tendida. La misma cocina en el fondo, pero sin el desorden encima de ella. Una mesa pequeña con dos sillas. Una vela, un par de lámparas, un par de tazas y un cuaderno. Un armario, dos pares de zapatos sobre el suelo y una cajonera. Cerré la puerta. La cabaña tenía un olor muy característico, un aroma que jamás había experimentado hasta hoy, como el de una fruta que se prueba por primera vez.
Sentí que mis piernas cedieron. Me ardían. Me arrastré por una velluda alfombra y llegué como pude a la cama. No quería quitarme ninguna prenda. Mis ojos se cerraron y como una roca, caí dormida.
—¿Cómo te sientes?
—Muy cansada.
—Lo siento.
—No, no es tu culpa.
—¿Sientes que tomaste una mala decisión?
—Claro, desperdicié mi vida.
—De este lado se te extraña mucho.
—¡Cuánto daría por volver!
—¿Es una pregunta, o es un deseo?
—Es un deseo.
—Jajajaja, los milagros son reales.
—¿Milagros?
—Al final de cuentas… ¿Acaso no eres una diosa?
Abrí mis ojos. Estaba en un hospital. Al frente mío había una cama con alguien en ella y tres personas de pie, un chico de cierta edad, una mujer de mayor edad, y otra mujer que vestía una bata larga que le llegaba a las rodillas. El tiempo no parecía fluir en este lugar. Me acerqué a la cama.
Una joven mujer yacía en ella, sus cabellos color oro estaban regados encima de la almohada. Sus ojos apretados como si estuviera durmiendo en un sueño infinito, pero daban la sensación que ella fuera a despertar de repente. Un par de líneas asemejándose a ojeras se formaban en sus párpados. Su contorneado cuerpo estaba cubierto por una simple bata de hospital y una manta de color azul. Sus manos yacían por fuera de la manta, con una delgadez que se confundía con decrepitud. La cara que una vez era redonda y rozagante, ahora delgada y magra. Quise tocarla, acariciar aquellas ausentes mejillas, sentir el calor que de alguna forma aun pasaba por sus venas, pero era imposible. Al final de cuentas, era yo.
El chico era quien había sido mi novio, mi primer y único amante. Se le notaba más alto, más musculoso que la última vez que lo había visto, aunque con gafas más gruesas. Sus ojos mostraban que no había parado de llorar, sus ojeras pronunciadas e hinchadas. Su ceño mostraba preocupación.
La mujer era mi madre, aunque me costó creerlo. Parecía que se había avejentado diez años. Aquella piel lozana de la que ella se regodeaba con frecuencia ante sus amigas del trabajo, ahora daba el paso a unas gruesas y profundas arrugas. Su cabello negro y lacio parecía una maraña. Al igual que mi novio, parecía que había llorado continuamente. Sus ojos eran vidriosos y ausentes de brillo.
La otra mujer con la bata parecía una médica. No la reconocí, aunque en su ropaje aparecía cosido su nombre. Williams.
Quería abrazarlos, decirles que aún estaba aquí con ellos, aunque no me pudieran ver. Sin embargo, algo en mi me decía que no podía acercarme a ellos. Al fin de cuentas, el tiempo estaba detenido.
Respiré profundo, incapaz de derramar una lágrima. Sonreí, pues fue mi culpa que esta tragedia hubiera ocurrido. Cerré los ojos.
—¿Deseas volver?
—Si.
—¿A qué costo?
—No estoy segura.
—Ellos están manteniendo tu cuerpo vivo, a pesar que ya no estás allá.
—No entiendo. ¿Acaso no había muerto?
—Tú ya no estás allá.
—¿Y entonces por qué siguen manteniendo mi cuerpo vivo?
—Es su deseo.
—¿De?
—De verte de nuevo del otro lado. Recuérdalo, eres una diosa.
El sonido de un trueno hizo retumbar el suelo y las paredes. Desperté súbitamente. Me encontraba acurrucada sobre la cama como un gusano, completamente vestida. El techo seguía siendo poco familiar. ¿Qué demonios era ese sueño? ¿Y ese estruendo? La luz del sol comenzaba a colarse por las ventanas. El ambiente dentro de la choza era seco y un poco frío. El aroma frutal que había notado anoche había desaparecido. Me levanté despacio de la cama y miré alrededor de nuevo. Era tal y como lo había notado el día de ayer. Sea quien hubiese sido el tal Mikhail, era un sujeto muy ordenado o había dejado todo organizado en tanto sabía que debía irse.
Caminé hacia la mesa y observé el tomo depositado encima. La carátula era sencilla, como de papel reciclado. Lo tomé en mis manos y lo abrí.
Estimados nuevos dioses del aire. Bienvenido al valle de los dioses. Este tomo ha pasado de mano en mano por múltiples generaciones de encargados del aire. Es un secreto bien guardado, así que intenta que no lo descubran los demás dioses. Leelo con detenimiento. Cada uno de nosotros ha escrito detalles bastante interesantes aquí. Además, te invitamos a que escribas nuevas pistas, nuevos datos que creas que sean de nuestro interés. No sabemos si los demás dioses hacen algo así similar. Escribe lo que quieras compartir con tus futuros descendientes. Con mucho cariño, Aura, Diosa del aire.
—Que no lo descubran otros dioses… ¿En plena vista? Bien hecho, Mikhail.
Sonreí un poco. Me dirigí hacia la cocina. Estaba inmaculada, aunque un poco empolvada. Abrí el cajón de la lumbre, igualmente limpio. Puse el libro allí, cerré la compuerta y regresé a la sala. Las tazas estaban dispuestas una al frente de la otra, totalmente vacías. La vela parecía que no había sido usada antes.
Me dirigí al armario, también vacío. Abrí los cajones de la cómoda. Habían un par de cobijas bien dobladas en uno de ellos, además de un par de camisas masculinas cosidas a mano. En otro de los cajones había lo que parecía ropa interior femenina y masculina, además de unas medias, también hechas manualmente. Alguno de los dioses anteriores parecía haber sido habilidoso con la costura.
Sentí un poco de sed. Me dirigí a la cocina y tomé un jarro que había en ella. Me dirigí a la puerta y la abrí. El viento entró con fuerza, revoloteando mi cabello y las cortinas de la casa. Un aroma dulce, como a jugo de frutas llegó a mi nariz. No era el mismo que había sentido anoche, pero era bastante agradable. A lo lejos escuché el rumor del agua. Descendí las escaleras y caminé por la senda. Noté que el cielo estaba un poco nublado y el viento era frío. Perseguí el barullo del río hasta que llegué a él. Era un riachuelo no muy profundo, aunque tenía unos cinco metros de ancho. Metí el contenedor, lo llené con un agua que se sentía fría y fresca en mis dedos. Respiré profundamente. ¿Cuándo había sido la última vez que había sentido este frescor?
Me levanté, me quité los zapatos, las medias y el pantalón. No recordaba que me había puesto estas bragas. Eran unas bastante adultas, delicadas y con unos encajes muy bonitos. En algunas partes ligeramente transparentes se podían ver mis vellos. Recordé que mi madre me había regalado un conjunto, pues según ella ya era necesario que tuviera unas más elegantes. Me las puse porque quería verme especial cuando estuviera con mi novio, además porque nada más le quedaba bien a mi cuerpo que súbitamente había crecido.
Me metí al agua. El frío se esparció por la piel de mis piernas y me hizo temblar un poco. Tomé una bocanada de aire. El agua jugueteaba entre los dedos de mis pies, las piedras que pisaba formando extrañas estructuras debajo de ellos. Creía que había sentido un pececillo cruzar por mis pantorrillas. Intenté buscarlo, pero no lo encontré, a pesar que el agua fuera tan cristalina. Tomé un poco entre mis manos y la sorbí. Era ligeramente dulce y tan fría que congeló mis dientes. Era deliciosa. Me agaché un poco más y tomé otra manotada. Mi seca garganta la recibió con agradecimiento.
A mis espaldas, escuché un tosido. Era Vicente, quien me estaba dando la espalda.
—Buenos días, Angela. Espero que estés disfrutando del agua.
—Hola Vicente, buenos días. ¡Si, está muy fresca, me encanta!
—Qué bien. Vine por ti para comenzar tu entrenamiento, pero toma el tiempo que quieras.
Su voz estaba tensa, un poco mecánica.
—No, no, ya voy.
—Si…
Un trémolo extraño llegó a mis oídos.
—No olvides de vestirte, por favor.
Miré mi ropa desperdigada en la orilla. Entendí la razón de su preocupación. No pude evitar soltar una risa.
—¡Vicente! Estoy en ropa interior, ¿cuál es el misterio? Acaso en tus años no…
—¡En mi época esto sería inadmisible!
Comencé a caminar hacia la vera.
—Lo dices como si fuera un pecado.
—No, no es un pecado, es solo mínima decencia.
—Se llama curiosidad lo que sientes, Vicente, y es algo muy sano.
Me puse el pantalón, subí la cremallera pero no me lo abotoné. Embutí las medias en las zapatillas y las cargué en mi mano. Estando descalza, podría sentir los pequeños granos de tierra entre mis dedos. Era algo que no sentía desde hace mucho tiempo.
—Ya te puedes girar a verme.
Se tornó, su cara estaba un poco roja, su boca apretada como guardando un secreto. Se le veía apenado.
—Esto explica algo que me temía desde ayer.
—¿El qué?
—Vicente, eres virgen, ¿no?
Exhaló con fuerza por su nariz, haciendo un ronquido un poco innatural.
—¡Esto lo explica todo también para mi!
Su reacción me causó gracia. Sonreí.
—No saltes a conclusiones. La época de la que yo vengo es muy diferente a tu época. Ya no existen más misterios.
Se quedó callado. Comencé a caminar en dirección a la casa de Larissa. El suelo se sentía delicioso, las piedrecillas acariciando mis dedos, el calor que emanaba calentando mi piel del frío del agua. Por alguna razón, el viento comenzó a fluir con fuerza. Me giré hacia Vicente, quien aún estaba en su posición, sin saber como reaccionar.
—Vamos. ¿Acaso no querías enseñarme algo?
Su cara estaba congelada, sus ojos bien abiertos.
Continué caminando por la vera del riachuelo, camino a la casa de Larissa. Varios pasos atrás, Vicente me observaba. Desde ese momento intentaría desentrañar el misterio de mi capacidad como deidad, y de nuevo, la razón de yo estar en este lugar.
«El club de los dioses» (parte 1)
Esta historia fue originalmente publicada el 14 de enero de 2.021, después de mis vacaciones de las festividades.
—Pero ahora me pregunto, tú, ¿en qué gastaste tu único deseo?
Todo se tornó oscuro en aquel momento. Mi pecho dejó de latir, mis pulmones dejaron de llenarse. Aquel chico que pacientemente escuchó mi historia durante mis últimos minutos de vida, desapareció en el negro vacío de aquel lugar.
—Angela…
La voz de mi novio me llamaba.
—Angela…
La voz de mi madre me llamaba.
—Angela…
La voz de mi padre me llamaba.
Mis labios se pusieron fríos, mis dedos helados. ¿Así que esto se siente la verdadera muerte? ¡Qué tonta fui! Desperdicié mi vida por una decisión estúpida. No había marcha atrás.
¿Fui feliz? Quizá un poco, justo en los últimos días. ¡Qué tonta fui!
Quería llorar, ¿pero qué iba a lograr con ello? ¿Podía llorar, ahora que estaba muerta? ¿A dónde irían mis lágrimas?
¡Demonios! ¡Qué tonta fui!
—Y si que lo fuiste…
—Sin duda alguna.
Escuché una extraña carcajada surgiendo de mi alrededor. La voz era ligeramente ruda y tosca, incluso, parecía enojada.
—Despierta, perezosa. Despierta y… ¿Estás llorando?
Abrí mis ojos súbitamente. ¿Estaba muerta? Estaba…
—¿Estaba muerta?
La chica que tenía en mi frente se moría de la risa, soltando unas carcajadas terribles.
—Ay, caray, no me podría cansar de ver esto.
Su tez me era desconocida. Su cabello rojizo y notables pecas contrastaban con el blanco, casi rojo, tono de su piel. Vestía una especie de mono con cargaderas de mezclilla azul. Hasta pude haber jurado que en vida tuve uno así. ¿En vida? ¿Era esto la otra vida?
Detrás de la chica, una sencilla estructura de madera se extendía a todos lados, como una pequeña casita. La luz era muy tenue, pero al menos había luz. Quise levantarme, pero mi cuerpo me lo prohibió, se sentía como un lastre.
—Uy, espera, espera.
La chica me extendió la mano. Intenté tomarla, pero mis brazos no reaccionaban.
—No, no, ¿sabes qué? Quédate quieta un rato, cierra los ojos y respira profundo.
Así hice. La extraña pesadez de mis brazos se fue yendo y lentamente el frío de mis dedos y de mis labios fue desapareciendo. Una vez me sentí con calor abrí mis ojos.
—¿No quieres toser?
Se me hizo muy extraña su pregunta.
—No, no particularmente.
—¿Y tu boca? ¿Tienes sed?
La examiné con mi lengua. Estaba increíblemente seca, como si hubiera comido muchos fritos salados, pero no estaba sedienta.
—No creo.
Ella me volvió a extender la mano.
—Soy Larissa.
Me aferré a su mano con la poca fuerza que aun tenía.
—Soy Angela. Mucho gusto.
—El gusto es mío.
Con fuerza, Larissa me irguió hasta quedar sentada. Definitivamente, estaba en una especie de choza de madera, con unos ventanales muy sencillos y una puerta del mismo material. Una especie de telas cubrían los cristales. El piso también era de la misma textura aunque se veía un poco desgastado por el uso. En una de las esquinas de dicho lugar había una especie de silla. Estaba sobre un colchón un poco tosco, unos centímetros por encima del piso. El sol que entraba por las ventanas era parecido al de las cinco de la tarde.
Como un rayo vino a mi el recuerdo del último día, de mi primera vez con mi novio. Extrañamente, a pesar que creía que había pasado poco tiempo desde mi muerte, no sentía ningún dolor en mis entrañas. Al recordarlo, me toqué el vientre por encima de mi ropa. Efectivamente, ya no sentía nada.
Mi ropa, era exactamente la misma que había vestido el día de mi muerte, una camiseta de unos colores como arco iris teñidos que me quedaba larga antes del crecimiento de mi último día y que ahora me quedaba perfecta, un pantalón corto que también ya me había quedado muy apretado sobre todo en mis caderas, unas medias cortas negras con blanco y unas zapatillas planas de color verde, mis favoritas.
—Imagino que tendrás muchísimas preguntas, Angela. Pero por ahora confirmemos un par de datos, ¿tú tienes quince años?
—No, tengo cator…
Recordé mi ultimo deseo. De nuevo vino a mi mente el hecho que crecí lo de un año en un día, recordé el doloroso sexo con mi novio y recordé a mi madre, durmiendo plácidamente en el sofá.
—Si. Tengo quince años.
—Entonces es lo usual. Nada raro.
Larissa tomó una bocanada de aire y cerró sus ojos.
—No podré responderte todas tus preguntas, pero lo intentaré… Porque para nosotros es también un desconocido lo que ha pasado. Bienvenida al valle de los dioses.
—¿El qué?
—Ese nombre ya lo tenía este lugar, es algo que ha pasado de boca en boca, generación en generación de dioses, uno detrás del otro.
—¿Dioses dices?
—Si. A ver, aclaremos las cosas. Tu conociste a los seis o siete años una criatura alada…
—¡Si! Un hada, a los siete. Ese hada me hizo la vida impos…
—Y le pediste un deseo.
Me pareció un poco rudo que me cortara la anécdota, pero lo ignoré.
—Si, le pedí un deseo en el último año.
—¿Justo antes de cumplir los quince?
—No, a los catorce. Deseé…
Larissa puso su delgado dedo en mis labios.
—No, no, no me digas que deseaste. Es una regla que tenemos acá. No indagamos mucho de nuestras vidas pasadas ni de nuestros deseos. Solo compartimos información que nos permita saber que demonios quieren esas hadas.
Larissa se mandó la mano a la barbilla.
—Así que catorce años. Angela… ¿En qué año falleciste?
—Mil novecientos ochenta y siete.
—¡PUF!
Esto no parecía una sesión de preguntas y respuestas, más bien era una inquisición. No había podido preguntar nada aun. Larissa tosió un poco.
—Mil novecientos ochenta y siete, ¡por Cristo!
Su expresión se me hizo muy extraña.
—¡Mil novecientos ochenta y siete!
Se levantó de su posición postrada y comenzó a caminar alrededor.
—¡Mil… Novecientos… Ochenta… Y siete!
—¿Pasa algo?
Larissa se giró a verme… Sus ojos estaban desorbitados.
—¿Qué si pasa algo? Esto es gigante.
Miré los pies de Larissa, tenía puestas unas alpargatas de yute. Noté la camisa de color blanco que vestía debajo de su overol. Parecía cosida a mano. Ella siguió dando vueltas dentro de la casa, como un tigre enjaulado. Unos segundos después, se lanzó como un resorte contra la puerta. La abrió con rapidez, dejando entrar el viento y la luz rojiza del sol del crepúsculo, y con ella un extraño aroma a tierra húmeda. Recordé el olor que tenía el hada cuando se acercó a mi nariz antes de yo morir. Salió como galopando fuera de la puerta y unos segundos después escuché un par de alaridos.
—¡Gyasi! ¡Gyasi! ¿Estás por ahí?
Yo estaba estupefacta. ¿Qué demonios estaba pasando? En vez de disminuir mis preguntas, ahora incrementaban con rapidez. Intenté incorporarme, sobando con fuerza mis piernas. Poco a poco recuperaba la movilidad.
—¿Dónde se habrá metido?
La voz de Larissa retumbaba en aquella casa.
—¡Vicente! ¡Ven!
—Lar, ¿qué pasó?
La voz de un chico le respondía, un tono claro y sereno. Intenté pararme, pero mis piernas se sentían como si no existieran. Me puse a gatas y avancé con lentitud hacia la puerta. Mis caderas no respondían tampoco, incluso las sentía acalambradas.
—Estoy buscando a Gyasi, ¿lo has visto?
—No desde la hora de la comida. ¿Por?
—Ya despertó la nueva.
—¡Oh! ¿Y?
—Viene de mil novecientos ochenta y siete.
—¿Qué? ¡Quiero verle!
Ya había llegado a la puerta y afuera podía observar una especie de bosque, un poco de nubes en el cielo y el viento fresco en mi cara. Veía dos sombras que se acercaban.
—Oh, ¡ya te puedes mover! ¡Qué rápido te recuperas!
Observé al chico al lado de Larissa. Era alto, ligeramente fornido, con un cabello impecable, bien peinado hacia atrás y negro como el azabache. Vestía un extraño conjunto que me recordó a una vieja película que había visto cuando era más chica. Era muy elegante y estilizado.
—Mucho gusto, soy Vicente Martín Agudelo.
El chico me extendió la mano. Me senté en las piernas y extendí mi brazo para darle un firme apretón.
—Un gusto, Angela… Angela…
Un momento… ¿Cuál era mi apellido? Escarbé en mi memoria pero no lo hallaba. Cada vez que lo intentaba arrastrar de mis recuerdos, era como si agarrara humo. Una letra ce aparecía y se desvanecía. Una efe. Una te. No sabía que estaba ocurriendo. Agaché mi cabeza y miré al suelo. ¿Cuál era mi apellido? No. No estaba en algún lugar. No existía. Sentí que iba a llorar. Larissa se arrodilló a mi lado y me puso la mano en el hombro.
—Cálmate, cálmate. Solo hace minutos que te despertaste. Es normal no recordarlo todo, al fin, hasta hace unos minutos estabas casi muerta.
Se giró a ver a Vicente. Yo le seguí la mirada.
—Ayúdame a levantarla, vamos a sentarla en la banca.
Larissa me tomó de un brazo y Vicente del otro, poniéndome de pie con su ayuda. Él era definitivamente fornido, pues me levantó con facilidad. Ella en cambio cojeaba un poco y se le notaba el esfuerzo. Me llevaron a la silla y pude observar el otro lado de la choza. Era un espacio bastante sencillo. La cama, si se podía llamar así, era una especie de colchón tirado en el suelo con una o dos mantas encima. Más allá, una especie de mesa de madera con dos bancas largas y detrás de esta, una pequeña cocina.
—Así que mil novecientos ochenta y siete… ¡Uf!
—No entiendo porque es tan sorprendente… ¿Por qué lo siguen repitiendo? ¡Una y otra y otra y otra vez!
Mis palabras salieron golpeadas. Me tenían enojada con tanta repetición. Larissa habló primero.
—Yo morí en mil ochocientos treinta y siete.
—Y yo en mil novecientos doce.
Esos números no cabían en mi cabeza… Eso significaba que ella había fallecido unos ciento treinta años antes de mi nacimiento, pero a mis ojos era exactamente igual que una quinceañera cualquiera de mi ciudad, aunque con una ropa muy campesina. Vicente parecía mayor, pero una vez lo analicé de pies a cabeza, se me hizo como uno de esos chicos aficionados del deporte que se mofaban de mis amigos, los miembros del club de computación de la escuela.
—Jajaja, pareces que se te hubiera aparecido un fantasma, deja de abrir la boca.
Me sonrojé. Ella se arrodilló a un lado de la silla donde yo estaba. Vicente se hizo a su lado.
—Perdón, pero me parece increíble lo que dicen. ¿Así que tu eres la mayor?
—La mayor, no, ¡en absoluto!
Su cara se tornó muy seria y miró a un lado.
—Bueno, podrías decir que si. Ahora, ya soy la mayor.
Vicente se acercó a Larissa y le puso la mano en el hombro, acariciándole. Se hizo un silencio absoluto, solo interrumpido por el sonido de las hojas de los árboles afuera. Me sentí pesada, como si hubiera tocado un tema que no debía.
Como llamado por la pesadumbre, unos pasos fuertes se escucharon provenientes de afuera de la cabaña. Levanté mi cabeza para mirar por la ventana y por la puerta ingresó corriendo un chico moreno, de estatura baja, cabello extremamente rizado y ojos brillantes. Vestía una camisa roja que le quedaba un poco grande, un pantalón color café claro y unos zapatos negros brillantes y pulidos.
—¡Jefa, jefa! ¿Me llamaste?
Al entrar y verme se detuvo enseguida, como un ciervo sorprendido por las luces de un automóvil.
—Perdón.
Larissa se levantó y aclaró su garganta.
—Gyasi, ¿qué pasó? Te estuve llamando a gritos hace un rato. Te presento a Angela.
Él se acercó lentamente y me miró a los ojos. Sentí como si me fuera a absorber con su penetrante y brillante mirada. Me intimidé y miré a un lado.
—¿Ella es la nueva diosa del aire?
Larissa se acercó a Gyasi y agitó las manos como pidiéndole silencio y comenzó a reírse de una manera muy artificial. Yo finalmente reaccioné a sus palabras y miré al chico. ¿Diosa del aire?
—Jajajaja, después hablamos de eso. Angela apenas se despertó.
Me levanté del asiento sin pensar.
—No, no, ¿qué es ese tema de diosa del aire?
Vicente ya tenía los brazos listos para agarrarme en caso que me cayera. Afortunadamente mis piernas resistieron.
—Ángela, es un tema un poco complicado, ya te lo explicaremos después.
—¡Yo soy el dios y amo del tiempo!
El niño sacó pecho, sustrajo un dorado reloj de bolsillo de su pantalón, abrió la tapa y me lo estiró para que yo lo viera.
—¡Gyasi!
Larissa parecía un poco enojada. No le presté atención y decidí aprovechar.
—¿Ah, si? ¿Y cuáles son tus poderes?
A Gyasi le brillaban los ojos, mientras Vicente comenzaba a reírse un poco. Ya había retirado los brazos al ver que podía sostenerme por mi misma. Larissa se puso un poco roja.
—¡No! ¡No! Silencio, no vamos a hablar de esto. ¡Gyasi, silencio! ¡Angela, sentada!
Su reacción me tomó por sorpresa, así que me dejé caer en la silla y solté una carcajada.
—Lar, cálmate. ¿Si tú estuvieras en los zapatos de Angela no estarías igual?
Larissa miró a Vicente con dagas en sus ojos.
—Cuando yo me desperté…
Noté que la voz le temblaba un poco.
—¡Yo entendí todo con facilidad! ¡Jajajaja!
Su risa fue de nuevo tan artificial, que no pude ocultar mi risa mucho más.
—Vamos al comedor… Hablaremos.
Los cuatro nos dirigimos a la mesa con sus largas bancas. Larissa se hizo en una de las puntas de las bancas, Vicente a su lado, Gyasi se hizo en la banca del frente y yo me senté a su lado. Aun caminaba con dificultad, cojeando un poco. Por fin sentía el calor surgir en mis músculos. Larissa se aclaró de nuevo la garganta y puso sus codos sobre la mesa, mostrando una inusual seriedad.
—Una última pregunta antes de comenzar…
—¿Sí?
—¿Cuándo moriste…
Se sonrojó un poco.
—Tú…
—¿Sí?
—Vicente, ayúdame.
El chico respiró profundo.
—Larissa quiere saber si tu eres virgen, si tuviste relaciones sexuales, o si fuiste violada en vida.
La pregunta me sacó de contexto.
—¡Qué!
—Lo sentimos si es una pregunta muy personal, pero es muy importante. No nos tienes que dar detalles, un si o un no son suficientes.
Me comencé a preocupar. Respiré profundo.
—A las hadas no les importa nada.
Larissa lo miró y lo agarró del brazo.
—Lar, sé que me estoy adelantando, pero es necesario. Hasta dónde sabemos, las hadas no requieren de nada especial para capturar a sus nuevos dioses. No importa si han sido maltratados, son lisiados o tienen la piel azul o como sea. Ellos solo necesitan su energía vital para sobrevivir y capturar a alguien más. Después hablaremos de esa difícil pregunta, es un caso especial del que necesitamos saber.
Entendí lo que me dijo, aunque me enojó un poco las palabras que usó.
—¿Tu recuerdas tu periodo en el “purgatorio”? ¿Ese espacio oscuro y vacío?
Cerré los ojos y lo recordé de inmediato.
—Claro.
—Se que sigo adelantándome, pero debo continuar. ¿Cuánto tiempo crees que pasaste en aquel lugar?
Continué con mis ojos cerrados. Me fue imposible estimar cuánto tiempo estuve flotando en aquel vacío. Solo recuerdo que en cierto punto mi mente se puso en blanco, hasta que aquel chico apareció. Abrí los ojos y le miré directamente.
—No tengo ni idea… Solo recuerdo que vi a alguien justo antes que todo se pusiera oscuro.
Vicente se giró a ver a Larissa, ambos compartían una cara de preocupación.
—¿Viste a alguien?
—Si, vi a alguien, era un chico delgado, de tez un poco más clara que Gyasi y cabello lacio y negro.
Vicente se levantó de la banca y se inclinó hacia mi. Larissa se levantó con rapidez, tomó un libro y una especie de pluma de escritura que estaba en la cocina, lo abrió en una página vacía y comenzó a escribir.
—Espera, espera, describe todos los detalles. ¿Al cuánto tiempo más o menos apareció esta persona?
De nuevo cerré los ojos, tratando de imaginar la situación. No era fácil cuantificar el tiempo en aquel lugar.
—No estoy segura, pero lo que sé es que fue unos minutos o máximo una hora antes del momento en que fallecí. ¿Me hago entender?
Larissa estaba furiosamente escribiendo.
—Si, ¿recuerdas la apariencia del chico?
—Como les decía, piel morena, más clara que Gyasi, cabello negro y lacio, delgado, camisa a cuadros y… ¿Pantalón oscuro?
No lo podía recordar con certeza.
—¿Te dijo el nombre?
—No, no lo recuerdo. Su voz era… Momento…
¿Había dicho algo aquel chico?
—De hecho, no recuerdo que haya hablado.
Gyasi se levantó y se paró en la banca.
—Quizás es como Vika, una de las anteriores diosas de la vida, quien no podía hablar. Era muda.
—¿Diosa de la vida?
—Está bien, perdón por el desorden. Creo que es hora de que te digamos lo que sabemos, con base en lo que han dejado nuestros antecesores y nuestras propias experiencias.
Vicente finalmente se sentó, Gyasi hizo lo mismo y Larissa ya había dejado de escribir.
—Una vez pedimos un deseo y llegan las veinticuatro horas del día siguiente a nuestro cumpleaños, creemos que estas criaturas se llevan nuestro alma y la separan del cuerpo, y nos dejan, a imagen y semejanza de nuestra apariencia cuando morimos, en ese lago de oscuridad. Mientras estamos allí, aquellas criaturas consumen nuestra energía vital. El nombre de “purgatorio” fue inventado por uno de nuestros antecesores para definir aquel lugar oscuro y solitario en el cual divagamos los que fuimos seleccionados por las hadas y quienes pedimos el deseo. Ellas usan nuestra energía vital como alimento, como algo que les permite vivir. Algunos sienten que allí pasan solo un día, otros sienten que es una eternidad.
Asentí. Gyasi estaba extasiado por la narración de Vicente.
—Nadie según los registros, excepto tú, ha tenido la experiencia de ver a alguien más en el purgatorio. Simplemente el tiempo corre y eventualmente despertamos aquí, sobre la tierra. Así que tu experiencia es algo nuevo.
Vicente se levantó y se hizo detrás de Larissa, poniendo sus manos en los hombros de ella.
—Sin embargo, como has de saber o imaginar, las criaturas aquellas que tú llamas hadas, no nos pueden hacer daño ni nos pueden matar. Es una regla intrínseca. Solo absorben nuestra vida lentamente, como una especie de energía de uso rápido, como si fuésemos una batería. ¿En la tierra de mil novecientos ochenta aún hay baterías?
—Si.
—Está bien, me puedes entender. Una vez la energía se nos agota, nos dejan ir y todos sin exclusión llegamos a este lugar, que es, en toda su forma, el mundo de las criaturas.
—¿Es este el mundo de las hadas?
—Si, aunque nunca les hemos visto, supongo que están ocupadas reclutando a su próximo dios.
—“Tu cuerpo quedará acá. Morirás para el mundo humano. Pero vivirás en nuestro mundo, nos darás vida, podrás crear un mundo donde el único límite es lo que imagines.”
—¿Qué es eso?
—Fue algo que el hada aquella me dijo justo la última vez que la vi.
Larissa volvió a escribir.
—No contradice lo que ya sabemos.
—Pero adiciona un par de detalles interesantes. Tú escribe lo que creas que es interesante, ¿te parece Lar?
Ella asintió y acercó su cabeza al brazo de Vicente, como un gato sobándose contra la pierna del ser humano con el que habita.
—Continuemos.
Vicente se retiró de la espalda de Larissa, acariciando su cabello, para sentarse de nuevo en la banca.
—Una vez la batería se agota, llegamos aquí. Nuestros antecesores escribieron una serie de normas sobre como debemos actuar o que roles debemos tomar. No las hemos cambiado mucho desde ese entonces. Hay varios tomos que están escritos, el que Larissa tiene en manos es el más reciente y lo estamos escribiendo entre todos.
Vicente estiró su mano y dejó su índice apuntando hacia arriba.
—Primero. Debemos convivir en armonía. No importa si se es pequeño, grande, hombre, mujer, o que problemas o defectos tenemos, somos iguales. Cada uno tiene la misma capacidad de transformar, crear y destruir en este mundo. Es una ley de igualdad.
Asentí. Vicente continuó contando con sus dedos.
—Segundo. Hay dos salidas de este mundo. Una se encuentra siguiendo al sol. La otra es siendo expulsado por los demás dioses. ¿Qué hay más allá al seguir al sol? No tenemos idea, nadie ha regresado. Además, la regla de expulsión solo ha sido usada tres veces en la historia escrita y no parecieron eventos muy alegres. Aparentemente, al salir de esa manera se desvanece en un halo de luz, sin más preámbulos. ¿Qué sigue después de la expulsión? Ni idea.
Vicente me miró como esperando una afirmación. Yo estaba prestando toda la atención posible.
—Tercero. Solo hay una razón para obligar la salida de un dios, y es cuando alguien nuevo llega. Solo pueden haber cinco dioses en este lugar.
—¿Cinco?
—Así es.
—Pero solo somos cuatro aquí.
—Lo sé. De eso te hablaré después. Por ahora seguiré con la regla cuatro. Aunque todos los dioses tenemos las mismas capacidades, para evitar discusiones y choques se han definido cinco dioses cada uno con un rol especial. Debe haber un dios de la tierra, un dios del cielo, un dios del aire, un dios del tiempo y un dios de la vida. El dios de la vida es especial, pues también se encarga del bienestar de los demás dioses, al ser nosotros mismos seres vivos.
—¡Yo soy el dios y amo del tiempo!
Gyasi nos sacó de nuestra concentración.
—Así es, Lar es la diosa de la vida y yo soy el dios de la tierra. Cada uno tiene su especialidad.
—Entendido. ¿Pero…?
—Ya sé que vas a preguntar. Si somos solo cinco, ¿cómo se escoge quien ha de salir?
Esa no era mi pregunta.
—Regla número cinco, cuando un nuevo dios llega, el dios de mayor edad ha de retirarse por su propia voluntad siguiendo al sol, al menos que otro dios haya sido expulsado, en cuyo caso uno de los remanentes debe tomar la responsabilidad de lo abandonado, hasta que un dios nuevo llegue.
—Eso significa que…
—Yo, en teoría, soy la próxima en irse.
Larissa me interrumpió confirmando mis sospechas.
—En tanto llegue un nuevo dios, claro está.
—Hay una excepción a la regla, y es si alguien quiere irse por su propia cuenta. Ya nos ha pasado varias veces.
Suspiré profundamente. Las reglas no parecían complejas, pero eran muy rígidas. No parecían creadas por un grupo de quinceañeros con síndrome de pubertad.
—Ahora, acerca de nuestro quinto dios. En este momento no habita con nosotros en esta villa. Debido a una serie de malos entendidos de los cuales alguien aquí presente es culpable…
Larissa se puso un poco roja y aclaró su garganta como quien se atasca con una galleta seca sin haber tomado líquido.
—Nuestra quinta diosa, Masha, se ha exiliado ella sola, no sabemos dónde. Ella es la diosa del cielo, encargada de los amaneceres, anocheceres, las estrellas, las nubes y la lluvia. Sabemos que aún está entre nosotros porque todos los días nos lo recuerda. Ya te darás cuenta por ti misma. Gyasi, adelante.
Gyasi se volvió a parar sobre la banca. Parecía un muñeco de cuerda con cientos de metros de longitud, una bola de energía contenida en un paquete pequeño.
—Soy Gyasi Afwerki. Quince años. Vengo de Etiopía. ¡Soy el dios y amo del tiempo! Me encargo de llevar la cuenta de las horas y los días, y trabajo junto con mi hermana Masha, la diosa del cielo, para mantener los días sincronizados. Si es necesario, detengo el flujo del tiempo con la ayuda de los demás. Tengo este reloj…
Volvió a enseñarme el reloj, abriendo la tapa con un botón. Lo observé con detalle y noté que no tenía manecillas, sin embargo parecía andar normalmente pues a través de las pequeñas ventanillas podía observar los resortes internos, quienes se movían con normalidad. Aguzando el oído noté que tintineaba como usualmente lo haría.
—Es un artefacto legado de nuestros antecesores. Con este se lleva el conteo del tiempo. Solo yo puedo ver las manecillas.
—¡Wow!
Exclamé sin pensarlo. Estaba maravillada.
—Sigo yo. Soy Vicente Agudelo, dios de la tierra. Me encargo de mantener el flujo y limpieza de las aguas, del riego de las plantas y de mantener la superficie siempre lista y ordenada para la siembra, además de proteger la villa usando las montañas alrededor. Además de ello me encargo de la generación de fuego. Y por último, Lar.
Larissa suspiró con fuerza, levantándose del asiento.
—Larissa Florakis. Diosa de la vida. El peor trabajo de todos. Debo estar pendiente de cada uno de nosotros, de nuestra salud y bienestar, además de cada diminuta planta e insecto, hasta los más altos árboles que nos rodean y los contados animales que habitan aquí. Me encargo de mantener las condiciones para la vida en este lugar. No descanso, pero así mismo no me canso. Tengo tanta energía vital que siento que es ridículo. De lo único vivo que no me encargo es de las criaturas aquellas. Ellas están fuera de mi control y jurisdicción.
—Entendido.
Ya con cada rol entendido, era hora de preguntar por el mío. Vicente notó mi duda en la cara y se adelantó.
—Tu antecesor, Mikhail, fue nuestro dios del aire. Él se fue alrededor de… ¿Cuántos días, Gyasi?
Él miró su reloj por un par de segundos y respondió sin titubear.
—Doce días, dos horas y cuarenta y tres minutos.
—Se fue siguiendo el camino del sol. Era nuestro dios más longevo.
Larissa suspiró.
—Todavía lo extraño.
—Todos lo extrañamos, pero creo que Angela puede lograr ser una digna sucesora de él. Los dioses del aire se encargan del flujo del aire, la pureza de lo que respiramos y lo que llega a las plantas, de mover las nubes alrededor y llevar agua lluvia a los lugares donde se necesita, además de agitar las hojas y el prado. Es literalmente la conexión entre el cielo y la tierra.
—Entiendo… Pero… No sé como usar los poderes.
Todos se giraron a verme y se largaron a reír. Larissa respondió entre carcajadas.
—Pues, ¡bienvenida al club, Angela!
—¿Gracias?
Aunque creía que había muerto, me fue otorgada nueva vida. Ahora, ¿cuál es el objetivo de esta nueva vida?
«Jugando con fuego» (parte 2)
Ella y Arthur estaban aún en el mismo lugar, inseguros de caminar más allá. La temperatura no era muy alta, pero quien sabe por cuánto tiempo seguiría de esta manera. Ella reaccionó.
—Amor, debemos buscar un lugar donde refugiarnos.
Él también despertó de su estupor.
—Claro que si, claro que si.
—No sabemos si hay criaturas peligrosas en este lugar o cómo regresar a casa. Ni siquiera sabemos si las plantas acá se pueden comer.
Miró su reloj. Seguía congelado a las siete y treinta de la mañana. Encorvó sus cejas.
—Amor, ¿puedes mirar tu reloj? ¿Qué hora es?
Su esposo se había comprado un reloj de pulso bastante ostentoso hace algunos meses, un cronógrafo suizo que le había costado cuatro o cinco cifras. Giró su muñeca.
—Préstame luz, no puedo ver bien.
Ella sacó su teléfono del bolsillo sin pensar, encendió la pantalla, comprobando que rezaba la misma hora y lo acercó al brazo de su esposo. Ambos leyeron la cara del aparato.
—Son las siete y treinta también.
Sus ojos se abrieron de inmediato. Inclinó su cabeza para ver el reloj y verificó que las manecillas no se movían, el cronógrafo no hacía su acostumbrado tintineo. Se sostuvo la frente con la mano y suspiró fuertemente. Sentía como un leve dolor de cabeza se adueñaba de sus pensamientos.
—¿Cuánto tiempo llevamos en este lugar? Seguramente más de un minuto. Es como si el tiempo…
—Se hubiera detenido.
Él completó su frase. Ella asintió, pero en menos de un segundo, apuntó con su dedo índice y su brazo extendido hacia el horizonte, como tratando de enseñarle una estrella lejana. Arthur ya la conocía, esa postura siempre la hacía cuando tenía dudas.
—Pero… Si el tiempo se hubiese detenido, ¿cómo fluye la sangre por nuestras venas? ¿Cómo podemos ver o respirar? O, ¿cómo se encendió la pantalla de mi reloj o de mi teléfono?
Arthur se encogió de brazos y abrazó a su esposa. Yelena estaba estupefacta, su mente tratando de entender lo que estaba pasando. Ni siquiera con todo su entrenamiento científico podía desentrañar la lógica detrás de estos sucesos. En tanto se separaron, ella miró de nuevo su teléfono. La pantalla se encendía normalmente, el reloj en ella mostraba la misma hora, sin señal de celular disponible. Abrió la cámara e intentó utilizarla. Aunque usó flash, la toma quedó totalmente oscura, llena de penumbras.
Mientras tanto, él seguía explorando alrededor con su visión, intentando acostumbrarse a la oscuridad. La topografía del lugar era muy sencilla, una planicie hacia un lado, un conjunto de lo que parecían árboles hacia el otro y directamente a un costado dos pequeñas colinas, no muy escarpadas. Yelena continuaba tomando fotografías, pero todas quedaban oscuras, sin importar a dónde apuntara, al frente, al suelo o cuando se tomó una selfi. Él la sacó de sus elucubraciones tocándola en su hombro.
—Amor, creo que lo más lógico por ahora es que subamos a una de aquellas colinas.
—Está bien.
—Así podemos dar un buen vistazo a lo que nos rodea. Quizás hasta hallemos una cueva para protegernos o algo por ese estilo. Vamos.
Ella continuaba manipulando su dispositivo. Cuando él se tornó a caminar en dicho sentido, ella se incorporó y le agarró el brazo con una de sus manos, mientras con la otra sostenía fuertemente el teléfono para que no se cayera. Inadvertidamente, presionó algo en la pantalla, a lo que e teléfono emitió un corto pitido. Ascendieron con paso decidido. Arthur cuidaba más su figura, le gustaba el deporte y era un poco musculoso, quizás un poco por la influencia de la empresa para la que laboraba, mientras que Yelena si a acaso caminaba dos vuelos de escaleras sin parar a resoplar. Su esposo la apoyaba, sosteniéndola fuertemente con paciencia y animándola a continuar.
—Vamos amor, un par de pasos más.
Yelena no había sido mala para los esfuerzos atléticos cuando estaba en la escuela, era promedio. Sin embargo, después de veinte años de investigación y de haberse volcado a la ciencia y la experimentación, no tenía tiempo para “frivolidades”, como le decía ella. Después de arrastrarla por casi diez minutos, llegaron a la cúspide del pequeño monte. Ella respiraba como si tuviera una bolsa en la cabeza y sus piernas tiritaban del esfuerzo.
—Bien hecho, cielo, bien hecho.
—Este es todo el ejercicio que haré este mes.
—Claro que si, amor.
Yelena se tiró al suelo para quedar arrodillada, largas gotas de sudor bajando por su frente. El polvillo que componía el suelo de dicha montaña formó una polvareda alrededor de sus piernas. Era bastante oscuro a sus ojos, y gracias a la luz de su teléfono comprobó que tenía un extraño color verdoso. Tomó un poco con su mano y examinó su textura con los dedos. Era como ceniza. con una ligera consistencia granulada, aunque muy suave y totalmente seca. Le recordó un poco al talco.
Se rascó la frente, humedeciendo las yemas de sus dedos con su sudor. Intentó mezclarlo con el polvillo aquel, formando una pasta extraña de una consistencia ligeramente pegajosa. Teorizó que esto podría ser definitivamente un talco de color verde o una especie de arena, un silicato común.
Arthur, en cambio, estaba maravillado por la nueva panorámica que se presentaba a sus ojos. Una vez en el cenit de dicha colina, y ya ajustado a la oscuridad, pudo notar que el firmamento estaba abarrotado de estrellas. Parecía como si hubieran pintado la tapa del cielo con un fondo perfectamente amoratado y pegado de este diminutas y brillantes piedrecillas. Le costaba mantener la boca cerrada.
—¡Oh!
Intentó recordar sus vagas memorias de astronomía para identificar los astros, pero le era imposible. El cielo estaba tan agolpado de luces que no podía hallar puntos de referencia. Cambió el foco de su visión al horizonte.
Por su parte, Yelena dejó de experimentar con la mezcla aquella y empezó a buscar un par de piedrecillas alrededor. Recogió varias, las impactaba, las dejaba caer, las rayaba una contra la otra para examinar sus propiedades. Metió unas cuantas en los bolsillos de su pantalón. Intentó buscar algún tipo de espécimen vegetal, pero no pudo encontrar alguna cosa que se pareciera a una planta. Las piedras eran algunas tersas y lisas, y otras toscas pero frágiles. Después de unos minutos, se levantó del suelo, ya menos agitada. Se tornó a ver a su esposo, quien parecía absorto y pensativo, con su vista al vacío.
—¿Qué miras, Arthur?
Él de nuevo miró al firmamento y le apuntó, sin tornarse a verla. Ella le siguió la mirada.
-¡Huy!
Yelena apenas se acostumbraba de nuevo a la oscuridad, por lo que le costó notar la magnitud del manto de astros que les cubría. Con el tiempo el fulgor iba incrementando, aunque debido a su terrible capacidad visual, aun usando sus gruesas gafas, le era imposible ver cada diminuta estrella con claridad.
Arthur dejó a Yelena contemplando al cielo y retornó su atención hacia el horizonte. El lejano rango montañoso era inmenso, los parches verdosos iluminados como formando la impresión de pequeñas casas a la distancia. Entre ellos y esta cordillera, una planicie vasta y amplia. Y a su espalda, la llanura continuaba, con solo pequeños montículos, similares al cual ellos pisaban, dispersos por todo el lugar.
Se cuestionó.
—¿Es esto de veras un planeta diferente?
Yelena aclaró su garganta y se tornó a él.
—No hay otra explicación, amor.
—Pero la gravedad parece ser la misma.
Ella comenzó a saltar en su posición. Con cada brinco que daba, intentaba determinar si se sentía diferente. A sus pies, la arenilla del suelo se convertía en una polvareda que embarró la bota de su pantalón y zapatillas.
—Así parece.
—No existe el viento. Al menos no hemos sentido nada durante todo este tiempo.
Ella se mandó la mano a la barbilla. Su esposo tenía la razón. Era un excelente observador.
—Y, el aire no tiene absolutamente ningún olor. ¿Recuerdas cuando fuimos al Gobi hace varios años? ¿Como tenía ese olor característico a musgo? Ese… No recuerdo la palabra.
—Petricor.
—Ese mismo.
Ella pasó sus manos por su nariz. Había estado manipulando las rocas y el polvo hace minutos, y notó que su esposo de nuevo tenía la razón.
—De hecho, cielo…
—¿Si?
—No siento ningún olor.
—¿Perdón?
Se aproximó rápidamente a olfatear la cabeza de Yelena. Ella siempre usaba un champú con un olor herbáceo que le encantaba, y estaba seguro que si no había sido en la madrugada, en la noche cuando se bañaron juntos se lo había aplicado.
—No puedo olerlo. No puedo oler tu champú.
—¿Qué demonios ocurre aquí?
—¡Pues dime tú! Tú eres la científica, yo el administrador de empresas.
Ella le dio un suave golpe en el estómago.
—Sabes que no me gusta que me hables así.
—¿Pero me equivoco?
Ella lo abrazó y clavó su cara en su pecho.
—No, pero yo no soy solo una científica. Y tú no eres solo un administrador de empresas.
—Lo sé, lo sé. Perdón.
Ella le dio un beso en el pecho y se recogió aun más en su calor.
De repente, ambos escucharon un zumbido eléctrico que incrementaba.
—¿Lo escuchas?
Se les hacía difícil entender sus palabras.
—¿Como no habría de escuchar este estruendo?
—¿Qué dijiste?
Yelena comenzó a gritar.
—Dije que… ¿Cómo no…
Una luz brillante les cubrió, cegándolos. Se abrazaron con mayor fuerza.
—Abortar, abortar, abortar.
El ruido continuaba en el fondo, aunque las nuevas palabras que escucharon fueron claras, repitiéndose como un eco.
—Abortar, abortar, abortar.
—¿Qué demonios…?
La luz disminuía de intensidad, volviéndose más y más tenue. Ambos continuaban con sus ojos bien cerrados. Estaban aferrados el uno al otro, ambos sudando profusamente. Un sonido característico, muy conocido para Yelena, llegó a sus oídos, un ruido que había escuchado todos los días de los últimos meses. Abrieron sus ojos. A su alrededor, múltiples observadores les observaban atónitos. Uno de ellos en particular se acercó desde su puesto de control varias filas hacia atrás.
—¿Doctora Buchmacher?
Yelena y Arthur se tornaron hacia la fuente de la voz.
—¿Doctor Bueller?
—Protocolo Amarillo. Protocolo Amarillo.
Yelena sabía que significaba esto. Se giró hacia su esposo.
—Amor, no te asustes.
—¿Por qué habría de asustarme?
La puerta de la parte trasera se abrió totalmente y una larga hilera de sujetos vestidos con trajes contra químicos, máscaras de gas y blandiendo armas se acercaron y rodearon a todos los científicos. Unos cinco de ellos se abrieron camino entre la multitud, se aproximaron a Yelena y su esposo y les apuntaron. Arthur soltó a Yelena y se hizo a un lado de ella, levantando las manos y poniéndolas detrás de su cabeza.
—Ahora te entiendo, amor.
Del techo surgió una voz que Yelena no reconoció.
—Pónganlos en las salas de observación especiales y desinfecten el área.
Los sujetos que se habían aproximado sustrajeron una especie de bolsas negras para cadáveres y dispusieron dos. Mientras tres tipos les seguían apuntando, otros dos se aproximaron a ellos y abrieron las bolsas, ubicándolas con la abertura hacia arriba al frente de los pies de Yelena y Arthur.
—¡Métanse!
Yelena miró a Arthur y asintió. Ambos se pararon encima del fondo de la bolsa que les pusieron al frente. Una vez hicieron eso, los tipos les rodearon, aún con sus armas listas, los cubrieron con las bolsas y cerraron firmemente dos vuelos de cremalleras. Adentro de ellas, no podían ver nada. Desde afuera, parecían un par de gusanos.
—¿Cuál es la razon detrás de esto, Administrador?
La voz del doctor Bueller hacía eco en la habitación. Yelena se sorprendió.
—No es nada de su incumbencia, Bueller.
Los sujetos comenzaron a llevarse a Yelena y a Arthur, agarrándolos a ambos de los brazos y las piernas como dos sacos de patatas.
—La doctora Buchmacher ha sido clave para la consecución de nuestros experimentos y no estoy de acuerdo en que la traten así.
—Bueller, silencio.
Yelena intentó prestar atención sobre que dirección tomaban los soldados aquellos, pero desde esta posición era imposible. Escuchó la gruesa puerta del laboratorio abrirse y cerrarse detrás de ellos.
—Amor, ¿estás bien?
—Si, cielo, estoy bien. ¿Tú?
—Pues ahora que me levantaron me agarraron de una parte un poquito dolorosa.
—¿Allí?
—Si… Allí. Todavía siento el vacío en el estómago.
Dos de los soldados soltaron una corta carcajada.
—Tranquilo Arthur. Todo estará bien.
—¿A dónde nos llevan?
Los soldados no hablaron.
—Probablemente a las celdas de confinamiento.
—¿Para que habrían de necesitar…
—¿Celdas de confinamiento en un laboratorio? No me lo preguntes.
Yelena sabía que algo extraño estaba ocurriendo. Se hizo un resumen mental de todo.
Ellos estaban en un avión que iba destino a Amsterdam. A las siete y treinta exactas fueron transportados a aquel extraño lugar. Luego, unos cuantos minutos después regresaron a la Tierra, pero aparecieron en el laboratorio. Allí, Bueller había objetado algo al Administrador, pero esa no era la voz de su amiga de hace varios años, la doctora Dietre Peter, pero una voz desconocida.
Después de varios minutos de movimiento, por fin la habían dejado recostada en un suelo frío, con una iluminación muy fuerte, que podía ver en las pocas rendijas de aquellos sacos en las que le transportaron. Segundos después, ambas cremalleras fueron abiertas. Ella tomó una bocanada de aire, mientras intentaba verlo todo a su alrededor. Era una celda de color blanco perfecto, de unos cuatro metros cuadrados, con una ventana de vidrio irrompible y una puerta de barrotes. El tipo que le abrió la cremallera continuaba apuntándole con el arma mientras se retiraba hacia la puerta. Una luz circular empotrada en el techo iluminaba cada esquina del lugar. En una esquina había una pequeña cama, y en otra, una letrina. No había más lujos ni nada fuera de su lugar, solo un sumidero en el suelo. No había un lavamanos. Y más importante, no estaba su esposo.
—¿Dónde está mi esposo?
Nadie le respondió. Del techo, aquella extraña voz le habló.
—Quítese toda la ropa de inmediato.
—No.
—¿Acaso no sabe en que condiciones está usted aquí, doctora Buchmacher?
—No tengo ni la menor idea. Solo ayer estaba yo aquí trabajando y ahora me tratan como una delincuente.
—Las condiciones las pongo yo. ¡Desnúdese!
—No.
Yelena se imaginó a su esposo cumpliendo con cada mínima cosa que esta voz le decía. Aunque era asertivo para las cosas, bajo presión se desmoronaba. Se lo imaginó desnudo.
—¿Dónde está mi esposo?
—Está en una celda igual a esta, a mucha distancia de aquí.
—¿Dónde está el Administrador?
—Yo soy el Administrador.
—Imposible, el Administrador es la doctora Dietre Pieter.
—Basta ya.
Uno de los sujetos abrió de nuevo la puerta y apuntó el arma directamente a su cabeza.
—Desnúdese, por favor.
Ella le habló en voz baja.
—¿Para qué?
—Debemos hacer un proceso de descontaminación y necesita cambiarse de ropa.
A Yelena no le importaba la desnudez, ni que otros ojos vieran su piel, pero le insultaba el hecho que fuera a la fuerza, con esta inusual intensidad.
—¿Y por qué el Administrador no me lo dice?
—Él está ocupado con miles de cosas a la vez.
—¿Y mi esposo, es verdad lo que dijo?
El soldado se quedó callado.
—Solamente dígame la verdad. ¿Está él bien?
Después de un par de segundos de duda, asintió en silencio. Ella soltó un suspiro muy fuerte.
—Gracias.
Comenzó a desvestirse. Solo hasta ese momento notó cuan sucia estaba. El punto en el pantalón de mezclilla sobre el que había caído arrodillada al tope de aquel montículo tenía una marca verdosa bastante embadurnada, sus manos estaban embarradas, hasta debajo de las uñas. La camisa que se había puesto estaba también untada de dicha sustancia. Cuando se retiró el pantalón, una de las piedrecillas que había embutido en sus bolsillos se salió, mostrando un hermoso color aguamarina oscuro, con unos visos brillantes. Sus zapatos estaban totalmente empolvados. Se quedó con la ropa interior puesta.
—Cuando dije que se desnudara, me refería a todo.
—Está bien.
Se quitó el sostén y las bragas deportivas que se había puesto y las arrojó en el suelo. Sintió un poco de pena.
—El reloj y los lentes también.
Se quitó el reloj inteligente y lo puso encima de la montaña de ropa. El sujeto recogió toda la ropa y los elementos que había dejado y los metió en la bolsa en la que le habían transportado. Cerró las cremalleras y se retiró despacio hacia atrás.
Yelena se tapaba los senos y pubis con las manos.
—No puedo ver.
—En breve le vamos a retornar los lentes y le daremos algo que vestir.
Ella se giraba a todos lados, pero sus problemas de visión no le permitían observar ningún detalle, todo era una serie de manchas.
—Inicien el proceso de descontaminación.
Un sonido metálico se escuchó a un lado de la habitación. Así mismo escuchó el sonido de servomotores en el techo y en algunos lados de la habitación. Una voz diferente, más melodiosa y menos golpeada, le habló.
—Doctora Buchmacher, cierre por favor los ojos y la boca, abra sus piernas y brazos, e intente mantenerse quieta. Vamos a lavarle por todos lados y aplicarle un agente descontaminante.
—Pero…
—En cinco, cuatro…
Ella entró en pánico pero se ubicó como le habían mencionado, como si fuese a hacer saltos aeróbicos.
—Cero.
Un chorro de algo parecido a un líquido fue disparado desde todos lados, cubriéndole cada centímetro de su piel, incluyendo lugares que ella no esperaba. El chorro era fuerte, pero no la desestabilizaba y se sentía más como una especie de gel de baño. El olor era parecido al de un hospital, un aroma pungente y astringente, pero era suave con su piel. Abrió un poco sus ojos y notó que dicha sustancia era de color azul. Unos segundos después, una ducha de otro líquido, parecido al agua, comenzó a bajar del techo, removiendo la crema azul y haciéndola bajar por su cuerpo. Un par de chorros de agua también le golpeaban por los lados en algunas partes, como removiendo los lugares donde el agua corriente no había eliminado el jabón. Después de unos minutos, una ráfaga de viento le secó su corto cabello castaño, la cara y el resto de su cuerpo.
—Hemos terminado doctora, puede abrir sus ojos.
Así hizo y notó que sus manos estaban limpias al acercarlas a sus ojos. Captó el mismo sonido metálico y los mismos servomotores que había escuchado previamente. Luego, notó como la puerta de barrotes se abrió, la figura de un soldado acercándose hacia ella.
—Aquí tiene doctora. Es ropa limpia a su talla, una toalla, sus gafas y su reloj inteligente.
—Gracias.
Una vez recibió el paquete, el sujeto se retiró rápidamente, cerrando la puerta de la celda después de salir. Ella caminó despacio hacia la cama y se sentó allí. Se terminó de secar con la toalla, especialmente el cabello, dentro de las orejas, entre las piernas y los pies. Se puso las gafas y observó la ropa. Era toda blanca, sin ningún detalle, cada componente separadamente empacado en una bolsa independiente y sellada. El sostén no era más una camisilla deportiva de una franela delgada que dejaba ver sus pezones de lo transparente que era, las bragas eran de su talla y suficientemente cómodas, el pantalón era liso y con cinturón de resorte, y la camisa era una especie de suéter de manga larga.
Se revisó las uñas y notó que debajo de ellas aún tenía un poco del residuo verde. Se abrochó el reloj inteligente y verificó la hora. Era alrededor de las ocho y veinte de la mañana del mismo día en que salieron para Amsterdam. Se rascó los ojos y se sintió completamente drenada de energía. Bostezó fuertemente y se recostó en el camarote. Cerró los ojos y descansó.
Tuvo un extraño sueño. De nuevo flotaba encima de la Tierra, completamente desnuda. Las nubes y otras formaciones sobre la superficie se movían como si pasaran días en solo segundos y el Sol y los demás astros daban vueltas alrededor suyo con rapidez. Estiró la mano como en el sueño anterior, como para tocar nuestro planeta, hasta que notó que lo podía alcanzar con la punta de sus dedos. Toda la Tierra era del tamaño de su palma. Decidió tomarla en su mano para sentir la humanidad más cerca. Así lo hizo, cuidadosamente sosteniéndole entre sus dedos, pasándole a la palma de su otra mano y acariciándole contra su pecho.
Un momento después se preocupó por haber afectado la órbita del planeta y miró la pequeña esfera, el color de los océanos convertido a un color violeta profundo y la superficie de los continentes en un extraño color aguamarina oscuro. Encorvó su ceño con fuerza y miró con detenimiento los minuciosos detalles de la superficie, las nubes que existían antes ya no estaban y el lugar en el que había sostenido la Tierra con sus yemas tenían la marca de sus dedos.
Se despertó de golpe.
—Doctora…
En la reja de entrada a la celda estaba el doctor Bueller, medio gacho, mirando a ambos lados, su voz reducida a un suspiro. Yelena lo notó desgastado, diferente a como lo había visto el día de ayer. Miró su reloj, eran las dos y cuarenta y dos de la tarde del día de su viaje. Había dormido un poco más de seis horas.
—¿Qué pasa?
El doctor Bueller acercó su dedo a sus labios y la chistó suavemente. Le hizo una seña para que ella se acercara a la puerta.
—Doctora, ¿se encuentra bien?
—Si, por supuesto, Bueller. ¿Y usted? Lo noto cansado.
—Desde que la doctora Peter falleció y el nuevo Administrador fue asignado, la vida en el laboratorio se ha vuelto un infierno.
Yelena abrió su boca y se la cubrió con la mano. Pequeñas lágrimas comenzaron a fluir de sus ojos.
—¿Cuándo? ¿Por qué nadie me dijo?
El doctor Bueller la miró extrañado.
—Hace aproximadamente dos meses, Buchmacher.
Las piernas de Yelena perdieron su fuerza y cayó al suelo arrodillada.
—¿Dos meses? ¡Si solo ayer hablé con ella en su oficina! ¡Y solo ayer hablé con usted!
—¡Doctora, usted y su esposo desaparecieron hace tres meses!
El mundo comenzó a girar. Unas náuseas incontrolables se apoderaron de ella. Cerró los ojos.
—Pero, fue solo esta mañana que mi esposo y yo estábamos en el aeropuerto de Hamburgo y tomamos el aeroplano para Amsterdam.
—Es imposible doctora. Usted salió a sus vacaciones y varios días después no supimos que pasó con usted. En la aerolínea apareció que ustedes ingresaron al aeroplano, pero nunca descendieron. Los buscaron en bodega, en los baños, en los túneles eléctricos del avión. No estaban por ningún lado.
—¿Tres meses? ¿Tres meses?
La realidad se estaba haciendo totalmente evidente. Esos pocos minutos que habían pasado en aquel extraño lugar habían sido tres meses en la Tierra. El doctor Bueller sería incapaz de bromear o mentir. Además, sus ojos reflejaban un cansancio que no había notado jamás antes. Giró su reloj y se lo mostró.
—Observe. Este es mi reloj, no lo he manipulado. ¿Nota la fecha y la hora?
El doctor se acercó y miró con cara inquisitiva.
—Catorce cuarenta y cinco, del día que usted se retiró a vacacionar.
—Tal cual. Si mi teléfono no se ha sincronizado con la hora mundial, debe tener exactamente los mismos datos. De hecho…
Ella se acercó más al doctor y le habló en un registro más bajo.
—Necesito un favor. Mi teléfono debe tener unas fotografías que tomé en un lugar al cual fui transportada con mi esposo a las siete y treinta del día de hoy. Mi ropa tiene adherida unos residuos de un material que no conozco y mi pantalón unas rocas que sustraje de allá. Además,…
Con otra uña se raspó la parte de abajo de aquella que tenía aún aquel residuo verdoso, la recogió en su palma y se la extendió en la mano al doctor.
—Esta es una muestra de ese mismo material. ¿Podría analizarla y hacerme saber que es?
El doctor Bueller se quedó atónito.
—Me está diciendo que…
—Mi esposo y yo fuimos transportados a otro lugar que no sabemos ni conocemos, en penumbras, con el firmamento de color violeta y el suelo de color verdoso, como este material. Podíamos respirar. Parecía bastante plano y sin nubes de ningún tipo. Unos minutos después fue que nos aparecimos en el laboratorio, después de un horrible zumbido eléctrico y una luz que nos cegó. Yo experimenté un poco con el sedimento y las rocas, parecen ser algún tipo de silicato.
—Esto es inconcebible.
—Pero aun así existe, y estas son las únicas dos pruebas que poseo conmigo. Las otras están en mi teléfono y mis pertenencias. Tomé un par de fotografías con mi teléfono.
El tipo se aclaró la garganta y cerró los ojos.
—Entendido. Intentaré investigar.
—Gracias.
El doctor se irguió.
—Volveré pronto. Me alegra mucho que se encuentre bien.
—Gracias, Bueller. Ah, y una última cosa.
—¿Dígame?
—¿De que murió la doctora Peter?
La cara del doctor se volvió sombría y miró a otro lado.
—Dicen que leucemia.
—Leucemia, pero eso es impos…
—Lo mismo pienso yo. Ella era una mujer ejemplar, sabia, inteligente, racional y centrada. Nunca se quejó de nada y era fuerte como un roble.
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas de nuevo.
—Así es… Y por eso ella me pidió a gritos que aceptara ser su sucesora.
El doctor se giró a ver a Yelena.
—¡Eso hubiera sido magnífico! En vez de que el laboratorio hubiera escogido a dedo a un huraño como el doctor Monserrat.
Algo se inflamó en el pecho de ella. Sintió un dolor muy fuerte en lo profundo de su pecho.
—¡Monserrat! ¡Ese imbécil!
No le había reconocido la voz porque ya habían pasado muchos años desde la última vez que había interactuado con él.
Otilio Monserrat, físico especialista en óptica y antiguo compañero de laboratorio de Yelena. En Suiza compartían una oficina y era más lo que peleaban que en lo que concordaban. Él tenía un carácter muy particular en el cual las buenas acciones, excelentes experimentos y provechosos resultados los hacía pasar por propios, y los intentos fallidos y resultados negativos eran culpa de todos los demás. Se aprovechaba de su edad y aparente experiencia para aplastar a los empleados nuevos, aunque tuvieran mejor desempeño que él. Mantenía rabioso y celoso de la capacidad de Yelena y de que ella nunca se dejara manipular por él.
Cuando los “laberintos de Buchmacher”, aquella investigación en la que ella se volcó años atrás, redituaron en su contratación en Alemania, Monserrat estaba furioso. Por meses intentó desmentir las teorías y los logros de Yelena, y en varias revistas científicas intentó publicar escarnecedoras notas acerca de su ex-compañera. Sin embargo, el resultado final era real y verídico, y ella lo pudo demostrar tangiblemente, además de contar con el apoyo incondicional de todos sus demás colegas, incluyendo la doctora Peter.
Múltiples puertas se le cerraron a Monserrat y fue despedido de dicha universidad suiza. Esto hizo que se enfureciera mucho más. Tuvo que regresarse a su natal Cataluña para que los ánimos internacionales se calmaran. ¿Cómo era posible que ahora se encontrara con este tipo de nuevo en este lugar?
—Él va detrás de mi cabeza, créeme.
—¿Por qué?
—Porque si hay algo que él detesta más que todas las cosas en el mundo, soy yo.
Yelena se dio media vuelta.
—Bueller, cuento contigo.
—Claro que si, doctora Buchmacher.
—Cuídate, Bueller.
—Usted también, Buchmacher.
Yelena se retiró hacia la cama. Debía hacer algo. ¿Pero qué? No estaba segura. Encerrada en esta celda no lograría nada. Además, ¿dónde estaba su esposo? Necesitaba hablar con Monserrat, por más que lo detestara. Parecía que era el único con el poder absoluto en todo el laboratorio. ¿Cuándo habían cambiado tanto las cosas en tres meses? ¿En solo minutos?
«Jugando con fuego» (parte 1)
—Amor, ¿debemos empacar toallas?
Resopló por su nariz como siempre lo hacía cuando algo le parecía algo absurdo.
—Por favor… ¿Desde cuando en los hoteles no dan toallas?
—Ah, pues cielo, no sé.
Ella se mandó la mano para su frente y se la frotó. Desacomodó sus gruesas gafas pero no le importó. Estaba sentada de lado al frente de un gran panel de pantallas, cada una mostrando largas gráficas y dibujos de un complicado experimento científico. Luces de colores se iluminaban para indicar los estados de diferentes sistemas y un listado de mensajes se dibujaba en otra pantalla.
Alrededor de ella, varias personas corrían de lado a lado, en otras estaciones similares a la que ella controlaba, cargando otras pantallas en sus manos y al fondo una más grande mostrando un resumen de lo mostrado en cada una de las individuales. En la parte superior una marquesina mostraba el texto “Condición: Normal”.
—¿Y champú? ¿Jabón? Tus medicinas…
—No necesitamos nada.
Pausó un segundo.
—Espera, mis medicinas si. Embútelas todas.
Del otro lado de la línea se escuchaba el revolcar de muchas cosas.
—Arthur, ¿qué tanto has empacado?
—Van…
La pausa la incomodó mucho.
—¿Tres maletas?
—Ah, excelente.
—Ahora comienzo a empacar lo tuyo.
—¡Arthur! ¿Qué tanto llevas?
—Empaqué la tanga aquella que te gusta.
Ella abrió los ojos por su sorpresa. Reaccionó y bajó el volumen de su voz.
—Arthur, ¿cómo dices eso? Estoy en el laboratorio.
—Así es, y cuando estemos solos en la habitación, me la pongo y te hago el helicóptero.
—¡ARTHUR!
Varios de los otros científicos se tornaron a verla. Aquel súbito grito se escapó disparado de su garganta. Sus mejillas se pusieron calientes, rojas como un hierro fundido. Ella solo hizo una extraña mueca, una fusión entre la preocupación que se veía en su cejo y una sonrisa mal dibujada.
—No menciones más eso, mira que me hiciste dar pena.
—Perdón, pero solo imagínatelo.
Ella rodó sus ojos hacia arriba. Sus mejillas se volvieron a calentar. Sus cavilaciones fueron interrumpidas por un vozarrón que partió el aire. El ruido natural de la sala se convirtió en solemnidad.
—Prueba número doce cuarenta y seis, sigla beta. Inicia en sesenta segundos. Todos a sus puestos.
Aquellos que circulaban de lado y lado corrieron con rapidez a sus respectivas estaciones.
—Amor, te hablo ahora más tarde.
—Cuídate cariño.
—Chao.
La fuerte voz sonó de nuevo.
—Doctora Buchmacher, ¿podría ajustar los parámetros de refracción?
Ella se acomodó con rapidez en su silla y ajustó un micrófono que se inclinaba a un par de centímetros de su boca. Tocó un par de opciones en su pantalla.
—Ajustados para beta.
—Doctor Bueller, ¿inclinación del receptor?
Otro tipo, a un par de puestos, hizo lo mismo.
—Ajustados para beta.
—Todas las estaciones listas. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero.
En el fondo de dicha habitación rebotaba el eco de aquel número. El silencio era sepulcral. A lo lejos, un zumbido fue incrementando lentamente. En las pantallas, números cambiaban con rapidez, todos los científicos observando el proyector principal con ansiedad. El sonido de ventiladores aumentaba y comenzó a sentirse una vibración en el suelo. Las superficies del café o el agua en los vasos desperdigados por la habitación empezaban a formar surcos.
Otra voz rompió la concentración.
—Todos los parámetros normales. Ligera desviación de seis ceros en el ángulo de incidencia del haz.
—Entendido.
—Detección de campo de apertura 5D.
—Entendido.
Ella bajó la mirada a su pantalla y contó con rapidez los dígitos que se mostraban en ella. A sus ojos todo parecía nominal.
—Refracción en desviación de diez ceros. Consistencia del haz doce nueves.
—Entendido.
El ruido de fondo continuaba, perceptible a todos. La vibración mecía todo un poco. Otra voz hizo su aparición.
—Apertura en 6D en veinte segundos.
—Estaciones, preparadas para capturar la información.
Ella presionó un par de botones. Una de las pantallas se convirtió en una gráfica sobre la que se dibujaba información rápidamente.
—T menos tres. Dos. Uno. Cero.
Una fuerte luz blanca se propagó por toda la habitación, inundándola en un brillo artificial. El ruido había desaparecido y el silencio era total, el mundo se había congelado en su posición. La luz duró alrededor de veinte segundos. Y así de súbito como apareció, se desvaneció en un pestañeo.
—T más uno. Más dos. Más tres. Atención, estaciones, confirmado evento.
Todos se levantaron de sus asientos. El júbilo lo llenó todo. El ruido de fondo fue dispersándose, disminuyendo con lentitud. Ella observó sus pantallas con detenimiento, dio un par de golpecitos a una de las pantallas y encendió su micrófono.
—Confirmado evento, refracción confirma veinte segundos de detención del flujo del tiempo. La punta del rayo se movió veinte segundos luz.
Comenzaron los aplausos. Uno de los científicos se le acercó por detrás y le dio una palmada en la espalda.
—¿Vas a poder irte a descansar, no, Buchmacher?
—Si esto funcionaba o no, igual me iba a volar.
Después de varios minutos con más reportes de estado y más júbilo, finalmente la fuerte voz concluyó con el experimento. Todo el barullo se detuvo para escuchar el reporte.
—Prueba doce cuarenta y seis beta. Éxito. Información recolectada. Será procesada en treinta minutos. Prepárense para prueba número doce cuarenta y seis, sigla gamma. A iniciar a las trece veinte.
Se sintió como la tensión se desinflaba. Muchos se levantaron de sus asientos, arqueando sus espaldas y suspirando con fuerza. Ella se acomodó las gafas por fin, abrió una compuerta al lado de su escritorio, sustrajo un par de pastillas de una cajita y se las tragó sin dilación, seguidas de un trago de un café oscuro y frío.
—Yelena Buchmacher, por favor dirigirse a la oficina del Administrador.
Suspiró fuertemente, se levantó, tomó una bata que estaba colgada del espaldar de su silla y se la puso mientras caminaba hacia la parte posterior del laboratorio. La marquesina en la parte superior mostraba el mensaje “Condición: Enfriando”.
Se acercó a una puerta de metal que se abrió de par en par. Sintió mucho frío al sentir el aire al exterior del laboratorio. Los pasillos estaban muy iluminados, a diferencia de la oscuridad del laboratorio. Comenzó a caminar por el corredor, a pasos lentos. Se embutió las manos en los bolsillos de la bata, mientras esquivaba otros científicos y algunas mesas llenas de aparatos y conectores regados.
Después de unos doce minutos parsimoniosos arrastrando sus pies, tocó un botón al lado de una puerta con el título de Administrador pintado sobre ella. Unos segundos después, la puerta se abrió. Del otro lado de esta, había una habitación cúbica, perfectamente iluminada con pantallas adheridas a cada centímetro de las paredes y el techo del recinto, con un suelo, blanco e inmaculado. Una mesa y una silla blanca eran los únicos muebles. Y sentada en dicha silla, una mujer entrada en años, su mirada cansada, observando las imágenes de alrededor. Era ella el Administrador.
—¿Me llamó, Administrador?
—Si, doctora Buchmacher, felicidades por una prueba beta exitosa.
—No, las felicidades se las merecen todos.
—Usted no entiende, Buchmacher… Si no hubiera sido por tu contribución al cálculo manual de los parámetros de refracción y que el laboratorio que lideras hizo esos prismas tan perfectos, seguiríamos con desviaciones de dos ceros y pruebas fallidas.
—Por eso le digo, doctora Rabi. No fui yo.
—Sandeces, Buchmacher. Ninguno de nuestros computadores fue capaz de procesar los cálculos requeridos para alinear los refractores y mantener la consistencia del haz. Por más que me lo pregunto, no sé como lo lograste a letra y puño.
Yelena encogió sus hombros. Las ideas siempre llegaban a su cabeza de la nada, cuando menos lo esperaba. Esos parámetros de los que el Administrador hablaba, los calculó en una ocasión en que se había ido a dormir temprano, en la mitad de la noche se levantó, los escribió en un tablero y se volvió a acostar sin siquiera darse cuenta como los logró o los obtuvo.
—Inspiración, supongo.
—Eso es algo más.
El Administrador se levantó de la silla. Se le veía cansada, sus ojos ojerosos y vidriosos, su cuerpo gibado y débil dando cortos pasos hacia Yelena. Una vez estuvo a un cuerpo de distancia, habló en voz baja.
—Sabes porque te he llamado.
—Y ya sabes mi respuesta, Dietre.
—Dios mío, Yelena, piénsalo. Piénsalo. Eres la única a la cual puedo confiar el puesto.
—Dietre, no. Mi vida, mi trabajo deseado es estar en el laboratorio con todos, haciendo, creando, no solo siendo observadora y ordenándole a todos que hacer. Incluso, hay personas más talentosas que yo que pueden hacer este trabajo… ¡Hasta lo desean!
El Administrador se rascó los ojos y respiró profundamente.
—Y yo te estoy diciendo que eres la persona indicada, la única en la que yo podría confiar.
—Tu haces un genial trabajo como Administrador…
—Yelena… Tengo noventa y dos años. No creo que tenga más energía para poder realizar esta labor.
La miró de pies a cabeza. Yelena pensó que se veía tan pequeña y tan agotada, pero sabía que en realidad el Administrador tenía una capacidad mental perfecta, ágil y perspicaz. Ella era capaz de tomar buenas decisiones en milisegundos. Les había salvado el pellejo en más de una oportunidad, deteniendo todas las actividades cuando presentía que algún experimento se iba a salir de control.
Yelena, en cambio, se consideraba todo lo contrario. Se había casado con un administrador de empresas al que a menudo le tocaba decirle que hacer y que evitar, que le satisfacía en la cama, pero de resto era bastante sencillo. Todos sus colegas le advirtieron en contra de esta relación, y esto le hacía pensar que no era lo suficientemente inteligente como para tomar buenas decisiones. Sin embargo, amaba a Arthur de forma genuina, pues había sido su compañero y apoyo moral en muchas etapas, algunas muy difíciles, de su vida. Su mente se fue directo a recuerdos de su vida marital en la cama. Intentó alejarlos, pero se le dificultaba.
—Espero que tus vacaciones te permitan pensar en ser mi sucesora. Te juro que no podría darle esta responsabilidad a nadie más.
—Lo pensaré, pero espera sentada.
El Administrador dio dos pasos hacia atrás y comenzó a hablar en voz alta.
—Doctora Buchmacher, la prueba doce cuarenta y seis gamma es en una hora. Descanse, coma algo y la veo en el laboratorio.
—Entiendo, Administrador.
La puerta por la que ingresó se abrió de golpe. Yelena dio la vuelta y se marchó, mientras el Administrador se volvía a sentar en su silla. Yelena fue al casino, comió un par de emparedados con más café y faltando veinte minutos para comenzar la prueba gamma, se devolvió al laboratorio.
Los experimentos que estaban realizando utilizan cientos de haces de láser concentrados, junto con una serie de conductos, fibras de vidrio, espejos y refractores para crear luz blanca muy pura. Fue determinado por las congruencias de Druyan-Michel-Rand, una famosa teoría relativista, en las que se cree que una luz de amplio espectro y gran potencia, causaría diminutas perturbaciones sobre la tela del espacio-tiempo, debido a su gran carga energética y fotónica, y sería capaz de crear nueva materia o detener el tiempo una cantidad indeterminada. Después otros científicos pudieron calcular cuan larga podría ser la dilatación del tiempo basada en la cantidad de energía que sería utilizada en cada experimento, además del rango de espacio alrededor del punto focal del fenómeno que sería afectada por dicha dilatación temporal. No es mayor a una decena de metros, pero era lo suficiente cerca como para que el laboratorio fuera sujeto a tal efecto relativista.
La primera vez que Yelena y compañeros lo experimentaron, no notaron la diferencia temporal. Solo fue cuando compararon sistemas externos al laboratorio que determinaron las diferencias. Es por esto que la oficina del Administrador está ubicada tan lejos del laboratorio, para no sesgar la experiencia de un observador externo.
La prueba gamma de aquel día también fue un éxito, permitiendo frenar el tiempo en el laboratorio unos tres minutos y medio. Nadie experimentó ninguna experiencia extraña, pues para ellos este nunca se detuvo. Sin embargo, para el Administrador, quien tenía que estar pendiente de toda la actividad, ver a sus compañeros suspendidos en el tiempo era algo que le causaba temor e impresión. Los resultados del análisis siempre tomaban tiempo en procesarse, así que Yelena se preparó para marcharse, tomó una caja de cartón que conservaba a un lado y comenzó a empacar sus cosas.
—Doctora Buchmacher, felicidades.
—Gracias, doctor Bueller. Felicidades para usted y su equipo también.
—Así que no va a estar para nuestra cena de celebración.
—No, no, Bueller. Ustedes son muy resistentes, y mi esposo y yo partimos mañana temprano para Aruba.
—Es que pareciera que no va a volver, llevando sus cosas como quien renuncia.
Ella se rió un poco y le dio un suave golpe a la pantalla que tenía al lado.
—James, alguien va a tener que controlar este aparato y tener todo este estorbo al lado va a ser bastante incómodo.
—¿Y a quien ha designado para ello?
—El Administrador ya lo sabe. Más bien, se lo dejé a ella.
El doctor Bueller se rió.
—Por supuesto. ¡Felices vacaciones!
—Gracias, James.
Yelena terminó de empacar con rapidez, se despidió de un par de otros colegas, tomó un sorbo de una champaña que alguien entró de contrabando al laboratorio, se amarró la bata al cinto y con caja en mano se despidió usando el altavoz, a lo que recibió una ovación por un par de minutos, el reconocimiento de sus colegas a su trabajo. La llenó de orgullo, levantó su cabeza y se retiró.
Ella había estudiado física óptica y cuántica en una Universidad neerlandesa. No había sido la mejor de la clase, pero era bastante creativa y había siempre tenido excelentes marcas. La contrataron al otro día de su graduación en una universidad suiza, dónde trabajó al lado de muchos de los que serian sus colegas en este lugar. Se apasionó por los efectos de la relatividad sobre la luz y se volcó en la investigación de los agujeros negros. Allí fue dónde, utilizando una beca de la Comunidad Europea, encontró que creando complejos laberintos para que la luz se concentrara en un pequeño espacio, podía lograr refractarla y amplificar su potencia.
Un pequeño laboratorio de Alemania le hizo una gran oferta, la que ella aceptó. Ese pequeño laboratorio se convirtió en gran conglomerado de investigación con rapidez.
Por varios años estuvieron a la expectativa que estos experimentos lograran confirmar las teorías que se habían creado alrededor del viaje temporal, pero solo hasta este año, cuando Yelena se involucró directamente en ellos, fue que lograron activar el fenómeno, al que han replicado con cierta frecuencia desde hace un mes.
Esto la llenaba de orgullo y la emocionaba visiblemente, sin embargo ya había trabajado once meses continuos, sin prácticamente mucho descanso. Arthur ya había aguantado mucho tiempo solo y esperaba con ansias estas vacaciones, quince días continuos de relajación en la paradisiaca isla de Aruba en el Caribe americano.
Yelena caminó con inusual celeridad, pasando por diversos controles de seguridad y varios elevadores hasta salir a la superficie una hora después. El calor del Sol de la tarde había levantado la humedad del suelo, haciendo que el viento fuera fresco aunque un poco pegajoso. Había estado bajo tierra por diez días seguidos, así que dicha sensación le causó un poco de alegría. Por fin, después de tanto tiempo, sintió que había logrado algo increíble con su equipo. Se dirigió al edificio del parqueadero, buscó con rapidez su automóvil, embutió la caja en el asiento de atrás, se sentó en la cabina y condujo su automóvil hacia la casa en que Arthur y ella habitaban, a un par de horas de distancia del laboratorio en Boizenburg.
Una vez llegó, ya entrada la noche, aparcó el carro como pudo y sin sacar nada de él, se metió en la casa, ansiosa de ver a su marido.
—Arthur, ¿dónde estás?
—En el estudio, cielo.
La voz retumbó por las paredes, bajando por las escaleras. Se dirigió con rapidez, tirando la bata encima de uno de los sofás de la sala. Era una casa más bien común, pequeña y de dos plantas, pero acogedora, en uno de los suburbios de Bremen.
En el estudio, estaba sentado Arthur, un hombre musculoso, de lustrosa cabellera y facciones pulidas, barba tupida pero esmeradamente cuidada. Vestía un traje elegante. Estaba sentado al frente de un par de pantallas y usaba unos auriculares. Al parecer se encontraba en alguna clase de reunión virtual.
—Amor, ¡pero debiste al menos venir a recibirme!
Se tornó a verla, regalándole una hermosa sonrisa.
—Cielo, estoy en una videoconferencia en este momento. Estoy tratando de cerrar todo lo mejor posible para que nos podamos ir con tranquilidad. Dame quince minutos.
Arthur y ella se habían mudado a Bremen desde Lausanne en Suiza, dónde se conocieron, se comprometieron y se casaron. Su relación fue bastante extraña y particular, a los ojos de los colegas de ambos. Se gustaron inmediatamente a pesar de sus intereses y trasfondos diferentes, disfrutaron de un prolongado noviazgo, que fue suspendido por tiempos debido a las obligaciones de lado y lado, hasta que decidieron asentar su compromiso y casarse, para meses después, ser Yelena contratada en Alemania, a lo que Arthur accedió, viajando con ella, trabajando remotamente para la misma corporación en la que ha estado contratado desde hace varios años.
Ella se sentía afortunada de tener una pareja tan solidaria y compenetrada como él. Cualquier otro, incluso ella misma, hubiera dado por finalizada la relación en una situación como esta. Pero no Arthur. Él estaba completamente enamorado de ella, y ella de él. Ya le había esperado diez días para verle, así que esperaría un par de minutos para poder saludarle como se merecía, con un beso y un abrazo fraterno. Igual, ya lo tendría a él por quince días exclusivamente, y no tendrían de que preocuparse por todo ese tiempo. No más experimentos, no más trabajo.
Decidió que era mejor tomar una ducha. A pesar que tomaba baños diarios en aquellos periodos de días encerrada en el laboratorio, quería sentirse limpia, aliviada y más cómoda ahora en su casa. Se dirigió a la habitación matrimonial, lanzó sus lentes hacia la cama, se desvistió, ingresó al baño privado, se observó, notó que tenía un poco más de carne en su panza y piernas, resultado de la falta de ejercicio y total concentración que siempre volcaba hacia su trabajo, se metió en la ducha y se comenzó a lavar.
Notó que sus músculos estaban adoloridos, apeñuzcados, resultado del estrés y la tensión acumulada de los últimos días. Comenzó a masajearlos, cuando un ruido le sorprendió. Era su esposo, quien ingresó a la ducha desnudo.
—¿Necesitas un masaje?
—Por favor.
Le abrazó por detrás y la besó.
Una hora después, estaban un poco agotados sobre la cama, mirando hacia el techo, él abrazándola fuertemente y ella dejándose consentir.
—Fueron solo diez días, pero parecieron una eternidad, cielo.
—Lo sé, amor. Te extrañé mucho.
—Me alegra que el experimento haya sido un éxito.
—Después de tres largos años, por fin vemos los frutos de nuestro esfuerzo. ¿Y tu trabajo?
—Todo está en orden, ya encargué todo a mis compañeros. No creo que los próximos olímpicos se vayan a cancelar por que falte yo.
Ella sonrió, cerró los ojos y clavó su cabeza en su pecho. Una idea llegó a su cabeza de repente.
—¿Y las maletas?
Se separó rápidamente de él, se amarró la toalla que había dejado tirada al lado del lecho y comenzó a observar alrededor.
—Ya las terminé. Están abajo. ¿No las viste cuando entraste?
—No, quería verte a ti primero. Igual, debemos revisarlas.
Arthur había empacado tres maletas en total. En ellas, mezcladas, ropas de él y de ella, algunos artículos personales y justo encima de las pilas de ropa, la tanga aquella que él había mencionado anteriormente, puesta en exhibición como para causar impresión. Eran ya las diez de la noche, en tanto reorganizaban las maletas, revisaban los pasaportes, los pasajes del vuelo y las reservas de hotel, revisaban una guía de las actividades que iban a realizar y etiquetaban los equipajes para identificarlos más fácil. Bajaron dos y tres veces a la cocina, sala y comedor y revisaron que todo estuviera apagado y desconectado. Su vuelo saldría a las cinco y media de la mañana desde Hamburgo. Pusieron tres alarmas, para las tres de la mañana.
A las once de la noche, finalmente se retiraron a dormir, rendidos.
Ella tuvo un extraño sueño en esta ocasión. Estaba flotando desnuda en el espacio exterior, las estrellas lejanas alcanzando sus ojos y un poco más allá podía ver a Marte, Júpiter y Saturno. Los reconocía por sus formas y colores. Se giró y reconoció la Luna, un poco lejana, Venus y sus tonos rosa, y el Sol un poco más detrás, encandilándola. Y allí, como si la pudiera tocar, la esfera azul que denominamos hogar, sus nubes, sus continentes, el agua. Un halo azul la subrayaba contra el fondo de ébano. Intentó reconocer los lugares, pequeñas luces demarcaban los lugares donde la humanidad habitaba, como si estuvieran pintados con acuarelas.
Pestañeó, y la Tierra giró, el Sol se hizo a su espalda, como si hubieran pasado unas doce horas. A pesar que estaba afuera de la atmósfera, podía respirar y los rayos solares no quemaban su piel. Reconoció la perspectiva que tenía al frente, se encontraba justo encima de Europa, quizás encima de Alemania, quizás encima de Bremen, dónde ella sabía que estaba dormitando con su esposo.
Estiró su mano como para alcanzar a la Tierra, y en ese preciso momento, un extraño punto de luz blanca comenzó a surgir, mucho más brillante que el Sol, como un diminuto diamante en la superficie. Lo observó extrañada, en tanto crecía y se hacía más y más fuerte. De repente, un zumbido como mil avispas alcanzó a sus oídos. Era un pulso, continuo, rítmico. La luz aumentaba, como latiendo, y en menos de un segundo, una llamarada la atravesó.
Ella saltó como un resorte, ligeramente empapada en sudor. El reloj que había puesto como alarma gritaba a las cuatro esquinas de la habitación matrimonial. Las tres de la mañana. Su esposo se giraba lentamente.
—¡Arthur! Despierta.
—Cinco minutos más, amor.
Su aperezada voz le dio risa. Comenzó a sacudirlo del hombro.
—No señor, despierta, que nos vamos a retrasar. Ya dormiremos en el avión.
La luz de la habitación se encendió y ella se levantó, buscando a tientas las gafas sobre la mesa de noche y poniéndose un albornoz encima.
Después de ello tomaron una ducha rápida, volvieron a revisar todo, tomaron su documentación y equipaje, los pusieron bajo el capó del automóvil y se marcharon con velocidad por la autobahn, para llegar a Hamburgo. En el aeropuerto, chequearon los equipajes, pasaron los controles de seguridad y se sentaron en una sala de espera.
—¿No se nos olvidó nada?
De nuevo, resopló.
—Pues es muy tarde para pensar eso, amor.
Ella le agarraba firmemente la mano.
—¿Todas las medicinas?
—Todas.
Golpeó suavemente la bolsa de mano que llevaban. Allí había empacado provisiones en caso de emergencia.
—¿Y los vestidos de…?
—Los empacamos.
Él miraba hacia el vacío, como tratando de enumerar.
—Cielo, tranquilízate. Si nos hace falta algo, podemos comprarlo allá. No te preocupes.
Ella observó su reloj de pulso. Eran las cinco. Si no se equivocaba, en escasos minutos ascenderían al aeroplano, y en treinta minutos, mientras ellos despegaban, la prueba doce cuarenta y siete alfa iniciaría. Se sonrió un poco y agitó su cabeza para sacarse el trabajo de la mente.
—¿Qué pasa, amor?
—Nada, cielo, yo pensando tonterías.
Esa sería una prueba más, de las mil doscientas cuarenta y seis que ya habían hecho previamente, con mismos parámetros y, esperando, mismo resultado que las inmediatamente anteriores. Solo sutiles variaciones sobre los valores serían los cambios a efectuar. Tomó una bocanada de aire y la expulsó. Arthur se comenzaba a dormir en esa posición.
—Pasajeros del vuelo KL 1776 con destino a la ciudad de Amsterdam y conexiones, ingresar por la puerta de embarque número catorce.
Arthur se despertó de golpe y se levantó de su silla, un poco desorientado.
—Vamos.
Ella le sonrió y lo ancló.
—Calma, ya estamos aquí, así que podemos entrar con calma.
Unos minutos después, con sus pasajes verificados, ingresaron al avión y se acomodaron en sus respectivos asientos. Arthur revisó todo alrededor meticulosamente, las ventanas, la silla, el cinturón de seguridad, leyó el panfleto del avión, revisó la salida de aire y volvió a revisar el cinturón.
—Amor, ¡relájate!
—Tú… Tú sabes que volar me atemoriza.
—Y tú sabías que vamos a estar doce horas acumuladas enlatados en aviones, así que descansa, duerme.
Él le agarró la mano e intento tirarse hacia atrás, cerrando sus ojos. Ella se acercó y le beso tiernamente la mejilla.
—Señores pasajeros, son las cinco y veintidós de la mañana en Hamburgo. Bienvenidos a su vuelo…
Ella revisó su reloj. Efectivamente era dicha hora.
—En tres minutos daremos inicio a nuestro vuelo con destino a Amsterdam y conexiones. Revisen que sus cinturones estén correctamente abrochados…
En siete minutos más o menos, la siguiente prueba iniciaría en su laboratorio. ¿Por qué seguía pensando en su trabajo, a pesar de ya estar descansando?
El avión comenzó a moverse por la pista con lentitud, motores encendidos a una fracción de su potencia, impulsando el pesado aparato a través del pavimento para llegar a la zona en la cual despegarían. Arthur le apretaba la mano con fuerza, con la otra arrugando su pantalón. El aparato se detuvo en un extremo de la pista, el capitán del vuelo hizo un anuncio, y los motores se encendieron en su máxima potencia.
Las fuerzas combinadas hicieron que vibrara el suelo, las sillas, cada parte de su cuerpo, mientras el aeroplano se disparaba como una bala fuera de un cañón, alcanzando la velocidad de despegue.
Ella miró su reloj y notó que el segundero virtual dibujado en la pantalla indicaba que eran las cinco y treinta y cero segundos exactos.
En ese momento, se hizo el silencio. Toda la aceleración que llevaban en ese momento se detuvo por completo, impulsándola un poco hacia el frente por inercia. El ruido de los motores dejó de existir y la vibración se detuvo. Ella miró a todos lados preocupada. Su esposo estaba congelado en la misma posición, respingando los ojos con fuerza. Los demás pasajeros continuaban en la misma posición. Su corazón se acelero y comenzó a sudar profusamente.
—Arthur… ¡Arthur!
Lo que ella creía que había articulado jamás escapó de su boca. Intentaba gritar, pero el sonido no salía. Se agarró con la mano que llevaba libre en la garganta e intentó sentir si tenía pulso o si sentía vibraciones en el aire. Aunque su corazón si bombeaba, el aire no se movía. Era como el sueño que había tenido esa noche.
Una luz blanca y fuerte la cegó, obligándola a apretar los ojos. Agarró la mano de su esposo con fuerza y se inclinó hacia él, abrazándolo.
Cinco segundos después, cuando detrás de sus párpados dejó de ver el brillo aquel, abrió sus ojos. El panorama era increíble. No estaban en un avión, ninguno de los demás pasajeros estaban a su lado, el cielo era de color violeta, las estrellas notablemente visibles en el cielo, con unas montañas de colores verdosos y brillantes a la distancia y algo parecido a árboles de formas extrañas poblando el terreno. El aire era extraño, no era tóxico, pero tenía un dulzor poco natural.
Ya no estaban sentados en la silla del aeroplano, pero sobre unas rocas. Se giró a observar a su esposo, en la oscuridad no podía verle con facilidad.
—¡Arthur!
Su grito voló hacia el horizonte, regresando como un eco. Él abrió sus ojos lentamente, dando un brinco por su sorpresa.
—¿Ya llegamos? ¿Dónde estamos?
Le soltó la mano a él y se incorporó. Se giró alrededor. El paisaje era totalmente diferente.
—¿Estás viendo lo que estoy viendo?
Él también se levantó y se dio la vuelta.
—Creo que si.
Yelena se sostuvo la frente y continuaba observándolo todo, respirando con rapidez y con su corazón en la garganta.
—Esto no es la Tierra.
Arthur la miró y se acerco a ella, tomándole la mano.
—No te creo…
—Estábamos en un avión, en el aeropuerto de Hamburgo, apenas despegando. Además, Arthur, ¿en dónde en la superficie de la Tierra el cielo es violeta, el suelo es verde fosforescente y los árboles tienen esa forma?
—Pero, podemos respirar, ¿no?
—Por ahora creo que podemos.
Se quedaron en silencio por unos instantes, contemplándolo todo. Ella daba un par de saltos, tratando de comprobar la fuerza gravitacional y su peso.
—Amor, creo que debimos haber empacado las toallas.
Ella resopló con fuerza.
—¿Tú crees? Ni siquiera tenemos nuestro equipaje a la mano.
Miró su reloj. Siete y treinta, congelados en el tiempo, como si no existiera, como si el universo se hubiera quedado paralizado.