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Una reconocida científica y su equipo trabajan en un experimento único en el corazón de Alemania. Después de un gran éxito, se prepara para tomar un merecido descanso al lado de su esposo.
«Jugando con fuego» (parte 1)
—Amor, ¿debemos empacar toallas?
Resopló por su nariz como siempre lo hacía cuando algo le parecía algo absurdo.
—Por favor… ¿Desde cuando en los hoteles no dan toallas?
—Ah, pues cielo, no sé.
Ella se mandó la mano para su frente y se la frotó. Desacomodó sus gruesas gafas pero no le importó. Estaba sentada de lado al frente de un gran panel de pantallas, cada una mostrando largas gráficas y dibujos de un complicado experimento científico. Luces de colores se iluminaban para indicar los estados de diferentes sistemas y un listado de mensajes se dibujaba en otra pantalla.
Alrededor de ella, varias personas corrían de lado a lado, en otras estaciones similares a la que ella controlaba, cargando otras pantallas en sus manos y al fondo una más grande mostrando un resumen de lo mostrado en cada una de las individuales. En la parte superior una marquesina mostraba el texto “Condición: Normal”.
—¿Y champú? ¿Jabón? Tus medicinas…
—No necesitamos nada.
Pausó un segundo.
—Espera, mis medicinas si. Embútelas todas.
Del otro lado de la línea se escuchaba el revolcar de muchas cosas.
—Arthur, ¿qué tanto has empacado?
—Van…
La pausa la incomodó mucho.
—¿Tres maletas?
—Ah, excelente.
—Ahora comienzo a empacar lo tuyo.
—¡Arthur! ¿Qué tanto llevas?
—Empaqué la tanga aquella que te gusta.
Ella abrió los ojos por su sorpresa. Reaccionó y bajó el volumen de su voz.
—Arthur, ¿cómo dices eso? Estoy en el laboratorio.
—Así es, y cuando estemos solos en la habitación, me la pongo y te hago el helicóptero.
—¡ARTHUR!
Varios de los otros científicos se tornaron a verla. Aquel súbito grito se escapó disparado de su garganta. Sus mejillas se pusieron calientes, rojas como un hierro fundido. Ella solo hizo una extraña mueca, una fusión entre la preocupación que se veía en su cejo y una sonrisa mal dibujada.
—No menciones más eso, mira que me hiciste dar pena.
—Perdón, pero solo imagínatelo.
Ella rodó sus ojos hacia arriba. Sus mejillas se volvieron a calentar. Sus cavilaciones fueron interrumpidas por un vozarrón que partió el aire. El ruido natural de la sala se convirtió en solemnidad.
—Prueba número doce cuarenta y seis, sigla beta. Inicia en sesenta segundos. Todos a sus puestos.
Aquellos que circulaban de lado y lado corrieron con rapidez a sus respectivas estaciones.
—Amor, te hablo ahora más tarde.
—Cuídate cariño.
—Chao.
La fuerte voz sonó de nuevo.
—Doctora Buchmacher, ¿podría ajustar los parámetros de refracción?
Ella se acomodó con rapidez en su silla y ajustó un micrófono que se inclinaba a un par de centímetros de su boca. Tocó un par de opciones en su pantalla.
—Ajustados para beta.
—Doctor Bueller, ¿inclinación del receptor?
Otro tipo, a un par de puestos, hizo lo mismo.
—Ajustados para beta.
—Todas las estaciones listas. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero.
En el fondo de dicha habitación rebotaba el eco de aquel número. El silencio era sepulcral. A lo lejos, un zumbido fue incrementando lentamente. En las pantallas, números cambiaban con rapidez, todos los científicos observando el proyector principal con ansiedad. El sonido de ventiladores aumentaba y comenzó a sentirse una vibración en el suelo. Las superficies del café o el agua en los vasos desperdigados por la habitación empezaban a formar surcos.
Otra voz rompió la concentración.
—Todos los parámetros normales. Ligera desviación de seis ceros en el ángulo de incidencia del haz.
—Entendido.
—Detección de campo de apertura 5D.
—Entendido.
Ella bajó la mirada a su pantalla y contó con rapidez los dígitos que se mostraban en ella. A sus ojos todo parecía nominal.
—Refracción en desviación de diez ceros. Consistencia del haz doce nueves.
—Entendido.
El ruido de fondo continuaba, perceptible a todos. La vibración mecía todo un poco. Otra voz hizo su aparición.
—Apertura en 6D en veinte segundos.
—Estaciones, preparadas para capturar la información.
Ella presionó un par de botones. Una de las pantallas se convirtió en una gráfica sobre la que se dibujaba información rápidamente.
—T menos tres. Dos. Uno. Cero.
Una fuerte luz blanca se propagó por toda la habitación, inundándola en un brillo artificial. El ruido había desaparecido y el silencio era total, el mundo se había congelado en su posición. La luz duró alrededor de veinte segundos. Y así de súbito como apareció, se desvaneció en un pestañeo.
—T más uno. Más dos. Más tres. Atención, estaciones, confirmado evento.
Todos se levantaron de sus asientos. El júbilo lo llenó todo. El ruido de fondo fue dispersándose, disminuyendo con lentitud. Ella observó sus pantallas con detenimiento, dio un par de golpecitos a una de las pantallas y encendió su micrófono.
—Confirmado evento, refracción confirma veinte segundos de detención del flujo del tiempo. La punta del rayo se movió veinte segundos luz.
Comenzaron los aplausos. Uno de los científicos se le acercó por detrás y le dio una palmada en la espalda.
—¿Vas a poder irte a descansar, no, Buchmacher?
—Si esto funcionaba o no, igual me iba a volar.
Después de varios minutos con más reportes de estado y más júbilo, finalmente la fuerte voz concluyó con el experimento. Todo el barullo se detuvo para escuchar el reporte.
—Prueba doce cuarenta y seis beta. Éxito. Información recolectada. Será procesada en treinta minutos. Prepárense para prueba número doce cuarenta y seis, sigla gamma. A iniciar a las trece veinte.
Se sintió como la tensión se desinflaba. Muchos se levantaron de sus asientos, arqueando sus espaldas y suspirando con fuerza. Ella se acomodó las gafas por fin, abrió una compuerta al lado de su escritorio, sustrajo un par de pastillas de una cajita y se las tragó sin dilación, seguidas de un trago de un café oscuro y frío.
—Yelena Buchmacher, por favor dirigirse a la oficina del Administrador.
Suspiró fuertemente, se levantó, tomó una bata que estaba colgada del espaldar de su silla y se la puso mientras caminaba hacia la parte posterior del laboratorio. La marquesina en la parte superior mostraba el mensaje “Condición: Enfriando”.
Se acercó a una puerta de metal que se abrió de par en par. Sintió mucho frío al sentir el aire al exterior del laboratorio. Los pasillos estaban muy iluminados, a diferencia de la oscuridad del laboratorio. Comenzó a caminar por el corredor, a pasos lentos. Se embutió las manos en los bolsillos de la bata, mientras esquivaba otros científicos y algunas mesas llenas de aparatos y conectores regados.
Después de unos doce minutos parsimoniosos arrastrando sus pies, tocó un botón al lado de una puerta con el título de Administrador pintado sobre ella. Unos segundos después, la puerta se abrió. Del otro lado de esta, había una habitación cúbica, perfectamente iluminada con pantallas adheridas a cada centímetro de las paredes y el techo del recinto, con un suelo, blanco e inmaculado. Una mesa y una silla blanca eran los únicos muebles. Y sentada en dicha silla, una mujer entrada en años, su mirada cansada, observando las imágenes de alrededor. Era ella el Administrador.
—¿Me llamó, Administrador?
—Si, doctora Buchmacher, felicidades por una prueba beta exitosa.
—No, las felicidades se las merecen todos.
—Usted no entiende, Buchmacher… Si no hubiera sido por tu contribución al cálculo manual de los parámetros de refracción y que el laboratorio que lideras hizo esos prismas tan perfectos, seguiríamos con desviaciones de dos ceros y pruebas fallidas.
—Por eso le digo, doctora Rabi. No fui yo.
—Sandeces, Buchmacher. Ninguno de nuestros computadores fue capaz de procesar los cálculos requeridos para alinear los refractores y mantener la consistencia del haz. Por más que me lo pregunto, no sé como lo lograste a letra y puño.
Yelena encogió sus hombros. Las ideas siempre llegaban a su cabeza de la nada, cuando menos lo esperaba. Esos parámetros de los que el Administrador hablaba, los calculó en una ocasión en que se había ido a dormir temprano, en la mitad de la noche se levantó, los escribió en un tablero y se volvió a acostar sin siquiera darse cuenta como los logró o los obtuvo.
—Inspiración, supongo.
—Eso es algo más.
El Administrador se levantó de la silla. Se le veía cansada, sus ojos ojerosos y vidriosos, su cuerpo gibado y débil dando cortos pasos hacia Yelena. Una vez estuvo a un cuerpo de distancia, habló en voz baja.
—Sabes porque te he llamado.
—Y ya sabes mi respuesta, Dietre.
—Dios mío, Yelena, piénsalo. Piénsalo. Eres la única a la cual puedo confiar el puesto.
—Dietre, no. Mi vida, mi trabajo deseado es estar en el laboratorio con todos, haciendo, creando, no solo siendo observadora y ordenándole a todos que hacer. Incluso, hay personas más talentosas que yo que pueden hacer este trabajo… ¡Hasta lo desean!
El Administrador se rascó los ojos y respiró profundamente.
—Y yo te estoy diciendo que eres la persona indicada, la única en la que yo podría confiar.
—Tu haces un genial trabajo como Administrador…
—Yelena… Tengo noventa y dos años. No creo que tenga más energía para poder realizar esta labor.
La miró de pies a cabeza. Yelena pensó que se veía tan pequeña y tan agotada, pero sabía que en realidad el Administrador tenía una capacidad mental perfecta, ágil y perspicaz. Ella era capaz de tomar buenas decisiones en milisegundos. Les había salvado el pellejo en más de una oportunidad, deteniendo todas las actividades cuando presentía que algún experimento se iba a salir de control.
Yelena, en cambio, se consideraba todo lo contrario. Se había casado con un administrador de empresas al que a menudo le tocaba decirle que hacer y que evitar, que le satisfacía en la cama, pero de resto era bastante sencillo. Todos sus colegas le advirtieron en contra de esta relación, y esto le hacía pensar que no era lo suficientemente inteligente como para tomar buenas decisiones. Sin embargo, amaba a Arthur de forma genuina, pues había sido su compañero y apoyo moral en muchas etapas, algunas muy difíciles, de su vida. Su mente se fue directo a recuerdos de su vida marital en la cama. Intentó alejarlos, pero se le dificultaba.
—Espero que tus vacaciones te permitan pensar en ser mi sucesora. Te juro que no podría darle esta responsabilidad a nadie más.
—Lo pensaré, pero espera sentada.
El Administrador dio dos pasos hacia atrás y comenzó a hablar en voz alta.
—Doctora Buchmacher, la prueba doce cuarenta y seis gamma es en una hora. Descanse, coma algo y la veo en el laboratorio.
—Entiendo, Administrador.
La puerta por la que ingresó se abrió de golpe. Yelena dio la vuelta y se marchó, mientras el Administrador se volvía a sentar en su silla. Yelena fue al casino, comió un par de emparedados con más café y faltando veinte minutos para comenzar la prueba gamma, se devolvió al laboratorio.
Los experimentos que estaban realizando utilizan cientos de haces de láser concentrados, junto con una serie de conductos, fibras de vidrio, espejos y refractores para crear luz blanca muy pura. Fue determinado por las congruencias de Druyan-Michel-Rand, una famosa teoría relativista, en las que se cree que una luz de amplio espectro y gran potencia, causaría diminutas perturbaciones sobre la tela del espacio-tiempo, debido a su gran carga energética y fotónica, y sería capaz de crear nueva materia o detener el tiempo una cantidad indeterminada. Después otros científicos pudieron calcular cuan larga podría ser la dilatación del tiempo basada en la cantidad de energía que sería utilizada en cada experimento, además del rango de espacio alrededor del punto focal del fenómeno que sería afectada por dicha dilatación temporal. No es mayor a una decena de metros, pero era lo suficiente cerca como para que el laboratorio fuera sujeto a tal efecto relativista.
La primera vez que Yelena y compañeros lo experimentaron, no notaron la diferencia temporal. Solo fue cuando compararon sistemas externos al laboratorio que determinaron las diferencias. Es por esto que la oficina del Administrador está ubicada tan lejos del laboratorio, para no sesgar la experiencia de un observador externo.
La prueba gamma de aquel día también fue un éxito, permitiendo frenar el tiempo en el laboratorio unos tres minutos y medio. Nadie experimentó ninguna experiencia extraña, pues para ellos este nunca se detuvo. Sin embargo, para el Administrador, quien tenía que estar pendiente de toda la actividad, ver a sus compañeros suspendidos en el tiempo era algo que le causaba temor e impresión. Los resultados del análisis siempre tomaban tiempo en procesarse, así que Yelena se preparó para marcharse, tomó una caja de cartón que conservaba a un lado y comenzó a empacar sus cosas.
—Doctora Buchmacher, felicidades.
—Gracias, doctor Bueller. Felicidades para usted y su equipo también.
—Así que no va a estar para nuestra cena de celebración.
—No, no, Bueller. Ustedes son muy resistentes, y mi esposo y yo partimos mañana temprano para Aruba.
—Es que pareciera que no va a volver, llevando sus cosas como quien renuncia.
Ella se rió un poco y le dio un suave golpe a la pantalla que tenía al lado.
—James, alguien va a tener que controlar este aparato y tener todo este estorbo al lado va a ser bastante incómodo.
—¿Y a quien ha designado para ello?
—El Administrador ya lo sabe. Más bien, se lo dejé a ella.
El doctor Bueller se rió.
—Por supuesto. ¡Felices vacaciones!
—Gracias, James.
Yelena terminó de empacar con rapidez, se despidió de un par de otros colegas, tomó un sorbo de una champaña que alguien entró de contrabando al laboratorio, se amarró la bata al cinto y con caja en mano se despidió usando el altavoz, a lo que recibió una ovación por un par de minutos, el reconocimiento de sus colegas a su trabajo. La llenó de orgullo, levantó su cabeza y se retiró.
Ella había estudiado física óptica y cuántica en una Universidad neerlandesa. No había sido la mejor de la clase, pero era bastante creativa y había siempre tenido excelentes marcas. La contrataron al otro día de su graduación en una universidad suiza, dónde trabajó al lado de muchos de los que serian sus colegas en este lugar. Se apasionó por los efectos de la relatividad sobre la luz y se volcó en la investigación de los agujeros negros. Allí fue dónde, utilizando una beca de la Comunidad Europea, encontró que creando complejos laberintos para que la luz se concentrara en un pequeño espacio, podía lograr refractarla y amplificar su potencia.
Un pequeño laboratorio de Alemania le hizo una gran oferta, la que ella aceptó. Ese pequeño laboratorio se convirtió en gran conglomerado de investigación con rapidez.
Por varios años estuvieron a la expectativa que estos experimentos lograran confirmar las teorías que se habían creado alrededor del viaje temporal, pero solo hasta este año, cuando Yelena se involucró directamente en ellos, fue que lograron activar el fenómeno, al que han replicado con cierta frecuencia desde hace un mes.
Esto la llenaba de orgullo y la emocionaba visiblemente, sin embargo ya había trabajado once meses continuos, sin prácticamente mucho descanso. Arthur ya había aguantado mucho tiempo solo y esperaba con ansias estas vacaciones, quince días continuos de relajación en la paradisiaca isla de Aruba en el Caribe americano.
Yelena caminó con inusual celeridad, pasando por diversos controles de seguridad y varios elevadores hasta salir a la superficie una hora después. El calor del Sol de la tarde había levantado la humedad del suelo, haciendo que el viento fuera fresco aunque un poco pegajoso. Había estado bajo tierra por diez días seguidos, así que dicha sensación le causó un poco de alegría. Por fin, después de tanto tiempo, sintió que había logrado algo increíble con su equipo. Se dirigió al edificio del parqueadero, buscó con rapidez su automóvil, embutió la caja en el asiento de atrás, se sentó en la cabina y condujo su automóvil hacia la casa en que Arthur y ella habitaban, a un par de horas de distancia del laboratorio en Boizenburg.
Una vez llegó, ya entrada la noche, aparcó el carro como pudo y sin sacar nada de él, se metió en la casa, ansiosa de ver a su marido.
—Arthur, ¿dónde estás?
—En el estudio, cielo.
La voz retumbó por las paredes, bajando por las escaleras. Se dirigió con rapidez, tirando la bata encima de uno de los sofás de la sala. Era una casa más bien común, pequeña y de dos plantas, pero acogedora, en uno de los suburbios de Bremen.
En el estudio, estaba sentado Arthur, un hombre musculoso, de lustrosa cabellera y facciones pulidas, barba tupida pero esmeradamente cuidada. Vestía un traje elegante. Estaba sentado al frente de un par de pantallas y usaba unos auriculares. Al parecer se encontraba en alguna clase de reunión virtual.
—Amor, ¡pero debiste al menos venir a recibirme!
Se tornó a verla, regalándole una hermosa sonrisa.
—Cielo, estoy en una videoconferencia en este momento. Estoy tratando de cerrar todo lo mejor posible para que nos podamos ir con tranquilidad. Dame quince minutos.
Arthur y ella se habían mudado a Bremen desde Lausanne en Suiza, dónde se conocieron, se comprometieron y se casaron. Su relación fue bastante extraña y particular, a los ojos de los colegas de ambos. Se gustaron inmediatamente a pesar de sus intereses y trasfondos diferentes, disfrutaron de un prolongado noviazgo, que fue suspendido por tiempos debido a las obligaciones de lado y lado, hasta que decidieron asentar su compromiso y casarse, para meses después, ser Yelena contratada en Alemania, a lo que Arthur accedió, viajando con ella, trabajando remotamente para la misma corporación en la que ha estado contratado desde hace varios años.
Ella se sentía afortunada de tener una pareja tan solidaria y compenetrada como él. Cualquier otro, incluso ella misma, hubiera dado por finalizada la relación en una situación como esta. Pero no Arthur. Él estaba completamente enamorado de ella, y ella de él. Ya le había esperado diez días para verle, así que esperaría un par de minutos para poder saludarle como se merecía, con un beso y un abrazo fraterno. Igual, ya lo tendría a él por quince días exclusivamente, y no tendrían de que preocuparse por todo ese tiempo. No más experimentos, no más trabajo.
Decidió que era mejor tomar una ducha. A pesar que tomaba baños diarios en aquellos periodos de días encerrada en el laboratorio, quería sentirse limpia, aliviada y más cómoda ahora en su casa. Se dirigió a la habitación matrimonial, lanzó sus lentes hacia la cama, se desvistió, ingresó al baño privado, se observó, notó que tenía un poco más de carne en su panza y piernas, resultado de la falta de ejercicio y total concentración que siempre volcaba hacia su trabajo, se metió en la ducha y se comenzó a lavar.
Notó que sus músculos estaban adoloridos, apeñuzcados, resultado del estrés y la tensión acumulada de los últimos días. Comenzó a masajearlos, cuando un ruido le sorprendió. Era su esposo, quien ingresó a la ducha desnudo.
—¿Necesitas un masaje?
—Por favor.
Le abrazó por detrás y la besó.
Una hora después, estaban un poco agotados sobre la cama, mirando hacia el techo, él abrazándola fuertemente y ella dejándose consentir.
—Fueron solo diez días, pero parecieron una eternidad, cielo.
—Lo sé, amor. Te extrañé mucho.
—Me alegra que el experimento haya sido un éxito.
—Después de tres largos años, por fin vemos los frutos de nuestro esfuerzo. ¿Y tu trabajo?
—Todo está en orden, ya encargué todo a mis compañeros. No creo que los próximos olímpicos se vayan a cancelar por que falte yo.
Ella sonrió, cerró los ojos y clavó su cabeza en su pecho. Una idea llegó a su cabeza de repente.
—¿Y las maletas?
Se separó rápidamente de él, se amarró la toalla que había dejado tirada al lado del lecho y comenzó a observar alrededor.
—Ya las terminé. Están abajo. ¿No las viste cuando entraste?
—No, quería verte a ti primero. Igual, debemos revisarlas.
Arthur había empacado tres maletas en total. En ellas, mezcladas, ropas de él y de ella, algunos artículos personales y justo encima de las pilas de ropa, la tanga aquella que él había mencionado anteriormente, puesta en exhibición como para causar impresión. Eran ya las diez de la noche, en tanto reorganizaban las maletas, revisaban los pasaportes, los pasajes del vuelo y las reservas de hotel, revisaban una guía de las actividades que iban a realizar y etiquetaban los equipajes para identificarlos más fácil. Bajaron dos y tres veces a la cocina, sala y comedor y revisaron que todo estuviera apagado y desconectado. Su vuelo saldría a las cinco y media de la mañana desde Hamburgo. Pusieron tres alarmas, para las tres de la mañana.
A las once de la noche, finalmente se retiraron a dormir, rendidos.
Ella tuvo un extraño sueño en esta ocasión. Estaba flotando desnuda en el espacio exterior, las estrellas lejanas alcanzando sus ojos y un poco más allá podía ver a Marte, Júpiter y Saturno. Los reconocía por sus formas y colores. Se giró y reconoció la Luna, un poco lejana, Venus y sus tonos rosa, y el Sol un poco más detrás, encandilándola. Y allí, como si la pudiera tocar, la esfera azul que denominamos hogar, sus nubes, sus continentes, el agua. Un halo azul la subrayaba contra el fondo de ébano. Intentó reconocer los lugares, pequeñas luces demarcaban los lugares donde la humanidad habitaba, como si estuvieran pintados con acuarelas.
Pestañeó, y la Tierra giró, el Sol se hizo a su espalda, como si hubieran pasado unas doce horas. A pesar que estaba afuera de la atmósfera, podía respirar y los rayos solares no quemaban su piel. Reconoció la perspectiva que tenía al frente, se encontraba justo encima de Europa, quizás encima de Alemania, quizás encima de Bremen, dónde ella sabía que estaba dormitando con su esposo.
Estiró su mano como para alcanzar a la Tierra, y en ese preciso momento, un extraño punto de luz blanca comenzó a surgir, mucho más brillante que el Sol, como un diminuto diamante en la superficie. Lo observó extrañada, en tanto crecía y se hacía más y más fuerte. De repente, un zumbido como mil avispas alcanzó a sus oídos. Era un pulso, continuo, rítmico. La luz aumentaba, como latiendo, y en menos de un segundo, una llamarada la atravesó.
Ella saltó como un resorte, ligeramente empapada en sudor. El reloj que había puesto como alarma gritaba a las cuatro esquinas de la habitación matrimonial. Las tres de la mañana. Su esposo se giraba lentamente.
—¡Arthur! Despierta.
—Cinco minutos más, amor.
Su aperezada voz le dio risa. Comenzó a sacudirlo del hombro.
—No señor, despierta, que nos vamos a retrasar. Ya dormiremos en el avión.
La luz de la habitación se encendió y ella se levantó, buscando a tientas las gafas sobre la mesa de noche y poniéndose un albornoz encima.
Después de ello tomaron una ducha rápida, volvieron a revisar todo, tomaron su documentación y equipaje, los pusieron bajo el capó del automóvil y se marcharon con velocidad por la autobahn, para llegar a Hamburgo. En el aeropuerto, chequearon los equipajes, pasaron los controles de seguridad y se sentaron en una sala de espera.
—¿No se nos olvidó nada?
De nuevo, resopló.
—Pues es muy tarde para pensar eso, amor.
Ella le agarraba firmemente la mano.
—¿Todas las medicinas?
—Todas.
Golpeó suavemente la bolsa de mano que llevaban. Allí había empacado provisiones en caso de emergencia.
—¿Y los vestidos de…?
—Los empacamos.
Él miraba hacia el vacío, como tratando de enumerar.
—Cielo, tranquilízate. Si nos hace falta algo, podemos comprarlo allá. No te preocupes.
Ella observó su reloj de pulso. Eran las cinco. Si no se equivocaba, en escasos minutos ascenderían al aeroplano, y en treinta minutos, mientras ellos despegaban, la prueba doce cuarenta y siete alfa iniciaría. Se sonrió un poco y agitó su cabeza para sacarse el trabajo de la mente.
—¿Qué pasa, amor?
—Nada, cielo, yo pensando tonterías.
Esa sería una prueba más, de las mil doscientas cuarenta y seis que ya habían hecho previamente, con mismos parámetros y, esperando, mismo resultado que las inmediatamente anteriores. Solo sutiles variaciones sobre los valores serían los cambios a efectuar. Tomó una bocanada de aire y la expulsó. Arthur se comenzaba a dormir en esa posición.
—Pasajeros del vuelo KL 1776 con destino a la ciudad de Amsterdam y conexiones, ingresar por la puerta de embarque número catorce.
Arthur se despertó de golpe y se levantó de su silla, un poco desorientado.
—Vamos.
Ella le sonrió y lo ancló.
—Calma, ya estamos aquí, así que podemos entrar con calma.
Unos minutos después, con sus pasajes verificados, ingresaron al avión y se acomodaron en sus respectivos asientos. Arthur revisó todo alrededor meticulosamente, las ventanas, la silla, el cinturón de seguridad, leyó el panfleto del avión, revisó la salida de aire y volvió a revisar el cinturón.
—Amor, ¡relájate!
—Tú… Tú sabes que volar me atemoriza.
—Y tú sabías que vamos a estar doce horas acumuladas enlatados en aviones, así que descansa, duerme.
Él le agarró la mano e intento tirarse hacia atrás, cerrando sus ojos. Ella se acercó y le beso tiernamente la mejilla.
—Señores pasajeros, son las cinco y veintidós de la mañana en Hamburgo. Bienvenidos a su vuelo…
Ella revisó su reloj. Efectivamente era dicha hora.
—En tres minutos daremos inicio a nuestro vuelo con destino a Amsterdam y conexiones. Revisen que sus cinturones estén correctamente abrochados…
En siete minutos más o menos, la siguiente prueba iniciaría en su laboratorio. ¿Por qué seguía pensando en su trabajo, a pesar de ya estar descansando?
El avión comenzó a moverse por la pista con lentitud, motores encendidos a una fracción de su potencia, impulsando el pesado aparato a través del pavimento para llegar a la zona en la cual despegarían. Arthur le apretaba la mano con fuerza, con la otra arrugando su pantalón. El aparato se detuvo en un extremo de la pista, el capitán del vuelo hizo un anuncio, y los motores se encendieron en su máxima potencia.
Las fuerzas combinadas hicieron que vibrara el suelo, las sillas, cada parte de su cuerpo, mientras el aeroplano se disparaba como una bala fuera de un cañón, alcanzando la velocidad de despegue.
Ella miró su reloj y notó que el segundero virtual dibujado en la pantalla indicaba que eran las cinco y treinta y cero segundos exactos.
En ese momento, se hizo el silencio. Toda la aceleración que llevaban en ese momento se detuvo por completo, impulsándola un poco hacia el frente por inercia. El ruido de los motores dejó de existir y la vibración se detuvo. Ella miró a todos lados preocupada. Su esposo estaba congelado en la misma posición, respingando los ojos con fuerza. Los demás pasajeros continuaban en la misma posición. Su corazón se acelero y comenzó a sudar profusamente.
—Arthur… ¡Arthur!
Lo que ella creía que había articulado jamás escapó de su boca. Intentaba gritar, pero el sonido no salía. Se agarró con la mano que llevaba libre en la garganta e intentó sentir si tenía pulso o si sentía vibraciones en el aire. Aunque su corazón si bombeaba, el aire no se movía. Era como el sueño que había tenido esa noche.
Una luz blanca y fuerte la cegó, obligándola a apretar los ojos. Agarró la mano de su esposo con fuerza y se inclinó hacia él, abrazándolo.
Cinco segundos después, cuando detrás de sus párpados dejó de ver el brillo aquel, abrió sus ojos. El panorama era increíble. No estaban en un avión, ninguno de los demás pasajeros estaban a su lado, el cielo era de color violeta, las estrellas notablemente visibles en el cielo, con unas montañas de colores verdosos y brillantes a la distancia y algo parecido a árboles de formas extrañas poblando el terreno. El aire era extraño, no era tóxico, pero tenía un dulzor poco natural.
Ya no estaban sentados en la silla del aeroplano, pero sobre unas rocas. Se giró a observar a su esposo, en la oscuridad no podía verle con facilidad.
—¡Arthur!
Su grito voló hacia el horizonte, regresando como un eco. Él abrió sus ojos lentamente, dando un brinco por su sorpresa.
—¿Ya llegamos? ¿Dónde estamos?
Le soltó la mano a él y se incorporó. Se giró alrededor. El paisaje era totalmente diferente.
—¿Estás viendo lo que estoy viendo?
Él también se levantó y se dio la vuelta.
—Creo que si.
Yelena se sostuvo la frente y continuaba observándolo todo, respirando con rapidez y con su corazón en la garganta.
—Esto no es la Tierra.
Arthur la miró y se acerco a ella, tomándole la mano.
—No te creo…
—Estábamos en un avión, en el aeropuerto de Hamburgo, apenas despegando. Además, Arthur, ¿en dónde en la superficie de la Tierra el cielo es violeta, el suelo es verde fosforescente y los árboles tienen esa forma?
—Pero, podemos respirar, ¿no?
—Por ahora creo que podemos.
Se quedaron en silencio por unos instantes, contemplándolo todo. Ella daba un par de saltos, tratando de comprobar la fuerza gravitacional y su peso.
—Amor, creo que debimos haber empacado las toallas.
Ella resopló con fuerza.
—¿Tú crees? Ni siquiera tenemos nuestro equipaje a la mano.
Miró su reloj. Siete y treinta, congelados en el tiempo, como si no existiera, como si el universo se hubiera quedado paralizado.