«Es solo un ciclo de cuentos cortos»

Esto es, literalmente, un ciclo de cuentos cortos. Ya se darán cuenta por qué.

Son las siete y treinta y dos minutos. La plataforma se va llenando de pasajeros. ¿Estaré bien vestido?
Me giré para observarme en el vidrio de una de las máquinas expendedoras de bebidas de la plataforma. Corbata en orden, guantes bien blancos, traje en punto. Mis ojos parecen estar un poco cansados, pero es normal. Sombrero bien puesto. Gafas balanceadas.
Desde que conseguí este trabajo como asistente de esta estación hace tres años, he visto miles de personas entrar y salir, como un río de gente. Los trenes circulan uno tras otro como un reloj. Mi trabajo es sencillo, pero debo hacerlo a la máxima eficiencia, verificar que el tren esté bien, que no haya ningún peligro, que las puertas del tren no aplasten a nadie, que ninguna persona, borracha o no, se tire a las líneas, verificar que los trenes estén en buen estado, responder las preguntas de los extranjeros o foráneos, entre otras.
En mi mente repito el mismo mantra, todos los días. Es lo que me mantiene vivo. “Eficiencia y orden”. Si así no fuera, no tendría ni la mínima posibilidad que me asciendan a conductor de trenes y esa es la razón por la que hoy estoy de pie aquí. Por ahora, mi posición es estática, sin mucho movimiento. Vengo de mi casa a la estación y viceversa todos los días de mi vida. Deseo en un futuro poder moverme y poder transportar a nuestros pasajeros con eficiencia y responsabilidad a través de esta jungla de cemento.
¿Qué tanto ha cambiado esta ciudad? Todos los días hay una construcción nueva, una calle nueva. Se renueva, como un cuerpo vivo, quien deja morir las células que ya han cumplido su función y comienza a usar nuevas, recién creadas.
Hay algunos pasajeros que son asiduos usuarios del tren y ya comienzo a reconocerlos. Hoy ha llegado un poco apurado el señor Chaqueta Gris, la señorita Cola de Caballo mira distraidamente su teléfono como siempre y el niño de la señora Vestido Azul está hoy tan hiperactivo como siempre. Es bonito ver que siempre hay alguna constante entre tantas variables. Ellos son un poco como mi familia, aunque no pueda hablarles.
Mi estación no es tan grande como Ikebukuro o Shinjuku. Esas son como ciudadelas completas, con ecosistemas internos y todo. La mía es más reducida, más sencilla y no me gustaría estar en ninguna otra por ahora. Dos plataformas, una sola entrada, perfecto.
En mi reloj son las siete y treinta y cinco. El tren 1529G se avista desde la distancia, plataforma uno. Shirou, es tu momento de brillar.
Doy dos pasos al frente. Respiro profundo y analizo rápidamente a los pasajeros. Nada especial que reportar. Me acerco más a las portezuelas de entrada al tren y respiro profundamente. Hago la acostumbrada señal de bienvenida al tren. Este se detiene lentamente en la estación. La mecánica grabación que retumba por los altavoces me saca de mis cavilaciones.
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku se detendrá en la plataforma número uno. Por su seguridad, manténgase detrás de la línea amarilla.
Segundos después, el tren se detiene y se abren sus puertas. El conductor sale de su cabina para observar los pasajeros que entran y salen. Le hago una pequeña venia y él me responde. ¡Cómo desearía estar en sus zapatos en este momento! Mira con expectativa el resto de su tren, vigilante de que todos los pasajeros salgan e ingresen con bien. Yo le acompaño en sus observaciones. Una música suave comienza a sonar, indicando que el tren debe partir. El conductor hace una seña a ambos lados. Yo hago lo mismo.
—Plataforma número uno, las puertas se cerrarán. Por favor espere al siguiente tren.
El conductor ingresa en la cabina, hago una venia de nuevo y las puertas se cierran. El tren de color verde esmeralda arranca de nuevo. Doy un par de pasos hacia atrás. Bien hecho. Ahora, plataforma número dos, 1026G, dos minutos para arribar.

 

Cuarenta años. Es casi una vida, por no decir dos. De hecho, si mi esposa no me hubiera dejado, pudieron ser tres. Ese es el tiempo que he dedicado como contador de mi empresa, la razón de mi vida y de abrir mis ojos por la mañana. No es mi compañía y no es mi dinero, pero desde que me contrataron hace parte integral de mi.
Recuerdo cuando aún vivía con mi esposa. Teníamos una casa de tres pisos en Takadanobaba. Cuando la compramos era un orgullo, un motivo de regocijo. Era la envidia del barrio y de nuestras familias. ¿Una casa nueva, recién construida en un barrio de altura, casado con una mujer hermosa, trabajadora e inteligente y bajo el prospecto de comenzar a formar familia? Hasta mis compañeros sentían envidia. Todo fue debido al fruto de mi labor y mi esfuerzo. Si no hubiera tenido tanto trabajo y si no me hubiera volcado en ello, no sería en absoluto posible.
Cuarenta años atrás, mi empresa despegó como un cohete. Japón tuvo una explosión económica sin par, ayudada por el crecimiento después de la guerra. La gente compraba más cosas a un mayor costo y las exportaciones incrementaron, especialmente de tecnología. Y con este crecimiento, la gente se animó a leer y aprender más. Allí fue donde entró mi empresa. Importábamos papel del exterior, especialmente de China, imprimíamos millones de tomos, de autores variados y de temas diversos, y se vendían como batatas calientes. No había una librería en todo el archipiélago dónde no hubiera cientos de libros que habíamos publicado o imprimido.
Tōkyō creció, convirtiéndose en una gran metrópolis de la noche a la mañana, una que era la envidia del mundo. Nuestro primer hijo nació en esta época de prosperidad. Con dicho crecimiento, mi trabajo se volvió un poco más agotador, pero desde que pudiera siempre traer luz a mi casa era algo justificado. Mi segunda hija nació unos años después, diez después de mi primerizo. El futuro era brillante y todos eramos felices.
Y entonces, la coyuntura llegó. Mientras antes todo lo hacíamos a pulso y letra, luego con aparatos mecánicos, llegó la alta tecnología y con ello, el advenimiento de la internet. Y en ese momento, mi empresa comenzó a flaquear. La gente comenzaba a leer en sus dispositivos y a usar menos y menos textos de papel. Las cuentas no cuadraban completamente y mis jefes se demoraron en ajustarse a la nueva realidad, a pesar de las múltiples advertencias. Eramos una imprenta, una publicadora y rápidamente los clientes dejaron de tocar nuestras puertas.
Ahora todo lo publican por internet y las personas lo consumen en sus inertes pantallas. Los niños ya no usan libros de papel y no entregan sus exámenes en hojas de respuestas que eramos los únicos que imprimíamos. De imprimir millones de tomos al mes, ahora si acaso vendemos decenas de miles. Mi empresa comenzó a recortar personal y pasamos de tener cuatro sedes y cientos de empleados, a ser una pequeña oficina con un par de docenas de personas. Mi trabajo me consumió, intentando ajustar las cuentas al máximo, pagar las deudas y cobrar a clientes. Comencé a hacer lo que diez o veinte empleados hacían antes. No podía prestarle atención a mi familia, y debido a ello, llegó un divorcio que me destruyó. Acepté múltiples recortes de salario para mantener la empresa a flote.
Mi ex-esposa se quedó con la casa, el automóvil y los niños. En aquella casa de tres pisos ahora viven mis ex-suegros. Ella se casó de nuevo y se fue a vivir a Saitama con su nuevo esposo. Los niños crecieron por su propia cuenta y no he vuelto a saber nada de ellos. Me mudé a vivir en un pequeño edificio en Mejiro, supuestamente con la excusa de que estando cerca, podía volver a verlos. Esto nunca ocurrió. El edificio es una literal ratonera, está a un soplido de caerse y el sector es un poco peligroso. De hecho, solo toco el piso para dormir. El resto del tiempo me lo paso en la empresa.
Al menos todavía tengo trabajo y un motivo.
Mi jefe me llama.
—Buenos días señor presidente, Amano habla. Ya estoy en la estación de tren y en breve llegaré.
Me necesita.
—Claro que si. Allá estaré. Hasta luego.
Al menos todavía tengo trabajo y soy necesario. Hoy, desde hace cuarenta años.
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku…

 

No debí haber bebido tanto anoche. Yo sabía que hoy tenía que trabajar, ¿y entonces, por qué lo hice? Mis amigas son un peligro. Sé que me querían animar, pero no debimos habernos dejado llevar. Ellas no tienen que madrugar tanto como yo. Bostecé exhalando un vaho agrio. ¡Qué asco! Tengo que lavarme la boca lo más pronto posible, o enmascararlo con café u mucha agua.
El dolor de cabeza no me ha abandonado aun, ni siquiera con la medicina que compré en la tienda por conveniencia. ¡Qué día más largo va a ser hoy! Ya presiento que mi jefa me va a gritar hasta en la espalda. Veamos mi horóscopo.
Uh, si, es un día terrible. Mala suerte en el amor y en el dinero. Mi salud estará bien, al menos. Un articulo de suerte de color violeta. ¿Qué ropa interior me puse hoy?
Maldito Kei. Lo odio tanto. ¿Por qué tuvo que haber terminado conmigo? Yo lo amé mucho y nuestra compatibilidad era increíble. Me entregué en cuerpo y en alma a cada una de sus locuras. No olvidaré el día que me instó a llamar al trabajo a decir que estaba enferma para que nos fuéramos de paseo al monte Fuji. Me divertía mucho con él. Mis amigas envidiaban que estuviera saliendo con un tipo alto, fornido, con una musculatura definida y sonrisa radiante, activo y buen deportista, gran amante. Era perfecto. Quizá se cansó de mis imperfecciones, de mis celos, de mi fealdad.
No, no, Hanako, estás en la estación de tren. No vamos a llorar más. Estamos ya maquilladas y nos espera un día largo de trabajo. Distraigámonos.
Así que ya comenzó a publicar fotos con su nueva novia, ¿no? ¿En el monte Fuji? ¿Eh? ¡Le hizo la misma! ¡Qué tipo! Uh, ¡qué rabia la que siento! Pero más tonta soy yo, ¿por qué me martirizo? ¿Por qué aún le sigo? ¿Por qué me duele tanto?
Yo no soy fea en realidad, me considero bonita. Mis amigas siempre me lo han dicho, aunque no tenga el cuerpo perfecto. Soy trabajadora, responsable y amigable. Hay miles de hombres en esta ciudad, mucho mejores, más inteligentes y más respetuosos. Por ejemplo… A ver, ¿quién hay a mi alrededor?
Bueno, este es un barrio tranquilo y esta es una estación pequeña. No hay mucho material. Cuando pasemos por Harajuku ahí si que me fijare y quizás por qué no, coquetee un poco. Es la mina de los hombres bellos.
Ah, ¿a quién engaño? Anoche ni me bañé, hoy tomé una ducha rápida, me maquillé a la carrera y me puse lo primero que vi. Más atractivo tiene un saco de arroz. Pero bueno, hay que ser práctica en la vida.
Por cierto, ¿hoy tengo aquella entrevista? Le escribiré a mi jefa.
Que tedio me dan las entrevistas, personajes públicos haciéndose de famosos y respondiendo lo que les da la gana, para que después me toque editar todo y dejar una sola página. Y después, inicia el juego de tenis de mesa en el que el representante lee la entrevista, pide cambios, los hacemos, el editor se queja y pide más cambios, y se repite todo en un ciclo sin fin. No me gusta, no me gusta para nada.
Shinagawa, diez a.m. Entendido.
Está bien, Hanako, hoy sera un día largo, pero lo daré todo de mi.
Maldito Kei, adiós. Yo puedo valerme por mi misma.
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku…

 

Otra vez está ella esperando el tren a la misma hora. Me da muchísima pena y espero que no se entere que la miro todos los días.
Ha de constar que no salgo a esta hora a tomar mi tren a la escuela porque la quiera ver. Ha de constar que no obligué a mi mejor amigo a despertarse más temprano para tomar este tren a esta hora.
Por cierto, Kiyokazu es muy ruidoso.
—Otra vez estás mirando a la chica aquella, ¿no?
—Cállate, Kazu.
—¿Cuándo te van a crecer los huev…?
—Cállate, Kazu.
Él tiene la razón. Debería simplemente hablarle. Se ve que vive cerca porqué siempre se le ve radiante, bien arreglada, muy madura, nunca agitada. Hoy está un poco sombría, con el ceño un poco curvado. ¿Algo le habrá pasado?
—Y aún sabiendo que tú le gustas a Murata de la clase tres.
—No molestes, Kazu.
—¡Es verdad! Me lo dijo Sakiko, que es amiga de ella.
¿Qué le habrá pasado? ¿Estará enferma? ¿Tuvo una pelea con su novio? ¿Tiene novio? ¿Peleó con sus amigas? ¡Cómo desearía ser adulto y poder hablarle!
—Deberías comenzar a salir con Murata, ella es bonita. Nunca tendrás la mínima posibilidad con esta chica. Ella es una adulta, y tú eres un mocoso.
—Igual que tú, tonto.
—Pero al menos yo lo admito, por eso salgo con Sakiko. Además, ¿has visto a Murata últimamente? ¡Increíble par de tet…!
—Cállate, Kazu.
Voy a hablarle. Si, hoy es mi día.
—Espérame acá.
—¿Qué?
—Ten mi morral.
—El tren ya va a llegar, Ryou.
—No demoro.
La estación está un poco llena, pero no hay ningún problema. Solo tengo que llegar… Alcanzar…
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku se detendrá en la plataforma número uno. Por su seguridad, manténgase detrás de la línea amarilla.
Miré hacia el horizonte, el tren frenaba con rapidez. Debo lograrlo.
—Disculpe…
Se giró despacio. Sentí que el corazón se me encajó en la garganta. Su belleza me atemorizó de inmediato y se me congelaron todos los músculos. De frente era más bonita, sus ojos y sus labios brillantes me cegaron.
—¿Si?
—Ah… Yo…
—Perdón, debo tomar el tren…
—Yo…
—Plataforma número uno, las puertas se cerrarán. Por favor espere al siguiente tren.
Y sin esperar entró al carruaje.
—¿Estás bien?
No se si me escuchó, pero se me quedó mirando mientras las portezuelas se cerraban y el tren se iba. Resignado, expelí una palabra soez en voz baja y regresé hacia Kiyokazu. Su cara era una mezcla entre una burla y una sonrisa sincera.
—¿Qué?
—¿Y?
—No alcancé a decirle nada.
Se carcajeó mientras me entregaba el morral.
—Eres un mocoso.
—Igual que tú, tonto.
—Piénsalo, olvídate de esta chica, ni conoces su nombre siquiera. En cambio, Murata…
—Ya para, Kazu.
Todavía sentía los latidos de mi corazón en mis oídos. Solo escuché un par de sus palabras de su boca y su voz era tal como la había imaginado. Simplemente hermosa. Nunca olvidaré este encuentro, por más fallido que hubiera sido.
—En breve, el tren con destino a Ikebukuro y Ueno se detendrá en la plataforma número dos…

 

—Y entonces, ella me dijo, “vamos a jugar un juego”. ¡Qué miedo!
—¿Con ese tono de voz?
—Si, con ese mismo. Casi se me sale el corazón.
Me reí del comentario de Paloma, mi mejor amiga.
—¿Hoy para dónde es que vamos?
Por fin, después de tanto trabajar y cansarme el lomo, se cumplió uno de mis más grandes sueños. Después de cantar canciones sin saber que era lo que decían, de ver personajes de animación hacer proezas imposibles, leer cómics manga y más de cien series, además de hacer un buen esfuerzo ahorrando, había por fin tocado suelo nipón. Llevábamos menos de doce horas en Tokyo y estábamos cargadas de energía.
—Hoy vamos para el palacio Imperial. Tenemos que estar allá a las nueve, es la cita que tenemos.
—Entendido.
Mi mejor amiga me copió. También es igual de fanática a la cultura japonesa, aunque ella me gana. Por poco y el día de hoy sale haciendo cosplay. Yo la obligué a que se cambiara el disfraz de una protagonista de una serie popular de animación por ropa más común, antes de salir del apartamento que rentamos.
—Y después de ello, nos vamos para Akiba.
Solté un corto chillido. Esa palabra detuvo mi aliento.
—¿Akihabara?
Ella se sonrió. La adoro con todo mi corazón, me conoce muy bien.
—La Meca del mundo de manga y el anime.
La abracé. Sentí que los ojos de más de uno se posaron sobre nosotras. Me subió un poco de pena y me alejé.
—Gracias.
—No, no. Si es nuestro primer día real en Japón, es de lógica que vamos a ir al lugar más importante para nosotras.
Me preocupé un poco.
—Tengo un poco de miedo, ¿me gastaré mucho dinero?
—No te preocupes, entre las dos nos tenemos que controlar.
La miré de reojo.
—Sabes que es más fácil que los cerdos vuelen que podamos controlarnos la una a la otra.
—Y sabes que, ¡estamos en Japón! ¿No escuchas la gente a nuestro alrededor? ¿Qué están hablando? ¿Ves los letreros que nos rodean? ¿Qué dicen? Creo que nos merecemos esto, merecemos gastar un poquito. Darnos la buena vida. Despreocúpate.
Sabía que así debía ser. Sentí un remolino de felicidad en mi pecho. Todavía no lo había dimensionado. Estaba en Japón, con la persona que más quería. Con vuelos de veintiséis horas y dos paradas desde Madrid, fue un sacrificio muy difícil. Si no hubiera sido por ella, me hubiera enloquecido.
—Quiero ir a Harajuku.
—¿Eh? ¿Y a qué viene ese comentario?
—Quiero comprarte algo en Takeshita-dōri.
Se sonrió y acercó su cara a la mía.
—Gracias.
El mundo se detuvo, el ruido de nuestro alrededor se desvanecía. No pude hablar.
—Y yo te compraré un crépe de aquellos famosos.
Asentí y sonreí.
Mamonaku, ichibansen ni, Shinjuku, Shibuya hōmen yuki ga mairimasu. Abunai desu kara kiiroi tenji burokku made osagari kudasai.
El intempestivo anuncio nos sacó de aquella burbuja en la que habíamos entrado. Entendía un par de palabras de aquel mensaje, pero en su total era difícil de interpretar.
The local train will arrive shortly on track one. Please stand behind the yellow line.
—¡Ya llega, ya llega!
—Si, ya llega.
Era mi primera vez montando un tren de la famosa línea Yamanote. Estaba muy emocionada.
—Prepara la cámara.
—No, después habrán más oportunidades.
Seguí tomando su mano fuertemente. No la quería soltar. Ella me correspondió.

 

—¿Es ese Hayami?
—Si, es Hayami.
—Pero está con Inamura, ¡qué tedio!
—Hey Rie, estás hablando de mi novio.
—Pero sabes por qué lo digo, ¿no?
—Si, si, aun así, es mi novio. Explícame, ¿qué le ves a ese cerebrito?
—Sakiko, es una buena persona, es respetuoso, amable y muy inteligente.
En realidad siempre lo había admirado. Simplificar mis sentimientos hacia él era un acto de cobardía. Lo conozco desde la escuela primaria, estuvimos en la misma clase por dos años y vive cerca de mi casa. Sin embargo, siempre me ha sido difícil hablarle. En los exámenes siempre está dentro de los primeros cinco, aunque es un poco malo para los deportes. Vive con su madre y su hermana menor. Tiene un trabajo de medio tiempo después de clases para poder ayudar en casa. Es una lástima que no hemos podido compartir clase desde aquél curso en primaria.
—¿Y entonces? ¿Por qué no te confiesas?
—No, no, es imposible. Estamos en clases diferentes, además…
Mi corazón lo sabía. Estaba perdidamente enamorado de aquella mujer. Todos los días la observa directamente, como si no quisiera quitarle la mirada de encima. La busca con sus ojos a través de esta pequeña estación. No tiene ojos para nadie más y mucho menos para alguien tan plana y básica como yo. Rie se giró a verlo.
—El cobarde, sigue mirando a la dicha modelito como todos los días.
—Espera, Sakiko…
—No, es que en tanto le diga… ¿Sabes que?
—No, no…
A Sakiko se le subió el color y comenzó a caminar hacia ellos. La detuve del brazo.
—Espera, no digas nada.
Infló sus mejillas y me miró directamente.
—¿Qué? ¿Tú crees que es bueno para mi verte como sufres por este tonto?
—No digas nada, Sakiko. Por favor.
Me giré a verlo de nuevo. Le había entregado el morral a Inamura, y se dirigía con paso decidido hacia la chica aquella. Un dolor sordo se me clavó en el pecho. Hayami había encontrado la respuesta en su corazón.
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku se detendrá en la plataforma número uno. Por su seguridad, manténgase detrás de la línea amarilla.
Sakiko se quedó también callada, observante de la situación. Veíamos que le hablaba, pero no sabía que era lo que estaba pasando. El ruido de la gente y de la estación no me permitía escuchar la conversación. Se le notaba tenso, tembloroso, congelado. La chica aquella le dijo algo e ingresó al tren una vez se detuvo. Él se quedó en la plataforma, mirándola fijamente a través de la compuerta del tren. Sentía que mis ojos se llenaban un poco de lágrimas y mi boca se abría.
—Plataforma número uno, las puertas se cerrarán. Por favor espere al siguiente tren.
Finalmente el tren partió, la mirada de Hayami siguiendo la silueta del carruaje irse en el horizonte.
—Rie…
Observé como si él hubiese dicho algo al aire, mientras se daba media vuelta. Inamura seguía observándolo, sosteniendo su morral en la mano.
—Rie…
Inamura se burlaba de él, tenía ese ademán que siempre hacía cuando se mofaba de alguien. Me enojaba. ¿Se había declarado? ¿Qué le había dicho a la chica? ¿Por qué se le había quedado mirando tan fijamente? Se le veía decaído, triste. ¿Qué había pasado? ¡Hayami, cuéntame, habla conmigo!
—¡Murata Rie! ¡Me vas a arrancar el brazo!
Salí de mi estupor y le solté el brazo a Sakiko. La observé, le habían quedado las marcas de mis dedos en él.
—Lo siento, Saki, lo siento.
—Tenemos que hacer algo, Rie, por tu bien.
Se masajeó con fuerza el lugar dónde la comprimí.
—¿Qué habrá pasado?
—Ya lo investigaré. Por ahora, tranquilízate. Le preguntaré a Kazu.
—Gracias.
—Para eso estoy, para eso estoy. ¡Aw, casi me revientas el brazo!
—En breve, el tren con destino a Ikebukuro y Ueno…

 

¡Allí está! ¡Con ese porte y esa altura! Señor asistente de estación, ¡cómo se ve de bien hoy!
Él es nuevo en ese trabajo, solo lleva tres años, dos meses y cuatro días en el puesto. Al principio se le notaba muy inseguro, muy rígido. Ahora se comporta como un natural en su cargo. He visto su evolución desde su llegada y claramente, es loable.
Ah, se está revisando como siempre en la máquina expendedora. Está usted radiante, téngalo por seguro. Y yo, como una tonta fisgoneándolo desde mi apartamento afuera de la estación. En esto entretengo mi vida, encerrada en estas cuatro paredes, confinada a una vida atrapada bajo la sombra de la familia de mi esposo. Si mucho, salgo a hacer las compras, pero de resto, es innecesario usar el tren. Además, no tengo el derecho de hablarle. No se me ocurriría jamás, solo adorarlo desde la distancia.
Si solo mis padres no me hubieran casado a la fuerza y si tan solo mi esposo fuera una mejor persona. ¡Cómo sueño el día que usted viene, toca a mi puerta y me saca de este encierro, señor asistente de estación!
No me considero su admiradora, sería iluso pensarlo. Y no se si tenga esposa o hijas. Lo único que sé, es que vive cerca y que hace su trabajo con perfección y dedicación, como nadie más pudiera hacerlo. Quisiera hablarle, pero no puedo. Vivir juntos, prepararle la comida, despedirlo día tras día y recibirlo con amor por la noche cuando termine su turno. De solo pensar en ello me emociono. Pero por ahora, solo me contento al verlo a través de mi ventana y de mis binoculares.
—En breve, el tren con destino a Shibuya y Shinjuku…

«El vendedor de almas»

¿Sabes qué es un mito urbano? Es una consecución infinita de personas relatando una historia, inicialmente no muy interesante, una hacia la otra, y deformándola lentamente hasta hacerla fantástica y por último, memorable. Quizás en tu pueblo o tu ciudad existan aquellos cuentos, de proezas naturales o situaciones paranormales. De hecho, estoy muy seguro que las hay alrededor tuyo, solo debes esperar que llegue una de estas a tus oídos o pantallas.
He decidido escribir este corto relato para no olvidar las extrañas circunstancias que han ocurrido alrededor de mi y dejar registro escrito para jamás olvidarlo. Mi nombre es Frederik Baum, y tengo, si no estoy mal, cuarenta y dos años. He vivido en este pueblo desde que tengo memoria. Conozco sus calles y sus callejones, conozco los límites y las fronteras y el espeso bosque que le rodea, sin embargo no he querido ir más allá. No hay necesidad.
La población en mi ciudad fluctúa con el tiempo, como visitan las olas del mar la costa para después irse. Nadie se quiere quedar más de veinte o treinta años. Algunos incluso salen en tanto llegan. Podrías decir que es un pueblo de errantes, que arriban, se quedan un rato y después sin excusarse se van. Así he conocido a varias personas, quienes se tornaron en mis amigos pasajeramente para después desaparecer sin un rastro. Me dicen que van a mandarme cartas o que van a escribirme mensajes al celular, pero en realidad se olvidan de sus promesas rápidamente. Es gracioso que mencionen cartas, en el pueblo no hay oficina de correos ni buzones.
Incluso tuve una novia, no se hace cuántos años, con quien lo mismo ocurrió. Llegó un día, nos conocimos, comenzamos a salir y unos meses después como impulsada por algo, se despidió de mi y del pueblo, supuestamente en búsqueda de un mejor trabajo en el exterior. Yo lo supe mejor, no la volvería a ver ni sabría más de ella. Y así fue. No estoy seguro hace cuántos años eso pasó.

Lo único en común que he escuchado durante todo este tiempo ha sido un relato, bastante tergiversado y variante, que las personas que se van a ir cuentan justo antes de departir.
En todas las versiones se dice que existe una persona, ya bastante mayor, canosa y de cara agotada, que habita una casona casi destruida en las afueras del pueblo. Algunos dicen que es inmortal, otros dicen que no es así, simplemente hacen parte del mismo linaje y van heredando de mano en mano dicho castillo. Le llaman el vendedor de almas.
Hay algunos que dicen que es un sujeto bastante formal y agradable, apacible y siempre listo para ayudar y aconsejar con el poder de su experiencia. Hay otros que dicen que es la viva representación de la Muerte, y que una vez uno cruza la mirada con él, uno muere o desaparece de la faz de esta Tierra. Ello explicaría el hecho de que las personas que se marchan del pueblo no se vuelven a contactar con quienes quedamos de este lado, pero ahora bien, ¿dónde estaría guardando los cuerpos? Como te decía, en un buen mes pueden entrar al pueblo trescientas o mil personas, y salir la misma cantidad más o menos. ¡Qué sótano más inmenso debía ser!

Hace unos meses, en un momento en el que el recuerdo de mi ex-novia regresó a mi mente, sentí mucha curiosidad. Todos hablaban de un castillo o una casona medio derruida. En todos mis años de vida jamás había visto tal lugar. Armado con un mapa del poblado, salí en su búsqueda, siendo tan metódico como pudiese, pues no podría dejar calle o callejón sin recorrer. Mi casa queda en el costado norte de la ciudad, así que comencé allí. Preguntaba a los transeúntes que me encontraba si habían visto al tal señor o la tal casona. Muchos me conducían a pistas sin salida, otros me advertían de no continuar con mi búsqueda, pues podría fallecer en el momento.
Mi búsqueda siempre concluía una vez me topaba con el espeso bosque de los alrededores, el lago que limita en un costado, o con el ancho río que fluye hacia este. Demoré dos meses buscando todo el cuadrante norte, y atrás mío corrió el fin del invierno y el principio de la primavera. Como ves, tengo mucho tiempo en mano.

Continué yendo hacia el oriente. Apuntaba todas las pistas que encontraba, los relatos que las personas me contaban, las anécdotas, la apariencia del señor o de la casa. Señalé en el mapa cada ruta que tomaba, cada bloque que recorría, cada posible localización del tal castillo. Era necesario para poder resolver el misterio. Me sentía como un detective, yendo tras la pista de un caso particularmente complicado. Eso me llenaba de felicidad, pues nunca en mi vida me había animado a hacer nada, a ser algo.
Las anécdotas de la casa eran variadas pero la idea general era bastante similar. Es una casa antigua, con un frontal de piedras y portón de lúgubres y altos barrotes, que terminan en la parte superior en una punta de lanza. Las piedras están algo destruidas y consumidas por una hojarasca entre verdosa y otoñal, que se aferra y se mete en ellas. El portón está un poco oxidado y desnivelado también, como si jamás le hubieran hecho mantenimiento. En ninguna parte figura un nombre o si quiera un indicativo de quien vive allí.
Hacia adentro, hay un jardín de espeso y alto prado, jamás cuidado y escasamente podado, además de una fuentecilla manchada por los años de intemperie con moho y musgo firmemente adheridos a esta. Dicen que hay un par de arbustos de frutilla u otras bayas y dos frondosos árboles, no se sabe si de abeto o de carbonero, con unos troncos gruesos y rígidos, que dan una sombra amplia pero adicionan más oscuridad a la composición, volviendo aún más tenebrosa la edificación.
Hablando del castillo propiamente, la descripción varía mucho, pero generalizando dicen que se trata de una casona de unos dos pisos más ático, también de piedras lastimadas por el tiempo, con unos ventanales altos y de vidrios en forma de rombo y un par de detalles de madera aquí y allá. El primer piso se dice que es de unas dos o tres personas de altura. Dicen que por la noche no se ve ninguna luz en el lugar, como si no viviera nadie allí.
Y ahora, hablando del habitante de dicho lugar, los recuentos de las personas también varían mucho, pero se dice que es un señor alto, como de dos metros y un poco más, de cabello grisáceo más tirando a blanco, largo y frondoso, de frente amplia, cejas y pestañas despobladas, ojos cansados, llorosos y ojerosos, arrugas pronunciadas y nariz gruesa. La descripción del resto de la cara es un poco complicada, pues hay algunos que dicen que tiene labios gruesos y nada de vello facial, otros dicen que tiene bigote y barbas largas y de color y longitud similar a su cabello, haciendo imposible detallar su boca.
Dicen que es escuálido y de piel arrugada y sin lozanía. La descripción de sus ropajes es también variada, pues hay quienes dicen que viste muy moderno y actual, con pantalones de mezclilla amplios y camisas sencillas o tipo polo, mientras otros dicen que siempre viste de frac, muy elegante, agregándole fuerza a su ya natural presencia.

Otro par de meses después finalicé mi búsqueda en este cuadrante, sin hallar rastro de dicha casa o dicho sujeto. El verano se acercaba inclemente, así que decidí detener mi pesquisa. Se decía que en particular esta estación iba a ser bastante fuerte, con temperaturas alcanzando los cuarenta grados. Yo no me consideraba particularmente viejo, pero ya sentía que a mi edad debía comenzar a cuidarme. Los siguientes dos meses me la pasé en mi piso, viviendo tranquilamente, bajo el marco de la vieja y conocida complacencia que otorga el aire acondicionado y el buen flujo de agua potable y fresca.
El calor disminuyó con rapidez en tanto el otoño se acercó. A decir verdad, estaba ya bastante cómodo al haber regresado a mi ritmo de vida anterior. De vez en cuando miraba la mesa sobre la que acumulé todos los detalles de mi investigación, bastante animado por continuar, pero en tanto pensaba que tenía que caminar de nuevo por todas las veras de mi pueblo, me volvía a lanzar en plancha sobre mi sofá, a dormir como un gato viejo, a pesar que ya estuviera fresco por el otoño.
Dicha pereza se convirtió en frustración, y esta frustración se convirtió en un continuo cuestionamiento de mis acciones. ¿Para qué estoy haciendo esta investigación? ¿Solo para saciar una curiosidad intelectual personal, o para lograr algo más, afirmar públicamente la explicación de dicha leyenda y sacarla de una vez de su estado como mito urbano? Me lo preguntaba todos los días. Y mientras mi cabeza maquinaba, los días pasaban y más personas entraban a mi pueblo y se iban de aquí. En mi vida he visto más de veinte vecinos del piso de al frente, y unos miles en todo el edificio. Nunca me puedo relacionar sentimentalmente con ninguno ni con nadie, porque en muy poco tiempo desaparecen, se esfuman, incluso después de sus enfáticas promesas en las cuales nunca se olvidarían de mi o me habrían de escribir.
Ni aquellos que yo llamaba padres se quedaron. Primero se esfumó mi padre y luego mi madre, ambos cuando yo tenía siete años. Ya ni recuerdo sus caras y ni una fotografía me queda de ellos. De hecho, no conservo ninguna foto, ni siquiera de paisajes o mías. Todas las arrojé a la basura.

Un buen día recibí una llamada de una de las personas que a las que había encuestado atrás en primavera. Me urgió a salir de inmediato a la calle, si era posible en bicicleta o en automóvil, pues en un lugar al sur de la ciudad había encontrado la casa del susodicho hombre. Dijo que me esperaría hasta que yo llegara para hacerme compañía. Me dictó la dirección, la cual apunté con un poco de desgano. Ya tenía dicha información y la casa no iba a volar o desaparecer por arte de magia en el aire. Me disculpé aduciendo que estaba un poco ocupado, le pedí que no me esperara y continuara su rumbo, le agradecí y le colgué.
Miré de reojo el mapa desplegado sobre la mesa y localicé rápidamente el lugar. Este terreno aparecía como un lote baldío, una especie de parque sin uso. Suspiré profundamente. Lo más seguro y posible es que mi mapa estuviera desactualizado. Puse la nota encima del mapa y me recogí de nuevo en el sofá. Decidí que esto podría esperar un poco más.

Ese día no dormí. Di vueltas en mi cama recriminando mi pasividad. Nunca jamás estuve tan cerca de resolver este caso pero la pereza me consumió. Sentí como los ácidos de mi estómago se revolcaban.
Me levanté a eso de las tres, serví cuatro vasos de agua que me tomé a golpes, cambié mi pijama por la ropa que había tenido ese día, me puse un abrigo y zapatillas para caminar, tomé una linterna y mis materiales de investigación y salí. La ciudad era toda penumbra, con solo un par de luces aquí y allá. El lucero y su séquito de estrellas me hacían compañía, mientras que la Luna ignoró su comando de salir hoy. El cielo estaba claro y aún así la oscuridad era espesa.
Caminé con tranquilidad. Al final de cuentas, este pueblo era perfectamente seguro. Para llegar a la casona, debía caminar alrededor de dos horas casi en línea recta. Esperaba cruzarme con alguien en algún punto del trayecto, pero la hora era tan inclemente que me los imaginé a todos dormitando apaciblemente. Me dio un poco de envidia y culpé a mi mente de nuevo por mi infortunio.
Miré mi brújula tambalearse de un lado a otro. A pesar que mi pueblo parecía que había sido construido con regla y cincel, prefería la seguridad de algo que me marcara el horizonte. Confirmaba mis alrededores con el mapa. Un poco más de una hora después, me aproximaba rápidamente a la dirección que me dictaron. Comencé a sentir mucha ansiedad.

La dirección era la correcta. Este era el lugar. Confirmé mi mapa y taché con un bolígrafo rojo el punto. Mis ojos no daban crédito a lo que veía. Era un terreno vacío, un parque, como el que el mapa indicaba. Indignado, apreté fuertemente el mango de la linterna y la arrojé al suelo, haciendo un alboroto en tanto las baterías salieron disparadas en todas direcciones. Quería gritar, pero al pensarlo por segunda vez concluí que no sería buena idea.
¿Quién habría sido el culpable? ¿Yo? ¿Dicha persona? Sin titubear, comencé a marcar el número de teléfono del sujeto que me llamó previamente. ¡Qué incrédulo era yo! Había sido víctima de una broma. Me sorprendió escuchar el mensaje que siguió a mi marcación. El número no estaba asignado, era un número incorrecto. Lo verifiqué dos, tres veces e intenté llamar en repetidas ocasiones.
El sol comenzaba a salir. Allí, en aquella esquina del cuadrante sur de mi ciudad, con el corazón despedazado, me dirigí hacia el oriente. Debía saber que había ocurrido.

Eran ya las diez mal contadas de la mañana. Indagando alrededor pude confirmar que aquella persona había salido ayer rumbo a casa de uno de sus amigos en el sur. Me mostraron el lugar dónde habitaba. Toqué la puerta con el ánimo de derribarla y al no recibir respuesta, decidí abrirla a la fuerza. No ofreció ninguna resistencia. Del otro lado, el piso se encontraba totalmente vacío. Los vecinos de alrededor, quienes se habían aproximado por mi estruendo, observaban atónitos la situación y aseguraban que el día de ayer alguien habitaba dicho lar, una persona ya entrada en años, amable y carismática. Intenté llamar de nuevo a su teléfono sin obtener respuesta. Era lógico, había abandonado nuestro pueblo intempestivamente. Pregunté si alguien sabía dónde habitaba el amigo aquel. Nadie supo responderme.

La desaparición de dicha persona hizo que me volcara de nuevo en la investigación. Pedí prestada una bicicleta y comencé a andar de nuevo, recorriendo calle tras calle de mi pueblo dirigiéndome al sur. Tuve que convencerme de que la casa no había simplemente desaparecido y que probablemente se habían equivocado dictándome la dirección. Con el sol a cuestas, en pleno verano, avancé por todos los callejones del sur en menos de quince días. Mi piel se había tornado oscura, tostándose por efecto de la luz solar. Nunca encontré tal casona, ni siquiera en las direcciones que fueran similares.
El verano se alejaba rápidamente y nuevos vientos comenzaron a circular. Proseguí por el occidente. Los relatos eran similares a los que ya había comentado previamente, confirmando la mayoría de las sospechas. Fui bastante enfático en preguntar si sabían la dirección del tal vendedor de almas, pero todos me enviaban en direcciones impares. Un día a principios de otoño, marqué la última calle que me faltaba por recorrer.
Mientras regresaba a casa arrastrando la bicicleta con mis manos, de mis ojos manaron ríos de lágrimas sin parar. Estaba cansado, aburrido, atónito. Era un mito. No me había equivocado en mi aseveración inicial, un sueño común que todos aquellos a los que había encuestado habían sufrido, un espejismo, un imaginario colectivo. La gente alrededor me miraba preocupada pues no es usual ver a un señor de cuarenta y dos años arrastrando un caballo de acero, cabizbajo y sollozando en público.
Con mi cara sucia, líneas bien demarcadas bajando por mis mejillas, retorné agradecido la bicicleta y me metí en mi piso para llorar un rato más. Arrojé todos los materiales de mi investigación, incluyendo el mapa, sobre la mesa, líneas y cruces rojas marcando cada una de las sendas y puntos de interés encontrados. ¿Por qué no había atendido el llamado de dicha persona? Si hubiera actuado en el momento, hubiera podido terminar con el caso. Tomé una larga ducha, mientras detrás de mis ojos conjuraba imágenes de miles de casas y edificios, lugares que había visitado y re-visitado durante estos meses. Me sequé, me puse una pijama limpia y me arropé sobre la cama. Dormí tres días seguidos, sin despertarme para comer ni abrir los ojos.

Al vespertino del tercer día emergí de mi cama sediento, escuálido y hambriento. Comí lo que encontré en la casa, bebí doce vasos con agua, me volví a duchar, me vestí y en tanto me iba a sentar en el sofá, alguien tocó a mi puerta. Atendí.

—¿Señor Frederik Baum?
—Si.
—Tengo correo para usted.
Miré detenidamente la apariencia del tipo. Jamás en mi vida había visto un atuendo así. Era un uniforme café de pies a cabeza, con una boina extraña del mismo color. Pero, ¡en este pueblo no existían correos, ni buzones!
—¿Correo?
—Así es, aquí está.
—¿Hay correo en este pueblo?
El tipo se carcajeó fuerte.
—¿Qué tipo de pueblo no habría de tener correos?
Me entregó la misiva, me hizo una venia, se dio media vuelta y se retiró con rapidez. Seguí estupefacto en el umbral de mi puerta. Abrí la carta. Adentro había una pequeña tarjeta de cartón. “Necesito verte. Dirígete a esta dirección.” Al pié, la firma del vendedor de almas.

Dejé caer la tarjeta al suelo, me puse un par de zapatos y salí. La dirección era muy cerca. De hecho, era al otro lado de mi edificio.

Y allí estaba, tal como me la habían descrito, portón derruido, piedras desperdigadas, hojarasca seca y despedazada, prado alto, fuente ennegrecida, setos de bayas, dos árboles gigantes a par y par de un castillo de tres pisos hecho de piedras, con ventanales de vidrios en forma de rombo. Entré asustado, mi corazón rebotando y queriéndose salir fuera de mi boca. Yo había pasado por acá, estaba ciento por ciento seguro de ello. ¿Cómo no iba a ver al otro lado de mi edificio? ¡Esto no tenía sentido!
Mientras avanzaba despacio a la puerta del habitáculo, como un gato cauteloso, comencé a recordar. ¿Qué había al otro lado de mi edificio? Mi mente jugueteaba. Había visto tantas casas y calles en los últimos meses que me costaba ver la imagen con claridad. ¿Era un parque u otro edificio de apartamentos? De repente era una cafetería o un restaurante. ¿Era una farmacia o una casa? No lo sabía, no lo sabía. Quizá todo el tiempo había estado allí y mi mente la había ignorado. ¿Quién iba a decir que la casa que había buscado los últimos meses estaba tan cerca? ¡Era imposible! Pues fue posible y aquí estaba yo, en su jardín.

Llegué al gran portón de madera y toqué con fuerza. Del otro lado podía escuchar unos pasos apurados, tan pesados que hicieron vibrar la tierra bajo mis pies. La puerta se abrió y al otro lado observé al sujeto. Era tal como me lo habían pintado. Alto como un árbol, flaco, cabello largo y cano, cejas despobladas, arrugas por toda la cara e hinchadas ojeras, una nariz como una pelota de tenis de mesa, sin barba ni bigote y labios gruesos, secos y amoratados. Vestía un sencillo conjunto de pantalones de lino color café y una camisa tipo polo blanca, además de un par de zapatos marrones inmaculados y brillantes.
—Sigue, Frederik.
—¿U… usted me conoce?
Mi voz titubeó y mi garganta hizo un graznido que me hizo dar pena.
—Por supuesto, somos vecinos, al fin de cuentas.
—Pero…
—Sigue, sigue.
Avancé sin pensar. Su presencia era imponente, me era imposible negarme a sus mandatos. Del otro lado de la puerta, había una sala bastante sencilla, dos sofás de cuero color chocolate, una buena alfombra color roja, una plácida chimenea y pequeños detalles adheridos de las paredes, unas banderas, una pintura del mar, un par de espadas cruzadas y un trio de puertas cerradas que dirigían a no se donde. El olor del lugar era agradable y acogedor, como el olor de la madera recién cortada y vuelta tablones.
—Qué bonita casa, señor…
Se sonrió.
—No tengo un nombre en realidad. Sé que la gente me llama vendedor de almas. Me puedes decir vendedor. Y gracias, a pesar de la espesura de afuera, adentro me esmero en tener todo en orden, pero verás, por mi edad es difícil encargarme de todo.
—Me imagino, si.
—Toma asiento por favor, debemos hablar.
Me dirigí a uno de los sofás y me senté en él. Era suave y muelle. En el otro se sentó él.
—Y… ¿De qué tenemos que hablar?
—Me enteré que estabas buscándome.
Comencé a sudar un poco. Tragué un nudo que tenía en la garganta, dejando un hedor en mi olfato, tan fuerte que me dio asco.
—Si, si señor, lo estaba buscando.
—¿Con qué objetivo?
Titubeé un poco y miré a un lado.
—Pues, todo el mundo habla de usted y su mansión como si fuera un mito, algo que nadie ha visto personalmente, pero que alguien, un amigo, si ha visto.
—Ya veo.
—Y además…
Dejé salir una sonrisa nerviosa.
—La gente dice que otras personas desaparecen cuando lo conocen. Se van del pueblo y no se les vuelve a ver o saber. Algo así me ha pasado algún tiempo atrás.
Recordé a mi ex-novia y al sujeto que me llamó al iniciar el otoño. Sentí un poco de miedo, armándose un silencio bastante largo e incómodo. De repente, el señor vendedor comenzó a reírse con fuerza. El piso vibró al compás de sus carcajadas.
—¿Eso es lo que dicen? Sandeces.
Lo miré extrañado. El miedo se disipó.
—Yo solo les aconsejo, hablo con ellos y les abro el panorama. Este pueblo es solo un lugar de paso, ¡la verdadera aventura, el verdadero aprendizaje está afuera!
—Pero… ¿Por qué los que se han ido se olvidan de los que aún vivimos acá?
El tipo suspiró fuertemente. Admito que cuando dije esta frase, la expresé con sentimiento y un poco de rencor.
—Frederik, antes de responderte, ¿puedo preguntarte algo?
—Si.
—¿Cómo te sentiste con tu corta pesquisa?
—¿Perdón?
—Así es, durante tu investigación acerca de mi, ¿qué sentiste? Cuéntamelo detalladamente.
Sentí la ira llenarse en mi garganta. El horrible hedor se escapaba como la bruma gélida de un vaso lleno de hielos.
—¿Corta pesquisa? Siete meses de mi vida desperdiciados, solo para hallar que usted vivía detrás de mi edificio.
Asintió en silencio.
—¿Para qué? Para darme cuenta que de veras usted existía y era tal y cual las historias lo hacían ver. ¿Con qué objetivo? ¿Qué historia voy a contar, qué relato voy a decir? ¿Que lo busqué por más de medio año y en realidad usted estaba detrás mío? ¿Con que insana ridiculez voy a asentar eso? Se burlarán por generaciones. Lo peor es que a pesar de todos los sacrificios que hice, prefiero enterrar esta historia que hacerla pública.
Hablé tan rápido que perdí el aire.
—Eso sientes tú ahora, en este momento. ¿Qué sentiste aquel día de invierno en que comenzaste a indagar acerca mío? ¿O al iniciar el verano durante tu pausa de casi tres meses? ¿O hace un mes cuando ignoraste la llamada de aquella persona?
Mi pecho se detuvo. Me costó respirar y mi corazón se detuvo en seco.
—¿Cómo sabe de esto?
De nuevo se sonrió.
—Y entonces, dime los pormenores. ¿Qué sentiste?
Me rasqué los ojos con los dedos. Respiré profundo y comencé a recapitular.
—Al principio era solo curiosidad. Sentía que quería saber la realidad, pues todas las historias acerca de usted eran tan fantasiosas, incluso cuando mi ex-… Cuando una persona cercana a mi desapareció de la nada. Quería acusarlo, confrontarlo, hablar con usted, preguntarle por qué se los ha llevado, dónde están, por qué no me contactan, por qué me abandonan.
Se mantuvo en silencio.
—Cuando comencé a investigar al norte, descubrí más datos interesantes acerca de usted y de su forma de ser, hablé con una gran multitud de personas y trabé interesantes conversaciones. Visité de nuevo muchos lugares por los que ya había estado antes. Miles de personas fueron marchándose del pueblo paulatinamente, y aquellas con quienes había hablado días atrás de repente ya no estaban. Mi investigación al oriente fue similar, pero más conflictiva. Habían días donde una persona que conocía en la mañana, por la noche ya se había ido del pueblo. Comenzaba a cansarme y el verano estaba por iniciar.
Miré sus ojos que seguían clavados sobre mi.
—Me desanimé mucho y me quede encerrado en casa. Me despertaba para bañarme, comer, sentarme en el sofá y volverme a acostar. El calor en realidad no era tan agobiante, pero me resguardé más bien para cuestionar lo que estaba haciendo, buscando una excusa para no salir. Cuando aquella persona me llamó, seguía tan aburrido que considere arrojar todo a la basura y continuar con mi pacífica vida.
—Y ese día no dormiste.
—No. Tuve que ir a aquel lugar, mi curiosidad se desbordaba causándome insomnio. Cuando no lo hallé y me enteré que dicha persona había desaparecido también, sentí que debía conectar los cables de nuevo.
—Pediste prestada una bicicleta.
—Debía cubrir más campo en menor tiempo, ya no podía darle más largas.
—¿Y…?
—Me sentí con más vigor. Ya que iba con mayor rapidez, hablé menos con las personas, aunque aún así les saludaba. Me tosté, la piel se me puso oscura y despellejaba con frecuencia. Aún así no me detenía y marcaba mi camino en el mapa. Pase dos veces por el lugar que me habían dictado por teléfono, como esperando algún cambio, como un acto de magia.
Aclaré mi garganta y miré al suelo.
—El día que cubrí la última calle que me faltaba sentí que había perdido mi tiempo. Estaba acabado, agotado mental y físicamente. No había llorado jamás en mi vida, pero en este momento sentí que era necesario.
—Dormiste tres días seguidos.
—No se que me llevó a hacerlo, pero eso me ayudó muchísimo, aclaró mi mente. Hoy me desperté, recibí su invitación y aquí estoy.
Suspiró profundo de nuevo y apeñuscó por fin sus ojos.
—¿Y ahora que sientes, Frederik?
Ya no tenía rabia. Sentía que las preguntas se agolpaban en mi cerebro.
—Tengo tantas preguntas…
—Y te las responderé. Pero, al final de todo, ¿te gustó hacer la investigación?
No titubeé.
—Si.
—¿Te gustaría ser investigador? ¿Usar tu curiosidad para resolver casos o misterios?
—Si, este caso me abrió los ojos, me pareció entretenido.
—¿Tienes la motivación suficiente para hacerlo?
—Creo que si.
Se levantó del sofá. Lo seguí con los ojos.
—Pues entonces, como te decía… Allá afuera, lejos de este pueblo, hay casos más extraños, más intrincados, que solo tú puedes resolver.
Apuntó con su mano extendida hacia un lado y un poco hacia arriba. Bajé la mirada.
—Lo siento.
—¿Por qué?
—No me iré del pueblo. Aquí está mi casa, nací aquí y aquí probablemente moriré…
Giré mi cabeza hacia él y bajé mi voz a un susurro.
—…Si primero no me mata usted.
Se quedó mirándome extrañado.
—Pero… ¡Allí afuera, estoy seguro que tu carrera como investigador florecerá! ¡Tienes el espíritu, el empuje y las ganas! Si algo, toda la pesquisa que te hizo llegar a mi tuvo un excelente resultado.
—No. No me iré. Muchas gracias.
Se dejó caer sobre el sofá como un bloque de plomo. El suelo a mis pies vibró con fuerza. Se le veía más avejentado de lo normal.
—¿Cuántos años tienes?
Su pregunta me sorprendió. Conté en mi cabeza para poder darle una buena respuesta.
—Cuarenta y dos.
—¿Estás seguro?
Volví y llevé la cuenta, esta vez valiéndome de mis manos.
—Si, cuarenta y dos.
—Te equivocas, Frederik.
—Estoy seguro que tengo esa edad.
—No. ¿Cuántas veces has cumplido cuarenta y dos?
Al escuchar estas palabras, mi mente se hizo un amasijo. Cerré mis ojos por inercia y lágrimas comenzaron a brotar de ellos. Detrás de mi edificio habían a la vez un parque, un edificio, una cafetería, un restaurante, una farmacia y una casa de dos pisos. En mi mente el tiempo fluía como un péndulo, hacia adelante, hacia atrás, y las imágenes de mi memoria se distorsionaban.
—¿Cuántas veces has cumplido cuarenta y dos años, Frederik Baum?
Su voz sonaba más fuerte, golpeada.
—Respóndeme.
Detrás de mis ojos podía ver mis manos arrugándose con rapidez, formando manchas oscuras, tornándose esquelética, forrada a los huesos, delgada y frágil, para tornarse otra vez lozana y clara, como ahora. Era imposible detener mi llanto.
—Frederik, ¡cuántas veces!
—No sé.
—Si lo sabes.
—¡No lo sé!
—Doscientos treinta y cinco años, Frederik.
—No.
—Frederik, tienes doscientos setenta y siete años.
—Es imposible.
—No lo es.
—¡Es imposible!
—¡Frederik!
Me levanté del sofá, abriendo mis ojos y buscando la salida. En dónde minutos atrás estaba el grueso portón de madera, ahora solo quedaba una muralla de piedras. Las demás puertas también se habían desvanecido. Me arrojé contra dicha pared, golpeándola con fuerza.

El vendedor tenía la razón. Sentí como el mundo giraba bajo mis pies. Detrás de mi edificio hubo un parque, un edificio de apartamentos, cuyo primer piso se volvió una cafetería, que se tornó un restaurante, que se torno una farmacia, y que recientemente fue demolido en su totalidad para tornarse en una casa de dos pisos. Y todo esto había ocurrido a lo largo de más de doscientos cincuenta años.
Me tiré al suelo, sollozando.
—Ahora sabes cuál es mi trabajo. Ahora sabes por qué todos esos rumores.
—Eres Dios.
Soltó una carcajada.
—Jamás osaría compararme con Ellos. Solo soy un asesor, alguien que orienta a las almas, les vende ideas en su mente para que puedan descansar y tomar un nuevo rumbo cuando regresen a la otra vida.
Me giré hacia él, mis ojos aún rellenos de lágrimas.
—¿Otra vida?
—Más allá de este pueblo.
—¿Estoy muerto?
De nuevo una carcajada.
—Frederik… ¿Qué quieres hacer?
—¡Respóndeme!
—¿Qué quieres hacer con tu vida?
—No me quiero ir.
—Llevas casi trescientos años atrapado en este pueblo. Eres una de las personas que más tiempo lleva en este lugar. Hemos tenido esta misma conversación unas ocho veces en el pasado y aún así no te puedo obligar que tomes una decisión. Millones de personas entrarán y millones de personas se irán de aquí con un nuevo objetivo en sus vidas y tú seguirás en el mismo lugar.
Suspiró desesperado.
—Y mientras tanto, yo continuaré aquí con mi misión, facilitando la vida de las demás almas, vendiéndoles la idea de continuar por su rumbo.
Hizo un trucar de dedos.
—Allí está la puerta.
Me levanté con rapidez, la abrí y partí huyendo. El cielo se había tornado oscuro, estrellado, infinito.

¿Sabes qué es un mito urbano?

«Amores de Pascua»

Desesperada y sin saber que hacer, llamé a mi gemela. Sin saludar fui directo al grano.
—Efraín se marchó.
—¿Qué?
—Si, mientras yo hacía unas compras, tomó una maleta, metió dos o tres conjuntos de ropa y se fue sin avisar.
—¿Y no te dijo nada?
—No me escribió nada y dejó el teléfono encima del comedor.
—¿Eso cuándo fue?
—Antier, creo por la noche.
—¿Y por qué no me habías dicho antes? Qué tal que le haya pasado…
—No sé, estaba esperando que apareciera… ¿Será que llamo a la policía?
Mi hermana se quedo callada un momento.
—No creo que sea una buena idea. Ya sabes, con aquél haciendo la práctica…
—¿Mario?
—Shhhh… ¡No lo nombres!
Me fue inevitable soltar una carcajada.
—¿Cuál es el misterio con él?
—Tu sabes… Le carga mucha rabia a Efraín desde que ustedes se casaron.
—¿Y que tiene que ver eso? Si a alguien le debe cargar rabia es a mi, yo fui quien forcé a Efraín a casarse conmigo.
—No, no, tú no lo forzaste, él simplemente pudo hacer dicho que no.
—Pero no lo hizo. Y yo creo que por eso se fue, no aguantó más.
—No lo digas, él se veía que te amaba muchísimo.
Se hizo un silencio un poco incómodo.
—¿Y entonces, qué vas a hacer?
—Pedirte un favor. ¿Puedes averiguar en la casa de los padres de Efraín si han sabido algo?
—OK, déjame termino por hoy en la notaría y voy.
—Gracias hermanita, si sabes algo, llámame de inmediato.
—Con gusto, saludos de nuestros padres.
—Igual, dales mis saludos, pero no les cuentes nada.
—Got it. Cuídate.
—Bye.
Colgué. ¿Dónde demonios se había metido?

Hace dos años decidí regresar a San Julio de Pascua para por fin perseguir al amor de mi vida, Efraín. Había estado loca por él desde que estábamos en el jardín infantil, pues era la única persona que de veras se interesaba en mi bienestar, a pesar de su fragilidad. Recuerdo muy bien un día en que trepamos unos árboles y él se quedó abajo con Elisa, simulando agarrarse del tronco, sudando la gota gorda, incapaz de subir. Mario se mofó de él por días, pero a mi me pareció divino. Era supremamente estudioso e inteligente, quizás el único en poderse codear con Elisa y conmigo, pero siempre lo arruinaba todo por algún lío con sus padres. El día anterior al examen de validación para la universidad estuvo buscando a su padre entre cantinas y hospitales, para encontrarlo al siguiente día en el pueblo de al lado, borracho hasta la coronilla. El día de la competencia de matemáticas del Reino, él era la esperanza de nuestra pequeña escuela, pero no pudo atender porque se rompió el brazo mientras ayudaba a su madre en búsqueda de bayas para vender en el mercado en las laderas alrededor de su casa.
Me casé con él no solo porque lo amaba genuinamente, pero también para protegerlo de estas situaciones. Si Efraín sigue viviendo en San Julio, será un caso perdido, y no me parece justo que un hombre tan único y inteligente se echase a perder.
Un poco enojada ya, me levanté de mi puesto en la empresa donde trabajaba y pedí un par de minutos para calmar mi ansiedad. ¿¡Dónde se había metido!?

Unas horas después de recibir esta llamada cerré la notaría, después de un típico y largo día de trabajo gracias a la fama inusitada que tenía nuestro pequeño despacho, y me dirigí hacia la casa de los padres de Efraín. Era una casa de dos pisos muy poco usual, ubicada en un barranco alejado del centro del poblado. Es la única que fue construida allí, en precarias condiciones, al parecer porque el dueño original detestaba la cercanía de la sociedad, y se nota. No hay otro habitáculo a más de quinientos metros a la redonda.
Después de casarse, Marisa y su esposo vivieron en un piso pequeño que rentaron en el centro del pueblo por unos meses. Mientras vivieron en dicho lugar, Efraín nunca vivió tranquilo, y era más el tiempo que pasaba con sus padres ayudándoles con sus tejemanejes que al lado de su esposa. No quiero decir que mi hermana es celosa, pero a ella no le gustó nada que priorizare tanto a sus padres sobre las necesidades de ella. Unos meses después, se fueron juntos a la capital de la provincia, con el objetivo que Marisa pudiese seguir trabajando y Efraín se preparara para su ingreso, un poco tardío, en la universidad.

Desde pequeña sabía que Efraín estaba enamorado de mi. Su insistencia en meter la nariz en mis asuntos y la forma como me observaba cada vez que teníamos la oportunidad lo dejaban ver a leguas. A mi él no me disgustaba en absoluto, siempre buscaba mi compañía, me hablaba con insistencia y ternura, me impulsaba a subir más allá del escalón en el que estuviera. Gracias a él es que soy lo que soy ahora, por su apoyo, persistencia y presencia. Cuando nos quedábamos solos a hablar por horas, sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. Me da pena admitirlo, pero me excitaba muchísimo. Soñaba que aprovechaba el momento, me tomaba en sus brazos y… En fin.
A menudo, nuestros compañeros de escuela daban por sentado nuestra relación, pero yo lo sabía mejor. Marisa había estado prendada de él desde que estábamos juntos en el kindergarten. Eso fue lo que me hizo no actuar por mis propias necesidades y no acceder a sus torpes acercamientos. Me costaba, me costaba muchísimo aguantarme. Quizás movida por estos sentimientos encontrados, es que comencé a buscar compañía en otros hombres, bajo el famoso precepto de que “un clavo saca a otro clavo”. Lo único que logré fue enterrarlo más y más en mi pecho. Estudié por correspondencia, no por ahorrarle dinero a mis padres, pero por seguir estando a su lado. No pasamos mucho tiempo juntos durante ese tiempo, pues quería reemplazar mi necesidad de estar con él con mi dedicación entera a las actividades académicas. ¡Qué tonta fui! Es por eso que cuando me gané la beca y comencé a estudiar en la capital, le dí el ultimátum a mi hermana. O se arriesgaba ella o lo tomaba yo.
No debí haberlo hecho. Ella tiró su vida a la borda por amor debido a mi intrusión. Al final de cuentas, pareció que resultó bien, hasta el día de hoy. No sabía si estaba preocupada o feliz de que él la hubiese abandonado.

Llegar a la casa de los padres de Efraín era bastante difícil. Eran unos cuatro o cinco kilómetros del centro del poblado, pasando por una cuesta un poco empinada, que desde que tengo memoria siempre me dejaba sin hálito. Cuando era estudiante no era nada, pero dos años desde que tomé el despacho de mi padre había perdido un poco la forma. Eran ya las seis, así que asumí que alguno de sus padres ya estarían en casa. Toqué fuertemente al portón.
—Perdón, buenas tardes.
Nadie me contestó. Toqué con más fuerza.
—Perdón, señores.
Empujé la puerta hacia adentro. Según la ley policíaca del Reino número cuatrocientos veintidós, inciso treinta y siete, artículo veinte, si la puerta de un habitáculo está medio abierta y no asegurada, no es intrusión abrirla del todo. Intrusión es pasar del umbral de la puerta. Desafortunadamente estaba totalmente cerrada.
Tomé mi teléfono celular y llamé al número de teléfono de la casa. Aún lo guardaba en mi memoria de tantas veces que lo usé para contactar a Efraín. Mientras timbraba de mi lado, presté atención para escuchar el repicar del otro lado. Me sorprendió no escuchar nada.
—¡Santo padre!
Me asomé en la ventana. Al otro lado de la delgada cortina podía ver las líneas vacías de aquella casa que me fue conocida hace unos años. Intenté forzarla a que se abriera. Mi mente se puso en blanco. ¿Qué ley me escudaría en caso que pudiese entrar? No tuve que pensar mucho pues estaba firmemente asegurada. Di un par de pasos hacia atrás y miré al segundo piso. Todo parecía bien cerrado. Miré la casa por todas sus aristas, ni un resquicio estaba ligeramente abierto. Instintivamente marqué a la policía. Iba a colgar, pero recordé que no había recurso legal al malgastar el tiempo de los agentes de seguridad del Reino y la pena era un poco cuantiosa. Para colmo de males, me contestó él.

¡Qué día tan aburridor! Bostecé con ganas. Sé que arranqué con el curso para policía hace dos años, pero era muy pendejo que me dejaran calentando silla en el comando, contestando teléfonos, aparatos que jamás sonaban, ni siquiera para bromas. Yo me imaginaba que mi vida como policía iba a ser más llena de acción. ¿Pero que iba a pasar? A la final, en este pueblo de mierda nunca pasa nada. Era mejor mi trabajo como seguridad del mercado. Bueno, al fin de cuentas este trabajo como gendarme era bueno y pagaba bien.
¿Por qué mis demás compañeros se iban siempre a hacer las rondas y me dejaban el trabajo aburridor a mi? ¡Por qué!
Me paré a preparar otra taza de café, cuando se hizo el milagro. El teléfono comenzó a timbrar. Corrí desaforado a contestar.
—Comando de policía central, habla Narvaez.
Escuché alguien quejarse. Me senté pacientemente a escuchar mi interlocutor. Miré la pantalla del identificador del número, era un teléfono celular.
—Hola Mario.
No esperaba escuchar dicha voz. Era bastante similar a la voz de aquella. Se me subieron un poco los calores.
—¿Elisa?
Aclaré mi voz. Decidí actuar profesionalmente.
—Doctora Elisa, ¿cómo está?
Ella también tosió un poco de su lado.
—Muy bien, Narvaez. Estoy investigando algo y tengo un par de dudas.
Su entonación era un poco errática. Según un perfil criminológico, estaría ocultando información.
—Doctora, pero esta línea es solo para emergencias.
—Lo sé agente, pero entenderá que es quizás un poco de emergencia. Estoy buscando el paradero de los padres de Efraín.
Escuchar ese nombre me llenó el estómago de ácido. Me levanté de la silla por inercia y mi voz se subió sin querer.
—¿Y ahora qué con ese imbé…?
Respiré profundo y cerré fuertemente mis ojos.
—¿Qué pasó, doctora?

Me dí un golpe de frente. Esto era lo peor. Se veía que Mario todavía estaba obsesionado con toda esta situación. Sus interjecciones lo delataban. ¿Qué podía hacer? ¿Darle información parcial?
—Si. Vine a buscar a los padres de Efraín para preguntarles algo, pero al parecer su casa de habitación está desocupada. ¿Sabe usted algo al respecto?
Se hizo un raro silencio al otro lado de la línea. Desde mi posición podía escuchar un barullo a la distancia, hacia el centro del poblado.
—La verdad no sé nada, doctora.
Su voz se volvió un murmullo.
—Y ni me interesa.
Simulé que no le escuché. El resentimiento en el aire se podía cortar con un cuchillo.
—¿Perdón?
—No, nada, doctora. ¿Tiene una emergencia en manos?
Me dí a la pérdida. Mi error comenzó en el momento en que llamé a esta línea.
—Si, Efraín Malverte ha desaparecido. Mi hermana Marisa cree que había regresado a San Julio. Vine a casa de sus padres con el ánimo de preguntarles si conocían su paradero, pero ya verá…
Escuché un par de golpes del otro lado de la línea.
—Se lo dije… Se lo dije a ese parásito.
—¿Qué?
—Doctora, voy para allá. Espéreme por favor.
Colgó.

Dios mio, Efraín. Eres un imbécil. Te lo dije, te lo dije con dolor en el corazón el día anterior a tu matrimonio. Si herías a Marisa de alguna forma iba a ir por tu cabeza. Espero que haya una buena justificación para tu actuar. Tomé el radio oficial.
—¿Quién está mas cerca del comando? Hay un dos-tres-tres que debo atender.
—¿Qué pasa, Narvaez?
—Recibí llamada de la notaria. Dos-tres-tres en Lomapreta, voy de salida en la motocicleta.
—Espera, espera.
No esperé. Me monté en el aparato, lo encendí y salí disparado.

Él sabía que Marisa me había gustado desde siempre, él sabía que yo quería casarme con ella y yo por mi parte sabía que él gustaba de Elisa. ¿Por qué accedió a casarse con ella? Era una traición, era un traidor. ¿Por qué lo hizo? Siempre quise preguntarle, pero nunca lo hice. ¡Era una situación tan injusta!
Pero la verdad, ¿quién era el más imbécil de los dos? Marisa ya me había rechazado cuando me echó de la casa de sus tíos hace años. ¿Por qué me aferraba de esta manera a mis sentimientos? ¿Qué tenía que probar? ¿Por qué ingresé al cuerpo de policía? ¿Quería que Marisa me aceptara de alguna forma? ¿Qué tenía de bueno Efraín?
—¡ARGH!
Me comenzó a doler la cabeza. El ruido de la moto no ayudaba en nada.

Efraín siempre fue una persona muy honesta. Fue sin lugar a dudas mi mejor amigo, el único que aceptó mi forzada amistad cuando mi familia se mudó a este poblado. Mis padres siempre fueron errantes y me arrastraban sin dudar de un lugar a otro. Nunca tuve amigos, nunca hubo tiempo para ello. Es por eso que cuando llegué aquí y lo conocí, fui muy feliz. A pesar que él no gustaba de mi forma de ser, me aceptó como amigo y accedió a ser parte de nuestro pequeño grupo.
Aguantó mis juegos bruscos, me ayudaba a menudo con las tareas y siempre procuraba estar al tanto de nuestro bienestar. ¿Estaba siendo mezquino? ¿Por qué le cargaba tanta rabia? Marisa tenía toda la razón en quererlo a él más que a mi. Nunca le demostré tanto afecto como él a ella. Buscar cariño era demostrar debilidad y no era algo popular con las chicas cuando estábamos en la escuela. Era volverse blanco de las burlas de los demás chicos y eso era inaceptable para mi. Tenía que ser un macho. ¿Pero al final del camino que gané por ello? Perdí al amor de mi vida y aún así fui la burla de todos, cuando volví hecho añicos después que ella me rechazara.
Quizá no he aprendido nada de esta experiencia.

Llamé a Marisa.
—Hola.
Su voz se escuchaba muy tensa, quizá un poco llorosa.
—Hermana, lo siento.
—¿Qué pasó?
El temblor en su voz se tornó más pronunciado. Escuché un par de sorbidos nasales. Seguro había llorado.
—Al final tuve que llamar a la policía. Parece que la casa de los padres de Efraín está vacía.
—¿Qué?
—Toqué y toqué. Nadie me abrió. Miré por la ventana y la casa parece estar vacía. No pude ver ningún mueble adentro.
Marisa se desmoronó de su lado de la línea.
—Tranquila, tranquila. Ya viene Mar… Erm, un agente de policía. Vamos a investigar todo muy bien por nuestro lado.
Los sollozos se tornaron más fuertes.
—¡Fue mi culpa!
—¡Qué no fue tu culpa!
A lo lejos escuché el fuerte ruido de una motoneta acercándose.
—Te llamo en poco, la policía ya viene. Por favor serénate.
No me respondió. Jamás había escuchado a mi hermana llorar así, ni cuando eramos niñas. Ella siempre se caracterizó por su fortaleza. De veras amaba mucho a Efraín. Sentí un poco de vergüenza por mis pensamientos de hace un rato y colgué. Mario llegó con rapidez, frenando casi en seco al verme. Se le veía diferente desde la última vez que lo vi. Su semblante estaba serio. Se retiró el casco de policía y lo colgó en la manivela de la moto.

—Doctora, ¿cómo está?
—Dejemos las trivialidades Mario, y hablemos en serio. ¿Sabías que los padres de Efraín se habían ido?
Noté que se estresó un poco.
—Ni idea. No llevamos cuenta de los habitantes del pueblo, más ahora con el turismo.
—Es verdad.
—Un segundo.

Se dirigió a la puerta y tocó fuertemente.
—Don Rafael, doña Martina.
Nadie contestó. Se asomó a la ventana como hice anteriormente, sustrajo una pequeña linterna de un bolsillo en su atuendo y la apuntó hacia adentro. Asintió.
—Efectivamente, está vacía.
Miró todo por fuera, buscando detalles. Decepcionado, tomó la radio de la solapa de su camisa.
—Aquí Narvaez, investigando el dos-tres-tres de Lomapreta. ¿Alguien sabe a quien contactar sobre la casa de la ladera? ¿El arrendador de la casa?
Me sorpendió su uso del código Dos Tres Tres, desaparición de un sujeto.
—Narvaez, no tenemos idea. Toca llamar a Catastro.

¡Claro! ¡El Curador Urbano! Lo llamé de inmediato. Era tarde, pero probablemente aún me atendería.
—¡Doctora! ¿A qué debo el placer de su llamada?
—Doctor Albert. Necesito una información acerca de un predio.
—Y supongo que tendrá un permiso judicial para solicitarlo.
—No. Estamos investigando la desaparición de una familia.
—¿Estamos? ¿Y la policía?
Mario me arrebató el teléfono. No se me hizo grosero, pues sabía que era con buena intención.
—Habla Narvaez, de la policía. La doctora me informó de dicha desaparición. Necesitamos la información del dueño de la casa de Lomapreta.
No pude escuchar la respuesta del curador.
—Claro que si, en un par de minutos estamos en su despacho. Gracias.
Me pasó el teléfono. El curador ya había colgado.
—Debemos ir de inmediato. Sube a la moto.
Siempre le había tenido un miedo innato a estos aparatos. Dudé un par de segundos, mientras Mario se ponía el casco de nuevo y luego me pasaba uno. Decidí tragarme el susto y subir sin dilación.
—Aférrate fuerte, vamos con rapidez.
Lo agarré con fuerza de la cintura. La súbita aceleración me hizo saltar el corazón y el miedo hizo que mi mente se paralizara. Todo se hizo blanco. Solo fue hasta cuando llegamos a la curaduría que volví en mi. Me bajé del aparato con las piernas temblorosas.

La curaduría ya estaba cerrada. Era normal, ya eran más allá de las seis de la tarde. Tocamos a la puerta. El curador se encontraba solo en el recinto, dándonos la bienvenida y apurándonos para que entráramos en su despacho. Tomamos asiento.
—Doctora Elliot, agente Narvaez. Ahora, explíquenme la situación.
Mario tomó la palabra. Como agente de policía primaba más su explicación que la mía.
—Investigo el caso de desaparición de la pareja de esposos que vivían en la casa de Lomapreta.
Su voz comenzó a temblar. Siempre se le hacía difícil mentir.
—No hay registros en el ayuntamiento, entonces queríamos saber que registros del dueño de la propiedad, el arrendador, están asentados en la curaduría.
El tipo dudó un poco.
—Decía usted que la doctora le informó de dicha desaparición. ¿Y eso?
—Pues, ella… Quería…
Mario se enredó solo. Respiré profundo y le ayudé.
—Mi hermana, Marisa, está casada con el hijo de dicha pareja. Ella está buscando divorciarse, pero él ha desaparecido.
Mario se giró a verme, sus ojos se salían de sus cuencas. Parecía parte preocupado y parte emocionado por el prospecto de un divorcio.
—Sin dirección a cual notificarle, ella no puede hacerle llegar la comparecencia ante el juzgado. Por eso fui a buscar a sus padres, en caso que ellos supieran algo acerca del sujeto, pero ellos también parecen haber desaparecido. Es por eso que involucré a la policía.
El curador me miraba con curiosidad.
—¿Y cuál es su interés en este caso? Puede dejárselo a la policía.
—Voy a representar a mi hermana como su abogada.
—¿Y tiene a mano la notificación?
—No. Está aún en la capital, a manos de mi hermana. Ellos vivían juntos hasta hace poco.
El tipo se tiró hacia atrás en su silla, haciéndola traquetear. Suspiró profundamente. Se irguió y digitó un par de cosas en su computador.
—No lo supieron de mi.
Apuntó un par de cosas en una hoja de papel amarillo.
—Aquí está.
Respiré tranquilizada. Mario asintió en agradecimiento.
—Muchas gracias.
Me levanté de la silla mucho más liviana.
—Me ha de deber una, doctora.
—Así es, don Albert.
—Éxitos con la demanda.
Tosí un poco, aclarando mi garganta.
—Veré que sea procedente.
Mario y yo nos retiramos del despacho lentamente. Se le notaba un poco inquieto. Una vez emergimos de la curaduría, no quiso esperar.

—¿Se divorciarán? ¿Se divorciarán?
—Mario, no seas tonto. Era una mentira. ¿Aún guardas esperanzas después que te rechazó?
Se quedó boquiabierto.
—¡Qué tan poco conoces a Marisa! Y aún así pretendías casarte con ella. Tu sabes que cuándo a ella se le mete algo en la cabeza, no lo suelta.
—¡Pero…!
Me giré a verle. Se le veía desinflado.
—Adiós Mario. Fue bueno verte. Muchísimas gracias por tu colaboración.
Miré detalladamente la información del dueño y marqué rápidamente el teléfono, mientras caminaba en dirección de la notaría. Ya no habría nadie allí, así que podría hacer mis pesquisas sin interrupción.

El señor que me contestó era efectivamente el dueño de la casa de Lomapreta. La casa la había ocupado la familia de Efraín desde hace más de treinta años y hace dos días habían desocupado. Como era una casa tan retirada del centro, se fueron sin mayores aspavientos, sin que nadie alrededor lo notara y sin avisar a la alcaldía. Le pregunté si sabía para dónde se habían marchado. Me dijo que no sabía, pero insinuó algo acerca de un pueblo vecino. Le pedí que me diera algún detalle, un teléfono o una dirección. Me dijo que no tenía ningún dato de contacto, a exceptuar un número de teléfono. Lo apunté y le di las gracias. Marqué dicho número.

—Ahoy.
—¿Con quién hablo?
—Disculpad, ¿a quién necesitáis?
—Necesito al señor Efraín o Rafael Malverte.
—Con él habláis.
La voz no era la de Efraín, en absoluto. Era una voz carraspeada, agotada, con un acento que me recordó a películas del siglo pasado.
—¿Don Rafael?
—Si, ¿quién habláis?
—Soy Elisa Elliot, la hermana de la esposa de Efraín.
—Ah, doctora Elisa, buenas noches. ¿Cómo conseguisteis mi teléfono?
Decidí mentir un poco.
—A través de la alcaldía. Estoy buscando el paradero de Efraín.
Hubo un silencio muy largo.
—Disculpad, ¿qué dijisteis?
—Estoy buscando el paradero de Efraín. Hace dos días salió de su casa en la capital en la que convivía con mi hermana, llevándose una maleta y sin informar su rumbo.
Escuché unos gritos un poco amortiguados.
—¡Martina, Efraín se ha volado de la capital!
—¡Ay, este pendejo!
—Eli lo está buscando.
—Por Dios, para cogerlo a azote. Es que déjenme que lo vea. ¿Con quién hablás?
Escuché la voz clara de doña Martina.
—Hola.
—Buenas noches, doña Martina.
—¿Es esta Mari o Eli?
Me dio un poco de escalofríos escuchar el diminutivo de mi nombre. Ni mis padres se daban ese lujo.
—Elisa, señora.
—Hola Eli. Disculpadme, la verdad no se dónde está el inútil de mi hijo, pero apenas lo vea, le daré su buena golpiza.
—No hay necesidad, señora, con tal de que nos informe. Marisa está muy angustiada.
Escuché como el bramar de una vaca al otro lado de la línea.
—Ay, es que dónde lo vea. Rafa, llamadlo a ver que dice.
—Señora, creo que no se llevó el teléfono.
—Ay, torpe. Este muchacho nos va a matar.

Decidí preguntar.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaron con él?
—Pues justo hace unos días, hija.
—Supongo que le contaron que se iban a mudar.
—Ay.
La llamada se silenció abruptamente. Al fondo escuché una charla un poco acalorada.
—Vos te pusiste a contarle que nos íbamos a mudar, ¿no?
—Pues es que era importante, Martina.
—Pos si, pero dijimos que le íbamos a contar después del trasteo.
—¿Oh si?
—Par de pendejos que son. Hombres tenían que ser. Os aseguro que se vino como un toro a ayudarnos y seguro le pasó algo.
Su voz se aclaró de nuevo.
—Eli, lo más seguro es que esté en camino para acá.
—Bueno señora. Si sabe cualquier cosa me puede llamar al número de teléfono desde el que la acabo de llamar.
—Ya mismo voy a llamar a Mari para calmarla.
—No hay necesidad…
—No que ni ochenta pendejadas, ya verás…
Me colgó.

Me dolía la cabeza de todo lo que había llorado. Jamás en mi vida había estado así. Pedí el resto de la tarde, aduciendo que me encontraba enferma. Fui al baño del piso, me miré al espejo y estaba destrozada. Regresé al comedor, tomé su teléfono entre mis manos y lo manipulé. Estaba bloqueado como era usual. Intenté varias pistas, pero no se desbloqueaba. Me frustraba y casi lo arrojo al suelo de la rabia. Antes de hacerlo, timbró. Aclaré mi garganta y contesté con rapidez. Era un teléfono desconocido.
—Hola.
—Mari, ¿cómo estáis? Con Martina.
Me sorprendió escuchar la voz de mi suegra. Sorbí mis flemas.
—Doña Martina, ¿cómo está?
—Yo estoy bien. Ya me he enterado de la situación.
—Ah, ¿sí?
—Dónde yo vea a este muchacho le daré un buen coscorrón.
Se me salieron las lágrimas sin querer.
—Pero…
—Sin lloriquear, mujer. Efraín puede ser un pendejo, pero siempre saca la cabeza cuando lo necesita. ¿Quién sabe que le habrá pasado?
—Elisa me contó que ustedes se han mudado de San Julio…
—Si, nos vinimos a Pontemadera, una ciudad vecina. Ya que el viejo y yo estamos solos, una casa más pequeña era mejor idea. Perdón por no haberos avisado, pero sabíamos que algo así iba a pasar.
—¿Cómo así?
—Que Efraín es muy cabeciduro, seguro se iba a venir volando si le contábamos de estas desventuras. Y el viejo es muy pendejo también de ponerse a decirle a él.
Mi cabeza estaba hecha un desastre y no entendí nada de lo que dijo.
—Tranquilizados mujer. Ya verás como aparecerá.
Respiré profundo. De la capital al susodicho pueblo solo era necesario tomar el tren y el trayecto duraba un poco más de ocho horas. Ya habían pasado dos días.
—Llamaré a la empresa de trenes.
—Tranquila, si nos enteramos de algo te llamaremos.
—Ah, señora, este teléfono…
Me colgó. Le iba a volver a llamar, en tanto me llamó mi hermana. ¿Dónde estás, Efraín?

A continuación transcribo el registro del diario a mano de Efraín, costumbre que tiene cuando sale de casa:

9:40 p.m. Salí a las nueve y treinta de la noche de la casa como loco desaforado. ¿Por qué mis padres no me habían avisado que se mudaban solo hasta ahora?

10:30 p.m. Llegué muy tarde a la estación de trenes y no pude tomar el expreso de la noche, así que solo me restó saltar entre trenes locales. Para colmo de males había olvidado mi teléfono. Espero que Marisa no esté muy preocupada. Intenté varias veces llamarla desde el teléfono de la única estación dónde hice parada, pero no lograba contactarla. De pronto era muy tarde y se había acostado a dormir.

10:00 a.m. ¿En dónde demonios me encuentro? Son las diez de la mañana y me encuentro en un pueblo recóndito. Me despertó el encargado del tren. Aparentemente estoy en otra provincia. Es un pueblo de unas pocas cuadras de tamaño. El tren no regresa a la capital hasta las cinco de la tarde. Espero que mis padres hayan podido mudarse sin problemas. Me preocupan muchísimo. Daré una corta vuelta por el poblado y comeré algo.

5:00 p.m. Me vine sin mucho dinero. Que inteligente soy. Seguí intentando llamar a Marisa, pero pareciera que su teléfono está dañado. Me subí en el tren de regreso para la capital. Desde allí corregiré curso con el tren expreso.

10:00 p.m. Uy, qué hambre que tengo. El dinero no me alcanza para nada ya. Tengo exclusivamente lo suficiente para llegar a Pontemadera una vez pueda conectar con la línea troncal.

10:05 p.m. ¡Me informó el encargado que este tren no para en la línea troncal! ¡Lo perderé si no hago algo!

10:10 p.m. Me bajé en la primera estación que se me ocurrió, pero por el apuro dejé mi maleta en el tren, para colmo de males. El encargado de la estación no sabe como llegar a la línea troncal. El próximo tren llega en treinta minutos.

10:40 p.m. El tren nunca llegó. Tendré que dormir en la estación.

11:00 p.m. El encargado de la estación me invitó a dormir en su oficina. Dice que es la primera vez que le pasa esto en años de carrera. Volví a intentar llamar a Marisa, pero la llamada no salió.

6:00 a.m. El encargado me despertó. El primer tren pasará rápido. Este posiblemente me permita regresar a la capital.

8:00 a.m. ¡El tren al que ascendí va en sentido contrario! Bueno, si al final llego a Pontemadera, es ganancia.

2:30 p.m. El tren llegó a Pontemadera. Ahora a buscar la casa de mis padres. Tengo un hueco en el estómago.

2:45 p.m. La dirección de mis padres estaba en la maleta. ¿Y ahora cómo llego? Andaré un poco por el pueblo. Era una casa de un solo piso. ¿Qué tan difícil puede ser hallarla?

5:00 p.m. Después de divagar mucho le pregunté a un policía. Me prestó su teléfono e intenté llamar a mis padres. No contestan. Intenté llamar a Marisa. Tampoco contesta. Debe estar furiosa.

5:15 p.m. Estoy en la estación de policía. Les pedí si podían llamar a la jefatura de San Julio, posiblemente puedan contactar a Mario o Elisa. Llamaron y nadie les contestó.

5:25 p.m. Tuve una idea, intenté llamar a mi propio teléfono. Nadie me contestó tampoco.

6:00 p.m. Los agentes de policía de Pontemadera son muy buenas personas. Me invitaron a comer algo.

7:00 p.m. Uno de los agentes que ya se retiraba por la noche se ofreció a llevarme a San Julio. Se lo agradecí y justo cuando íbamos a salir en su automóvil, se armó una algarabía afuera.

—Hija, lo encontré y lo tengo agarrado de la oreja.
—¡Doña Martina!
—Hola cielo…
—Ni que cielo, ni que ochenta pendejadas, bueno para nada. Ya te lo mando empacado en pedacitos para la capital en una caja.
—Pásemelo por favor.
Mis ojos se aguaron. Estaba feliz de saber que estaba bien. Mi enojo se fue disipando.
—Ahí va. Sin compasión, hija.

—Hola cielo.
—Efraín Malverte, ¡cómo me tenías de angustiada, hombre!
—Lo siento, pero salí como…
—Claro, claro, como siempre, sin pensar.
En el fondo seguía escuchando los alegatos de mi suegra, quien parecía discutir con alguien.
—Y me vine sin dinero… Tenía lo justo para venir a Pontemadera, ayudarles a mis padres con la mudanza y volver.
Respiré aliviada.
—Por Dios, Efraín. Pudiste hacerme llamado, haberme dicho para dónde ibas. Hasta me imaginé que te habías volado porque te habías cansado de mi.
—¡Jamás, amor!
Sonreí como una colegiala enamorada.
—Tonto, regresa.
—Así lo haré, cielo.
—Te amo.
—Te amo.
Colgué. Caí al suelo desplomada. Mi corazón se me quería salir del pecho. Recordé el día de mi graduación de la universidad, recordé el ramo de flores que me envió y la pequeña tarjeta clavada entre los alhelíes amarillos. La busqué en mi neceser.

Para una mujer excepcional, mi mayor orgullo y quien un pedazo de mi corazón tiene. Con cariño, Efraín.

Me sentí muy tonta en dudar de su fidelidad.

Y ese es Efraín, mi esposo. El tonto por el que me regresé a mi ciudad natal, el tonto que me enamoró con el tiempo, el cariñoso, el que no piensa fácil en cuanto su familia o yo se trata. Y no podría amarlo menos, así sea tan despistado.
Lo siento hermanita, te gané en algo.

«Crónica del monte Inari»

Este es un recuento ficticio (y un poco adornado) de un hecho real, ocurrido en el bosque que rodea el monte Inari en Kyōto, en noviembre de 2.015.

Érase un martes. Ya llevaba yo unos diez o quince días en Japón, y aunque había llegado al archipiélago con mucho ánimo y ya había explorado una gran cantidad de lugares a los que deseaba ir, especialmente en Tōkyō y en Hamamatsu, solo me encontraba desde hace un par de días en Kyōto. Sin embargo, quizá producto de la emoción que me abandonaba cada día al saber que debía regresar a mi país, o de algo que posiblemente agarré en el avión, me enfermé. Cuando me desperté esa mañana estaba desganado, mi cabeza retumbaba y me dolía el cuerpo. ¡Bastante gracia! Veintiocho horas de vuelo para tener que encerrarme a sudar esta gripa.

Le escribí a una muy buena amiga que había conocido por un foro de intercambio cultural. Haru, cuyo nombre se escribe igual que la primavera, era practicante de enfermera, una chica bastante alegre y espontánea, aunque un poco tímida, a la cual quería conocer en los días siguientes. Sin embargo, como estaba yo, no era la mejor idea. Quizá era una gripe internacional, una cepa desconocida de la influenza, o quien sabe qué.
Su primera recomendación era que fuese al konbini, o tienda por conveniencia, más cercano y comprara dos botellas con agua, una botella de té al clima y un paquete de tapabocas, además que me diera un baño tibio en la tina. En Japón, existe una creencia de que la gripe es un falta de balance del calor corporal y que este se puede curar reinicializando el termómetro interno, tomando un buen y largo remojo caliente. Me preguntó si tenía fiebre. No lo sabía, pero no me sentía tan mal. Ese otoño había sido un poco frío, además que ya se acercaba el invierno propiamente.

Le dije que tenía planes de ir ese día a Fushimi Inari-taisha, uno de los santuarios sintoístas más hermosos de la ciudad, bien conocido por sus imágenes de miles de “postes” de color anaranjado a lado y lado de un estrecho sendero. Preocupada, me preguntó si deseaba más bien tomar una medicina para curar los síntomas y poder aprovechar mi tiempo lo mejor posible. Le pedí que me diera una recomendación y me sugirió una, Paburon Gold A. Esta venía en dos presentaciones, un sobre con un polvillo que debía acompañar con agua, o unas tabletas. Me recomendó el polvillo. Era bastante amargo, pero me dijo que actuaba con mayor rapidez y efectividad.

Me abrigué muy bien y usé una bufanda. Fui al konbini, compré lo que me había sugerido y busqué una farmacia cercana usando el internet de mi celular. Como era de imaginarse, no la hallé fácilmente. Mi capacidad con el japonés era aún mala y Google era de poca ayuda. Debí haber pedido alguna recomendación a alguien en la calle o en una estación de tren, pero me dio mucha pena, así que me resistí.
Armado hasta las mejillas con mi tapabocas, bufanda y abrigo, caminé hasta la parada de bus que me llevaría más cerca de Fushimi Inari-taisha. Me bebí todo el té en dicho trayecto. Mis piernas se sentían como lastres, mi pecho oprimido, un sudor salado y pegajoso corriéndome por la frente, los labios y toda la espalda. El día estaba un poco oscuro, quizás a punto de llover. Había perdido mi sombrilla en Tōkyō, en una salida nocturna que tuve en un bar en Akihabara. Sabía que debía comprar un paraguas nuevo, pero siempre lo olvidaba.
Después de unos veinte minutos llegué a la parada de bus. Esta estaba justo al lado de una pequeña lavandería por monedas, un local un poco derruido pero frecuentado. Durante unos diez minutos esperé que el bus llegara, tiempo suficiente para escuchar el cotorreo de dos de las patronas del local quienes, ignorando mi presencia, hablaron y hablaron. No entendí nada de su chismorreo, pero me reconfortó un poco saber que al menos se hacían compañía mientras esperaban que sus ropas terminaran de lavarse. Recordé que debía hacer lo mismo pronto.

Una vez el bus llegó, subí a él. Era uno de estos buses con una característica particular: el lado por el cual uno ingresa a este baja al nivel del suelo con unos elevadores neumáticos, de tal forma que uno no tiene que levantar el pie. Esto muy probablemente exista ya que la población media en Japón gravita hacia la tercera edad, así que por comodidad de sus usuarios habituales, cuenta con una menor cantidad de escalones además de este sistema. Para mi, quien vive en un país donde este tipo de conveniencias no existen y a los buses solo les cambian la pintura cada dos décadas, fue una grata sorpresa verlos por primera vez.

Durante el trayecto tenía mi celular bien encendido, con la ruta del trayecto para saber dónde bajarme, además de un mapa plegable de Kyōto que aún conservo. A los ojos de cualquiera yo era todo un visitante, mi extraña apariencia delatándome también. Veía con mis ojos adormilados el pasar de los lares y de las personas. Vi atravesar al frente de mis ojos chicos de colegio, afanados asalariados, negocios apenas abriendo, cafeterías, locales de dulces tradicionales, calles peatonales y comerciales vacías. El bus se movía lentamente, como si el tiempo se dilatara. O era quizás mi mente la que dilataba el tiempo, no lo sabía.
A menudo el autobús se detenía en las paradas designadas para permitir que sus usuarios bajaran o nuevos patronos ingresaran. Con cada parada, el amable conductor les agradecía su patrocinio, con una sonrisa. Me detuve a ver el perfil del sujeto. Un hombre entrado en años, cuya sonrisa pasiva y amplias arrugas le hacían notar la marca de la edad. ¿Cuántos años llevaría este señor haciendo su trabajo? Le admiré por su tenacidad y fortaleza, robándome una pequeña sonrisa, invisible detrás de mi máscara tapabocas. Deseé en un futuro ser como él.
Unos minutos después, la parada para Fushimi Inari-taisha seguía. Sustraje mi monedero, conté rápidamente el valor del pasaje y lo tuve a mano. Presioné el botón para solicitar la parada del autobús, a lo que una voz femenina, mecánica pero clara, me respondió. Un par de chicas de colegio con las que compartí el trayecto se tornaron a verme y cuchichearon algo en voz muy baja. Me dirigí al frente del bus, expresando silenciosos sumimasen, disculpándome y esperando que me abrieran el paso los usuarios que iban de pie.
Al frente del bus, arrojé las monedas en la boca de un aparato, un sonido un poco característico sonó después de verificar el conteo y expresé mi gratitud al conductor, a lo que él me correspondió con su característica pero genuina sonrisa. Descendí.

El sol había salido un poco, pero el viento seguía siendo ligeramente gélido. Me cuestioné si remover mi bufanda al menos. Así hice y la amarré a mi morral para no perderla. Me rasqué los ojos como para quitarme el sueño, pues aun sentía el arrullar del meneo del bus. Debía caminar unos diez minutos para ingresar en el santuario, así que procedí a hacerlo. Comencé a beber de una de las botellas de agua. Mi garganta estaba ya seca y mi nariz ardía. El trayecto hasta el santuario era a través de pequeñas callecillas, compuestas por lado y lado por pequeños negocios tradicionales, algunos de ellos datando de cientos de años en el pasado. Muchos de ellos apenas abrían.
Era temprano en el día, si no estoy mal, las nueve y algo de la mañana. Aun así ya había concurrencia en el lugar. La entrada principal de Fushimi Inari-taisha tiene un torii, puertas de madera o de piedra con una estructura muy particular, dos postes ligeramente inclinados hacia si mismos con uno o varios travesaños en su parte más alta, normalmente muy adornados y vistosos, en la parte de arriba. Se dice que esas puertas significan la transición del mundo terrenal al mundo espiritual. Aunque en mi viaje ya había visto muchas de ellas, esta me impactó particularmente, pues no era solamente de un brillo y lustro esmerado, pero al cruzarla un remolino de viento me golpeó, quitándome un poco la pesadumbre.
Al ingresar más al terreno sagrado, observé que el santuario contiene una serie de estructuras de madera, pintadas de colores hermosos, predominando el anaranjado. Su primer edificio, Rōmon, data del año mil quinientos ochenta y nueve y actúa como una especie de portón de acceso. A lado y lado de este edificio, dos estatuas de kitsune o zorros le adornan para proteger el lugar, los mensajeros de los dioses. Sus vivaces expresiones me sorprendieron, incluso dudé si me seguían con su mirada. Fue construida por uno de los regentes de la Japón unificada, como gratitud hacia la diosa Inari Ōkami, quien curó a su enferma madre.

Me dirigí a un chōzuya, una pequeña estructura con una fuente de agua y varios cucharones. Ya habiendo experimentado esto en otros santuarios, hice mi temizu, un sencillo proceso para limpiar las manos y la boca. Se toma el cucharón con la mano derecha y se lava la izquierda. Se transfiere el cucharón a la izquierda y se lava la derecha. Se vuelve a transferir y con este se deposita un poco de agua en la palma de la izquierda. Este agua se acerca a la boca, se toma un poco de ella y se hacen un par de buches. Este agua se escupe por el sumidero, agachándose lo más imposible e intentando conciliar el acto con la mano izquierda. Por último se lava la mano izquierda con agua de nuevo, y se deposita el cucharón de regreso en el borde de la fuente, boca abajo para que escurra. Con este sencillo acto, se dice que se purifica el alma y el cuerpo, y se prepara para ingresar al santuario para estar en presencia de las deidades.

Más adelante, está la estructura conocida como Go-honden. Es el edificio más importante de adoración en este santuario. Igualmente colorido e impactante, en su interior se conserva un objeto sagrado para los sintoístas, un espejo antiguo, supuestamente blandido por uno de los emperadores, linaje directo de la diosa Amaterasu, diosa del Sol para ellos, en el siglo VIII. Me acerqué lentamente, dejando que varios de los visitantes hicieran sus respetos y oraciones. Una vez estuve en presencia del sagrado objeto, meneé fuertemente las gruesas cuerdas que cuelgan debajo de una gigante campana adherida al techo de la estructura para que esta sonara, deposité un par de monedas que tenía preparadas en mi bolsillo en una caja de ofrendas, hice dos reverencias hacia el articulo sagrado y aplaudí dos veces. Sosteniendo mis manos congelado en dicha posición, oré.

Inari Ōkami es una deidad, a menudo considerada un grupo de deidades, asociada con los negocios, la cosecha, el arroz y el sake. Según la historia, su género es fluido, sin embargo tiende a ser más relacionada con la forma femenina. Es mayormente considerada una diosa de la abundancia, por tanto oré por la prosperidad de mi familia y de mis amigos. Oré por la paz y la tranquilidad en el mundo. Ofrecí mis capacidades y fortaleza en beneficio de los demás. Dentro de mi se formó un nudo en mi garganta, que logró que me ahogara un poco y se formaran un par de lágrimas en mis ojos. En este momento sentí que tenía muchas cosas por ofrecer y por agradecer. Este viaje había sido un sueño cumplido, un sueño que me forjé, que el universo pudo conspirar para yo lograrlo. Oré por que siempre en mí se formara la abundancia. Prometí que volvería si se cumplía mi oración.

Después de varios segundos de comunión, hice una tercera venia. Mi cabeza, que todo el día estuvo sumida como entre algodón, se sentía un poco más pesada. Caminé más allá del edificio y me adentré en el campo sagrado. Varias otras estructuras rodeaban una pequeña plaza, algunos altares para otras deidades menores y otras localidades con sacerdotes que ofrecían tradicionales lecturas de la fortuna o talismanes para la protección, además de más estatuas de zorros que continuaban adornando y protegiendo nuestro caminar. Durante el trayecto, más torii indicaban la ruta hacia lo alto del monte.
Mi nariz comenzó a estancarse, lo cual me preocupó. Me dirigí a un baño cercano e intenté sonármela. Estaba completamente atascada. Me frustré y emergí del recinto con un poco de papel higiénico en mi bolsillo. El Sol había disipado las nubes que se veían y estaba yo vestido con un abrigo que me hacía sudar más profusamente. Renuncié a quitármelo.

La ruta se dividía en dos. Una que se denominaba “ruta rápida”, y otra que decía trayecto regular. Saqué pecho y tomé la ruta regular. Y allí comencé a ver aquellos postes que tanto había visto en fotos. No eran solo postes, eran torii, de tamaño más reducido, haciendo una ruta que parecía más un túnel por dónde se cuela el sol. Caminé despacio, dejando que las demás personas se adelantaran. En algunas partes, los visitantes se detenían para tomarse fotografías. Yo aproveché y tomé algunas yo mismo. Habiendo caminado un par de minutos, comencé a notar que pequeñas sombras se formaban en las esquinas de mi visión y se esfumaban de repente. A veces no eran sombras, si no pequeñas nubes blanquecinas, como de polvo. En tanto me tornaba a verles, era como si jamás hubieran existido.
La naturaleza alrededor ocultaba la cara real de Kyōto, una ciudad que, aunque tradicional, ha sabido crecer y convertirse en un nexo de negocios y comercio. Una metrópolis que ha sabido convivir entre su rica historia y su necesidad de ser un núcleo central en la comunidad económica mundial. No en vano fue la capital del Imperio de Japón por muchos años, antes que fuera movida al valle de Edo, lo que es ahora Tōkyō.
Los únicos ruidos que escuchaba era el incesante barullo de los pajaritos, los pasos y apagados susurros de los visitantes y el juguetear del viento a través de los árboles. El Sol golpeaba directamente los torii, haciendo que el pasaje se iluminara de un extraño color rojizo, una mezcla del grisáceo del suelo y el anaranjado rubor de su cobertura.
Noté que cada torii estaba fechado y que había sido donado por algún negocio, familia o individuo. Descubrí que estos torii son patrocinados o donados por estos sujetos, en retribución a la intercesión de Inari en la prosperidad de ellos. Grandes empresas como EPSON, Canon o Rakuten, o pequeños negocios caseros y familias, habían donado uno de estos como respuesta a una promesa. Algunos torii ya estaban desgastados, años de estar empotrados en el monte a la intemperie. Algunos incluso ya se habían caído, con solo sus cimientos como recordatorio. Otros eran nuevos y lustrosos, laca negra y anaranjada proyectando su brillantez. Imaginé como se vería esto desde el cielo. Visualicé los surcos de anaranjado recorriendo el camino, como un mapa de ruta hacia un tesoro, un lugar prometido.

Más adelante, me comencé a ahogar. En un pequeño descanso, me detuve en un lugar con otro pequeño santuario. Bebí más agua y masajeé mis rodillas. El dolor se estaba volviendo insoportable. Miré un mapa de papel que tomé en el punto de información más abajo. Faltaba aún más por subir, además que la ruta se tornaba un poco más inclinada. Me senté en una piedra que habían acomodado como lugar de reposo y miré al cielo. El viento hacía volar mi cabello, pero el Sol comenzaba a agobiarme. Pensé en Amaterasu, la diosa Sol. Mi piel aún sudaba y mi camisa se prendía de mi cuerpo como si estuviera untada de engrudo. Me cuestioné si devolverme. Necesitaba buscar una farmacia, de inmediato. El calor comenzaba a alborotar un manojo de abejas en mi cabeza, un dolor sordo comenzó a atacarme en el fondo. Terminé por beberme toda la botella de agua.

Decidí continuar. Caminaba con pesar, hilos de dolor recorriendo mis piernas y mis brazos. Jadeaba un poco. Entre los torii, los pajarillos continuaban gorjeando, algunas ardillas saltaban erráticamente y los visitantes seguían sobrepasándome. Intente respirar profundo a través de mi máscara tapabocas. El camino se volvió a dividir en dos. No leí que ruta era una u otra, así que tomé la que primero se me ocurrió. La inclinación era mayor, al punto que en algunas secciones, tuve que prenderme de uno de los torii para poder dar un paso. Pedí perdón por mi transgresión, aunque nadie me miró con extrañeza. Tenía yo veintinueve años en ese momento, pero me comportaba como si tuviese ochenta. Incluso, habían personas que parecían de más edad que pasaban a mi lado como si fueran alegres jovencitos.
Continuaba, dando pasos largos. Las motas de polvo blancas volvieron a aparecer en el rabillo de mi ojo. Pensé que estaba enloqueciendo, pero afirmé que mi visión debido a la enfermedad y el calor estaba siendo afectada. Solo quería llegar al tope de la montaña para tomar una foto y dejar constancia de que lo había logrado.

Unos minutos después había de nuevo otra división en dos. Continué por dónde vi que los demás caminaban. Pasé por otro santuario pequeño, dónde un pequeño séquito de personas rodeaban a un sacerdote. Este estaba vestido con un atuendo ceremonial y ofrecía una especie de canto en unos tonos muy particulares. Sus notas eran confusas, bemoles seguidos de notas puras, seguidos de semitonos, escalas extrañas que parecían salidas de otro mundo. Continué con mi caminata, pues notaba que este evento era algo muy personal, como si fuera un cántico funeral. Unos metros más allá, el ángulo de subida incrementó, convirtiéndose en escalones. Paso a paso, ríos de sudor me corrían por la frente, mi respiración saliendo en fuego por mi garganta, haciéndola sentir como si estuviera en carne viva. Seguí caminando, como en automático. Quería terminar esto, devolverme para el apartamento y descansar.

Una señora ya de edad, con un simpático sombrero, me pasó, se detuvo y se tornó a mirarme. Me dijo ganbatte, en tono de apoyo. Yo le hice una venia sencilla. Esto me enterneció un poco, en ver a alguien desconocido preocuparse por un arrogante como yo. Continué caminando entre torii, hasta que sin notarlo me encontré en el tope de la montaña. Estaba sudando ladrillos, mi cuerpo ligeramente entumecido por el dolor y mi abrigo empapado hasta los bolsillos. Una vez llegué allí, saqué un par de monedas, oré al dios entronado en aquel lugar, Suehiro Ōkami, dios de la catarsis, del principio que sigue a cualquier final.
Al frente de este santuario había una pequeña casa de té. Me senté en el umbral de afuera en un pequeño banco de madera, cubierto por un corto techo, forrado con una tela roja y un par de cojines a lado y lado. La encargada del lugar, una señora de edad, me dio la bienvenida con un fuerte irashaimase. Me preguntó que deseaba. Le pedí sin aliento ocha hitotsu to dango hitotsu, una taza de té y un plato de dango, bolitas de arroz cocido y amasado con fuerza en un gran pilón, usualmente hecho de forma artesanal golpeando la masa con unos mazos de madera gigante para suavizarla y hacerla pegajosa. Estos van cubiertos con un líquido espeso que solo puedo describir como similar al sirope de arce. Decidí quitarme el abrigo, pues ya bullía suficiente calor. El Sol había salido en todo su esplendor.

Unos minutos después, la encargada del local emergió con una taza tradicional japonesa con un té de un bonito color entre verde y café, y lo que parecía un pequeño bote de madera, las tres bolitas de arroz pegajoso atravesadas en la mitad por un palito y recubiertas del dulce sirope. Pronuncié un suave itadakimasu, en señal de agradecimiento y comencé a consumir mi orden. Sentado en aquel frontal, sorbiendo cortos tragos de té caliente, veía pasar las personas, algunas fieles creyentes, otras meros transeúntes, visitantes que decidieron ir un día como hoy a una de las vistas más icónicas de la ciudad. El viento revolcaba mi cabello, mecía las ramas de bambú, que hacían un hermoso sonido como la bruma del mar. Sentí como se alejaba el bullicio de los visitantes y se volvía parte del ruido del fondo, risas, voces fuertes, susurros, el sonido de los aplausos que los feligreses hacen al presentarse ante uno de los dioses, el sonido de las monedas que golpean las otras en las cajas de ofrendas, el rumor de las cascadas, el gorjeo de los pájaros. Todo era uno. Uno era todo.
Terminé mi té y mis dango. Le agradecí a la señora, pagué la cuenta y me levanté. Noté que mi dolencia había disminuido, y mi garganta estaba menos adolorida. Era momento de descender la montaña.

Comencé a seguir el flujo de personas que terminaban su trayecto, hasta que llegué a una curva en el camino. Una ráfaga de viento me golpeó, dejando caer muchas de las hojas de bambú sobre mi cabeza y revoloteando mi bufanda hasta volar al suelo en una ladera que daba hacia el bosque que rodeaba el camino. Al parecer no la había amarrado lo suficientemente fuerte y quería recuperarla. El viento no se detenía y seguía levantando el polvo, que cayó en mis ojos. Me acurruqué a un lado del camino para no estorbar, rascándomelos para limpiarlos. Sentía pequeñas piedrecillas adentro, que me hicieron sentirme muy lloroso. En cuanto pude abrí mis ojos y miré alrededor.

Me encontraba en un bosque de bambú, el viento helado seguía golpeándome, resecando mis ojos y meneando los largos tallos de los árboles. A mi lado gorjeaba un pequeño lago y una cascada fluía de una pared de piedra. En el cielo, un aguilucho daba las rondas sobre mi cabeza, emitiendo su característico chillido y las nubes volaban apuradas por la fuerte corriente. Me asusté y me giré a ver alrededor. No había ningún signo de la salida o el camino en el que estaba. Mi morral había desaparecido, al igual que mi bufanda y mi abrigo. Mi celular no estaba en mi mano ni mi bolsillo. ¿Dónde diantres estaba? ¿Me había caído y rodado en la ladera hacia el bosque?
Miré al suelo, buscando alrededor del lago. Encontré una corta ruta de piedrecillas que se adentraba en el bosque, dónde el bambú era frondoso y la luz del sol no llegaba. El olor a musgo era fuerte y las piedras eran resbalosas. Me dirigí hacia allá por inercia. Una vez ya más adentro, comencé a ver las mismas motas de polvo, blancas y negras atravesar el rabillo de mis ojos. Parecían juguetear a no ser descubiertas. Por más que me girara a verlas, o tornara los ojos alrededor, se desvanecían.

De repente, escuché contra el rumor del viento, el sonido característico de una campanilla. El tintineo rompió el viento, silenciando todo lo que rodeaba, como si congelara el tiempo. Un par de segundos más, el mismo sonido. Parecía emerger del bosque. Caminé con rapidez, mis zapatos rascando las rocas, persiguiendo la fuente de dicho sonido. Era un sonido deliberado, frecuente, periódico. Sentía como los hilos de luz que jugueteaban trataban de seguirme y saltaban de rama en rama, la campanilla acercándose más y más. El bosque continuaba cerrando la luz del sol, creando una especie de bruma blanquecina que tapaba mi visión del suelo. Comencé a sentir frío. Me detuve en seco.
¿Frío? ¡Mi gripe! Mi garganta ya no ardía, mis ojos no estaban llorosos, el dolor de mi cuerpo había desaparecido y mi abombada cabeza ya estaba clara, como si me hubieran quitado todas las motas de algodón que llevaba adentro. Traté de toser, pero no tenía ningún atasco en mi garganta ni mi nariz. Respiré profundo por mis fosas nasales. Era un hombre nuevo.
Continué caminando, en persecución de la campanilla. Unos minutos después, llegué a otro claro en el bosque, en dónde la bruma era alta, casi llegando a mis rodillas. Al fondo, un pequeño santuario sintoísta comenzaba, rojos torii marcando la entrada. Me dirigí hacia allá. Una escalerilla subía un poco, sumergida entre los bambúes. Ascendí hasta llegar a un pequeño descanso. En él, una mujer de larga cabellera entre negra y rojiza, y blanca vestimenta estaba sentada en una piedra, peinando su cabello con sus dedos. A su lado, el altar de adoración de este pequeño santuario. Ambos parecían brillar con su propia luz, pues el Sol no les alcanzaba a ver. Me torné a observar a la mujer y comencé a pensar en como hablarle, pues apenas sabía un poco de japonés de supervivencia. Ella siguió absorta en su proceso, el viento haciendo oleadas, como si estuviéramos en el mar.

Sumimasen.
Ella se detuvo y se giro a verme.
Maigo ni nattaka.
No entendí lo que me intentó decir. Traté de rebanar mi cabeza para sacar una frase con sentido. Solo pude disculparme por mi falta de capacidad en el lenguaje.
Gomennasai, nihongo wa chotto.
La mujer giró su cabeza un poco y se levantó de la piedra.
—No hay problema.
Me sorprendí por la súbita respuesta. Un español casi perfecto, inflexiones correctas, pronunciación adecuada, incluso con las entonaciones de mi acento.
—Su español es muy bueno, felicitaciones.
—No. Tu español es muy bueno.
No comprendí lo que quería decirme.
—¿Perdón?
—Te perdiste, ¿no cierto?
Aclaré mi garganta.
—Si, estaba en el camino desde el tope del monte Inari, pero me perdí. ¿Cómo regreso a la ruta del santuario?
La mujer se sonrió un poco.
—¿Monte Inari? ¡Ja ja ja!
No entendí. Iba a continuar con mi pregunta, cuando escuché la campanilla de nuevo.
—Esa campanilla…
—Querido hijo, creo que encontrarás lo que buscas. Has orado con tu alma y he escuchado tus súplicas.
De nuevo la campanilla.
—¡Tú!
Alrededor de la mujer, seis o siete de aquellas motas de polvo se acercaron a sus pies, convirtiéndose en unos pequeños zorros blancuzcos que meneaban sus colas al verme. El barullo de las campanilla se convertía en una sinfonía, en las olas de un mar que iba y venía, con un compás claro.
—Ah, y de eso que sientes ahora… Olvídate. Yo-Oseki se ha encargado.
La bruma me rodeó completamente, la fuerza del viento inclinando los bambúes y arrojando sus frescas hojas en mi cara.
—Diosa Inari…
—Recuerda tu promesa.

Okyakusama? Daiyōbudesuka?
Abrí mis ojos. Estaba sentado aun en el umbral bajo la casa de té, en la cima del monte Inari. Me levanté de golpe.
—¡Diosa Inari!
Me giré alrededor. El mundo era normal, los visitantes eran normales, el Sol brillaba, el tal bosque no existía. Varias personas se tornaron para mirarme. Me sonrojé.
Okyakusama! Oshitsukimashite kudasai.
Miré a la persona que me había atendido. Se le veía preocupada.
Ah, sumimasen. Daiyōbu. Sumimasen.
Solo pude disculparme y decirle que todo estaba bien.
Mi morral estaba allí, mi abrigo y mi bufanda. Miré la taza de té vacía y el barquito de madera untado de sirope a mi lado. La señora que me había atendido emergió con un vaso con agua. Me lo bebí de un solo golpe. Allí fue que noté.

La promesa de la Diosa Inari se había cumplido. Mi cuerpo flotaba. No me dolía nada. Mi garganta estaba perfecta y podía respirar con mi nariz sin problemas. Me levanté del asiento, la señora aún ligeramente preocupada.
Arigatou gozaimashita. Gochisōsamadeshita. Ikura desuka.
Le expresé mis agradecimientos, agradecí la comida y la bebida y le pedí que me dijera cuánto le debía. Le pagué rápidamente, con una acción que se me hizo como un déjàvu, haciendo una leve reverencia por su ayuda. Con mis ánimos renovados, comencé el descenso, mirando fijamente el lugar dónde en mi visión la bufanda se me había caído. Todo parecía en orden. Respiré profundo sonriente.

Terminé el recorrido bastante alegre. Cuando había regresado a Rōmon, por mera casualidad me volví a encontrar con la señora que me alentó en la subida. Estaba con su grupo de caminantes, o algo así, departiendo un poco al frente del gran torii de entrada. Viendo mi semblante cambiado, me sonrió y puso sus manos en señal de oración. Le correspondí con una pequeña reverencia.

Cuando ya me marchaba del lugar, en tanto crucé la gran puerta de color bermellón escuché una campanilla sonar. Me giré y sonreí. Sabía que debía volver. Pero para ello, un año y medio pasaría, y con el tiempo seis estaciones.

 

En alguna esquina de Japón, dentro de sus árboles y sus montañas, todos los millones de dioses cantan y bailan, observando las súplicas de los humanos. Y junto con ellos, una diosa de larga cabellera entre negra y rojiza, danzando alrededor del fuego, observando las eras pasar, junto con sus mensajeros los zorros. Sus múltiples facetas siendo únicas para cada uno de los humanos y a la vez tan ilimitadas como almas habitan el Universo. Y así mismo habitan en los corazones de aquellos que creen.