«La leyenda del perro con el hocico hundido»

Esto no es una historia de la vida real. Pero quizá lo podría ser. Queda a juicio de ustedes, mis queridos lectores, hasta dónde creer y desde dónde imaginar.

Hace varios años, en los largos (o incluso cortos) fines de semana mientras estaba en la universidad, era normal querer distraerse no simplemente quedándose en la ciudad, divagando en centros comerciales —para los cuales no había dinero para comprar—, o buscando exóticas comidas —para las cuales no había dinero para pagar—, o tratando de parecer suficientemente elocuente ante mis pares, lo cual era casi un cincuenta cincuenta.

A menudo nos retirábamos del enjambre urbano para terminar en recónditos lugares de las veredas alrededor de la ciudad, a las cuales se accedía subiendo a un cómico pero incómodo bus de aquellos que llamamos “escalera” en mi país, o en un registro más humilde, una “chiva”, que aunque precariamente, puede subir los montañosos relieves de la geografía de mi ciudad y mi país, franqueando francamente peligrosos parajes por los cuales no creeríamos un aparato de tal magnitud pudiese atravesar. Incontables veces mis amigos y yo mirábamos nuestra vida pasar frente a nuestros ojos al ver los precipicios por los cuales rodaríamos en caso que la fricción del automóvil con el suelo jugara en nuestra contra.
Pero esto nunca nos pasó. Por algo aun estoy escribiéndoles.

Resultado de ello, a menudo, se armaban interesantes interacciones con los habitantes de dichos lugares, en las cuales lo cotidiano quedaba reducido a un quinto plano y sus vivencias se convertían en núcleos alrededor de los cuales giraban leyendas y mitos que distaban bastante de aquellas que siempre son repetidas, como la Patasola o la Llorona.
Y aunque estas dos son más famosas que las demás, y están siendo olvidadas por las nuevas generaciones y su explosión de información, deseo de todo corazón que continúen siendo transmitidas hacia el futuro. Es notable entonces que de aquel par aún se puedan encontrar registros en repositorios e internet y cualquier joven con curiosidad abundante puede buscar y encontrar una interesante cantidad de información respecto de ellas.

De esta que voy a relatar aquí, no tanto. Es un cuento más local, del cual un manojo de personas conoce, y por eso quería homenajear al plasmarlo en letra.

Esta historia es acerca del “perro con el hocico hundido”. Sé que el nombre no suena atemorizador, y que después que hablemos de este nos vamos a reír juntos, aunque en diferentes momentos y con diferentes intensidades.
Es normal para las casas del campo, especialmente las más humildes, tener uno, o varios animales de compañía que vigilen celosos los confines del terreno. Es una parte maravillosa de la interacción que llevamos con los perros, y de dónde radica la denominación del “mejor amigo del humano”. Sin embargo, los humanos somos seres increíblemente crueles, y no bastando descargar nuestra ira hacia nuestros pares, algunos nos dirigimos hacia nuestros compañeros de viaje en la Tierra y soltamos nuestra ira contra ellos, quienes no tienen mayor capacidad de expresar sus sentimientos, incluso cuando aquellos seres no tienen la culpa de nada, ni siquiera de sus impulsos e instintos.
Es algo tan abyecto y doloroso para mi, que me cuesta incluso escribirlo.

Ocurrió entonces que un vecino de una de aquellas veredas, caminando bastante borracho desde la taberna del centro del pueblo hacia su casa, bajo el manto de la oscuridad y sin mayor iluminación, casi tambaleándose precariamente en el empedrado, escuchó un suave chillido que emergía de la mitad de la carretera. El tipo se aproximó a la fuente del sonido, arrancando de su cinturón una vieja linterna de metal, una de esas que podía ser usada como bolillo para defenderse. La encendió y apuntándola a la carretera, notó un pobre perro que había sido atropellado, quien sabe hace cuántas horas, y yacía allí expirando sus últimas notas.
El hombre, quien más bien sabía nada de veterinaria, decidió recoger al animal y llevarlo a su terreno, quizá con más ánimo de regalarle al animal un descanso hasta el momento que este expirara. Él ya tenía dos perros en su finca, un tercero, sin mayor esperanza de vida, no sería un problema.
Sus otras compañías corrieron al olfatear el aroma de su humano, en tanto se aproximó al portón de su terreno. Los dos perros comenzaron a ladrar con fuerza, pues reconocían que el hombre llevaba un congénere de ellos en sus brazos. Una vez en casa, la esposa del hombre se despertó ante el ruido y lo recibió ensangrentado, con la pobre criatura en su regazo. Los animales de la pareja se mostraban curiosos e inquietos ante la situación.
La imagen era terrible. No la describiré porque no hay suficientes lágrimas en el mundo para derramar ante tan impresionante situación. Su estado era fatal y definitivo, y el campesino lo sabía. Un par de horas después, durante las cuales la pareja estuvo en vela al lado de la criatura, el animalito encontró la paz.
Entre los dos lo llevaron a un terreno más alto, cavaron un agujero más bien profundo, depositaron el cuerpo allí y lo taparon.

La pareja pronto se olvidó de la situación, aunque en un par de ocasiones, mientras el hombre bebía en exceso, se escapaba de su boca la inquietud de saber de quien era aquel animal, o tratar de encontrar el culpable de tal dicha. Desafortunadamente nunca encontró ello y con el pasar del tiempo se borraba de su memoria la situación.

Unos años después, el pueblo comenzó a ser frecuentado por unas caras no muy amables, quienes habían descubierto que era un lugar perfecto para cometer fechorías, pues la ley estaba bastante lejos, ocupada del caos de la ciudad, y era más bien conveniente para hacer uno que otro acto delictivo sin mayores represalias.
Los vecinos de la vereda veían incapaces como de repente, tipos extraños llegaban amenazando la paz del lugar, amedrentando con armas y golpes a quienes no se acogieran a su presencia. Llamar a la ley era una pérdida de tiempo, pues la mitad del tiempo ni siquiera acudían, y la otra mitad en tanto llegaban no hallaban nada, pues los intrusos estaban bien informados o incluso, tenían cómplices en las entidades.
Incluso era peor para los pueblerinos, pues en tanto los agentes se retiraban, los intrusos se descargaban amenazando a los habitantes, incluso llegando a terminar la vida de un par de ellos, como muestra de su aparente superioridad y a modo de escarmiento.

En una de sus sesiones de beber para olvidar, el hombre se quejaba con sus conterráneos acerca de la presencia de dichas personas, que ya estaban comenzando a cobrarles un dinero como “renta por vivir” allí, una “vacuna”, como si los intrusos fueran los verdaderos dueños del lugar. Desafortunadamente, los ingresos que los campesinos percibían por la venta de sus producciones agrícolas era cada vez era menor, y con ello su capacidad de subsistir se volvía más precaria.
Una vez sintió que debía regresar a su casa, el hombre se incorporó y de nuevo tambaleándose, caminó bajo la luz de la luna. A mitad del camino, y sin notarlo, una potente luz le iluminó por detrás, acompañada del horrible rugido de una de esas motocicletas que aquellos intrusos usaban. El hombre, tratando de cubrir sus ojos de la encandiladora luz, no notó que esta se acercaba cada vez más, el bullicio cada vez más fuerte, hasta el momento en que recibió un golpe pleno en el estómago, que le sacó el aire y lo arrojó al suelo. El ruido y la luz siguieron de largo, hasta un poco más arriba, en dónde parecían regresar para una segunda ronda.
El hombre temía por su vida. Soltó la linterna de metal que siempre cargaba de su cinto, sosteniéndola con fuerza con ambas manos. La motocicleta y sus conductores se aproximaban con rapidez, haciendo alarde de su ruidoso aparato. Él sabía que hacer. Se lanzaría hacia el precipicio, intentando agarrarse de alguno de los muchos árboles. Los intrusos no conocían los recovecos de la montaña, eran nuevos allí. Él, en cambio, había pasado toda su vida, desde que era un mocoso, allí.
Se persignó, respiró profundo, y en tanto escuchó que la moto estaba bien cerca, ya listo para lanzarse en plancha, escuchó un fuerte gruñido, mientras observaba la sombra de un rabioso animal que galopando se abalanzó hacia los sujetos. La moto y sus pasajeros se desestabilizaron, siguiendo en línea recta a través de la curvilínea senda, dirigiéndose derecho hacia el precipicio, dejando una estela de polvo y un ruido mecánico que soltaba ecos en tanto descendía cientos de metros.
El hombre estaba aún asustado. ¿Qué había sido aquel animal? Aquellos ruidos no parecían naturales, no eran como los de sus dos fieles perros. Levantándose con lentitud del suelo, aún aferrándose a su linterna, se aproximó al acantilado en el lugar dónde aquel aparato cortó las ramas de los árboles y descendió como un bólido llevándose a sus atacantes. La encendió, apuntándola hacia abajo. Se fijó en los arbustos, en los troncos y en las raíces. No había ni rastro de los sujetos ni de la motocicleta. Se dejó caer de nalgas al suelo, suspiró y miró al cielo. Se persignó de nuevo, apagando la linterna y volviéndola a colgar de la cintura.

Decidió por alguna razón regresar al pueblo. Si alguno de sus conterráneos aún estaba por ahí, necesitaba hacerles saber lo que había ocurrido. Caminó un par de metros, ya más sobrio por cuenta de la adrenalina. Solo fue en tanto dio otras zancadas que sintió que algo lo seguía por detrás, con una respiración agitada, quizá un poco ronca. Unos pasos delicados, pero que aún así removían las piedras.
Al principio no quiso ponerle atención, pues todavía estaba un poco acalorado. Sin embargo, la incesante persecución comenzó a preocuparle. Con su mente aún nublada, se giró, chistándole a la criatura que lo seguía, y extendiendo su mano recta, indicándole a lo que fuera que lo seguía que se fuera para la casa.
Los gruñidos y la respiración agitada continuaban, incluso aumentaban de intensidad. El hombre encendió su linterna y la apuntó a la dirección del ruido, pero no podía ver nada. Olfateó su respiración y pensó que de veras estaba muy borracho. Decidió ignorarlo y seguir regresando al pueblo.

Allí, ya solo quedaba uno de sus compadres, bastante mal y casi tirado en el suelo. Le comentó la situación con lujo de detalles, pero el tipo no le prestó nada de atención. Al final, habló con el dueño de la cantina, quien le escuchó, pero no parecía interesado en la situación, incluso parecía un poco asustado. Si eran de aquellas peligrosas personas, era mejor no involucrarse. El campesino entonces se regresó a su casa. En tanto llegó, sus perros no dieron tregua y le ladraban constantemente. Esto fue muy extraño para él, pues el resto del día eran más bien mansos. Durante todo el recorrido del portón a la casa, sus animales tomaron distancia pero no paraban de ladrarle.
Su esposa se despertó por tal ruido y él aprovechó para contarle acerca de lo ocurrido. Ella no le creyó y se limitó a pensar que era algo que había pasado por borracho, él tenía el aliento fétido a etanol. A la final se acostaron a dormir, y aunque los perros continuaron inquietos, amaneció.

Al día siguiente, los animalitos continuaron haciendo ruido. El tipo se dedicó a las labores de su terreno, cosechando unos árboles frutales. Por casualidad, se aproximó al lugar dónde habían enterrado al animal hace unos años y encontró la fosa desenterrada. Se le hizo muy extraño, aunque pensó que posiblemente había sido alguno de sus perros. No veía nada sospechoso tampoco, a exceptuar la ausencia del esqueleto del animalito. No parecía haber sido cavada con una pala, más bien como si se hubiera abierto por el clima. No le prestó más atención y continuó.
Después de la recolecta, bajó al pueblo para vender la producción en la plaza de mercado.

Notó que, a pesar que la gente estaba interesada en sus productos, no le compraban como era acostumbrado, y más bien, lo evitaban. Se preocupó un poco y habló con uno de sus compadres, quien también había bajado.
Al tipo se le veía también incómodo, evitando acercarse mucho. A la final confesó que el campesino tenía un extraño olor bastante penetrante y pungente, como a carne podrida, como a mortecina.
El hombre se asustó. Él se había bañado bien el día de hoy, y aunque había sudado un poco, no percibía tal hedor. Se olfateaba las axilas y el pantalón, y aún así no podía percibirlo. Encargó a su amigo de vender la producción y se regresó a la casa.

Los perros continuaban con el ruido, persiguiéndolo y ladrando insistentemente. En la casa, su esposa estaba un poco preocupada pues no era usual que su esposo hubiera regresado a casa a esa hora. Tampoco captaba el olor. Olfateó a su esposo por todas partes, y aunque si tenía olor a sudor y a tierra, no era un olor a muerte.
El campesino se bañó de nuevo y cambió sus ropas. Mientras tanto, su esposa decidió comprobar la situación con uno de sus vecinos. Fue a casa de este, pero en tanto se aproximó a la mujer, dice, que fue golpeado por un hedor tan fuerte que no pudo acercarse más y huyó de regreso. Era el mismo olor a mortandad.

Era algo en la casa, estaban seguros. Hicieron una limpieza completa con jabón de lavar la ropa, de pisos a techos, incluso lavaron la cocina y el frontal de la casa. Terminaron ya entrada la noche. El hombre quiso ir a calmar su sed en la taberna, así que se fue de regreso al pueblo. Allí, sus conocidos también se habían congregado, incluyendo el que más antes le había confesado del abyecto olor. En tanto se aproximó, los tipos le increparon. El hedor no se había ido. Con machetes en mano, no lo dejaron entrar en la taberna, pues según ellos, era como el olor de un trozo de carne que alguien ha dejado al sol y al canto por una semana. El tipo no sabía que hacer. Aburrido, regresó por donde había ido.

Por tres días, los campesinos no salieron de su terreno, subsistiendo con los recursos que tenían a mano. Habían sido completamente alejados por sus vecinos, quienes no querían tener nada que ver con ellos. El hombre quería que ambos bajaran a la ciudad para ver si algún médico podía ayudarles con ello, pero nadie los transportaría hasta abajo con este horrible aroma y caminar hasta allí hubiera sido un esfuerzo bastante fuerte. Ellos podrían bajar a pie, pero regresar subiendo la montaña era prácticamente imposible.
A la tercera noche, mientras ya dormían, la familia escuchó unos tiros bastante cercanos. Ambos se despertaron bastante asustados. El hombre salió con machete en mano, linterna en la otra para ver que pasaba. Los dos perros lo seguían de lado, que aunque todavía alborotados, parecían estar más acostumbrados a la situación y no parecían tan desesperados como en días anteriores.

En tanto llegó al portón observó que un grupo de aquellos peligrosos sujetos estaba en un automóvil negro, y a la par del carro, un par de hombres, quienes parecían sus vecinos, estaban tirados en el suelo, en unas poses innaturales, quietos y congelados. El hombre se asustó, apagó la linterna y se agazapó en el piso.
Los tipos lo habían notado, desafortunadamente, y emergieron del carro con armas en sus manos, gritándole para que saliera. Él se quedó muy quieto. Los perros lo delataron, pues comenzaron a ladrar fuertemente. Uno de ellos ya lo había encontrado, y aproximó a él. En tanto lo vio, le puso el cañón del arma en la cabeza, gritándole palabras soeces.
De repente, de la nada, un gruñido salvaje hizo eco en la oscuridad, un jadeo constante e incesante, como enfermizo. El ruido de un trote sobre el prado y la piedrilla rebotó entre los árboles. Escudándose, el tipo se lanzó hacia atrás, soltando la pistola en alguna parte y a la final dejando salir unos alaridos ahogados y húmedos.

Los otros sujetos se acercaron al otro para auxiliarle, pero ellos a su vez también eran atacados por la criatura. El hombre levantó la cabeza y miró alrededor. Sus dos perros seguían ladrando con fuerza a su lado. Y entonces, ¿qué estaba atacando a aquellos personajes? Sus gritos eran horripilantes y los otros sonidos que escuchaba eran golpes, rasguños, sonidos de líquidos, como si alguien hiciera gárgaras, y forcejeos.
Después de un par de tiros que rompieron el silencio y salieron al aire, regresó la calma. No habían más voces humanas, solo un jadeo constante mezclado con gruñidos y los ladridos de sus perros. El hombre se levantó del suelo, arrastrándose un poco por si acaso.
Apuntó su linterna.

Allí, los dos cuerpos de sus vecinos continuaban en la misma posición al lado del automóvil. Sin embargo, desperdigados por el área, los cuatro cuerpos sin vida de los otros sujetos, cruelmente ensangrentados, hechos jirones, como si hubieran sido atacados por un león o un tigre. El suelo estaba tintado de un color carmesí por doquiera, un horrendo hedor a sangre ferrosa emergiendo por todos lados. El tipo se levantó del todo y al ver el horror de lo ocurrido, su estómago no aguantó más y se vació convulsionando.
Una vez descansó, comenzó a correr a la casa aunque desesperado y con ganas de gritar. A medio camino se tropezó y cayó al suelo, lastimándose la cara. La linterna voló unos pasos al frente. En tanto se iba a levantar, un hedor a heces, a carne muerta y descompuesta le impactó. Levantándose de golpe por tal olor, observó la sombra de algo que no había visto jamás en su vida.

Era un amasijo de huesos y carne, pulsando, jadeando, gruñendo. No podía distinguir la cara del tal animal, pero el podrido aliento le golpeaba la nariz como si lo fuera a hacer desmayar. El olor era impresionante, agresivo. De aquel cosa, emergía un sonido como húmedo, como si alguien tomara un trozo de carne y la tiraba contra la mesa de la cocina.
No pudo aguantar y soltó un grito desgarrado. Se incorporó con rapidez, casi gateando, dejando la linterna en el suelo y huyendo hacia la casa. Allí, su esposa le esperaba preocupada. Le contó todo lo que vio, incluyendo la apariencia de la criatura aquella. Cerrando la puerta con cerrojo, ambos comenzaron a mirar por las ventanas en caso que aquella cosa se aproximara. El hombre estaba en lágrimas, persignándose y rezando toda sarta de oraciones. La mujer intentaba apuntar con la linterna a través de las ventanas. No sabían que esperar ambos. Los dos perros del otro lado jadeaban y olfateaban el espacio entre la puerta y el piso, inquietos.

La mujer no veía nada, pero estaba segura que su esposo no había bebido. Él solo había salido a ver que habían sido esos disparos unos minutos atrás. Apagó la linterna y fue a consolar a su esposo, quien continuaba rezando y encomendándose a Dios. El tipo estaba mal, visiblemente afectado por toda la situación.
Su esposa se fue a la cocina y puso a hervir un poco de agua para hacer alguna bebida. Preparó un brebaje con plantas. Le sirvió un vaso a su esposo y se bebió otro ella. Entonces, encendió una vela en la mesa del comedor, prendió el velón que tenían en el altar de los santos y apagó la luz de la casa. El hombre no quería quedarse a oscuras, y parecía un maniático gritando.
Fue en ese momento que las velas se apagaron, una corriente de aire que entró de no se sabe dónde poniendo la casa en oscuridad total. Un horrible olor a carne podrida emergió del centro de la casa. La mujer estaba asustada, pero sacó fuerzas y encendió la linterna que aún tenía en mano. En medio de la casa, un cúmulo latiente de carne y huesos, gruñendo, emitiendo una respiración forzada, se levantaba. Era la cara de un perro, pero sin sus ojos, la piel hecha sangre, dientes entre amarillos y rojos mostrando cual afilados estaban, una trompa rota y ahuecada, una nariz manando líneas de baba ensangrentada que caían al suelo haciendo un charco. No aguantando más, la mujer agarró al hombre, quien parecía un lunático, abrió la puerta a golpes y arrancó a correr pueblo abajo, dejando atrás su terreno, los cuerpos extendidos sobre el suelo, el automóvil y los dos perros de compañía.

Una vez llegaron al pueblo, la esposa gritó pidiendo auxilio. Su esposo estaba tirado en el suelo, aún afectado por toda la situación. Muchos de los vecinos se asomaron para ver que era lo que ocurría. El sacerdote de la pequeña iglesia fue el único que salió a socorrerlos.
Le comentaron todo lo que había pasado, incluyendo la matazón que había al frente de su predio y de la horrible criatura aquella. El sacerdote concluyó que todo eso era un demonio, y que debían encomendarse a Dios, orar y tranquilizarse. Los instó a que se bañaran con agua bendita. Hizo unas oraciones especiales para las apariciones demoníacas, les esparció agua bendita en la cabeza y los invitó a que entraran a la iglesia y oraran hasta que amaneciera.
El párroco entonces llamó a la arquidiócesis de la ciudad, pues creía que era necesario que se hiciera un rito más fuerte. Luego, llamó a las autoridades, suplicándoles que subieran con rapidez.

Se hizo la madrugada y el cuento se regó entre todos los pueblerinos. Algunos de los que bajaban de las casas más arriba de la montaña ya habían visto la masacre y estaban visiblemente impactados por toda la situación. Las autoridades subieron, observaron la situación y estuvieron haciendo preguntas todo el día. La familia aquella fueron los más cuestionados, pues los hechos ocurrieron en el portón de su terreno. El hombre parecía catatónico, incapaz de responder. La mujer se limitó a responder lo que su esposo le había dicho y lo que ella había visto con sus propios ojos.
Las autoridades no se explicaban como habían fallecido los otros cuatro sujetos, pues parecían que los hubieran destrozado un animal salvaje. La policía se llevó a la familia a la ciudad para preguntarles más acerca de lo ocurrido en los cuarteles.

Una vez terminó la inquisición, les recomendaron que se quedaran en la ciudad unos días más. El hombre aceptó sin titubear, pero desafortunadamente no tenían dinero y no conocían a nadie allá. Los policías les ofrecieron una especie de cuarto pequeño por un tiempo, no muy distante de una especie de celda, aunque sin barrotes.
Ya habiendo descansado, el hombre recuperó su salud mental, aunque se veía aun un poco aprehensivo. En cuanto pudo, le preguntaba a toda persona cuanto veía si su esposa o él olían a muerte. No era así más.

La arquidiócesis de la ciudad fueron a verlos en la estación de policía, recogieron los indicios y realizaron unos ritos bastante particulares. Ambos fueron bendecidos y ungidos. El hombre no quería regresar a la finca, y menos su esposa. De la arquidiócesis les recomendaron que hicieran unos rezos y unos actos en su terreno para alejar al demonio aquel. El campesino se negó. Prefería dejar la tierra desocupada y venderla rápidamente, alejarse lo más posible de aquel lugar.

Sacando de dónde no tenían, se ubicaron en la ciudad, en unas residencias dónde debían pagar a diario. Unos meses después, vendieron la finca a uno de los mafiosos que estaban aterrorizando la vereda. No les importó en absoluto, solo querían irse de allí y no volver a ver atrás. La esposa comenzó a trabajar en labores varias y el hombre se comenzó a dedicar a la construcción. Jamás volvieron a pisar el terreno que atrás era suyo. Dejaron a sus animales de compañía allá, como una especie de bono por la compra. Comenzaron a forjar una vida nueva en la jungla de concreto que antes despreciaban.

Años después, se encontró por curiosidad con uno de sus antiguos vecinos en la ciudad. Aunque no quería saber nada de la vida de aquellos, el tiempo habiendo sanado las heridas mentales, no evitó escuchar de su voz las noticias.
En el pueblo se había establecido un comando de la policía, quienes han estado más pendientes de la situación. No se les había vuelto a ver a los peligrosos sujetos aquellos. En el terreno que antes era de su propiedad habían construido una casona enorme y lujosa, pero que ahora se encontraba un poco en ruinas, debido a la sospechosa muerte del cabecilla que la había comprado de ellos. Los perros que les acompañaban allí también habían desaparecido.
En la montaña las personas evitan acercarse mucho a dicho lugar, pues dicen que por las noches se escuchan extraños ruidos, aullidos, ladridos o gruñidos, aún a sabiendas que aquel lugar está vacío y que de día no se observa nada de ello.
Dicen que es ahora un lugar dónde hacen ritos paganos, dónde piras de fuego se ven desde la distancia en las noches, como si fuera una puerta al mismísimo infierno. La arquidiócesis lo niega todo, la policía procura no acercarse mucho y la municipalidad también mantiene su silencio.

¿Qué ocurre en aquel lugar? Nadie sabe. ¿Es este un lugar real? Quizá. ¿En dónde está? Bueno, creo que hay cosas que es mejor no decir, asuntos que es mejor no revelar, lugares que es mejor dejar desconocidos. Al fin de cuentas, el perro del hocico hundido está mejor allí, impaciente, jadeante, cuidando aún del lugar, esperando que sus humanos, aquellos que le rescataron justo antes de llegar su muerte, regresen.

«Es solo un ciclo de cuentos hilados»

—Amor, tengo hambre.
—Te dije que comieras antes de que saliéramos de la casa. Sabes cuan caro es todo en el aeropuerto.
—¡Pero!
—Sin peros, Robert. Yo si desayuné y no me estoy quejando como tu.
—No importa, al fin yo soy el que va a pagar.
Mi esposa me miró como si me condenara.
—Y estamos justos de dinero.
—Es solo un sándwich de cinco dólares.
Entorno sus ojos al techo.
—Está bien, está bien, ve. Te espero acá. Recuerda que la entrada al avión en es una hora.
Mi esposa y yo íbamos camino para Nashville, a visitar a su familia para Acción de Gracias. No me emocionaba mucho, pero era mucho mejor que quedarme en casa solo. Es el problema de venir de un linaje de hijos únicos. Mis padres fueron hijos únicos, mis abuelos fueron hijos únicos, mis bisabuelos fueron hijos únicos y de ahí hacia arriba. No tengo tíos y no tengo primos.
Una vez mis padres fallecieron, y mis abuelos después, ya no había nadie con quien más relacionarme. Familia, que uno dijera. Es muy extraño pensar que uno es el único ser viviente de todo un linaje. De hecho, fue la frase que me hizo romper el hielo con mi actual esposa cuando la conocí.

Caminé hacia el McDonalds más cercano a la puerta de partida. Había un cúmulo de gente esperando por su comida, y aunque estaba con bastante hambre, sabía que no se demoraría mucho. Revisé el menú.
—Por Dios, ¿quince dólares por una Big Mac? ¿Viene con cubiertos de plata?
Continué andando por la explanada del aeropuerto pasando por restaurantes con costos de dos cifras o incluso más. Si había algo de nueve con noventa y nueve, me lo llevaba sin mirar atrás. Le di una vuelta, pasando de nuevo por la sala de espera donde mi esposa estaba leyendo un libro de su autora favorita. Debo confesar que sus libros me gustan también, pero me hago el tonto para que ella no se emocione mucho.

Del otro lado de la explanada, más negocios se abrían. Un letrero llamó mi atención desde la distancia, “Chili Dog + Bebida 16 onzas a 8.99”. Corrí como si hubiera encontrado un oasis en el desierto. Era el negocio más alejado, en una esquina. El lugar se encontraba vacío, una especie de bar de deportes, con unas doce pantallas encima de la barra y unas mesas para acomodar hasta cuatro personas. Era ligeramente oscuro, solo iluminado con unas anodinas luces azules. Si la comida era tan barata, ¿por qué no estaría más atestado? Ponían música rock suave de fondo, bastante adecuado para tener una buena charla. Quizá tenía una reputación terrible o el servicio era verdaderamente abyecto. Quizá todo el mundo alrededor mío se lo sabía mejor y yo estaba a punto de meter las patas.

Me dirigí al mostrador. Del otro lado sentada, una chica que parecía más desnuda que vestida notó mi intrusión.
—Oh, hola, ¡bienvenido!
—Si, hola.
El sombrero de la chica tenía más tela que el resto de su cuerpo.
—¿Puedo atenderte?
—Si, vi el letrero que tienen en la entrada. ¿Cómo es eso?
Se incorporó con rapidez, aunque tenía su vista un poco ida. Al ver el aviso abrió los ojos.
—Oh, si. La promoción de hoy. Por supuesto. Un perro caliente con carne enchilada y una Coca de 16 onzas. 8.99 más impuestos.
—Quisiera eso.
—Claro que si, ya te lo prepararemos.
Después de que me cobrara a la tarjeta débito, la chica volvió a sentarse detrás de la barra. No observé que era lo que ella estaba haciendo allí. Decidí sentarme en una de las mesas más cómodas en vez de la barra. En un par de las pantallas estaban mostrando un juego de no se que cosa. Era un deporte que jamás había visto en mi vida.
Estaba estupefacto. Anonadado. El universo se fue de mi vista y solo podía concentrarme en esa exhibición. Unos tipos corrían detrás de algo que no era una pelota, la tomaban en sus manos y luego hacían malabares con ella, para ser arrebatada por otras personas, quienes la tiraban lejos, rebotando aleatoriamente, para repetirse una y otra vez. Parecía que habían más reglas que poco a poco fui comprendiendo.

Una vez el partido finalizó, desperté como quien se ha quedado dormido con los ojos abiertos. De alguna manera habían pasado treinta minutos esperando por mi comida. Me levanté para ir a la barra. La chica estaba aún sentada en ese lugar, como si fuera un robot desconectado.
—Disculpa…
La chica no reaccionaba. Decidí hablar más duro.
—Óyeme.
Parecía congelada.
—¡Hey!
¿Estaba muerta? Miré a todos lados. Afuera del negocio no podía ver a nadie. En todo el tiempo que esperé mientras veía tal extraño juego, nadie entró al lugar. Dí un par de pasos hacia atrás. Corrí hacia la entrada del lugar, buscando con la vista un guardia de seguridad o un empleado. Entre el río de gente caminando no hallé ninguno. Me pasé al negocio del lado, una venta de artículos de viaje.
—¡Ayuda! La chica del bar está inconsciente tras la barra.
El tipo que atendía el puesto me miró detrás de su revista como si yo estuviera hablando en arameo.
—Por favor venga, o llame a Seguridad o a Emergencias.
Frunció el ceño y elevó una de sus cejas, levantó la mano y apuntó a la pared. Era un teléfono de emergencias. Sin dirigirme ni una palabra, regresó a la revista que estaba leyendo. Yo estaba muy rabioso, pero decidí priorizar a la chica. Corrí al teléfono y lo levanté.

Después de unos segundos y de comentarle a la persona del otro lado lo ocurrido, un anuncio recorrió toda la terminal. Dos agentes de seguridad se acercaron trotando, uno bastante alto me pidió mi identificación y el otro intentó socorrerla. Según lo que les entendí, era diabética y estaba descompensada. Unos paramédicos llegaron después y se la llevaron en un camilla. Ellos se fueron detrás, como una caravana.
Y… ¿Dónde estaba mi perro caliente?
—¿Perdón?
El negocio estaba vacío. Me hice cerca de la barra, me incliné hacia adentro y grité hacia dónde yo creía que estaba la cocina.
—¡¿Perdón?! ¿Hay alguien?
Nadie contestaba. Me pasé al otro lado de la barra, mirando a todos lados para asegurarme que no hubiese nadie que me viera. Decidí meterme a la cocina. Abrí la puerta con cuidado, asomando la cabeza. La horrenda luz azul aún continuaba hacia ese cuarto trasero, con un cúmulo de cajas y unas estanterías adornando las paredes. No parecía que existiera una cocina allí.
Me metí. Era un pasillo, todo azul, al final un par de puertas con una pequeña ventana de vidrio en el medio. Por las ventanas solamente podía ver la oscuridad. De aquí no saldría ningún perro caliente. Decidí regresar a la barra. Ya me temía que mi comida nunca iba a llegar. Salí a la explanada, agarrándome la panza.

—Vuelo número veinte treinta y dos, con destino a Nashville. Comenzaremos el proceso de abordaje.
Ese era mi vuelo. Salí corriendo de regreso a mi esposa.

—Disculpas por la demora, traigo un chili dog con… ¿Eh?
Llegué al bar de mi amiga, para verlo completamente vacío. ¿Qué había pasado?
—¿Anita? ¡¿Anita?!
Entré al lugar, recorriéndolo de punta a punta, antes poniendo la bandeja sobre la barra. En una de las mesas, había una billetera. La abrí. La licencia de conducción era de un tal Robert. Habían unos billetes, unas tarjetas bancarias y otros detalles. La foto de la identificación mostraba un tipo atractivo, con una barba en candado. Salí al pasillo y miré hacia lo lejos. No lo pude distinguir entre el gentío.
Debía regresar a la cocina. Tomé el teléfono de emergencia e indiqué que había un objeto perdido. Unos segundos después llegó el de seguridad, una torre monstruosa que si se me caía encima me podía lastimar.

—Hola Phillip.
—Hola Mitch. Mira, vine a entregar un pedido y ni Anita ni el cliente estaban.
Le pase la billetera al guarda. La abrió, observando la foto.
—Este tipo estuvo aquí cuando Anita se desmayó.
—¿Se desmayó?
—Si, temas de diabetes, aparentemente.
—Oh, es verdad.
—Ella está con los paramédicos así que no hay problema. Me llevaré la billetera, para que hagan el anuncio.
—Gracias.
Ya se había girado para regresar a su ronda.
—Mitch, pero, el bar de Anita está solo. ¿Qué hacemos?
Miró al techo.
—Llamaré a alguien.
—¡Gracias!
Di otra vuelta por el lugar, me aseguré que la caja estuviera cerrada y salí trotando de regreso a la cocina.

Otro objeto perdido. Otro día igual en este aeropuerto. Es uno de los aeropuertos más pequeños del estado y aún así este tipo de cosas ocurren. Igual, es normal que haya tanta gente, se acerca el día de Acción de Gracias. Tomé mi radio.
—Estación, me copian. Aquí Doce.
Después con un crujido.
—Copiamos. Aquí As. Adelante, Doce.
—Un objeto perdido en el bar de Anita. Una billetera. Corresponde a un Robert Macciago. Cambio.
—Copiado. Trae el Ele y Efe a estación. Cambio.
Ele y Efe era el código para Lost and Found, elementos perdidos.
—Además, el bar de Anita está sin atención ya que se la llevaron a la enfermería. Cambio.
—Gracias por el aviso, Doce. ¿Hay algún efectivo libre para que cuide el lugar?
Bajé el volumen del receptor. Caminé sin ganas por el lugar. La gente conscientemente me esquivaba. No sabía cual era mi verdadero objetivo en la vida. ¿Amedrentar? ¿Observar y encontrar gente sospechosa? Pero, ¿qué era una persona sospechosa? Para mi todos eran sospechosos, hasta aquella pareja tan formalmente vestida podía llevar una segunda vida. Aquella monja podía ser una asesina en potencia, dadas las circunstancias.
Entré por un acceso autorizado y caminé un par de pasillos. Una vez llegué a la estación de seguridad, mi jefa me observaba del otro lado de una ventana.
—Hey Doce.
—Hola jefa.
Le extendí el objeto. Lo tomó en sus manos.
—Gracias. Ya mismo lo pondré en la caja.
—Entendido. Regreso al terminal.
—Gracias.
Sin mayores preámbulos, me di la vuelta y regresé a la explanada.

Apunté en el registro de objetos olvidados: “Billetera con artículos personalmente identificables en el interior”. Hice un pormenorizado de sus detalles internos y externos. “Treinta y seis dólares, dos tarjetas de crédito, dos tarjetas débito, unas fotos familiares, una licencia de conducción”.
Observé la foto en la licencia y los detalles básicos. Revisé la base de datos de pasajeros que habían pasado control de seguridad y a que puerta se dirigían.
—¡Uy, demonios!
Tomé la radio con rapidez.
—Atención, efectivos. Puerta veinte, hay un objeto perdido de un pasajero. Nombre, Robert Macciago.
El silencio, por más corto que fuese, parecía una eternidad.
—As, ¿me copias? Aquel avión acaba de cerrar la compuerta.
Siete me contestó con lo que ya me temía. Ya no era necesario avisar por el perifoneo si el avión había despegado. Apreté la mano en un puño y cerré la billetera. Abrí una de mis gavetas, tomé una bolsa de seguridad, metí el objeto allí y la cerré fuertemente, pegando el precinto de seguridad firmemente. Apunté la fecha y hora con un marcador en el plástico. El sistema me había dado un numero serie. Lo registré también. Me dirigí a la caja fuerte dónde guardábamos los ele y efe, lancé la bolsa dentro y la cerré.
Tomé el radio y lo sintonicé con torre de control.
—Torre, me copian.
—Aquí Torre. Adelante.
—Torre, hay un objeto olvidado de un pasajero del vuelo veinte treinta y dos. Son sus efectos personales. Nombre, Robert Macciago. Cambio.
Hoy parecía un día en el que la gente quería mantener el silencio. Me comenzaba a enojar.
—Copiado. Avisaremos a la tripulación. Cambio.
—Gracias, Torre. Cambio fuera.
—Cambio y fuera.
Me volví a sentar en mi escritorio. La gente es muy olvidadiza. Observé la licencia de conducción al frente mío. Se me hacía conocido este tipo. ¡Un momento! ¿Qué hace esta licencia aquí afuera?

—Buenas tardes, les habla su capitán desde la cabina.
El avión se movía despacio por la pista, en movimientos calculados. Ya estaba sentado al lado de mi esposa, cinturón bien apretado. Yo me ponía muy nervioso cuando tenía que volar. Ella me tenía la mano apretada fuertemente, sobándome con la otra el revés de la mano. Ella veía ausentemente hacia fuera de la ventanilla.
—Hemos recibido información que en la terminal del aeropuerto hay un objeto olvidado de uno de los pasajeros de este vuelo. Nuestro personal abordo se acercará al pasajero una vez estemos en altitud.
Me incliné para susurrarle mi esposa al oído.
—¿Quién será la pobre alma que ha perdido algo?
—Ni idea. Ahora nos daremos cuenta.
—Es una lástima. ¿Pero quién podría olvidar algo en el aeropuerto? ¡Ojalá no sea un pasajero internacional!
—Pues si es un pasajero internacional, tendrá que quedarse en Nashville un rato, o regresarse hacia acá.
—O simplemente olvidó la sombrilla y no tiene que regresar.
Mi esposa se aclaró la garganta.
—¿Y cómo habrían de saber que era la sombrilla? ¿Acaso la gente normal marca las sombrillas con el nombre?
—Tienes toda la razón.
—Lo más seguro olvidó la cartera.
—Uy… Qué difí…
Mi bolsillo de atrás se sentía más vacío de lo normal.
—Cil.
Comencé a sudar. Mis manos se volvieron una sopa fría y espesa. Mi esposa lo sintió. Me miró a los ojos.
—Robert…
—A… Amor…
—No me digas.
—A… ¡Oh no!
Mi exclamación fue más allá de un susurro. Los pasajeros de alrededor se giraron a verme. Yo estaba rojo como un tomate. Me cubrí la cara con las manos.
—Olvidé la cartera en aquel restaurante.
—¿El de la chica que se desmayó?
—Así es.
Mi esposa, que es un poco más serena que yo, comenzó a exasperarse. Se acercó a mi oreja y me susurró.
—Sabías que estábamos sin plata, ¿y me dices que has dejado la mitad de nuestro dinero en la terminal?
—Lo siento.
Suspiró muy fuerte.
—Ya veremos como nos la llevamos. Por ahora, siéntate bien.

Sostenía aún en mis manos la licencia de conducción de Robert Macciago. ¿Cómo se había salido esto de la cartera? Estaba segura que antes de cerrar el precinto, la había metido allí.
Miré sin ganas la pantalla de mi computador. En el registro decía claramente que había una licencia de conducción en la bolsa que metí antes. Un vacío se me armó en el estómago.
Tenía dos opciones. Una era abrir el precinto y registrar uno nuevo. Eso es considerado mala práctica y un abuso de autoridad. La otra era dejar esto bajo cuerdas, y en tanto el tal Robert Macciago viniera a reclamar esto, meter silenciosamente la licencia en la billetera.
¿Qué hacer? Me asusté de nuevo. Mis superiores no aceptarían ninguna de las dos.
Podría crear un nuevo precinto y solo meter la identificación en él. De nuevo, mala práctica porque el registro anterior quedaba malo y cuando vinieran a hacer inventario, notarían la falta.
Fui a la caja fuerte, la abrí de nuevo y saqué el precinto sellado. Era definitivamente la mejor opción ser completamente honesta. No importaban las represalias. Con una cuchilla abrí la bolsa y sustraje la billetera, poniéndola encima de mi mesa.
—¡Atención todos los efectivos! Tenemos un altercado en el puesto ciento dos B. Múltiples sujetos están causando un revuelo. Solicitamos refuerzos.
Me asusté. Tomé la radio mientras miraba las pantallas de seguridad. Veía un conjunto de gente alrededor de dicho negocio, bastante agitados. Mi único efectivo en el lugar se veía que le iba a quedar grande controlar la situación.
—¡Atención! ¿Pueden repetir?
—Aquí Ocho. Un grupo de seis o siete personas están ocasionando un disturbio en el puesto ciento dos B. Necesito más personas para controlar esta situación.
—¡Doce! ¡Once! ¿Me copian?
No recibía respuesta.
—Ocho, voy para allá. ¿Quién más está disponible? Cambio.
Mientras esperaba la respuesta, me pegué el radio del hombro y tomé mi identificación. Cerré la puerta con seguro y apagué las luces. Salí corriendo a toda velocidad hacia la terminal.

Me habían asignado al bar de Anita para cuidar del lugar mientras a ella le atendían en enfermería. Era un lugar sombrío, la verdad. Quizá por eso no tenía tanta concurrencia. Anita me caía muy bien, era una chica bastante alegre y voluptuosa. Era fantástico verla en su atuendo de trabajo. No sería falso decir que me gustaba. A veces mi anillo de matrimonio pesaba en mi mano, seria bueno darse una cana al aire.
Tomé mi linterna y comencé a apuntarla para iluminar varios puntos oscuros del lugar, en búsqueda de cualquier cosa. Decidí ir hacia la trastienda para observar que no hubiera nada fuera de lo normal allí.
¿Por qué demonios era todo iluminado de azul? ¿Qué extraño fetiche tendría el dueño de este rancho? ¿Quizá por eso era tan revelador el uniforme? Iluminé por todos lados, pero no pude ver nada fuera de lo normal. Cerré la trastienda, revisé que la caja estuviera bien cerrada, las botellas todas en orden, un perro caliente en la barra. ¿Un perro caliente en la barra? ¿Y esto?
Confirmé, el bar estaba vacío. Yo tenía un poco de hambre. Se veía increíblemente apetitoso, aunque ya un poco frío.
¿De quién sería esto? Lo miré con detalle. No tenía nada de extraño, ni un mordisco. El vaso con Coca estaba a rebosar. Las servilletas estaban bien dispuestas y las salsas bien selladas en sus paquetes. Tomé la bandeja, mirando a todos lados. Quizá debería llamar a alguien de la cocina. Pero quizás no. Me senté del otro lado de la barra, escondiéndome de la mirada de los demás.
El primer mordisco sabía a gloria. Era un muy buen perro caliente, quizá un poquito picante. No estaba tan frío como me lo esperaba. Le pegué un trago grande a la Coca, refrescando mi garganta y el leve ardor de la carne adobada.
Un segundo mordisco reafirmó mi creencia. Era sublime. No era porque tuviese hambre en realidad, era porque así de bueno era el producto. Le di dos, tres tragos a la bebida. En minutos, el perro quedó reducido a meras migajas y el vaso quedó vacío. Eructé sin pensarlo. Estaba satisfecho.
—¡Atención todos los efectivos! Tenemos un altercado en el puesto ciento dos B…
Me paré con rapidez, dejando la bandeja en el suelo.
—Aquí Once. Voy en camino.
—¡Atención! ¿Pueden repetir?
—Aquí Onc…
—Aquí Ocho. Un grupo de seis o siete personas están ocasionando…
Mi radio no estaba funcionando bien. Apreté el conmutador para hablar. El típico timbre para hablar no se escuchaba.
—¡Doce! ¡Once! ¿Me copian?
Le di un golpe al intercomunicador.
—¡Aquí Once! ¿Me copian?
El botón no quería funcionar.
—¿Por qué put…?
Le volví a dar un golpe contra mi pierna al aparato.
—Ocho, voy para allá. ¿Quién más está disponible? Cambio.
Decidí correr.

—¡Atención todos los efectivos! Tenemos un altercado en el puesto ciento dos B…
Estaba en el baño descansando un poco. Paré mi orina, lo escurrí y agité, me subí la cremallera, di media vuelta y me mojé los dedos con un poco de agua.
—¡Doce! ¡Once! ¿Me copian?
Me sequé los dedos con el pantalón, en contra de mi juicio personal. Parecía que era una situación complicada por el tono de la voz.
—Ocho, voy para allá. ¿Quién más está disponible? Cambio.
Tomé la radio y le subí el volumen.
—Aquí Doce, voy para allá.
Corrí a toda prisa fuera del baño. Un tumulto se armaba en un puesto de venta de perfumes. Mi jefa estaba allí tratando de controlar la multitud.
—Calma todos, aquí no hay nada para ver. Continúen.
—¡Pero la señora!
—Adelante, adelante, la situación está bajo control, por favor, continúen.
Una vez me aproximé, la gente con la que mi jefa hablaba se asustó y comenzó a dispersarse. Mi físico causaba esa reacción en las personas.
—Gracias a Dios viniste, Mitch.
—Entendido, jefa.
Aclaré mi garganta. Mi compañero estaba más allá controlando otro grupo de transeúntes.
—¡Perdón!
Mi vozarrón rompió la discusión. Todos se tornaron a verme. No les fue difícil encontrar la fuente de la voz, al final, yo medía seis pies y doce pulgadas.
—Aquí no hay nada para ver, señores, así que por favor, si se pueden retirar, se los agradecería.
Podía ver la cara de desaprobación de todos, casi susto, temor. Uno a uno bajaron la guardia, yéndose del lugar.
—¡Pues yo no me voy!
Una señora ya entrada en sus setentas apretando su cartera contra si misma, vociferaba con enojo. Pensé que si quisiera, podía darle un pisotón y aplastarla. Me sonreí de lo estúpido de mi idea.

La mujer se quedó sola, bastante agitada.
—¡Pues yo no me voy!
La chica detrás del mostrador estaba casi a punto de sollozar.
—Ahora si se puede saber, ¿qué ocurre acá?
A lo lejos, Once corría hacia nosotros. Ocho estaba sobándose la cabeza con un trapo, secándose el sudor. Doce estaba como una secuoya a mi lado.
—¡Esta niña me quiere robar! Ya le pagué y me quiere cobrar otra vez.
Miré a la joven.
—Pero, señora… La tarjeta no pasó.
—¡Ya cree que le voy a creer!
—Señora, le mostré la pantalla, el aparato me dijo que no había leído la tarjeta.
—¡Si claro! ¡Como cobran comisión, le roban a la gente!
La chica ya tenía lágrimas en los ojos.
—Yo sería incapaz de robar, señora, le digo.
Noté que la mujer ya tenía el producto que había comprado en sus manos, apeñuscado con unas manos arrugadas y manchadas de tabaco.
—¿Puedes verificar que la transacción no salió?
—No salió, no me imprimió el comprobante.
—¿Puedes solo verificar?
—Está bien.
La joven comenzó a manipular el aparato. La señora seguía apretando el producto en sus manos, la cartera bien apretada contra su cuerpo. Se me hizo un poco sospechoso.
—Disculpe señora, ¿podría ver el producto que tiene en sus manos?
—¡No! Esto es mío.
—Ya se lo regreso, no se preocupe.
—¡Jamás!
Le dí una mirada a Doce. Él asintió.

—Señora, ¿puede colaborar por favor? Mi compañera solo quiere verificar.
La mujer se giró a verme. Su reacción fue, de nuevo, natural. Yo medía más o menos un pie y medio más que ella. El terror en sus ojos era claro. No era la primera, ni la última vez que yo veía esa expresión. Un segundo después, encorvó sus cejas y me respondió con fuerza.
—No, esto es mío y no lo retornaré.
¿Me estaba desafiando? ¿Por años había logrado lo que quería gracias a mi físico, y esta señora de escasos cinco pies de altura me estaba desafiando? Sonreí. Me aproximé a ella.
—Sabe usted…
Mi jefa se aclaró la garganta y me puso el brazo para detenerme.
—Tendremos que llamar a la policía. Creo que no es buena idea que tengamos que involucrarlos si usted está a punto de marcharse.
Mi ira se bajó.

Estuve a punto de observar un incidente mayor. Doce tiene una chispa muy corta.
—Es solo que nos enseñe el producto, si la transacción pasó en el sistema se lo retornamos, y si no, pues le pedimos amablemente que lo pague. ¿Le parece?
—¡Pero si yo ya pagué!
—Por eso, la empleada está verificando en el sistema, ¿no cierto?
Asintió. Una larga tirilla comenzaba a emerger del aparato. Tomé la radio.
—Necesitamos un efectivo, puesto ciento dos B.
La mujer miró de soslayo. Doce estaba como una muralla listo para detenerla.
—Está bien. Tome.
Me entregó el producto, la caja y empaque ya maltrechos por la presión de la mano. Se lo entregué a la chica, quien lo depositó tras el mostrador. Ella revisaba el papel con un lápiz en la mano.
—¿Me puedo ir?
Continuaba apretando el bolso.
—¿Podemos ver que lleva en el bolso?
—¿Disculpe?
—Lleva su bolso muy apretado. ¿Oculta algo allá?
La anciana se puso de un color extraño, entre verde y rojo.
—¿Qué insinúa?
—No insinúo nada. Solo queremos verificar algo.
—¡No me he robado nada! Mi vuelo está por partir, debo irme.
En tanto intentó marcharse, Doce se paró al frente.
—¿Podría cumplir con las instrucciones de mi jefa?
—Yo no tengo que responderle a nadie y menos a guardas de quinta categoría.
Tomé la radio de nuevo.
—Efectivo, puesto ciento dos B, rápido.
Alrededor nuestro se formaba un grupo de personas de nuevo, algunos de ellos los que armaron el alboroto hace un rato. A lo lejos, el policía de Seguridad de Transporte venía hacia nosotros. Desde allí me habló.
—¿Qué ocurre?
La mujer abrió el bolso, sacando otra caja de uno de aquellos perfumes, aun sellada, poniéndola en las manos de Doce.
—Aquí está lo que buscaba, ¿me puedo ir?
Me dirigí al agente.
—La señora intentó hacer un robo en el local. Se iba a ir sin pagar este artículo, y estaba empecinada en robarse ese otro.
Los ojos de la mujer se abrieron.
—Yo no me estaba robando…
Doce respondió.
—¿Y esto qué llevaba empacado?
El agente suspiró.
—Puede acompañarme, ¿señora?
—Yo no voy a ningún lado.
—No puede negarse, soy un agente federal.
Puso su mano sobre su arma. Nosotros no cargábamos nada de ello. Se dirigió a mi.
—Todo está en control aquí.
—Gracias.
Once, Doce y yo nos retiramos. Ocho se quedó en el lugar, pues era su área de vigilancia. A lo lejos escuchamos a la chica gritar.
—¡No pasó la transacción!

—Jefa, el aparato está dañado.
—¿El qué?
—¡Esta radio! Yo estaba como un loco tratando de hablar y no salía mi voz.
—¿A ver?
Ella tomó el aparato y presionó el botón para hablar. Nada sonó.
—Huh, que raro. Acompáñame a la oficina y te doy otro walkie.
—Está bien.
—Regreso a la terminal.
Doce habló con su grave voz mientras caminaba paralelo a la terminal. Me parecía un tipo excepcional, perfectamente hecho para este trabajo.
—Está bien, Doce. Gracias.
Continué siguiendo a mi jefa unos pasos atrás. Miraba su trasero rebotar con cada paso que daba. Si no fuera mi jefa, me interesaría mucho conocerla mejor. Una vez llegamos a la puerta del cuarto de seguridad, y después de ella abrirla, soltó un grito.
—¡Qué demonios!
Subí mi mirada.
—¿Qué pasa, jefa?

La billetera no estaba, tampoco la identificación.
—¿Dónde diantres se metió esa cosa?
—¿Qué cosa?
—Ahora más temprano, un objeto olvidado, lo tenía acá, listo para ponerlo en Efe y Ele, cuando salió aquella llamada de emergencia.
¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba? La pantalla del computador continuaba mostrando la misma entrada que había puesto antes, el precinto estaba abierto sobre la mesa, la misma cuchilla con la que la había abierto a un lado.
—Ahora si que me van a despedir.
¿Quién se había metido en este lugar? ¿Quién había osado a meterse en este cuarto y robarse la cartera? ¿Había sido uno de mis agentes? Debo ver las grabaciones de seguridad.

Oh, dos tarjetas de crédito y dos de débito, ¡genial! No tenía mucho efectivo, pero bueno, al menos algo me podré comprar. Saqué los billetes y las tarjetas, las embutí en el abrigo junto con la licencia, lancé la cartera a la basura y salí del cubículo del baño. Aún estaba con la adrenalina al máximo.
Este aeropuerto es un chiste, ya he robado varias veces y puedo seguir haciéndolo. La seguridad es pésima, ¿cómo dejan una sala de seguridad vacía y con una cerradura tan mala? Cuando regrese de Acción de Gracias, de pronto le de una vuelta más a ver que encuentro.
Volteé a mirar alrededor al salir del baño. Oh, ¡qué baratija! ¡Chili Dog con soda por nueve dólares! Bueno, es hora de usar uno de estos billetes.

«Traiciones de Pascua»

Marisa ya se había ido a dormir. Había sido un día horrible para ella. El niño no dejaba de llorar y solo quería mamar todo el día. No se llenaba el niño este con nada. Una vez ella se acostó, ojerosa, yo estuve con él haciéndolo que durmiera. Era lo menos que podía hacer por ella.
Lo mecía y lo mecía, y con lentitud sus ojos cerraba. Era increíble que fruto de los dos, esta criatura hubiese nacido. Era la mera estampa de la mamá, las mejillas, las cejas y la nariz. Era como si viese una foto de Marisa cuando era niña. De mi no parecía que hubiera heredado mucho. “Es hijo del lechero”, me dijo una vez mi madre. Pues no sé de que lechero, porque en la capital no hay servicio a domicilio.

Una vez nos casamos y después de aquella famosa desventura de la mudanza de mis padres, Marisa y yo continuamos viviendo en el mismo piso de la capital. Unos meses después de aquella situación, quedamos embarazados. Mis padres y los de ella no cabían de la felicidad de tener un nieto, el primogénito de ambas familias. Mi madre, que es más loca, estuvo viviendo con nosotros unos meses, ayudándonos con los cuidados del niño. En tanto Tito cumplió tres meses, mi madre se regresó con mi padre, pues primero le hacía falta, y segundo, él se había enfermado de un catarro. Ahora Tito tiene casi seis meses, y está creciendo cada vez más rápido. Las ropas que le compramos de recién nacido ahora las tenemos empacadas para las donaciones.
Una vez se quedó bien dormido, lo llevé a la cuna y lo arropé. Encendí el monitor inalámbrico y me fui al estudio para escribir un poco.

Abrí mi libreta, lamí la punta del bolígrafo y en tanto iba a escribir el primer trazo, mi teléfono se disparó en mi bolsillo, asustándome. Lo saqué. En la pantalla el nombre “Elisa Elliot” centelleaba con apremio. Me dirigí a la puerta del estudio, la cerré para evitar despertar a mi esposa y a mi hijo y contesté.

—Hola Elisa.
—Hola Efra. Buenas noches.
—¿Cómo vas?
—Muy bien, aquí monitoreando al niño. ¿Et tu?
Trés bien.
Sentía un poco de tensión en la línea. La famosa pausa dramática de Elisa Elliot, aquella que indica que quiere que pesque la respuesta.
—Y bueno… ¿Ahora con que enamorado te peleaste? ¿El del bote de remos, o el del helipuerto en la puerta de la casa?
—¡Tonto! No es nada de eso…
—A ver, doctora Elisa Elliot… La soltera más cotizada de Pascua.
—Pos claro, no es si no meros hombres interesados… No es eso.
—¿Y entón?
Ella solía hacer esas pausas dramáticas desde pequeña. Me enternecía por los bonitos recuerdos, pero me daba un poco de rabia a la vez.
—He pedido vacaciones. Unos días, nada más.
Me mandé la mano a la boca y aspiré, con dramatismo.
—La doctora Elliot, ¿en vacaciones? ¡Uy, el comienzo del fin del mundo!
—Cállate que es en serio. Ya llevo trabajando mucho sin parar. Le dije a mi padre, quien me dijo que se iba a encargar de todo por una semana.
—Pues, al fin tú fuiste quien le quitaste el puesto.
—Me lo cedió, y tú lo sabes.
—Eso no fue lo que dijo la entrevista de hace unos meses… Y bueno, ¿qué planes tienes? ¿Has escuchado de Humilia? Dice que las playas allá son de perder la cabeza.
La misma pausa dramática.
—Pensaba en hacerles una visita a ustedes.
Ahora fue mi turno de hacer la pausa.
—Erm… Pues tú sabes que en nuestro lugar eres bienvenida siempre, pero… Con todo el corre corre con Tito, no creo que puedas descansar mucho aquí.
—Lo sé, lo sé, es solo que…
Tosió, aclarando su garganta.
—Debo contarte algo muy importante también.
—¿A mi? ¿O a nosotros?
Suspiró.
—A ti.
No pude aguantar más y me reí, un poco más fuerte de lo que debía hacerlo a esta hora.
—Déjate de cosas y dime de una vez… ¿Un chisme? ¿Te pasó algo?
—No fue a mi a quien le pasó algo…
—¿Y entón?
—Mañana llego en el tren de las diez y media. Si me puedes recoger sería muy bien, si no, llámame para no esperarte y tomar un taxi.
—Está bien… Mañana le diré…
—No es necesario que le digas. Incluso, no le digas.
—¿Por qué?
—Mañana te digo. Hasta mañana.
Colgó con velocidad. Era inusual que fuera tan críptica y misteriosa, además que me colgara tan rápido. Usualmente ella se podía pegar del teléfono por horas.

Ambas, Marisa y Elisa odiaban las fiestas sorpresa, por tanto no tenía sentido que Elisa quisiera mantener su visita en secreto, al menos que quisiera enojar a su gemela, cosa que sería bastante peligrosa, pero no inusual en ellas. Aunque se querían, se peleaban con frecuencia. Eran competitivas entre si.
La idea que Elisa viniese me tenía un poco inquieto, además de la ansiedad de lo que fuera que ella quisiera decirme. Imaginé que iba a ser una bobada, como usualmente lo era. Sin embargo, la seriedad en su voz me sacó de mi zona cómoda. No escribí mucho, esbocé un par de ideas en mi libreta y unos minutos después me puse a leer un libro que había dejado comenzado antes que Tito naciera.

—¿Para dónde vas?
Marisa me preguntó mientras amamantaba a Tito. Ya habíamos desayunado, y el niño estaba bien despierto, aunque no faltaría mucho para que se durmiera de nuevo. Yo estaba poniéndome un abrigo y calzándome.
—Voy a recoger a…
Paré en seco. Recordé que Elisa me había pedido que mantuviera su visita en secreto.
—Un nuevo libro. De la librería, me avisaron que ya había llegado.
Mentí. Yo era muy, muy malo para mentir. Era la primera vez que le mentía a Marisa desde que comenzamos a salir. No era una mentira completa, al fin si tenía que recoger el libro.
—Perfecto. Necesito que me traigas lo de la lista de compras. Ve en el auto.
—Claro que si, cielo.
Le di un beso a mi esposa, un beso en la frente a mi hijo y salí del piso. Una vez llegué al aparcamiento y me metí en el auto, llamé a Elisa.

—Hola Efra.
—Hola Elisa.
Podía escuchar en el fondo el sonido del tren traqueteando.
—Voy a recogerte, pero primero debo hacer unas compras.
—Perfecto. El tren está retrasado. Creo que llegaré en una hora y media.
—Listo, te espero en el frontal de la estación de tren.
—Allá nos vemos.
Colgó de nuevo. Se le escuchaba tensa, como si se hubiera tragado las palabras.

Fui al supermercado cercano a la estación y compré lo que estaba en la lista. Afortunadamente no era mucho y nada se echaría a perder si lo dejaba esperando en el automóvil. La librería no quedaba cerca, así que preferí esperar a después para recoger mi libro. Ya con la compra hecha y guardada en la cajuela del auto, parqueé al frente de la estación de tren. Mientras tanto puse un poco de música para distraerme.
Un par de minutos después, escuché que alguien golpeó mi ventana. Era Elisa. Abrí y salí para darle un abrazo. Se le veía feliz de verme, incluso un poco ansiosa.
—¡Hola Elisa!
—¡Efraín! Te ves muy bien.
—Y tú más.
Le abrí la puerta del co-piloto, tomé su equipaje, una maleta más bien grande, y la embutí en los asientos de atrás. Una vez hecho esto, me metí en el asiento del conductor.
—Ya hace varios meses que no nos vemos.
—Así es, desde que Tito nació.
Ella suspiró.
—Marisa se pondrá contenta cuando te vea.
Su semblante cambió. La potente sonrisa que tenía anteriormente dio paso a una especie de amargor.
—¿Qué pasó?
Puso su mano sobre la mía, en la palanca de cambios de mi automóvil.
—No me quedaré con ustedes. ¿Sabes dónde queda el Hotel Castellón?
—Si, si lo conozco… ¿Pero por qué no te quedarás en casa?
—Vengo para volarme de San Julio, y escapar de la sombra de mi hermana. Por eso no la quiero ver.
Fruncí el ceño. No tenía ni idea de que estaba hablando.
—Elisa, ¿qué pasó? ¿Mis suegros te están presionando por alguna razón?
Se tapó la cara con la mano, como cubriéndose con pena.
—No, no son ellos. ¿Podrías llevarme al hotel? Quisiera hablar contigo allí.
Encendí el automóvil, quitando mi mano de debajo de la de ella. Jamás me había tocado de esa manera, con si escondiera sus intenciones. Durante todo el trayecto, sentía que se había hecho un vacío de aire entre ella y yo. No hablamos, no dijimos nada. Ni siquiera aclaré mi garganta. En el fondo solo estuvo la radio de mi automóvil, emanando sonidos a muy bajo volumen. Ella parecía vacía. Miraba hacia afuera, sin siquiera observar.
Una vez llegamos al hotel, aparcamos en la zona de visitantes. Me bajé, le abrí la puerta, abrí detrás y saqué su valija. La acompañé a la recepción del hotel, arrastrando su equipaje.

Ella se registró en el mostrador y le dieron la llave. La seguí. Parecía que no era la primera vez que se hospedaba acá, se movía con precisión y eficiencia.
—¿Te has quedado acá antes?
—Muchas veces. Sobre todo cuando estuve estudiando.
—Yo pensaba que la universidad te había pagado la estadía.
—No, me pagó un estipendio mensual para costearme una renta, pero era muy poco. Tuve que tomar residencia en un lugar bastante retirado del campus.
—¿Y en casa de tus tíos?
—Para vivir con un buscapleitos como mi tío me hubiese quedado en San Julio.
Subimos a un ascensor.
—Cuando tenía exámenes, para evitar llegar tarde a la universidad, yo me venía para acá y pagaba una noche. La universidad está a unos diez minutos caminando.
Subimos hasta el piso seis. Ella continuó caminando por el pasillo, hasta llegar a su habitación. La abrió y entró. Yo la seguí detrás poniendo el equipaje a un lado de la cama.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar acá?
—Unos tres o cuatro días. Necesito de verdad descansar.
—¿Y me vas a decir qué en todo este tiempo no vas a ver a Tito y a tu hermana?
Se quedó callada, tirando su bolso de hombro sobre una silla y sentándose en la cama. Giró su cabeza para mirarme, su mirada bastante seria, incluso su ceño un poco fruncido.

—Tito no es tu hijo.
Mi cabeza estaba vacía, como si alguien me hubiera sacado los contenidos a cuchara. No sabía que decir. Solo pude expeler un manojo de sonidos inconexos, que no hacían parte de nuestro lenguaje, como si hubiera sufrido un derrame.
—Perdón que te lo haya dicho tan de golpe, pero es cierto, Tito no es tu hijo.
—Eso es imposible.
—En absoluto. En casa ya lo hemos discutido varias veces.
¿La familia de Marisa ya lo sabía?
—¿Y qué pruebas tienes de lo que dices?
—Ven, siéntate a mi lado.
Así hice.

Hace casi un año y medio, Marisa regresó a San Julio para ayudar a sus padres cuidando la casa mientras ellos se iban de vacaciones a la playa. Ya que aún estaba buscando empleo y Elisa mantenía ocupada con la notaría y ya vivía lejos de sus padres, ella fue la única opción que tenían para esto. Yo me quedé en el piso en el que vivíamos en ese entonces en la capital, pues aún tenía que ir a mi oficina de vez en cuando.
Una semana después ella regresó a mi, como si nada.

—Durante ese periodo, ella se vio en repetidas ocasiones con Mario. Él iba a nuestra casa todos los días en que ella estuvo allí, después de hacer el turno en la comisaría.
Me reí con desgano.
—Pues ellos son buenos amigos.
—Una vez que salí temprano de mi trabajo y tuve que recoger un par de cosas de mi vieja habitación, los vi salir de la habitación de ella, un poco apurados. Cuando los cuestioné, me respondieron con evasivas.
—Ella no me dijo nada de esto.
—Cuando le pregunté a ella a solas si te había contado, me dijo que no era necesario que tu te dieras cuenta. Desde ese momento me comenzó a sonar raro todo.
Comencé a calcular. Tito tenía cinco meses y medio. Si le sumamos las treinta y nueve semanas de embarazo… Los cálculos me encajan.
—Pero Mario… Ella rechazó a Mario todo el tiempo. ¿Recuerdas? ¿La historia de que él cayó a la tronera y ella lo despachó patitas en la calle?
—Esta es solo una teoría… Pero creo que ella ya cuando ustedes se casaron, se dio cuenta que le gustaba más él.
No sabía que pensar. Mi cabeza estaba hecha un ocho.
—Pero… Es Marisa… ¡Marisa! Tú que eres su melliza lo sabes más que yo, acerca de como es ella, de su seriedad, su firmeza…
—Ella cambió mucho cuando ustedes se casaron.
Esa frase me cayó como un balde de agua congelada. Yo no me di cuenta, yo estuve a su lado todo el tiempo. Sin embargo, las personas de alrededor que no la veían con frecuencia si pueden contrastar las diferencias.
—¿En qué sentido?
—En muchos sentidos para bien… Pero un par no tanto.
—¿Cómo?
—En lo bien está que ella comenzó a sonreír mas, a ser menos robótica y más humana. Aparte de eso, se comenzó a interesar más en el bien de nuestra familia. En lo mal está que dejó de lado su carrera para dedicarse a la casa, a pesar que fuera tan exitosa. Dejó de lado la investigación, la lectura, las artes, el ejercicio. Es menos de la sombra de lo que ella era.
Me sentí un poco ofendido. Sentí que ella lo enunciaba para hacerme sentir que yo era el directo culpable.
—Pues… Pues…
No supe que decir.
—¡Tú no te quedas atrás!
Ella se puso de pie, se paró al frente mío y frunció el ceño.
—¿A qué te refieres, Efraín Malverte?
—¡Tú también has cambiado! Ya casi no tienes enamoramientos fugaces, ya no vienes llorando a mis hombros cuando alguien te deja…
—¡Pues A, porque todos los hombres que vienen a mi, vienen solo con intenciones estúpidas! ¡B, no puedo montarme en un tren y dejar tirado mi trabajo para venir a berrear a tu hombro! ¡Además, Marisa me prohibió hacerlo contigo! Y C, mierda, Efraín… ¡Te me fuiste de las manos, a pesar que sabías que te amaba, hombre! ¡Mierda mi vida!
Se acurrucó en el suelo. Su cuerpo rebotaba por el llanto. Sus sollozos eran suaves y acompasados. Ella se abrazada a sus piernas con fuerza, sus puños bien apretados.
—Perdón, yo no…
Me levanté para acariciarle la espalda. Ella me palmeó la mano.
—No me toques. Vete, Efraín.
—Pero…
—¡Qué te vayas!

Iba en mi automóvil ya llegando a casa. No sabía que hacer. Aún estaba confundido por todo. Subí con la compra al piso.
—Dios mío, amor… Ya estaba preocupada. ¿Tres horas para traer las compras?
—Perdón, tomé un desvío.
—¿A qué te refieres?
Miré a mi hijo en brazos de mi esposa. O lo que hasta hoy creía que era mi hijo. De veras no se parecía a mi. Si algo, se parecía a Mario. Comencé a notarle rasgos en su cara, en sus brazos, en su mirada.
—Tomé un desvío, es todo.
Llevé la compra a la cocina y comencé a distribuir los contenidos de la bolsa. Marisa vino hacia mi.
—¿Pasó algo?
Pensé como decirlo. No quería quedarme con la espina.
—¿Has hablado con Mario recientemente?
A último segundo me dio miedo.
—No, nada. Por ahí un año o más.
Se mandó la mano a la boca.
—¿Le pasó algo?
—No, no. Solo quería saber si has hablado con él.
—¿Y entonces? ¿Qué te tiene tan agrio?
Respiré profundo mientras metía las verduras en la nevera.
—Marisa… Tú…
El timbre del apartamento sonó. Al levantarme me dí duro en la cabeza con la puerta del congelador del refrigerador. El dolor era sordo, pero menor que el nudo que tenía en el pecho. Marisa abrió la puerta.

—¡Lisa!
—¡Risa!
Elisa había venido a nuestro apartamento. Preferí quedarme en la cocina.
—¿Cuándo llegaste? ¿Qué demonios haces acá?
—Llegué hoy y vine a ver a mi sobrino. ¿Dónde está mi niño?
Marisa vino por mi a la cocina.
—Amor, vino Elisa, ven a saludar.
—Ya voy.
Dejé como estaba y fui a la sala.
—¿Cómo está mi niño? ¡Cuchi cuchi cuchi!
Elisa tenía a Tito en manos, haciéndole cosquillas en la barriga y emitiendo sonidos ridículos. El niño se reía.
—Hombre, ¿por qué no nos avisaste que venías? Efra hubiera ido a recogerte.
Tragué un taco de mi garganta.
—No quería molestarlos, ya están ocupados con el niño.
—¿Y tu equipaje?
—Ah, no me quedaré acá, me quedaré en un hotel. Estaré tres días en la capital.
Todo esto me traía un recuerdo de esta mañana. Una vez soltó a Tito en brazos de su madre se dirigió a mi.
—Efraín, te ves muy bien.
—Y tu más.
Me abrazó como si lo de esta mañana hubiera sido solo un sueño.
—No, Risa, no me quedaré acá. Vine a descansar del trabajo y darle un vueltón a mi sobrino.
—¿Pero si te hubieras quedado acá…?
—No nos mintamos… No hubiera descansado.
Marisa se carcajeó.
—Tienes la razón.

Elisa y Marisa estuvieron juntas en la sala charlando toda la tarde, tomando el té, arrullando a Tito y jugando con él mientras estaba despierto. En tanto continué trabajando en el estudio, de vez en cuando dándoles la vuelta para ver como estaban y si querían algo.
—Elisa, Marisa, ¿desean algo más?
—¿Qué dices, Lisa? ¿Quieres algo más?
—Un esposo como Efraín.
Seguían riéndose a sus anchas. Marisa se dirigió a mi.
—¿Podrías prepararnos más té? ¿Y nos traes las magdalenas que están en la despensa?
—Claro que si.
Elisa se levantó del asiento.
—Mientras cuidas a Tito, yo le ayudaré a Efraín, me da pena que se enrede y arruine la tetera.
—Eso no va a pasar…
Elisa me comenzó a empujar a la cocina.
—Vamos, vamos, sin chistar.
Marisa se reía de toda la situación. Hacia mucho tiempo que no la veía tan alegre.

Una vez en la cocina, Elisa me arrinconó contra una esquina y comenzó a susurrar.
—Perdón, perdón por haber sido tan grosera hace un rato.
—No hay problema.
—Si pudieses olvidar todo lo que dije…
—Básicamente te le declaraste a un hombre casado y con hijos, no solo eso, el esposo de tu hermana, ¿y crees que va a ser fácil para mi olvidarlo?
—Por favor. Me dejé llevar por el enojo.
—Eso no reduce la gravedad de lo que hiciste.
—Pero si que me sirvió. Me desahogué.
Suspiré.
—Desde que te haya ayudado…
—Claro que si.
Me separé del rincón y comencé a preparar el té. Ya no teníamos que susurrar.
—Y bueno, ¿cómo van las cosas en San Julio?
—Todo en orden. El tiempo no pasa allá. Pero el negocio está muy bien, solo el mes pasado una caravana de matrimonios se fue desde acá para divorciarse, mucha mucha plata.
Gritó.
—¡Ya saben a dónde van si se van a divorciar!
Comenzó a reír. Su sonrisa me pareció trágica. Desde la sala, un graznido llegó a nuestros oídos.
—Jaja, muy graciosa tu. Yo a Efraín no lo suelto ni porque comenzara a oler a pez.
—Solo digo, solo digo.

Una vez entrada la noche, Elisa se levantó, dispuesta a marcharse del apartamento. Ya había terminado mis quehaceres por el día y estaba arrullando al niño. Durante todo el tiempo lo observé con cierto desdén, analizando sus facciones de cerca.
—Amor, ¿podrías llevar a Lisa a su hotel? ¿Ya que la ingrata no se va a quedar aquí?
—Hombre, te digo que quiero descansar. Mañana vuelvo a pasar un rato.
Le pasé a Tito a mi esposa, mientras me ponía un abrigo. Se dieron sendos besos, abrazos y despedidas, incluyendo al chico.
—Ah, Lisa, antes que te vayas, ¿dónde te estás quedando?
—En el Farallón.
Le mentía. Farallón era un hotel campestre que quedaba en las afueras de la ciudad. Castellón queda a unos veinte minutos caminando.
—Uy, ¿por qué tan lejos?
—De nuevo… Quiero descansar.
—Con más razón que Efraín te lleve. Hasta mañana.
—¡Hasta mañana!
Descendimos las escaleras al aparcamiento. Yo estaba un poco atónito.
—Le mentiste acerca del hotel.
—Necesito hablar contigo. Y para ello necesito tiempo.
—¿Y ahora de que más me quieres hablar?
—Vamos al automóvil.

Una vez en él, y ya habiendo salido del garaje, volvió al mismo mutismo de la vez pasada.
—¿No qué necesitabas hablar conmigo?
Se quedó en silencio todo el trayecto.

Una vez llegamos al hotel, ella salió por su cuenta, sin esperar que le abriese la puerta. Se empujó con tanta rapidez que se torció el tobillo y cayó de plano en la acera. Yo salí corriendo de mi asiento a ayudarle.
—Elisa, ¡por Dios! ¿Estás bien?
Su cara demostraba bastante dolor.
—Estoy bien, estoy bien.
La ayudé a levantarse. Ni podía asentar el pie.
—¡Mierda mi vida!
Recordé el encuentro más temprano en el día.
—Tendremos que llamar a un médico, o algo.
Suspiró.
—Por ahora llévame a mi habitación, por favor. Desde allá llamaré al servicio médico.
Asentí. Paso a paso nos internamos en el hotel, ella cojeando profusamente. El recepcionista se acercó a nosotros preguntando si necesitábamos algo. Ella lo despachó, asegurándole que si lo necesitaba los llamaba.
Comenzamos a subir en el ascensor.
—¿Te duele mucho?
—Por Dios, Efraín, que me parto el pie. ¡Ahora si que voy a descansar!
—Necesitas ayuda médica.
—Qué no todavía, hombre.
A pasitos llegamos a su habitación. Ella abrió y comenzó a dar unos saltos como de conejo para tirarse en la cama.
—¿Me ayudas?
—¿A qué?
—A quitarme los zapatos, necesito ver que coñ… Que demonios tengo.
Asentí. Le zafé los zapatos, unos botines bastante bonitos de color bermellón. Las medias se habían recogido en la punta del pie, haciendo que la piel se pusiera de color rojo al contacto con el cuero. Sus pies eran bonitos, pequeños, con dedos bonitos, una composición preciosa, que muchas veces atrás admiraba, en tanto nos citábamos cuando niños.
—¿Te gustan?
Levanté la mirada.
—No, en absoluto.
—¿Seguro? Recuerdo que cuando niños los mirabas con muchas ganas.
—¿Ganas? ¿Qué demonios dices?
Se comenzó a reír.
—No te hagas el que no te das cuenta.
Miré detenidamente el tobillo, no estaba particularmente inflamado. Lo toqué suavemente.
—¿Puedo?
—Por favor.
Masajeé su pierna, especialmente la parte dónde se había lastimado. Con cada movimiento, ella emitía una especie de gemidos por el dolor, casi gruñidos. Me comencé a preocupar. Levanté la cabeza para ver su semblante. Respingaba los ojos con fuerza.
—Aunque no lo veo inflamado, parece que estás muy adolorida.
—No pares, por favor.
—Está bien.
Por unos minutos más continué friccionándole el pie. Sentía que de alguna forma hacíamos algo un poco indecente, y más que todo gracias a sus extraños gemidos. Su respiración era ligeramente sincopada. Me levanté como un resorte, también un poco lleno de elación.
—¿Por qué te detuviste?
—Elisa, creo que esto no es lo correcto.
Suspiró.
—No veo en qué. Ilústrame.
—¿Estás derivando algún otro tipo de placer de mis acciones?
—Tonto, ¿en qué sentido?
Sus palabras decían una cosa, su tez sudorosa y enrojecida, y los cabellos adheridos de su frente decían otra.
—Me voy. Llama al seguro médico.
—Espera, espera… ¿Por qué no te quedas…?
—¿Qué me quede? ¿Qué tipo de propuesta me estás haciendo?
—¿Me vas a dejar sola aquí?
—Dios mío, Elisa, yo tengo esposa, ¡tu hermana! Tengo un niño al que volver.
—Que bien te pudo haber engañado, y que bien puede no ser tu hijo.
—Nada me lo confirma aún. Adiós.
—Espera. Espera.
Abrí la puerta y la tiré a cerrar. Durante todo el trayecto al frontal del hotel daba pasos fuertes, golpeados. Mis puños estaban hechos rocas. Al pasar por la recepción, el empleado se me acercó, preguntando acerca de su huésped. Le pedí que llamara al servicio médico, que ella se encontraba muy mal, pero que yo ya me tenía que marchar.
Subí a mi automóvil y regresé en un chasquido de dedos donde mi esposa e hijo. El niño ya estaba durmiendo, y mi esposa me esperaba ansiosa en la sala. La besé y la abracé como no lo había hecho en ya meses.
—¿Pasó algo?
No sabía que hacer.
—Tu hermana no se está quedando en el Farallón, si no en el Castellón.
—Pero ese queda cerquita.
—Así es.
—¿Y entonces por qué te demoraste tanto?
—Bajándose del automóvil, ella se lastimó el tobillo. La acompañé hasta la habitación y en recepción le llamé al servicio médico.
No le mentí, pero no le di toda la información. Me sentí con mucha culpa.
—Dios mio, la llamaré.
—No, déjala tranquila, estaba agotada.
—Veo.
—Vamos a dormir, ¡qué día tan pesado tuvimos!
Asintió. La besé de nuevo.

Al siguiente día, Elisa se apareció en la tarde, equipaje en mano. Yo regresaba de la oficina, en tanto la vi a ella en la sala. La maleta estaba en la entrada aún.
—¿Elisa?
—¡Vengo a quedarme! ¡No puedo estar lejos de este precioso!
—¿Y tu tobillo?
Me miró como si me fuera a matar.
—No tenías que haberle contado a Risa, se preocupó mucho. Pero está bien, está bien. El servicio médico vino apenas te fuiste. El tobillo está en orden, solo era el dolor latente de la torcedura.
Sentía que todo era un acto que ella estaba haciendo. La recriminé con la mirada.
—¡Qué bueno!
—Elisa se quedará en el cuarto de huéspedes. ¿Podrías por favor llevar su equipaje?
No era la primera vez que tenía que cargar o arrastrarlo. Lo moví al cuarto de huéspedes.
—Ah, amor, ¿podrías también cambiar la ropa de cama?
—Claro que si, cariño.

Se quedaron hablando hasta tarde. Tito se durmió en un trucar de dedos, seguro por que la tía jugó con él toda la tarde. Después de cenar todos juntos y hablar de temas inconsecuentes, recuerdos de viejas épocas, me senté en el estudio con una taza de té para escribir un poco. Estos dos días habían sido un remolino y no había adelantado nada de mis obligaciones personales.
Mi esposa caminó hacia mi, abrazándome por la espalda. Elisa esperó en el umbral de la puerta.
—Amor, estoy agotada. Me voy a dormir temprano.
Eran las nueve y treinta, ya muy pasada la hora normal para ella dormirse. Me giré, me levanté y la besé y abracé profundamente, como con intención que Elisa me viera.
—Hazle compañía a Elisa y vigila a Tito por un momento más, ¿te parece?
—No me parece adecuado. Yo estoy concentrado en mi escritura.
Me miró con ojos pedigüeños.
—Ella se marcha mañana temprano, es lo mínimo que puedes hacer.
Suspiré y la miré. Tenía una sonrisa extraña. No sabía que hacer.
—Está bien.
—Gracias, amor.
Me volvió a besar. Mi esposa era única, si no un poco inocente.
—Hasta mañana a ambos.
Elisa entró y tomó asiento en una silla auxiliar que teníamos dispuesta. Marisa se despidió y salió, sin antes devolverse y bromear.
—Ojo con engañarme, ¿eh?
Elisa se sonrió.
—¿En tu propia casa? ¡Qué tal! Ni yo tengo tan malos modales.
Ambas se carcajearon. Yo seguía sin saber que hacer. Marisa cerró la puerta del estudio a sus espaldas para que el ruido no se propagara por la casa.

Continué escribiendo, aunque ya más disperso que antes.
—Marisa es bastante única.
—Y que lo digas.
Se levantó de la silla y caminó alrededor mío.
—Es increíble la selección de tomos que tienes acá.
Tomó uno de los libros, lo ojeó rápidamente y lo volvió a depositar. Hizo eso mismo con varios.
—Hace parte de la colección de los dos. Queremos inculcarle a Tito desde chiquito el gusto por la lectura.
—Maravilloso.
Seguía tomando libros a la suerte, abriéndolos, mirando un par de hojas y volviéndolos a poner. Decidí concentrarme en mi historia.
—¿Qué te hizo cambiar de parecer en quedarte acá?
Sin previo aviso, me abrazó por la espalda, clavando su cara en mi hombro, su boca a par de centímetros de mi oreja. Susurró.
—Quería verte…
Una corriente me recorrió la espalda.
—Dios mío, Elisa, te estás propasando…
—Solo un minuto, Efraín. Déjame vivir mi fantasía solo un minuto.
—¿Cuál fantasía?
—Aquella en la que tu y yo nos enamoramos, nos besamos todos los días, vivimos juntos, hacemos el amor todos los días…
Acercó su boca muy peligrosamente a mi oído. Sentía su vaporoso jadeo en los pelillos de la oreja. Me levanté, soltándome de ella.
—¡Elisa, despierta! Esa fantasía no existe. Estoy casado con Marisa, soy feliz, tengo un hijo, mi vida está completa a su lado.
—Pero, ¿qué tal si ella si te engañó con Mario? ¿Qué tal si…?
—¿Qué tal si Tito no es mío? Creo que es algo que Marisa y yo tenemos que conversar, y tu ni tu familia se deben inmiscuir.
Sentí que el calor se me subía a las orejas. Elisa me hacía una seña de que bajara la voz.
—Hasta mañana Elisa, espero que mañana muy temprano te marches.
Recogí el monitor de la habitación del niño, abrí la puerta y me marché, dejándola a ella sola. Fui a la cama donde mi esposa dormitaba, aunque por mis alaridos estaba un poco despierta. Me desvestí rápidamente y me metí en la cama.
—¿Qué fue ese ruido?
—Tu hermana, amor. Tu hermana.
Suspiró.
—Mañana hablamos.
La abracé por la espalda, la besé y la acaricié un poco. Ella se contorsionaba del placer.
—No, amor, no… No con Elisa en casa.
—¿Qué ha de importar?
Lo pensó unos segundos y se giró hacia mi para luego besarme por largo, muy sonriente.
—Solo un momento, ¿está bien?

A la mañana del tercer día, en tanto yo había terminado de hacer mis abluciones y vestirme, Elisa ya estaba en la puerta de la casa, con su equipaje al lado. Marisa estaba con el niño en sus brazos.
—Amor, lleva a Elisa a la estación del tren. Ella debe estar en treinta minutos, pero quiere marcharse temprano.
Era hora de resolverlo todo.
—Marisa, Tito es mi hijo, ¿no cierto?
Ambas se quedaron congeladas. Marisa reaccionó primero.
—¡Por Dios, Efraín, ¿qué cosas estás diciendo?!
—¿Es o no es?
Hizo vibrar sus labios como Tito hace cuando hace burbujitas con su saliva.
—¿Lo dudas? ¡Claro que es tu hijo! ¡No he estado con otras personas más que tu!
Señalé hacia Elisa.
—Pues hazle entender a tu hermana eso… Entre tus papás y ella están creyendo que es hijo de Mario.
Elisa se quedó aún más boquiabierta.
—¿De Mario?
Marisa se largó a reír. Me pasó a Tito con rapidez, para luego apoyarse en contra de la pared, convulsionando de la risa, dándole golpes al muro.
—¿De Mario dicen?
No podía parar de soltar carcajadas. Elisa y yo nos mirábamos con la vista vacía. Una vez se calmó, con lágrimas en los ojos, y sus gafas empañadas, me miró.
—Ay, Efraín Malverte, si que me haces reír. ¿De Mario? ¡Jamás!
—¿Y entonces…?
Miré al niño en mis brazos.
—¿Por qué se parece un poco a Mario?
—Pffft. ¿En dónde?
No sabía ni que decir.
—Los ojos, los brazos…
—¡Hombre! Si son los mismos ojos tuyos, ¡qué no lo notas! Y los brazos, está muy chiquito para poderlo identificar. Además, mírale ese lunar que tiene en el culo.
Lo giré y le moví el pañal un poco. Efectivamente, tenía un puntito café en la nalga.
—¿Y de quién será ese lunar? ¿Y el que tiene en la espalda? Y el de la punta del…
Me sonrojé.
—Está bien, está bien. No sé ni porqué me dejé creer de las cosas de tu hermana.
Marisa se fue hasta Elisa, mirándola fíjamente a los ojos.
—Y en cuando respecta de ti… ¿Por qué le metes esos bichos a Efraín en la cabeza?
—Pues es que… Esas visitas de Mario la última vez que estuviste en San Julio…
Marisa miró al techo.
—¡Ah! ¡Oh! Ya recuerdo. Creo que es mejor que hables con él cuando regreses a San Julio. Creo que te llevarás una sorpresa.
Miré el reloj de la sala.
—Creo que es mejor que nos vayamos marchando. Ya ves, Elisa. Todo lo que me has dicho era un gran malentendido.
—¡Y que lo digas!
Le dí un beso a mi esposa y un besote más grande a mi hijo.
—Te amo, cielo.
—Y yo a ti, loquillo.
Agarré la maleta de Elisa y comencé a bajar. No había pronunciado ni una palabra hasta ahora.
—Cuida bien de este hombre, Risa, porque si no, alguien te lo va a arrancar.
—De mi cuerpo sin vida, Lisa. De mi cuerpo sin vida.
—Hasta pronto.
—Hasta pronto.
Se dieron un abrazo que duró hasta que yo metí la maleta en la cajuela. Una vez ella se subió al auto, arranqué con rapidez. Llegamos en silencio y con rapidez a la estación de trenes.

—¿Sabes algo?
—¿Dime?
—Lo siento mucho por todo.
—Más te vale.
—Esto no cambia lo que siento por ti.
—Pues vete olvidando.
—Pero ya me di cuenta que es un imposible.
—Más que imposible. Mi esposa y mi hijo van primero.
Suspiró.
—A ver si aparece alguien tan idóneo como tu.
—No pidas clones, mujer.
Sonrió con fuerza.
—Efraín Malverte solo hay uno.
Abrió la puerta y ambos emergimos. Saqué su maleta y se la entregué. Nos abrazamos.
—Que bien que te ves, Efraín.
—Y tu más.
—Nos vemos a la próxima.
—Y no más loqueras, por favor.
—No hago promesas.
—Saludos a mis suegros.
Mientras arrastraba la maleta y se internaba en la estación, me quedé apoyado contra el automóvil. Qué jueves tan poco adecuado.
—Jueves.
Suspiré.
—Tengo que ir a trabajar.
El suspiro se volvió una exhalación y la realización que ya estaba tarde para ir al despacho.
—¡Tengo que ir a trabajar!
Me monté en el automóvil, acelerando a toda prisa, camino a mi trabajo.

«Aquel hotel» —Huyendo del destino—

—¡Qué cosas dices, Rose! ¿Deseos? ¿Acaso estamos en un mundo de fantasías?
Suspiró fuertemente. La sonrisa se le borró de la cara.
—Por eso decía, no tienes que entender.
Se me subió un poco de rabia a la cabeza.
—Entonces explícame. ¿Deseos?
—Si. Deseos. Los ganadores de cada una de estas reuniones tiene la capacidad de tener una charla en privado con el maestro.
—¿Y?
—Es como uno de nuestros más grandes deseos.
—Ah, ahora comprendo.
—No, creo que no comprendes.
—Si, tienen una entrevista con el escritor, y hablan de sus fanatismos, de pronto les piden un autógrafo u otras cosas.
—No es tan sencillo como eso.
—¿Qué hacen entonces?
—El maestro nos concede un deseo. Puede ser cualquier cosa.
—¡Pero si él es un humano, común y corriente! ¡Yo lo conocí! Él se quedó en el hotel por dos días, estuvimos hablando de muchas cosas. Más bien, estuve hablando yo mucho y él escuchando.
Suspiró de nuevo.
—¿Sabes qué? Es mejor que no hablemos más de esto. Ayúdame.
—Espera, espera, ¿cómo así?
—Después continuamos con eso. Pero por ahora, ayúdame.
Cerré mis ojos, truqué mis vértebras, bajé mi cabeza y miré la foto de nuevo.
—No tengo ni idea, de veras. Por más que lo pienso, no se me ocurre nada.
—Cualquier idea.
—¿Por qué te empecinas en ganar esta cosa, lo que sea que es?
Tornó su cabeza al suelo.
—No lo vas a entender.
—Asumiendo que el escritor puede conceder deseos, cuéntame.

Rose nació como Sonya en algún país escandinavo. Durante la mayor parte de su niñez fue una chica poco comprendida. No era su intención que la gente la comprendiera, pero esperaba que al menos la trataran como un ser normal. Desafortunadamente con el tiempo, su forma de ser y actuar se fue volviendo más y más extraña a los ojos de los demás, algo que no podía controlar. A veces tenía momentos donde se quedaba muda y no podía contestar en casa o en clase. A veces eran meses en los que no podía ver o escuchar con facilidad, o instantes en los que se le dificultaba caminar, moverse por si misma. Sus padres, que en principio se mostraban bastante preocupados por esto, después de un tiempo empezaron a creer que Sonya lo hacía por gusto, por algún síndrome de víctima. Los médicos no encontraban nada mal en su cuerpo, su cerebro o sus extremidades. Largas sesiones de terapia psicológica no resultaban en nada y ella, preocupada por la opinión de la gente alrededor, comenzó a aislarse más y más.
Dejó de asistir a la escuela y se marchó de vivir con sus padres para rodar de mano en mano por los miembros de su familia. Terminó en manos de un tío que vivía en una playa, más bien retirada de la civilización. El tío era un alma libre, no atada por las necesidades de trabajos y preocupaciones más citadinas. Aunque vivía en algo que no distaba de una casucha, comida nunca le faltaba, y en temporada de verano, siempre tenía muchas actividades lucrativas por hacer.
Al principio Sonya no se acostumbró con facilidad. Los primeros meses sufría de los síntomas que ya traía, hasta el punto de quedar reducida a ser alimentada por su familiar. Esto ocurrió hasta el momento en que llegó su primer verano y notó que la bahía, que normalmente sería desierta, se llenó de muchas personas, de diferentes edades e índoles, disfrutando del Sol y dejando de lado la pesadumbre de sus labores y sus vidas en la gran ciudad.
Ella comenzó a sentirse muy bien. Paulatinamente decidió ayudarle a su familiar con los quehaceres, a disfrutar de la pesca junto con él, a atender a los comensales que visitaban su pequeño negocio y a ayudar en las labores de limpieza de la playa. Para ese entonces, ella ya cumplía quince años y comenzaba a desarrollarse. Aprendió a controlar su cuerpo con mayor facilidad, aunque en tanto terminaba el verano y volvía a vaciarse la playa, regresaban de nuevo sus dolencias.
Al ver esto, su tío, quien opinaba que era buena idea que ella aprendiera más del mundo, le compró en una tienda de baratijas un libro a ella, para que pusiera su mente en funcionamiento durante la temporada baja. “Es lo más cercano a vivir algo sin tener que vivirlo”, le dijo él. Ella no lo comprendió. Era una novela, de un autor que jamás había escuchado. Tenía un nombre que no le sonaba a nórdico, algo más exótico. Además, era un libro que estaba un poco mal cuidado, y quizá por ello terminó en la caja de ofertas de una tienda de baratijas. No le faltaban páginas, pero las hojas estaban magulladas y alguna parte amarillentas.

—Fue la primera novela del maestro que leí. La leí, y la releí, y la releí. ¿Cuántas veces? No lo sé. Era una historia corta, no muy alegre, acerca de la búsqueda de algo intangible, de las relaciones de las personas con otras y del vacío que todos tenemos y que intentamos llenar con los demás, con piezas imperfectas, como tapar un agujero redondo con una pieza cuadrada.

Después de eso, Sonya comenzó a ser más activa en la ayuda a su familiar. Ella no lo hacía por obligación, lo hacía porque le nacía, le gustaba. Sin embargo, siempre le llamaba la atención aquella extraña novela, y en momentos de duda volvía siempre a ella.
Al segundo verano, ya con su blanca piel tostada por el sol, su tío le regaló otra novela, del mismo autor, más gruesa, más compleja. En esta ocasión estaba completamente nueva, prístina. Dudó si era meritorio quitarle el empaque, pero su tío la instó. De nuevo, se sumergió de lleno en el mundo que se abría página tras página.
Inspirada en la novela, y comprando unas herramientas con su propio dinero, comenzó a pintar. A veces, podía hacer dos o tres pinturas por día. Otras, una por semana. Los dibujos comenzaron a volverse populares con los lugareños, o con los visitantes poco habituales de la temporada fuera de verano. Eran escenas no muy realistas del mar, mezcladas con imágenes que solo le pasaban a ella por la cabeza. No sabía que eran, pero sabía que existían y que debía volverlos realidad.
Cuándo ella cumplió dieciocho, su tío decidió que era hora que ella regresara a la gran ciudad. Encontraría mejor suerte que la que tenía en aquella casucha. Ella se negó pues ella era feliz allí. Su tío lo sabía mejor, sus capacidades eran especiales, era más talentosa que el resto del mundo, podría llegar muy lejos plasmando la magia que existía en su cerebro sobre el lienzo.
Así fue que regresó a casa de sus padres, aunque solo vivió con ellos por un par de meses. Luego, se fue a vivir sola, creando arte, con sus dos libros bajo el hombro. Un tipo que le compró uno de los cuadros le preguntó de dónde se originaba su creatividad y ella mencionó el libro aquel que había recibido de su tío. Fue una sorpresa para ella saber que no eran esos las únicas dos obras del maestro y que él ya había compuesto media docena de ellos, con historias muy variadas y complejas. En cuánto pudo, los compró sin dudar.
Como una avalancha, la fama de Sonya fue incrementando con rapidez. Quienes veían sus obras sentían que les hablaban, les decían un mensaje secreto, como si Franz Kafka se parara en la orilla del mar y gritara a los cuatro vientos las intenciones de sus obras.
Y un día, sin más ni más, recibió una invitación.

—Heme aquí, doce años después.
Yo estaba en silencio. Ya había escuchado esta historia antes. Recordé que había leído el perfil de ella como artista en una revista hace muchos años. Algunos de sus benefactores declaraban que sus obras se transformaban con el tiempo, que contenían crípticos, mensajes personales, o que habían cambiado su vida, normalmente para bien.
—Por dos reuniones seguidas he ganado el reto y me he salvado de la muerte, pero en tiempo me han ganado Eronel y Ruby, y ellos obtienen la gracia de tener una conversación con el maestro. Este año quiero ganar.
—¿Qué deseas?
Volvió a mirarme a los ojos. Sentí que me hundía en ellos.
—Quiero volverme un personaje en una de sus novelas.
Fruncí el ceño.
—¿Perdón?
—Si. Quiero dejar de ser humana y quiero convertirme en un personaje de una de sus novelas. Quiero volverme intemporal, tener mi vida predestinada, no tener que preocuparme más por las sutilezas del universo y los demás, seguir mi rol, en todas las leídas y releídas y a los ojos del mundo. Invariante, imperfecta pero perfecta a la vez, construida a la imagen y gusto del maestro.
Mi cabeza daba tumbos. No podía modular palabras.
—Pero, que… Eso solo sería en un libro. La Rose que respira, que tengo aquí al frente…
—Dejaría de existir.
—¿Deseas morir? ¿No el morir de este juego, pero el morir de verdad?
—Unas por otras. Al final, terminaría viviendo por siempre, en las páginas de una obra.
Me sostenía la frente con la mano. Esta chica estaba loca. Saqué coraje de dónde no tenía.
—Pues si es con esa intención, no pretendo ayudarte. Tu vida es tu vida, es valiosa, y si pretendes abandonarla con ganas de ser intemporal, un concepto tan vago y errado como ese, prefiero que abandones el juego, a perder un ser tan talentoso sobre la faz de la tierra.
Me golpeó en el brazo, un dolor tan tenue que era inexistente.
—Me conoces, ¿no cierto?
—Alguna vez leí sobre ti.
—Talento, todos valoran el talento por encima de todo. Tú, mi representante, mis benefactores. No saben el infierno que existe en mi cabeza, todos los días. El que dejo salir de a pocos en cada una de mis pinturas, como sale el vapor y el agua de un géiser.
—Y aún así, eres la única que puede traer a la realidad ese infierno al que tu llamas así. No en vano tantas personas quieren tus pinturas, si con ella les hablas directo a las fibras de cada uno de ellos, como si tocaras las cuerdas de sus instrumentos.
Se quedó en silencio. Se sentó de nuevo y respiró profundamente.
—Dame la foto.
Se la entregué. Su cara parecía vacía de emociones.
—Gracias por tu ayuda hasta ahora.
—¿Y sigues?
—No sé que más hacer. Ese ha sido mi objetivo por años y aún tengo la posibilidad de lograrlo. No te involucraré más, así que espero que no te metas conmigo.
Me giré y comencé a caminar hacia la derruida entrada al garaje.
—Haz lo que quieras.

Caminé de regreso al hotel, esta vez no desviándome del camino normal. Miles de pensamientos rodaban por mi cabeza. Honestamente, no entendía como una persona podría pensar ese tipo de cosas. Y bueno, al final, Rose no era un humano común. Si ella no quería volver a dibujar, pues simplemente no lo hacía, se retiraría y ya.
¿Por qué, teniéndolo todo, deseaba tirarlo todo al vacío? ¿Así de difícil era convivir con el mundo, con su cuerpo, con su mente?
—Sandeces.
Decidí tomar un desvío. Fui a la taberna, a pesar que era temprano en el día. La boca me sabía a una buena cerveza. Como era usual, estaba abierta, aunque vacía. El tendero se sorprendió de verme.
—Hey, ¿qué haces a esta hora? ¿No deberías estar haciendo la parte de gerente del hotel?
—Mi padre se está encargando por hoy, me dijo que yo necesitaba descansar.
—¿Ese viejo huraño? Ni te creo.
—Y aún así ocurrió. Dame una pinta de lager ámbar fría.
—Sale.
La taberna era un lugar cálido, a pesar de su mala reputación. En la pared, el dueño pegó cientos de cosas que no tenían cohesión ni lógica, banderas de países, cubiertas de discos de vinilo, publicidad de las revistas y fotos. Muchas fotos. El tendero me puso el vaso lleno de un liquido anaranjado y espumoso, frío y sudando goterones de agua.
—Salud.
Tomé un trago profundo que me apagó el fuego de las entrañas, el amargo sabor de la cerveza inundando mi boca. Suspiré. Debía regresar al hotel. Seguía mirando la ecléctica colección sin sentido que había en las paredes. En miles de incontables situaciones atrás las había ojeado, pero nunca les había puesto atención. Ahora, con la taberna vacía y bien iluminada, podía apreciarlos con detalle.
—¡Qué demonios!
—¿Y ahora qué?
—De veras… Jamás le había prestado atención, pero no entiendo el estilo de este rancho.
—Hey, hey, es un estilo internacional, único.
Me levanté con el vaso en la mano.
—¿Me vas a decir que estas pegatinas y chinchetas, recortes de revistas y pedazos de basura, tienen un estilo internacional?
—No son pedazos de basura.
Caminé hacia una pared y apunté a una en particular.
—Esto es un recorte de una caja de leche.
El tendero salió de su barra y se acercó hacia mi.
—Pero es una caja de leche muy importante, fue la primera vez en…
Mientras él discutía, mis ojos rodaron hacia algo en la pared que me dejó impactado. Caminé despacio hacia allá.
—Esto…
—¿Hey, me estás escuchando?
Era una foto. Era exactamente la misma foto que Rose me había entregado. Estaba parcialmente cubierta por un recorte de revista de una figura femenina sentada sobre una cajetilla de cigarrillos.
Acerqué mi cabeza a esta. Era sin duda la misma fotografía.
—Esto… ¿Esto de dónde salió?
El tipo se quedó pensando un rato.
—¿Podrías creerme que no lo recuerdo?
No quería quitarle la mirada en caso que se esfumara. Le puse el dedo encima.
—Recuerdas la historia de una caja de leche, ¿pero no de esta foto?
Él se quedó pasmado.
—No sé. No sé que hace eso allí. ¿De dónde salió esto?
La zafé con cuidado de la pared. Estaba sostenida por tres chinchetas. En tanto hice eso, algo cayó al suelo. Me agaché a recogerlo, inadvertidamente derramando un poco de mi cerveza en el suelo. Era una lámina de metal, un poco gruesa. Tenía presionada en su superficie, como en relieve, la forma de una estatua clásica de la antigua Grecia, aunque no recordaba su nombre. En la parte de abajo de la estatua, tenía lo que parecía la forma de la llave de un cerrojo.
—A… A… ¿Alguien más ha venido acá?
—Si, más temprano tres personas diferentes vistiendo un ropaje extraño vinieron preguntando por una foto, un poco parecida a esta.
—¿Y qué contestaste?
—Pues la verdad, no tengo ni idea.
—Cierra la taberna.
—¿Por?
—Cierra la taberna hasta la media noche.
—Tú crees que voy a perder la ganancia…
—Te pago la ganancia.
—Espero que estés dispuesto a pagar…
—Te la pago.
—¿Qué demonios te pasa?
—¿Sabes qué? Si vuelve a aparecer una persona con ese ropaje de esos preguntando, les vuelves a decir que no sabes nada, ¿entendido?
Asintió. Puse mi vaso sobre una mesa, metí mi mano en el bolsillo del pantalón, saqué un par de billetes, los deposité al lado del vaso y salí corriendo.
—Gracias por tu tiempo y perdón por el reguero y el agujero en la pared.
—¡Uy!

Tenía que regresar con Rose. Embutí la llave y la foto que estaba en la taberna en el bolsillo de mi pantalón y corrí hacia las ruinas. Como lo supuse, ella ya no estaba allí.
Regresé al hotel. Al entrar hice un bullicio con la campana de la puerta. Mi padre bostezaba sentado detrás del mostrador.
—Oh, hijo, ya era siendo hora que regresaras.
—¿Ha llegado Rose por acá?
—No, nadie ha salido o entrado. ¿Pero qué demonios ocurre?
Pasé derecho sin volverlo a mirar y entré en mi habitación. Él me siguió hasta el umbral.
—¿Qué te pasa? No te dije que no te involucres con…
—Nada, no me estoy involucrando con nadie.
Cerré la puerta de golpe y le puse el seguro. Mi padre golpeaba la puerta con fuerza.
—¡Ábreme! ¿Qué te tiene con esta actitud?
Quería explotar aunque no quería contestarle como se merecía. Aún tenía las cartas en mi mano y no era hora de abrirlas. No quería que supiera que ya sabía que estaba amañado con Misterioso.
Tomé el bolso de Rose y lo subí en la cama. Estaba arropado con aquellas cintas y aquel extraño seguro. Saqué la llave de mi pantalón y la metí en el cerrojo. No hubo resistencia. Al girarla el seguro se abrió en dos partes y las apretadas cintas se soltaron. Me guardé la llave de nuevo. Adentro, estaba la ropa de Rose, un par de conjuntos sencillos como ella, varias prendas de ropa interior, incluyendo una que no pude dejar de imaginármela con ella puesta, y un libro grueso con otro seguro en él, en esta ocasión una abertura grande y redonda. Las cubiertas del libro eran de metal todas, a exceptuar un par de detalles que parecían de cuero sintético. La bisagra y el brazo que lo cerraba con fuerza eran macizas, también de metal, con un dejo rústico y dorado.
Mi padre se había rendido ya a su golpeteo. Miré la hora. Era casi medio día. Solo había un huésped en el hotel, si mi padre era de fiar. Era Misterioso.
Seguí analizando la cerradura. No tenía dientes o las características hendiduras de una llave común. En cambio, en el perímetro de la hendidura, había una especie de espacios de un color plateado. Con la punta de un bolígrafo intenté presionar en aquellos espacios, pero no se movieron. ¿Qué era lo que cabía en este agujero?
Tomé el libro y lo metí bajo la cama. Iba a cambiarme al uniforme, cuando noté que algo faltaba. Salí con rapidez.
—¡Padre!
—¿Y ahora qué?
La voz emergía de la cocina. Corrí hacia allá.
—¿Y mi camisa, chaleco y pantalón?
—¿Para qué?
—Dije que iba a venir a ayudar en el almuerzo, y aquí estoy. Quiero cambiarme.
Me miró con dudas.
—Los puse a lavar. Ya deben estar en ciclo de secado.
Mi corazón se puso a mil. Dejé las monedas en el chaleco.
—¿Y lo que había en los bolsillos?
—¿Había algo en los bolsillos?
—De mi chaleco.
—Pues, la llave maestra la saqué y la tengo en mi pantalón. No encontré nada más.
Mi sangre comenzó a hervir. Me paré al frente de mi padre, quien estaba calentando un par de cosas en la estufa. Hablé golpeado.
—Habían otras cosas, en los bolsillos del frente del chaleco.
—No había nada más.
—¡No te hagas el loco!
Él también se comenzó a enojar, alardeando su fortaleza y ya casi a gritos.
—¡No había nada más!
Apreté mis dientes con fuerza y lo empujé para quitármelo de encima. Fui al cuarto de lavandería y abrí el secador. Allí estaba mi camisa, mi pantalón y el chaleco. Saqué el chaleco que estaba ardiendo y metí los dedos en los bolsillos. Efectivamente, no había nada. Metí la cabeza en el secador, el aire caliente golpeándome como una bofetada en mi cara. No había nada más danzando adentro, solo mis prendas.
Con mi chaleco en mano, regresé a mi padre, quien me miraba amenazante.
—¿¡Dónde demonios están las monedas!?
—¿Las que?
—En mi chaleco… En estos bolsillos… Habían tres monedas. Una de oro, una de plata y una de bronce.
—¡Ya te he dicho, no había…!
—¿Y crees que me lo creo? Habían tres monedas, el escritor me las regaló.
Se acercó a mi como para agarrarme de la camisa. Lo esquivé.
—¡No había…!
—¿Qué no había nada? ¿Me vas a robar?
Lo agarré del cuello de la camisa, como en un remedo de aquel repelo que me hizo más temprano. Lo apuntalé contra el hogar, que aún estaba encendido, mi puño izquierdo cerrado y listo para golpear.
—¿Dónde están?
—No sé de que hablas.
—Tres monedas, una de oro con un ramillete de flores, otra de plata con unos tallos de trigo y una tortuga en la de bronce. ¿Dónde están?
Comenzaba a temblar.
—Vas a causar un accidente.
—¿Dónde están?
—¡No sé!
—¿¡Que me digas… Dónde están!?
—Las tengo yo.
Me giré a ver a la persona que hablaba. Era Misterioso. En su mano, las tres monedas.
—¡Ya sabía yo que ustedes dos estaban en colusión!
—Bajé a ver de dónde salía esta algarabía, pero nunca me imaginé que tu hijo sería quien tenía la mejor mano.
Seguía agarrando a mi padre del cuello.
—¿Por qué la insistencia acerca de estos pedazos de metal? Si ni valor tienen.
—Si son valiosos para mi. Son un regalo del escritor.
—Así es, pero solo para verdaderos fanáticos del maestro, como nosotros, esto tiene algún valor. Para alguien que lo detesta, como tú, son meras baratijas, ¿no es cierto?
Me giré a ver a mi padre.
—¿Qué tanto le has contado?
Se quedó callado.
—¡Esperen a ver en cuanto los demás se enteren que ustedes dos estaban en concierto!
—¿Oh si? ¿Bajo qué pruebas?
—Yo los escuché hablando en su habitación.
—Son pruebas circunstanciales. Si algo, eres la única persona que lo puede probar, y nadie le creerá a un externo a la reunión.
—Pero…
—En cuanto a ti respecta, ¿es que tú no estabas en concierto con Sonya? Será divertido ver que opinan los demás cuando vean estas fotos.
Misterioso se saco el celular del bolsillo del pantalón bajo la túnica, lo encendió y me mostró la pantalla. En ella, una fotografía hecha con un lente telescópico dónde Rose y yo estábamos hablando a escondidas, en las ruinas de aquella casa.
—¿Cómo demonios?
—Estas son pruebas reales, estimado. Ahora por los demás… ¿Qué más da? ¡Qué siga el juego!
Solté a mi padre.
—Esas monedas son mías, fueron la propina que el escritor me dio antes de marcharse.
—Pues si eran tan valiosas… ¿Por qué las dejaste tiradas ahí?
Tenía un poco de razón.
—El maestro nunca hace nada sin objetivo. Estas monedas claramente tienen un motivo. ¿Quizá tú ya lo sabes y no me lo quieres decir?
La verdad, ya lo había descubierto. Las monedas reducirían el número de jugadores a máximo tres. Sin embargo, no podía decir nada, ni demostrar que lo sabía. Solo entendía que tenía que recuperarlas.
—Yo… He empezado a gustar de los libros del escritor.
Mi padre suspiró.
—¿Oh? ¿Es eso verdad?
—Si. Una vez pude conocerle, me dio curiosidad y no he podido parar de leer sus obras.
—¿Qué has leído?
Escarbé mi cabeza. No recordaba ninguno de los títulos.
—Varias de sus novelas cortas. Tres de las que están en la biblioteca. Usted ayer tenía en sus manos una de ellas.
—Oh… Dime el título. O dime el argumento de uno de ellos.
Intenté hacer memoria. Tantas veces había ordenado esos libros, incluso solo esta madrugada después de la trifulca tuve que volver a ponerlos allí.
—La verdad…
Di un par de pasos al frente.

La campana de la puerta sonó, y con ella me salté un latido de mi corazón.
—Gerente…
El vozarrón de Eronel retumbó por toda la casa. Mi padre apagó calmadamente el fogón y salió de la cocina.
—¿Si? ¿Qué pasa, Eronel?
—Necesito mi equipaje, ya.
—Por supuesto, ¿lo subo a la habitación?
—Por favor.
—Adelante, ya se lo llevo.
Ni Misterioso ni yo pronunciamos una palabra, casi que aguantando la respiración. Estábamos en tablas. En tanto escuché que mi padre entró a mi habitación y Eronel subía las escaleras, me abalancé hacia el larguirucho, quien por instinto soltó las monedas, que se desperdigaron por el suelo sonando como campanillas. Al lanzarme hacia él lo empujé con fuerza contra un mesón de metal, con el que se golpeó la cabeza.
—Ahora quien tiene la mano, ¿eh?
Presioné mi brazo contra su cuello, la herida de la cabeza sangrando levemente. Él intentaba agarrarme con sus flacas manos, pero no lo lograba. Era como si intentara agarrar el aire. Después de un par de segundos, su cara se tornó roja, y luego morada. Sus movimientos eran lentos, erráticos. No lo quería matar, así que era hora de soltarlo.
Di un salto hacia atrás y comencé a recoger las monedas. Una de ellas estaba en un lugar inaccesible, debajo de una nevera empotrada, así que recogí solo dos de ellas, la plateada y la bronce. El flaco comenzó a toser mientras recuperaba su respiración, agarrándose el cuello y la cabeza. Salí de la cocina con rapidez. Mi padre estaba subiendo las escaleras ya, así que me metí en la habitación, tomé el libro de debajo de la cama y corrí fuera del hotel.
—¡No lo dejen escapar! ¡Agárrenlo!
La voz de Misterioso irrumpía por todo el recinto, como el alarido de un animal a punto de sucumbir ante su muerte. Yo corría y corría sin un destino fijo. Llevaba bien aferrado en mi mano el libro, las otras dos monedas en mi otra, corriendo por los pasadizos de mi pueblo, esquivando botes de basura, cajas y tendederos de ropa.
Detrás mío, escuchaba también pasos acelerados, como si alguien galopara persiguiéndome. En varias de las esquinas me giraba para mirar hacia atrás, diferentes tipos en la persecutoria. Eran los secuaces de Misterioso. Tenía que quitármelos de encima. Me dirigí hacia la estación de policía. En el pueblo me conocían y no creo que dudarían de mi, aunque a menudo me tenían que sacar borracho de la taberna. En tanto llegué, grite.
—¡Teniente, teniente!
Del cuartillo de atrás, un tipo emergió, sosteniendo un radio con la mano. No era nuestro conocido teniente de policía. Era un desconocido.
—Se encuentra huyendo con destino al norte por la calle tercera. Repito.
En tanto me vio, el policía salió detrás mío, tirando el radio al suelo.
—¡Mierda!
Salí despavorido del cuartel. La multitud de personas que me perseguían contaban ya diez o doce. ¿Cómo era posible que Misterioso hubiese comprado tanta gente? Ninguno de ellos era un habitante de mi pueblo. Habían sido plantados por él, con el objetivo de ganar como fuera la competencia. ¿Qué demonios era lo que él deseaba, si era que se podía cumplir de alguna manera, para que terminara usando tantos recursos?

Seguí corriendo en dirección a mi casa, sacando mis llaves del bolsillo. Sabía que mi motocicleta estaba en el garaje. Una vez llegué, abrí la puerta de la casa como pude y la tiré. Mi abuelo estaba en la sala. Saltó cuando escuchó mi bullicio.
—¿Qué demonios?
—No ahora abuelo. Después te cuento.
Seguí hacia el garaje. Desde la sala mi abuelo me hablaba.
—¿Y ahora en qué te has metido?
—Ese estúpido juego del hotel, hay unos tipos siguiéndome.
Los tipos comenzaron a golpear la puerta y las ventanas con mucha fuerza, casi reventándolas.
—Dios mío, ¿qué está pasando?
Mi moto era un modelo sencillo, de baja cilindrada. Parecía más una bicicleta con motor que otra cosa. Metí las monedas en el bolsillo de mi pantalón, puse el libro en el sillín, me monté encima de él, metí la llave en la ignición y la encendí.
—Uno de los tipos, Misterioso, está asociado con mi papá para ganar el juego. Además contrató toda esta gente.
—¿Y tú que tienes que ver?
—El maestro me encargó una pieza importante del juego y Misterioso se enteró. Quiere sacar a los demás del juego.
Mentí un poco. No podía decir que yo estaba asociándome con Rose, de alguna forma, sin su consentimiento.
—Dios santo, esto nunca había pasado. ¿Tu papá asociado con un jugador?
—¿Quién sabe? De pronto hubo dinero de medio, no sé.
Aceleré la moto, haciendo un ruido espantoso.
—Abue… Cierra todas las puertas con seguro, incluso la del garaje.
—¿Qué vas a hacer?
—Después te cuento.
Mi abuelo cerró la puerta interna con seguro. Abrí el garaje con el interruptor de mi llave. La puerta hidráulica se abrió con una inusual rapidez, posiblemente por los tipos que la empujaban. Ellos comenzaron a correr hacia mí, pero yo ya estaba listo. Aceleré al máximo y, casi atropellando a dos de ellos, me escabullí. Fui directo hacia el sur del pueblo, dónde sabía yo que podría refugiarme con facilidad. Nadie me pudo seguir.

Una vez llegué a un puente, me salí de la carretera y parqueé mi moto en la ribera del río justo a la sombra del puente. Me bajé de ella, miré el libro y saqué las monedas de mi bolsillo. Estas cabían precisas en el espacio. Era obvio que eran la llave para abrir el seguro. ¿Sin embargo, qué diferencia habría entre una y otra?
Decidí meter la moneda de bronce. Algo que sonó como a una chispa eléctrica surgió de la ranura, además de un horrible olor a plástico quemado y un poco de un humo oscuro. Sin embargo, el brazo de metal que tenía el pestillo se soltó por completo con un ligero crujido de la bisagra. Era ya imposible sacar la moneda, se habían incrustado allí, fija por el mecanismo de abertura.
El libro en realidad era como uno de esos tomos falsos usados para almacenamiento. Una vez se abrió, en el compartimiento había un reloj, de aquellos que se guardaban en el bolsillo del pantalón, cuando aun existían pantalones que tenían el bolsillo para el reloj. El reloj estaba detenido, sin cuerda, a las nueve y veintidós con cero segundos exactamente. Me lo metí en el bolsillo del frente del pantalón, junto con la sobrante moneda de plata. No sabía como funcionaba el famoso juego, así que no sabía si todos estos artefactos eran importantes.
Ahora, ¿dónde estaría Rose? Al fin, yo estaba haciendo esto por ella.

Mi teléfono sonó. Era mi abuelo.
—Abue, ¿qué paso?
—Esa manada de locos se fueron detrás tuyo.
—Por lo menos.
—¿Dónde estás?
—Todavía estoy en la ciudad.
—Entiendo.
—Así que tu padre se alió con uno de los participantes.
—Si.
—Te creo. Bueno, será necesario que alguien le hale las orejas.
—Abue, cuidado, el tipo con el que se alió es…
—¿Ese flaco? Jajaja, ya verán.
Tuve una idea.
—Abue, necesito un favor antes que cuelgues.
—¿Qué?
—Necesito que involucres a Eronel en esta situación.
—¿Por?
—Él se ve que es el más recto de todos.
—En eso si tienes la razón.
—Si mal no estoy, él está en su habitación.
—Bueno.
—Nos vemos después.

Eran las tres de la tarde ya. Seguía pensando dónde demonios se había metido la chica. Una idea llegó a mi cabeza. Seguramente Rose no se hubiera regresado a… No, era imposible. Ella era una persona con formas de pensar que se salen de la normal, pero no me lo imaginaba. Solté una carcajada de lo estúpido de mi sugerencia.
Puse el libro en la silla, me senté en él de nuevo, encendí mi transporte y me fui directo a la librería. Una vez allí, entré corriendo, libro en mano. El dueño se veía estupefacto, enojado casi. Saltó de su mostrador y se paró al frente mío.
—He intentado hablar con tu novia para que se vaya. ¡Pero no me habla!
Me sonreí.
—Ah, no es mi novia.
—Lo que sea que sea, dile que si va a comprar algo bien, y si no, que se vaya. Ya tiene una montaña de libros acumulados al pie. Me demoraré horas ordenándolos.
—Está bien, tranquilo.
Me dirigí al mismo lugar donde la encontré antes. Allí estaba ella empecinada en encontrar el lugar de la foto dentro de los libros. Tenía unos cien tomos apilados a sus pies. Aún tenía puesto mi abrigo.
—¿No que había que buscar un lugar más seguro?
Se giró a verme. Su cara no mostraba ninguna reacción. Luego, se regresó al libro que tenía en su regazo.
—¿Sigues buscando esto?
Le puse la foto que había sacado de la taberna encima del libro, justo al lado de la que ella intentaba buscar. No se movió.
—Es decir, sigues buscando esto.
Le deposité la llave en forma de estatuilla encima de la foto.
—Eso significa que buscas esto que estaba en tu equipaje. Ahora, espero me disculpes. Vi tu ropa interior. Solo la vi, no la toqué.
Descargué la cajilla de almacenamiento en forma de libro encima del tomo que tenía en sus piernas, encima de todo.
—Y eso significa que aun buscas esto.
Saqué el reloj de mi bolsillo y lo pude encima de la cajilla. Apenas había notado que en en la cara del reloj había un relieve en la forma del carnero. Ella observaba todo lo que le había puesto encima sin modular palabras.
—Misterioso mandó a todos sus secuaces a perseguirme. Probablemente nos estén buscando aún en la ciudad. Ningún lugar es seguro ya.
Tomó todas las cosas y las metió en la cajilla, poniéndolo encima de una de las montañas de libros. Cerró el que tenía en su regazo y lo puso a un lado. Se levantó despacio. Se dirigió a mi y me abrazó, poniendo su cabeza a un lado de la mía.
—Te perdono por olfatear mi ropa interior.
—No la olfateé, solo la vi. ¿Era eso lo que te preocupaba?
—En realidad no. Gracias. Muchas gracias.
Le correspondí el abrazo. Su cabello olía como a limoncillo. Su cuerpo era verdaderamente delgado. Era difícil conocer sus dimensiones pues ella siempre vestía ropa amplia. Le pasé la mano por la espalda. Estuvimos unos segundos así, hasta que nos separamos.
—Iré al hotel.
Me asusté.
—No, no, ¿cómo vas a ir al hotel? Allá queda la boca del lobo.
—Precisamente. Misterioso no puede quedar impune.
Me mandé la mano a la frente. No sé que pasaba por su cabeza.
—Te acompaño.
—Está bien.
Ella tomó la cajilla y salimos juntos de la librería. El dueño salió disparado, como si fuera a darnos golpes. Mientras me subía a la moto, le hablé.
—Perdón por el desorden. No volverá a ocurrir.
—¡Más les vale! ¡Santo Cristo!
Ella se subió detrás mío, aferrándose en un abrazo fuerte de mi tronco. Prendí la motocicleta y me dirigí sin espera hacia el hotel.

Allí, no podía creer lo que estaba viendo. Una ambulancia estaba aparcada al frente y la puerta estaba abierta de par en par. Una vez adentro, vimos que Eronel estaba de pie en la recepción, mi abuelo del otro lado. Mi padre estaba en el suelo, al igual que Misterioso, tirados como un par de planchas. Mi padre tenía un par de moretones en la cara, Misterioso estaba tirado boca abajo. Rose entró primero, libro falso en mano. Pregunté con una voz un poco dubitativa.
—¿Qué pasó acá?
Eronel me contestó, con una gravedad que hizo retumbar el suelo.
—Era necesario aplicar un par de correctivos.
—Pero, pero… ¿De aquí a dar golpes?
Mi abuelo contestó.
—De tu padre me encargué yo.
—Gerente… ¿Es verdad lo que nos han dicho?
Sentía la gravedad de sus palabras.
—¿Respecto de?
—¿Qué Misterioso y tu padre estaban aliados?
—Si.
—¿Y que tú y Rose están aliados también?
Dudé un momento en responder. En tanto iba a hablar, Rose se adelantó.
—Fue mi culpa. Lo obligué a hacer cosas en contra de su moral.
Me giré a verla. Ella estaba mintiendo.
—No, en absoluto. Es completamente mi culp…
Ella me encerró en un fuerte abrazo. Una vez nos separamos, ella se giró a ver a Eronel. Estaba notablemente roja. Mis piernas estaban temblando un poco. Me apoyé contra el mostrador para evitar que se notara mucho. Mi abuelo fruncía el ceño, como si fuera a darme golpes también.
—Y esa es la prueba. Él no tiene la culpa. Yo lo obligué, lo seduje a hacer las cosas.
Eronel estaba visiblemente enojado. Tenía ambos puños bien cerrados.
—Misterioso, Rose. Declaro que han muerto. Han roto las reglas de la Cumbre Animal.
Rose asintió. Ni Misterioso ni mi padre aún se movían. Bajando las escaleras, dos tipos, uno de ellos el que vi más temprano esa mañana hablando con mi padre, bajaban con Ruby en una camilla y se dirigieron fuera de la recepción. No cruzamos las miradas.
—Solo hay un problema, Eronel.
—¿Cuál?
Rose abrió el tomo que llevaba cargando. Allí estaban todas las pistas que había recabado.
—He ganado. Tengo el reloj.
—¿Y cómo es eso posible?
Se giró a verme. Sentí que me iba a morir.
—¿Tú?
Asentí. Él suspiró profundamente, golpeando sus pies contra el suelo, como un bisonte que se prepara para atacar.
—Tendremos que esperar hasta la media noche que todos los aún vivos estén acá.
—No esperaré. Ya tengo el reloj.
—Esperarás, Rose. Irás a tu habitación y te quedarás allá hasta la media noche.
—No tengo habitación. Misterioso se robó mi llave.
Escuchaba como se tensaba el puño en la mano del hombre. Era como escuchar a alguien sentarse en un sillón de cuero. Me asusté un poco.
—Misterioso, ¿tienes la llave?
No contestaba. Se acercó a él y se arrodilló junto a su cabeza.
—Te pregunté… ¿Tienes la llave de Rose?
Aún no se inmutaba. Parecía completamente inconsciente. Solo podía notar que aún respiraba.
—Gerente mayor.
—¿Señor Eronel?
—¿Hay algún lugar donde la señorita Rose pueda pasar un tiempo hasta que sean las doce de la noche?
—La única es la habitación del cuidador del hotel.
—Es decir la habitación del gerente menor.
—Si.
—En dónde están las maletas de los demás participantes.
—Si.
—Saquemos los equipajes, los ponemos en la recepción y encerremos a Rose allí. Tiene baño ese cuarto, ¿no cierto?
Contesté por mi abuelo.
—Si.
—Servirá. Saca los equipajes, gerente menor.
—Está bien.
Así hice. Los apilé todos menos el de Rose en la recepción. Mi abuelo se había sentado al lado de la biblioteca para esperar. Una vez terminé me dirigí a Eronel.
—Ya los moví todos. Es mejor que me vaya para no interrumpir más el juego.
—Está bien. Rose, entra a la habitación. Te vigilaré.
Caminé hacia ella. Me acerqué a su oído para susurrar.
—Espero que entre todos decidan que ganaste.
—No creo. Todos solo están interesados en ellos mismos ganar.
Asentí. Era claro que hasta el más serio de todos, Eronel, estaba en oposición de que Rose ganara, a pesar que ella en realidad no cometió ninguna infracción. Fui yo quien arruiné el juego. La abracé.
—Lo siento.
—No te preocupes. Algún día se cumplirá mi sueño.
—Si aun estás mañana en el hotel… ¿Quieres que vamos a comer algo?
—Si aun estoy mañana en el hotel… Me encantaría.
Me separé de ella.
—Cuídate.
—Y tú también.

Fui hacia Eronel. Me metí la mano en el pantalón. Era el último artefacto que me quedaba. Le extendí la mano y me la apretó suavemente, a modo de saludo.
—Fue un placer. De nuevo, lo siento por todo.
—El placer es mío. Estas cosas pasan de vez en cuando. Espero que la próxima vez nada de esto ocurra.
Sintió la moneda en mi mano.
—Necesitarás esto.
Sus ojos se salieron de sus órbitas.
—Santo… ¿Con qué tu…?
—Adiós.
Comencé a caminar hacia afuera.

Llegué a casa un momento después. Guardé la motocicleta en el garaje, me dirigí a mi habitación y me tumbé en la cama. Recordé el beso de Rose. Recordé su traviesa lengua. Recordé su sonrisa en cuanto hablaba con emoción y su delgado cuerpo debajo de la túnica aquella. Como si no hubiera descansado en dias, dormí profundamente.
A las doce de la media noche, mi teléfono comenzó a sonar. Era mi abuelo.
—Abue, ¿pasa algo?
—Dios mío… ¿Estás con Rose? ¿Has sabido algo de ella?
—No, en absoluto. Simplemente me dormí, estoy en la casa, en mi cama. ¿Pasó algo malo? ¿Está mi papá bien?
—Si, él está en la clínica. Digo, ella desapareció. No sabemos cómo ni cuándo, pero desapareció de tu habitación.
Me levanté con brusquedad.
—Eronel estuvo vigilando la puerta de tu cuarto sin moverse. Solo dos de los demás concursantes regresaron al hotel, con la pista para la siguiente parte.
—Uf, no me lo esperaba.
—En tanto se iban a reunir, Eronel abrió la puerta y no había nadie allí. Su equipaje no estaba.
Lo que mi abuelo me comentaba era físicamente imposible. Mi habitación no tenía otra salida más que la puerta. La pequeña ventana que daba a la calle era muy pequeña, un cuerpo adulto no cabría por allí. Quien se dignara a escapar por la ventana se arriesga a quedar atascado.
—No estaba Rose, ni su equipaje.
—Eso es imposible.
—¡Y aun así ocurrió!
—Es como si se hubiera desaparecido en el aire.
Me volví a tirar contra la cama.
—Así como el primer día que la vi.
—¿A que te refieres?
—Hasta mañana abuelo. No sé dónde está ella o a dónde se marchó. Solo sé que estoy dormido, en mi habitación, en la casa. Saludos a todos.
Le colgué. No tenía motivos para estar feliz, pero lo estaba. Algo me decía que debía estar rebosante de felicidad. Volví a dormir.

Allí estaba, sentado en el incómodo banco de la recepción del hotel que era mi única fuente de ingreso, casi tres años después de la locura que había ocurrido allí. Era agosto, y pintaba que el verano iba a ser tremendamente caluroso. Quería irme, pero no sabía para dónde.
Mi abuelo me explicó. A las doce, cuando todos convinieron, y que Rose había desaparecido, se dio lectura a la siguiente pista. El siguiente objetivo era obtener la llave redonda para el famoso libro. Eronel ganó sin titubear, pus al fin de cuentas le regalé la segunda moneda. Los dos demás que habían encontrado la llave en forma de estatuilla murieron porque nadie pudo encontrar la tercera moneda. Eronel abrió la cajilla y sustrajo el reloj. La siguiente instrucción era esperar hasta la hora designada para abrir la puerta numero treinta y cuatro. Más allá de eso, mi abuelo no me habló más.

Lo único real era que Eronel fue el único ganador oficial de la cumbre animal. Los demás salieron del juego. No se supo nada acerca del paradero de Rose. Nadie volvió a verle, y sus obras comenzaron a cotizar muy alto, pues se asumía que ella había fallecido.
Después de todo ello, comencé a aprovechar mi tiempo muerto entre contestar el teléfono y atender a los pocos huéspedes que se aparecían, para escribir cortas historias que publicaba en revistas, compilaciones de novelas o por internet. Una de ellas fue bastante popular, a tal nivel que el dueño del periódico de la provincia me pagó para que fuera una historia exclusiva de su publicación, además de otras seis historias más.
Además, empecé a leer los libros del maestro. Al principio no tenía ni idea de que estaba leyendo. Eran libros metafóricos, hasta metafísicos. Trascendían las barreras idiomáticas y obligaban a imaginar, a pensar, a dilucidar, a entender, a asumir. Algunos eran muy confusos y en otros no sabía si todo eran sueños, o si algo de realidad había. Me enganché.
El maestro sacó una nueva obra. Era un libro más bien delgado. Era la historia del cuidador de un motel, algo bastante personal e íntimo, con detalles que se salían de la cotidianidad. Literalmente narraba una historia sospechosamente parecida a la mía, en la que una chica, sospechosamente parecida a Rose, se hospeda en el motel, y se lleva al cuidador en una aventura extraña, recorriendo recovecos desconocidos del lugar, hasta terminar en un paraíso dónde ellos terminan habitando, olvidándose del mundo real, el de afuera. Parecía que se había cumplido su sueño, simplemente se había convertido en un personaje de un cuento del maestro.

—Hijo, necesito un favor.
—Ya voy.
Mi padre me llamaba desde la cocina. Después del fiasco de haberse aliado con Misterioso, mi padre cambió de actitud. Era más tranquilo, más sosegado, menos violento. Juró que jamas habría de cometer el error de interferir con el juego. Una vez llegué, lo vi acurrucado contra una de las neveras.
—¿Y qué pasó?
—Necesito que me ayudes a mover este armatoste.
—Eso no se va a mover.
—Está fallando. Hoy en todo el día no ha enfriado.
—Pues nos va a tocar llamar que vengan a repararla.
—No, no… Ya compré una nueva y necesito el espacio.
Suspiré.
—Está bien.
Entre los dos, halamos y halamos para mover la nevera aquella. Una vez la sacamos de su espacio lo suficiente, era ya cuestión de empujar. Después de forcejear casi una hora, pudimos sustraer el viejo refrigerador.
—Necesitaré tomar un baño.
—Y yo también.
En el suelo, entre motas de polvo, grasa y algunos restos de comida, algo brillaba. Era innatural, casi intangible. Me arrodillé a tomarlo. Era la moneda dorada, con el hermoso tallado de un ramillete de flores. Había olvidado que esto existía. Me lo guardé en el bolsillo.
—¿Encontraste algo?
—Un recuerdo. Un recuerdo muy privado.
Me sonreí. Él hizo como quien le entra algo por un oído y le sale por el otro.

—Buenas tardes, ¿hay alguien?
—Si, un segundo.
Me dirigí con calma a la recepción. Una mujer, delgada, con ropa holgada, un sombrero como de paja, unas gafas oscuras y gruesas, y labios prominentes adornaba con su presencia la recepción. Se giró hacia mi. Yo caminaba como si hubiera visto un fantasma.
—¿Rose?
—No, soy Sonya. Tengo una entrega inmediata.
Extendió su mano, y en ella un sobre rojo con un motivo dorado de un carnero perfectamente demarcado en el papel, bien asido entre sus dedos. Me llenó la nostalgia. Lo tomé y lo abrí. No entendía lo que había adentro.
—¿Y esto? ¿Es tuyo?
—No. Esto llegó a mi casillero.
Era un par de pasajes para Saint-Tropez, desde el aeropuerto más cercano a mi ciudad. Un pasaje estaba a mi nombre. El otro, a nombre de Sonya. Había una pequeña nota. La leí en voz alta.

Estimada Rose y querido gerente.
Felicidades por ganar la Cumbre Animal de este año. Este es un pequeño regalo. Digamos que se te cumplió tu deseo. Pero no es gratis. En la próxima vez que nos veamos, quiero todo el lujo de detalles posibles. Con cariño.

Ella parecía anonadada.
—¿Detalles?
—Es un chiste entre el maestro y yo.
Suspiró.
—Y entonces, ¿nos vamos?
Con decisión, me abrazó y sin dar espera, me besó, agarrándome de la camiseta, entrelazando su lengua con la mía. El beso duró un par de minutos. Sus labios eran maravillosos, suaves, calurosos. Su lengua era tersa y dulce. Ella parecía particularmente empecinada en mover su lengua. Debo admitir que me excité un poco. Aquí estaba en la recepción de mi hotel, besando a aquella mujer que había ansiado por varios años.
—¡Quizás!
—¡Quizás!

«Aquel hotel» —La cumbre animal—

—Buenos días, hotel.
Suspiré. Sentado en el incómodo banco de la recepción del hotel que era mi única fuente de ingreso, después de los dos días anteriores que habían ocurrido, mis charlas con el escritor, sus extrañas preguntas y ese trio de monedas que me dio, era muy extraño volver a la rutina de todos los días.
—Si, buenos días. Llamamos para confirmar una reserva, por doce habitaciones en su hotel.
Recordé las instrucciones de mi padre.
—No tenemos ninguna reserva asignada. El hotel está en renovaciones.
—El primero de nosotros llegará hoy a las tres de la tarde.
—Lo siento, pero no hay ninguna reservación asignada.
—Esta persona es Eronel.
—Creo que no me ha entendido. No hay ninguna reservación. El hotel está cerrado.
—Hasta luego.
Colgó. Abrí el gran libro de visitas, el del carnero en la cubierta. Revisé la última página, que era en práctica la quinta hoja por el reverso. La última entrada tenía, en pulso y letra de mi padre la siguiente entrada.

13 de octubre     Maestro    Hab. 34

Era una entrada muy sucinta. Me habían encargado no registrar su salida, hasta que todos los demás se fueran. “Es algo ceremonial”, me dijo mi padre. Me imaginé al escritor aún rondando por ahí en no se dónde recóndito del hotel. Hasta puede ser cierto que si exista un pasadizo para ir del cuarto treinta y cuatro al sótano. Me reí un rato por la estupidez de mis palabras.
Tenía libre hasta las tres de la tarde. Aun me sentía un poco mareado. ¿Qué demonios me había dado el maestro? Hasta creo que no fue el trago aquel, sino algo más. Sustraje las monedas de mi bolsillo y las observé encima del mostrador. De veras no podía reconocer ninguno de los símbolos. Estos eran hermosos, como si estuvieran tallados a mano. Un ramillete de flores en la dorada, unas ramas de trigo en la plateada y una especie de tortuga en la de bronce. Del otro lado, lo que parecía la denominación y otra información, aunque no podía leerlo, y en el canto una serie de símbolos, líneas diagonales y rectángulos. Supuse algún tipo de identificación táctil para los invidentes. Las volví a guardar.
Fui a la puerta, le puse seguro y me dirigí a la habitación. No había más que hacer, así que me desvestí, colgué el ajuar en la silla, conecté la extensión, me recosté en la cama y continué mi lectura de “Cumbres Borrascosas”.

Me despertó el timbre del teléfono varias horas después. Lo contesté enseguida.
—Buenas…
No sabía que hora era. Miré el reloj. Eran las dos y cuarenta y dos de la tarde.
—Buenas tardes, hotel.
—Buenas tardes. Estoy al frente de la puerta y está cerrada.
Era una voz diferente, una voz femenina que se me hizo muy conocida.
—Ah, disculpe, el hotel está en renovaciones. No tenemos servicio.
—Entiendo. Tengo una tarjeta roja conmigo.
—Creo que no me ha entendido. El hotel está cerrado.
Contesté mientras me subía los pantalones.
—Soy Rose.
Me ahogué. Pensé en la chica de los labios carnosos, la que me había entregado el dinero en la primera ocasión.
—Yo…
Tosí con fuerza.
—Un minuto por favor.
Colgué y me terminé de vestir. Salí de la habitación, y allí detrás de la puerta estaba ella. En esta ocasión vestía un mono de color azul oscuro, camisa blanca, un sombrero de paja y unas gafas de sol de tinte rosado. Sus labios, aunque al natural, se veían suaves y hermosos. Corrí a abrirle la puerta.
—Buenas tardes, y disculpas.
Se sonrió. Era una maravillosa sonrisa.
—Aquí está mi tarjeta.
Me extendió una tarjeta de cartón rojo con el signo del carnero en la parte del frente, del mismo que el escritor había usado previamente. Estaba firmemente adherida por todos los extremos. Según las instrucciones, la abrí y leí el contenido.
—De Kampar a…
—Dumai.
Respondió sin dilación.
—La isla es…
—Rupat.
—¿Y tú nombre es?
—Rose.
—Y duras…
—Cinco minutos, treinta y cuatro segundos.
Había confirmado todos los datos. Noté que la tinta en donde estaba impresa esta información se iba borrando lentamente, tal como me instruyeron.
—Bienvenida, Rose.
Ella entró, con una valija mediana detrás.
—Eres nuevo en esto, ¿no cierto?
Yo seguía mirando a su boca, mientras tomaba la manija de su maleta.
—Es mi primera vez.
Me puse rojo. Ella se quitó las gafas. Noté sus ojos verdes, brillantes como dos esmeraldas colombianas.
—Pues habrá que instruirte.
Mi libido se activó otra vez.
—Perdón por mi inexperiencia.
Tosió y miró alrededor.
—Supongo que Eronel no ha llegado aun.
—No, señora… ¿Señorita?
Me miró fijamente. Sus ojos tatuándome su apariencia detrás de mis párpados.
—Gracias. Señorita es adecuado.
Suspiré aliviado.
—Guardaré su equipaje en el cuarto de servicio. Mientras tanto, y los demás huéspedes llegan, la invito a tomar asiento en nuestro comedor o nuestra sala.
Repetí el libreto como me lo enseñó mi padre.
—¿Eronel no ha asignado habitaciones aún, entonces?
—No, señorita. Las instrucciones son esperar a su llegada.
Suspiró y caminó hacia la sala.
—Me entretendré entonces. A ver si algún día renuevan la selección de obras del maestro.
Anduvo por la biblioteca viendo las espinas de los libros. Arrastré la maleta hacia mi habitación y me senté en la recepción. Ya se acercarían las tres de la tarde.

Mientras ojeaba a Rose desde mi posición, quien ya había tomado un libro y lo leía con avidez, la puerta se abrió con fuerza. Un tipo como de dos metros de altura, de piel oscura y contextura musculosa entró. Vestía un sombrero sencillo, una chaqueta larga color caqui, camisa blanca, y pantalones de lino azules. No llevaba anteojos. Por su musculatura, pensé que era mejor mantenerme de buenas con él. Me aproximé en tanto se detuvo en la entrada.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
—Aquí está mi tarjeta.
La misma ceremonia.
—De Muar a…
—Dompas.
—La isla es…
—Bengkalis.
—¿Y su nombre es?
—Eronel.
—Y duras…
—Dos minutos y treinta y cuatro segundos.
Aclaré mi garganta.
—Bienvenido, Eronel.
El tipo se quitó finalmente el sombrero, revelando una calva plena y brillante. Suspiró con fuerza.
—Eres nuevo, ¿no cierto?
—Si, mi padre me ha heredado el mantenimiento y gerencia del hotel.
—¿Entonces sabes qué hacer?
—He sido instruido en todo lo que hay que saber y hacer.
Eronel trucó sus dedos.
—¿Seguro?
—En el nombre de las dos generaciones que han llevado este lugar, si.
Leí el libreto que llevaba grabado en mi cabeza.
—¿Hay algo para mi?
—La señorita Rose ha llegado previo a usted, y el Maestro me ha dejado esto para usted.
Sustraje las tarjetas selladas del bolsillo de mi chaleco, las puse en orden y se las entregué. El hombre las tomó, las revisó sin abrirlas y asintió.
—Entrégueselas a Ruby en cuanto llegue.
Se salió del libreto. Improvisé.
—Pero señor, tengo expresas instrucciones de…
—Después de la reunión pasada, si usted hubiera estado, sabría que yo no soy el merecedor del ser el que da inicio a la ceremonia ya.
No entendía una coma ni un punto de lo que me decía. Decidí acogerme al libreto.
—Las instrucciones del maestro son claras y explícitas. Eronel es quien se…
—Yo sé quien demonios soy yo. Pero Ruby es quien debe dar inicio a la ceremonia ahora. Ella debe recibir las tarjetas, no yo.
Su voz se ponía más grave y golpeada. Rose había soltado el libro y se dirigía hacia nosotros. Yo estaba inseguro de que hacer.
—Hola Eronel.
—Hola Rose.
—Ven un momento. Permiso.
Asentí sin hablar. Ambos se dirigieron a la sala y comenzaron a cuchichear. Mientras tanto, guardé su equipaje en mi habitación.

La puerta se abrió de nuevo. En esta ocasión era un tipo larguirucho y desgarbado, que me miraba por unas gafas un poco sucias y con unos ojos vidriosos y cansados. Su atuendo era muy informal, una camiseta desgastada y unos pantalones de mezclilla medio rotos. La ceremonia se repitió por tercera vez.
—¿Y su nombre es?
—Misterioso.
-Bienvenido, Misterioso.
Tomé su equipaje, un morral pequeño y lo guardé.

Uno tras otro, ocho huéspedes más ingresaron a mi hotel. Mi habitación estaba ya llena de equipajes de distintos colores, nacionalidades, etiquetas y apariencias. La sala, que era un lugar que mantenía desierto en otras épocas, ahora era un lugar lleno de risas, gritos, charla y ruidos, con sujetos tan diferentes y especiales que jamás imaginaría concurrirían en esta ciudad y en este establecimiento.
April, una mujer como adinerada, de vestido escotado color verde prado, gafas con graduación imposible y cabello cenizo, y un collar de perlas que muchas personas envidiarían.
Skippy, un auténtico excéntrico, de ropajes remendados, como salido de los años sesenta, cabellos que le salían de cada uno de sus poros y un olor a cigarro que olfateaba aún desde mi distancia.
Evonce, una mujer morena atlética, alta y juvenil. Vestía un conjunto sencillo de un pantalón bermellón y camiseta rosada con unos dibujos animados.
Nutty, una verdadera chiquilla, aunque según su información ya entrada en sus treinta. Si no hubiera sabido, hubiera dicho que era una estudiante de secundaria. Vestía un vestido largo y amplio color azul cielo. Su voz era muy aguda y silenciosa, tuve que pedirle que repitiera su información varias veces.
Nellie, quien yo sin conocerla diría que es la “señora de los gatos” de mi cuadra. Una mujer ya entrada en años, su cabello enmarañado y sin color definido. ¿Era gris? ¿Era negro? No lo sabía. Su cuerpo arrugado y ya gibado llevaba un vestido rosa, en un tono que no discordaría con una poltrona de una venta de donativos.
Pannonica, una mujer que me pareció muy sospechosa. Su cabello recogido en un bollo y negro como el ébano. De pocas palabras y con una voz sin tono, como un robot haciéndose pasar como humano. Vestía ropa deportiva de tonos muy monocromáticos, un poco discrepante con el resto del elenco.
Bud, un joven como universitario. Vestía a la moda, un blazer negro de líneas grises muy sutiles, camisa cuello tortuga azul clara y pantalones largos grisáceos. Llevaba anteojos, pero parecían de adorno.
Y por último, Bemsha, un hombre ya entrado en años, pero bien cuidado y con una fragancia exquisita que jamás había olfateado jamás. Vestía un traje clásico color violeta oscuro, con una corbata perfectamente anudada.

Mientras no sonaba la campana de la puerta, pasaba yo con una bandeja que sustraje de la cocina, ofreciéndoles a los clientes un conjunto de aperitivos y copas de jugo, licor y tragos cortos. Una vez se acababan, regresaba a la cocina y servía más. Afortunadamente mi abuelo ya había preparado con suficiente anterioridad una cantidad bastante grande de aperitivos de diferentes tipos. Ellos tomaban los libros, los abrían, apuntaban a diferentes páginas, discutían, sonreían, peleaban. Jamás había visto el hotel así.
Unas dos horas después, Ruby, la última huésped llegó.

Era ella una modelo. Estoy seguro que la había visto en la publicidad de una marca de automóviles conocida. Llegó con un vestido en flauta rojo muy ceñido a su cuerpo, su cabello perfectamente peinado, tacos altos y cuerpo monumental. Aunque Rose me había cautivado, era imposible negar la atracción que Ruby causaba en mi, por muchas razones.
—Bienvenida, Ruby.
—Gracias. Tienes todo lo de tu padre, es como haberlo visto hace dieciséis años atrás.
Era imposible que hubiera conocido a mi viejo todo ese tiempo atrás. Ella parecía de veinte, o máximo, treinta años.
—Me honra con sus palabras.
Ya se dirigía a la sala, con su sonrisa perfecta, cuando recordé las tarjetas rojas. Me metí la mano al chaleco y las sustraje.
—Disculpe, pero tengo algo para usted.
Le mostré la pila de tarjetas. Al principio parecía no entender lo que estaba pasando.
—No me digas que… ¡El tonto de Eronel!
Corrió como si la hubieran halado a la sala. Gritó con una voz autoritaria, que silenció al resto de los visitantes.
—¡Hey, Eronel! ¿¡Por qué no has recogido las órdenes!?
La respuesta no se hizo esperar.
—Tu me ganaste hace cuatro años… Te toca.
—Pero…
—Pero nada, las reglas son reglas.
Un par de silbidos se escucharon. Ruby regresó a mi, me miró como si ella hubiera lamido un limón y me extendió la mano. Le pasé las tarjetas. Las revisó, suspiró muy fuerte y se regresó a la sala. Según el libreto, este era el final de mi intervención. Solo debía encargarme de entregarles el equipaje a cada huésped y atender sus necesidades. Respiré aliviado y me senté en el banco de la recepción para descansar un poco. Desconecté el teléfono y lo redirigí al conmutador. Así debía ser hasta que el último de los doce huéspedes se fuera. Tomé mi libro y continué la lectura.

—Damos inicio a la… No se ni que número… Reunión de La Cumbre Animal. Hemos sido reunidos aquí como cada cuatro años, en nombre de nuestro Maestro.
—¡Salud y vida larga al Maestro!
El griterío interrumpió mi lectura. ¿Qué demonios estaban hablando?
—No es necesario pasar a lista, estamos los doce.
—Es importante conservar la ceremonia, Ruby.
—Nada, demos inicio a esto. Todos estamos emocionados por lo que el maestro nos ha dejado.
—¡Si!
—Doy lectura a la tarjeta número uno. Atención, todos.
—Dios mío, Ruby, estás volviendo de esto un jolgorio.
—Moción de votación. ¿Quién quiere hacer la ceremonia completa? Levanten la mano.
Después de unos segundos, una carcajada recorrió la sala.
—Dos votos, tu y April. ¿Qué opinas, Eronel?
—Haz lo que quieras.
Aclaró su garganta, el sonido de papel rasgándose llenó la sala que estaba en silencio.
—Los animales son… Oh, no.

-1-
Los animales son
April - Perro
Bemsha - Mono
Bud - Caballo
Eronel - Dragón
Evonce - Tigre
Misterioso - Rata
Nellie - Cerdo
Nutty - Gallo
Pannonica - Carnero
Rose - Serpiente
Ruby - Conejo
Skippy - Buey

 

La algarabía aumentó. Había gente enojada, había gente emocionada.
—Eso decreta el Maestro.
—¡Pero si el Carnero siempre muere primero! ¡Es injusto!
—¡Eso decreta el Maestro!
—¡Hijo de…!
—¡Atención! ¡Tarjeta número dos!
Todos se pusieron en silencio. Ya me era imposible continuar la lectura. No tenía ni idea que estaba pasando en mi hotel, pero distaba completamente de una mera reunión de un club de fanáticos.
—Siendo las… Ocho y treinta y dos de la noche…

-2-
Al sonar las doce campanas del reloj de la iglesia, quien no vista el traje ceremonial, ha de morir.

En tanto Ruby dijo eso, la algarabía aumentó, un tropel bullicioso corriendo hacia mi.
—¡La llave!
—¡Dame la llave, ya!
Me asusté, soltando mi libro al suelo. La silla también cayó al suelo a mis pies.
—¿Qué pasa? ¡Calma, calma!
—¡Rata! ¡Rata!
Parecían animales competiendo uno contra el otro. Hasta los imaginé mordiéndose, rasgándose uno al otro. Solo Rose y Eronel actuaban con tranquilidad, aún en la sala. Hasta Ruby, quien se veía tan regia en las publicidades parecía poseída, casi arrancando el cuello de mi chaleco. Yo estaba a punto de gritar, cuando alguien me ganó.
—¡Es que no saben si no comportarse como animales salvajes, me dan asco! ¡Todo el decoro por el suelo!
La voz de Eronel era grave, un grito profundo que hizo retumbar el suelo. Todos se quedaron congelados.
—Señor gerente. Haga el favor de tomar las llaves y distribuirlas en orden.
Aunque esto no estaba en mi libreto, asentí. Me giré, tomé todas las llaves de los casilleros, todas con una ficha roja, especial para el evento. Tomé una al azar.
—¡Ce… Cerdo!
Nellie levantó la mano. Le entregué la llave en silencio. Ella salió corriendo despavorida subiendo las escaleras.
Uno por uno distribuí las llaves, una reacción similar después de recibirlas. Las valijas seguían en mi habitación, pero era como si no les importaran en absoluto. Al final, solo Rose quedó.
Había un problema. ¿Donde estaba la llave para ella? Yo había podido jurar que había tomado doce llaves.
—¿Y mi llave? ¿La de la Serpiente?
No sabía que hacer.
—Es extraño, juro que estaba acá.
Me asomé en cada casilla, pero la llave no estaba. Revisé mis bolsillos, debajo del mesón. ¿Era posible que…
—Alguien la robó en medio de la confusión.
Ella no se equivocaba. Era la única posibilidad. Ella se veía confundida, preocupada.
—Me quieren sacar del juego temprano, eso veo.
—No entiendo.
—Y no tienes que entender.
Tuve una idea.
—Yo tengo la llave maestra, puedo abrir tu habitación.
Se sonrió.
—Parece que tu padre no te dio toda la información. Un hombre inteligente pero olvidadizo.
—¿A qué te refieres?
—Eres un mal observador. Las cerraduras de este hotel son especiales. Cada cuatro años, durante esta reunión, se reprograman las cerraduras. Solo se pueden abrir con las llaves rojas.
Me reí.
—¡Es imposible!
Me adelanté y comencé a subir las escaleras.
—Ven conmigo, ¿cuál es la habitación de la serpiente?
Me siguió detrás.
—Es la dos seis.
Después de los dos vuelos, caminé con rapidez hacia dicha puerta. Sustraje la llave maestra del bolsillo interno de mi chaleco, e intenté insertarla. Ni siquiera entraba.
—¡Qué demonios!
—Te lo dije. Ya estoy fuera de la competencia. Fueron unos buenos doce años.
—No entiendo.
—Y no tienes que entender. ¿Puedes entregarme el equipaje? Me iré antes que suenen las campanas.
Comenzó a caminar con lentitud hacia las escaleras.
—¿Y si hubiera otra forma de entrar? ¿Echar abajo la puerta? ¿Forzar la cerradura?
—¿Qué propones?
Sabía que las cerraduras del hotel eran de seguridad y reforzadas, pero en realidad eran muy sencillas. Saqué mi billetera, y de ahí mi tarjeta antigua de la universidad. Aún la tenía allí, nunca la saqué.
—Veremos si esto funciona.
La metí en el espacio entre el marco de la puerta y el pasador, y empecé a forcejear. Sabía que no estarían cerradas con seguro. Ella comenzó a susurrar mientras me observaba. Su voz me levantó los pelillos de la nuca.
—¿No te explicaron que ustedes deben ser neutrales? ¿Por qué haces esto? Todo vale en este juego y robar la llave es algo normal. Ya había aceptado mi fortuna.
—No sé que diantres está pasando en este hotel, ni que extraño juego macabro está ocurriendo, pero me da rabia que esto te haya pasado.
—Es normal, es normal. Es parte del juego. Yo debería estar buscando como poder entrar, tu debes ser neutro.
—No te preocupes.
La cerradura finalmente cedió y se abrió. Le pasé la tarjeta, ya bastante magullada. No la necesitaba.
—Esto va por mi cuenta.
Me levanté y me fui hacia las escaleras. Me sentía como el héroe de una novela o de una película. No mirar hacia atrás, esa es la regla siempre. Además, dejar la conversación en punta con un latiguillo.

Bajé al primer piso. Ordené la sala, que debido a las circunstancias pasadas había quedado hecha un desastre. Fui a la cocina, sustraje la escoba, el recogedor y comencé a barrer, acomodé las sillas y los libros que habían dejado desperdigados por toda la habitación. Alguien había derramado su trago, así que también trapeé.
Era raro que mágicamente se hubiese hecho el silencio en el hotel. Me fui para la recepción, levanté el taburete, mi libro y continué leyendo.
A eso de las diez y media de la noche, puse el pequeño letrero en el mostrador que decía que llamaran a recepción si necesitaban algo, cerré la puerta del hotel, y en medio de bostezos, me dirigí a mi habitación.

Era un mar de valijas, doce exactamente. Las esquivé, me desvestí, colgué el chaleco y los pantalones, tiré la camisa al suelo, conecté la extensión de teléfono y me metí bajo la cama, apagando la luz. Si alguno de los huéspedes necesitaba sus cosas, podía llamarme y se la llevaría a su habitación. Caí rendido con rapidez.
No se que hora sería, pero en medio de mi sueño sentí que alguien se metió en mi cama. Salté por el susto, me descobijé y encendí la luz de la habitación.
—¿Qué demonios?
Era Rose. Estaba vestida con una especie de túnica blanca con detalles rojos. Llevaba la caperuza puesta. No se mostraba sorprendida.
—Señorita Rose, ¿qué demonios haces acá?
—Lo siento, debo mantener mi cubierta. Quien haya robado mi llave para sacarme del juego, se lo creerá una vez se encuentren en la sala al sonar las campanas.
—Pues si necesitabas esconderte, no era necesario meterte en mi cama.
Ella se quedó mirando a la pared.
—Pues, tienes la razón.
Las campanas de la iglesia sonaron, como usualmente lo hacían a las doce de la media noche.
—¿Será que debo salir?
—No, no es necesario. Sigue durmiendo.
Ella no tenía ninguna intención de levantarse de la cama. Comencé a escuchar pasos provenientes de los pisos superiores, la madera doblándose y crujiendo bajo su peso. Oía voces, también amortiguadas.
Rose se levantó por fin y se dirigió a la puerta para escuchar. Mi curiosidad me ganó y fui con ella.
—Por cierto, me gustan tus pantaloncillos, se ven muy cómodos.
—Gracias, supongo.
Del otro lado, la fuerte voz de Ruby retumbó en mi oído.

—Han sonado las campanas. Y estamos solo nueve. ¿Quién falta?
—Bud, Nellie y Rose.
—Les daremos cinco minutos para que lleguen.
Yo estaba seguro que les había dado sus llaves a los otros dos, así que me sorprendió que no hubieran bajado aún. Rose miraba su reloj de pulso. Al observar su ademán noté por el escote que no vestía nada debajo de la túnica. Por pena me giré a ver el techo. Sus senos eran pequeños, y sus pezones rosados y redondos.
—Es raro que ni Bud ni Nellie hayan bajado. ¿Quién les habrá hecho un juego sucio?
—¿A que te refieres?
—En este juego todo vale, como ya ves. Prepárate para ahora más tarde o mañana entrar a esas habitaciones.
—¿Perdón?
—Mañana nos daremos cuenta.
Rose se levantó. Yo aún pensaba en sus senos.
—Perdón, voy a salir.
Asentí y me hice detrás de la puerta. Ella la abrió y emergió dando unos pasos largos, como si se paseara.
—No me descuenten.
Se escucharon un par de suspiros.
—Pensábamos que estabas fuera del juego.
—Pues no, aquí estoy.
—Bueno, creo que tenemos que matar a Bud y a Nellie. ¿Alguna objeción?
No entendía que querían decir con matar.
—Obvio que no habría ninguna objeción. Leeré la tercera tarjeta.

-3-
La mejor comida, el mejor día de la semana, la mejor calle, la mejor cerveza.
La clave de tu caja fuerte es esta, antes que abran el mercado.

—¿Qué demonios?
—¿Otra cosa críptica?
—Es el maestro, me preocuparía que no fuese así.
Si no me equivocaba, se referían a las cajillas de seguridad que están en el ropero de cada habitación, es una cerradura de combinación de cuatro números. Además, el mercado lo abren a las seis.
—¡Ya lo sé!
De nuevo pasos apurados por el suelo de madera, subiendo la escalera, haciendo un redoble de tambor. ¿Mi padre tendría algo que ver con este acertijo? La clave de las cajillas de seguridad se la pone cada huésped cuando las va a usar por primera vez. O… ¿Acaso lo había hecho el escritor? Yo no había entrado a ninguna habitación mientras él se hospedó aquí, no era necesario, pues entre mi padre, mi abuelo y yo habíamos dejado las habitaciones limpias.
Escuchaba pasos de aquí a allá. De nuevo, si alguno de los huéspedes me necesitaba, me llamarían. Me metí de nuevo en la cama y apagué la luz. La imagen de Rose perduraba detrás de mis párpados. Finalmente me quedé dormido.

Sonó el teléfono. Eran casi las cinco de la mañana. Contesté apurado.
—Buenos días, hotel.
—Habla Rose. ¿Puedes venir un momento a la recepción?
—Por supuesto.
Me vestí con rapidez, cambiando mi camisa de vestir, pero usando el mismo chaleco y pantalón. Salí. Ella aún vestía la túnica y tenía lo que parecia una tarjeta en su mano.
—Buenos días, señorita Rose.
—Buenos días.
Susurré.
—¿Dónde dormiste?
—En la sala, ya que me echaste de tu habitación.
—Pues yo no te eché de mi habitación.
—Te vi incómodo.
—Mira, ¿y por qué no dormiste en tu habitación?
—Debo mantener mi cubierta. ¿Sabes algo? No hablemos de esto ahora. Necesito un favor.
—¿No que nos debíamos mantener neutros?
Se quedó pensando un momento.
—¿Reconoces este lugar?
Ignoró mi comentario. Miré la tarjeta, era una foto instantánea de algún lugar, una especie de montaña con un lago al lado. No se me parecía a nada que hubiera visto antes.
—Lo siento, no parece ser de por aquí.
—¿Seguro?
—Muy seguro.
—Revísala bien.
—Estoy muy seguro. No hay un lago ni remotamente cerca a esta ciudad.
—Diantres, quería adelantarme. Tendré que esperar a las seis para la reunión.
Hacía un poco de frío. Ella se abrazaba para mantener el calor.
—¿Te presto un abrigo?
—No, no es necesario.
—¿Una bebida caliente?
De nuevo miró al vacío.
—Chocolate.
—Ya regreso.

En tanto regresé, ya Misterioso y April estaban en la sala también, vistiendo una túnica similar.
—Buenos días.
Ninguno me contestó. Le entregué la taza a Rose, quien me hizo un ademán en silencio. Sonó el timbre. Me dirigí a la entrada y le quité el seguro. Era mi padre.
—Buenos días.
—Buenos días. ¿Ha pasado algo?
—Dos huéspedes no han aparecido desde anoche.
—¿Sabes los animales?
Traté de hacer memoria.
—Son Caballo y Cerdo, gerente padre.
Nos giramos a ver la fuente del vozarrón que escuchamos. Era Eronel, quien bajaba la escalera.
—Buenos días, Eronel.
—Buenos días.
—Buenos días, gerentes. Querrán reponer la cajilla de seguridad de mi habitación.
Fruncí el ceño.
—Ha ocurrido un pequeño desliz, y se ha roto.
¿Se ha roto? ¿Una caja fuerte de paredes de pulgada y media de grosor? Mi padre se adelantó a responder, con una voz tranquila.
—Claro que si, Eronel, así lo haremos.
Eronel siguió caminando hacia la sala. Mi padre se acercó a mi oído.
—Voy a hablar con el cerrajero para ver si él puede echarle un vistazo ahora más tarde. Mientras tanto, calienta los elementos para el bufé.
—Está bien.

Las campanas de la iglesia repicaban para indicar que eran las seis de la mañana. Mi padre y yo habíamos organizado el samovar para el bufé, con él preparando los alimentos y yo sirviéndolos a los huéspedes. En la sala y el comedor habían siete huéspedes.
—¿Y Ruby?
—Ni idea.
—Iré a buscarla.
—Voy contigo.
Eronel y Nutty se fueron, subiendo las escaleras. Rose se acercó a la mesa del bufé y me hizo una seña con su mano, como diciéndome que necesitaba hablar conmigo. La seguí a la recepción.
—¿El maestro no te dejó más tarjetas?
—No, solo dejó un conjunto de ellas.
—Oh, no… El fiasco de hace ocho años otra vez.
—¿A que te refieres?
—No tienes que entender.
La miré directo a los ojos.
—Rose, quiero entender.
Se dio media vuelta y regresó a la sala. Era demasiado misteriosa y comenzaba a enojarme. Regresé al lado de mi padre atendiendo el bufé.
—¿De qué hablabas con Rose?
—Me preguntó algo, nada raro.
—Hijo, ten mucho cuidado. No puedes interferir con los eventos que están ocurriendo.
Tragué saliva.
—No te preocupes. Era solo una pregunta acerca de las tarjetas que el escritor me dejó y que le entregué a Ruby.
—Veo. Igual, ten mucho cuidado.

Eronel y Nutty bajaron corriendo.
—Señor gerente, necesitamos abrir la puerta de Conejo. También de Buey y Mono.
—Yo me encargo.
Se giró hacia mi.
—Tu sigue aquí. Yo voy a mirar que pasa.
—¿Tienes las llaves?
—Tengo maneras de abrir las puertas.
Pensé en la tarjeta que le dejé a Rose. Quizá yo no era el único que lo había hecho y mi padre sabía de ese pequeño defecto.

Un par de minutos después, mi padre bajó un poco apurado y tomó el receptor del teléfono. Eronel y Nutty bajaron seguido.
—Ruby, Bemsha y Skippy murieron.
—¿Cómo?
Un frío recorrió mi sangre al escuchar esas palabras. Bemsha y Skippy eran humanos, y seguro tendrían familias quienes los extrañarían… Pero Ruby era una modelo reconocida. El mundo no se iba a quedar en silencio si se dieran cuenta que ella ha fallecido. ¿Era ese el destino de Rose, de cada uno de ellos, si no completaban el juego?
—Nutty, el gerente padre y yo damos fe de lo sucedido.
April se veía consternada. Evonce estaba tranquila. Pannonica parecía contando algo con sus dedos.
—Aquí tengo las tarjetas. Debemos continuar la reunión. ¿Alguna objeción?
El silencio reinó de nuevo.
—Lo tomaré como un no.

-4-
La imagen es tu altar. Busca el altar y toma la estatuilla. Con ella abrirás tu equipaje. Tienes hasta la media noche.

Y como era usual, una vez una proclamación de esas se escuchaba, todos se abrían a correr. Cinco de ellos salieron despavoridos por la puerta, algunos sin completar su desayuno. Rose y Misterioso se quedaron en la sala. Escuché su conversación mientras recogía el menaje utilizado que estaba regado por toda la sala y el comedor.
—Así que fuiste tú, maldita sabandija.
—No sé de que hablas.
—Bueno, tus tácticas serán tu caída, te lo juro.
—Promesas vacías, Sonya.
—Ya veremos.
Rose se levantó y salió por la puerta. Misterioso se quedó un rato mirándome. Me comenzó a enojar un poco.
—Señor, ¿necesita algo de mi?
Se sonrió y se levantó, caminando hacia mi, susurrando.
—Así que ya ella te encantó. Ah, Sonya, ¿cuántas tácticas sucias vas a seguir usando?
—¿Qué está insinuando?
—No será muy bonito que todos se enteren que el juego está arreglado por el gerente del hotel. Es posible que no despierte mañana… Como aquellos cinco. Le recomiendo que se aleje, huya si es posible. Sonya… Rose… Es un peligro.
Di un paso hacia atrás.
—Me ofende, señor. Yo he observado las reglas de este juego al pie de la letra.
—¿Oh? ¿Será eso cierto? Espero que el veneno que mana como flujo de su cuerpo no te mate, carita tierna.
Misterioso se fue de la sala, subiendo las escaleras hacia los pisos superiores. Mi padre regresó a mi lado.

—La ambulancia particular ya viene. Me encargaré de todo, tú termina de organizar.
—¿Tenemos cinco muertos en el hotel?
—No, no son muertos, muertos… Digamos que están… Dormidos.
—¿A qué te refieres?
—No te puedo explicar ahora. Y descansa un poco, te veo cansado.
—Está bien.
Después de recoger la mesa del bufé, los platos, eliminar los residuos, guardar la comida aún buena y lavar todo, regresé a la sala. Barrí y trapeé el suelo, organicé las sillas y ordené los libros de nuevo. En tanto terminé, mi padre cuchicheaba con un tipo en la entrada, entregándole algo en la mano.
—Ya sabes, absoluta reserva.
—Entendido.
—Nos vemos después de la media noche.
—¿Así no hayan cuerpos?
—Es mejor prevenir.
—Entendido.
Me hice el que recogía algo en la sala para continuar escuchando. Después que el tipo se fue, entré a mi habitación.

Algo no estaba bien. Alguien había movido los equipajes de lugar, diferente a como los había dejado. Además cada uno tenía una serie de cintas rígidas y bien aferradas con una cerradura que jamás había visto. Salí y me dirigí a la recepción.
—¿Tú hiciste eso?
—¿De qué hablas?
—El equipaje en mi habitación. El equipaje de los huéspedes… Alguien lo estuvo manipulando.
—¿Qué mierdas hablas?
Caminó hacia mi habitación y la abrió.
—Ah, supongo es la siguiente parte del juego.
—Pero… Pero…
—Ya te dije… No te cuestiones nada de lo que está pasando en este hotel.
—Gente muere, tipos sospechosos vienen y tu cuchicheas cosas que solo el malo de una película diría, cosas se mueven solas, ¿y tú dices que no me cuestione nada?
Mi padre me agarró del cuello de la camisa y me arrinconó contra la pared.
—Te dije… No te cuestiones nada de lo que está pasando en este hotel. Si no te gusta, vete. ¿Pero si te vas, no regreses, me entendiste?
Jamás en mi vida mi padre me había maltratado. Ni de pequeño cuando era mal estudiante. Era ya adulto, así que no me sentí mal por su actuar. Lo que me preocupaba era que ya habían cinco muertos y mi padre sería cómplice de todo. Yo sería cómplice de todo.
Me soltó.
—¿Y bien?
—No quiero ser cómplice de asesinatos.
—¡Qué no hay muertos!
—¿Y entonces qué fue eso ahora?
—No te preocupes, solo entiende, no hay muertos. En un par de días te darás cuenta.
Suspiré. Pensé en Rose. ¿Por qué me empecinaba en pensar en aquella chica? Ni siquiera me daba la hora del día y actuaba bastante sospechosa. Además, estaba lo que Misterioso dijo. Armé mi mano en un puño.
—Me quedo.
—A dormir entonces.
Me empujó hacia la habitación.
—¿Y si llega alguien con la estatuilla para abrir su equipaje?
—Pues te despiertas y ya.
La insistencia de mi padre se me hizo un poco extraña.
—Está bien.
—Yo me encargo de todo.
Abrí la puerta de mi habitación y la cerré detrás mío. Ignoré las valijas, me quité el chaleco, lo colgué y me acosté sin dormirme.

Unos diez minutos después, escuché que mi padre abrió la puerta de mi habitación. Me hice el dormido. La cerró con mucho cuidado. Escuché que alguien subía las escaleras, seguramente él. Me incorporé con rapidez, abrí la puerta y lo seguí de cierta distancia.
Vi que se internó en la habitación once, justo al lado de las escaleras. Me acerqué a la puerta agazapado.
—Todo en orden, mi estimado.
—Así es, exceptuando que la imbécil de Sonya se salvó por alguna razón. Creo que tu hijo la ha estado ayudando.
Esa voz me sonaba. Era la voz de Misterioso.
—Buscaré la forma para sacarla de la ecuación.
—¡O saca a tu hijo de la ecuación! Mejor dicho, te lo dejo en tus manos. Ya suficiente tuve con Sophia y Brad.
—¿Tu los envenenaste?
—Fue muy fácil, increíblemente fácil. Apenas Brad vio que el vino era Gran Reserva, se lo tragó como si no hubiera un mañana, hasta gárgaras hacía.
—¿Y Ruby?
—A ese muerto no lo cargo yo.
—Víctima de su propio…
—Totalmente.
Los dos se reían a carcajadas. ¿Quién demonios era mi padre, y por qué demonios se estaba aliando con este tipo?
—¿Y qué vas a hacer con la tarjeta?
—Pues… Ya tengo a mis hombres haciendo la pesquisa. Veremos que resulta.
El teléfono comenzó a repicar. Me asusté y comencé a bajar las escaleras, dando pasos largos, como de gato. Me metí en la habitación tratando de no hacer ruido, mientras mi padre descendía también.
—Buenos días, hotel. Claro que si. Un momento por favor.
Me acosté de nuevo, dándome la vuelta y respirando despacio, a pesar que mi pulso estaba a mil por hora. Mi padre tocó la puerta.
—Hijo… Tienes una llamada.
Me giré despacio y luciendo dormido, le di una mirada vacía.
—Que tienes una llamada, al teléfono.
Simulé levantarme como un resorte y tomé el receptor de la extensión. Mi padre cerró la puerta.
—¿Hola?
—Tú, en quince minutos, librería Eaton.
—¿Perdón?
Colgó. Era la voz de Rose, estaba seguro. ¿Y ahora qué diantres quería? Quería ir, pero no quería a la vez. Sentía que ella me estaba usando. Además, tenía muchas cosas en la cabeza en este momento. Aquella conversación en el segundo piso me tenía pensativo, asustado.

Me cambié, poniéndome un conjunto más casual, un pantalón suelto, una camisa de mangas cortas y un suéter de cremallera al frente. Mi padre estaba en la recepción, mirando una revista. Yo seguí derecho sin hablar mucho.
—¿Para dónde vas, muchacho?
—Voy a caminar un poco, tomar un respiro fuera de estas cuatro paredes. Regreso antes del almuerzo.
—Ojo con ir hablando cosas que no les incumben al resto del mundo.
—Ya entendí, ya entendí. Adiós.
Salí del hotel. Hacía muchos días ya que no veía la luz del sol. La librería Eaton quedaba un poco lejos, y posiblemente me demoraría un poco más de quince minutos a pie. Mi cabeza estaba inundada con todas las cosas que ocurrían. Rose era críptica y a todo respondía que no tenía yo necesidad de entender. Mi padre me daba la verdad a cuentagotas y aparte hablaba frases que jamás había escuchado de su boca. Tenía muchas ganas de irme y no volver.
Llegué a la librería, el sol de la mañana reventando en el cielo. La ciudad parecía un poco más vacía de lo normal para la hora. No había nadie en la entrada, así que ingresé. Le di un saludo vacío al dueño del lugar, quien, aunque vivimos en la misma ciudad, hacía muchos años que no le veía. Parecía un poco impaciente, quizá enojado. Anduve por los diferentes pasillos, hasta que vi a la chica. Estaba sentada en una escalera, ligeramente desgarbada, con la misma vestimenta, con seis o siete tomos a sus pies.
—¿Y bueno?
—No se me ocurrió un lugar mejor para buscar esto.
Me extendió la foto. La tomé.
—¿Quizá más bien la biblioteca de la ciudad? Por ahora, pónte esto.
Le lancé el suéter.
—¿Por qué?
—Primero, se te ven los pezones a través de la tela, y segundo, pareces salida de una película de la época de la Inquisición.
—Ah. No lo había notado.
Actuaba como si no le importara.
—¿Los demás también están desnudos debajo de la sotana esa?
—No lo sé. Quizá.
—¿Y bueno, qué necesitas?
—Llévame allí.
Apuntó de nuevo a la foto.
—Un “por favor” ayudaría mucho, ¿lo sabes? Además, ya te decía, no tengo ni idea esto dónde queda. Hay un lago, pero está por ahí a unas ocho o nueve horas de distancia. Y no sé si es el que aparece en la foto.
—Llévame allí.
—No me estás escuchando.
—Necesito ir allí, es importante.
—¿Por qué te empecinas en ganar este juego? ¿No escuchaste que ya hay tres muertos? ¡Y no me digas que no tengo que entender! Si ya me involucraste en tus intereses personales, ya estoy suficientemente hundido.
Seguía ojeando un libro en el que figuraban mapas y fotografías de lagos alrededor del mundo.
—Y ahora para colmo, no me hablas. Me voy.
—Espera.
Se levantó despacio, agarrando el suéter. Se lo puso, subiendo la cremallera y cubriéndose la cabeza con la capucha. Caminó hacia mi y me habló al oído.
—¿Hay algún lugar, alejado de todo, dónde podamos hablar, un lugar seguro, dónde nadie nos pueda escuchar?
Asentí.
—Vamos allá.

Salimos de la librería sin anunciarnos. Le tomé la mano y comencé a caminar con rapidez serpenteando por algunos callejones, tratando de evitar alguien nos siguiera o nos viera. Llegamos a nuestro destino jadeando, unos veinte minutos después. Era el garaje de una casa derruida, lo único que había quedado de pie antes que el resto de la mansión se fuera abajo.
—¿Y este lugar?
—Es mi escondite secreto. Prácticamente nadie lo conoce. Quizá solo mis amigos más cercanos. Todos creen que son unas ruinas.
—Entendido.
Cerró sus ojos y se sentó en una banca de madera que yo había puesto allí hace muchos años. Se formó en su cara una sonrisa plena. Me recordó a aquella que había visto la primera vez que la vi.
—Escucha bien, esto no lo repetiré dos veces. Me estoy arriesgando mucho diciéndolo.
—Está bien.
—La cumbre animal se hace una vez cada cuatro años en el hotel. Ya se lleva haciendo unos treinta y seis años, es decir nueve reuniones. Doce miembros del club de fanáticos del maestro reciben una invitación para participar. Están los que sobreviven al evento pasado, los que no han muerto y están en buena salud a la fecha del evento, y nuevos reclutas para completar la cuota de doce participantes.
—¿Cuándo hablas de…?
Me ignoró.
—Todos deben enviar una carta de aceptación de las condiciones a un casillero de una ciudad. Ambos cambian todos los años. Si no se recibe la aceptación, otro participante es invitado. A menudo no participan por falta de dinero o porque no conocen el lenguaje. Es costoso venir de nuestros países hacia aquí, y el lenguaje de este país es particularmente extraño y difícil. Si alguno no llega al día y hora de la cita en el hotel, se le descarta de inmediato. Las reglas son muy sencillas. El maestro deja las pruebas que debemos ejecutar en las tarjetas, aquellas que tienen tinta que se evapora.
Parecía emocionada. Casi ni respiraba recitándome las reglas.
—La reunión es liderada por los ganadores del año pasado. Ellos son los que se encargan de abrir las tarjetas en orden y leerlas en voz alta. Cada tarjeta tiene su objetivo y un tiempo límite para cumplir el objetivo. Si algún participante no cumple el objetivo, muere y sale del juego. Igualmente, si un participante no llega en el momento en que se ha convenido en la tarjeta, muere.
—Hablas de muerte, morir, sobrevivir… Y aparte esta mañana, cinco personas no aparecieron para desayunar.
—Pues Nellie, Ruby, Bud, Bemsha y Skippy murieron.
—Cinco personas murieron en el hotel?
—Si.
Me di un golpe en la frente.
—Sabes que Ruby es una modelo muy famosa. Ha aparecido en publicidad para una marca de automóviles.
—Así es. Y no solo eso, ella va a aparecer en una película muy pronto.
—¡Peor! Imagínate si sus fanáticos se dan cuenta que ha fallecido y en circunstancias tan sospechosas. Se darán cuenta que vino acá, me meterán a mi y a mi padre a la cárcel, le echarán fuego al hotel, quien sabe que más cosas.
Se quedo mirando al vacío, como hacia con frecuencia.
—Ah.
—¿Qué?

Rose se reía. Era una sonrisa real, brillante, hermosa. La cadencia de sus carcajadas era perfecta, no muy rápidas para parecer convulsiones, no muy lentas para demostrar ironía. Las arrugas que se le armaban en sus ojos cerrados eran perfectas, líneas leves de expresión que no titubeaban. No era una risa burlona, no era una risa falsa. Era ciento por ciento genuina. Salí de mi estupor.
—¿De qué te ríes? ¿No ves que es algo serio?
—Creo que nos has malinterpretado. No se trata de muerte, muerte.
Recordé a mi padre y me subió un poco de rabia.
—Es una palabra que usamos, nada más. Si alguien muriera de verdad, ya hubiéramos avisado a las autoridades.
—¿Y entonces? ¿Por qué no bajaron a desayunar? ¿Por qué Eronel anunció a los cuatro vientos que habían muerto?
—Esa es la palabra que usamos.
—Mi padre mencionó algo acerca de una ambulancia… ¿Qué hace una ambulancia en el hotel?
—Nellie y Bud fueron envenenados. Se quedaron dormidos y muri… Salieron del juego. No pudieron cumplir el objetivo de la media noche, ese mismo que la rata de Misterioso intentó evitar que yo cumpliera.
Estaba supremamente confundido.
—¿Y Ruby, Bemsha y Skippy?
—Ruby estaba bien. Supongo estaba muy enojada o triste y nunca bajó. Ellos tres probablemente no pudieron cumplir con el objetivo de la media noche.
—¿Y por qué no bajaron a desayunar?
—Seguramente por vergüenza. Nosotros doce fuimos seleccionados de entre todo el mundo para participar de esto.
—Pero Eronel…
—No te preocupes. Usualmente, nadie muere, literalmente, en la cumbre animal.
—¿Y qué ganan con esto? ¿Por qué ir hasta estos límites de engañar, robar o maltratar a otros humanos?
—El objetivo del juego es muy sencillo.
Rose se levantó y me abrazó, poniendo su cara en mi oreja. Me congelé por su súbito actuar. Básicamente tenía a esta misteriosa mujer, prácticamente desnuda, abrazándome en este desierto lugar. Su voz era melodiosa como melancólica.
—Al ganador se le cumple uno de sus deseos.

«Aquel hotel» —La visita del maestro—

—Buenas tardes, hotel.
Suspiré. Sentado en el incómodo banco de la recepción del hotel que era mi única fuente de ingreso, baja por demás, era bastante común para mi contestar el teléfono unas veinte o treinta veces al día.
—Si, señora, es este el hotel.
Veinte o treinta de aquellas llamadas eran exactamente por la misma razón. Personas curiosas, atraídas por el renombre de mi establecimiento.
—No, señora, él no vive en una de las habitaciones.
Desde que aquel famoso escritor escribió acerca de mi hotel en su primer novela más popular, no ha sido más que mil dolores de cabeza, con mucha gente curiosa preguntándose si él era el dueño del hotel, o si habitaba en él, o si era verdad que había una caída al sótano desde la habitación treinta y cuatro o si él se registraba a menudo con un nombre secreto.
—No, señora, no hacemos visitas guiadas.
Mi hotel era una casona vieja de tres pisos en este pueblo, que mi abuelo decidió remodelar como hotel. En el primer piso tenemos la recepción, un comedor muy sencillo, la habitación de lavandería, la cocina y la habitación donde resido. El segundo y tercer pisos tienen seis habitaciones cada uno, para un total de doce. Las habitaciones del segundo piso comparten dos baños y dos duchas, mientras que todas las del tercero tienen baño privado.
—No, señora, solo permitimos reservaciones, no permitimos alojamientos sin reserva previa.
El escritor aquel era ahora bastante famoso, siempre mencionado a ganar el premio Nobel de literatura cada año. Mi padre aprovechó la nueva fama que él había regalado a nuestro pequeño establecimiento y comenzó a inventar historias acerca de como él se alojaba a menudo, cosa que hasta donde yo sé nunca hizo; mandó a pintar un cuadro con un motivo de no se cual novela de ellas, colgándola en la pared de las escaleras y ocupó una parte de la recepción y comedor con una biblioteca repleta con sus obras en diferentes idiomas, lo que nos hizo estar en deuda por un tiempo, pues sus libros son particularmente caros.
—Entiendo, entiendo. Bueno, ¿para qué fecha le hago la reservación?
Ni siquiera me incliné a revisar el calendario o tomar una pluma. Ya sabía hacia dónde iba esta conversación.
—¿Bueno? ¿Bueno?
Como siempre, colgaban una vez los presionaba para que reservaran. Suspiré fuertemente y volví a mi lectura. “Cumbres Borrascosas” por Emily Brontë, uno de mis favoritos.

No era que le tuviera rabia, no, por el contrario, gracias a la fama del libro, más y más reservaciones se han hecho desde entonces, además del misterio artificialmente implantado por mi padre, y por tanto, esta casa que se iba a caer a pedazos obtuvo una segunda vida. Lo malo era que todo se había vuelto rutinario, aburrido, las mismas llamadas, la misma gente, las mismas personas curiosas simplemente satisfaciendo sus necesidades intelectuales, llamando o viniendo en persona a molestar a este simple gerente de hotel, lavandero, cocinero, conserje y limpiador.
Acepté recibir la administración del hotel hace dos años porque honestamente no tenía nada más por hacer. Nunca terminé mi carrera, me gradué de milagro de mi secundaria y por poco repito dos grados de primaria. Sé leer porque me gusta, pero de resto, para eso son las calculadoras. Ni que hablar de capitales, partes de una planta o de estados del agua.
Aunque recién había comido, me entró un poquito de ansiedad. Pausé mi libro, del cual no había avanzado nada, tomé la cajetilla de cigarrillos que siempre ocultaba bajo el mesón junto con la chispa y me metí en mi habitación para fumar un pitillo y comer alguna galleta. Si alguien viniese, escucharía la campanilla de la puerta.

Mi habitación era un desastre total, toda mi ropa distribuida por el suelo sin razón, un hedor a sudor que no se quitaba por más que abriera la ventana o echara aerosol. En las escasas veces que traía una cita, nos encerrábamos a copular en alguna de las habitaciones del tercer piso, las más costosas y menos ocupadas todo el tiempo.
Eventualmente tenía que limpiar el desastre de la habitación que yo usara para aquellos ilícitos encuentros, pero nunca sacaba el tiempo para limpiar la mía propia, a pesar que mi padre, y el padre de mi padre también se hubieran radicado allí por algún periodo de tiempo. Sin importarme que mi desorden fuera un peligro de incendio, prendí el encendedor y me apresuré a fumar mi cigarrillo. Mi padre me prohibía rotundamente fumar en el mostrador del hotel, pues decía que era una falta de respeto para los huéspedes. No quería perder mi trabajo, así que prefería ocultarme para darme un par de calados.

—Buenas tardes, ¿hay alguien?
Cuando iba por el tercer suspiro, una extraña voz femenina surgió de la recepción. No había escuchado ninguna campana y no había ningún huésped hoy. Saqué las tijerillas que guardaba en la cajetilla y corté la colilla encendida en toda la punta, arrojándola en una lata de cerveza llena de agua. La experiencia ya me había enseñado que hacer, para aquellos casos que mi padre le daba por aparecerse de la nada a hacer “auditoría”.
Apreté el gatillo del aerosol, lo disparé por todos lados y salí despavorido de mi habitación.
—Buenas tardes, ya voy.
Una vez cerré con fuerza la puerta de mi habitáculo, observé a la mujer. Vestía unos pantalones de mezclilla sencillos y una especie de vestido de patrones florales hasta las caderas. Amarrado de su cinto, un abrigo tejido de lana y de su hombro colgado un bolso, un poco más grande de lo que me parecería razonable para su estatura. Un gorro de flores y unas gafas de sol cubrían su cabeza y cara, pero lo que más me cautivó eran sus labios. Eran espectaculares. Teñidos con un rojo brillante, carnosos y atractivos. Nadie en este pueblo, ni en este país, tendría unos labios como estos. Me subió un poco de lujuria.
—Bienvenida, ¿en qué puedo ayudarla?
Mi voz tembló por los nervios.
—Tengo una entrega inmediata para el señor…
Como siempre, el resto del mundo destruía la pronunciación de mi apellido. Los únicos que podíamos pronunciarlo correctamente eran mi abuelo, mi madre, mi padre y yo.
—Si, ese soy yo.
Del bolso, la chica sustrajo un sobre amarillo, un poco más grueso de lo común. Me lo entregó directamente a las manos. El sobre tenía los nombres de mi abuelo y mi padre y pesaba considerablemente, hasta pensé que era un libro. Ella sonrió a cada instante, haciendo que mi atracción a sus labios fuera cada vez mayor.
—Eso es todo.
—¿Y te firmo dónde?
—No será necesario. ¡Qué esté muy bien!
—Claro…
Se dio media vuelta, abrió la puerta, cuya campana de nuevo no repicó, su otrora bulliciosa alerta como congelada por su presencia, y se fue como el aire que se exhala. Reaccioné con mucho retraso. Salí disparado a la puerta, que ahora si hizo un escándalo terrible, y miré a ambos lados. Como un fantasma que se oculta, como un vapor, se había esfumado entre las callejuelas.

Me regresé al mostrador del hotel, paquete en mano. Era un ladrillo en realidad, sólido y macizo. Tomé el auricular del teléfono, y en tanto comencé a marcar el número de la casa de mis padres, me detuve y lo lancé de regreso sobre el receptor. Saqué el abrecartas de una gaveta y de un sólido movimiento le removí la lengüeta.
—¡Santo Dios!
Dentro del sobre, tres fajos compactos de billetes de la más alta denominación de mi país como recién sacados de la imprenta de dinero estaban bien amarrados con sus respectivos precintos. Los saqué del sobre y los puse sobre el mostrador al frente mío. Tomé uno de los fajos y lo revolví como cartas en un casino. Parecían todos billetes reales.
En el sobre solo quedaba una tarjeta de cartón rojo, bien doblada por la mitad, con un sello bastante bonito de color dorado, en un motivo que jamás había visto. Parecía un carnero, rodeado con una corona de laurel. En la frente del carnero, una estrella estaba bien marcada, un poco más hacia la izquierda de su cara. Abrí la tarjeta.

Estimados señores.
Informamos que realizaremos la reunión cuatrienal de nuestro club en su hotel, como siempre. Esperamos que este estipendio sea suficiente pago en avance para la logística del evento.
Este año el maestro llegará dos días antes de la reunión. Por favor preparar la habitación treinta y cuatro durante esos dos días.
Gracias.
Ruby y Eronel

No había más detalles en el sobre o en la tarjeta. Saqué la minuta de huéspedes. No había nada marcado como reserva para los próximos meses. Me agaché y del archivo bajo el mostrador saqué la minuta que correspondería a hace cuatro años, cuando mi padre era aún el administrador del hotel.
Sabía que solo tenía que llamarlo a contarle que había llegado este sobre y él me contaría los pormenores, aunque la última vez que lo llamé por un asunto sencillo casi me arranca la oreja por el teléfono.
Comencé a recorrer los registros, de los cuales eran afortunadamente pocos. Por semana teníamos uno o dos huéspedes, máximo cinco o seis. Enero, febrero, marzo, nada parecía fuera de su lugar. Saqué la calculadora y por cada mes sumé la cantidad de huéspedes. Era más normal tener más clientes durante los meses de descanso y más aún en verano, pero el promedio era bastante ajustado. Excepto en octubre.
Comenzando en octubre quince, y como hasta octubre diecinueve no había ningún huésped registrado en el libro. Intenté recordar si algo especial había ocurrido en ese momento que le hubiera obligado a cerrar el hotel, pero no se me ocurrió nada. Si era el mismo cabecidura que es hoy, posiblemente hasta enfermo o con un hueso salido hubiera abierto el lugar.

Miré el sencillo calendario que teníamos puesto en el mostrador para informarle de la fecha a los huéspedes. Era siete de octubre. Si la tarjeta no mentía y la minuta estaba bien, un tal “maestro” se hospedaría en nuestro hotel en aproximadamente ocho días y tendría que prepararle la habitación treinta y cuatro. Volví a mirar los fajos de dinero. Brillaban con luz propia, como si estuvieran creados específicamente para pagar este evento. Si faltara un billetico de estos, no pasaría absolutamente nada, no cambiaría en nada el evento. La emoción de tener este dinero en manos me comenzaba a causar elación. Jamás en mi vida había visto tanto dinero contante y sonante.
Observé detalladamente los billetes de un precinto. Eran tan perfectos que estaban en orden del número serie, como recién salidos del banco. Saqué uno de ellos del extremo del fajo.

El teléfono sonó de repente. Del susto me embolsé el billete, metí los fajos en el sobre de nuevo junto con la tarjeta y contesté.
—Hola, hotel.
—¿Que hace el vago de mi hijo en este momento?
—Pues, ¿qué más, padre? Vigilando este mugroso edificio.
—El mismo que te da trabajo, mísero vagabundo.
—¿Y bueno, a qué debo el honor, jefe?
Giró la cabeza y tosió bastante fuerte.
—Tu abuelo y yo hemos decidido que es buena idea que te tomes unas vacaciones del hotel.
Jamás imaginé que esta idea viniera de mi padre. Después de tantos años de insistirme hasta el cansancio con que debía heredar el hotel, y de regañarme cuando hacía las cosas con mala gana, ¿y ahora me está sacando de la ecuación tan convenientemente?
—¿Y eso?
—No, nada en especial. Podrías tomarte, no sé… ¿Dos semanas de descanso?
—¿Dos semanas? ¿Con quién demonios hablo? Seguramente no es con mi papá.
—Si, si, comenzando mañana yo regresaré a tomar las riendas del hotel.
Miré el calendario. Mañana caía ocho. Me quería fuera hasta el veintidós de octubre. Era bastante sospechoso que actuara de esta manera.
—La verdad, no quiero descansar… Al menos estoy ocupado en algo aquí en el hotel.
—No, no… Es una orden.
—¿Una orden? ¡Yo soy el encargado del hotel ahora, padre! O, ¿qué ocultas?
—No, nada. Es solo que mereces este descanso.
—¿Acaso es porque el quince de octubre ocurre algo?
Se quedó en silencio.
—¿Una especie de evento que ocurre cada cuatro años?
Tapó el receptor con su mano, como si eso me evitara de escuchar la conversación que ocurría del otro lado. Escuché a mi abuelo responder con su ronca voz.
—Ya lo sabe. Seguro Rose llegó muy temprano con el paquete.
—Maldita sea, no podemos hacer nada. Bueno, ya era hora de contarle.
Destapó el micrófono.
—Ya vamos para allá.

El doce de octubre cerramos el hotel muy temprano. No teníamos ningún huésped, por fortuna. Pusimos un cartel en la entrada que decía que se realizarían obras locativas, en caso que alguien decidiera venir a alojarse sin reservación previa.
Entre mi abuelo, mi padre y yo limpiamos con esmero cada habitación, cambiamos las ropas de cama y usando un plumero, quitamos el polvillo de las paredes además de un par de telarañas que yo juraba no había visto nunca.
El segundo piso fue más fácil de organizar por la sencillez de sus habitaciones. Lavamos y enceramos las escaleras. El mostrador, la cocina, el comedor y cuarto de ropas fueron horribles de limpiar, pues ya estaba entrada la noche. Mientras tanto, mi padre de encargó de la habitación treinta y cuatro. Aparentemente, necesitaba un toque especial, que por más que lo presioné a que me contara nunca lo hizo.
Casi a la media noche del trece, habíamos finalizado la limpieza, a exceptuar mi habitación.
—Padre mío, ¿pero qué es esta pocilga? ¡Vago!
—¡No me molestes! Es mi habitación y así se ha de quedar.
—No, no, no creo que entiendas la situación. ¡La limpias o le prendo fuego a todo esto en la calle!
—¡Pero si es mi cuarto!
—Todo debe quedar incólume, me entendiste. ¡Todo!
Mi padre comenzó a agarrar manojos de ropa bajo sus brazos, empecinado en cumplir su palabra.
—Bueno, bueno, ¡ya mismo ordeno! ¡Qué demonios!
Unas cuatro horas después, había puesto a lavar casi toda mi ropa, organizado y limpiado cada centímetro de mi habitación y su baño anexo, además de haber sacado una gigante bolsa de basura. Era un verdadero milagro que no hubiera una infestación de cucarachas o de algo peor. Estaba tan cansado que no podía dormir. Tomé una ducha como para sacarme toda la grima del día, y en tanto salí y observé mi habitación, sentí como si me hubiera transportado a otra dimensión. Jamás había visto mi habitación así de ordenada en mucho tiempo. De hecho, sentí que no era mi cuarto.
Me vestí con uno de los dos conjuntos de ropa que dejé sin lavar y salí. De nuevo, ver el resto del hotel así ordenado me parecía increíblemente artificial. En el mostrador, ya incólume, mi padre y mi abuelo hacían algo.
—¿Y bueno? Ya todo parece en orden.
Mi padre tenía un libro, como una minuta, de cubierta roja en su mano. La cubierta parecía de un cuero suave, y tenía grabado en color oro el mismo detalle de la tarjeta roja que recibí unas semanas atrás. Después de limpiarlo con esmero lo puso en el mostrador en el mismo lugar dónde el normal libro de huéspedes se mantenía. Ni señas de dónde estaba el regular.
—Uf, ¿y eso?
—Es el libro de huéspedes. No le prestes mayor atención.
—Ponte esto.
Mi abuelo me tiró una bolsa de plástico.
—Será lo único que te pondrás por los próximos días.
La abrí. Era un conjunto de ropa bastante formal, pantalones largos de hilo azules, una camisa de vestir blanca que iba hasta los puños y un chaleco negro de lino. Había una corbata de un color carmín bastante brillante.
—¿De veras?
—Ve y cámbiate. Es necesario. Nosotros haremos lo mismo.
Por alguna razón el conjunto era de mi talla, y me quedaba perfecto. Jamás me había vestido de aquella manera en toda mi vida, ni cuando hice los ritos de la iglesia. Me sentía muy poco natural. Con cada cosa que había pasado, el hotel se sentía innatural de por si. Salí de mi habitación con la corbata en la mano.
—No pude ponerme el yugo.
En la recepción, con la negrura de la noche como fondo detrás de la puerta, un señor bajo, por ahí de cinco pies y medio de altura, conversaba con mi progenie. Vestía un gabán largo de color azul real, unas gafas oscuras y cabello y barba mal cuidadas. Mis progenitores estaban inmaculadamente vestidos y se comportaban con seriedad y respeto. Me embutí la corbata en el bolsillo trasero del pantalón.
—Ah, perdón.
Oh, it was about time you got out.
Mi padre hablaba en fluido inglés. Yo estaba anonadado. Él jamás se había interesado en otra cosa que no fuera dinero, y me entero apenas hoy que es capaz de hablar inglés casi como un nativo. Mi boca se quería desencajar ante esta revelación.
Please excuse the crudity of my son, master. He will be helping us out starting today.
Mi padre apuntó hacia mí, la mirada del extraño tipo congelándome.
Nice to meet you.
Mi inglés no era pobre, pero no lo había practicado en varios años. No sabía que más decir.
I’m going to make sure he behaves accordingly.
El tipo se sonrió. Sus dientes eran un poco amarillos y medio desordenados.
Leave him be.
Se acercó a mi, sus piernas como flotando sobre el aire.
Nice to meet you. I’ll be in your care starting today.
Intenté interpretar sus palabras. Era como si hubieran entrado por un oído y salido por el otro. Me extendió la mano.
Samewise, sir…
Le di un apretón de manos. Comencé a tartamudear.
Glad to be of help. Let me know if you need anything.
Surely I will.
Se sonrió, me soltó y se dio media vuelta. Yo estaba asfixiándome. Mi padre continuó.
Your room is ready. My son will carry your stuff there.
Por primera vez en años sentía que había valido haber comenzado enseñanza de la lengua inglesa en la universidad.
Thank you. Let’s go at once. I’m a little tired.
Corrí a su lado, y mi padre me entregó la llave, que ahora llevaba una ficha de color rojo con el mismo grabado en uno de sus lados. La metí en un bolsillo del chaleco, levanté sus dos maletas y adelantándome rápidamente a él comencé a escalar al tercer piso. Una de ellas parecía completamente vacía, insustancial.
This way, sir.
Thank you, young man.

Mientras subíamos, noté que la extraña pintura que mi padre había mandado a hacer era sutilmente diferente. Parecía menos una obra hecha de óleo y más como si fuera una ventana al otro lado de algún lugar. Hasta podía jurar que el carnero allí retratado seguía mi mirada y masticaba el prado pasivamente. Una vez seguimos por los vuelos al tercer piso, la vieja madera crujiendo bajo mis pasos, el señor musitó en voz baja.
—Es bonito volver a este lugar intemporal y además ver caras nuevas.
Me sorprendió de inmediato. Mi voz lo reflejó.
—Usted habla…
—Desde tiempos inmemoriales.
—Y entonces, ¿el inglés?
—Ah, es algo… Ceremonial, dejémoslo en ese término.
—Disculpe que le diga, aquí están pasando…
Se sonrió con calma.
—Ah, jajaja, joven, es mejor no cuestionarse lo que a prima facie se observa.
Caminamos hacia la puerta de la habitación. Descansé las valijas, sustraje mi llave del bolsillo y la abrí haciendo un sordo clic. Guardé de nuevo la llave, tomé las maletas y me adentré en el oscuro espacio.
Activé el interruptor. ¿Cuántas veces había usado esta habitación para mis actividades fortuitas? No lo recordaba. Lo único que sabía era que esta definitivamente no era la misma habitación. Se veía diferente, ordenada, quizás como una especie de altar. El papel de colgadura de color crema se veía inmaculado, quizá hasta como nuevo. Las ventanas firmemente selladas, las cortinas azules limpias, la cama en un estado perfecto y la alfombra, que otrora me hubiera parecido desgastada y hasta de mal gusto, era ahora lanuda y bien cuidada. En una mesa a una esquina, una botella con lápices bien afilados, una pila de papeles, una pila de hojas de cartón, muy parecidas a la tarjeta que recibí con el dinero, una lámpara y una máquina de escribir.
Jamás en mis dos años aquí había visto tal aparato. O para tal efecto, jamás había visto esta habitación en este estado. Salí de mi estupor y me giré a nuestro huésped.
—Adelante, señor.
—Gracias, joven.
—Por favor háganos saber si necesita algo más. Allí está el telé…
—Ah, es increíble ver esta pequeña habitación, tal y como cada cuatro años. La conozco como conozco los vellos detrás de mi mano.
—Así que usted se ha…
—Desde hace muchísimos años.
Suspiró con fuerza. Yo me hice a un lado y comencé a caminar hacia fuera. Saqué las llaves de la funda y se las entregué en la mano.
—Entendido. Aquí sus llaves. De nuevo, déjenos saber si necesita cualquier cosa. Estaré en la recepción.
—Claro que si, joven.
En tanto iba a cerrar la puerta a mis espaldas, el tipo puso su pie para bloquearla.
—Ah, antes que se me olvide. Su padre ya sabe a que horas prepararme el desayuno, la comida y la cena. Le pido que por favor usted me las traiga, ¿bien?
Se me hizo extraño el encargo del huésped, pero no había razón para negarme.
—Entendido, señor.
—Además, hemos de conversar un poquito en aquellas ocasiones, ¿le parece? Como para conocernos.
Asentí.
—No hay problema conmigo.
Se sonrió de nuevo.
—Que sea nuestro pequeño secreto. Nos vemos en un par de horas.
—Así será. Le deseo una buena estadía.
—Así será.
Quitó su pie y extendió su mano como para darme algo. Yo puse la mano para recibirlo. En mi palma, una extraña y brillante moneda, gruesa y grande, de un lugar o país que desconocía, había caído suavemente.
—Por las molestias.
—Oh, no es molestia, señor.
La moneda era dorada y muy brillante, como un espejo casi. La deposité en mi chaleco. Hice una corta reverencia.
—¡Qué descanse!
—Gracias.

Cerré la puerta con rapidez pero sin hacer ruido, y me comencé a retirar lentamente hacia las escaleras. Bajé a la recepción. Mi abuelo ya no estaba.
—¿Y el pá?
—Se fue para la casa a dormir.
—¿Qué demonios está pasando acá?
—Mira, primero… Organízate el uniforme que pareces un puerco. Luego, desde hoy van a comenzar a pasar muchas cosas extrañas en este lugar. No te debes asustar, tómalo con tranquilidad.
—¿Cómo cosas extrañas?
—Ya lo verás.
—No me convence tu respuesta.
—Todo lo que diga el maestro, lo debes hacer. No te puedes negar.
—¿Perdón?
—Lo que sea.
—¿Y quién se cree él que es?
—Lo que sea. Ellos pagan el dineral que pagan para que se haga lo que él pida.
—¿Ellos?
—¡Preguntas mucho!
—¡Pues claro!
Ya estaba hasta la coronilla de verdades a medias.
—Lo único que necesitas saber es… Su voluntad es inescrutable, tu limítate a hacer lo que él pida. Yo me encargaré de sus comidas.
—Ah, respecto de eso… Me ha dicho que él quiere que yo se las suba.
Mi padre abrió sus ojos.
—Es imposible.
—Sí, así me dijo.
Mi padre se le notaba tenso, casi preocupado. Suspiró con fuerza y se mandó la mano a la frente, frotándosela como si se hubiera dado un golpe.
—Ve y duerme un rato… Yo te aviso cuando sea hora.
—Pero tengo más preguntas…
—¡Qué te vayas a dormir! Aprovecha, de ahora en adelante el hotel es tu responsabilidad, ¿entendido?
Yes, sir!
Me carcajeé un poco. A mi padre se le notaba que iba a soltar humo.
—¡Y te burlas!
—Jamás, en mis veinticinco años te había escuchado hablar en inglés… ¿Y ahora? Mejor dicho, márcame como sorprendido.
Se giró para hacerse el digno.
—Jamás necesité de hablar en inglés contigo ni tu madre. Lo aprendí en el instituto y cuando estudié hotelería. Y soy muy bueno con él.
—En eso si tienes toda la razón.
Botó el aire de sus pulmones como si fuera un toro enojado.
—Voy a dormir, padre. Llámame si al “maestro” se le ofrece algo.
—Descansa entonces, hijo. Se viene una semana bastante pesada.

Como cinco horas entrado en sueños, escuché el golpeteo de la puerta. Me levanté de la cama como un resorte. Antes de acostarme había extendido el uniforme sobre una silla para evitar que se arrugara.
—Hijo, es hora del desayuno. Hay que llevarlo al maestro.
Me vestí con rapidez, me pasé la mano por mi cabello y, verificando que todo estuviera en orden, abrí la puerta. Del otro lado, mi padre, ya un poco ojeroso, me extendía una bandeja de plata, que jamás había visto, con la marca del carnero en cada una de sus esquinas, y un plato de borde de hoja de oro con una tostada gruesa pero suave, unos huevos fritos muy apetitosos y un tocino delgado que se veía muy agradable. Los cubiertos igualmente eran de plata, y por un lado un vaso alto y brillante con jugo de naranja y una taza de café negro y profundo, tres cubitos de azúcar envueltos en papel dispuestos a un lado.
—Jamás había visto esto.
—No preguntes más y ve. Toca la puerta, exclama que llegas con el desayuno, se lo entregas y ya. Luego, unos treinta minutos después vuelves por la bandeja, y te retiras sin decir nada, ¿me entiendes?
—Eh, pero…
Recordé que me había pedido que lo guardara como secreto. Me tragué las palabras.
—No has de molestarlo. Él viene aquí con absoluta reserva y con la intención de no ser molestado.
—Voy.
—Apenas bajes, te toca manear el hotel. Él será nuestro único huésped por dos días, así que espero que no tengas líos. Yo regresaré a la casa a dormir. Tu abuelo vendrá a eso de las once a preparar la comida y la cena. Ayúdale en lo que él necesite, aunque como es de cascarrabias no pedirá nada.
Me reí un poco.
—Está bien. Subo.
Recibí la bandeja y comencé a subir las escaleras con cuidado. Mi padre se quedó en la parte de abajo observándome. La pintura continuaba mirándome, masciticando el pasto silenciosamente del otro lado del marco. Incluso creía sentir su aliento mientras subía.
—Recuerda, háblale en inglés.
-Uhum.
Cuando ya iba en las escaleras al tercer piso, escuchaba el inconfundible sonido de una máquina de escribir, los tipos golpeando ajetreados contra el papel y el rodillo, dejando su marca indeleble. Emergía como un compás, un ritmo caótico. Comencé a andar con esa cadencia por inercia, atraído por su acelerado tintineo. De vez en cuando una campanilla se disparaba seguida de un ajetreo unos segundos después.
Como llamado por mi intrusión, aunque estaba a una puerta de distancia, el ritmo se detuvo y la puerta se abrió por anticipado. Una vez me aproximé, toqué a la puerta, precariamente balanceando la bandeja en uno de los brazos.
Sir, your breakfast is ready.
—Adelante, adelante.
Empujé la puerta con el brazo. Del otro lado, una hoja de papel sobresalía un poco de la máquina de escribir, con otras hojas dispersas por el suelo y la cesta de papel ya rebosando con hojas arrugadas.
—Perdón por el desorden, apenas me senté me puse a escribir.
Me giré a verle. Se había sentado en la cama, el gabán colgado de un gancho en la pared, las gafas oscuras encima de la mesa de noche. Parecía de unos setenta años, las arrugas demarcando sus múltiples expresiones, la barba maltratada y un intento de bigote dándole más carácter.
—¿Es usted…?
Se puso el dedo en los labios y me silenció. Me acerqué a él y le pasé la bandeja con el desayuno. La miró extasiado y extendió su mano, apuntando a la silla al frente de la máquina de escribir.
—Siéntate allí y hablemos.
—La verdad es que no debería…
—¿No habíamos quedado que íbamos a hablar? Adelante, estamos en confianza.
Me dirigí a la silla.
—Ah, primero, si no es molestia, ¿podría cerrar la puerta?
Asentí, la cerré y me senté. El señor comenzó a comer bastante animado. Yo me sentía fatal.
—¿No debería sentarse usted acá? Debe estar incómodo.
—No, no, no… Yo estoy bien aquí.
Aclaró su garganta.
—Bueno, joven. Cuénteme… ¿Cuál es su comida preferida?
La pregunta me sacó de contexto.
—¿Perdón?
—Así es… Si pudiera comer algo por el resto de tu vida, ¿qué sería?
Sin pensar, la respuesta salió disparada.
—Queso y mariscos.
—Muy bien, muy razonable.
—No, no…
—Sin retractarse.
—Si pudiera irse ya mismo para algún lugar, ¿qué lugar escogería?
Perdí la paciencia.
—¿Por qué me pregunta estas cosas?
—Solo quiero llegar a conocer mi anfitrión. Es algo normal.
—¿Preguntándome ese tipo de cosas?
—Ve, joven, soy un escritor. Yo intento buscar inspiración en todo y todos.
—Así que usted es el famoso escritor aquel… El que hizo famoso este hotel.
Se encogió de brazos. Me levanté de la silla y levanté un poco la voz.
—Por su culpa, tengo que contestar todos los días de veinte a treinta llamadas de gente preguntando por usted, por sus libros, de visitas guiadas, de cosas que jamás preguntaría un ser humano normal y funcional. ¡Me tiene harto esto!
Una vez saqué esto del sistema, me di cuenta que había sido increíblemente grosero.
—¡Perdón, señor, he hablado más de lo normal!
Se carcajeó un poco mientras sostenía la taza como brindando.
—En su lugar yo diría lo mismo, joven. Estaría harto. Pero, le hago una pregunta. Un hotel como este, pequeño, en una villa alejada de todo y de todos, pequeña, de unos cientos de habitantes y con escasos atractivos turísticos, más que rebaños de ovejas y una incipiente industria de lana… ¿Podría sobrevivir razonablemente?
Un ratón se tragó mi lengua.
—El panadero le cuece el pan a sus mismos conterráneos. El sastre fabrica o remienda la ropa de sus vecinos. El policía sabe más de la vida de todos los habitantes que de su propia vida. Todos tienen casa y techo en sus cabezas. ¿Quién se alojaría en este recóndito hotel, si no un curioso mochilero que ha llegado acá por suerte? Hasta él sabría que podría dormir en la banca del parque del pueblo y nadie pestañearía por él. ¿Cómo sobreviviría?
Tomó un sorbo de jugo.
—No sobreviviría.
—Y aún así, lo hace.
Tomó la bandeja y me la entregó.
—Estaba fantástico. Mis felicidades al cocinero.
Los platos estaban limpios, la taza de café casi impecable. El vaso contenía aún dos o tres sorbos de jugo de naranja. Se la recibí. Mi cabeza aun daba vueltas. Para intentar reiniciarme, pregunté algo estúpido.
—¿No le gusta el jugo de naranja?
El señor se montó en la cama, inclinándose contra la cabecera.
—Estoy lleno ya. Vaya pensando en la respuesta a mi pregunta. Nos vemos al almuerzo.
Mi cabeza se sentía pesada, como si alguien la hubiera rellenado de varios ovillos de lana. Tomando la bandeja con una mano, abrí la puerta y me retiré.
—Con su permiso.
La cerré detrás mío y me alejé con rapidez, como huyendo. Desde mi ángulo la puerta del cuarto treinta y cuatro se veía peligrosa, como la puerta a un agujero negro.

Mi padre cabeceaba en la recepción. Cuando me escuchó bajar, se levantó con rapidez.
—Dios mio, ¿dónde demonios te metiste? ¿Diez minutos para llevar un desayuno?
No había notado que tanto tiempo había ocurrido.
—Estuve hablando con…
—Dios mío, no hagas eso.
—Pero él…
—Es una persona muy ocupada y no le puedes robar su tiempo.
Suspiré.
—Ve a dormir, parecías un trapo tirado en esa silla.
—Si solo mi hijo no se hubiera demorado tanto. Me voy.
—¡A dormir!
Mi papá comenzó a arrastrar sus pies saliendo de la recepción y hacia el sol al otro lado.

Mi abuelo preparó la comida y la cena juntas, y me dio específicas instrucciones de como servirlos y llevarlos. Apunté todo en un cuaderno. Me indicó que el almuerzo se le sube a la una y quince, y la cena a las siete. Yo no quería volver a interactuar con el señor, pero al final era mi trabajo.
A la hora del almuerzo, todo parecía una repetición del desayuno. El golpeteo de la máquina de escribir en el pasillo, quedándose en silencio en tanto yo estaba a una puerta de distancia y la puerta abriéndose por adelantado. Como era mi costumbre, la golpeé.
—Adelante, adelante.
—Con su permiso.
El suelo estaba aún más lleno de papel por todos lados, la pila de papel estaba considerablemente reducida. Le entregué la bandeja como en la mañana.
—Me retiro.
—No, no, tome asiento por favor, joven.
Suspiré.
—Perdón, señor, pero de verdad tengo que regresar a mis actividades.
—Cinco minutos, nada más. Además, si no estoy mal, soy el único huésped aquí.
Cerré la puerta, me senté en la silla y rasqué mis ojos.
—Está bien.
—¿Pensó la respuesta a mi pregunta?
—La playa. Ibiza.
—Oh, no es mala respuesta. Nunca he estado allá. ¿Ha estado usted allá?
—En mis vacaciones del primer año de universidad.
—¿Muchas emociones desenfrenadas allá?
—Los primeros días. Jamás había bebido, fumado y tenido tanto sexo en mi vida. Estuve dos días seguidos simplemente haciendo lo que quisiera. En la mañana del tercer día me desperté en un lugar desconocido con una pila de gente desnuda y drogada. Desde ese momento solo quería estar en la playa tumbado, descansando el tufo y no pensando en nada más.
Se sonrió.
—¿Quisiera volver ahora?
Suspiré de nuevo.
—No sería mala idea, pero ahora en realidad cualquier playa sería una buena idea. ¿Y usted, ha estado en la playa?
—Claro que si. Muchas diferentes. Te recomiendo Saint-Tropez. No es tan desenfrenada como Ibiza, pero es muy bonita.
—Gracias por la recomendación.
El tipo ya casi había acabado con su comida.
—Bueno, y si pudiera, ¿con quién iría a este lugar?
Mi mente se quedó en blanco un par de minutos. Era cierto que tenía relaciones con varias mujeres, pero ninguna que pudiera decir que es tan cercana como para ir a aquel lugar conmigo. Mi mente me mostró a la mujer de labios rojos y carnosos que vino a entregarme el sobre. ¿Cómo le había llamado mi padre tras el teléfono? ¿Rose?
—La verdad no tengo a nadie.
—Seguro que si tiene a alguien en mente.
Negué con la cabeza.
—Nadie viene en mente.
De nuevo, su sonrisa característica.
—¿Que tal si piensa un poco más y nos vemos en la noche? De nuevo, felicidades al cocinero.
Estiró la bandeja hacia mi. Comía con velocidad. Me levanté de la silla y la recibí. Igual que en la mañana, se subió a la cama y se sentó con su espalda a la cabecera de la cama.
—Con su permiso.
—Bien pueda.
Abrí la puerta, salí y la cerré. De nuevo sentía como me tambaleaba un poco. Ya bajando las escaleras, tuve que caminar agarrado del pasamanos. No era natural. Quizá había agarrado algo.

Una vez deposité los platos en la cocina, me dirigí a mi habitación y me acosté un momento. Quizá era la falta de sueño o quizá eran mis interacciones con el tipo este, pero estaba muy mareado. Además, no podía dejar de pensar en la chica de los labios rojos, su vestido de flores, su pantalón suelto, su gorro, gafas oscuras y su gran bolso. Conecté la extensión del teléfono, cerré los ojos y dormí plácidamente por un par de horas.

 

—Dígame, ¿pensó en que persona se llevaría para Ibiza o Saint-Tropez?
—Sigo sin escoger…
Suspiró.
—Bueno, no me diga nombres o detalles muy personales, quizá un par de características bastan.
—Labios rojos y carnosos. Como de mi altura. Sonrisa y actitud misteriosa.
Salió de mi pecho atropellado.
—Entendido. ¿Alguna mujer de su vida?
Aclaré mi garganta.
—No, solo un par de detalles aleatorios que se me ocurrieron en este momento.
—Bien. Cambiemos de tema. ¿Algún autor que le guste? Ya se que mi nombre no es, así que dígalo con toda franqueza.
Pensé un momento.
—Las hermanas Brontë, especialmente Anne. Y Charles Dickens.
Aplaudió fuertemente.
—Oh, humanista, me gustan sus elecciones.
—¿Por qué la mayoría de autores celebrados mueren tan temprano en su vida?
—En realidad es más un caso en el cual las circunstancias de la salubridad en ese entonces no eran las más adecuadas. Y Dickens vivió casi hasta los sesenta.

 

—¿Algún sabor para su torta de cumpleaños?
—Selva negra, con una buena botella de Guinness al lado.
—Jajaja, ¡conoce bien sus cervezas!
—No soy una enciclopedia pero al menos conozco algunas.
—Yo solía tomar mucha cerveza, pero con la edad ya no me lo recomiendan. Ahora mi vicio es escribir y correr.
—¿Correr?
—Así es, correr y correr, como si no hubiera final al mundo.
—Pues en teoría el mundo es un globo, así que uno podría correr y correr, a exceptuar los mares.
—¡Me gusta su forma de pensar!
—Y eso que los mares también se pueden trasegar, se monta en un barco en un puerto y emerge del otro, aun corriendo.
Comenzó a dar unas carcajadas que me obligaron a sonreír. Seguí bromeando.
—Y si es en un crucero, uf, una delicia, puede correr mientras está en la piscina, echarse un nado aún corriendo, o recorrer todos los pasillos corriendo.
El señor continuaba riéndose con fuerza. Me levanté para sostenerle la bandeja, pero me detuvo con la mano.
—Tranquilo. Tranquilo.
Resoplaba con franqueza. Yo seguía sonriendo por su reacción.
—Disculpas, disculpas.
—No, no, nadie me había hecho reír tanto en mucho tiempo. Es usted todo un personaje.
Sonreí.
—Gracias.
Me extendió la mano boca abajo de nuevo, como si me entregara algo.
—Oh, no, no es necesario.
—Vamos, acéptala.
Suspiré y puse la mano. El señor dejó caer en mi palma otra de aquellas monedas. Igualmente, era una moneda brillante, gruesa y grande, de color plateado, con inscripciones que desconocía. La deslicé en mi bolsillo.

 

—¿Casarse o no casarse?
—La soltería me va mejor.
—¿Hijos o no?
Me persigné por inercia.
—Sin hijos, por favor.
El señor se volvió a carcajear.
—Hombre pero, ¿cuál es el lío con tener hijos?
—Pues si no me quiero casar… Básicamente es no tener familia.
—¿Cuántos de sus encuentros amorosos no habrán terminado en un hijo no planificado?
—Ninguno, espero.
—¿Y si llegara alguien que le hiciera cambiar de parecer?
—Pues tendría que intentarlo muy muy fuertemente.
El señor me hizo un guiño, trucó sus dedos y luego me apuntó con el índice. No entendí por qué lo hizo hasta que analicé lo que dije. Sentí que me subió calor en las mejillas.
—Ah, no, ¡no me refería a eso!
Se reía sin compasión. Al menos le causaba gracia.
—Y acerca de aquella persona con la cual compartir las playas de Francia…
—Sin comentarios.
—Está bien. ¿Qué le gustaría hacer en vez de estar cuidando este hotel? ¿A qué se dedicaría?
—Me va a creer tonto, pero me encantaría escribir.
Frunció el ceño.
—Si le dijera tonto me estuviera disparando a mi mismo pie, ¿lo sabe?
—Lo sé, pero es que es tan competitivo, todo el mundo escribe hoy en día.
—Pues no necesita compararse con nadie más. ¡Escriba! ¡Escriba! Mínimo alguien estará dispuesto a leerle.
Lo pensé por un momento, tenía la razón. Este hotel me permitía tener tiempo suficiente para ponerme a escribir, mientras lo cuido. Me giré a ver la máquina de escribir. Si mi padre la puso antes de la llegada del señor, posiblemente estaba en el hotel previamente. No sé de dónde salió, pero debía estar.
—Es una máquina maravillosa. Su abuelo y su padre me la han cuidado por años. Y aun, hoy, solo puedo lograr inspiración si escribo en ella.
—¿Eso significa que usted saca un libro cada cuatro años?
Se sonrió.
—En absoluto, yo no escribo toda la historia aquí. Comienzo las ideas, saco mi inspiración. La máquina, el hotel, la ciudad me transmiten esa inspiración que necesito. Es posible que termine una historia corta en mi corta estancia, pero una novela, no hay riesgo.
Me estiré hacia la mesa y presioné la barra espaciadora. La máquina hizo un ruido espectacular, como si estuviera atenta, presta a moverse, a escribir lo que yo quisiera bajo mi control. Por alguna razón me dio mucha satisfacción.
—¿Ya ves?

 

Ya entrada la noche del segundo día, subía yo con dos cruasanes recién horneados de la panadería del pueblo y un sorbete que había preparado mi abuelo. Me sorprendió no escuchar el ruido de la máquina de escribir cuando iba por el segundo piso. Observé que la puerta ya estaba entreabierta en tanto vislumbré el pasillo del tercer piso. Una vez llegué, la golpeé suavemente.
—Buenas noches, traigo su cena.
—Adelante, adelante.
Abrí la puerta en su totalidad, descubriendo al escritor empacando una de sus valijas con su ropa. La resma de hojas y todo el papel desperdigado que había visto el día anterior habían desaparecido. Hasta la basurera estaba limpia, cuando ayer era un cerro de bolitas de páginas arrugadas. Puse la bandeja en la mesa.
—¿Ya se va? ¿Puedo ayudarlo?
—Oh, no, no, en absoluto. Siéntese, por favor.
Meticulosamente doblaba las prendas y las depositaba en la maleta.
—Si, esta es mi última noche en este lugar, desafortunadamente. ¿Me extrañará?
Aunque su expresión encerraba un poco de broma, sentí que iba a ser así.
—Si, señor, un poco.
Se sonrió.
—Y pensar que el muchacho me odiaba.
Comenzó a dar sus acostumbradas carcajadas. Yo me reí un poco.
—Pues todavía no lo perdono del todo.
Siguió riéndose.
—Has hecho de mi visita un evento especial.
—Y mi padre estaba preocupado que yo iba a consumirle tiempo de su ocupada agenda.
—En absoluto, yo mismo te pedí que me hicieras compañía.
El hombre buscó algo en su maleta. Era una botella hermosa con unos patrones detallados, como flores y ramas de un árbol, con un líquido anaranjado de un color muy vivo.
—¿Sabes qué? Ve a la cocina y traenos dos copitas. Vamos a celebrar una nueva amistad.
—No podría, señor, además, tengo que seguir en mis labores.
—¡Es solo una copita! No me digas que con un traguito de umeshu vas a quedar tendido en el suelo.
No conocía esa bebida, pero hace años había tomado tres tragos de vodka sin refinar y había caminado ocho millas después completamente sobrio.
—Está bien, ya regreso.
Salí trotando y bajé con rapidez las escaleras. Fui a la cocina y busqué lo más remotamente parecido a unas copas. Encontré una cajita de madera que contenía un jarrito pequeño de cerámica y cuatro platillos con escritura asiática en ellos. Lo subí corriendo de regreso.

—Encontré esto, señor.
El hombre lo revisó y asintió.
—Oh, ochoko! Recuerdo esto. Tu abuelo lo compró para mi hace muchos años. No es para tomar umeshu, si no sake, pero servirá.
El señor abrió el sello y sirvió un poco del trago en uno de aquellos platillos. Me lo entregó, y luego se sirvió. El olor de la bebida era delicioso, bastante fuerte en alcohol, pero dulce y aromático.
—¡Salud!
—¡Kampai!
Bebí el trago. En el fondo del platillo encontré una moneda de bronce, como del mismo tamaño de las que anteriormente me había dado. La tomé entre mis dedos.
—¿Y esto?
—Es mi último regalo antes de partir.
Tenía entonces tres monedas, una dorada, una plateada y una de bronce, todas muy brillantes y elegantes, con unos grabados que jamás había visto en mi vida.
—Señor, me honra con sus regalos.
—Son solo unas baratijas de mi país natal. Y bueno, ¿me vas a dejar en la duda con lo de aquella pareja con quien ir a la playa?
Me reí con franqueza.
—Queda como secreto hasta su regreso.
—No, hombre, ¿cómo me vas a dejar en suspenso?
—Compromiso de regresar. Así como los autores dejan a sus lectores con las secuelas.
Mis párpados se comenzaron a sentir pesados.
—Estoy muy seguro que verás a la persona que tienes en mente muy pronto.
—¿Será?
—Muy seguro.

Desperté en mi habitación en el primer piso. En mi bolsillo estaban las tres monedas que el escritor me había dado. Miré mi reloj de pulsera, eran las siete de la mañana. Me levanté con velocidad y subí los vuelos de escaleras al tercer piso. Me dirigí a la puerta de la habitación donde se hospedaba el escritor. Toqué, pero nadie me respondió. Toqué nuevamente con mayor fuerza, pero nada ocurrió.
—Señor, ¿se encuentra bien?
Tomé la llave maestra, un poco asustado, y abrí. La habitación estaba en penumbras. Al encender la luz, noté que el escritor no se hallaba, ni sus valijas estaban. Solo quedaba la máquina de escribir, el plato y el vaso del tentempié nocturno y una pila de tarjetas color rojo al lado de esta. Y encima de todas ellas una nota manuscrita.

Estimado gerente.
Unas personas buscarán estas tarjetas pronto. Haga el favor de entregarlas a la persona que se identifique como Eromel, y por nada en absoluto permita que alguien, ni siquiera usted, las lea antes que Eromel. Muchas gracias por una estadía maravillosa.

Estuve dos minutos rascándome la cabeza. Las tarjetas estaban bien cerradas, como con un adhesivo, y estaban numeradas en la parte exterior. Tenían el mismo sello en hoja de oro que la nota que me entregó la chica de los labios gruesos y rojos.

El teléfono comenzó a sonar en la recepción. Agarré el plato y el vaso, los saqué al umbral de la puerta, tomé el paquete de tarjetas y las metí en mi bolsillo, apagué la luz, cerré la puerta y bajé con toda velocidad a levantar el receptor. Sin aire ya, contesté.
—Buenos días, hotel.

«El club de los dioses» (parte final)

En tanto salí de mi casucha con mi vara bien empuñada, pude sentir un aire extraño en la villa. A pesar que el sol rompía en el cielo, un frío inclemente emergía del suelo, como cuando yo salía a juguetear en las mañanas y había caído nieve la noche anterior. Mientras trotaba dirección a la casa de Larissa, intenté observar si Gyasi o Vicente estaban por allí. Después de mi comunión con el bosque, la villa me parecía totalmente artificial, como si estuviera hecha de plástico o moldeada con arcilla. Si, existía el rumor del agua a lo lejos, pero la ausencia de otros sonidos naturales como pájaros o animalillos correteando, incluso la falta de viento, por más que eso a la final fuese mi responsabilidad, me hacían sentir como si estuviera dentro de un libro ilustrado, como una estampa histórica, congelada en el tiempo.
Una vez llegué a casa de Larissa, toqué a la puerta con fuerza. No obtuve respuesta. Volví a golpear más fuerte.
—Larissa, ¿estás?
Sentía que el sonido de mis golpeteos era amortiguado, como si el aire dentro de la casa de ella estuviera a presión. Intenté abrir la puerta. Giré la perilla y empujé la puerta.
Del otro lado, el aire estaba impregnado de sudor y otros hedores. El colchón sobre el suelo al que Larissa llamaba cama estaba revolcado, las cobijas hechas un patrón indescriptible, además de estar un poco manchadas de sangre. Un pungente olor a limpiador llegó a mi olfato, un hedor que también emergía de las telas de la cama, confundiéndose con el olor férreo de la sangre. Como un rayo, las memorias de mi primera y única vez con mi novio regresaron. Me tapé la boca por mera reacción. Me pareció una imagen increíblemente obscena.
Decidí continuar buscando el libro de los dioses del aire dentro de la casa. En la banca larga al frente de la cocina que Larissa usaba como biblioteca, un cuaderno que no había visto previamente llamaba mi atención, abierto, con una pluma al lado. Lo tomé entre mis manos. No parecía un libro de la colección de tomos que Larissa atesoraba como si fueran históricos, pues su carátula estaba prístina, como si fuera nuevo.

Veinte de enero del año seiscientos veintiocho
La nueva diosa del aire, Angela, ha llegado a la villa. No recuerda su apellido. Parece una buena persona, pero siento que será difícil controlarla. Me preocupa su actitud.

Era una especie de diario personal. Se me hizo extraño que hubiera un documento tan llano y directo allí abierto sin más, como si alguien me lo hubiera puesto bajo la nariz para engañarme.

Veintiuno de enero del año seiscientos veintiocho
Angela llegó con una propuesta ridícula. Me pidió prestado el libro tomo número uno, con la propuesta de contarme acerca de sexo. Acepté, como para darle confianza. Después de la construcción del puente hacia el bosque, Vicente vino a mí con la noticia que Angela va a ir a visitar a Maria. Debo detenerla a toda costa. Le cortaré el suministro de alimento.

Veintidós de enero del año seiscientos veintiocho
Gyasi accedió a llevarla. Los vi salir ruta hacia el bosque. Vicente les seguirá. Es necesario destruir a Maria y su bosque. El cumulo mágico está revolcado y no me hace mucho caso hoy. Es necesario, muy necesario detenerlos, o si no mis planes se harán pedazos. Nadie entiende, he hecho mucho por este lugar.

Así que era cierto que Vicente nos persiguió. Masha no se había equivocado.

Vicente regresó ya entrada la tarde. Les perdió la pista. La maldita de Maria de nuevo creó un laberinto. Creo que tendré que tomar cartas en el asunto.
Gyasi regresó un tiempo después. Dijo que había dejado a Angela en casa de Maria. Me siento defraudada. Pensé que tenía el control sobre este niño, pero la llegada de Angela lo destruyó todo.
Todo está listo para la ceremonia. Desafortunadamente necesitamos al menos tres dioses para liberar a Gyasi. Vicente y yo no somos suficientes y no creo que Angela esté dispuesta a hacerlo. Creo que tenemos que hacerlo a la fuerza.
Angela no apareció hoy por la villa. Creo que también debemos liberarla. No me sirve.

Veintitrés de enero del año seiscientos veintiocho
Esta madrugada Vicente por fin me hizo suya. El dolor es increíble, tal como lo describían en los tomos. Jamás me había besado así, con tanta furia. Era como una bestia desatada. Me mordió muy fuerte las orejas y los senos, pensé que me los iba a arrancar. Pero ahora sé que está totalmente bajo mi control. Si tengo que pasar por el mismo dolor vez tras vez, con tal de cumplir mi objetivo, es un sacrificio mínimo.
Todo está listo para liberar a Gyasi. Los peones que no sirven es necesario sacrificarlos fuera del tablero. Vicente cumplió con lo que le dije. Nunca olvidaré la satisfacción de sacrificar a alguien. Aun recuerdo a Mikhail y sus ojos brotados en lágrimas, o Hugh y su cuerpo desnudo rodar cuesta abajo.

Larissa escribía como si fuera la villana de una película, como si todo lo tuviera fríamente calculado.
—¡Gyasi!
¿Dónde carajos estaban? Solté el libro. Por fin comprendí el uso de la palabra “liberar”. Querían sacar a Gyasi del valle. Habían tres maneras de lograrlo, una era la muerte del dios por causa natural, la otra era la expulsión forzosa, pero necesitaban de la voluntad de los demás dioses.
—¡El acantilado en el camino del Sol!
Emergí de la casucha con mis ojos fuera de sus órbitas. Comencé a correr con prisa destino al camino del Sol. Un par de minutos después, sin haber avanzado mucho, me di cuenta que mi cuerpo como humana era muy limitado. Estaba ya cansada, agitada.
—Por favor, diosa Sidhe, ayúdame.
Apunté mi vara al suelo, una corriente de aire posándose debajo de mí, haciéndome flotar sobre el piso. Deseé tener la velocidad del viento. Como si se cumpliera mi deseo, noté que con cada zancada que hacía, era como si saltara unos metros al frente. En clase de educación física hubiera sido la envidia de mis compañeros. Era como si me moviera sin esfuerzo. El camino del Sol era llano y largo, sin curvas. A lo lejos, una bruma blanca comenzaba a cubrir el horizonte. Apunté mi vara en esa dirección, desplazando la bruma con pequeñas ráfagas de aire como disparos.

Una vez pude avanzar un poco, observé lo que parecía una puerta gigante, entreabierta, dos personas al frente de ella. La bruma no me permitía ver lo que ocurría, pero era tal y como me lo temía.
—¡Gyasi! ¡No!
—No, no. No te meterás en lo que no te importa.
Una voz como un rayo partió el revolotear del viento en mis oídos. Sentí un golpe muy fuerte en el pecho, forzando fuera el aire de mis pulmones y frenándome en seco. Una rama de un árbol se había cruzado en mi camino. Caí al suelo boca arriba. El dolor era muy fuerte.
—¿Qué demonios?
Al frente mío, Larissa flotaba a unos diez metros por encima de la tierra.
—Ya sabía yo que ibas a ser un problema, Angela. Pero gracias por venir, nos has ahorrado la necesidad de engañarte para tirarte fuera de borda.
—¡Larissa!
Así mi vara con fuerza. Larissa hizo una extraña pose, como si tuviera una copa en la mano, agitándola hacia arriba. Sentí como con ello, mi cuerpo se separaba del suelo con una rapidez inusitada. Mis brazos quedaron extendidos a ambos lados como si una fuerza extraña los intentara arrancar de mi cuerpo, como si ataran mis muñecas con una fuerte cuerda a una gran cruz. Abrió mis piernas con la misma fuerza.
—Angela, Angela, Angela. Es una lástima. Me caíste bien mientras te conocí. Incluso pensé que te iba a dar tratamiento especial, pero bueno, no se puede tenerlo todo, ¿no cierto?
—¿Por qué haces esto?
Se carcajeó.
—No tengo nada que decirte. Adiós.
Con un súbito movimiento de su mano, como quien ahuyenta a una mosca, me lanzó disparada por los aires, directo hacia el portón entreabierto. La corriente de viento secó mis ojos, que se pusieron llorosos en tanto los cerré. Como si el tiempo estuviera corriendo más lento de lo normal, observé el final del camino del Sol. Allí en la portezuela, Gyasi estaba tirado en el suelo, su cuerpo en una pose innatural, con Vicente a su lado, quien parecía patearlo.
Yo seguía volando con velocidad en dirección hacia afuera de la tierra. Más allá del portón abarrotado, era como si existiera un mar de nubes. Era imposible ver lo que fuera que existiera por debajo de ellas. Era una vista magnífica, como si después de todo lo existente hubiera silencio, paz y tranquilidad. Parecía una isla flotando por los aires.
Sin embargo, no podía dejarme morir. Una vez crucé el umbral de la puerta, sentí que las ataduras de mis manos habían flaqueado, como si el alcance de dicha mágica fuese limitado. Con mi vara en mano, la apunté como cañón hacia el frente.
—¡No me falles, ciencia, no me falles!
La vara brilló por toda su extensión con su dejo azulado, como un relámpago. De la punta de mi varita, surgió una ráfaga de viento muy fuerte. Mi cuerpo, ya un poco magullado, sintió el remezón de esta acción, que me impulsó hacia atrás como si me hubiese golpeado contra un resorte. Escuché el crujir de mis huesos en mis oídos, como si me hubiera roto algo. El dolor comenzó a resonar por todas mis partes. Con la ayuda de mi varita me giré en medio del aire para observar hacia dónde me dirigía. La prioridad ahora era rescatar a Gyasi, así que no le presté atención a las alarmas que mi cuerpo me enviaba.
Haciendo uso de mi vara, manipulaba las ráfagas de viento, como un conductor de orquesta indica el ritmo a sus músicos, para que me dirigieran al lugar en el cual Vicente lastimaba al chico.
Una vez estuve más cerca, grité desgarrando mi garganta.
—¡No más, Vicente!
El chico se giró a verme. En este momento noté que su mirada estaba perdida, ausente de claridad. Gyasi seguía congelado en el suelo, sin moverse. Yo iba como un bólido, sin haber calculado bien mi velocidad, y ahora con seguridad iba a estrellarme contra el suelo. Intenté frenarme lo más rápido posible usando mi control del viento. Dispare una de las ráfagas en dirección hacia él, lo que le hizo revolotear el cabello.
Al final, no frené con exactitud y la inercia me hizo rodar unos metros sobre la tierra, lastimando mis brazos y piernas desnudas. Yo estaba decidida a detenerlo aunque me doliera cada centímetro de mi cuerpo, así que me levanté y me dirigí hacia él.
—¿Qué demonios estás haciendo?
Apuntaba mi vara hacia Vicente. Caminaba rápido, pero cojeando un poco. Mis hombros, mis piernas y mi torso dolían con fuerza. Mi cabeza retumbaba un poco.
—Estoy cumpliendo la voluntad de Lar.
—¿Matando a Gyasi?
Una vez me aproximé, la escena parecía una película de horror. Gyasi estaba amarrado de pies y piernas, su boca llena con una bola de trapo, sus ojos llorosos y su piel ébano magullada por todas partes. Su ropaje estaba hecho trizas y sangre manaba de su nariz, escapándose un poco por la boca.
—¡Santo Dios! ¿Por qué?
—Lar determinó que no le era útil.
—¿Y por eso lo torturas?
—Es lo que Larissa quería.
Como un rayo, la voz de Larissa volvió a mis oídos, con un dejo vanaglorioso que me hizo encender la sangre.
—Es lo que yo deseaba. Un espectáculo digno de una diosa.
Escuché un rayo que surgía por detrás mío. Un impacto como una bala me abalanzó al frente. Vicente se hizo en una pose como el primer día que intentó instruirme, sus palmas hacia abajo. Una columna de fuego se remontó desde el suelo, envolviéndome. Mi piel ardía como si estuviera dentro en un horno encendido. Solté un alarido tosco, la ausencia de oxígeno secando mi garganta. Detrás de los fogonazos, escuché a Larissa mofarse de mi.
—Te niegas a morir, ¿eh? Eres patética…
Aún ardiendo en llamas, apunté mi vara hacia el suelo, creando un remolino de viento que apagó las llamas. Vicente abrió sus ojos e intentó crear más fuego, sin embargo, mi viento era más fuerte. Observé mis brazos, enrojecidos por el ardor.
—¿Por qué sigues a Larissa sin cuestionar lo que haces?
—¡Por qué quiero que sus sueños sean realidad! ¡La amo!
—¿Y por amor matas?
—¡Y como del muerto!
Mi sangre comenzó a hervir más de lo que ya lo hacía.
—¡Están enfermos!
De repente, sentí un ardor con un sonido seco en mis piernas. Me giré a ver hacia ellas y dos astillas de tierra atravesaban cada uno de mis muslos. Grité. Mi cuerpo gravitó hacia el suelo, dejándome a gatas.
—¡La vara! ¡Vicente, ese artefacto!
Vicente se tornó a mirar hacia arriba, asintiendo. Se dirigió hacia mi, pisándome con fuerza el puño que llevaba en mi mano derecha, así mismo la varita que asía con fuerza.
—Lo siento Angela, pero no lo siento.
Vicente me agarró el brazo con sus dos manos, levantándolo con rapidez. Perdí el equilibrio y me golpeé el mentón. Como si sostuviera un lápiz, intentó quebrarlo, usando una cantidad descomunal de fuerza. Mis lágrimas no se detenían. Por el dolor solté la varita.

—No, mago de Plata.
Giré mi cabeza en dirección de aquella voz. Un borrón blancuzco emergió del bosque. Escuché un rayo partir el aire, casi reventando mis tímpanos. Vicente no estaba a mi lado ya.
—¡Maria!
Una voz feroz, como de una bestia, surgió de los cielos. Era Larissa.
—¿Cómo osas regresar?
Me limpié las lágrimas y me giré, volviendo a agarrar con dolor la varita. La cara de Larissa no parecía humana ya. Era tal y cual la misma faz brutal de los humanos que había visto en las ilustraciones del primer tomo. Maria se movió a mi lado y en un tono suave me habló.
—Detén tu sangrado y encárgate de Vicente. Es hora de saldar mi deuda con la bruja de Creta.
Yo solo pude gritar.
—¿¡Y cómo lo hago!?
Ella estaba extrañamente calmada para alguien que parecía buscar venganza.
—Pues, eres ya una diosa. Sólo hazlo.

Larissa parecía crear una gigante roca en forma de lanza, lista para lanzarla hacia nosotras. Yo comencé a concentrarme en mis heridas, aunque mi cuerpo no me ayudaba nada. Los diferentes puntos de dolor se activaban en todo mi cuerpo, una cacofonía que estaba a punto de hacerme desmayar. Apunté mi varita hacia mis heridas, desintegrando las dagas de tierra, sin embargo, la sangre comenzó a fluir a chorros. Respiré profundo y cerré mis ojos.
—Amada diosa, cúrame.
Como una llamarada de color verde recorriendo mis venas, mis heridas se cerraron, y mis piernas, que estaban destruidas, se recuperaron de inmediato. Noté que las hojitas de mi varita crecieron un poco, en respuesta a mi petición.

Maria se elevó por el aire, hablando con fortaleza, pero sin gritar.
—Es hora de tu retribución, Larissa Florakis. ¿Cuántas más generaciones de dioses vas a matar?
—Tantas como sea necesario para mi control absoluto sobre esta tierra, Maria. ¡No digas que no tienes complicidad en esto!
—Si, soy culpable de muchas cosas, pero tú… Ya es hora de parar tu locura.
—No soy la misma de hace noventa años, Maria.
—¡Y yo tampoco!

Me giré alrededor para buscar a Vicente. El relámpago que Maria había lanzado le expulsó no sé en que dirección. No lo veía. Prioricé a Gyasi. Corrí a su lado.
—¡Gyasi! ¡Gyasi!
El niño sollozaba con dolor, sus ojos vidriosos y su cara lastimada. Le saqué el taco de la boca.
—¡Angela!
Tosió un escupitajo de sangre coagulada sobre el suelo. Su voz era carraspeada, sin fuerza.
—¿Estás bien?
—Por mi no te preocupes… ¿Dónde está Vicente?
—No lo veo.
Comencé a desatarlo sin soltar mi vara.
—¿Estás muy adolorido?
—Ni te imaginas, Angela.
—Necesito de tu ayuda. Necesitamos tu control del tiempo.
Suspiró.
—Eso será imposible. El artefacto… El reloj… Fue destruido.
—¿Qué?
—Sin él será imposible. El reloj fue creado para controlar el uso de la magia del tiempo. Y ahora que está roto, no puedo hacer nada.
—¿Estás seguro?
—Totalmente.
—¿Quién lo destruyó?
—Larissa.
—¿Qué pasó?
—¡No hay tiempo para explicártelo! ¡Debes buscar y detener a Vicente!
Gyasi intentó incorporarse, pero estaba bastante magullado. Usé mi varita de nuevo.
—Cura a tu hijo, Sidhe.
El fulgor azulado tomó un tono verdoso, que salió expulsado de la varita y cubrió al chico. En menos de un minuto, las heridas y la sangre que manaba de ellas, se detuvieron. Gyasi se levantó como un resorte.
—¿Cómo lo hiciste?
—No fui yo. Fue Sidhe.
Gyasi sonrió. El brillo de sus ojos y su cara me trajo un poco de felicidad.
—Intentaré hacer algo. Ya regreso.
Asentí y me levanté de nuevo. Él se internó en la espesura del bosque, al parecer sin rumbo fijo. Así mi vara con ambas manos, apuntando hacia el cielo y firmemente presionada contra mi pecho.
—Gracias. ¡Gracias!
El mismo fulgor verdoso emergió de las inscripciones de la vara, un viento reparador revoloteando mi cabello y mis ajadas ropas. Me giré a ver a Larissa y Maria. Maria ya flotaba sobre la tierra casi a la misma altura que Larissa. Ambas estaban en una especie de guerra de desgaste.

La lanza inmensa que Larissa había preparado fue destruida en arenilla por una ráfaga de viento de Maria. Mientras Maria lanzaba un cañón de agua, Larissa le bloqueaba con un remolino que lo desintegraba. Si Larissa lanzaba un rayo de electricidad, Maria lo frenaba con una llamarada. Al intento de lanzarle dagas de tierra, Larissa las disolvía con aire también. Parecía que se atacaban la una a la otra tratando de demostrar quien podía resistir más tiempo.
—¿Después de décadas de no inmiscuirte en mis asuntos, ahora te da la gana de regresar?
—¡Por qué sólo hasta ahora alguien me ha dado el coraje de por fin detenerte!
—¿Esa chiquilla inútil?
—¡Sigue mofándote así! De aquella que te burlas hoy, mañana va a ser tu caída.
Enfoqué mi varita hacia Larissa. Quizás podía ayudar a Maria. Una voz me susurró al oído.
—Angela… Vicente, Vicente.
Bajé mi brazo. Entendí el mensaje de Masha.
—¡Si ni siquiera puede usar nuestra magia sin ese apósito que carga en la mano!
—¡Y aun así, su fuerza viene directo de Sidhe!
Una carcajada rompió el aire.
—Sidhe, Sidhe… ¿Aun crees en esas historias de niños? ¡La tal nunca existió! ¡Solo yo! ¡Solo yo tiene el poder de crear vida! ¡De vivir por siempre!

Me giré y continué buscando a Vicente entre los arbustos. Si mal no estuve, el impacto que lo hizo volar iba en dirección al bosque.
—Concédeme este favor, oh Sidhe.
Apunté mi varita a mis pies, el remolino de viento de nuevo levantándome por encima del suelo. De repente, ya estaba a unos diez metros de altura, sobrevolando los árboles bajo mis pies. No lograba encontrarlo, no había traza de su destino o de dónde había sido disparado, si es que había ocurrido aquello. Apeñuscaba los ojos, peinando con mi mirada el bosque, buscándolo.
Sin aviso, una especie de arenilla voló por mi cara, entrando en mis ojos, cegándome. Mientras me rascaba los párpados, una voz me llegó por la espalda.
—¿Me buscabas?
En tanto me giré, sentí como Vicente me agarraba del cuello con una llave, arrebatándome la varita de la mano y lanzándola hacia la arboleda abajo.
—¿Qué demo…?
Apretaba mi cuello sin compasión. Mis manos intentaban liberarme de su brazo. La respiración se me iba con rapidez y el remolino a mis pies comenzaba a perder potencia. Mi visión comenzaba a volverse borrosa y luego oscura.

Estaba en la sala de mi casa. Mi novio y yo mirábamos la televisión. Nos reíamos como tontos de las caricaturas que pasaban en ese momento.
—¿Quieres tomar algo más?
—Un poco de Coca, porfa.
—Está muy bien.
Recogí los vasos y me fui a la cocina. Él se quedó en la sala, carcajeándose. Me enternecía verlo así. Serví un poco más del acaramelado líquido en ambos vasos y regresé. Estaban pasando publicidad.
—Aquí están.
—Gracias Angela.
Me dirigí al televisor y moví la perilla de los canales.
—¿Qué haces? ¡Ya vuelve el programa!
—Mirando que hay en otros canales mientras tanto.
Mientras las imágenes se desdibujaban y convergían en otras diferentes, pasé con rapidez a través de una señal de la cual solo pude ver una caricatura un poco graciosa acompañada de un par de palabras en una voz seria.
—…En caso de un ataque, golpear la…

Lo recordé de inmediato y un nuevo calor se acumuló en mi cuerpo. Sin pensarlo, plegué mi pierna izquierda con toda mi fuerza hacia atrás, aplastándole su parte baja media con el talón de mi pie. Soltó su brazo por instinto, además de exclamar un grito desgarrador. Tosí un poco mientras recuperaba la respiración. Ya sin la potencia del remolino que me había servido de plataforma y sin el agarre de Vicente, comencé a caer en línea recta. Mientras descendía, veía como él se agarraba la ingle, sollozando. Yo, que jamás era de decir palabrotas, sentí la necesidad de hacerlo, aunque mi voz salió tosca.
—¡Jódete!
Ya preparada para recibir el golpe de mi impacto contra los árboles y el suelo, cerré los ojos.

—¡Mi señora Angela!
La voz en coro de las hadas llegó a mis oídos. Abrí mis ojos y noté que estaba sostenida sobre el aire, siete pares de alas tornasol agitándose con rapidez, aguantando mi peso. Millia, quien era la que estaba más lastimada de las ocho, solo tenía fuerza para traerme la varita. Me la entregó en las manos.
—Mi señora Angela, no tenemos mucha fuerza, pero venimos a apoyarte. Y recuerda, no es solo el viento el que puedes controlar.
Las siete me dejaron sobre el suelo con suavidad. Aun estaba un poco anonadada.
—¡Gracias chicas!
Arielle, quien era la más pequeña, me dio una idea.

Me giré a ver el lugar en el que Larissa y Maria continuaban batallando. Alrededor de ellas se había formado un nubarrón espeso, más parecido a un tornado, del cual salían muchos truenos y se iluminaba como un espectáculo de luces. De vez en cuando salían bolas de fuego despedidas como si una de ellas tuviera un lanzallamas, o gigantes rocas se formaban de la nada, atravesando el campo de batalla y cayendo sobre el bosque. Del nubarrón caían grandes cantidades de agua y granizo. Su batalla era intensa. Si aún estaban gritándose, ya no las podíamos escuchar.

Tomé mi varita y la apunté al bosque. Las chicas se hicieron detrás mío, como a sabiendas de lo que iba a ocurrir. Una vez pedí mi deseo, la varita comenzó a brillar, un centelleo que me encandilaba un poco. Incluso sentía que vibraba al compás de mi corazón. Apeñuscando mis ojos hacia Vicente, tracé una línea en el aire hacia el lugar dónde se encontraba. Aún parecía adolorido por mi abuso inguinal.
—¡Ahora!
Mi grito fue profundo. Con ello, surgió del bosque un remolino, pequeño inicialmente, pero continuamente en crecimiento, levantando consigo mismo las hojas caídas y algunas otras recién desprendidas de los árboles de alrededor.
El remolino se levantó con fuerza, tomando mucha velocidad una vez tomó cierta altura. Era un torbellino color entre marrón y esmeralda. Mi vara seguía palpitando, como bombeando energía mágica de mis entrañas hacia ella, y así mismo hacia el bosque. Sentía como un cansancio comenzaba a embargarme.
Un segundo después, el tornado impactó a Vicente. No podía ver lo que ocurría adentro, pero dentro de mi alma sentía que lo hería, como si múltiples hojas muy filadas cortaran su piel y su ropa, dejándolo debilitado. Las chicas seguían escudándose detrás mío, el bosque levantándose, rebelándose contra de aquel inhumano dios.
De repente, alrededor del torbellino, noté como una capa muy fina de algo color marrón comenzaba a acumularse, como tierra pegándose como costra encima del parabrisas de un automóvil.
—¡Nooooo!
El grito fue visceral.
—¡Angela!
El escudo que se armó alrededor del tornado detuvo la masa de viento, disipándola hacia todos lados. La vara dejó de pulsar. Miré a Arielle. Ella estaba estupefacta, apoyándose en una de mis piernas.
Notaba como de dicho escudo pequeñas púas comenzaban a emerger. Mis ojos se brotaron y mis piernas se tensaron.
—¡Huyan! ¡Huyan ahora, hacia el bosque del otro lado del camino!
Apunté mi varita hacia Vicente, mientras las chicas corrían despavoridas hacia la espesura.
—¡Señora Angela!
No sé cual de ellas gritó, pero apreté mis dientes.
—¡Ve, ahora!
Un brillo azul comenzó a surgir de las inscripciones en mi varita. En aquel momento, aquellas púas comenzaron a dispararse hacia mi como metralla.
—¡No, Vicente, no lo harás!
Me movía sutilmente, evitando perder la concentración. Varias de aquellas esquirlas comenzaban a magullar mis piernas, mi cara y mis brazos, como pequeños trocitos de vidrio. Mis pies ya flaqueaban y ligeras líneas de sangre comenzaban a brotar de mis heridas.
—¡Vamos! ¡Vamos!
Comenzaba a desesperarme. Mis acciones tomaban bastante tiempo en ejecutarse. Al impacto de las laminillas que arrojaba Vicente, el polvo del suelo alrededor mío se convirtió en una nube, una polvareda espesa que comenzaba a cubrirme. Mi energía me abandonaba.
El escudo que cubría a Vicente se desvanecía lentamente, y del otro lado, un muy magullado Vicente parecía soltar goteras de su propia sangre, sus ropas hechas trizas. Noté que descendía con lentitud mientras se sostenía su brazo izquierdo.
—¡Es hora de acabar con esta farsa, Angela!
Yo continuaba apuntándole, aunque mi vista se comenzaba a nublar por la tierra levantada.
—¡Estoy de acuerdo! ¿¡Por qué no te rindes!?
Mis brazos ya temblaban, no solo por el cansancio de mi posición, pero por las múltiples heridas que aún manaban sangre. La luz de la vara era intensa. Aguanté la respiración y cerré mis ojos.
—Bueno, igual, ya sabemos quien ha ganado esta batalla. Adiós, Angela.
—¿Perdón?
Él ya había descendido al suelo, a unos cinco metros al frente mío. Soltó una sonrisa e hizo un trucar de dedos. De repente, todo se llenó de penumbra. Mi cuerpo se resintió, como si estuviese debajo de toneladas de roca. No podía moverme un centímetro y era imposible respirar. El frío era intenso, un poco mezclado con humedad.
—Huh, te dije, era hora de acabar con la farsa. Espero que mueras rápidamente. No me puedo imaginar que se siente estar debajo de una montaña. ¿Te matará el peso? ¿O te matará la falta de oxígeno?
Su voz llegó amortiguada, como si hubiera pasado por capas y capas de roca. Se reía a carcajadas, como si disfrutara de lo que hacía. Si eran verdad sus palabras, entonces estaba prácticamente muerta.
—Ah, Angela, creo que no necesitarás esto…
Sentí como intentaba arrebatarme la varita de la mano. Eso significaba que al menos la punta de ella estaba fuera de “la montaña”, o como fuera que él la llamaba. Apreté mi mano con mayor fuerza. A pesar que no podía respirar y que no podía ver, sentía como la varita me intentaba decir algo, como si la piel se me volviera de gallina. Era obvio. Me concentré en ella. Me ericé y sentí como de mi emergía una fuerza enorme, una carga guardada por un buen tiempo. Se hizo el silencio, a exceptuar de un quejido sordo.
—¡Guh!
Ya no podía aguantar más mi respiración. Vicente ya no halaba mi vara, y en reemplazo de ello, una serie de tosidos llegaban a mis oídos mientras yo perdía la conciencia.

—Señora Angela… Ha batallado usted maravillosamente.
Una voz llegaba directo a mi mente. Era Millia.
—¿Qué deseas?
Su voz era melodiosa, nada parecida a la insistente y feral voz que me demostró en mi cumpleaños número catorce, ni a la apurada y sumisa que había escuchado desde que llegué a este lugar.
—¿Es ese tu deseo?
Solté todo mi cuerpo. Sentía que sonreía, a pesar que no podía verme, que no podía moverme.
—Está bien.
Me sentía húmeda, como si me hubiera caído un chubasco encima. ¿Cómo iba a morir? ¿Ahogada sin aire, ahogada bajo el agua o aplastada por el peso?
—No vas a morir.
Ya no era Millia quien me hablaba… Alguien más me lo decía, con una serenidad que me daba rabia, como sin sentido de urgencia.
—No vas a morir.
¿Y cómo estás tan segura?
—Abre tus ojos y aspira una bocanada de aire.
¿Y quién carajos eres tú?
—Jajaja, así me has llamado.

Aspiré aire como si fuera mi último suspiro. Estaba lloviendo a cántaros, una lluvia procedente de la guerra entre las dos diosas. Tosí con mucha fuerza y volví a respirar, llenando mis pulmones, recibiendo de nuevo una vida que ya daba por perdida. Vicente estaba tirado en el suelo, inmóvil, en una especie de burbuja cerrada que ni siquiera dejaba pasar la lluvia.
Intenté mirar hacia abajo pero mi cabeza no se movía mucho. Todo a mi alrededor era tierra, moliéndose lentamente en fango por el aguacero, permitiendo por fin mis movimientos. Mi vara parecía estar en silencio, quieta, apagada.
—¿Y qué pasó acá?
—Señora Angela… Tú lo hiciste.
—¿Yo?
Una vocecilla rígida y nasal salió a mi frente. Era Arielle, quien con sus manitas escarbaba la montaña al frente mío, intentando liberar mi brazo. Las demás chicas le ayudaban. Una vez ya pude mover mi mano con libertad, ellas se hicieron a un lado, y yo creé un pequeño torbellino que disipó la arenilla y la lanzó para todos lados. La lluvia no amainaba aún.
—El dios Atenea ha fallecido.
—¡No! ¿Y cómo…?
Las chicas me miraban como si fuera ineludible el hecho. Yo había matado a Vicente.
—¡No puede ser!
Corrí a sus pies, rompiendo la burbuja que aparentemente yo había creado. Una vez se reventó, el aire a mi alrededor se agolpó hacia el espacio dónde estaba, como si el vacío se hubiera rellenado con aire. ¿Lo había asfixiado?
—Vicente… ¡Vicente!
Estaba pálido, su tez un tipo de violáceo que jamás había visto en un ser. Las heridas que había ocasionado con el tornado estaban secas, sin brotes, ni manar de sangre. Intenté sentir su respiración, pero era inexistente. Sus venas estaban brotadas, plenamente visibles en su frente y cuello, y sus labios eran morados.
—¿Qué pasó?
Las chicas menearon su cabeza, como indecisas de decirme la verdad.
—¿Qué hice?
Se mantuvieron en silencio. Me giré a ver a Millia, quien fruncía su ceño como si estuviese a punto de llorar. Ya lágrimas bajaban por mi rostro.
—¿¡Qué demonios hice!? ¡Esto no puede estar pasando!

Un trueno rompió mi grito. Me torné a mirar su origen. La extraña nube que envolvía el campo de batalla de Maria y Larissa se rompió en millones de goteras que atravesaban el viento, cayendo como granizo sobre el suelo.
—¡Vicente!
Más que un grito, era un gruñido.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No puede ser!
Era Larissa. Maria se había quedado quieta, casi roncando por su boca del cansancio. Voló como un rayo al lado del cuerpo. Se arrodilló a su lado y lo cargó.
—Vamos… ¡Vamos!
Ella se rodeó de un brillo verdoso. A diferencia del que yo había despedido antes, era un tono enfermizo, quizá oscuro. Sin embargo, el cuerpo de Vicente no brillaba.
—No me puedes hacer esto, no…
Continuaba inyectándole energía al cadáver. De sus ojos, unas gruesas lágrimas brotaban, mojando los ropajes destruidos del chico. Sin embargo, no seguía sin reaccionar.
Veía como apretaba su mandíbula con un poco de rabia.
—Vamos, vamos… Tú puedes. Vicente, vamos. Abre los ojos.
Yo no sabía que hacer. Las chicas se habían ocultado detrás de mi, como resguardándose. Larissa se quedó en silencio y resopló por su nariz. Luego, comenzó a reír. Su cara no era humana más. Los ojos, desorbitados, ni siquiera tenían un destino, sus venas brotadas cruzando su frente, sus dientes feroces, su cuerpo dando arcadas. Sentí muchísimo miedo.

—Está bien, Angela.
No pude responder. Estaba congelada.
—Ya probaste el sabor de la sangre.
Mis piernas volvieron a ceder.
—Creo que es hora…
Sentí que mis pantalones estaban mojados. No era el agua de la lluvia a nuestro alrededor.
—Que pruebes el gusto de tu propia sangre.
Sin aviso, Larissa tenía su mano aplastando mi cabeza y la otra aplastando mi cuello.
—¡Pausa!
La voz del chiquillo retumbó, como si hubiera provenido del cielo. El mundo se congeló. Las gotitas de agua que estaban aun cayendo se quedaron quietas en plena caída, Larissa mostrando su lado inhumano, las hadas detrás mío atemorizadas. Caminó a mi frente, mientras yo no podía moverme.
—Lo encontré.
Tenía en sus manos una especie de reloj de arena. Era hermoso, con madera, unas arenas arco iris, como escamas de las alas de las hadas, cayendo con lentitud.
—El otro artefacto. Me dio dificultad hallarlo. Mi hermanita Masha lo había ocultado en su casa.
Mientras me miraba, daba fugaces miradas al reloj con el rabillo del ojo.
—Este no es muy conveniente. Solo funciona mientras caen las arenas.
Yo quería gritar, preguntar, pero estaba totalmente congelada, ni siquiera podía pestañear. Gyasi miró al suelo y vio el cadáver de Vicente.
—Oh no.
Suspiró fuertemente y cerró sus ojos, mientras meneaba su cabeza.
—No había nada que hacer, Angela. Lo siento. Sé que no era tu intención, pero…
Miró a Larissa, quien estaba allí en una pose innatural, esperando aplastar mi cabeza y cuello con sus manos. Los últimos granos de arena caían.
—Todo estará bien.
Se giró a ver detrás de mi espalda, dónde probablemente las hadas estarían ocultándose.
—Todos dicen que mis capacidades son muy poderosas. A veces creo que mienten. Pero hoy, creo que es real. Tenías un poco de razón en desear que te colaborara.
Puso su mano sobre el brazo de Larissa.
—Tu eres increíblemente diferente. De todos los dioses del aire que han pasado por acá… Eres única, especial. Confío en ti, y sé que Maria también. Ahora, te pregunto… ¿Nos liderarás en estos momentos tan oscuros? ¿Nos llevarás a un momento de esplendor y felicidad para todos?
Apuntó hacia las criaturas a mi espalda. Aclaró su garganta. Un tiempo atrás me parecía un chiquillo, un niño mucho menor que nosotros, hiperactivo, animado y sonriente. Ahora, se veía decidido, heroico y poderoso.
—Tomaré tu silencio como un si, y tu aceptación de mis condiciones como inexorable…
El último granito de arena cayó.

—¡Ahora!
De un golpe, Maria estaba a mi lado. Las hadas volaron hacia Larissa, agarrándole sus brazos y tratando de empujar para que ella me soltara.
—¡Repite, Angela!
—¡Por Sidhe…
Mis ojos se querían salir. Sentía como Larissa me arrancaba la cabeza. Repetí sin aliento, mientras Gyasi gritaba las palabras al compás que Maria marcaba, además de girar el reloj.
—¡Por Haoma, Atenea, Nut, Aura y Hauhet!
—Oh no, no lo harán…
El grito de Larissa fue horrible, mis oídos doloridos por el ruido.
—¡Ve hacia el árbol de la vida!
Una luz muy potente rompió el cielo, encandilándonos. Un estallido, como el de fuegos artificiales, rebotó en mis oídos. La presión en mi cabeza y cuello se detuvo. Caí al suelo de espaldas.
El alma de Larissa, o lo que fuera, se desvanecía como un rayo de luz hacia el cielo, mientras que su cuerpo se desperdigaba en el aire como arenilla. Había sido expulsada. La habíamos expulsado Maria, Gyasi y yo.

Yo me arrojé al suelo, sosteniendo mi varita entre mis pechos. Mi corazón latía a mil por hora, y a pesar que aún estaba triste acerca de Vicente, sabía que a la larga seria por un bien mayor. Las chicas se hicieron a mi lado, en júbilo. Maria se paró al frente mío y con una voz fuerte me preguntó.
—¿Y bueno?
Gyasi se agachó a mi nivel.
—¿Y bueno, jefa?
Sonreí un poco.
—No me llames así, y más bien ayúdame a parar.
El chico usó su magia para hacerme flotar y ponerme de pie. Noté que ya no me causaba impresión el uso de la magia. Giré mi cabeza hacia el cuerpo de Vicente. Aquella vista, de aquel joven, sofocado por mis acciones era increíblemente fuerte. No pude detener mi llanto. Escuché el aletear de las hadas, quienes seguían a mi lado. Una de ellas, no se cual, sobaba mi cabeza. Entre sollozos y un poco de hipo, cerré mis ojos. El agua empozada en ellos brotó por mis mejillas.
—¡Oh, gran Sidhe! Perdón… Perdón… Perdón. Vicente, perdón, perdón, perdón.

Masha levantó el cuerpo de Vicente con su magia, y lo llevó al borde del mundo, al otro lado de la puerta de metal.
—Adios, Vicente. ¡Qué Sidhe te guarde!
—Adios, hermano Vicente. Tu nobleza y fuerza siempre estará con nosotros.
Yo no podía parar de llorar. No dije nada.
Un minuto después, Masha lo arrojó rodando en el precipicio. Unos segundos después, un estallido reventó el aire, con otra pila de luz emergiendo hacia el firmamento. Como indicando el final de una larga jornada, el cielo estaba de un intenso color rosa, las nubes en el firmamento de un color lila intenso. Ya era un poco tarde.

De regreso en la villa y al frente de la casa que era de Larissa, Maria, Gyasi y yo decidimos que acciones son las que que seguirían para todos. Las chicas no quisieron entrar a la villa, quizá aún temerosas de alguna represalia. Sería algo que cambiaríamos en el futuro para que ellas regresaran, pues al final, era su mundo y nosotros solo estábamos de paso.
—Tomaremos turnos.
Maria y Gyasi me miraron como un bicho raro.
—Nos turnaremos los poderes. Es necesario.
—¡Pero!
—Tendremos que aprender el uno del otro.
Ambos suspiraron.
—Es la única forma. Nadie puede tener todo el poder. No queremos una repetición de… Larissa.
Miré al cielo.
—Vamos paso a paso. Yo necesito aprender de ustedes, y todos aprender mutuamente. Espero puedan confiar en mi.
Maria se apoyó contra uno de los árboles. Gyasi asintió.
—Pues, no se que vendrá, bruja de Berlin, Maryland… Pero creo que hablo por los dos, tienes nuestro apoyo.
—¡Si!
Gyasi se sonrió.
—No se diga más entonces.
Asentí y sonreí.
—¡Gracias amigos!

Juntos, clausuramos la casa de Larissa. Le prendimos fuego, después de retirar los libros. Era necesario, debíamos cerrar un ciclo perpetuado por tantos siglos.
Después de ello, encontramos el tomo secreto que Masha había descrito, enterrado varios metros por debajo de la cabaña. Junto con los demás libros y el diario secreto de Larissa, los pusimos de forma ordenada como una biblioteca histórica en la choza de Masha en la villa. Era importante preservarlos, como advertencia, como recordatorio que la magia podía ser explotada para el mal.

Maria decidió que quería seguir viviendo en su casucha del bosque, pues ya estaba mas acostumbrada a vivir allá. Lo tenía todo, tranquilidad, paz y alimentos. Gyasi también decidió seguir habitando su casa del árbol. Le encantaba la vista, además que desde allí podía ver el hermoso cielo que Masha pintaba día tras día.

Desde ese día, ellos venían a la villa a colaborar en las actividades en común. Se podría decir que me sentía un poco sola al principio cuando ellos se retiraban por la noche, aunque eso cambió con rapidez, ya que día tras día las hadas comenzaron a sentirse bienvenidas en la villa. Hicimos cientos de cosas para que ellas volvieran a confiar en nosotros, aunque el hecho que yo les otorgara nombres a cada una de ellas ayudó bastante.
Con ellas, los pajarillos, animalitos y otras criaturas regresaron, incluyendo peces que comenzaron a nadar en el río. Las hadas se encargaron del cuidado de las plantas y árboles, entre todos sumiéndoles la energía de Sidhe.

Con el tiempo, aprendí de todos algo, la alegría y espontaneidad de Gyasi, la capacidad e inteligencia de Masha, y la comunión con la naturaleza y con la magia de la mano de las hadas. Ocho de aquellas criaturas rápidamente se convirtieron en once, once en quince, y quince en veintidós. No sé si era por la nueva organización de la villa, o porque algo había cambiado en el mundo de los humanos. Ellas, y a su vez Masha y Gyasi, se deleitaban con mi relatos acerca de la vida en los años ochenta. Las hadas me preguntaban muchas cosas acerca de las costumbres humanas, y de como poder ayudar mejor a sus ahijados.

Después de un buen tiempo, mi varita se convirtió en un símbolo de nuestra amistad. Ya no era necesario para mi usarla, las dos hojitas que salían de ella originalmente eran ya una rama más grande, con cientos de pequeños retoños emergiendo. Decidí plantar mi varita en el terreno dónde quedaba la casa de Larissa.
No se imaginan la cantidad de relatos y experiencias que han ocurrido en la villa. Me encantaría continuar relatándolas, pero quizás sea mejor dejarlo para otro momento.

Y así aconteció, no se cuántos años después, mi cuerpo ya más alto y contorneado, que las hadas por fin trajeron al siguiente dios. Una explosión en el firmamento marco su llegada, un ruido que me recordó a la salida de aquellos dos seres que eran pares nuestros, pero que se desviaron por avaricia, causando dolor y sufrimiento.

En el medio de la villa, al lado del arbusto que creció de mi antigua vara, un rayo luminoso como una columna de luz, descendió. Yo corrí desde mi casa a verle. Y una vez disipado con el tiempo, como luciérnagas que huyen al ser espantadas por un caminante descuidado, un cuerpo pequeño, joven, frágil y adormilado yacía sobre el prado. Fue solo necesario ver su semblante para que mis ojos se llenaran de lágrimas. Aquel chico no era cualquier humano. Ya lo había visto antes.

En aquella sopa de oscuridad, en ese mundo intermedio que llaman “purgatorio”, fue mi única compañía. Fue la única persona que me había escuchado. Le conté todos mis secretos e incluso más. Yo ahora lloraba de verlo, como si me hubiese reencontrado un amigo que no había visto en años. Y dos horas después de su arribar, ya acostado en la cama de mi cabaña, se despertó.

Con una gran sonrisa en mi cara y felicidad en mi corazón, le di la bienvenida a este, el club de los dioses.
—Hola, buenos días… Ahora si me vas a poder contar, tú, ¿en qué gastaste tu único deseo?

«El club de los dioses» (parte 6)

Una vez escuché la respiración de Masha volverse acompasada y profunda, me levanté del suelo, tomé la vara y dando pasitos ahogados sobre el piso crujiente de madera me aproximé hacia la puerta. Con cada paso que daba me giraba a verle para saber que no la había despertado. La luz de la Luna iluminaba de cian la oscuridad de la habitación y la chimenea ya estaba casi apagada. Solo un par de tiznes aun brillaban anaranjados.
Abrí la puerta lo más silenciosamente que pude, y aun en medias, me deslicé hacia afuera. Del otro lado, me las quité, las doblé, las deposité al frente de la puerta de entrada y salí hacia el claro. Era como si el tiempo no corriera en este lugar, la Luna aún brillaba afuera con intensidad, como desde hace ya horas, permitiéndome verlo todo con claridad. Estaba haciendo bastante frío aquí, pero decidí ignorarlo. Afortunadamente el viento estaba calmado. Caminé hacia el lugar dónde Masha había hecho crecer el árbol anoche y me senté allí a esperar.
El bosque de Masha era muy diferente del que bordeaba la villa. Todo tipo de sonidos surgían de entre los árboles, los aullidos de las lechuzas, el chillar de los grillos, el viento golpeando las ramas de los árboles. Sentada a la sombra del arbusto, cerré mis ojos y me dejé envolver por el barullo.

De repente, el revolotear de las hojas de los árboles me transportó al mar. Sentía la arena bajo mis pies, el Sol quemando mi piel y la brisa marina refrescándola. Recordé las veces que mis padres y yo íbamos en automóvil a la playa de Ocean City y pasaba una tarde jugueteando en el mar, corriendo por las dunas y comiendo la deliciosa comida que mi mamá empacaba, además de cualquier otra chuchería en el parque de diversiones.
Sentí la voz de mi madre llamándome, el olor de la arena tostándose bajo el sol, mis cabellos volando frente a mis ojos, la cara de mi difunto padre sonriendo. Sentí un dolor agudo en el pecho.
—Señora Angela…
Una vocecilla suave me sacó de mis recuerdos. Abrí los ojos, para encontrar una luz brillante y cegadora que me iluminaba desde el cielo. Miré hacia arriba y parecía como si se hubiese fracturado el cielo nocturno y el Sol hubiera entrado por el agujero, bañándome de luz.
Me levanté y alrededor mío y en parte del lugar dónde había crecido el árbol, la tierra y el suave prado que había en ella se habían convertido en arena de mar.
—¿Qué es esto?
En tanto musité esto, el agujero se cerró y la oscuridad regresó. La arena permaneció allí como evidencia de lo que había ocurrido.
—¡Santo Dios!
Mi voz se levantó sin querer. Me mandé la mano a la boca. Esperaba que Masha no se hubiese despertado por el ruido. Millia estaba a un par de pasos de distancia, con cara de preocupación.
—Señora Angela.
—Millia, ¿qué pasó? ¿Esa luz de dónde salió?
—No lo sé, señora. Quizá es su deidad.
Puso sus manos juntas en señal de adoración. Mi corazón estaba aún andando con rapidez. Meneé la cabeza como reiniciando mi cabeza.
—¿Llamaste a tus hermanas?
—Si señora. ¿Pero se encuentra bien?
—Totalmente. Vamos, vamos.
—Sígame por favor.
Recogí mi pequeña rama de árbol y seguí a Millia. Nos adentramos un poco en el bosque. Me preocupé por estar descalza, pero dentro de mí sabía que estas criaturas no me herirían o pondrían en peligro. Después de caminar unos diez minutos llegamos a un lugar que parecía una replica más pequeña del mismo espacio abierto en el bosque donde la casa de Masha estaba. Allí unas ocho criaturas similares a Millia estaban esperando ansiosas, como en una especie de comité de bienvenida.
Una vez entramos, ella se dirigió a sus hermanas y comenzó a hablar con ellas en algo que parecían unos tonos, que se me hicieron muy parecidos a los usados para marcar en el teléfono. Mientras esperaba, me senté en el suelo, cruzando las piernas. Las observé a todas, la Luna iluminaba sus pequeños cuerpos con claridad.
Algunas de ellas tenían las alas en mejor estado o no estaban tan lastimadas como Millia. Otras eran más altas, más bajas, tenían el cabello de otro color, aunque todas usaban harapos como ropajes. Unas eran incluso más delgadas que Millia, mientras había un par que eran más rollizas. Sus edades variaban también, había unas que parecían más adultas y otras más jóvenes.

Después de un par de minutos, Millia se dirigió hacia mi y se postró en el suelo.
—Señora Angela.
Las demás la siguieron.
—No, no, levántense… No tienen que rendirme ningún tipo de pleitesía. Arriba, arriba…
Una a una se fueron levantando. Sentí que era necesario que me presentara yo primero para que se sintieran en confianza.
—Chicas, chicas… Soy Angela, la ahijada de Millia. Soy solo una humana común y normal.
Millia seguía en el suelo.
—Millia, levántate.
—Pero…
—Pero nada. No me tienes que tratar como una deidad ni nada de eso.
Subió la cabeza despacio. Vio sus demás hermanas de pie. Finalmente, se levantó.
—Quería conocerlas. No soy una diosa ni nada, solo una humana normal. La verdad todo esto de ser diosa muy nuevo para mi, llevo apenas un par de días aquí. Ni siquiera magia sé usar.
Me reí un poco.
—Solo hoy me enteré de la triste situación en la que están. Les juro que intentaré hacer algo para que vuelvan a vivir tranquilas. No será fácil, pero lo intentaré.
Millia se acercó a sus hermanas y habló un par de cosas en su lenguaje. Esperé a que terminaran. Posé mi mirada en la casucha que había en el claro. En las ventanas, tres criaturas miraban con curiosidad. Eran diminutas, como figuritas de las más grandes que estaban al frente mío, sus ojos gigantes y brillantes absorbiendo la existencia de este gigante sentado al frente de sus mayores. Levanté mi mano y les hice señas para que vinieran. Se miraron entre ellas, sonrieron, pero siguieron resguardadas dentro de la casa.
—Señora Angela. Oramos a Sidhe para que se hagan realidad sus palabras. Estas son todas mis hermanas.
—Hola a todas, de verdad es un gusto conocerlas. ¿Disfrutaron de la fruta que les regalé?
Todas sonrieron al mismo tiempo.
—Fue deliciosa, señora Angela. Hace años no comíamos algo así.
—Me alegra muchísimo. ¿Y tienen nombres?
—Pues en nuestro lenguaje si tenemos una especie de nombres, pero hacia ustedes dioses no tenemos nombres. Como soy la única que puede conversar con la señora Sidhe, de mis hermanas soy la única que ha sido agraciada con el honor de un apelativo.
Suspiré profundo.
—Pues no está muy bien eso.
Millia se notaba un poco afanada.
—No se preocupe, señora Angela, nosotros no estamos tristes por no tener nombre.
—Pero si yo quiero hablar con digamos, ella…
Señalé hacia una de las hermanas, una más delgada que Millia, con las alas brillantes y en muy buen estado, su piel tersa y blanquecina, además de un hermoso cabello dorado que le llegaba hasta el lugar de dónde emergían las alas.
—¿Cómo le haré? Necesitamos nombres. No sé hablar su lenguaje, desafortunadamente.
Se me ocurrió una idea.
—Millia, ¿cómo es tu nombre en tu lenguaje?
—Es algo como…
Se sonrojó un poco. Hizo un ruido compuesto de tres tonos diferentes, cada uno con duración diferente.
—Hmmm, tú.
Señalé a la hada que había tomado como ejemplo.
—Hola.
Con pena, la criatura agachó la cabeza. Su piel blanca se puso roja como un tomate.
—¿Puedes hacerme un favor? ¿Puedes llamar a Millia en tu lenguaje?
Asintió. Después de un tono que sonó tembloroso, supongo por la pena, pausó, tosió un poco, y volvió a comenzar. Eran exactamente los mismos tonos y en igual duración.
Me giré a buscar la varita, pero no la hallé. Estaba segura que la había traído hasta acá.
—¿Y mi vara?
Un poco lejos, las tres chiquillas que me miraban curiosas en la casa habían salido y jugueteaban con el tronco. Sonreían y hacían unos sonidos muy diferentes a las típicas risas de los niños, pero que supuse eran lo mismo.
Millia se notaba furiosa. Ya iba a salir volando hacia ellas para reprenderlas. Yo la detuve con mi mano.
—¡Calma, Millia! Déjalas jugar.
—Pero, señora, ¡su tronco de árbol!
—Es solo una rama de un árbol, no te preocupes.
—Pero…
—¿Acaso no estamos en el bosque? Hay miles si no millones.
La chica a la que me había dirigido antes me contestó, dejando su pena de lado. Su voz era diferente, más delicada y suave. Se me parecía a la voz de una actriz que me gustaba mucho.
—Mi señora… Ese tronco no es un tronco cualquiera.
La siguiente hada habló. Su voz era más gruesa pero más melodiosa. Era ella una de las que yo consideraba un poco más rollizas.
—Es una vara mágica. Sidhe está presente con mucha fuerza en ella.
—¿Cómo así?
Las niñas vinieron a traerme la vara, dejándomela en el regazo. Sonreían felices, haciendo unos tonos agudos y variantes, que comprendí que eran risotadas. Les puse la mano en el suelo y las tres se subieron a ella. No eran pesadas en absoluto, si mucho como un par de piedrecillas del río. Si fueran humanos, por su apariencia diría que tendrían entre tres y cuatro años. Las acerqué a mi cara.
—¡Hola! ¡Qué lindas son!
Hacían los mismos tonos del lenguaje propio de ellas y se reían después. Deseé poderles entender. Bajé mi mano y ellas descendieron. Millia hacía unos tonos ligeramente graves hacia ellas.
—No te enojes con ellas.
—Mil disculpas, mi señora, son nuestras primeras niñas en mucho tiempo y no saben de conducta. Les reprenderé.
—Te dije que no lo hagas. De nuevo, no pleitesía.

Agarré la vara del árbol en mi mano. Era a todas vistas una vara normal, de un árbol normal, ligeramente torcida, como un poco quebrada incluso. Era del mismo grosor de mi dedo meñique. La corteza estaba firmemente adherida al tronco. La tomé de una de las puntas y la apunté hacia el cielo. En tanto hice eso, todas las hadas aspiraron y se arrodillaron a mis pies.
—¿Qué pasa?
Millia, quien estaba arrodillada, habló con fuerza, casi gritando.
—Hermanas, Sidhe está aquí.
—¿Está aquí?
—¡Gran Sidhe!
—¿En la rama?
Solté la rama en mi regazo.
—Millia, me tienes que explicar. ¿Qué viste? ¿Qué pasó? Yo no vi nada.
—Mi señora.
Estaba en llanto, pero con una sonrisa plena en su cara.
—Una luz blanca, muy brillante salió de ti, directo por tus brazos, disparada a través de la rama del árbol.
—Pero…
—En tanto la apuntaste al cielo, un haz de luz, como el del día de la creación salió directo hacia el firmamento. Fue lo más hermoso que hemos visto en nuestras vidas.
No podía creer lo que ella me relataba. A mi vista humana no había ocurrido nada, pero en sus ojos de hadas algo diferente había ocurrido.
—¿Y ahora? ¿Sin la rama del árbol?
—Pues… ¿Cómo te explicara?
Una de las otras chicas, más bajita que Millia, de cabello cortico y con cara más vivaracha voló hacia mi. Se acercó a mi vientre y apuntó directo a este. Su voz era un poco ronca.
—De aquí…
Luego voló a mi pecho y apuntó a la mitad.
—Hasta aquí. Fuego, mucha luz. Bola, gigante, blanca.
Extendió sus brazos totalmente. Luego voló a mi hombro derecho e hizo un recorrido hasta la punta de mis dedos, apuntando por dónde pasó.
—Línea de luz. Un río. En el otro también.
Apuntó a mi otro brazo. Parecía que el lenguaje humano se le dificultaba.
—Con tronco… Erm… Río crece, gigante, hasta punta de tronco. Fuego alto.
—Si, con el tronco aquel, es como si tu brazo se llenara de energía de Sidhe y saliera la energía disparada hacia dónde apuntas.
Millia gesticulaba un poco. Yo estaba procesando aún la situación. Era un mundo oculto, un invisible, pero que para ellas era patente. Mi cerebro científico se activó. No por algo era excelente en clase de ciencias.
—Chicas, haré un experimento.
—¿Un ex…?
—Una prueba. Díganme que ven.
Tomé la vara por la mitad, miré al cielo y luego la tomé por la punta, apuntando hacia el cenit. Cerré mis ojos y respiré profundo. Todo a mi alrededor era silencio. El rumor de las hojas de los árboles regresaba. Imaginé la playa de nuevo. El Sol me quemaba de nuevo, las olas iban y venían, la arena estaba caliente y manaba su salado aroma. Abrí los ojos.

Todo el claro de las hadas estaba iluminado, el Sol del medio día brillando sobre nosotras. Las niñas estaban sorprendidas, danzando bajo el caluroso astro. Las demás estaban maravilladas, sus ojos casi saltando fuera de sus órbitas.
—Señora Angela. La luz… La luz de Sidhe está contigo.
Presionaron sus manos y me hicieron una reverencia.
—Yo sabía que no era mentira.
Me giré a ver detrás mío. Era Masha.
—Desde el momento que te adentraste al bosque con el mago de Agaro… No me equivocaba contigo, Angela de Berlin, Maryland, bruja del aire.
—¿De qué hablas?
—No sabes, no sabes lo que guardas contigo. La cantidad de energía mágica, de energía de Sidhe que tienes. Esto… Esto, que acabaste de hacer… No sabes cuántos años me demoré en aprender como hacerlo. Y tu, en un día, en horas, lo haces.
—Pero… Aun no entiendo.
—Y no es necesario que lo entiendas todo ya.
Ella se giró a ver mi mano, que estaba aún dirigida al cielo.
—О, Боже. ¿Solo necesitabas una varita mágica? ¿Era eso todo?
Bajé mi mano y me puse de pie. Una de las hadas voló a mi hombro y se sentó en él.
—Pues, no sé todavía.
El hada se me acercó a mi oreja. Me giré a verla, era otra de las que era más robusta que Millia. Su cabello era como anaranjado y rizado. Me susurró con una voz que me recordó una de las cantantes de un grupo de gospel que mi madre solía escuchar.
—Señora, mis hermanas y yo queremos pedirte un favor.
—¿Dime?
—Deja con nosotras el tronco por esta noche. Queremos hacer algo.
—¿Seguras?
—Por favor, seria un honor para nosotras.
Se lo entregué y ella lo agarró firmemente, volando de regreso con las demás. Comenzaron a discutir en su idioma, observando el tronco.
—¿Y bueno?
Masha me preguntó con un poco de enojo apuntando hacia arriba.
—¿Qué?
—¿Vas a dejar este lugar con esto?
Miré hacia arriba. La ilusión de la playa no había terminado aún. El Sol aun calentaba, las niñas jugaban con la arena y la brisa marina aún nos envolvía.
—Uy. Jajajaja.
Mi sonrisa era más nerviosa que cualquier otra cosa.
—¿Y cómo lo detengo?
Masha se dio una palmoteada en la frente.
—Gran Sidhe, eres como un aparato que una vez encendido no se apaga. Hasta que no lo vuelvas a como estaba antes, no regresarás a la casa, bruja de Berlin.
—Angela, me llamo Angela.
—Hasta que no vuelvas esto a como estaba antes, eres la bruja de Berlin, bruja de Berlin.
—¡No!
Masha se retiró a la casa por el mismo camino por el que llegó. Yo me senté en el suelo de nuevo. Las niñas volvieron hacia mí, jugando entre ellas, dejando sus pequeñas huellitas en la arena, sonriendo, haciendo sus ruiditos alegres. Las otras ocho estaban muy concentradas observando mi varita por todos lados, los tonos de su lenguaje confundiéndose, complementándose.
—Bueno, pues si esto no acabará pronto… ¿Puedo jugar con ustedes?
Me giré a ver a las niñas, que asintieron cuando me escucharon.

Por unas dos horas, armé un castillo de arena a la escala de ellas. Con su ayuda, construí una muralla con un par de puertas, una torre, un mirador, unos techos y una montaña al lado. Usando unas piedrecillas, hice una especie de pirámide, que ellas después convirtieron en techo para la torre. Se divirtieron y gozaron, hasta que una por una se comenzaron a cansar. Yo, por mi, estaba también muerta. Me tiré al suelo, miré al cielo, bostezando, extendí mi mano hacia él como una palma y cerré mi puño.
—¡Gracias!
La noche regresó al lugar y con ello el frío. La estructura que había hecho con las hijas de las hadas aun permanecía, como un recuerdo de lo que había ocurrido. Sonreí. Me levanté y respiré profundo.
—¡Hasta mañana!
Las hadas que ya se habían puesto a hacer algo con la varita, se detuvieron y me hicieron una reverencia. Después de ello, continuaron en su labor, mientras una de ellas se encargó de llevar a la casa a las chiquillas.
Caminé en dirección a la casucha de Masha. Yo estaba verdaderamente muerta. Una vez llegué al claro de ella, noté que el arbusto seguía allí, al igual que la arena en su base. Las medias que había dejado puestas en el umbral estaban allí, en exactamente la misma posición dónde las había dejado y la puerta estaba cerrada. Nada había cambiado.
Abrí la puerta y me puse las medias. Masha seguía durmiendo plácidamente, como si no se hubiera levantado hace un tiempo. Me tiré en el suelo, me arropé con la cobija y me dormí profundamente.

—Bruja de Berlin, despierta.
Masha me despertaba meneando mi hombro.
—¿Cuánto más vas a dormir?
—Déjame descansar, aún estoy rendida.
Contesté con desgano.
—Tienes visita, Angela de Berlin.
Me senté con la vista nublada. Masha estaba en una esquina de la cocina haciendo no se que cosas.
—¿Quién es?
—Pues levántate y mira por ti misma.
Me levanté. Sentía que tenía el cabello enredado y cada músculo de mi cuerpo dolía. Me dirigí a la puerta, y del otro lado, seguía siendo de noche y Millia me esperaba. Abrí.
—Mi señora Angela.
—Hola, buenos días.
—¿Puede acompañarme un momento?
—Ah, déjame me pongo mis zapatos y me organizo un poco.
Apuradamente me calcé, con la mano peiné mi cabello como pude, bostecé como si me quisiera tragar todo el aire y salí.
—Ya regreso…
—Que Sidhe esté contigo.

Seguí a Millia despacio, mis músculos apenas despertando. Nos dirigimos hacia el mismo lugar que habíamos visitado hace horas. Allí estaba el mismo comité de recepción.
—Hola a todas.
Me hicieron una reverencia.
—Señora Angela, entre todas hicimos esto.
Entre las ocho cargaban lo que yo solo podría definir como una obra de arte. A todas vistas era la misma varita del árbol que les había consignado la noche anterior, pero ahora estaba brillante, tallada con múltiples y diminutos detalles, además de tener un mango apropiado y cómodo, como forrado en una especie de cuero. La vara tenía un grosor perfecto, que se volvía en punta hacia el otro extremo. Durante todo el largo, unas inscripciones que parecían runas de algún lenguaje antiguo. En donde el mango se convertía en vara, una pequeña ramita del árbol crecía, dos diminutas hojas dividiéndose como si estuvieran vivas.
La tomé en mis manos, mientras mis ojos se habían encharcados de emoción.
—Chicas… Esto es hermoso. ¡Es arte! ¿Es de verdad para mi?
Una de las hadas más chicas se pronunció. Su cabello era oscuro y llegaba al cuello, sus alas eran ligeramente más grandes que las de las demás y su voz era menuda, monotónica.
—Mi señora, esto es para que su deidad se haga realidad. Después de mucho pensar entre nosotras, este tronco es la representación de su infinito poder. Como hijas de Sidhe, es un honor para nosotras si la usara.
Acerqué la varita mágica a mis ojos. Cada detalle, cada pequeño tallado, cada línea era intencional y tenía un significado. Noté que la superficie brillaba con un arco iris etéreo, como perlado, como las alas de las mismas hadas que lo habían elaborado.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias, es precioso!
Tomé mi vara y respire profundo. De repente, las inscripciones se iluminaron desde el mango hacia la punta con un dejo azulado. Pestañeé varias veces para ver si era mi imaginación.
—¿Y esto? ¿Cómo lo hicieron?
Otra de las hadas que faltaba por hablarme se arrodilló al frente mío. Era más alta y parecía de mayor edad que las demás. Su cabello llegaba hasta la base de la espalda, sus músculos eran macizos. Su voz era fuerte y con autoridad.
—Mi señora, nos tomamos el atrevimiento de hacerlo. Si es de su agrado y uso, cualquier sacrificio está bien visto.
—¿Sacrificio?
—No preste atención a esos mínimos detalles, por favor.
La volví a observar. ¿Qué habían hecho?
—Mi señora, ¿puede por favor probar los poderes de su deidad?
La última hada, la más pequeña de todas, un poquito rolliza, de cabello blanco y corto, con un semblante rozagante, se dirigió a mi manoteando un poco. Yo estaba ligeramente preocupada. Las otras veces que había intentado usar magia había sido totalmente aleatorio. Simplemente había salido de algún lugar. Tuve una idea.
—Este va a ser mi regalo para ustedes.
—No es necesario, mi señora.
—Si que si. Veamos.
Cerré mis ojos y respiré profundo. Del otro lado de mis párpados podía sentir una luz color aguamarina brillar con mucha fuerza. Una vez me relajé, abrí mis ojos. La varita emitía un brillo más fuerte que la Luna, iluminando todo el claro en el bosque con una luz intensa. Las hadas estaban todas llorosas, observándome y sonriendo. Mis ojos se aguaron de nuevo, pero decidí no distraerme.

Deseé que un pedazo de tierra se levantase, suficiente para que todas las hadas cupieran en él, un espacio mediano en medio del arenal que había quedado de anoche y cerca del castillo que hice con las pequeñas haditas. Deposité la tierra que retiré más hacia el bosque. Luego, como llamadas por mi mente, pequeñas piedras comenzaron a llenar el fondo del agujero. Cada paso era ordenado, definido.
Luego, cerré mis ojos y me concentré en la tierra. Le pedí perdón por mi intrusión, pero le supliqué por un hilo, por más pequeño, de agua termal. Volví a abrir mis ojos y un corto flujo de agua fresca y tibia surgió de uno de los bordes del agujero que había creado, llenándolo rápidamente.
Después, le agradecí a la tierra por su ayuda, y le pedí que se llevara el agua una vez el pequeño lago se llenara. Así ocurrió. Las hadas no entendían que estaba haciendo. Por último, puse unas pequeñas rocas en el borde de la diminuta laguna a modo de borde.
Suspiré con fuerza y solté la varita, que se dejó de iluminar con rapidez.
—He aquí mi regalo para ustedes. Es un lago de agua fresca. Beban del agua. Laven sus cuerpos y descansen.
Todas las chicas me observaron. Como llamadas por la felicidad me hablaron en simultánea.
—Nuestra señora Angela. ¡Muchas gracias!
—Supuse que debían extrañar el fluir del río y el agua. Si no me equivoco, esta fuente es siempre fresca. ¡Vayan, disfruten! Es de todas ustedes.
Todas se fueron al lago y tocaban el agua con sus manitas. Mis cálculos no se habían equivocado, todas cabían en el lago con espacio de sobra.
—Esto es mientras soluciono nuestro problema con Larissa, ¿entendido? En ese entonces podrán regresar al río.
Millia estaba en sollozos.
—Mi señora, no se imagina nuestra felicidad. ¡Qué una deidad nos dispense con estos momentos tan alegres! ¡Gran Sidhe, gracias! ¡Señora Angela, gracias!
—No es nada, Millia. Ahora si, limpia tu piel. Tus heridas me entristecen. Y cuida de tu hermoso cabello, no vale la pena verlo tan enmarañado.
El hada se acercó a mi. Yo me bajé a su altura.
—Gracias.
—Ahora, ¿me dirás porque le tienes tanto miedo a Masha?
Asintió.

Regresé a la casa de Masha, dejando atrás a las hadas disfrutar de su nueva fuente de agua. Blandía mi varita con fuerza, esta iluminando mi camino con su luz cian. Yo aún apretaba mis dientes.
Me quité los zapatos y entré en la cabaña. Masha estaba mirando hacia el fogón, revolviendo algo.
—Ah, regresaste, Angela de Berlin.
Se giró hacia mi. Mi semblante era fuerte, enojado. Yo sentía que podía matar con mi mirada. La luz de mi varita latía al ritmo de mi corazón. Suspiró con fuerza y cerró sus ojos.
—Así que por fin te dijeron.
—Maria Kameneva… Puede que con cualquiera de nosotros seas el tipo de demonio que quieras, por que al menos nos podemos defender… ¿Pero con ellas? Ellas son tan indefensas, nos adoran literalmente.
Se giró hacia mi y se encogió de brazos.
—Ellas son las hijas de Sidhe. Y yo soy Sidhe.
—Es decir, encuentras aceptable que si tu fueras a tener un hijo… ¿Lo tratases como bolsa de arena? ¿Solo por qué estás frustrada por algo y no encuentras la respuesta? ¿Solo por qué estás triste?
—Un momento, creo que hay un malentendido.
—Si, total, hay un malentendido. Tu no eres Sidhe. La diosa Sidhe no seria así de miserable con sus criaturas.
—Es solo una cosita mínima, es necesario que ellas entiendan que nosotros somos…
—¿Somos superiores a ellas?
Me exasperé. Mi voz estaba elevándose, las paredes de la casa retumbando.
—¿En qué te diferencias tú con Larissa, comportándote de esa manera? ¿No ves como has dejado lastimada a Millia, quién ha sido tu humilde sirviente y más ferviente adoradora?
Masha no sabía como responder.
—Las he dejado vivir aquí… En mi bosque. Bajo mi protección.
—Como esclavas. En su bosque, un lugar que era originalmente de ellas. Limitadas a lo que se te antojara. Entendí que por eso no hay luz de sol aquí… Para limitar la fuerza de Sidhe, dándoles la magia que se merecen a cuentagotas, como para sobrevivir.
—¡No es cierto!
Masha me dio la espalda para revolver su poción de nuevo, evitando mi mirada.
—Es tan cierto que no eres capaz de verme a los ojos. Te avergüenza. Maria Kameneva, no mereces ni un gramo de la devoción que esas criaturas te tienen, pues en realidad, lo único que te tienen es miedo.
Abrí la puerta y me volví a poner los zapatos. Dándole la espalda, con mis dientes bien presionados, mi corazón en llamas, mis ojos en lágrimas, solo pude pronunciar estas últimas palabras.
—Gracias por todo. Solo deseo que sepas hacer lo correcto. Y si no lo haces, quiero que sepas que no tienes ninguna diferencia con Larissa Florakis, aquella bruja que detestas y de la cual te quejas, bruja del cielo. Adiós.
Tiré la puerta para cerrarla. Sollocé un poco mientras caminaba hacia el bosque, la luz de mi varita acompañándome. Una vez más adentro del bosque, me apoyé contra uno de los árboles, mis lágrimas no paraban. Me tiré al suelo a llorar.
—¿Por qué? ¿Por qué somos así? ¡Maldita humanidad! No somos diferentes de aquellos que nos pisan.
Después de unos minutos, la oscuridad alrededor se disipó. De repente era de día ya. Una voz salió del cielo.
—Angela… Tienes la razón. Perdón.
Me levanté y grité.
—No es a mi quien debes pedir perdón. Solo haz lo correcto, Maria.
Suspiré y continué mi camino.

En realidad estaba perdida. No sabía hacia dónde dirigirme, a dónde avanzar. Observé el camino del Sol, recordando un poco lo que había observado en el momento que Gyasi y yo llegamos a este lugar. Seguí caminando sin detenerme. Si algo, serian alrededor de dos horas antes de llegar a la villa. Prestaba atención al canto de los animales, al mecer de los árboles, intentaba identificar el ruido del riachuelo.
Después de caminar más de una hora, me detuve a descansar. Recordé que había dejado las botellas y el mantel en casa de Maria y no había riesgo alguno que me fuese a regresar por ellos. No había ni rastro de la senda que Gyasi recorría, ni de su casa. Era incluso posible que me estuviera alejando de mi destino.
—Mi señora…
Me giré. Una de aquellas hadas, la más bajita, se acercaba hacia mi volando. Se posó en mi hombro, me pidió perdón y me hizo una reverencia. Se le veía aún más brillante de lo normal, limpia y rozagante.
—De nuevo, gracias por el baño.
—Ah, el lago…
—Así es. El agua es fresquísima, y nos ha permitido lavar nuestras ropas y lavarnos a nosotras mismas.
—Me alegra mucho. Pero, ¿qué haces aquí? ¿Acaso no es peligroso?
Miró de soslayo y batió sus alas un poco, dejando caer unas escamas tornasol en mi camisa.
—Lo es. Pero sentí que tu necesitabas ayuda y no pude dejar de venir.
Sonreí.
—Así es. Muchas gracias. Necesito saber como regresar a la villa.
Con una voz delgada, susurrante pero decidida, me respondió.
—Vamos. Te guiaré.

En menos de veinte minutos con su ayuda, me dejó al otro lado del río.
—Me arriesgo mucho, mi señora, pero hasta aquí te puedo acompañar.
—Ve, regresa con rapidez. Te agradezco infinitamente.
—Es con mucho honor.
—Cuídate mucho, Arielle.
La hada se quedó frenada en el aire, batiendo sus casi invisibles alas como una libélula que busca dónde beber agua.
—¿Pasa algo?
—Ese nombre…
Caí en cuenta de la situación.
—Ah. Perdón, se me escapó de la boca. Si no te gusta…
—No, señora, Arielle es mi nombre. Es un honor para mi.
La criatura comenzó a brillar intensamente, arrojando saetas de luz alrededor mío. Surcaba los aires con soltura, como emitiendo felicidad.
—¡Arielle! ¡Qué bonito nombre!
Ella seguía revoloteando, su cara feliz y sorprendida. La verdad, salió agolpado de mi boca. Fue lo primero que llegó a mi cabeza, sin pensarlo en absoluto. Me dio un poco de pena, aunque aparentemente a ella le había gustado.
—Arielle, siento interrumpirte, pero debes regresar con tus hermanas.
Ella cayó en cuenta y se detuvo.
—Tienes la razón, mi señora Angela.
—Ve… Nos vemos después.
Como un bólido, la criatura salió volando de regreso a la espesura.

Me había dejado en el extremo más cercano a mi cabaña. Me retiré los zapatos y las medias, y crucé el río con cuidado. Su caudal era fuerte, pero pude hacerlo sin trastabillarme. Ya de la otra orilla, dejé el calzado afuera, limpié mis pies en el porche y entré en mi cabaña.
—¡El libro!
El cuaderno que aquellos dioses del aire pasados me habían legado de mano en mano no estaba sobre la mesa dónde lo había dejado. Aquel secreto íntimo, había desaparecido. El libro número uno y las notas de papel doblado tampoco estaban. Alguien había entrado y se los había llevado.
—¡Tonta, tonta yo! ¡Larissa!
Yo los había dejado sobre la mesilla pues no esperaba quedarme más de unas horas en casa de Maria. No había guardado el tomo secreto en el hogar como lo había planificado. Me di media vuelta y aún descalza, corrí hacia la choza de Larissa, varita en mano.

«El club de los dioses» (parte 5)

Aquella hada… Aquella criatura que había dado paso al más terrible error de mi vida estaba allí, de frente a mi, congelada en el umbral de la puerta. Sentí como mi sangre comenzó a hervir. Su nombre era Millia, aparentemente, o ese era al menos el nombre que Masha le había dado.
Era más alta de lo que me había imaginado, pues aunque en la Tierra ella era como del tamaño de mi palma, en este mundo me llegaba hasta las rodillas. Estaba literalmente igual que como la había visto en la última noche. Sus alas parecían que habían perdido pequeños pedacitos allí y allá, y su piel, que en un principio parecía llana y clara, ahora estaba ligeramente demacrada, con grandes heridas y moretones por todas partes. Su cabello, que no había podido observar con claridad del otro lado, era una maraña de color castaño oscuro. De verdad, su ropaje estaba hecho jirones. A exceptuar la parte que se ajustaba como corpiño, ya presentaba roturas allí y allá.
El verla en ese estado bajó mis ánimos un poco. Se le veía aprensiva, como preparada para recibir una tunda, casi llorosa. Mi corazón que iba a mil, se frenó con rapidez. Me tumbé en la silla de nuevo, tomé la taza y sorbí un poco del té. Masha nos miraba a través de la mesa, ocultando su boca detrás de su vaso. Aunque mi cabeza estaba pensando en mil cosas, el sabor del té inundó mi mente. Era fresco, un poco agrio, un poco dulzón. Enjuagué mi boca varias veces con dicha bebida, como tratando de enfocarme en otra cosa diferente.
En tanto me senté, el hada se quedó un poco más tranquila. Durante un par de minutos nos quedamos en tablas, sin saber que hacer o decir. Masha quebró el hielo con su voz, imponente, pero calmada.
—Entra hija, y cierra la puerta.
El hada agachó la cabeza e hizo como se le instruyó. Como obligada por algo o alguien, se mantuvo con la cabeza gacha, sin mirarnos.
—Si, mi señora Sidhe.
Si mal no estaba, Sidhe era el nombre de la diosa del cielo original según la escritura que había visto en el libro uno.
—Y bueno, explícale a esta pobre niña que pasó… ¿Por qué perdió su apellido?
Yo seguía con la mirada cada reacción, cada expresión de la criatura. Quería saber que sentía, así fuese por las curvaturas de la cara. Atrás había quedado aquella expresión feroz que me había dado las últimas veces que le había visto.
—Señora, yo…
Parecía que un ratón se hubiera tragado su lengua. Hablaba despacio, en una vocecilla muy delgada, tan silenciosa que me costaba creer que era el mismo hada que me había gritado en esas voces ferales.
—Algo salió un poco mal cuando esta niña pidió su deseo.
—¿Y?
La criatura se agachó un poco como esperando el manotazo.
—Y… No la pudimos traer completa. Una parte de ella se quedó en el mundo de los humanos.
Masha se levantó de golpe. El hada se arrodilló, como si hubiera perdido su fuerza.
—En el nombre de Sidhe, no puedo creerlo. En miles y miles de años, en cientos de almas, es la primera vez que esto ocurre.
—Perdón, perdón, perdón…
Unas diminutas lágrimas comenzaron a llenar los ojos de la criatura, leves temblores moviendo sus ya delgadas carnes. La voz de Masha se tornó profunda, recordándome a la experiencia de la bruma de hace unos minutos.
—Esto es inexcusable, Millia. ¡Es como si hubieras nacido ayer! ¡Con razón esta niña no recuerda su apellido! ¡Vino incompleta!
Podía sentir mucha rabia, pero esto ya era mucho.
—Maria, calma, calma. Mira que la tienes achicada.
No podía creer que yo estuviese tan calmada. Respiraba profundo pero silenciosamente para componer mi mente.
—Hablemos con calma, con seriedad y con cabeza fría. Toma asiento.
—Pero…
—Pero no ganamos nada si nos tratamos de atropellar unas a otras.
Me giré hacia la criatura. Sus ojos estaban totalmente abiertos, como si no esperara la tranquilidad que yo sentía. Se puso de nuevo de pie y me hizo un ademán en forma de respeto.
—¿Acaso no quieres descargar tu rabia? Te hemos robado de tu familia, del mundo de los humanos… E incompleta para acabar de terminar.
De nuevo respiré profundo.
—Es cierto. En un principio quería agarrar a esta criatura a golpes, pero la verdad es que nada gano con venganza. Si, solucionaré mi enojo, pero es algo temporal, nada me va a regresar a casa de mi madre, de regreso con mi novio. No gano nada haciéndolo, ni siquiera es un paliativo.
Me levanté de mi asiento, taza en mano.
—Vamos, siéntate aquí. Hablemos.
Le apunté con la otra mano a la silla. El hada me miró asustada.
—Yo… Yo… No podría sentarme en la misma mesa que la señora Sidhe. No lo merezco.
Masha me miraba como si yo estuviera haciendo algo que jamás había visto en su vida.
—Y bueno, ¿dónde preferirías sentarte entonces?
—¿Sentarme? No, no hay necesidad.
Aclaré mi garganta y me acerqué. Sentí como ella se tensó e inclinó hacia un lado.
—Las conversaciones más provechosas se hacen sentándose, Millia, y mirándose a los ojos. Hacen que uno se enfoque y entienda lo que dice el otro. Puede que tu puedas volar sobre el aire, pero yo no. Igual, volando en algún punto te cansarás. ¿Ya ves por qué sentarse es más cómodo?
Me tiré en el suelo, sentada con las piernas cruzadas.
—¿Aquí está bien, no crees?
Miré a Masha. Por la expresión de su cara parecía que había visto un fantasma.
—¿Aquí está bien, Maria? ¿Podemos ella y yo hacernos acá?
Tartamudeó.
—Pues… Por mi no hay problema.
Hice un par de golpecitos en el suelo a mi lado para que el hada se sentara allí. Ella me miró y copió mi postura, acomodando sus delicadas alas para que no estorbaran.

—Ahora bien, cuéntame… ¿En realidad que fue lo que salió mal?
—An… Señora Ang…
Parecía incapaz de decir mi nombre.
—Angela está bien. Con calma.
El hada hiperventilaba un poco.
—Calma, respira con calma.
—Yo… Yo…
Se levantó y se postró en el suelo a mis pies, llorando.
—Perdón, te pido perdón, señora Angela. Perdón. Tu tenías tu familia que te amaba y te sacamos de allá.
Respiré profundo. Ahora si que era imposible enojarme con esta criatura.
—No te preocupes, ya lo hecho, hecho. Tu me trajiste con una intención y eso es lo que quiero comprender. Quiero saberlo todo. Yo siento que estoy acá por alguna razón superior y la quiero conocer. Levanta tu cara y hablemos.
Instintivamente mandé mi mano hacia la cabeza del hada. Antes de tocarla me frené, pero continué. Le acaricié el cabello. Estaba hecho un ovillo de lana, enredado, pero su cabello era fino, suave, terso como el de un niño recién nacido. El hada seguía llorando y temblando.
—Ya, ya… Vamos. Tema perdonado y superado. Siéntate.
Se irguió despacio, limpiándose los ojos con sus manos. De nuevo, me costaba comprender porque estaba yo tan calmada. No me giré a ver a Masha, pero ella se mantuvo en silencio.
—Ahora si, ya con eso fuera de tu sistema, ¿qué pasó?
Entre suaves sollozos, Millia me relató.

Cuando un ahijado humano pide un deseo, ocurren dos cosas. El hada levanta sus manos hacia Sidhe y pide con fervor el cumplimiento del deseo, marcando el alma del ahijado, que en a los ojos de ellas es una gran esfera de luces muy brillantes, con una mancha de una especie de tinta indeleble, una marca que indica que el alma será liberada al cielo en tanto el ahijado cumpla quince años de vida. Esta es la marca de Sidhe, la diosa del cielo. Esto lo llevan haciendo por miles de generaciones.
Si el deseo puede ser cumplido, la marca presiona el alma del chico y la condensa en una diminuta esfera. La energía que Sidhe extrae de este proceso entonces es capaz de cambiar la realidad, el flujo de los hechos y hace que se cumpla, de alguna forma, el deseo, sin importar las consecuencias. En el pasado, los deseos salen un poco mal para otros humanos, ocasionando peleas, guerras y desastres. Sin embargo, desde que se cumpla el deseo, todo es valedero para Sidhe. Esta esfera le acompaña al ahijado hasta su último día. Al final, ningún humano puede vivir sin su alma.
En ese momento, el hada regresa, se despide de su ahijado y sustrae el punto de energía, ya totalmente comprimido, lo toma en sus manos y lo consume. Al hacer esto, lo transporta a un espacio llamado “el purgatorio” y lo suelta allí. Esa es la representación del vacío absoluto, en el cual solo brilla el alma del ahijado. Esa energía va liberando pequeños hilos de luz, que se convierten en sustento para todas las hadas, pues ellas solo pueden consumir la vida humana. Un tiempo después que aquella energía se ha agotado y se vuelve oscuridad, el alma del ahijado vuelve a tomar forma humana, se convierte en un dios y desciende al mundo de las hadas, que es este. En este lugar, como dioses, han de moldear la existencia de las criaturas y coexistir con ellas.

—El problema con esta explicación… Señora Angela, fueron dos cosas. Primero, tu deseo. Me pediste que crecieras en un día lo de un año. Yo, ni ninguna de mis hermanas durante tantas generaciones había hecho eso jamás. Por eso dudé que fuera posible.
Pausó un momento.
—Cuando lo pedí a Sidhe, el deseo fue aceptado. No me lo esperaba. Sellé tu alma, que tuvo un solo día para comprimirse. Tu cuerpo creció, tu mente maduró, y con ello la cantidad de energía que acumulaba tu alma, con lo cual comprimirla fue más difícil.
Ella gesticulaba con sus manos. A mis ojos parecía que viera como ocurría todo, como si un globo se llenara de aire entre sus palmas y sus dos manitas intentaran apretarlo.
—Luego, el momento en que cumpliste quince años, que fue en la noche siguiente, la esfera de energía era gigante. Nunca había visto ello. Normalmente son diminutas.
Extendió sus brazos totalmente y luego me mostró entre su pulgar y su dedo índice un tamaño muy pequeño.
—La energía se desbordaba, pero yo no tenía más remedio que consumirla. Lo intenté, pero la marca de Sidhe no tuvo tiempo suficiente para ser efectiva. Así que tuve que dejar algo de esta energía en el mundo de los humanos.
—Y eso ocasionó…
—Que estés una parte aquí y otra allá, señora Ángela.
Se le encharcaron los ojos de nuevo.
—Perdón de nuevo.
Suspiré profundo.
—¿Y eso significa?
—No lo sabemos todavía. Es la primera vez que nos ocurre.
Pensé en el sueño que tuve esa noche. Miré a Masha. Ella me miró también. Súbitamente, como si hubiésemos comprendido algo elemental, aspiramos al mismo tiempo.
—¡Santo padre! ¡Yo estoy aún viva en la Tierra!
—Святой Отец! Ты ещё жив!
Millia se encogió de hombros.
—No sabría decírtelo, señora Angela.
—Medio viva en realidad, si es que mi alma se partió en dos. Y es por eso que aquella noche tuve ese sueño.
Exhalé todo mi aire. Era algo que era imposible de comprender totalmente. Las capacidades que había visto en Vicente y Gyasi, todo este tema de almas, el purgatorio, escapaba mi capacidad de raciocinio. Sin embargo, era totalmente real, lo había visto. Había salido magia de mi incluso.

Masha se levantó de su asiento.
—¿Quieres pastel, Angela?
—Te ayudo. ¿Nos ayudas, Millia?
Masha seguía estupefacta con mis proposiciones. Era como si rompiera una regla de etiqueta intrínseca, como si fuera un sistema de clases que estoy destruyendo con mis actitudes.
—No, no, para mi seria imposible, señora Angela. El hogar de la señora Sidhe es un lugar santo. De hecho me siento una intrusa y enormemente honrada de solamente poder sentarme aquí.
Sonreí, levantándome del suelo y extendiéndole la mano.
—Esto no es nada, no hay problema, ¿no cierto, Maria?
—Ah, no, creo que no.
—Ya ves, vamos.
El hada me miró, sus cejas encorvadas como si dudara. Después de un momento, se levantó dándome la mano. Era una manita diminuta, tan chica que sentí que la podía romper de solo presionarla un poquito más duro. Sus deditos eran largos y suaves.

Nos dirigimos al hogar y Angela comenzó a ordenarnos que hacer para elaborar la tarta. Mientras yo revolvía un par de cosas, Millia nos traía los ingredientes, y Angela preparaba el horno y una parte de la masa. Durante ese periodo continuamos hablando.
—Entonces, los poderes mágicos que tenemos acá…
—Son la expresión del infinito poder de la diosa Sidhe. Es necesario que ustedes tengan esos poderes para poder moldear este mundo y crear. En otra época, cuando mis hermanas y yo eramos millones, vivíamos en el bosque, en el río, en aquella villa, entre ustedes.
—¿Y qué pasó?
Mientras cargaba un par de las bayas con sus manitos y me las entregaba, se giró a mirar el suelo.
—Hubo un desacuerdo con la señora Larissa.
Masha asentía, como si esto lo supiera de primera mano. Me giré a verla.
—¿Y bueno?
—¿Era esta otra de las preguntas que tenías?
—Pues, ¡por supuesto!
Masha exhaló.
—Cuando yo llegué a este lugar, aquella bruja que llamas “Larissa” ya estaba aquí. Igual que como la ves el día de hoy. En cientos de años no ha cambiado ni un milímetro. Ella se cuida mucho de ello.
—Veo.
—¿Sabes? Todos los dioses tenemos la capacidad de hacerlo todo. No solo controlo el cielo, pero como podrás recordar, controlo el aire. Así mismo el agua, la tierra, incluso la vida. Lo único que no aprendí a controlar del todo es el tiempo. Es una tarea muy difícil y muy agotadora y el mago de Agaro lo hace muy bien, así que lo dejo.
—¿Y entonces por qué…
—¿Por qué los roles? Fue algo que los primeros dioses, por su naturaleza de humanos, que quisieron dividir y crear. En especial ese bastardo de Haoma. Pero en realidad no es necesario. Se podría quedar aquí uno solo de nosotros y sería capaz de hacerlo todo.
Millia interrumpió.
—Si me permiten hablar, señoras.
—Adelante.
—No es buena idea que solo quede uno de ustedes. No creo que la energía vital sea suficiente para todas las actividades que deben hacer. Morirían con rapidez.
—Espera, espera, ¿morir?
Mi pregunta salió como caballo desbocado.
—Así es, señora Angela.
Masha sonrió, dirigiendo un molde de metal que hacía flotar con su magia hacia dentro del horno. Apuntó a su cara como si la exhibiera.
—¿Por qué crees que estoy así?
—No quería hacer ningún comentario, ¿pero es esa la razón por la que estás envejecida?
Masha echó una carcajada que sonó como un trompetazo.
—La pregunta debería ser más bien… ¿Por qué los magos de Agaro y Plata, y la bruja de Creta no han envejecido?
Suspiré profundamente. Un olor a masa de tarta inundaba la casa.
—Pues, me imaginé que era porque somos inmortales.
—¿Inmortales? No, no niña, es porque la bruja de Creta está haciendo algo muy malo.
—¿El qué?
—Niña, ¿no lo comprendes? ¡Está usando sus poderes para alargar la vida de los dioses que viven con ella allí! Por eso no tienen que comer.
Aspiré agolpada, tapándome la boca con la mano.
—¡Por Dios! Pero, ella… Ella llegó, en mil ochocientos treinta y algo, ¿no?
—¿Eso fue lo que ella te dijo? Bruja de Creta, ¡cuántas más mentiras has de decir!
—¿Es mentira?
—Angela, no sé la cifra exacta, pero aquella “Larissa”… Lleva aquí más de cuatrocientos años.
—¿Qué? Es decir, ¿desde mil seiscientos? ¿O algo así?
—Uy, yo creo que mil quinientos cincuenta o alrededores.
Me mandé la mano a la frente. Miré a Millia. Ella sabía que pregunta iba a hacer.
—Señora Angela, nosotras no sabemos mucho de años en el mundo humano. No sabría decirte. Lo único que sé es que muchas generaciones de dioses han pasado por acá, y ella aún vive.
—¡Pero! ¿Y Vicente?
—El mago de Plata… El llegó unos años después de mi llegada. Y me imagino que debe parecer como un chiquillo de esos, como tú.
—Así es… Como de dieciséis años.
—Ya tu ves.
Mi cabeza daba un poco de tumbos.
—Mi señora Angela, ese fue el desacuerdo con la señora Larissa. Por eso fuimos desterradas de la villa aquella.
—Y por eso me fui de allá, en cuando me di cuenta de esa cruel realidad. La bruja de Creta quiere vivir para la eternidad.
—¿Y qué gana con eso?
—No tengo ni idea. Ese día fue horrible. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer.
Mientras Masha continuaba en su elaboración de la tarta, yo picaba ingredientes y sorbíamos otra taza de té, me contó dicha historia.

Hay un libro que Larissa oculta en algún lugar de este mundo. En este tomo se cuenta la verdadera versión de todo lo que los dioses pueden hacer. Hay en realidad tres formas para salir del valle de los dioses.
La primera es por cansancio o por voluntad misma del dios. Para ello se camina en la dirección en que se oculta el Sol. Hacia allá hay un camino plano en línea recta que continúa por unas horas, rodeado de un espeso bosque a lado y lado. Una vez se llega allá, hay un precipicio, que es como el fin del mundo. Este acantilado está asegurado con una pesada puerta de metal, y una cerca que se extiende por un par de millas a lado y lado. El dios abre esta portezuela y se arroja al vacío. Se podría decir que es una especie de suicidio y se necesita mucha valentía para lograrlo. Con ello se logra morir y regresar al seno del árbol de la vida, Haoma.
La segunda es cuando se es expulsado por los demás dioses. Esto ocurre cuando uno de los dioses hace algo malo, o utiliza sus poderes para el mal. Con el poder de los demás dioses, se elimina al dios infractor, regresándolo a Haoma a la fuerza.
Pero la otra, es la forma natural, por vejez. Aquí se crece proporcionalmente a la cantidad de energía que se usa. Los dioses del tiempo envejecen mucho más rápido, pero pueden usar su capacidad para frenar el envejecimiento. Los dioses de la vida, al controlar el crecimiento de sus cuerpos, en teoría podrían vivir para siempre, sin embargo, nadie lo ha logrado jamás. Al fin y al cabo, la energía no es infinita. Es Larissa, la que quiere contravenir la ley natural. ¿Cómo? Masha no lo sabía.
Ella ingreso a la cabaña de Larissa sin permiso, encontró y leyó dicho texto. Una vez confrontó a Larissa acerca de lo que había leído, ella no aceptó su culpabilidad. Las hadas no sabían tampoco acerca de esto.

—Señora Angela, a nosotras se nos hacía muy extraño un humano tan longevo, pero como no sabemos del todo como funcionan ustedes los humanos, así que nunca nos cuestionamos nada. Igual, ustedes son dioses.
—Yo entonces iba a confrontar al mago de Plata con dicha información, pero él estaba, y está aún supongo, totalmente controlado por la bruja de Creta, así que no me prestó atención. Después fui a buscar al mago de Calcuta. Ante esas amenazas, la bruja de Creta utilizó su poder para debilitarme. Por primera y única vez la vi utilizar magia de tiempo para congelarnos.
Suspiré. Supuse que Rahul sería el mago de Calcuta.
—¡Ella nos amenazó de muerte! Nos gritó que si decíamos una palabra en contra de ella, básicamente tenía la capacidad de aniquilarnos, deteniendo nuestras vidas.
Millia asintió.
—Así que para evitar que ella nos hiciera daño, le respondí gritando que hiciera lo que quisiera, pero que nos dejara a mis hijas y a mi tranquilas, y nos retiramos hacia el bosque.
—Entonces ustedes habitan acá desde hace…
—El mago de Agaro es la persona idónea para medir el tiempo, pero yo diría que unos sesenta años, más o menos.

La casa se llenó del olor de las bayas frescas, la tarta ya se estaba cocinando en el horno. Caminamos hacia la mesa de nuevo. Tomé una de las frutas, una pera, y se la dirigí a Millia. Ella me observaba preocupada, negando con su cabeza, como si estos frutos fueran de consumo exclusivo de los humanos, como una ambrosía.
La miré con mi ceño encorvado, insistiendo con mis manos que la tomara. Reluctante, la recibió, hizo una señal de apreciación hacia mi y Masha, y tomó un mordisco diminuto. Un par de lágrimas salieron de sus ojos, como quien prueba algo que solo comió en su niñez.

—La bruja de Creta nos ha atacado en múltiples ocasiones. En una de ellas causó un incendio forestal. Creemos que fue el mago de Plata quien lo ocasionó por orden de ella. Afortunadamente, gracias a Sidhe, he sido dotada de mucha energía mágica, así que pude detenerlo. Heme aquí, después de cien años, aun dando de que hablar.
—Si todo es tan hostil… ¿Por qué sigues aquí? ¿Por qué no te has ido por el camino del Sol?
Masha sorbió otro poquito de té.
—Porque si me voy, ¿quién va a protegerlas a ellas? ¿A las criaturas que viven en el bosque y que no conoces?
—Pero… El bosque es silencioso, casi parece un cementerio. Mientras veníamos para acá, se me hizo extraño el no escuchar el rumor de los grillos o el gorjeo de los pajarillos.
—¡Por la misma influencia de la bruja de Creta! Ninguno de ellos tiene permitido siquiera acercarse a la villa. Todas las criaturas lo saben. Ya más adentro del bosque si podrás disfrutar del canto de las aves y de los ruidos de los animalillos corriendo de un lado a otro.
Millia seguía sentada en el suelo absorta comiendo la pera, pero parecía ser solo un bocado, como si un pajarillo hubiese picado la fruta. Era hipnótico verla comer con esa alegría. Un pensamiento me golpeó.
—Cuando ahora más temprano te referías a un visitante inesperado, era…
—El mago de Plata los siguió hasta la casa del mago de Agaro. Lo vi a través de los ojos de las lechuzas. Luego, tuve que crear esa bruma espesa, no solo para probarte, maga de Berlin, pero para proteger mi pequeño bosque y hacer que se perdiera él. No me imagino que hubiera pasado si hubiese podido llegar a este lugar.
—Maria, llámame Angela, por favor… Esos nombres rimbombantes no me gustan.
Masha se sonrió.
—Eres única, bruja de Berlin, Maryland.

Se levantó de la mesa para ir al horno. Me giré a ver a Millia, que ya había terminado. Solo había comido lo que parecía un mordisco de tamaño humano. Hablé en un tono bajo.
—Millia, te voy a pedir un favor.
—Dime, señora Angela.
Mientras se ponía de pie, me entregaba el sobrante de la pera. Negué con mi cabeza y la detuve con la palma de mi mano.
—Llévale esto a tus hermanas. Diles que las quiero conocer.
Con sus ojos se giro a ver el lugar dónde Masha estaba, sus cejas mostrando preocupación.
—No hay nada que temer. Soy yo quien las quiere conocer. ¿Pasa algo con Masha?
Tornó su mirada al suelo y negó con su cabeza.
—¿No puedes hablar?
Negó de nuevo.

—¡Falta muy poco! Se ve que esta tarta va a quedar muy buena.
Masha se regresó hacia nosotros, sosteniendo un cuchillo para tortas, ligeramente embarrado con jugo de bayas.
—Maria, necesito pedirte un favor.
—¿El qué?
—¿Puedo quedarme aquí un tiempo? Quiero que me enseñes como usar la magia.
Se rió con fuerza.
—¿Qué quieres que te enseñe, por Sidhe, si casi acabas con el bosque ahora más temprano?
Solté una risita patética.
—Eso simplemente salió, no sé de dónde o como. Quiero controlar ese poder y no simplemente que sea un tema de impulso.
Se quedó pensando un poco.
—Me caes muy bien, Angela. Eres muy diferente a todos los demás. No sé que ha pasado en tus Estados Unidos en la era que viniste, pero al parecer la gente es bastante diferente. Quiero que me cuentes de ello.
Miré a un lado.
—Creo que no te va a gustar todo lo que te puedo contar.
De nuevo se carcajeó.
—Pruébame.
—Pero no te vas a enojar, ¿vale?

Tomé otra fruta entre mis manos, una manzana roja, y me giré hacia Millia.
—Muchas gracias por tu ayuda. Llévale esto a tus hermanas y compártanlo.
Millia dudó un poco, pero me la recibió. Se lanzó al suelo, hizo una señal de adoración para Masha y para mi. Después de unos segundos, se levantó.
—Con su permiso, señoras.
—Bendiciones de Sidhe.
—Amén.
Se dio media vuelta, abrió la puerta, volvió a hacer una venia y salió, cerrándola con suavidad.

—Святой Отец, Анжела! ¿Qué demonios eres tú?
Miré a Masha con extrañeza.
—¿A qué te refieres?
—De todas las personas, de todos los dioses que han venido aquí… Eres la persona más atípica. Todos vienen con odio y muchos descargan su rabia en las pobres hijas de Sidhe, ¿y tú vienes acá y eres todo amor y tranquilidad?
Lo pensé antes de contestar, un poco distraida también por el delicioso olor que emanaba el horno.
—La verdad, yo misma me sorprendo. De veras que al principio quería acribillarla, pero después me lo pensé bien. Ellas no tienen la culpa que dentro de su naturaleza tengan que hacerlo. Si un humano tiene que mendigar para sobrevivir, ¿por qué otro tipo de criatura no haría algo similar? Además, Millia se nota muy atormentada por lo que hizo. La comprendo. Si mi muerte física dio vida al sostenimiento de varias de ellas, al menos algo positivo salió.
Masha seguía meneando la cabeza.
—Eres un bicho muy raro, Angela.
—Estaría mintiéndote si te dijera que no extraño a mi mamá, a mi novio y la Tierra, pero hay una mínima esperanza, ¿ya ves?
—¿Aquello que tu alma está aquí y allá?
—Por eso quiero saber como funciona la magia, por eso te pedí que me acogieras por un tanto.
Suspiró.
—¿Sabes qué esto va a ser un problema? El hecho que no regreses por varios días alertará a la bruja de Creta. Ni Mikhail o Rahul pasaban más de dos horas acá.
—No te preocupes por ello. Tengo una idea. Después te la comento.

Continuamos hablando acerca de la existencia de la magia y su origen. Una vez la tarta estuvo, partimos unas porciones, la servimos con mas té y nos la comimos mientras charlábamos.
Según la explicación de Masha, ella reiteró que era importante entender que la magia es la expresión real del poder infinito de Sidhe, la diosa del cielo. En el principio, cuando Sidhe hizo descender a sus hijas al río del inframundo, comenzó a esparcir sus rayos por toda la tierra. Estos rayos se alojaron no solo en el aire, pero en el suelo y en el agua, y aún hoy, estos rayos siguen descendiendo.
Usar la magia, es utilizar esas cantidades de energía de Sidhe y usar el cuerpo como conexión para controlarla y usarla para transformar lo existente. Este poder no tiene limitantes, más que la energía que se extrae de la naturaleza, que se desgasta y toca esperar que se renueve; la energía corporal del mago, que se desgasta y no es posible renovarla con facilidad, a excepción que llegáramos a entender como Larissa lo ha logrado por tantos siglos; y la voluntad del mago, que sea capaz de enfocar la energía de la forma como lo desea.
Por ello, un mago es capaz de hacer lo que su corazón desea, independientemente de si es considerado por el resto del mundo como algo bueno u algo malo. El mago es el conducto, el que instruye la energía de Sidhe a convertirse en algo, lo que este desea. Masha lo describió poéticamente como una tubería de agua que simplemente lleva el agua de un punto A a un punto B, mientras que una fuente de un parque, siendo también tuberías, le da a las aguas unas formas armoniosas y agradables. El mago transforma la energía en una forma específica. Todo depende de la voluntad del mago.

Esto para mi era demasiado teórico. Para hacerme entender, Masha me mostró varias formas de magia en acción. Puso a flotar cosas muy pesadas por encima de mi cabeza, hizo crecer un árbol en el claro del bosque desde solo una semilla, creó una figurilla de barro que caminaba por si misma en el suelo, la puso a escupir agua como una fuente, detuvo en el tiempo una hoja que caía de uno de los árboles de alrededor e hizo una espira de fuego verdosa que estalló como fuegos artificiales.
Antes de concluir la noche, y ya un poco agotadas, me pidió que intentara prender en llamas una pequeña rama que había caído de algún árbol, solo con el poder de mi magia. Por una hora lo intenté, pero me rendí. Era como si pujara contra la corriente. Hice movimientos de manos, cerraba mis ojos e intentaba concentrarme, nada funcionó. Antes de internarnos en la casa para por fin descansar, tomé la rama para guardarla para mañana.

Una vez ella bajó el fuego de la hoguera, Masha se acostó en la cama y yo me tiré en el suelo con solo una cobija encima. Puse la rama a un lado de mi cabeza.
—Angela, es cuestión de foco, nada más. Deja que tu corazón sea el que ordene, el que transforme.
—Lo sé.
La escuché bostezar profundo.
—Afuera te están esperando. No creas que no me di cuenta.
—¿De qué hablas?
—Yo tengo ojos en todo el bosque, no lo olvides.
Tragué un poco de saliva y me volteé. Ella musitó un par de palabras.
—Oh, gran Sidhe, gracias. ¡Gracias!
Masha se había quedado profunda.

«El club de los dioses» (parte 4)

—¿Qué es lo que llevas en la bolsa?
A pesar de lo temprano que era, Gyasi estaba igual de animado que siempre.
—Recogí un par de frutas y llené un par de botellas con agua.
—¡Oh, preparación!
—Yo seguí tus recomendaciones, nada más.
—¿Necesitas ayuda?
Me reí un poco.
—No, no por ahora. Si en el trayecto me canso, te pediré ayuda, ¿vale?
—¡Está bien! ¡A marchar todos!
¿De dónde provenía su entusiasmo? No entiendo aún, pero me parecía increíble. Era como una estrella, fulgurante cada minuto.

Comenzamos a caminar en sentido del río. El sol aún no había salido, así que la Luna aun presente en el cielo iluminabsa todo con un tinte cerúleo. Desde el Este, un tono ligeramente anaranjado comenzaba a teñir el firmamento, el caudal de estrellas seguía como derramándose por encima de nuestras cabezas. En breve amanecería.
Una vez llegamos al río, comencé a sentir un ligero frío subir por mis piernas desnudas. Pensé fútilmente que debí haber muerto con un pantalón largo, como era usual en mi atuendo, pero ¿cómo iba yo a saber cual iba a ser mi futuro después de mi encuentro final con aquella hada? Además, era lo único que me servía después de mi súbito crecimiento. Me reí un poco.
—¿Pasa algo, hermanita Ángela?
—Jajaja, nada, Gyasi. Estoy un poco loca.
—¡Ah, eso es normal! Nadie de los que vienen acá son particularmente cuerdos.
—Pues, tienes algo de razón.
Seguí riéndome un poco. En realidad, en mis adentros, tenía un poco de nervios de conocer a Masha.

Ya estábamos cerca del lugar donde Vicente y el chico construyeron aquel puente ayer.
—Tomaremos este atajo que hicimos ayer.
—¡Oh! Lo estrenaré entonces.
—¡Bienvenida!
Gyasi se hizo en la entrada haciéndome una venia como un amable portero. Di el primer paso adelante con muchas dudas. Era cierto que Vicente ayer saltó sobre él con fuerza, pero aun no terminaba de darme confianza. La tierra encima se había secado lo suficiente para dejar de ser resbalosa, pero aún había mucha arenilla dispersa que se desmoronaba un poco bajo mi peso. Yo no estaba tan gorda, estaba segura de ello. Gyasi siguió detrás mío, sonriendo.
—Parece bastante bueno, aplausos para Vicente y para mi.
—La verdad siento que falta que se afirme del todo, me da un poco de espina aún.
—Eh, ¡pero si está bien sólido!
—No sé, un poco de piedrecillas en la parte de arriba puede ayudar.
El chico se quedo contemplando mi sugerencia.
—De hecho… No es mala idea.
Cruzamos al otro lado, el bosque que abría sintiéndose mucho más fresco que la otra orilla.
—Bueno, señor guía… Indícame el camino.
—¡Jajajaja!
—¿Qué pasó?
—Es la primera vez que alguien me dice “señor”. ¡Ni cuando estaba vivo!
—¡Eh, pero si te mereces respeto!
Sonrió. Sus blancos dientes parecían iluminar el camino que aun estaba oscuro. Sacó pecho, aclaró su garganta y cambió su infantil vocecilla por un falsete grave que me hizo carcajearme.
—Está bien, mi estimada hermana, hemos de departir.
—¿A quién remedas?
—A mi papá.
Ambos nos pusimos a reír mientras continuábamos andando. Nos internamos en el bosque, el frío tratando de quemarme los huesos, aunque unos momentos después el calor del ejercicio lo mantenía a raya. Los árboles en este lugar eran altos, frondosos y de múltiples especies. Pensé que quien fuera que había sido el dios que los había creado y mantenido era un genio. Eran hermosos, cubiertos de musgo, gruesos y fuertes. Algunos soltaban sus pesadas lianas sobre nosotros, otros mostraban sus frondosas ramas orgullosamente. En algunas partes cruzábamos por encima de sus fuertes raíces, llenas de diminutas hojillas de pasto. Me dio pena aplastarlas bajo mi peso, pero en mi corazón deseaba que se recuperaran pronto.
Esperaba escuchar aquel relajante sonido que había escuchado en múltiples ocasiones en los bosques alrededor de mi casa, el sonido de grillos, las hojas agolpándose con el viento o ver luciérnagas cruzar nuestro recorrido, pero no existía nada. Solo oía el ritmo acompasado de nuestros pasos, las hojarascas crujiendo bajo nuestro. Era como si nos hubiésemos internado en el vacío. Sentí un poco de miedo. Aclaré mi garganta, aunque salió como un juguete chillón de esos que les dan a las mascotas para que jueguen.
—Gyasi…
—Dime.
Mi voz salió disparada en todas direcciones. La escuche botar de árbol en árbol, difuminándose con el mundo.
—Sé que es política de este mundo no preguntar ni saber la razón por la cual estamos aquí, o hablar de nuestro pasado, pero quiero conocer un poco más de ti. Si no es molestia, claro está. La verdad es que me da un poco de miedo el silencio.
Sonreí patéticamente. Escuché como el chico resopló.
—Por mi no hay problema, pero mi historia no es particularmente alegre.
—Entiendo.

Gyasi Afwerki. Etíope. Nació en el centro de una familia muy humilde. Su padre, Afwerki, era un caficultor cuya parcela había sido restaurada a su familia post-Segunda Guerra Mundial. Durante la ocupación italiana, su plantío había sido destruido y utilizado por las fuerzas fascistas para cruzar de un lado al otro por su buena localización. Gyasi había nacido un par de años después de dichos eventos, y para ese entonces, el cultivo ya se estaba recuperando, aunque en los primeros años tuvieron que recurrir a la beneficencia del nuevo gobierno que se instauró en el lugar.
Su madre, Akosua, era una santa en todos los aspectos posibles. Fue forzada a casarse con su padre a la edad de once años, justo antes de comenzar la guerra, como pago de una deuda que sus abuelos maternos tenían con la familia de su padre. Aún así, él la respetó mucho. Ella, paciente y amable, siempre pendiente de los quehaceres de la casa y la ayuda en el plantío, y durante la guerra sufrió muchísimo, por la escasez de alimentos y la ocupación forzada de los bandos de un lado y otro.
Aún así la recuerda siempre paciente y amable, y especialmente la deliciosa comida que preparaba.
Gyasi siempre fue bastante enfermizo, especialmente de problemas respiratorios. El médico del poblado cercano nunca atinó con su enfermedad, aduciéndolo a que era el primogénito de la familia y que usualmente son ellos los más enfermizos. Debido a esto, y que no podía comer fácilmente, tuvo múltiples problemas de desarrollo y por eso quedó de aquella diminuta altura. Sus tres hermanos si pudieron desarrollarse con normalidad. Su hermano del medio, con cuatro años de diferencia, le superaba en altura.
A los doce años recibió la visita del hada aquella. Al principio pensó que era un sueño muy realista dónde una libélula gigante se le había presentado y por eso no le prestó atención. El año siguiente durante su cumpleaños tuvo una crisis de fiebre, debido a una oleada de calor fuera de temporada. En medio de su sopor febril, el hada no se le pudo aparecer, pues su madre lo cuidaba al lado del lecho que compartía con dos de sus hermanos.
Fue a los catorce años que la criatura por fin se le apareció y pudo por fin desear algo. Deseó que su familia no pasara jamás hambre, en especial su madre, quien prefería no comer para poder proveer por sus hijos. El hada cumplió su deseo. El siguiente año, el clima mejoró notablemente, y la plantación de café fue bastante provechosa por primera vez después de la guerra. Además de ello, un vecino quien siempre había sido de gran ayuda pero que nunca pudo tener descendencia, en su lecho de muerte les regaló un par de reses. Fue un año bastante feliz para ellos seis. Gyasi incluso se sentía mucho mejor y colaboró en lo que pudo en la cosecha de los granos. Durante la época seca, la cosecha siguió dándose por milagro. Los riachuelos que recorrían la plantación fueron más provechosos de lo normal.
Sin embargo, su vida no alcanzaría hasta los quince años. Mientras jugaba con sus hermanos en uno de los afluentes de agua aquellos, un juego brusco con uno de sus hermanos menores acabaría por lanzarlo al agua, golpeándose la cabeza con una roca, el flujo del agua llevándoselo inconsciente río abajo y ahogándolo en un torbellino.

Yo estaba en llanto, mis lágrimas haciendo borrosa mi mirada, mientras evitaba tropezarme.
—Por lo menos el agua me tragó rápidamente y como estaba dormido no me dí cuenta. Lo último que recuerdo muy bien cuando Ashu me saltó en la espalda con fuerza, haciéndome perder el equilibrio. Por lo menos él no se fue conmigo, esa era una de mis más grandes preocupaciones. Yo lo amaba mucho.
—Pero…
—No llores, hermanita… Las cosas pasan por algo.
Me sequé las lágrimas con la mano.
—Desperté en el vacío aquel y un tiempo después llegué acá. En ese entonces estaban Larissa, Vicente y Rahul. Si no estoy mal, Masha aún vivía con nosotros en la villa.
—Ya veo.
—Rahul era el otro dios del aire, como te puedes imaginar. No pudo aguantar mucho, unos años después se fue por la senda del Sol.
¿Era mi impresión pero los dioses de aire entraban y salían rápidamente? Rahul y Mikhail se fueron, mientras que Masha, Larissa y Vicente permanecen aún.
—¿Por qué…
—¡Mira!
Gyasi me detuvo.
—Esta es mi casa.
Miré su mano extendida y la seguí hacia dónde apuntaba. Ya estaba clareando un poco. Siguiendo hacia arriba el tronco de un gran árbol pude observar una especie de choza establecida en su cúspide. De la casucha, colgaba una liana y por todo un costado del tronco una serie de barras estaban firmemente clavadas.
Me costó creer que él caminara todos los días hacia este lugar a pernoctar. Ya habíamos recorrido alrededor de una hora y durante este tiempo había cambiado de brazo la funda con los alimentos unas diez veces. Además, mi respiración estaba un poquito agitada.
—¡Qué lejos de la villa vives!
—No es nada, en absoluto. De hecho, me gusta acá. ¿Te gustaría subir?
Solté una risa que me hizo doler el pecho. De solo observar hacia arriba sentí un poco de vértigo.
—Gracias, pero creo que lo podemos dejar para otra ocasión.
—Aw, está bien.
—Es que debemos seguir, quiero llegar tan pronto como podamos donde Masha.
—Oh, te entiendo. Vamos entonces. Estamos a medio camino.
—¿Medio camino?
Mis piernas cedieron, arrojándome al suelo de rodillas.
—¿Estás bien?
—Si, si, permíteme descansar un momento.
Solté el bolso y me apoyé contra una raíz que sobresalía notablemente. El sol se colaba entre un par de ramas, y el fresco aún se sentía manar desde la tierra. Desafortunadamente no soplaba el viento. Era mi responsabilidad al final de cuentas y aún no sabía como hacerlo.
Gyasi se me sentó al lado. No le veía cansado, ni siquiera transpiraba ni respiraba profundamente. En cambio yo tomaba respiros agolpados. Abrí la bolsa, extraje una de las botellas, le quité el corcho y tomé un trago profundo que bajó refrescando mi garganta. Giré la botella hacia el chico.
—¿Quieres?
—No, gracias. Después.
Le volví a clavar el tapón y estiré mis piernas. El chico palmoteó una vez y abrió sus ojos como por sorpresa.
—Oh, ya regreso. Voy a traer algo.
Asentí. Miré hacia arriba, Gyasi subía sin mayor dificultad agarrándose fuertemente a cada uno de los pasamanos que estaban clavados del árbol. Después de unos segindos, la luz del Sol me encandiló. Solo fue hasta este momento que la realidad de la situación me rodeó. Estaba en un bosque, bastante frondoso y definitivamente selvático, por primera vez en mi vida. Si, alrededor de mi casa había un bosque, pero era imposible perderse en él. Incluso de noche, solo era necesario seguir las luces de las casas para encontrar a la civilización. Nunca me sentí insegura en aquel, además normalmente tenía compañía. Este, en cambio, parecía intencionalmente creado para confundir, para hacer perder a las personas. ¿Cómo era posible que Gyasi supiese manejarse entre esta espesura? Definitivamente era algo que venía de su vida pasada.
Un ruido como una cremallera surgió de encima mío y segundos después un golpe contra el suelo.
—Regresé.
Observé la mano de Gyasi. En ella había una especie de cuerda más delgada, como unas agujetas.
—¿Y eso?
—La necesitaremos.
Me extendió una de las puntas de dicha cuerda.
—De aquí en adelante, perderse es fácil. Mi hermanita Masha no confía en nadie, así que los árboles cambian de posición, la ruta a su casa cambia todos los días. Amárralo a tu brazo.
Yo estaba estupefacta. ¿Qué había ocurrido entre Larissa, Vicente y Masha como para que tomara estas medidas tan extremas? Intenté amarrar mi cuerda en mi muñeca, pero no pude. Gyasi me ayudó. Me hizo un nudo sólido, pero suficientemente suelto para no cortarme la circulación. Él hizo lo mismo y le ayudé a anudarlo también. Cerré el mantel de nuevo, verifiqué que todo estuviera adentro y nos pusimos de pie. No había descansado lo suficiente, pero era mejor aprovechar el tiempo.

—¿Te ayudo?
—Acepto tu ayuda.
Extendí la bolsa hacia Gyasi, pero él no tuvo ninguna intención de sostenerla. Al contrario, se reía como siempre lo hacía.
—Suéltala.
—Se romperán las botellas…
—¡Suéltala!
—Que conste que te advertí.
La solté de una. La bolsa comenzó a flotar sobre el aire, a unos cincuenta centímetros del suelo. Mis ojos se salieron de sus órbitas, Gyasi ahora carcajeándose sonoramente. Yo hice una pataleta.
—¡Es injusto! ¡Injusto!
Gyasi siguió riéndose.
—Tu misma podrías hacerlo… ¡Piénsalo!
Solté un grito desgarrado, como el gruñido de un tigre. Gyasi me puso la mano en la espalda como empujándome.
—Ya, ya… Vamos, vamos.
Comenzamos a andar en alguna dirección. De vez en cuando miraba hacia el cielo para saber que destino teníamos, basada en la dirección del Sol.
—Y bueno hermanita, ya te compartí los detalles de mi vida anterior. Dónde se enteren mis hermanos en la villa, se enojarán conmigo. Así qué…
—¿Qué?
Gyasi soltó una risita y aunque me estaba dando la espalda, me pareció una sonrisa un poco siniestra.
—Pues… Cuéntame de ti.
—Ah, jajaja, no es ningún misterio.
Mientras caminábamos le conté un poco acerca de mi vida. Le conté de mi niñez, de la primera vez que vi a las hadas, de mis padres, de como falleció mi padre, de mi escuela, mis amigos, acerca de mi madre. Evité un par de detalles muy personales, por obvias razones. Le conté de mi novio, eso si.

—Incluso, anoche soñé con mi madre y mi novio… Aparentemente yo estaba en una cama en el otro lado.
—Veo.
—Había una doctora, y ellos parecían discutir con ella. El tiempo estaba congelado.
—Oh.
Se me hizo extraño que Gyasi hablara en monosílabos. Normalmente era más expresivo.
—¿Pasa algo?
—No.
Se hizo un silencio incómodo entre los dos. Continuamos caminando. Después de un par de minutos me detuve.
—Gyasi… Estás muy raro.
El chico siguió caminando como si nada, poseído. La cuerda entre los dos se estiró, hasta quedar templada.
—¡Gyasi!
Corrí a su lado. Sus ojos estaban en blanco, pero aún así seguía caminando, impulsado por algo.
—¡Gyasi!
Lo zarandeé, pero no reaccionaba. Continuaba impasible, empujándome. Decidí hacer lo único que se me ocurría. Le di una patada en la parte de atrás de las piernas, tumbándolo al suelo. Me arrodillé a su lado. La bolsa seguía flotando en el aire a un lado nuestro. De repente, todo alrededor nuestro se llenó de una espesa bruma, rodeándonos como de un oscuro humo, el viento meciendo las hojas de los árboles. Podría estar volviéndome loca, pero escuchaba pequeñas risitas que emergían de la bruma y se confundían con el viento.
Me levanté, mirando a todos lados. Todo estaba gris, como si nos rodearan las nubes de un día tormentoso, la luz del Sol colándose como un delgado halo cortando la oscuridad. Sentí mucho frío. Esto no podía ser algo natural, era algo creado. Sentí como algo crujió en mi pecho. Las risas se volvían más y más reales. En otras circunstancias hubiera sentido miedo y me hubiera puesto a llorar. Encorvé mis cejas y apreté mis puños.
—Quien sea que está haciendo esto… ¡No me asustas!
Una carcajada muy fuerte salió del cielo.
—¿Estás segura?
Mi corazón se olvidó de latir un momento. Mis puños que ya estaban presionados, ahora estaban vueltos rocas, mis uñas enterrándose en la piel de mi mano. Mis latidos se aceleraron a mil por minuto.
—¡Tan segura como sangre corre por mis venas!
Un remolino comenzó a surgir de mis piernas revolcando la bruma de nuestro alrededor. Poco a poco podía ver el bosque, mientras el humo se disipaba. Continuaba girando sobre mi propio eje, el viento que emergía de mi cuerpo empujando la bruma, alejándola, disparando la hojarasca como una pistola de aire hacia donde yo estuviera mirando.
De nuevo, otra risotada.
—Con que tú eres la nueva bruja del aire, ¿eh?
La bruma desapareció. Mi remolino aún estaba moviéndose con furia.
—Calma, calma, bruja del aire.
—Ugh, ¿qué pasó?
Gyasi se había despertado.
—¡Gyasi! ¿Estás bien?
Me arrodillé a sus pies, intentando levantarlo.
—¿Por qué estoy en el suelo?
—Perdiste el sentido y estabas caminando sin saberlo.
Sus ojos se veían vidriosos, su cuerpo temblando suavemente, como quien tirita de frío.
—Lo siento… No sé que pasó.
—Lo importante es que estés bien.
Levanté mi mirada y grité.
—¿Quién eres?
—Bruja del aire…
—Esa es la voz de Masha. ¡Hermanita Masha!
Gyasi intentó levantarse como pudo. Le extendí mi mano y me levanté con lentitud junto a él. Por alguna razón, el bolso seguía levitando a nuestro lado. ¿Tal era el poder de este muchacho? Como un espejismo, como algo creado por un efecto de la naturaleza en el desierto, la espesura al frente de nosotros se desvaneció. En su lugar, un claro en el bosque se extendía, la Luna iluminándole, sus tintes azulados iluminando el suelo y los árboles que bordeaban este espacio.
—Un momento…
¿La Luna? ¡La Luna! Era de noche. Todo a nuestro alrededor estaba a oscuras, a excepción del pequeño valle y una casucha construida en los restos del tronco de un árbol.
—Esa es la casa de Masha, ¡vamos!
—Espera, espera…
Lo detuve con mi brazo.
—Gyasi… Era de día… ¿Por qué ahora es de noche? ¿Cómo se abrió este claro en el bosque? ¿Por qué perdiste la conciencia?
—Vamos. Todo será más claro cuando la veamos.
Comenzamos a caminar en dirección a la choza. Sentía que nos observaban, como si múltiples animales nos estuvieran mirando, esperando al momento correcto para saltar y atacarnos. El frío era brutal. Sabía que había llamado a un torbellino antes y pude resistirlo pues mi adrenalina había acalorado mi sangre. Ahora, el gélido vaho congelaba el tuétano de mis huesos. Por segunda vez hoy me cuestioné si era mejor haber muerto con pantalones largos.
De más cerca el tronco convertido en casa era inmenso. Me habían dicho que las secuoyas eran los árboles más grandes del mundo, pero este parecía incluso más grande que esas.
Una vez llegamos a la puerta, Gyasi me detuvo.
—Primero lo primero.
Desamarró su nudo y luego hizo lo mismo con el mío. Enrolló la cuerda y la metió en el bolsillo de su pantalón.
—Y segundo lo segundo. Recuerda. Masha no confía en nadie.
Asentí. Aún estaba enojada, pero debía controlar mi rabia. Cerré mis ojos y respiré profundo varias veces.

Gyasi tocó a la puerta. Esta se abrió de par en par sin nadie estar al otro lado. Adentro, la habitación parecía un agujero negro. Ni siquiera los rayos de la Luna se dignaban a entrar. Una voz en eco llego a mis oídos.
—Si, eres la nueva bruja del aire… Es imposible que la bruja de Creta y el mago de Plata hayan decidido marcharse del valle.
La voz era ligeramente melódica, delicada, muy diferente a la que anteriormente se había burlado de mi. Las luces del lar se encendieron de repente, cegándome un poco. Del otro lado del umbral, ya con la capacidad de ver con claridad, observaba una alfombra sencilla en el suelo, una mesa chica con tres sillas alrededor y una cama pequeña, muy similar a la de Mikhail, un hogar ligeramente más grande que el de mi choza, encendido, con varios peroles vaporeando encima de este. Un olor a hierbas frescas, madera quemándose y maíz llegó a mi olfato. Del otro lado, una chimenea pequeña, y al frente de ella una silla mecedora, bamboleándose lentamente.
—Permiso…
Gyasi entró con precaución, limpiándose los zapatos en el tapete. Yo lo seguí, cerrando la puerta detrás mío.
—Con su permiso.
—Hermanita Masha, esta es…
—¡Gyasi! Deja que la niña se presente ella misma.
Gyasi se calló de inmediato. La silla seguía meciéndose, dándonos la espalda. Aclaré mi garganta, mi puño derecho instintivamente cerrado.
—Mi nombre es Angela. Llegué antier a este lugar. Me dijeron que yo era la nueva bru… Diosa del aire.
Observé su mano en el brazo de la mecedora, su puño formado, dando pequeños golpes en el marco de madera. Me dio un poco de miedo.
—¿Y es qué acaso no tienes apellido, niña? ¡Dónde están tus modales!
Un poco de rabia comenzó a surgir en mi pecho.
—¡No es mi culpa que no lo recuerde! ¡No recuerdo mi apellido!
La silla se detuvo. Un cuerpo imponente, de casi dos metros de altura emergió de esta. Su cabello largo hasta la base de la espalda, totalmente claro, una mezcla extraña entre rubio y cano. Su piel era nívea, casi un poco azul. Vestía una especie de vestido azul cielo a media manga. Era increíblemente delgada, diría casi enferma. Sin embargo, su piel era extraña. Para alguien que debía permanecer siempre de quince años, se le notaba arrugada. Se giró hacia nosotros.
—¿Cómo diantres no vas a recordar tu apellido, niña?
Estaba sorprendida. Su cara estaba avejentada, no parecía una chica de quince años, si no una anciana, de unos setenta u ochenta años. Me recordó un poco a la mamá de mi mamá, aquella que nunca me quiso. Ella notó mi aprensión.
—¿Pasa algo, Angela-sin-apellido?
Meneé mi cabeza para sacarme de la impresión.
—No, no pasa nada… De nuevo, no es culpa que se me halla borrado el apellido de la memoria.
La mujer se mandó la mano a la cara.
—Millia, en el nombre de Sidhe, ¿qué hiciste ahora?
Suspiró profundo. No podía quitarle la mirada de su cara.
—Angela-sin-apellido… Mi nombre es Maria Kameneva, y soy, como puedes imaginar, la bruja del cielo.
—Un gust…
—Antes de que continuemos, me disculpo por mi atrevimiento unos minutos antes. Necesitaba medir tus capacidades, además de… Desviar a un visitante inesperado.
Su interrupción me disgustó, pero la explicación me causó curiosidad.
—¿Cómo así que medir mis capacidades, si no he sido capaz de hacer nada?
Soltó una carcajada que hizo vibrar las paredes.
—Pues niña, si eres capaz de levantar el viento de esa manera por este niño…
—La verdad no sé que pasó.
Gyasi replicó con tranquilidad.
—Si, fue mi culpa. Tenía que probar a Angela-sin-apellido. Usé un par de trucos. Perdón, mago de Agaro.
La naturalidad con la que ella excusaba su abuso me dio mucho desazón.
—Si querías medirme, no necesitabas meter a Gyasi en esto.
—Por el contrario, necesitaba involucrarlo. Necesitaba saber que tan importante era el niño para ti. Parece que lo valoras, así que vas ganando puntos.
—¿Y por qué no habría de valorarlo? Es un amigo nuestro.
La misma risotada.
—¿Amigo? ¡Qué chistes dices, bruja del aire!
La voz de Gyasi resonó en mi cabeza. “Masha no confía en nadie.”

—Trajimos esto, hermanita Masha.
Gyasi abrió el mantel en el suelo. Tomó varias frutas en sus manos y las depositó encima de la mesa. Yo tomé lo demás e hice lo mismo.
—Las recogimos de la villa, Gyasi pensó que serían de tu agrado.
Ella parecía no estar emocionada por nada, hasta que posó su mirada en las bayas que recogí.
—Дорогой Михаил! Son estas…
Tomó una de ellas entre sus dedos.
—Las recogí alrededor de mi choza. Estaban en unos arbustos…
—Estas son las que Mikhail…
—Bueno, no sé…
—Mikhail solía traerme un cesto lleno de estas bayas para que le hiciera un pastel cada vez que venía…
Sus ojos se tornaron llorosos.
—Lo siento, yo no sabía…
—Discúlpenme…
Masha se giró hacia la cocina con unos pasos pasmosos. La seguimos con la mirada. Una vez llegó allí, tomó una cuchara y comenzó a revolver lo que había en uno de los peroles. El aroma a hierbas se apoderó de la casa. Gyasi me estiró la manga de la camisa para llamar mi atención y me hizo una seña de que me iba a susurrar algo al oído. Me agaché a su nivel.
—Ella hace esto a menudo. Ya no nos va a escuchar más.
—¿Qué hacemos?
Gyasi aclaró su garganta. Yo me erguí por reacción.
—Bueno, hermanita Masha, yo me voy. Solo venía a traerte a Angela.
Miré a Gyasi preocupada.
—Es toda tuya, hermanita Masha. Nos vemos la próxima vez que haya que sincronizar el tiempo.
Gyasi se giró hacia la puerta. Yo estaba aún estupefacta y mi voz se quebró.
—Espera, Gy…
—¡Adiós!
Abrió la puerta, salió y la cerró de un buen golpazo. Yo estaba congelada en mi posición. Masha solo se limitó a pegar un pequeño brinco cuando Gyasi tiró la puerta.
—Yo… Yo también me voy…
—¡Espera!
Masha se giró en mi dirección, con cuchara en mano aún. Unas gotas verdosas caían al suelo.
—Angela-sin-apellido… ¿Quieres un poco de té?

Ella sirvió un par de vasos con té y me hizo una seña para que me sentara al comedor. Así hice y ella se siguió. Al frente mío puso uno de los vasos aquellos. Lo tomé y miré adentro. Era una bebida entre verde y amarillo, bastante opaca. La acerqué a mi olfato y aspiré el vapor. Era muy dulce y profunda, una infusión de quien sabe que hierbas, pero que olía apetitosa.
—No puedo tomar bebidas tan calientes, lo siento. Esperaré a que baje un poco más.
Ella se limitó a encoger sus hombros.
—Angela-sin-apellido…
—Angela está bien. Algún día recordaré mi apellido.
—¿Acaso no tienes alguna pregunta?
Ella sorbió un poco de su bebida. Su hálito soltó una nubecilla de vapor después.
—Tengo muchas.
—Adelante, la noche es larga.
Me giré a observar por la ventana. Efectivamente, la noche era larga.

—¿Por qué es de noche aquí, si afuera era de día, de madrugada, incluso?
Ella sonrió.
—Soy la bruja del cielo… Puedo hacer que anochezca o amanezca con solo pestañear. Además, ¿acaso la noche no es la compañera perfecta? Es fría, lúgubre, perfecta para convocar uno o dos demonios.
Se carcajeó como una villana de película.
—¿De… Demonios?
—¡Estoy bromeando! La verdad, prefiero la noche, es verdad que es más fría, pero en realidad, me recuerda a mi ciudad natal. Además, a los animalillos les gusta mucho tener este lugar, donde siempre es fresco.
—Tu eres de la Unión Soviética, ¿no cierto?
—¿La Unión Soviética? ¡Qué tipo de grosería es esa! Imperio Ruso, niña, el Sagrado Imperio Ruso.
Mi memoria comenzó a escarbar datos. Recordaba haber visto algo en clase de historia, pero la verdad se me escapaba.
—Disculpa, disculpa… De la época que yo vengo, se le llama Unión Soviética.
—Во имя Сиде! ¡Qué demonios pasa con el mundo! ¿Soviéticos? ¿En que año…?
—Mil novecientos ochenta y siete.
—¡Mil novecientos ochenta y siete!
Masha se levantó del asiento. Esto se me hizo muy conocido.
—¡Mil novecientos…
—¡Ya basta, Masha!
Se giró hacia mí, sus ojos hechos fuego.
—No te he dado el permiso que me llames así. Me llamo Maria.
—Perdón, perdon, pero ya Larissa hizo el mismo revuelo antier. Una vez es suficiente.
—¡Ja! La bruja de Creta es tan fácil de comprender.
—¿De que año vienes tú, Maria?
Masha se sentó de nuevo.
—Mil ochocientos setenta.
—Veo. Tu llegaste entre Larissa y Vicente.
—¡Y muchos más que se fueron!
Seguí preguntando.
—¿Por qué llamas a Larissa la bruja de Creta, a Vicente el mago de Plata, a Gyasi el mago de Agaro y a mi bruja del aire?
Sonrió.
—Pues, en tu caso, no me has dicho de dónde eres.
Abrí mi boca por reacción. Creta, Plata, Agaro…
—Soy de… De… De Berlin, Maryland.
—¿Berlin? ¿Esa ciudad en el Imperio Alemán?
—No, no… En Estados Unidos.
—¿Esos que compraron a Alaska?
—Si, esos mismos…
—¡Pero si son un terruño!
—Éramos, éramos un terruño… De cuándo vengo, somos una potencia…
Masha se carcajeó.
—Империя абсолютна!
—No entiendo ruso. Eso es…
—¡El Imperio es absoluto!
—Pues… No querrás saber que ha pasado con Ruisa hasta cuando yo morí.
—Mikhail me tuvo al tanto, así que sé como están las cosas. Sigue preguntándome.
Parecía que la historia se había congelado en su cabeza a su amaño.
—¿Y porqué brujas, magos?
Masha tomó un trago largo, cerró sus ojos y suspiró con fuerza.
—¡Millia! ¿Por qué no vienes aquí, hija?
La puerta se abrió lentamente, y de esta, una figura pequeña, quizá de la mitad del tamaño de Gyasi ingresó. El olor al prado recién cortado, a la tierra húmeda, a las piedras que se tuestan bajo el sol, a los troncos de los árboles, llegó a mi olfato. Sus alas, de brillantes colores, ligeramente maltratadas, su ropaje hecho harapos. Sus facciones gastadas y agotadas. Su piel herida y sucia.
Me levanté de mi asiento, casi derramando mi taza de té. Aspiré como si fuera la última bocanada de aire de mi vida.
—¡Tú!