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Angela sigue desentrañando los misterios de este mundo, además de las capacidades y responsabilidad que vienen con ser una deidad.
«El club de los dioses» (parte 2)
Esta historia fue originalmente publicada el 16 de enero de 2.021, después de mis cortas vacaciones de las festividades.
Después de varios minutos de risas, y con mi mente aún confundida, necesitaba preguntar algo que me comía desde hace rato.
—¿Así que no saben como funcionan los poderes?
—No, no sabemos. Es algo como que deseamos que las cosas pasen y de alguna manera ocurren.
Larissa hizo unos movimientos con sus manos para intentar explicarme, pero me confundió más.
—Pues yo solo me concentro en el reloj y las cosas ocurren. Aunque no he tenido que usarlo recientemente, Masha de veras tiene muy buen sentido del tiempo.
Gyasi volvió a observar su reloj, lo abrió y lo cerró con rapidez.
—Y en mi caso, las cosas simplemente ocurren, cuando deseo fuego, se forma el fuego. Los ríos se siguen moviendo sin problema, aunque a veces Mikhail olvidaba hacer llover hacia el lago desde donde se originan, y tenía que recordarle.
—Y en el caso de Masha, ella es tan misteriosa que no tenemos ni idea que pasa por su cabeza. No la hemos visto en…
—Ocho meses, veintidós días, cuatro horas y doce minutos, Jefa.
—Gracias, Gyasi.
No entendía del todo porque el chico siempre la llamaba Jefa. ¿Qué había pasado ahí? ¿Quizás era por respeto? Además, él le decía “hermana Masha” a la diosa del cielo.
—Es decir que si me concentro en el fluir del viento, ¿el viento se ha de mover?
—En teoría si. Hasta ahora yo he estado haciendo las veces de dios del aire, pero no es fácil. A diferencia de ser la diosa de la vida, quien por alguna razón tiene energía infinita…
Vicente bajó la mirada hacia Larissa. Ella tenía fuego en sus ojos, como si quisiera matar y comer. Vicente solo sonrió en respuesta.
—Nosotros, los demás dioses, tenemos energía limitada. En especial, Gyasi.
—Si, ser el amo del tiempo me cansa muy rápido.
Analicé la situación, pero había algo que no me encajaba del todo.
—Pero, yo no los veo a ustedes concentrados haciendo que las cosas ocurran. No entiendo como funciona.
Vicente se levantó del asiento y caminó un poco alrededor.
—¿Cómo lo explicara? Es un conjunto de instrucciones… No. Cada ser…
Veía como se confundía más con cada palabra que decía.
—Hagámoslo con un ejemplo, ¿te parece, Vicente?
—Está bien.
—¿Cómo fluyen los ríos?
Podía ver la cara de confusión en Vicente. Quizá jamás le habían hecho esa pregunta.
—¿Te concentras en ellos y mueves las partículas de agua? ¿O quizá la gravedad? ¿O piensas en la masa de agua como un todo y simplemente la rediriges?
—Espera, espera…
Larissa y Gyasi lo miraban atentamente. A ella se le formaba una sonrisa malvada.
—¿O es algo que solo ocurre y no tienes que hacer nada activamente?
—Ahora que lo dices…
—¿Cuál es tu intervención en el fluir de los ríos? ¿Qué tienes que hacer?
Vicente hizo una cara de seriedad absoluta.
—Pues, este mundo aun tiene leyes de la física, como en la Tierra, que funcionan tal cual. No necesito concentrarme en el flujo de los ríos, eso lo hace la gravedad misma y esas otras leyes que no sé. En realidad, si se forma una obstrucción en los caudales, o si es necesario mover tierra de un lado a otro, o formar surcos, o abrir un túnel en la montaña, eso si lo puedo hacer. Igual con los caudales subterráneos, debo estar pendiente de ellos para que el riego de las plantas sea idóneo.
Ya comenzaba a entender.
—Me mencionaste algo acerca del fuego…
—Si. Si es necesario crear fuego, tengo la habilidad de hacerlo.
—¿Y cómo lo haces?
Dejó salir un respiro profundo. Cerró sus ojos y frunció el ceño.
—La verdad es complicado de explicar. Yo me concentro en el lugar donde quiero crear la llama…
Mi mirada se posó en su cara. Los otros dos también le clavaron los ojos.
—Y es como un deseo. Como que deseo que se forme una llama en tal lugar, de este tamaño y esta intensidad. Y simplemente ocurre. Pero es algo que debe ser un verdadero deseo.
—¿Un verdadero deseo?
—Si… Si yo bromeo acerca del fuego, no ocurre, tengo que desearlo en mi corazón.
No comprendía muy bien. ¿Qué diferencia un deseo de un verdadero deseo?
—Veo la confusión en tu cara. Esto solo se aprende en la marcha, Angela.
—Haz un fuego.
—¿Qué?
—Si…
Me giré alrededor. La choza era altamente inflamable, siendo construida de madera y con telas por todos lados. A mis espaldas estaba la cocina, que ahora que la observaba era nada más que una mesa auxiliar para aquellos famosos tomos. Me levanté con un poco de dificultad y los apilé a un lado, dejando el hogar desocupado. Larissa se levantó por reacción.
—¿Qué haces?
—Haz un fuego en el fogón.
Larissa suspiró caminando hacia mi, mientras Vicente me cuestionaba con seriedad absoluta.
—No, no…
—¿Para qué?
—Quiero verlo.
—¿El fuego?
—Si. Haz un fuego, lo apagaremos después.
Gyasi me miraba sorprendido, sus ojos brillantes y sonrisa plena confirmando su emoción.
—Pero no hay combustible… Haré una llama que se apagará en nada.
—Me parece bien. Quiero verla.
—Muy bien.
Observé a Larissa con el rabillo del ojo, su mirada llena de pánico. Gyasi estaba columpiando sus piernas en la banca. Vicente frunció el ceño y miró fijamente la posición del fogón.
—No, no creo que sea buena idea, Vicente.
—Tranquila, Lar… Lo haré, me controlaré.
—Pero…
—¡Qué lo haga! ¡Qué lo haga!
Gyasi dejó salir su expectativa desbordada. Yo me mantuve en silencio. Vicente seguía observando el fogón con intensidad, y yo miraba su cara. De sus poros comenzaron a brotar unas pequeñas gotitas de sudor. Soltó la respiración.
—No puedo.
Larissa soltó también su aliento.
—Eh, pero… Vamos, hermano Vicente, ¡tú puedes!
—No puedo, me siento intimidado.
No pude aguantar más y solté una carcajada muy fuerte.
—¿De qué te ríes?
—¡Qué sabía que esto iba a pasar! Cualquier persona bajo este nivel de presión no seria capaz de hacer algo así. ¡Perdón!
Vicente me miraba con su ceño aún torcido. Yo seguía soltando cortas risitas, mis ojos un poco encharcados.
—¿Me estabas evaluando, Angela?
—¡No, no! Solo quería saber que era eso del “verdadero deseo”. Creo que lo entiendo ya. Gracias.
—Pero…
—No necesitas probarme nada ya. Gracias.
Mientras me giré para sentarme de nuevo, sentí un repentino calor proveniente del fogón y el inconfundible sonido de una llamarada. Gyasi se quedó con la boca abierta y yo me congelé de pie. Larissa brotó sus ojos y apretó sus puños.
—Y así puedo generar fuego.
—¡Vicente Martín!
Larissa se quería salir de sus ropas. La cara de Vicente permanecía seria. Me senté.
—Entiendo.
Por algunas horas más continuamos hablando. Larissa me invitó a que leyera los cuadernos que habían dejado nuestros antecesores y practicara un poco las actividades como diosa del aire. Vicente me podría enseñar acerca de ello, ya que él estaba cubriendo ambas responsabilidades. Gyasi se distrajo con su reloj, poniendo atención de vez en cuando. Me explicaron que esta cabaña es el cuarto personal de Larissa. Cada dios tiene su propio lugar que habita. Vicente vive en una caverna cercana, que ha sido modificada por cada uno de los dioses de la tierra a su gusto. Gyasi vive en una casa en uno de los más altos árboles y desde allá observa el firmamento. Hay otra choza de madera más allá de los árboles de frutos, que es la vivienda oficial de Masha, a pesar que no la usa. Y para el dios del aire, la tercera choza de la aldea, un poco más alejada. Allí habitaría yo.
Me contaron muchas anécdotas, acerca de diferentes dioses del pasado, acerca de la formación de la aldea, de las discusiones que a menudo tenían. En ningún momento tocamos nuestras historias, nuestras experiencias en la tierra, nuestras familias, nuestros amigos. Era como si hubieran sido un sueño pasajero, de esos que se olvidan cinco minutos después de despertar.
Y entre todo esto, el cielo por las ventanas se había tornado oscuro. Masha era muy buena diosa, con muy buen sentido del tiempo.
—No sé ustedes, pero yo tengo bastante sueño.
Vicente dijo esto mientras se rascaba los ojos. Pregunté algo que tenía en la cabeza desde que desperté.
—A todas estas… ¿Ustedes sienten hambre? Porque debo admitir… Ya sería hora de que tuviera ganas de comer algo.
Larissa sonrió y puso su mano sobre la mía.
—No te preocupes por ello. De eso me encargo yo.
Recordé la descripción que ella había dado de su trabajo. Velaba por nuestra salud y bienestar, eso significa… ¿Qué se encargaba de nuestra nutrición también?
—Eso es…
—Eso mismo. Si sientes sed, bebe el agua del río. Es muy fresca.
Gyasi ya cabeceaba. Larissa se levantó y habló con fuerza.
—¡Bueno mis queridos amigos! Otro día y una nueva amistad. ¡Gyasi!
Gyasi se despertó de golpe.
—¡Si, jefa!
—Cierre del día, por favor.
—¡Si, jefa! Día veinte de enero del año seiscientos veintiocho. Siendo ocho y cuarenta de la noche. ¡Vida!
—¡Presente!
Larissa respondió como si estuvieran llamando a asistencia. Hice una nota mental del dato.
—¡Tierra!
—Aquí estoy.
La pereza se consumía lentamente a Vicente. Su seriedad se comenzó a perder reemplazada por sueño.
—¡Cielo!
—Ausente, pero aún actuando.
Larissa respondió sin titubear. Aunque Masha no estaba entre nosotros, si el firmamento dio paso a la noche, era suficiente prueba que ella aún habitaba entre nosotros.
—¡Aire!
No sabía que hacer. ¿Era yo la diosa del aire? La mirada en expectativa de todos me lo confirmó. Sentí que era un paso muy grande el creerme este cuento. Gyasi repitió gritando un poco más fuerte.
—¡Aire!
—Presente.
Respondí con duda. El asentimiento en silencio de Larissa y Vicente la disiparon. Decidí que tenía que adicionar algo.
—Presente, con ayuda de Vicente por ahora. Gracias a todos por recibirme.
Gyasi se emocionó y comenzó a aplaudir. Larissa le siguió y Vicente un momento después. Hice una venia corta y sonreí.
—Y por último, ¡tiempo! Es decir, yo.
—Estamos todos. Gracias por todo hoy. Nos vemos mañana.
Así nos levantamos de la banca. Mis piernas aún se sentían un poco adormiladas, pero ya podía caminar sin cojear mucho. Gyasi, Vicente y yo atravesamos el umbral de la puerta, y cuando ya nos encontramos afuera, pude observar maravillada el exterior.
Si este era el trabajo de Masha, jamás había visto yo un cielo tan perfecto. Las estrellas brillaban con todo su fulgor, pedacitos de brillante derramados por todos lados, junto a una luna tan cercana que sentía que la podía abrazar. Era una verdadera maravilla. La brisa afuera revoloteaba las hojas de los árboles, el polvillo del suelo, el petricor de las piedras quemadas por el sol, haciendo llegar a mi olfato un cálido dulzor. Recordé al hada. Este era el aroma que había sentido de ella en mi última noche en vida.
—Vicente, ¿puedes venir un momento? Necesito discutir algo corto.
Vicente se giró. Larissa estaba en la puerta.
—Angela, yo te acompaño a tu nueva casa. Espérame un par de minutos.
Asentí. Quería absorber todo lo que podía ver a mi alrededor. Gyasi continuó caminando con lentitud, mientras Vicente regresaba a la casa de Larissa con rapidez y se internó cerrando la puerta a su espalda.
Los árboles parecían simples frutales, y aunque la oscuridad no me permitía saber de que eran, el olor me recordó a un pastel de manzana. El camino afuera estaba bien mantenido y demarcado, sin duda trabajo de Vicente.
—¡Hasta mañana, hermanita Angela!
—¿No nos vas a esperar?
—No, que Vicente te acompañe a casa. Mi árbol queda un poco lejos de acá. Nagaan buli.
—¿Perdón?
—Eso es “Buenas noches”, en el idioma que yo hablaba en la Tierra.
—Ah, entendido. Good night!
—Yeah!
Gyasi se fue andando por una ruta a un lado de los árboles. Lo seguí con mi mirada hasta que sentí que un foco se encendió en mi cabeza. Exclamé en voz alta.
—¿Y cómo demonios es que nos entendemos?
—Primero, ojo a las groserías.
Dejé salir un pequeño grito. Era Vicente.
—Segundo, ¿apenas te lo preguntas? Y tercero, no sabemos.
—¿Cómo que no sabemos?
—No, mira que nos entendemos sin problemas. Mi idioma en la Tierra era el español. El tuyo era…
—Inglés. ¿Y Larissa?
—Griego. Con esta mezcla de idiomas, es imposible que nos entendiéramos de alguna forma… Pero aún así lo hacemos. Vamos.
¿Sería posible que esto aplicara también para “el purgatorio”? ¿Me desgasté hablando con aquel chico, o quizá me entendía? Comenzamos a caminar con calma. Vicente se quedó callado, quizás esperando que hiciera alguna pregunta.
—Y aquella diosa, ¿Vicky? Aquella que Gyasi dijo que era muda.
—Ah, Vika. Ella era un caso especial. Según la historia escrita, era sordomuda. Ella estuvo acá hace unos ciento cincuenta años o más. No tenía forma de expresarse con los demás, excepto de forma escrita. Eso es algo que también no sabemos.
—¿El qué?
—Cuando escribimos, escribimos algo, pero no sabemos en que lenguaje. No es nuestro lenguaje nativo. Pero aún así nos entendemos. Recordamos nuestro lenguaje y lo podemos hablar, escuchar y entender, pero no lo podemos escribir.
—No entiendo.
—Yo menos, y eso que llevo muchos años terrestres acá.
Esa expresión me pareció un poco forzada, pero no pregunté acerca de ello. Continuamos caminando por la senda al lado de los árboles. Observé una casucha a mi izquierda, las luces de adentro estaban todas apagadas, haciéndola ver lúgubre y abandonada, a pesar que la luz de la luna la iluminaba con un tono azulado.
—Esta es la casa de Misha. Ya han pasado unos treinta o cuarenta años terrestres que no la ha usado.
No pude aguantar más.
—¿Años terrestres?
—Te explico mañana.
—¡Tengo tantas preguntas!
—Mañana. De verdad necesitas dormir, es tu primer día acá. Nosotros también tenemos preguntas, en especial una, que no nos has respondido.
Tragué saliva. Vicente exhaló.
—Sé que es una pregunta muy salida de lo normal, pero es algo importante. El sexo…
Su voz se quebró un poco. Aclaró su garganta y comenzó a hablar de una forma muy monótona.
—No es que ser dios obligue a tener un cuerpo puro, o que la virginidad signifique algo muy importante. Sin embargo, afecta notablemente los poderes.
Sentí que mis mejillas se calentaron un poco.
—¿En qué sentido?
—Hace que los poderes sean más indomables. Obliga a tener mucho más cuidado.
—¿Cuando se es virgen, o cuando no se es?
—Al ser virgen. Es como si las hormonas estuvieran activas todo el tiempo.
—¿Y si se tiene sexo en este mundo?
La pregunta salió disparada de mi boca. Vicente frenó en seco y me miró.
—¿Qué?
Ya no podía ocultar mi cara sonrojada. Él se notaba afectado.
—¡Perdón!
—No… No pasa nada. La verdad… Creo que no funciona.
—¿No funciona?
Aclaró su garganta de nuevo y continuó caminando.
—Según el registro escrito, parece que no funciona. Parece que el cuerpo una vez llega a este mundo es inmutable.
—Así que es imposible envejecer.
—Si, muestra de ello es Lar. ¿Quién creería que falleció en el siglo XIX?
—¿Y lo del hambre?
—Eso es diferente. El cuerpo aun así necesita una fuente de energía. Lar nos alimenta con sus poderes, no necesitamos comer. A veces si necesitamos saciar la sed, sobre todo cuando a alguien se le olvida poner nubes en el cielo y tenemos un verano muy fuerte.
Pensé en Masha. No era tan perfecta ella entonces, a pesar de la hermosura del firmamento.
—Lar… Larissa es una trabajadora incansable. Ella no duerme.
—¿Y entonces?
—No mentía yo cuando dije que ella pareciera que tuviese energía infinita.
Se giró a ver la casa de Larissa. Yo le seguí la mirada.
—Las luces permanecerán encendidas toda la noche. Ella no habrá dormido. Así es ella.
—¿Es algo de los dioses de la vida?
—No. Es algo de ella.
Continuamos caminando. Más adelante, encontramos otra choza, muy similar a la que habíamos pasado algunos minutos atrás.
—Hemos llegado. Permíteme.
Cerró los ojos un momento y apretó su mano derecha. Dos segundos después los abrió. Un par de antorchas se encendieron en la parte exterior.
—Bienvenida.
—¿Ese fue un verdadero deseo?
—Qué comes, qué adivinas. Usa el fuego para encender las lámparas de adentro. Las lamparas deben tener combustible aún.
—Gracias Vicente.
—Me retiro. Acomoda todo adentro a tu gusto. Si no necesitas algo o quieres cambiar o agregar algo, cuéntanos mañana. Debe estar todo como lo dejó Mikhail. No sé en que estado estará, en realidad. Nosotros no entramos sin invitación a la casa de los demás.
—No hay problema. Gracias de nuevo. Hasta mañana.
—Que descanses. Y bienvenida otra vez.
—Bye!
Caminé rápidamente. El clima se había tornado un poco frío, quizá por el viento. Los tablones de la escalera de entrada crujieron ante mi peso, la luz de las antorchas iluminando la fachada con su centelleante fulgor. Abrí la puerta lentamente. Con la poca luz que entraba por las ventanas dí un rápido repaso por la habitación.
A diferencia de la casa de Larissa, había una cama verdadera, sencilla pero perfectamente tendida. La misma cocina en el fondo, pero sin el desorden encima de ella. Una mesa pequeña con dos sillas. Una vela, un par de lámparas, un par de tazas y un cuaderno. Un armario, dos pares de zapatos sobre el suelo y una cajonera. Cerré la puerta. La cabaña tenía un olor muy característico, un aroma que jamás había experimentado hasta hoy, como el de una fruta que se prueba por primera vez.
Sentí que mis piernas cedieron. Me ardían. Me arrastré por una velluda alfombra y llegué como pude a la cama. No quería quitarme ninguna prenda. Mis ojos se cerraron y como una roca, caí dormida.
—¿Cómo te sientes?
—Muy cansada.
—Lo siento.
—No, no es tu culpa.
—¿Sientes que tomaste una mala decisión?
—Claro, desperdicié mi vida.
—De este lado se te extraña mucho.
—¡Cuánto daría por volver!
—¿Es una pregunta, o es un deseo?
—Es un deseo.
—Jajajaja, los milagros son reales.
—¿Milagros?
—Al final de cuentas… ¿Acaso no eres una diosa?
Abrí mis ojos. Estaba en un hospital. Al frente mío había una cama con alguien en ella y tres personas de pie, un chico de cierta edad, una mujer de mayor edad, y otra mujer que vestía una bata larga que le llegaba a las rodillas. El tiempo no parecía fluir en este lugar. Me acerqué a la cama.
Una joven mujer yacía en ella, sus cabellos color oro estaban regados encima de la almohada. Sus ojos apretados como si estuviera durmiendo en un sueño infinito, pero daban la sensación que ella fuera a despertar de repente. Un par de líneas asemejándose a ojeras se formaban en sus párpados. Su contorneado cuerpo estaba cubierto por una simple bata de hospital y una manta de color azul. Sus manos yacían por fuera de la manta, con una delgadez que se confundía con decrepitud. La cara que una vez era redonda y rozagante, ahora delgada y magra. Quise tocarla, acariciar aquellas ausentes mejillas, sentir el calor que de alguna forma aun pasaba por sus venas, pero era imposible. Al final de cuentas, era yo.
El chico era quien había sido mi novio, mi primer y único amante. Se le notaba más alto, más musculoso que la última vez que lo había visto, aunque con gafas más gruesas. Sus ojos mostraban que no había parado de llorar, sus ojeras pronunciadas e hinchadas. Su ceño mostraba preocupación.
La mujer era mi madre, aunque me costó creerlo. Parecía que se había avejentado diez años. Aquella piel lozana de la que ella se regodeaba con frecuencia ante sus amigas del trabajo, ahora daba el paso a unas gruesas y profundas arrugas. Su cabello negro y lacio parecía una maraña. Al igual que mi novio, parecía que había llorado continuamente. Sus ojos eran vidriosos y ausentes de brillo.
La otra mujer con la bata parecía una médica. No la reconocí, aunque en su ropaje aparecía cosido su nombre. Williams.
Quería abrazarlos, decirles que aún estaba aquí con ellos, aunque no me pudieran ver. Sin embargo, algo en mi me decía que no podía acercarme a ellos. Al fin de cuentas, el tiempo estaba detenido.
Respiré profundo, incapaz de derramar una lágrima. Sonreí, pues fue mi culpa que esta tragedia hubiera ocurrido. Cerré los ojos.
—¿Deseas volver?
—Si.
—¿A qué costo?
—No estoy segura.
—Ellos están manteniendo tu cuerpo vivo, a pesar que ya no estás allá.
—No entiendo. ¿Acaso no había muerto?
—Tú ya no estás allá.
—¿Y entonces por qué siguen manteniendo mi cuerpo vivo?
—Es su deseo.
—¿De?
—De verte de nuevo del otro lado. Recuérdalo, eres una diosa.
El sonido de un trueno hizo retumbar el suelo y las paredes. Desperté súbitamente. Me encontraba acurrucada sobre la cama como un gusano, completamente vestida. El techo seguía siendo poco familiar. ¿Qué demonios era ese sueño? ¿Y ese estruendo? La luz del sol comenzaba a colarse por las ventanas. El ambiente dentro de la choza era seco y un poco frío. El aroma frutal que había notado anoche había desaparecido. Me levanté despacio de la cama y miré alrededor de nuevo. Era tal y como lo había notado el día de ayer. Sea quien hubiese sido el tal Mikhail, era un sujeto muy ordenado o había dejado todo organizado en tanto sabía que debía irse.
Caminé hacia la mesa y observé el tomo depositado encima. La carátula era sencilla, como de papel reciclado. Lo tomé en mis manos y lo abrí.
Estimados nuevos dioses del aire. Bienvenido al valle de los dioses. Este tomo ha pasado de mano en mano por múltiples generaciones de encargados del aire. Es un secreto bien guardado, así que intenta que no lo descubran los demás dioses. Leelo con detenimiento. Cada uno de nosotros ha escrito detalles bastante interesantes aquí. Además, te invitamos a que escribas nuevas pistas, nuevos datos que creas que sean de nuestro interés. No sabemos si los demás dioses hacen algo así similar. Escribe lo que quieras compartir con tus futuros descendientes. Con mucho cariño, Aura, Diosa del aire.
—Que no lo descubran otros dioses… ¿En plena vista? Bien hecho, Mikhail.
Sonreí un poco. Me dirigí hacia la cocina. Estaba inmaculada, aunque un poco empolvada. Abrí el cajón de la lumbre, igualmente limpio. Puse el libro allí, cerré la compuerta y regresé a la sala. Las tazas estaban dispuestas una al frente de la otra, totalmente vacías. La vela parecía que no había sido usada antes.
Me dirigí al armario, también vacío. Abrí los cajones de la cómoda. Habían un par de cobijas bien dobladas en uno de ellos, además de un par de camisas masculinas cosidas a mano. En otro de los cajones había lo que parecía ropa interior femenina y masculina, además de unas medias, también hechas manualmente. Alguno de los dioses anteriores parecía haber sido habilidoso con la costura.
Sentí un poco de sed. Me dirigí a la cocina y tomé un jarro que había en ella. Me dirigí a la puerta y la abrí. El viento entró con fuerza, revoloteando mi cabello y las cortinas de la casa. Un aroma dulce, como a jugo de frutas llegó a mi nariz. No era el mismo que había sentido anoche, pero era bastante agradable. A lo lejos escuché el rumor del agua. Descendí las escaleras y caminé por la senda. Noté que el cielo estaba un poco nublado y el viento era frío. Perseguí el barullo del río hasta que llegué a él. Era un riachuelo no muy profundo, aunque tenía unos cinco metros de ancho. Metí el contenedor, lo llené con un agua que se sentía fría y fresca en mis dedos. Respiré profundamente. ¿Cuándo había sido la última vez que había sentido este frescor?
Me levanté, me quité los zapatos, las medias y el pantalón. No recordaba que me había puesto estas bragas. Eran unas bastante adultas, delicadas y con unos encajes muy bonitos. En algunas partes ligeramente transparentes se podían ver mis vellos. Recordé que mi madre me había regalado un conjunto, pues según ella ya era necesario que tuviera unas más elegantes. Me las puse porque quería verme especial cuando estuviera con mi novio, además porque nada más le quedaba bien a mi cuerpo que súbitamente había crecido.
Me metí al agua. El frío se esparció por la piel de mis piernas y me hizo temblar un poco. Tomé una bocanada de aire. El agua jugueteaba entre los dedos de mis pies, las piedras que pisaba formando extrañas estructuras debajo de ellos. Creía que había sentido un pececillo cruzar por mis pantorrillas. Intenté buscarlo, pero no lo encontré, a pesar que el agua fuera tan cristalina. Tomé un poco entre mis manos y la sorbí. Era ligeramente dulce y tan fría que congeló mis dientes. Era deliciosa. Me agaché un poco más y tomé otra manotada. Mi seca garganta la recibió con agradecimiento.
A mis espaldas, escuché un tosido. Era Vicente, quien me estaba dando la espalda.
—Buenos días, Angela. Espero que estés disfrutando del agua.
—Hola Vicente, buenos días. ¡Si, está muy fresca, me encanta!
—Qué bien. Vine por ti para comenzar tu entrenamiento, pero toma el tiempo que quieras.
Su voz estaba tensa, un poco mecánica.
—No, no, ya voy.
—Si…
Un trémolo extraño llegó a mis oídos.
—No olvides de vestirte, por favor.
Miré mi ropa desperdigada en la orilla. Entendí la razón de su preocupación. No pude evitar soltar una risa.
—¡Vicente! Estoy en ropa interior, ¿cuál es el misterio? Acaso en tus años no…
—¡En mi época esto sería inadmisible!
Comencé a caminar hacia la vera.
—Lo dices como si fuera un pecado.
—No, no es un pecado, es solo mínima decencia.
—Se llama curiosidad lo que sientes, Vicente, y es algo muy sano.
Me puse el pantalón, subí la cremallera pero no me lo abotoné. Embutí las medias en las zapatillas y las cargué en mi mano. Estando descalza, podría sentir los pequeños granos de tierra entre mis dedos. Era algo que no sentía desde hace mucho tiempo.
—Ya te puedes girar a verme.
Se tornó, su cara estaba un poco roja, su boca apretada como guardando un secreto. Se le veía apenado.
—Esto explica algo que me temía desde ayer.
—¿El qué?
—Vicente, eres virgen, ¿no?
Exhaló con fuerza por su nariz, haciendo un ronquido un poco innatural.
—¡Esto lo explica todo también para mi!
Su reacción me causó gracia. Sonreí.
—No saltes a conclusiones. La época de la que yo vengo es muy diferente a tu época. Ya no existen más misterios.
Se quedó callado. Comencé a caminar en dirección a la casa de Larissa. El suelo se sentía delicioso, las piedrecillas acariciando mis dedos, el calor que emanaba calentando mi piel del frío del agua. Por alguna razón, el viento comenzó a fluir con fuerza. Me giré hacia Vicente, quien aún estaba en su posición, sin saber como reaccionar.
—Vamos. ¿Acaso no querías enseñarme algo?
Su cara estaba congelada, sus ojos bien abiertos.
Continué caminando por la vera del riachuelo, camino a la casa de Larissa. Varios pasos atrás, Vicente me observaba. Desde ese momento intentaría desentrañar el misterio de mi capacidad como deidad, y de nuevo, la razón de yo estar en este lugar.