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El autor nos comparte una anécdota de uno de sus viajes por Japón, un momento especial que tuvo visitando uno de los lugares más turísticos de Kyoto.
«Crónica del monte Inari»
Este es un recuento ficticio (y un poco adornado) de un hecho real, ocurrido en el bosque que rodea el monte Inari en Kyōto, en noviembre de 2.015.
Érase un martes. Ya llevaba yo unos diez o quince días en Japón, y aunque había llegado al archipiélago con mucho ánimo y ya había explorado una gran cantidad de lugares a los que deseaba ir, especialmente en Tōkyō y en Hamamatsu, solo me encontraba desde hace un par de días en Kyōto. Sin embargo, quizá producto de la emoción que me abandonaba cada día al saber que debía regresar a mi país, o de algo que posiblemente agarré en el avión, me enfermé. Cuando me desperté esa mañana estaba desganado, mi cabeza retumbaba y me dolía el cuerpo. ¡Bastante gracia! Veintiocho horas de vuelo para tener que encerrarme a sudar esta gripa.
Le escribí a una muy buena amiga que había conocido por un foro de intercambio cultural. Haru, cuyo nombre se escribe igual que la primavera, era practicante de enfermera, una chica bastante alegre y espontánea, aunque un poco tímida, a la cual quería conocer en los días siguientes. Sin embargo, como estaba yo, no era la mejor idea. Quizá era una gripe internacional, una cepa desconocida de la influenza, o quien sabe qué.
Su primera recomendación era que fuese al konbini, o tienda por conveniencia, más cercano y comprara dos botellas con agua, una botella de té al clima y un paquete de tapabocas, además que me diera un baño tibio en la tina. En Japón, existe una creencia de que la gripe es un falta de balance del calor corporal y que este se puede curar reinicializando el termómetro interno, tomando un buen y largo remojo caliente. Me preguntó si tenía fiebre. No lo sabía, pero no me sentía tan mal. Ese otoño había sido un poco frío, además que ya se acercaba el invierno propiamente.
Le dije que tenía planes de ir ese día a Fushimi Inari-taisha, uno de los santuarios sintoístas más hermosos de la ciudad, bien conocido por sus imágenes de miles de “postes” de color anaranjado a lado y lado de un estrecho sendero. Preocupada, me preguntó si deseaba más bien tomar una medicina para curar los síntomas y poder aprovechar mi tiempo lo mejor posible. Le pedí que me diera una recomendación y me sugirió una, Paburon Gold A. Esta venía en dos presentaciones, un sobre con un polvillo que debía acompañar con agua, o unas tabletas. Me recomendó el polvillo. Era bastante amargo, pero me dijo que actuaba con mayor rapidez y efectividad.
Me abrigué muy bien y usé una bufanda. Fui al konbini, compré lo que me había sugerido y busqué una farmacia cercana usando el internet de mi celular. Como era de imaginarse, no la hallé fácilmente. Mi capacidad con el japonés era aún mala y Google era de poca ayuda. Debí haber pedido alguna recomendación a alguien en la calle o en una estación de tren, pero me dio mucha pena, así que me resistí.
Armado hasta las mejillas con mi tapabocas, bufanda y abrigo, caminé hasta la parada de bus que me llevaría más cerca de Fushimi Inari-taisha. Me bebí todo el té en dicho trayecto. Mis piernas se sentían como lastres, mi pecho oprimido, un sudor salado y pegajoso corriéndome por la frente, los labios y toda la espalda. El día estaba un poco oscuro, quizás a punto de llover. Había perdido mi sombrilla en Tōkyō, en una salida nocturna que tuve en un bar en Akihabara. Sabía que debía comprar un paraguas nuevo, pero siempre lo olvidaba.
Después de unos veinte minutos llegué a la parada de bus. Esta estaba justo al lado de una pequeña lavandería por monedas, un local un poco derruido pero frecuentado. Durante unos diez minutos esperé que el bus llegara, tiempo suficiente para escuchar el cotorreo de dos de las patronas del local quienes, ignorando mi presencia, hablaron y hablaron. No entendí nada de su chismorreo, pero me reconfortó un poco saber que al menos se hacían compañía mientras esperaban que sus ropas terminaran de lavarse. Recordé que debía hacer lo mismo pronto.
Una vez el bus llegó, subí a él. Era uno de estos buses con una característica particular: el lado por el cual uno ingresa a este baja al nivel del suelo con unos elevadores neumáticos, de tal forma que uno no tiene que levantar el pie. Esto muy probablemente exista ya que la población media en Japón gravita hacia la tercera edad, así que por comodidad de sus usuarios habituales, cuenta con una menor cantidad de escalones además de este sistema. Para mi, quien vive en un país donde este tipo de conveniencias no existen y a los buses solo les cambian la pintura cada dos décadas, fue una grata sorpresa verlos por primera vez.
Durante el trayecto tenía mi celular bien encendido, con la ruta del trayecto para saber dónde bajarme, además de un mapa plegable de Kyōto que aún conservo. A los ojos de cualquiera yo era todo un visitante, mi extraña apariencia delatándome también. Veía con mis ojos adormilados el pasar de los lares y de las personas. Vi atravesar al frente de mis ojos chicos de colegio, afanados asalariados, negocios apenas abriendo, cafeterías, locales de dulces tradicionales, calles peatonales y comerciales vacías. El bus se movía lentamente, como si el tiempo se dilatara. O era quizás mi mente la que dilataba el tiempo, no lo sabía.
A menudo el autobús se detenía en las paradas designadas para permitir que sus usuarios bajaran o nuevos patronos ingresaran. Con cada parada, el amable conductor les agradecía su patrocinio, con una sonrisa. Me detuve a ver el perfil del sujeto. Un hombre entrado en años, cuya sonrisa pasiva y amplias arrugas le hacían notar la marca de la edad. ¿Cuántos años llevaría este señor haciendo su trabajo? Le admiré por su tenacidad y fortaleza, robándome una pequeña sonrisa, invisible detrás de mi máscara tapabocas. Deseé en un futuro ser como él.
Unos minutos después, la parada para Fushimi Inari-taisha seguía. Sustraje mi monedero, conté rápidamente el valor del pasaje y lo tuve a mano. Presioné el botón para solicitar la parada del autobús, a lo que una voz femenina, mecánica pero clara, me respondió. Un par de chicas de colegio con las que compartí el trayecto se tornaron a verme y cuchichearon algo en voz muy baja. Me dirigí al frente del bus, expresando silenciosos sumimasen, disculpándome y esperando que me abrieran el paso los usuarios que iban de pie.
Al frente del bus, arrojé las monedas en la boca de un aparato, un sonido un poco característico sonó después de verificar el conteo y expresé mi gratitud al conductor, a lo que él me correspondió con su característica pero genuina sonrisa. Descendí.
El sol había salido un poco, pero el viento seguía siendo ligeramente gélido. Me cuestioné si remover mi bufanda al menos. Así hice y la amarré a mi morral para no perderla. Me rasqué los ojos como para quitarme el sueño, pues aun sentía el arrullar del meneo del bus. Debía caminar unos diez minutos para ingresar en el santuario, así que procedí a hacerlo. Comencé a beber de una de las botellas de agua. Mi garganta estaba ya seca y mi nariz ardía. El trayecto hasta el santuario era a través de pequeñas callecillas, compuestas por lado y lado por pequeños negocios tradicionales, algunos de ellos datando de cientos de años en el pasado. Muchos de ellos apenas abrían.
Era temprano en el día, si no estoy mal, las nueve y algo de la mañana. Aun así ya había concurrencia en el lugar. La entrada principal de Fushimi Inari-taisha tiene un torii, puertas de madera o de piedra con una estructura muy particular, dos postes ligeramente inclinados hacia si mismos con uno o varios travesaños en su parte más alta, normalmente muy adornados y vistosos, en la parte de arriba. Se dice que esas puertas significan la transición del mundo terrenal al mundo espiritual. Aunque en mi viaje ya había visto muchas de ellas, esta me impactó particularmente, pues no era solamente de un brillo y lustro esmerado, pero al cruzarla un remolino de viento me golpeó, quitándome un poco la pesadumbre.
Al ingresar más al terreno sagrado, observé que el santuario contiene una serie de estructuras de madera, pintadas de colores hermosos, predominando el anaranjado. Su primer edificio, Rōmon, data del año mil quinientos ochenta y nueve y actúa como una especie de portón de acceso. A lado y lado de este edificio, dos estatuas de kitsune o zorros le adornan para proteger el lugar, los mensajeros de los dioses. Sus vivaces expresiones me sorprendieron, incluso dudé si me seguían con su mirada. Fue construida por uno de los regentes de la Japón unificada, como gratitud hacia la diosa Inari Ōkami, quien curó a su enferma madre.
Me dirigí a un chōzuya, una pequeña estructura con una fuente de agua y varios cucharones. Ya habiendo experimentado esto en otros santuarios, hice mi temizu, un sencillo proceso para limpiar las manos y la boca. Se toma el cucharón con la mano derecha y se lava la izquierda. Se transfiere el cucharón a la izquierda y se lava la derecha. Se vuelve a transferir y con este se deposita un poco de agua en la palma de la izquierda. Este agua se acerca a la boca, se toma un poco de ella y se hacen un par de buches. Este agua se escupe por el sumidero, agachándose lo más imposible e intentando conciliar el acto con la mano izquierda. Por último se lava la mano izquierda con agua de nuevo, y se deposita el cucharón de regreso en el borde de la fuente, boca abajo para que escurra. Con este sencillo acto, se dice que se purifica el alma y el cuerpo, y se prepara para ingresar al santuario para estar en presencia de las deidades.
Más adelante, está la estructura conocida como Go-honden. Es el edificio más importante de adoración en este santuario. Igualmente colorido e impactante, en su interior se conserva un objeto sagrado para los sintoístas, un espejo antiguo, supuestamente blandido por uno de los emperadores, linaje directo de la diosa Amaterasu, diosa del Sol para ellos, en el siglo VIII. Me acerqué lentamente, dejando que varios de los visitantes hicieran sus respetos y oraciones. Una vez estuve en presencia del sagrado objeto, meneé fuertemente las gruesas cuerdas que cuelgan debajo de una gigante campana adherida al techo de la estructura para que esta sonara, deposité un par de monedas que tenía preparadas en mi bolsillo en una caja de ofrendas, hice dos reverencias hacia el articulo sagrado y aplaudí dos veces. Sosteniendo mis manos congelado en dicha posición, oré.
Inari Ōkami es una deidad, a menudo considerada un grupo de deidades, asociada con los negocios, la cosecha, el arroz y el sake. Según la historia, su género es fluido, sin embargo tiende a ser más relacionada con la forma femenina. Es mayormente considerada una diosa de la abundancia, por tanto oré por la prosperidad de mi familia y de mis amigos. Oré por la paz y la tranquilidad en el mundo. Ofrecí mis capacidades y fortaleza en beneficio de los demás. Dentro de mi se formó un nudo en mi garganta, que logró que me ahogara un poco y se formaran un par de lágrimas en mis ojos. En este momento sentí que tenía muchas cosas por ofrecer y por agradecer. Este viaje había sido un sueño cumplido, un sueño que me forjé, que el universo pudo conspirar para yo lograrlo. Oré por que siempre en mí se formara la abundancia. Prometí que volvería si se cumplía mi oración.
Después de varios segundos de comunión, hice una tercera venia. Mi cabeza, que todo el día estuvo sumida como entre algodón, se sentía un poco más pesada. Caminé más allá del edificio y me adentré en el campo sagrado. Varias otras estructuras rodeaban una pequeña plaza, algunos altares para otras deidades menores y otras localidades con sacerdotes que ofrecían tradicionales lecturas de la fortuna o talismanes para la protección, además de más estatuas de zorros que continuaban adornando y protegiendo nuestro caminar. Durante el trayecto, más torii indicaban la ruta hacia lo alto del monte.
Mi nariz comenzó a estancarse, lo cual me preocupó. Me dirigí a un baño cercano e intenté sonármela. Estaba completamente atascada. Me frustré y emergí del recinto con un poco de papel higiénico en mi bolsillo. El Sol había disipado las nubes que se veían y estaba yo vestido con un abrigo que me hacía sudar más profusamente. Renuncié a quitármelo.
La ruta se dividía en dos. Una que se denominaba “ruta rápida”, y otra que decía trayecto regular. Saqué pecho y tomé la ruta regular. Y allí comencé a ver aquellos postes que tanto había visto en fotos. No eran solo postes, eran torii, de tamaño más reducido, haciendo una ruta que parecía más un túnel por dónde se cuela el sol. Caminé despacio, dejando que las demás personas se adelantaran. En algunas partes, los visitantes se detenían para tomarse fotografías. Yo aproveché y tomé algunas yo mismo. Habiendo caminado un par de minutos, comencé a notar que pequeñas sombras se formaban en las esquinas de mi visión y se esfumaban de repente. A veces no eran sombras, si no pequeñas nubes blanquecinas, como de polvo. En tanto me tornaba a verles, era como si jamás hubieran existido.
La naturaleza alrededor ocultaba la cara real de Kyōto, una ciudad que, aunque tradicional, ha sabido crecer y convertirse en un nexo de negocios y comercio. Una metrópolis que ha sabido convivir entre su rica historia y su necesidad de ser un núcleo central en la comunidad económica mundial. No en vano fue la capital del Imperio de Japón por muchos años, antes que fuera movida al valle de Edo, lo que es ahora Tōkyō.
Los únicos ruidos que escuchaba era el incesante barullo de los pajaritos, los pasos y apagados susurros de los visitantes y el juguetear del viento a través de los árboles. El Sol golpeaba directamente los torii, haciendo que el pasaje se iluminara de un extraño color rojizo, una mezcla del grisáceo del suelo y el anaranjado rubor de su cobertura.
Noté que cada torii estaba fechado y que había sido donado por algún negocio, familia o individuo. Descubrí que estos torii son patrocinados o donados por estos sujetos, en retribución a la intercesión de Inari en la prosperidad de ellos. Grandes empresas como EPSON, Canon o Rakuten, o pequeños negocios caseros y familias, habían donado uno de estos como respuesta a una promesa. Algunos torii ya estaban desgastados, años de estar empotrados en el monte a la intemperie. Algunos incluso ya se habían caído, con solo sus cimientos como recordatorio. Otros eran nuevos y lustrosos, laca negra y anaranjada proyectando su brillantez. Imaginé como se vería esto desde el cielo. Visualicé los surcos de anaranjado recorriendo el camino, como un mapa de ruta hacia un tesoro, un lugar prometido.
Más adelante, me comencé a ahogar. En un pequeño descanso, me detuve en un lugar con otro pequeño santuario. Bebí más agua y masajeé mis rodillas. El dolor se estaba volviendo insoportable. Miré un mapa de papel que tomé en el punto de información más abajo. Faltaba aún más por subir, además que la ruta se tornaba un poco más inclinada. Me senté en una piedra que habían acomodado como lugar de reposo y miré al cielo. El viento hacía volar mi cabello, pero el Sol comenzaba a agobiarme. Pensé en Amaterasu, la diosa Sol. Mi piel aún sudaba y mi camisa se prendía de mi cuerpo como si estuviera untada de engrudo. Me cuestioné si devolverme. Necesitaba buscar una farmacia, de inmediato. El calor comenzaba a alborotar un manojo de abejas en mi cabeza, un dolor sordo comenzó a atacarme en el fondo. Terminé por beberme toda la botella de agua.
Decidí continuar. Caminaba con pesar, hilos de dolor recorriendo mis piernas y mis brazos. Jadeaba un poco. Entre los torii, los pajarillos continuaban gorjeando, algunas ardillas saltaban erráticamente y los visitantes seguían sobrepasándome. Intente respirar profundo a través de mi máscara tapabocas. El camino se volvió a dividir en dos. No leí que ruta era una u otra, así que tomé la que primero se me ocurrió. La inclinación era mayor, al punto que en algunas secciones, tuve que prenderme de uno de los torii para poder dar un paso. Pedí perdón por mi transgresión, aunque nadie me miró con extrañeza. Tenía yo veintinueve años en ese momento, pero me comportaba como si tuviese ochenta. Incluso, habían personas que parecían de más edad que pasaban a mi lado como si fueran alegres jovencitos.
Continuaba, dando pasos largos. Las motas de polvo blancas volvieron a aparecer en el rabillo de mi ojo. Pensé que estaba enloqueciendo, pero afirmé que mi visión debido a la enfermedad y el calor estaba siendo afectada. Solo quería llegar al tope de la montaña para tomar una foto y dejar constancia de que lo había logrado.
Unos minutos después había de nuevo otra división en dos. Continué por dónde vi que los demás caminaban. Pasé por otro santuario pequeño, dónde un pequeño séquito de personas rodeaban a un sacerdote. Este estaba vestido con un atuendo ceremonial y ofrecía una especie de canto en unos tonos muy particulares. Sus notas eran confusas, bemoles seguidos de notas puras, seguidos de semitonos, escalas extrañas que parecían salidas de otro mundo. Continué con mi caminata, pues notaba que este evento era algo muy personal, como si fuera un cántico funeral. Unos metros más allá, el ángulo de subida incrementó, convirtiéndose en escalones. Paso a paso, ríos de sudor me corrían por la frente, mi respiración saliendo en fuego por mi garganta, haciéndola sentir como si estuviera en carne viva. Seguí caminando, como en automático. Quería terminar esto, devolverme para el apartamento y descansar.
Una señora ya de edad, con un simpático sombrero, me pasó, se detuvo y se tornó a mirarme. Me dijo ganbatte, en tono de apoyo. Yo le hice una venia sencilla. Esto me enterneció un poco, en ver a alguien desconocido preocuparse por un arrogante como yo. Continué caminando entre torii, hasta que sin notarlo me encontré en el tope de la montaña. Estaba sudando ladrillos, mi cuerpo ligeramente entumecido por el dolor y mi abrigo empapado hasta los bolsillos. Una vez llegué allí, saqué un par de monedas, oré al dios entronado en aquel lugar, Suehiro Ōkami, dios de la catarsis, del principio que sigue a cualquier final.
Al frente de este santuario había una pequeña casa de té. Me senté en el umbral de afuera en un pequeño banco de madera, cubierto por un corto techo, forrado con una tela roja y un par de cojines a lado y lado. La encargada del lugar, una señora de edad, me dio la bienvenida con un fuerte irashaimase. Me preguntó que deseaba. Le pedí sin aliento ocha hitotsu to dango hitotsu, una taza de té y un plato de dango, bolitas de arroz cocido y amasado con fuerza en un gran pilón, usualmente hecho de forma artesanal golpeando la masa con unos mazos de madera gigante para suavizarla y hacerla pegajosa. Estos van cubiertos con un líquido espeso que solo puedo describir como similar al sirope de arce. Decidí quitarme el abrigo, pues ya bullía suficiente calor. El Sol había salido en todo su esplendor.
Unos minutos después, la encargada del local emergió con una taza tradicional japonesa con un té de un bonito color entre verde y café, y lo que parecía un pequeño bote de madera, las tres bolitas de arroz pegajoso atravesadas en la mitad por un palito y recubiertas del dulce sirope. Pronuncié un suave itadakimasu, en señal de agradecimiento y comencé a consumir mi orden. Sentado en aquel frontal, sorbiendo cortos tragos de té caliente, veía pasar las personas, algunas fieles creyentes, otras meros transeúntes, visitantes que decidieron ir un día como hoy a una de las vistas más icónicas de la ciudad. El viento revolcaba mi cabello, mecía las ramas de bambú, que hacían un hermoso sonido como la bruma del mar. Sentí como se alejaba el bullicio de los visitantes y se volvía parte del ruido del fondo, risas, voces fuertes, susurros, el sonido de los aplausos que los feligreses hacen al presentarse ante uno de los dioses, el sonido de las monedas que golpean las otras en las cajas de ofrendas, el rumor de las cascadas, el gorjeo de los pájaros. Todo era uno. Uno era todo.
Terminé mi té y mis dango. Le agradecí a la señora, pagué la cuenta y me levanté. Noté que mi dolencia había disminuido, y mi garganta estaba menos adolorida. Era momento de descender la montaña.
Comencé a seguir el flujo de personas que terminaban su trayecto, hasta que llegué a una curva en el camino. Una ráfaga de viento me golpeó, dejando caer muchas de las hojas de bambú sobre mi cabeza y revoloteando mi bufanda hasta volar al suelo en una ladera que daba hacia el bosque que rodeaba el camino. Al parecer no la había amarrado lo suficientemente fuerte y quería recuperarla. El viento no se detenía y seguía levantando el polvo, que cayó en mis ojos. Me acurruqué a un lado del camino para no estorbar, rascándomelos para limpiarlos. Sentía pequeñas piedrecillas adentro, que me hicieron sentirme muy lloroso. En cuanto pude abrí mis ojos y miré alrededor.
Me encontraba en un bosque de bambú, el viento helado seguía golpeándome, resecando mis ojos y meneando los largos tallos de los árboles. A mi lado gorjeaba un pequeño lago y una cascada fluía de una pared de piedra. En el cielo, un aguilucho daba las rondas sobre mi cabeza, emitiendo su característico chillido y las nubes volaban apuradas por la fuerte corriente. Me asusté y me giré a ver alrededor. No había ningún signo de la salida o el camino en el que estaba. Mi morral había desaparecido, al igual que mi bufanda y mi abrigo. Mi celular no estaba en mi mano ni mi bolsillo. ¿Dónde diantres estaba? ¿Me había caído y rodado en la ladera hacia el bosque?
Miré al suelo, buscando alrededor del lago. Encontré una corta ruta de piedrecillas que se adentraba en el bosque, dónde el bambú era frondoso y la luz del sol no llegaba. El olor a musgo era fuerte y las piedras eran resbalosas. Me dirigí hacia allá por inercia. Una vez ya más adentro, comencé a ver las mismas motas de polvo, blancas y negras atravesar el rabillo de mis ojos. Parecían juguetear a no ser descubiertas. Por más que me girara a verlas, o tornara los ojos alrededor, se desvanecían.
De repente, escuché contra el rumor del viento, el sonido característico de una campanilla. El tintineo rompió el viento, silenciando todo lo que rodeaba, como si congelara el tiempo. Un par de segundos más, el mismo sonido. Parecía emerger del bosque. Caminé con rapidez, mis zapatos rascando las rocas, persiguiendo la fuente de dicho sonido. Era un sonido deliberado, frecuente, periódico. Sentía como los hilos de luz que jugueteaban trataban de seguirme y saltaban de rama en rama, la campanilla acercándose más y más. El bosque continuaba cerrando la luz del sol, creando una especie de bruma blanquecina que tapaba mi visión del suelo. Comencé a sentir frío. Me detuve en seco.
¿Frío? ¡Mi gripe! Mi garganta ya no ardía, mis ojos no estaban llorosos, el dolor de mi cuerpo había desaparecido y mi abombada cabeza ya estaba clara, como si me hubieran quitado todas las motas de algodón que llevaba adentro. Traté de toser, pero no tenía ningún atasco en mi garganta ni mi nariz. Respiré profundo por mis fosas nasales. Era un hombre nuevo.
Continué caminando, en persecución de la campanilla. Unos minutos después, llegué a otro claro en el bosque, en dónde la bruma era alta, casi llegando a mis rodillas. Al fondo, un pequeño santuario sintoísta comenzaba, rojos torii marcando la entrada. Me dirigí hacia allá. Una escalerilla subía un poco, sumergida entre los bambúes. Ascendí hasta llegar a un pequeño descanso. En él, una mujer de larga cabellera entre negra y rojiza, y blanca vestimenta estaba sentada en una piedra, peinando su cabello con sus dedos. A su lado, el altar de adoración de este pequeño santuario. Ambos parecían brillar con su propia luz, pues el Sol no les alcanzaba a ver. Me torné a observar a la mujer y comencé a pensar en como hablarle, pues apenas sabía un poco de japonés de supervivencia. Ella siguió absorta en su proceso, el viento haciendo oleadas, como si estuviéramos en el mar.
—Sumimasen.
Ella se detuvo y se giro a verme.
—Maigo ni nattaka.
No entendí lo que me intentó decir. Traté de rebanar mi cabeza para sacar una frase con sentido. Solo pude disculparme por mi falta de capacidad en el lenguaje.
—Gomennasai, nihongo wa chotto.
La mujer giró su cabeza un poco y se levantó de la piedra.
—No hay problema.
Me sorprendí por la súbita respuesta. Un español casi perfecto, inflexiones correctas, pronunciación adecuada, incluso con las entonaciones de mi acento.
—Su español es muy bueno, felicitaciones.
—No. Tu español es muy bueno.
No comprendí lo que quería decirme.
—¿Perdón?
—Te perdiste, ¿no cierto?
Aclaré mi garganta.
—Si, estaba en el camino desde el tope del monte Inari, pero me perdí. ¿Cómo regreso a la ruta del santuario?
La mujer se sonrió un poco.
—¿Monte Inari? ¡Ja ja ja!
No entendí. Iba a continuar con mi pregunta, cuando escuché la campanilla de nuevo.
—Esa campanilla…
—Querido hijo, creo que encontrarás lo que buscas. Has orado con tu alma y he escuchado tus súplicas.
De nuevo la campanilla.
—¡Tú!
Alrededor de la mujer, seis o siete de aquellas motas de polvo se acercaron a sus pies, convirtiéndose en unos pequeños zorros blancuzcos que meneaban sus colas al verme. El barullo de las campanilla se convertía en una sinfonía, en las olas de un mar que iba y venía, con un compás claro.
—Ah, y de eso que sientes ahora… Olvídate. Yo-Oseki se ha encargado.
La bruma me rodeó completamente, la fuerza del viento inclinando los bambúes y arrojando sus frescas hojas en mi cara.
—Diosa Inari…
—Recuerda tu promesa.
—Okyakusama? Daiyōbudesuka?
Abrí mis ojos. Estaba sentado aun en el umbral bajo la casa de té, en la cima del monte Inari. Me levanté de golpe.
—¡Diosa Inari!
Me giré alrededor. El mundo era normal, los visitantes eran normales, el Sol brillaba, el tal bosque no existía. Varias personas se tornaron para mirarme. Me sonrojé.
—Okyakusama! Oshitsukimashite kudasai.
Miré a la persona que me había atendido. Se le veía preocupada.
—Ah, sumimasen. Daiyōbu. Sumimasen.
Solo pude disculparme y decirle que todo estaba bien.
Mi morral estaba allí, mi abrigo y mi bufanda. Miré la taza de té vacía y el barquito de madera untado de sirope a mi lado. La señora que me había atendido emergió con un vaso con agua. Me lo bebí de un solo golpe. Allí fue que noté.
La promesa de la Diosa Inari se había cumplido. Mi cuerpo flotaba. No me dolía nada. Mi garganta estaba perfecta y podía respirar con mi nariz sin problemas. Me levanté del asiento, la señora aún ligeramente preocupada.
—Arigatou gozaimashita. Gochisōsamadeshita. Ikura desuka.
Le expresé mis agradecimientos, agradecí la comida y la bebida y le pedí que me dijera cuánto le debía. Le pagué rápidamente, con una acción que se me hizo como un déjàvu, haciendo una leve reverencia por su ayuda. Con mis ánimos renovados, comencé el descenso, mirando fijamente el lugar dónde en mi visión la bufanda se me había caído. Todo parecía en orden. Respiré profundo sonriente.
Terminé el recorrido bastante alegre. Cuando había regresado a Rōmon, por mera casualidad me volví a encontrar con la señora que me alentó en la subida. Estaba con su grupo de caminantes, o algo así, departiendo un poco al frente del gran torii de entrada. Viendo mi semblante cambiado, me sonrió y puso sus manos en señal de oración. Le correspondí con una pequeña reverencia.
Cuando ya me marchaba del lugar, en tanto crucé la gran puerta de color bermellón escuché una campanilla sonar. Me giré y sonreí. Sabía que debía volver. Pero para ello, un año y medio pasaría, y con el tiempo seis estaciones.
En alguna esquina de Japón, dentro de sus árboles y sus montañas, todos los millones de dioses cantan y bailan, observando las súplicas de los humanos. Y junto con ellos, una diosa de larga cabellera entre negra y rojiza, danzando alrededor del fuego, observando las eras pasar, junto con sus mensajeros los zorros. Sus múltiples facetas siendo únicas para cada uno de los humanos y a la vez tan ilimitadas como almas habitan el Universo. Y así mismo habitan en los corazones de aquellos que creen.