«Más rápido que un pestañeo» (parte 4)

Resultado de nuestra investigación, nos dimos cuenta que no había sido la embajadora quien estaba haciendo aquellos tratos peligrosos y robando dinero de las arcas de Nueva Sajonia, pero uno de los cónsules de la embajada, escudándose detrás de las acciones de su jefa. Fue rápidamente terminado de su cargo y ajusticiado, en un operativo que hicimos al día siguiente a aquella reunión.
Un mes después, la investigación de Alexa en Harim Hosan había terminado y atrás habían quedado sus grandes lentes y su intencional poca atractiva apariencia. Nunca supe cual había sido el motivo de su trabajo encubierto, pues es poco usual que se cuele información entre casos en Interiores. Después de aquel encuentro en el baño, no tuvimos ninguna comunicación. Aún así todos los días pensaba en ella, sus labios y el calor de su cuerpo, para después sentirme apenada, pues por más que lo pensaba no sabía que se había apoderado de mi en ese momento. Si nos hubieran descubierto hubiera sido un desastre de tamaño monumental, una crisis a nivel global. Nunca consideré que mis acciones hubiesen sido tan peligrosas, y tampoco esperaba que aquel sentimiento impulsivo tuviera algún impacto en Alexa. En mi corazón sentía que lo había echado todo a perder.
No volví a saber nada de ella hasta el día que la vi de nuevo en la oficina. Quería que la tierra me tragara, pero al final fue ella quien tomó la iniciativa y se acercó a hablarme.
—¿Un café, agente Hoellingberg?
Era la misma mujer que había visto años atrás en mi bienvenida. Asentí, mi mente perdida, mi corazón latiendo a mil por hora y mis manos sudando. El camino a la cafetería fue un calvario, no sabía si disculparme, no sabía si simplemente hablar casualmente. Preferí el silencio, mientras mi estómago se revolcaba y mi garganta se armaba en un nudo. Una vez llegamos, preparamos un par de tazas de café en una máquina y nos sentamos en una mesa. Yo la seguía a ella por inercia, aun cavilando acerca de como reaccionar. Escuché su dulce voz, tan baja como era posible.
—Así que… ¿Me estrujas contra la pared de un baño en Harim Hosan, te robas un beso como de dos minutos, me hablas seduciéndome, y ahora que me tienes en frente es como si te hubieran cortado la lengua?
Me ahogué con mi propia saliva, tosí como quien el río se lleva y traga agua de este. Ella soltó una risita. Me sentí igual que cuando ella se burlaba en mi cena de bienvenida, como si tuviera unas espinas que quería arrancar de mi piel desde ese entonces. Susurré con un poco de rabia.
—Oh si, ¿y entonces qué fue esa mirada furtiva y apenada que tenías justo después del beso que me robé?
Clavó sus ojos en los míos. Sentía que eran tan profundos que me iba a hundir en ellos. Me fue imposible de esquivar sus dagas.
—Simple, me gustó mucho lo que sentí.

Ella me estaba dando vueltas en la palma de su mano, como cuando alguien revuelve el vino de su copa. Escuché el latir de mi corazón en mis oídos y se me subió el calor a la cabeza. Se levantó súbitamente de la mesa, dejando atrás una taza medio vacía y una nota adhesiva verde doblada en cuatro. La seguí con mi mirada. Antes de retirarse más lejos, se giró hacía mi y apuntó hacia el papelito.
—Nos vemos hoy por la noche, a las siete en el lobby. Si no puedes, llámame. Tu invitas hoy.
Continuó alejándose, hasta que recordó algo y se tornó hacia mi. Posó su dedo índice en sus labios y me envió un beso silencioso a través del aire. Me levanté por inercia como para agarrarlo.
—Allí estaré.
Ese día fue una eternidad, pues no lograba concentrarme en nada. La anticipación por una primera cita con Alexa me tenía bastante emocionada. Me encontré mirando mi reloj todo el tiempo, mientras Rouben me asechaba preocupado acerca de dichos síntomas extraños, las palmas de mis manos sudaban, mi corazón sufría de arritmias, dejaba salir risitas por ninguna razón y me subía un poco de fiebre. Él me sugería que fuera a casa a descansar, pero no podía hacerlo, hoy era un día muy importante. Después de no saber que era el amor, después de tantos años de dedicarme a mis estudios y mi trabajo sin pensar en mi misma, sentía que estaba dando un paso adelante. No sabía si era acertado o no, pero al menos progresaba y de la mano de una mujer fabulosa.

Viajaba a doscientos treinta por hora en un túnel subterráneo privado, dedicado solo a agentes del servicio público e investigadores de los Ministerios públicos. Me sentía sucia y pegajosa, ansiaba meterme al baño y darme una buena ducha. Además, quería ejecutar el plan tan pronto como fuese posible, ya que el doctor Assaud lo tenía todo fríamente calculado. Para mi era una serie de pasos sin sentido, más idealistas que posibles, con decenas de cosas que podían salir mal y otras decenas muy mal. Todo se balanceaba en mi capacidad de engañar a Rouben. Sin embargo, era más fácil decirlo que hacerlo, él siempre estaba allí, adosado en mi cuerpo.
El doctor modificó el nivel de acceso de mi copia de Rouben a 1-Seraphim, algo que solo es otorgado a personas de alto nivel, científicos notables y una manotada de políticos y hombres de negocio, dándome pase libre a una cantidad inusitada de nuevas capacidades. Rouben no se enteraría de dicha modificación, me dijo él. Con esto, ahora podía entrar a sistemas privados del gobierno, con algunas limitaciones. Podía extraer y cambiar información, pero siempre iba a quedar un registro de mis acciones. Me advirtió que solo lo podía usar en casos muy específicos, en casos dónde fuera de vida o muerte. Adicional a esto, ya tendría acceso autorizado a muchas localizaciones, laboratorios y espacios secretos. Esto era necesario para poder cumplir nuestro cometido.
Llamé a mi jefe. Curiosamente, me contestó de inmediato.
—Ese Hache, ¿encontraste algo?
—Nada, Pollux… El apartamento está vacío, no hay rastro de humanidad allá. Solo hallé unos conjuntos de ropa que posiblemente pertenecían al doctor. De resto todo estaba limpio, sospechosamente muy limpio. No habían marcas, ni huellas dactilares en los lugares usuales, de hecho, parecía que nadie viviera allá. Solo había un computador, pero estaba bloqueado.
—Tenemos que extraer la información de este con Forenses. ¿Lo traes contigo?
—No, no lo sustraje. No creo que sea pertinente por ahora, Rouben verificó que tiene nivel 1-Seraphim. Inaccesible para nosotros.
No mentía.
—Me extraña, Ese Hache. ¿Desde cuándo pensando en niveles de acceso en computadores?
Carraspeé.
—Fue la recomendación de Rouben. De cualquier forma, voy para la oficina, Pollux. Necesito recopilar más información.
—Uy, ¡un milagro!
—No le cuentes a ninguna de las bolas de grasa. No quiero sorpresitas esperándome en el escritorio.
—Será una fiesta para todos.
Colgó. Él sabía como hacer enojar con facilidad.

Regresé a casa, haciendo que el automóvil me esperara abajo. Eran las tres y quince de la tarde ya. Era claro que el tiempo transcurría diferente del “otro lado del espejo”. ¿Cuántas horas habían pasado para mi en ese otro mundo? ¿Ocho, nueve? Me sentía agotada, pero si lo que el doctor me decía era cierto, estábamos sobre el tiempo para resolver nuestro problema con Rouben.
Me desvestí en el pasillo, soltando la funda de mi arma sobre la alfombra. Solo hasta entonces recordé que había perdido mi pistola. ¿Dónde demonios estaría? Deje ir el pensamiento y continué. Tomé una ducha, me lavé a conciencia y cepillé mis dientes, además de peinarme como pude. Sustraje el uniforme de mi armario, un poco empolvado por el desuso. Le di un par de palmadas aquí y allá, y me vestí. No me quedaba muy bien ya, la pasividad me había hecho ganar un par de kilos, especialmente en las caderas y cintura. No me maquillé pues nunca lo hice para ir a trabajar. No quise tomar ni comer nada. Igual, no tenía nada más que licor en casa.
Regresé rápidamente al automóvil. Las coordenadas de llegada ya estaban precargadas, un trayecto de unos escasos quince minutos por el mismo sistema de túneles. Durante el trayecto, revisaba de nuevo la nota mental del plan. Cruzaba mis dedos para que Rouben no se enterara de lo que iba a pasar.

Una vez en el edificio del Ministerio, miraba impaciente a todos lados. Hacía tantos meses que no me pasaba por allí que no sabía si Alexa estaría en su cubículo. Hasta dónde llegaba mi conocimiento era aún agente de Interiores. No quería buscarla en los sistemas, ni abusar de las nuevas habilidades que me había regalado el doctor. La amaba aún, pero si me había abandonado, era justo. No quería asecharla.
Me dirigí sin pensar a mi cubículo. Desde la distancia ya sabía que iba a ser un desastre. Encima de la mesa habían cinco cajas de regalo, casi todas del tamaño y forma de una botella de licor, un ramo de flores y una caja de chocolates. Suspiré con fuerza, las retiré todas y las puse en el suelo al lado del bote de basura. No leí ninguna de las tarjetas, ni supe de quien eran, eran la menor de mis preocupaciones. Sabía que detrás de las columnas, debajo de las otras mesas, estarían mis compañeros contemplándome, preguntándose si miré sus regalos, si tuve alguna preferencia dentro de aquellos presentes.
Mi buzón de entrada estaba lleno de sobres, recibos de compras que había registrado como gastos empresariales, misivas no muy importantes, boletines del Ministerio, cosas que posiblemente pudieron haber enviado al correo electrónico. Las arrojé al bote de basura. Sin embargo, debajo de todos estos artículos, quedó una pequeña nota verde doblada en cuatro. La abrí. Estaba escrita en una caligrafía que se me hizo desconocida.

 

ARCHIVO B-32-2145-00000023. DALE UN VISTAZO. —A

 

Después que ella me terminó, Alexa nunca me contactó. Si esta nota la había escrito ella, era con un buen motivo. Sin embargo, esta no era su tipo de letra usual. ¿Qué demonios era ese archivo? Tenía mucha curiosidad, pero mi objetivo era otro.
Ingresé al sistema del Ministerio. Eran increíbles las nuevas capacidades que yo tenía, información que antes no tenía accesible, se presentaba a mis ojos sin pedirlo. Rouben continuaba sin notar nada extraño, o al menos así parecía. El objetivo de mi búsqueda en este momento era obtener el plano arquitectónico del laboratorio Upsilon, además de copias de cualquier grabación de video que existiera.

Una vez la información descargó a mi computador, la revisé con detalle. Los “edificios griegos”, como le decimos en el argot de investigadores del Ministerio, eran una serie de construcciones que servían como nexos de diferentes academias en la ciudad. Estaban dispersos por el plano de la ciudad en diferentes localizaciones y mientras unos eran estructuras monolíticas, otros eran solo nomenclaturas para pequeñas casetas de alta seguridad que protegían túneles o laboratorios secretos bajo tierra. Los más prominentes eran el edificio Alpha y el Upsilon, edificaciones de casi doscientos pisos sobre la Tierra, además de treinta o más bajo esta. Los planos de estos lugares eran desbordantes, y aunque no tenía acceso todavía respecto de los detalles minutos del uso del espacio, solo necesitaba un poco de información. Upsilon, en su parte más inferior e interna tenía una serie de conductos que llevaban a una red de túneles, y de estos túneles uno que descendía hasta fuera del plano.
Analicé la mejor forma de llegar allí. Debía obtener acceso a Upsilon, sin ser detectada ni registrada en los sistemas de seguridad, tomar un ascensor de servicio hasta la última planta subterránea y luego flanquear una serie de puntos de control automatizados, obtener una máscara de oxígeno, para poder acceder a una compuerta de alta presión que conduce a los túneles, y una vez en el túnel más inferior, descender de alguna forma hasta llegar al panel central de control de Rouben, ingresar las claves de desactivación que el doctor me regaló y apagarlo de una buena vez, para destruir su almacenamiento después. Sin dudarlo, esto era una misión imposible.
Según los planos, eran aproximadamente doce kilómetros de túneles en descenso. De solo pensarlo, mis piernas comenzaron a doler. ¿Había una forma mejor de hacerlo? ¿Era esta la mejor forma de hacerlo?
Revisé las grabaciones a las que tenía acceso en mi mente. La última vez que el doctor Ibrahim fue visto, ingresaba al edificio Upsilon por una de las compuertas de seguridad del primer piso. Repetí el video múltiples veces. Era bastante conveniente que las piezas encajaran de esa manera, incluso me pareció demasiado conveniente. Revisé si podía encontrar más grabaciones similares en el sistema, pero esta era la única. Era como si el doctor se hubiese desvanecido en vapor una vez ingresó al edificio. El video correspondiente al otro lado de la compuerta la muestra abriéndose y cerrándose, pero nadie ingresando, como si un fantasma la hubiera activado.
Tuve una corazonada. Tomé el papel verde doblado. Archivo B-32-2145-00000023. Después de múltiples rondas de descifrado, no podía creer lo que veían mis ojos.

 

GOBIERNO DE NUEVA SAJONIA
MINISTERIO DE ASUNTOS INTERIORES
OFICINA DEL MINISTRO

SECRETO/1-SERAPHIM

27 DE MARZO DE 2.145

SE ORDENA UTILIZACIÓN EXCLUSIVA DEL RECURSO SAUNDRA HOELLINGBERG PARA INVESTIGACIONES ACERCA DE LA DESAPARICIÓN DEL DOCTOR IBRAHIM ASSAUD. ORDENADO DIRECTAMENTE POR EL MINISTRO.

 

Si hoy era diez de abril… ¡Dos semanas atrás! Veintisiete de marzo. Veintisiete de marzo. Volví a observar el video del doctor Assaud. Estaba fechado con veintisiete de marzo. ¿Cómo demonios sabía el ministro que el doctor iba a desaparecer ese mismo día? Me levanté de golpe, hice un puño y le di un golpe seco a la mesa, cerrando dicho archivo. La A de la firma no era Alexa… ¿Era Assaud?
—Hijo de puta. ¡Hijo de su gran puta!
Las fichas por fin hicieron clic en mi cabeza. ¡Maldita sea, doctor, maldita sea! ¿Desde hace cuándo estaba todo tan perfectamente calculado? Le di otro golpe a la mesa. Suspiré con fuerza, apretando mis dientes. El eco de mi rabia rebotaba de pared en pared. ¡Con razón decía él que solo podía ser yo, ya lo tenía planificado! ¡Me estaba usando como cabeza de turco! Colgué mi cabeza de mis hombros, mis puños cerrados sobre la mesa.

—¿Qué pasa, Ese Hache? ¿Qué fue ese grito?
Me giré a verlo. Pollux me miraba ligeramente preocupado, aunque cuando observó mis ojos instintivamente dio un paso hacia atrás.
—Dios santo, ¿a quién vas a matar?
Me hervía la sangre. Traté de respirar, pero solo podía agarrar unos pequeños sorbos de aire.
—Necesito ir a Upsilon. ¡Ya!
—¿Por qué? ¿Encontraste algo?
Aclaré mi garganta.
—Mira esto.
Le mostré el video de la compuerta del edificio. En simultánea, le mostré el video desde el otro lado.
—Alguien, o algo, estuvo jugando con las grabaciones. Esto no tiene ningún sentido. Debo investigar directamente.
Pollux reconoció mis inflexiones y la tensión en mi hablar.
—Pediré los permisos e iremos.
Respire profundo.
—Voy sola, Pollux. Se me encargó esto, así que lo sacaré adelante.
Mi jefe siguió observándome preocupado.
—Ese Hache, ¡no se qué demonios te pasa!
—No me pasa nada, es solo que se que esta rata, este doctor, quiere jugar al gato y al ratón conmigo.
Al escuchar esto, Pollux soltó una carcajada.
—Conseguiré el permiso. Si necesitas apoyo, llámame.
Comencé a caminar de salida.

—¡Rouben!
—Si, Saundra.
—A Upsilon, de inmediato.
—El automóvil ya está esperándonos.
Tomaba el ascensor a la planta baja cuando Pollux me llamó.
—Ese Hache… ¿Cómo decirte esto?
—Escúpelo.
—Por alguna razón ya tenías el permiso.
—Lo sabía.
—¿Qué significa esto?
—Después te lo explico.
Colgué.

—Saundra, ¿te encuentras bien? Estás muy alterada, tu ritmo cardíaco está en desorden.
—Estoy bien, estoy muy enojada.
—No es normal que estés así. Todo el día de hoy has estado con cambios de humor, pero tu periodo no debe llegar esta semana.
—Estoy bien, Rouben.
—Este caso te está afectando. Deberías descansar por hoy.
—Nadie te ha pedido tu opinión.
—¿Qué tal si pido algo de comida y descansamos? Mañana o pasado podrás continuar con tu investigación.
—¿Podrías callarte de una buena vez, Rouben?
—Cambiaré el destino del automóvil.
—Rouben…
La puerta del ascensor se abrió.
—¡¿Podrías callarte?!
Un par de personas que estaban esperando el ascensor se asustaron. Me sonrojé e hice una pequeña venia.
—Perdón.
Rouben dejó de molestarme.

Ingresé corriendo al automóvil. Cerré la puerta a mis espaldas. Me dirigí al computador de abordo.
—Hacia el edificio Upsilon, de inmediato.
—La información que tengo es de regresar al complejo de apart…
—Hacia el edificio Upsilon.
—Información en conflicto.
Rouben ya temía algo. Respiré profundo.
—Prioridad al edificio Upsilon.
—Prioridad aceptada. Entendido. Llegaremos en veintiún minutos.

—¿Por qué estás tan empecinada en ir a Upsilon hoy?
Decidí no volverle a contestar.
—¿No tienes hambre? ¿O sed?
Cerré los ojos.
—Bajo la irracionalidad que estás teniendo, inevitablemente vas a tomar una mala decisión. Estás cansada. Yo solo pienso en tu bienestar. Tus signos vitales están fuera de los parámetros normales…

Había algo que no entendía aún. ¿Porqué tenía permiso para Upsilon, pero me fue necesario solicitar permiso para ir al apartamento del doctor? Si él ya había preparado todo, si el escenario estaba listo para todas mis acciones, ¿por qué decidió dejar ese paso a la suerte? ¿Qué hubiera pasado si me hubieran negado el acceso? No hubiese podido encontrar el espejo, no hubiese podido hablar con él. Incluso, ¿qué tal si jamás se me hubiera pasado por la cabeza ir a su casa? Entre más pensaba, menos tenía sentido el actuar del doctor.

—…tipos de medicina que te pueden ayudar. He enviado una lista de los síntomas que tienes y de los parámetros vitales a tu doctor para que te recete alguna de estas.
Descendí del automóvil.
—Espérame en el parqueadero, por favor.
—Entendido, agente S.H.

Caminé por el vestíbulo del edificio debajo de una bóveda de columnas y arcos hacia la recepción. Una mujer ya entrada en años, de cabello grisáceo, pómulos remarcados, ojos cansados pero aún brillantes y con una bonita sonrisa me atendió. Llevaba el uniforme de la Academia de Ciencias.
—Buenas tardes agente, ¿en qué le puedo colaborar?
—Soy Saundra Hoellingberg, de Asuntos Interiores…
Le estiré mi identificación. Lo revisó desde una distancia.
—Tengo a cargo la investigación de la desaparición del doctor Ibrahim Assaud. Este es mi permiso. Rouben…
Se hizo un silencio incómodo.
—Rouben, vas a mostrar el permiso, ¿sí o no?
—Lo siento, Saundra, pero considero que en el estado en el que estás en este momento, no es conveniente. Ya te lo dije…
Apreté mis ojos y me masajeé el puente de la nariz.
—¿Pasa algo, agente?
—Hoy Rouben se está comportando muy mal.
La recepcionista se sonrió y tecleó algo en su computador.
—Desde que nos volvimos tan dependientes de la tecnología, todo se fue al infierno. ¿Puede permitirme su identificación de nuevo?
Hice una mueca que parecía como la risa triste de un payaso. Se la entregué. Continuó tecleando algo en su computador.
—Encontré el registro del permiso. Ya nos había sido notificado desde hace dos semanas.
—¿Oh si?
Me retornó la identificación y me entregó otra.
—Conserve esto siempre visible. Bienvenida. Debe dirigirse al piso B7, allí la recibirán en Investigación y Desarrollo.
—Muchas gracias.
Pellizqué mi chaqueta con la nueva identificación, guardé la mía en la solapa del abrigo y continué hacia una puerta de vidrio que encerraba el ascensor. Sentí como al pasar por el vidrio, mi cuerpo fue analizado de pies a cabeza, como un pequeño temblor acompañado de un chasquido en mis oídos. Una vez adentro, presioné los botones para el subsuelo siete. En menos de un minuto, había llegado a mi destino. Al frente, encerrada en vidrios esmerilados de techo a suelo, una pequeña mesa de recepción. La recepcionista se levantó de su asiento al verme.

—Agente Hoellingberg, bienvenida.
—Gracias.
—La guiaré hasta la oficina del doctor Assaud. Allí le espera un escolta que la acompañará durante su visita. Espero que no le incomode y atienda todas sus recomendaciones y advertencias.
—Claro que si, muchas gracias.
Pasamos por una abertura que surgió de la nada en la ventana que estaba detrás de la recepción. Jamás había visto tecnología como esta en mi vida. Conducía a un largo pero iluminado túnel que terminaba en una compuerta que se me hizo conocida.
—Esta compuerta…
—¿Si?
—Aquí fue visto el doctor Assaud por última vez, ¿no cierto?
—No, agente, creo que está equivocada. El doctor Assaud fue visto por sus compañeros.
—Pero el registro de video…
—¡Ah! Me disculpará, pero no estoy autorizada para comentar nada más.
La recepcionista agitó su mano sobre una pantalla en la compuerta, a lo cual se abrió de lado y lado con un rápido golpeteo. Del otro lado, vimos un largo pasillo aparentemente de cristal, brillantemente iluminado, con unas bandas amarillas en las paredes y que a un par de pasos al frente se abría hacia la izquierda. La recepcionista continuó caminando. Este pasillo era visible en la segunda grabación que observé, cuando la puerta se abrió y se cerró pero no se veía nadie ingresar. Intenté mirar al lugar dónde estaría ubicada la cámara, pero no vi ningún dispositivo. ¿Cómo demonios funcionaba este edificio? La chica giró a la izquierda y la seguí.
Continuamos caminando por una serie de pasajes, girando las esquinas de vez en cuando, como en un laberinto. Recorría el mapa mental que vi anteriormente. Después de unos cuatro giros, vimos a alguien al frente de una puerta, un tipo de mi misma altura, vistiendo una bata larga de color blanco encima de una camisa verde manzana con un corbatín verde oscuro y pantalones negros, como si fuera un estereotipo de un científico sacado directamente de una película. Su cabello negro, bien peinado hacia atrás, bigote poblado y gafas gruesas complementaban el cuadro.
—Ah, doctor Belleville, gracias por aceptar servir de guía con tanta premura.
—No hay lío, Celestine.
Su tono de voz era increíblemente pretencioso, al nivel que me hizo dar un poco de escalofríos.
—Esta es la agente Saundra Hoellingberg, de Interiores. Está a cargo de la investigación por el doctor Assaud.
—Mucho gusto.
Le estiré la mano, pero el tipo no se inmutó.
—Claro, claro, pobre Ibrahim. De veras que no sabemos dónde se halla. Si puedo ser de ayuda, con mucho gusto.
—Ya sabes el protocolo.
—Claro, claro.
La recepcionista abrió la puerta agitando la mano. A un lado pude leer una placa con el nombre del doctor.
—Adelante agente.
—Gracias, Celestine.
La chica se retiró por dónde habíamos llegado. La habitación se iluminó en tanto ingresé a ella. El doctor Belleville siguió detrás mío. Estaba incólume. Habían dos pilas de papeles en una mesa de trabajo, muy similar a la de la sala de su apartamento, incluyendo un bolígrafo encima de una de ellas. En la esquina más cercana a nosotros un perchero bastante moderno con una bufanda larga, igual a la que su cadáver y los Shawn tenían puesta. En el escritorio estaba el computador del profesor, propiamente bloqueado, una bandeja de correos de entrada y de salida, encima de la de entrada, una pequeña caja de color rojo, tal como el doctor me había advertido. Me estiré a tomarla.
—Agente, le recomendaría que deje la escena del crimen quieta.
—¿Perdón?
—¿Acaso no le enseñaron en su escuela? No alterar las escenas del crimen.
Su tono condescendiente me estaba sacando de mis cabales.
—¿Y es que acaso es esta una escena del crimen? Comencemos, ¿qué sabe usted?
Sentí como se puso a la defensiva.
—Pues… Uno debe asumir todo…
—Esta es una zona bastante segura, Belleville. Pasé por dos escáneres, una puerta que emergió de la nada en unos cristales, estoy siendo observada por cientos de cámaras de seguridad. No cree que si un crimen hubiera ocurrido acá, ¿habría registro de video?
Sus ojos comenzaron a esquivarme.
—¿O es que… Usted tiene relación con el crimen?
—No, no…
—Dígame… ¿Celos o envidia? Si, usted sentía envidia del excelente trabajo del doctor Ibrahim y usted quería eliminarlo del cuadro para robarse todo el crédito, ¿o me equivoco?
El tipo dio un paso hacia atrás como para escudarse, aunque después su vanidad le hizo sacar pecho.
—¡JA! Si algo, el insulso de Ibrahim me tenía envidia a mi.
—¿Ah, si?
—Modificando mis fórmulas y recetas a su antojo, creyendo en cosas que no existen, ¡estaba loco, lunático!
—¿En qué sentido?
—¡JA! Dizque sustancias que se evaporan en el aire… ¡Perdió la cabeza! ¡Decía que podía ver al infinito en una sustancia! ¿Qué tipo de…
El tipo frenó en seco, se dio media vuelta y aclaró su garganta.
—No es de su incumbencia.
—Belleville, yo no le digo como hacer su ciencia, usted no me diga como hacer mi investigación.
Se giró de nuevo como para responderme, pero se encontró con mi mirada. Su cara se puso roja como un tomate por la ira.

Tomé la cajita roja. Tenía escrito “Para S” en su cubierta. No sabía si reírme o enojarme. Mi músculos se tensaron y la adrenalina comenzó a fluir por mis venas. Sentí como mi corazón se aceleró.
—Saundra, ¿qué ocurre?
Rouben lo notó casi de inmediato. Abrí la caja. En menos de lo que dura un pestañeo, se apagaron todas las luces hasta dónde mis ojos podían ver.
—¡Qué diantres!
El tipo soltó un expletivo tan refinado que sentí ganas de reírme. Tomé la bufanda y la arrojé en el lugar dónde el científico estaría, junto con la tarjeta de identificación que me habían dado.
—¡Aaaaaa! ¡Quítenmelo!
Corrí, empujándolo un poco hacia un lado. Escuché un golpe seco y un gruñido.
—¡Agente! ¡Agente! ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Celestine!
Ninguna alerta se activó.

—¡Rouben!
No me respondió, como estaba planificado. Respiré con tranquilidad, aunque tenía menos de diez minutos para llegar a los túneles. Activé mi visión nocturna, una de las pocas funcionalidades que no requería la existencia de Rouben. Corría por los pasillos, en la ruta que me grabé esa mañana. En la lejanía podía escuchar pasos apurados, gritos, puertas abriéndose y golpes repetidos. Al dar la vuelta a una esquina, escuché unos pasos que se acercaban a mi corriendo. Eran dos sujetos más, asumí que eran científicos. Aguanté la respiración y me oculté tras la pared.
—¿Qué pasa el día de hoy?
—No sé, este edificio cada vez está cayéndose a pedazos.
—¿Dónde está el ascensor de emergencia?
—¡No lo recuerdo!
Mi objetivo era aquel mismo elevador. Les observé detenidamente.
—¡Aquí está!
Uno de ellos presionó con suavidad una esquina de un panel eléctrico de la pared, como si fuera un botón. Con un gran chasquido y un sonido como un pistón desinflándose, la compuerta se abrió.
—¡Entra, entra!
Los dos sujetos entraron, una tenue luz roja cubriéndoles. Después de un par de segundos, la luz desapareció, haciéndose más pequeña y elevándose hacia arriba. Era mi turno.
Corrí hacia la abertura y después de comprobar que dicho conducto seguía hacia abajo, entré y me abracé a un grueso cable que había a un lado. El cable cedió un poco a mi peso con un golpeteo. El cable bajaba con cautela, probablemente aún transportando a los tipos que se habían subido en el elevador previamente. Solté mi abrazo un poco y descendí a una mayor velocidad. La fricción calentaba mi uniforme, pero no era intolerable. De algo servían estas ropas especiales. Continué mirando hacia abajo, con el suelo vertiginosamente acercándose. Apreté mi abrazo y la velocidad disminuyó, aunque el calor de la fricción aumentaba. Sentí que ardía un poco. Si no estaba mal, esto era el subsuelo treinta y cinco.
Miré a todos lados de este pequeño recinto. La compuerta de entrada estaba cerca de mi tacto. Le dí un golpe seco, pero se negó a ceder. Me incorporé, tensé mis piernas y le di un golpe certero a la esquina. Con un crujido y un sonido metálico, se abrió a un lado. La empujé con las manos el resto de su movimiento.
Del otro lado, el pasillo que se abría a lado y lado era bastante similar al del piso en el que había estado anteriormente. Salí con rapidez. El túnel al que debía acceder ahora estaba bastante cerca. Ya no escuchaba más ruidos a la distancia, lo cual me tranquilizó. Aún así, me di a la fuga. Afortunadamente, el calzado del uniforme es polivalente, cómodo y útil para estas actividades, además de amortiguar notablemente el sonido de los pasos.
En una de las puertas alrededor, debía identificar el cuarto de conserjería. Conté las puertas desde la que emergí. Si mis cálculos no fallaban, seria la puerta número dieciséis. Me detuve al frente de esta e intenté abrirla. Estaba bastante dura, probablemente pues no había energía para activar los motores que normalmente la abrirían. Me apoyé contra esta y la deslicé lentamente usando las yemas de mis dedos y las palmas de mi mano. Accidentalmente un par de mis uñas se partió. No le presté atención. Centímetro a centímetro se fue abriendo.

De repente escuché un sonido fuerte, como el zumbido de miles de abejas. Mi tiempo se terminaba. Cuando se abrió un espacio suficientemente grande, metí mi brazo y empujé con fuerza. Sentía como mis huesos y músculos se resentían. La puerta se abría con dificultad y mi respiración se agitaba.
Después de unos minutos más, la abertura era suficiente para deslizar mi cuerpo hacia adentro. Me arrojé hacia adentro como pude, trastabillándome un poco, con un golpe duro hacia el suelo. La puerta se cerró detrás mío, no sin antes agarrando mi pie derecho y aplastando mi tobillo con fuerza.
Mis ojos se encharcaron, mis manos se tornaron puños. Intenté girar mi pierna para liberarla, el dolor recorriendo mi cuerpo como un incendio sin control. Sentía como se amarraba mi garganta, formando un grito que debía contener. Me senté como pude, apoyándome contra la compuerta, tratando de abrirla al menos un par de centímetros en esta precaria posición. La puerta no cedía. Pujé y empujé, moviendo sangre a mis piernas con cada movimiento, utilizando mi pierna como una palanca, hasta que pude arrastrar mi apéndice hacia adentro. Mi zapato quedó afuera, la puerta certeramente cerrada.
El nudo se desató.
—¡MALDITA SEA! ¡MALDITA SEA!
El grito recorrió la habitación, botando por cada pared de dicha conserjería como una pelota elástica disparada. Friccioné mi pie con fuerza, masajeándole con rapidez. Miré alrededor, en búsqueda de algún tipo de botiquín médico dentro de las múltiples estanterías que llenaban el espacio. Mi vista estaba nublada por mis lágrimas además del tinte rojo de mi propia ira, que hacían que todo pulsara al compás de mi acelerado ritmo cardíaco. Respiré con profundidad, grandes bocanadas de aire entrando en mis pulmones, enfriando lentamente mi sangre. No lo hallé.

Sin embargo, en una pared al frente identifiqué la rejilla por la que debía proseguir. Me dirigí hacia esta lentamente, cada paso enviando un choque eléctrico por todo mi cuerpo. Podía sentir mi pulso pasar por toda mi pierna, en los latidos que la imagen de mis ojos hacían visibles, en los crujidos que mi tímpano generaba al apretar mi mandíbula. Mis lágrimas seguían fluyendo. Una vez estuve más cerca, me apoyé como pude en mi pierna maltrecha y le di una patada seca a la malla, doblándola como un papel hacia el otro lado. Me arrodillé, ignorando todos los mensajes que mi cuerpo me enviaba y me interné en este espacio.
Era un estrecho conducto, dónde a duras penas cabía mi cuerpo acurrucado. Me arrastré a través de este, dando empujones con mis brazos y mi única pierna buena. Era mi rabia más fuerte que el dolor. Después de gatear por un par de minutos, observé mi destino, otra reja de esas, en esta ocasión, apuntando hacia abajo. Del otro lado pude ver un túnel que se abría, el siguiente de mis destinos. Abrí el conducto de un codazo, arrojando el pedazo de metal hasta el fondo, con un estruendo una vez este golpeó el suelo. Me tiré de caída hacia abajo, cayendo contra mi espalda, que crujió por el impacto.

Me incorporé y miré a mi alrededor. El techo y las paredes de este túnel circular estaban adornadas con cientos de cables de diferentes grosores, tuberías y largas barras de metal. Me desorienté de inmediato. Cerré mis ojos, me arrodillé e intenté recordar el diagrama arquitectónico que había visto previamente. Las líneas se confundían, izquierda era lo mismo que derecha, mis recuerdos fundiéndose, volviéndose humo en mi mente. Respiré profundo de nuevo. El aire en estos túneles olía a moho, a un ático que no se ha ventilado en años, un sótano húmedo y polvoriento que se ha inundado varias veces en el pasado. Detrás de mis párpados, veía una luz roja centelleante formarse detrás de mis párpados, el sentimiento de mi dolor incrementando. La adrenalina me abandonaba. Me puse de pie como un resorte, mi pierna quejándose con un rayo que intentaba paralizarme.
Tomé una de las direcciones a las que se dirigía el túnel aleatoriamente. Si me equivocaba y no encontraba la siguiente abertura, aún tenía margen de tiempo para tomar la salida opuesta. Caminé con rapidez, cojeando levemente. El desequilibrio de mis pies, uno calzado y el otro no, me comenzó a enfurecer. Me descalcé y tiré con rabia el zapato contra una de las paredes, haciendo un eco sordo que rebotó y rebotó, amplificándose. Caminé con mayor rapidez, dando largas zancadas, ignorando mi pie. El túnel se extendía por muchos metros.
En medio de mi carrera, se hizo la luz. Largas filas de luces lineares se encendieron en el techo del recinto. Me deslumbró, obligándome a apeñuscar los ojos. Apagué rápidamente la visión nocturna y abrí los ojos con cautela.

—Oh, cariño. Es una pena.
Estaba enloqueciendo. Mi mente comenzaba a jugar con mi visión.
—No esperabas verme, ¿no cierto?
Mis piernas cedieron. Mis ojos se salían de sus cuencas. Mi corazón rebotaba fuera de mi pecho.

Al frente mío, había una mujer. En sus manos tenía un arma de fuego apuntada directo a mi cabeza. Su cabello rojizo y ondulado estaba amarrado en una cola corta en la parte de atrás. Sus ojos azules claros y penetrantes estaban curvados de una forma amenazante, al igual que sus bien cuidadas cejas. Sus gruesos labios estaban adornados con un color carmesí perfecto, su cara maquillada naturalmente. Su cuerpo estaba cubierto con un uniforme único, ceñido a su cuerpo, relegado solo a las operaciones especiales de los equipos antidisturbios y de infiltración. Sus turgentes pechos y contorneado torso, cubiertos con un ajustado escudo antibalas. Sus esbeltas piernas protegidas bajo la tela. Mi garganta estaba siendo oprimida y la voz, por más que intentaba, se ahogó en un hilo delgado.

—Tenía mucha razón Rouben en avisarme. ¿Quién se iba a imaginar que Saundra Nova Hoellingberg, la mejor investigadora de toda Nueva Sajonia, fuese una terrorista?
La mujer se arrodilló en frente mío, poniendo el frío barril de su arma en mi frente. Mis lágrimas comenzaron a fluir. Mi mente se puso en blanco. ¿Cuántas veces atrás había yo entrelazado mis labios con los de ella? ¿Cuántas veces había recorrido su piel con mi boca, sus curvas con mis manos, chocado mi piel con su piel? Si esto no era retribución divina, del Dios que fuese, entonces no sé que es.
—Tan cerca, pero a la vez tan lejos de tu cometido, Saundra. De veras que es una pena. ¿Cuál era tu plan? ¿Seguir empujando con tus manos desnudas hacia afuera, sola, como siempre lo has estado?

Llevábamos un poco menos de un año de estar juntas. Era un secreto. A los ojos de los demás miembros del Ministerio, nos habíamos vuelto buenas amigas y almorzábamos siempre juntas cuando no estábamos en alguna misión. A menudo Alexa desaparecía por varias semanas. Tenía sentido, era una excelente espía y una maestra del trabajo encubierto. Nunca ahondé en sus investigaciones, no eran de mi incumbencia, así como ella nunca metía sus narices en las mías. Sin embargo, me daba mucha alegría cada vez que regresaba con bien. Sabía que su trabajo no era fácil, de hecho era bastante peligroso. En cualquier momento podía desaparecer de mi vida sin rastro alguno y por ello atesoraba cada momento que estaba con ella.
Poco a poco fue dejando partes de ella en mi apartamento, pues eran más las noches que pasaba junto a mi que en su propio habitáculo. Una buena noche, ya exhaustas y ella refugiándose en mi abrazo, tuvimos una conversación que nunca olvidaré.
—Por ti dejaría mi vida atrás. Vámonos.
Su voz temblaba un poco. Parecía que era algo que había cavilado muchas ocasiones en el pasado.
—¿Qué dices?
Se giró y me miró a los ojos. Bajo la cubierta de la oscuridad y la poca luz blanquecina que entraba por las cortinas, parecía que sus pupilas brillaran.
—Fuguémonos. Vámonos a un lugar dónde nadie nos conozca, dónde nadie nos vaya a buscar, dónde tu y yo podamos ser otras personas, dónde podamos estar tranquilas.
Dejé escapar el aire por mi nariz, como un quejido silencioso. Le di un beso.
—Sabes muy bien que es imposible. Rouben, el Ministerio, el mundo no nos dejaría.
Ella miró a otro lado.
—Debe haber alguna manera…
—Claro que si debe haber una manera. Pero debemos buscarla con tranquilidad.
—Sabes que si renunciamos…
—No nos dejarían. No nos dejarían.
Ella clavó su cara entre mis pechos.
—Lo sé.
—Lo sé.
La abracé fuertemente y besé su coronilla. Esa fue la última vez que estuvimos así juntas. Unos minutos después se levantó, tomó una ducha, se vistió y se fue.

La fuerza de mis manos me abandonó, mi cabeza se descolgó. ¿Qué era lo que estaba haciendo en este lugar?
—Alexa…

«Más rápido que un pestañeo» (parte 3)

Dedicado a mi querida sobrina Manu. ¡Feliz cumpleaños! ¡Te quiero un montón!

Ocurrió en una misión que tuve en la embajada de Nueva Sajonia en la capital de Harim Hosan, Dulya. Nos habían enviado a mi jefe y a mi a dicha embajada como una cohorte de seguridad para proteger a la embajadora, Kat Hutchinson, en una importante pero acalorada reunión con el Gobierno de dicho país, en la que se elaboraría un nuevo convenio de colaboración y amnistía entre los dos países.
Aunque ese motivo era real y válido, se nos había encargado aprovechar la ocasión para recabar información que nos permitiera confirmar una horrible malversación de recursos por parte de la oficina de la embajadora, además de otros peligrosos tratos que ella estaba haciendo con grupos al margen de la ley. Teníamos una serie de pistas que nos apuntaban en su dirección, pero no habíamos logrado una confirmación oficial.
Se nos acababa el tiempo, la fecha de la reunión se acercaba y con ella, se nos iba el tiempo entre los dedos. Mi jefe comenzaba a perder su paciencia. Él quería una admisión de culpabilidad, resolver el caso, sin tener que enviar agentes encubiertos después. Este era el momento correcto, él quería legitimar y justificar el trabajo de Asuntos Interiores.
Un par de días antes de la reunión estaba en la cafetería de la embajada, tomando una taza de café, intentando recabar más pistas en las conversaciones de los empleados en la cafetería o esperando captar señales en Rouben acerca de los múltiples micrófonos plantados en la oficina de la embajadora, cuando alguien se dirigió a mi directamente. Era una mujer de mediana edad, sus ojos se notaban agotados y ojerosos, su cabello pobremente recogido en una maltrecha cola, con unas gafas gruesas que hacían que sus ojos se vieran vidriosos.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
Su voz se me hizo conocida, como la de un amigo que uno no escucha desde hace años. La señora se sentó al frente mío en la misma mesa de la cafetería.
—Espero que no le moleste que me siente aquí, agente Hoellingberg.
—No, en absoluto.
Mis ojos seguían simulando estar pegados de un libro que tenía. Levanté la mirada un poco y noté su tarjeta de identificación. Decía un nombre cualquiera, enviada oficial de Harim Hosan en la Embajada de Nueva Sajonia. No pensé nada especial acerca de ello, seguí enfocada en mi ausente lectura y en intentar escuchar información de las charlas a mi alrededor. Si era una oficial de este país, no me serviría en nada para mi investigación.
—¿Qué tal le ha parecido mi país, agente?
No quería sonar grosera, pero la señora iba a interferir con mi trabajo.
—Muy bonito, aunque antes de la guerra yo vine con mis padres. Ahora bien, disculpe…
Ya estaba casi de pie para retirarme, cuando sentí el tacto de su mano en mi muñeca. Ya reconocía este calor y suavidad de antes. Mi cuerpo se congeló inmediatamente, deteniéndome y dejando que la gravedad me empujara de regreso a la silla. Mi voz se tornó en un suspiro.
—¿A…Alexa?
Se rascó tres veces con el dedo medio en la comisura de sus labios. Ese era un signo que solo los agentes de Asuntos Interiores conocíamos y significaba que ella estaba trabajando como una agente encubierta. El trabajo de maquillaje era impecable. Su voz bajó a un registro casi imperceptible que tuve que complementar con la lectura de sus labios.
—Saundra, puedo sentir tu instinto de asesinato desde la entrada. Todo mundo está prevenido de tu presencia en la embajada y no vas a lograr nada si sigues actuando así.
—Pero…
—Hay formas mejores de lograr tu cometido. Habla con la gente, gánate su confianza, no luzcas como si sospecharas de todos a tu alrededor y los quisieras matar.
Alexa se levantó de la silla despacio, dejándome congelada en la silla, con la mirada al vacío. Ella tenía la razón. Cuando salí de mi estupor, me giré en su dirección y ya había desaparecido tan silenciosa como había llegado.

—Saundra, ¿me estás prestando atención?
—Si, doctor Assaud.
—No pareciera, tus ojos se fueron al vacío por un instante.
—Perdón, tuve un pensamiento que me distrajo, nada importante.
—Continuamos.
No podía explicar exactamente el doctor como podía observarme, su cuerpo seguía yaciendo pacíficamente en aquel cofre, los Shawn rodeándome sin moverse un milímetro.

El profesor me explicó muchísimas cosas, algunas que aún no puedo comprender. Su trasfondo es científico, el mío es de investigación criminal, así que me es difícil entender todo lo que me dijo. Por lo que capté, dentro de la Academia de Ciencias, el doctor junto con varios de sus pares, investigaban los efectos ópticos que permitirían hacer invisible cualquier objeto y su consiguiente aplicación para el ejército. Crearon muchos materiales con propiedades únicas, pero ninguno era perfecto, si permitían invisibilidad visual no evitaban que un radar los detectara, y viceversa.
Hace aproximadamente un mes al día de hoy, y muy entrado en la noche, el doctor modificó levemente la estructura de uno de los materiales más prometedores, resultando en una sustancia de un color negro profundo, maleable y fluida, muy similar a un líquido. Asustado, pues nunca en sus años de carrera había observado tal cambio, tomó el contenedor donde había creado la sustancia, lo tapó herméticamente y lo guardó en un congelador del laboratorio. Quizás si se congelaba podría manipularla más fácil.
Al día siguiente, el doctor retiró la muestra del congelador para su análisis pero el contenedor estaba vacío. Preocupado, les enseñó el contenedor a sus compañeros. Lo analizaron con varios dispositivos, pero no podían encontrar nada dentro de este. Había desaparecido. Sus demás compañeros perdieron el interés rápidamente.
Esta situación comenzó a enloquecer al doctor. Recreó la sustancia de nuevo y la analizó a profundidad. Encontró que absorbía la luz completamente y se adhería a cualquier superficie, no era reflectante y ligeramente viscosa. Independientemente de cualquier esfuerzo por conservarla, se esfumaba completamente un par de horas después. No pasaría mucho tiempo para que su obsesión se desatara fuertemente, cuando un día el doctor quiso probar la conductividad de esta sustancia. Aplicó un poco de voltaje a la mezcla usando dos sondas y encontró que no conducía. Adicionó voltaje lentamente hasta que en cierto punto, la sustancia comenzó a cambiar de color hasta que se tornó de un blanco metálico y extremamente brillante, similar a esmalte.

—En este momento, exclamé ¡Eureka!, así como Arquímedes hizo hace tantos años. Nadie me respondió, eran las tres de la mañana y estaba solo en el laboratorio.

El doctor analizó de nuevo la sustancia con sus aparatos. Ahora la sustancia no absorbía la luz, pero en cambio emanaba un brillo blanco increíblemente puro. Decidió extraer un poco de la sustancia usando una pipeta. Al insertarla sintió una fuerza extraña que la empujaba hacia dentro de la mezcla. La dejó ir un poco, hasta que la pipeta se hundió mucho más de lo que tenía de profundo el contenedor. Fue tal la sorpresa que por instinto soltó el instrumento, el cual se hundió completamente en el líquido, el doctor observándole incrédulo desde arriba. En la imagen que se veía en la superficie podía ver la pipeta caer en línea vertical alejándose de la superficie, hasta que se perdió de vista. No era una imagen, era como la vista desde una ventana.

—Me tiré al suelo y lloré un poco. Lo que había encontrado era un portal a otro mundo, a otro universo. Tiré una nota adhesiva enrollada, un cubo de azúcar, un tubo de ensayo. Tiré una canica. Los veía seguir cayendo en línea recta, la gravedad aparentemente afectándoles de forma similar a la Tierra.

El profesor decidió mantener el secreto de dicha sustancia de sus compañeros. Creó una cantidad de esta en el laboratorio y se la llevó para su apartamento. Calculó que no tendría más de dos horas antes de que se evaporara. Una vez llegó, la esparció en un espejo que tenía en su habitación, eventualmente cubriendo toda su superficie y la conectó a una fuente de energía. Esta reaccionó de nuevo y se volvió blanca, emitiendo la misma potente luz. Puso el espejo de pie, comprobando que no se regara el compuesto, tomó un lazo, lo amarró en un extremo de una pata de su cama y el otro de su cintura, respiró profundo y metió la cabeza en el espejo como si fuera un lago. Esperó sentir algún tipo de resistencia al ingreso como quien sumerge su cabeza en una piscina, sin embargo, solo sintió un choque eléctrico, como si se electrocutara. Instintivamente cerró los ojos en tanto sintió la corriente eléctrica y tan pronto cesó esta sensación, los abrió. La brillante luz lo cegó inicialmente y sintió bastante frío.
Efectivamente, había un espacio del otro lado. Giró su cabeza en todas direcciones, pero todo era blanco. Se abrumó en un principio, pero se resistió a reaccionar. Intentó observar si los objetos que había lanzado días atrás estaban en algún lugar, pero no los halló. Luego, incapaz de aguantar más la respiración, soltó el aire de sus pulmones e intentó aspirar, pero no había aire en el “otro lado”. Era un vacío. Se asustó y sacó la cabeza a la fuerza, tosiendo y aspirando con miedo. Se desamarró con rapidez, corrió al baño y se observó. No tenía rastro de la sustancia en su cuerpo, en su nariz o garganta. Tal era su obsesión con tal descubrimiento que no había pensado en los riesgos de experimentar consigo mismo.

Cuando estaba alimentada de energía, la sustancia no se disipaba. Tres días seguidos siguió jugueteando con el espejo, sumergiendo su cabeza, sus manos, brazos y por último medio cuerpo. Comenzó a usar un respirador de buceo para poder resistir más tiempo. Todo cambió en una ocasión en la que probó gritar, pues recibió una respuesta.

—Yo grité ¡Hola! No hubo ningún eco. Las ondas de mi saludo se fueron hacia el infinito. Sin embargo, alrededor de un minuto después escuché una respuesta. Era un gorjeo al principio, después un zumbido y por último un claro saludo.
—¡Hola!
Los Shawn que me rodeaban saludaron todos al mismo tiempo, en un coro que hizo vibrar el suelo.
—Los días siguientes, en nuestras conversaciones, descubrí que ellos siempre habían vivido solos en este mundo paralelo, una sola conciencia, un universo aparentemente vacío. Me preguntaron acerca de nuestro mundo, de las cosas que habían en nuestro universo. Su inteligencia me pareció increíble, adquirían y absorbían los detalles que yo les daba, adaptaban su forma de hablar, descubrían por si mismos palabras de mi lenguaje. Descubrieron a través de mi mente y del tanque de buceo que nosotros necesitábamos aire para vivir y con su increíble poder de manipulación de su universo, copiaron la fórmula del aire de la Tierra y de repente pude comenzar a respirar sin necesidad del equipamiento.
Hizo una pequeña pausa. Yo me giré a ver a los Shawn a mi alrededor. Seguían en su misma posición pues no se cansaban de estar de pie.
—Día tras día, pasaba más tiempo en mis investigaciones de este mundo. Pasaba largas horas sin comer pero por mi saciedad intelectual nunca sentía hambre. Les pregunté si tenían nombres o como se identificaban el uno al otro. Yo no les podía ver, solo escuchar sus voces, que eran prácticamente iguales. Ellos me dijeron que no tenían tal cosa y que para comunicarse entre ellos lo hacían con el poder de propia energía, como si estuvieran conectados entre sí. Esto me fascinó. Es lo que se ha hablado en cuentos de ciencia ficción. Pensé rápidamente y el acrónimo Shaw se vino a mi mente, por Super Humans from Another World, Súper Humanos de Otro Mundo. Lo ajusté levemente a Shawn para que fuera más como un nombre.
La voz del profesor se notó muy emocionada cuando me contó esto. El uso de ese acrónimo me pareció terrible. La comunidad científica es muy mala nombrando cosas.
—Una vez pensé en ello y lo dije en voz alta, por alguna razón, comenzaron a llamarme dios. Muchas veces les he corregido que me llamen Ibrahim o doctor, pero insisten con elevarme al nivel de una deidad. Un día después les llevé un tomo de una enciclopedia, pasándoles hoja tras hoja evitando que se me soltara de la mano. En una de las páginas vieron una ciudad en el libro y la copiaron frente a mis ojos. Y así poco a poco fuimos acondicionando el pueblo hasta lo que has visto hoy.

Mi cabeza estaba a estallar. Era demasiada información. Así que los Shawn, una raza o especie o lo que sea de seres poderosos, con la capacidad de modificar su entorno a su gusto, sin cuerpos físicos, han vivido enlatados en su propio mundo, un universo de luz perfecta y ¿por mera casualidad, el doctor Assaud los encontró? ¿De repente se dan cuenta de que existe una humanidad del otro lado y ahora quieren copiarla? ¿Es esto lo que se llama “conquista”?
—Un momento, doctor… Entiendo lo que me cuenta acerca de la creación de este mundo, pero, ¿por qué los Shawn le han copiado la apariencia física?
Se hizo el silencio por un instante.
—Fue mi culpa.
Me giré a ver a todos los Shawn, todos se arrodillaron, incluyendo el que tenía su pistola dirigida a mi sien.
—Una vez los Shawn acondicionaron el espacio y crearon esta hermosa ciudad con mis instrucciones, replicaron el viento, las plantas y el agua, decidí descender por fin a ella. Pedí que crearan un lugar igual a mi apartamento y mantuvieran este portal dentro de este. Ellos extrajeron las imágenes de mi mente de alguna forma y lo recrearon perfectamente, aunque por alguna razón que aún no he podido comprender, todo en este lugar es reflejado. Junto a mi me traje un libro de la Biblia para instruirlos en alguno de los sistemas de valores y creencias que hay en nuestro mundo. En menos de cinco segundos ya habían leído el contenido. No era mi intención, pero creyeron que todo lo que decía en ella eran mis historias como su deidad, una especie de diario. Intenté una y otra vez corregirles sus pensamientos pero no me fue posible. Hice algo que no debí haber hecho.
Los Shawn a mi alrededor llevaron sus extrañas extremidades a una posición similar a la de una persona cuando usualmente ora. Algo en mí supo que habían cerrado sus ojos, a pesar que seguían siendo imposibles de distinguir sus rasgos faciales.
—Desde ese día empezaron a ser más y más reverentes hacia mi, incluso a tenerme miedo, un sentimiento que ellos jamás habían demostrado antes. Empezaron a crear imágenes para si mismos, a “mi imagen y semejanza”, a la imagen que había tenido en ese momento, la misma que ves en mis despojos mortales.
Me levanté y observé detalladamente al doctor en su ataúd. La larga y extraña bufanda, el pantalón y camisa, eran perfectamente replicados por los Shawn. Pero…
—Pero, ¿entonces porque la cara de los Shawn no replica la suya? ¿Por qué parece un collage siempre cambiante de partes sin razón?
—Creo que los Shawn no comprenden aún lo que es ser un individuo. Siempre fueron un colectivo, hasta el día que los encontré. Por lo tanto, no saben bien como expresar sus diferencias. Saben, a través de los tomos enciclopédicos que traje, que los humanos difieren en muchos aspectos, pero no tienen idea de como copiar exactamente esos rasgos. Además, siento que lo toman como si fuera personalidad, algo que no han desarrollado aún.

Cerré mis ojos, apoyándome contra el ataúd. Respiré profundamente, apretando mis ojos más y más fuertemente. Abrí los ojos y me giré. El Shawn con la pistola seguía apuntándome directamente, mientras mantenía su postura arrodillado. Solo hasta ahora se me hizo extraño ver un mar del mismo sujeto a mi alrededor, en la misma postura.
—Usted, ¿cómo falleció?
—¡Ah, muy fácil! Los Shawn me mataron.
Mi corazón se aceleró y mis ojos se abrieron por instinto. Los Shawn salieron de su postura y se levantaron todos al tiempo. Todos por alguna razón tenían un arma de fuego en sus manos y la dirigieron a mi.
—¿Qué? Momento, momento.
—Así como lo escuchas, Saundra. Mientras que los Shawn querían ser como yo, yo quería ser como ellos. Les pedí que analizaran como convertirme en uno de ellos. Ansiaba ser un ser omnisciente, omnipresente, poder verlo todo, estar en cualquier parte instantáneamente. A través de los Shawn me volví omnipotente. No sabes como se siente estar tan cerca de Dios.
—Pero, pero…
—Desafortunadamente, no es tan perfecto como quisiera. Si, puedo verlo todo y estar en todos lados, pero estoy limitado a lo que los Shawn han creado con mis instrucciones. El resto es un vacío blanco con infinito potencial, pero el potencial aún está limitado a mi capacidad de instruir a los Shawn. Además, no lo sé todo, solo sé lo que ya sabía antes de venir acá y lo que los Shawn han creado, analizado e inventado, lo que existe de este lado. Soy una deidad incompleta.
—Eso no explica…
—¿Por qué les pedí a los Shawn que me mataran? Saundra, ¿no entiendes?
Pensé por un instante. La respuesta no esperó.
—Era necesario. Era necesario que los Shawn supieran que existe una condición especial en los seres vivos, la muerte. Es algo de lo que se puede leer, pero es un abstracto. ¿Qué es la muerte? ¿Cómo explicas eso a criaturas que han vivido por siempre y nunca lo han conocido? ¿Cesión de las funciones vitales de un ser? Ponte en los zapatos de un Shawn y te darás cuenta que es imposible entender qué significa eso. No pude demostrarles lo que es la creación de la vida, así que eso si lo tuvieron que aprender de forma teórica.
Me sostuve la cabeza con la mano y de nuevo cerré los ojos.
—Además, era un paso necesario en la conversión de lo que soy ahora. Mi cuerpo físico me amarraba, me constreñía. Mis ojos humanos solo daban hasta cierta parte y mi cuerpo se va acabando, las células en mi cuerpo mueren, así que era necesario convertirme en energía pura. Los Shawn pensaron que era la única forma. Así que aquí estoy. Por más geniales y omnipotentes que son ellos tienen una gran limitación. No pueden crear vida.
Me erguí y abrí mis ojos.
—No, no, no… Que pena Doctor, pero…
—¿Los árboles que están afuera? ¿El prado? ¿Las montañas alrededor? Saundra, para ser una investigadora no analizaste nada. ¿Acaso quedaron marcas en tus vestiduras de cuando te revolcaste en el prado? ¿Acaso tomaste alguna de las hojas de algún árbol en tus manos? Son solo imágenes, artículos sin vida. De hecho, no están hechos de células, son solo átomos conectados como un facsímil de la realidad. Lo único con vida real en este mundo eres tú y mi cadáver. Aunque de mi cadáver, es difícil llamarlo con vida.
Me quité por instinto la camisa y la miré. Era cierto. Mi ropa estaba igual, un poco arrugada y maltrecha, pero no estaba sucia. Me la puse de nuevo.

—Si no hay más preguntas, es hora de hablar de mi petición. Para lograr uno de mis cometidos, necesito de tu ayuda.
—Espere, hay más, hay más…
—Adelante.
Me senté de nuevo, ignorando las miles de armas de fuego que apuntaban en mi dirección. Intenté en pensar en algo más que preguntar, pero mi mente estaba tan sobrecargada que no veía un espacio vacío que llenar. Después de un largo instante, concedí victoria.
—No puedo pensar en nada más. Estoy tan cansada.
—Lo sé. Déjame que te diga que es lo que deseo, lo que deseamos los Shawn y yo.
Puse mis manos en mis piernas y me dejé hundir en la silla. Mi fuerza desaparecía.
—Los Shawn quieren ir a la Tierra.
Mis manos se volvieron puños. Mi corazón se alborotó.
—No, Doctor, no.
—Ellos quieren conocer acerca de la condición humana, de la vida al otro lado, de las diferentes formas en que la vida es creada, de los animales, las plantas, de la inventiva humana, las creaciones, todo lo que nos hace humanos. Ellos quieren aprenderlo para aplicarlo aquí, en su universo. Sin embargo, mi conocimiento es muy limitado. Ellos tienen una capacidad sin límites, así que ¿cómo negarles esa posibilidad?
Mis puños comenzaron a golpetear mis piernas.
—Su visión idealista del mundo humano me enferma. Si, somos capaces de muchas cosas positivas, pero a la vez, somos tan crueles, infames, mezquinos.
Por alguna razón, la imagen del compañero de Asuntos Interiores que vi esta mañana se vino a mi cabeza. Lo recordé como se comía con sus ojos mi cuerpo, lo imaginé saboreando sus labios con dicha imagen. Sentí mucho asco.
—Somos egoístas, nos importa nada destruir nuestro mundo, volverlo un desastre, explotar la naturaleza y otros de nuestros congéneres. ¿Usted quiere que ellos aprendan de esto?
—Si.
Sentí como mi visión se tornó roja. Cerré mis ojos y grité.
—¿Por qué?
Unas pequeñas gotas de sudor y lágrimas comenzaron a fluir de mi frente y de mis ojos. Mis dedos dolían de estar constreñidos en puños.
—Porque tal es la condición humana. Quiero que los Shawn hagan su propia imagen de que es bien y de que es mal tomando a la humanidad como ejemplo.

De repente algo se revolcó en mi cerebro. El doctor tenía toda la razón. Yo ya estaba rota, mi mente destruida por el cansancio, por lo absurdo de este propósito, por lo imposible que era toda esta experiencia. Estaba llorando. Me tiré al suelo y comencé además a reír, una mezcla de tristeza y felicidad. De mi pecho comenzó a manar un dolor que se extendió por todo mi cuerpo. Sentía un nudo apretado que me cortaba la respiración.
—En serio… ¿Por qué yo? ¿Por qué yo?
—¿Nos ayudarás?
Escuché como algo en mi cabeza se quebró.
—Mátenme.
—¿Perdón?
Sentí como el nudo de mi pecho se desamarró y de él emergió un grito feral que rebotó por todas las paredes. Mi cuerpo saltó como un resorte liberado.
—¡Mátenme!
Me acerqué a uno de los Shawn y puse mi cabeza directamente contra su arma.
—¡Halen el disparador! ¡Acaben con esto de una buena vez!
Mi garganta ardía. Me la había desgarrado. Comencé a andar entre los demás Shawn apuntando cada una de sus armas contra mis sienes.
—¡Háganlo! ¡Doctor, ordene que lo hagan! ¡No más! ¡Estoy enloqueciendo!
Al ver que no lo hacían, intenté arrebatárselas a varios de los que estaban a mi alrededor pero era inútil, se movían mucho más rápido que yo o simplemente se esfumaban en el aire. La futilidad de mis acciones hizo que la energía me abandonara del todo y me tendí en el suelo. Mi cabeza no daba para más.

La noche de la reunión, me presenté debidamente uniformada al igual que mi jefe en el salón de la embajada. Los enviados de Harim Hosan, incluyendo su ministro de Defensa y de Relaciones Exteriores, estaban a un lado de la mesa, mientras que de la otra estaban los encargados de la embajada y mi jefe y yo, uno a cada lado de la embajadora. Ella ya tenía todo su libreto y documento de intenciones en sus manos. Dentro de los enviados de Harim Hosan veía a Alexa haciendo su trabajo de infiltración. Era imposible para mi no tener mi mirada fija en ella, y ella lo sabía.
La reunión fue larga y agotadora. Era un sutil juego de ajedrez entre los dos bandos con oposición de lado y lado. Fichas que cambiarían el sentido de la historia, que reescribirían la narrativa de hoy en adelante. Jugaban con vidas humanas y con recursos naturales, como si fueran meros peones que mover de un lado al otro, que sacrificar. En ese momento no lo comprendí, pues no pensaba más que en Alexa. Después de cuatro horas muy tensas, un nuevo acuerdo se armó entre las partes. Sacrificios de lado y lado fueron pactados en pos de una paz más duradera, pues nadie quería una repetición de la guerra de hace unos años. Se firmó ese día, veinticuatro de febrero de dos mil ciento cuarenta y tres.
La tensión desapareció en tanto la reunión se convirtió en una disimulada fiesta de celebración. Recordé mi fiesta de bienvenida a Interiores. Sentí que quería ver a Alexa. La busqué por todos lados, pero me era imposible reconocerla entre el mar de gente. Me excusé con mi jefe y con la embajadora, y me retiré al lavatorio. Miré mis manos mientras las enjuagaba, me observé al espejo, friccioné un poco mis ojos y peiné con mis dedos mi flequillo.
—Hola, agente Hoellingberg.
Me giré como una peonza. Era aquella mujer, de pelo ligeramente desordenado y ojos vidriosos detrás de aquel horrible marco de gafas que le hacía ver cansada, aquella que me había regañado días atrás en la cafetería de la embajada. Perdí el control de mi cuerpo. Me abalancé contra ella como si estuviera poseída y la arrinconé contra la pared. Sin pensar, me agaché a su nivel y la besé. Sus lentes se desencajaron, su aliento se acompasó con el mío y sus gruesos labios se fusionaron con los míos. Quizá llevada por la emoción, me abrazó fuertemente, clavando sus uñas en mi uniforme militar. Unos segundos después, con mi corazón en la garganta, nos separamos. La miré directamente en sus ojos, sus mejillas sonrojadas y acaloradas. Esquivaba mi mirada, como una colegiala que había sido atrapada haciendo algo indebido. Su expresión me tomó por sorpresa. Acaricié su mentón y mejillas con el lado del dedo índice de mi mano. Le volví a dar un beso. Como un rayo, su expresión cambió, se aclaró la garganta, arregló rápidamente los lentes y me empujó para separarnos. Mi respiración aún estaba acelerada. Se giró dándome la espalda, justo en el momento que otras dos mujeres ingresaron al cuarto de baño. Yo me torné por reacción y me dirigí a otro lavabo. Mi cara ardía mientras me lavaba las manos de nuevo. Nunca olvidaré el recuerdo de aquel momento.

Me desperté asustada en la habitación principal del apartamento aquel. Estaba en la cama, bajo las cobijas y en las mismas fachas, aunque conservaba mi abrigo deportivo y zapatillas. Todo indicaba que aún estaba en el otro mundo, a pesar que la luz del sol estaba todavía quemando las cortinas, o quizá los Shawn no sabían que era día y noche o no le veían sentido. ¿Cuánto había dormido? Me levanté despacio y noté que la puerta de la habitación estaba cerrada. Miré en el espejo o portal o lo que fuese y noté que aún no tenía reflejo. Si esto era en realidad la visión del otro apartamento, podía ver que hora era aproximadamente en el otro lado. No parecía haber ningún cambio, como si el tiempo corriese de forma diferente allí. En aquel momento, escuché que alguien tocaba a la puerta del apartamento. Salí de la habitación y me paré al frente de la entrada sin abrirla.
—Shawn tiene un mensaje de parte de Dios. Hemos respetado tu privacidad y Él está evitando observarte. Sin embargo, Él necesita hablar contigo. Cuando quieras, abre la puerta.
Era hora de confrontarlo, pues no quería darle más largas a esto. Abrí la puerta y de nuevo mi corazón se quiso salir. Al frente mío en aquella terraza, había un mar de Shawn. Esta vez no tenían ningún arma en la mano, solo estaban allí mirándome. En el techo de los edificios aledaños, en las ventanas de estos, en la calle, todo estaba lleno de Shawn. Del cielo salió el mismo vozarrón que había escuchado antes.
—Saundra, buenos días.
—No quiero tener que ver con esto. Quiero regresar al otro mundo.
—Entonces has decidido no ayudarnos, sin si quiera escuchar que es lo que queremos que hagas.
—Esto es imposible de comprender para mi. Esta mañana me levanté con resaca, como cualquier humano que ha bebido mucho el día anterior, y ahora unas horas después me entero que hay todo un universo al otro lado de un espejo. Sinceramente, aún creo que estoy en un sueño, como si todo fuera irreal. Doctor, juro que no los molestaré, no revelaré nada de su proyecto, yo solo quiero irme y no tener nada que ver con esto.
—Ya veo. Es una lástima.
—¿Entonces reactivará el espejo para yo volver?
—Es una lástima porque los Shawn se han abierto bastante a tu presencia.

En cuanto él dijo esto, noté que uno de los Shawn al frente mío había transformado súbitamente su apariencia. Me acerqué a este, quien me seguía observando fijamente. Era una copia mía. Le miré de pies a cabeza y tenía mi misma ropa, mis mismas zapatillas, sus rasgos de la cara aún eran borrosos, pero se acercaban más a los míos, incluyendo mi tono de piel y enmarañado cabello. Extendí mi mano hacia este, y a diferencia de otros Shawn, quienes me esquivaban, se dejó tocar. Sentí un poco de mareo por dicha experiencia, la piel era a todas vistas igual a la humana, pero su tacto era frío y la textura errada, más lisa de lo usual, como una serpiente. Levanté un poco su camiseta por el frente y noté que tenía mi misma cicatriz profunda en su vientre. Acaricié suavemente la herida, sus comisuras perfectamente replicadas, pero sensación equivocada. Me alejé del Shawn, a lo que este hizo una venia con las palmas en forma de devoción. Me dio un poco de miedo.
—¿Por qué hizo esto, doctor?
Escuché una risotada como un trueno.
—¡Yo no hice nada! Los Shawn lo hicieron por si mismos. Ellos te cargaron, llevaron a la habitación y cuidaron de ti cuando te desmayaste.
Miré al Shawn que previamente había tocado.
—Yo no soy tu Dios, ¿me entiendes?
—Shawn entiende, no eres nuestra Diosa. Pero queremos saber más de ti y de tu mundo, Saundra.
Se me hizo extraño tener otra conversación inteligente con un Shawn después de tanto tiempo. Levanté la cabeza al cielo.
—No me hace gracia que haya manipulado a los Shawn.
—Te lo juro, Saundra. ¡No hice nada, no les he pedido nada!
Me volví a ver al Shawn.
—¿Por qué yo?
—Eres el único otro humano que hemos visto y analizado. Eres tan similar a Dios y a la vez tan diferente, y por eso queremos que nos enseñes.
Levanté mi mano por inercia y le acaricié el mentón. Aquel rasgo borroso y alocado que no tenía forma antes se hizo definido en mis dedos. Un mentón ligeramente cuadrado y grueso, muy diferente al mío. Mi pecho comenzó a saltar desbocado, mis ojos y pupilas se dilataron, encorvé mis cejas por reacción. Continué. Pasé mi dedo por sus labios, que se afirmaron con mi tacto. Unos labios medianamente carnosos y prominentes, con unos dientes ordenados y blanquecinos. Pasé por su oreja derecha y se formaron unas un poco en punta pero chicas. Su nariz terminó siendo delgada y recta, ligeramente redonda. Sus ojos tomaron un color rojizo profundo, inexistente en mi mundo pero que me parecieron totalmente naturales, con unas pequeñas ojeras y pestañas largas. Sus mejillas, no muy pronunciadas con un tono rosado y pequeñas pecas que le hacían lucir vivaz. Por último, sus cejas terminaron sutilmente gruesas pero con una bonita curva al alejarse del centro.
No era yo. No era Saundra Hoellingberg. Podía estar vestida igual que yo, tener la misma contextura y heridas, pero por fin esta criatura era otra persona, era individual.
—Olivia.
Se me escapó aquel nombre de la boca. ¿De dónde en mi mente salió? No tengo idea.
—Olivia.
El Shawn, o más bien Olivia, me hizo una venia profunda. Su cara expresaba tranquilidad y felicidad. Repitió su nombre como grabándolo en su frente. Los demás se acercaron a Olivia, dejándome de lado. Enunciaban su nombre en voz baja como si fuera un mantra. Sentí algo gigante acumularse en mi pecho. Era obvio que no había creado vida, pues ya existía, sin embargo el remolino de emociones que me llenaba al moldear de alguna forma aquel ser me encharcó los ojos. Miré al cielo.

—¿Qué tengo que hacer?
—Espera, espera, Saundra… ¿Qué diantres hiciste?
Sonreí mientras las lágrimas bajaban por mi rostro.
—No sé… No sé.
Sentí como el viento me revoloteó el cabello, un viento cálido y tranquilo. Me envolvía la paz.
—Esto es muy anormal. De mi conocimiento de los Shawn, jamás había experimentado esto. ¡Es un hito! ¡Nacimiento de la personalidad! ¡Eureka!
Su voz se levantó en júbilo y podía sentir la emoción en sus inflexiones. Me limpié las lágrimas.
—Doctor, ¿qué tengo que hacer?
Su júbilo se detuvo. La seriedad lo frenó.
—Debes destruir a Rouben.
Escuchar ese nombre me detuvo el corazón.
—¿Perdón?
—Si Rouben aún existe, si ese maldito sistema de vigilancia está activo todo el tiempo, será totalmente imposible que al menos un Shawn pueda visitar la Tierra. Cada cabello está contado, células analizadas, cualquier divergencia de la normal será detectada y este mundo peligrará.
—Pero… Es un sistema cerrado, en una base de máxima seguridad, en la capital, enterrado kilómetros de la superficie. ¿Cómo lo haré?
—¿Olvidas que yo fui uno de sus creadores?
Tenía la razón.
—Por los detalles no te preocupes. Los Shawn no quieren alterar radicalmente el funcionamiento de la Tierra, solo aprender de nosotros.
Me giré a ver a Olivia, aún rodeada de múltiples Shawn quienes admiraban en su propia extraña manera su rostro. Ella se giró hacia mi y asintió clara y serenamente.
—Entendido. ¿Cómo desactivo a Rouben?
—No, no lo desactivarás. Literalmente lo destruirás.

Toqué la superficie del espejo. El mismo rayo atravesó mi cuerpo forzándome a cerrar los ojos. Mi pecho se comprimió un poco. En menos de lo que dura un pestañeo, estaba de regreso en el mundo real. ¿Qué era real o qué era ficticio? No lo sabía. Digamos más bien, regresé a la Tierra. Sentía el aire pesado y contaminado, a diferencia del aire puro del otro mundo, forzándome a toser con fuerza.
—¿Estás bien, Saundra?
Dicha voz me asustó. Mi corazón se aceleró. Debía actuar lo mejor posible.
—Si, Rouben, estoy bien. Creo que respiré algo de polvo.
—No detecto nada extraño en el ambiente. Quizá el frío de la habitación te haya afectado un poco. Tu temperatura es un poco más baja de lo normal y tus niveles de oxígeno están ligeramente cambiados. Quizá deberíamos llamar a un médico.
Me sentí asqueada. Estas frases que él soltaba de vez en cuando y que en otro tiempo parecían que se preocupaba o estaba cuidando de mí, en realidad eran algo mucho más siniestro. El doctor no se había equivocado, Rouben no había notado nada extraño durante mi viaje al otro mundo. Miré de nuevo al espejo. No me causaba miedo ya.
—No, Rouben, estoy bien. En esta casa definitivamente no hay nada, vámonos. Detén la grabación y bórrala.
—Entendido. Llamaré al automóvil para que nos espere en la entrada.
Sabía que mis comandos no harían nada y que de todas formas la grabación quedaría almacenada en no se dónde. Abrí la puerta del apartamento y la cerré detrás. Como si supiera que no era buena idea esperar, el conserje se había marchado del pasillo.

Era hora de matar a Rouben.

«Las cadenas de San Julio de Pascua»

Se dice que los mitos urbanos son la cosa más falsa que ha existido. Pasan de mano en mano, cada persona tergiversándolos y amañándolos a sus propias creencias o haciendo un juego de teléfono roto a través de la historia. Les juro que el cuento que sigue no es falso. Quizá si lo he arreglado un poco con mis propias memorias, pero he intentado transmitirlo de la forma más fiel posible. Gracias a mi amigo Mario por recordarme anoche un par de detalles que se me escaparon. Un par de cervezas y una entretenida charla fueron suficiente paga para él.

Marisa y su gemela Elisa, Mario y yo nacimos en un pueblo un poco lejano de la capital llamado San Julio de Pascua. Se dice que es el “pueblo imposible”, porque la Pascua nunca llega en julio. ¡Ni siquiera el Pentecostés llega en julio! Para rematar, el tal Santo no existe tampoco en el santoral católico ni el ortodoxo.

¿Quién fue el genio que se inventó ese nombre? Intentamos buscar, pero nos fue muy difícil llegar mucho al pasado. Los registros históricos en nuestro pueblo son casi inexistentes, más por el hecho que nadie sabía escribir en dicha época. ¡Ni el pobre sacerdote sabía leer la comunión de la Santa Biblia! El curandero recetaba las fórmulas medicinales con dibujos en vez de palabras y cuando los primeros tomos enciclopédicos vinieron de la capital pensaron que eran bloques para azuzar el fuego en el invierno. No echaban las Biblias en el horno porque tenían las estampas de la Virgen, San Pedro o San José, Jesucristo y la Santa Cruz en la portada.
Cuando mis amigos y yo hicimos la catequesis, hace unos veinte años, le preguntamos al padre Beto que si él sabía porque le habían puesto ese nombre al pueblo.

Uy, recuerdo al padre Beto. Ese si era todo un camarada. Aclaro que le decíamos Beto no porque que se llamara Alberto, no. Le decíamos Beto porque sus padres lo bautizaron Beatriz. Por ello fue blanco de muchas burlas el pobre, hasta el día que cumplió la mayoría de edad y pudo cambiar su nombre, por Emanuel. De cualquier forma es un hombre de gran corazón.
Los padres del sacerdote no sabían que Beatriz era un nombre de niña. En la pila bautismal el sacerdote que le hizo las santas honras les pidió que le confirmaran el nombre una y otra vez. A la final no le quedó más remedio que aceptarlo y registrarlo así. La pobre monjita escriba casi se voltea de patas arriba cuando le tocó transcribir los registros.
Igual nos contó él que sus padres le compraron el vestido más lleno de encajes para su bautismo. Aparentemente lo consiguieron usado, bien barato, en una prendería de su pueblo natal. Pertenecía este a una niña que había hecho el bautismo el año pasado. A sus padres les había parecido de lo más de coqueto, así que se lo consiguieron. Durante toda la entrada a la nave de la iglesia, los feligreses de un lado y otro les decían que era una bebita preciosa, sus padres completamente inocentes de lo que significaban sus palabras. Dos días después del bautismo sus padres devolvieron el traje a la prendería. Lo bueno fue que quedó el registro fotográfico. Pero si, el padre Beto era un amigo más de todos nosotros.

El padre nos contó que nadie sabía porqué se llamaba así el pueblo. Él también había hecho su propia investigación y logró encontrar en los registros de la capital que hace unos quinientos o seiscientos años, el Rey Pirulo, Bolero Marchado de Quinta Estampa y Berruga, que Dios ha de tener en su Santa Gloria; habiendo recorrido el territorio en su ancho y su largo, “pa’conocerlo” según dice la historia, paró en un particular valle con un buen lago para “echarle una clausula real al charco”. La carroza real se detuvo, y siendo él el Rey más hablador desde el Rey Marujito, mientras “sellaba” el lago con su durazno roto al aire, para entretener a su consorte y a su séquito, estuvo preguntándole pendejadas a ellos incluyendo que fecha era, a lo que respondieron que era el primer día de julio; que festividad fue la que celebraron unos días atrás, a lo que respondieron que había sido el Pentecostés después de la Pascua; y que como se llamaba la cortesana que había “bendecido” anoche, a lo que preguntaron que a cual de todas se refería.
Una vez el rey se limpió el hoyuelo con la manga del traje y meó como un caballo borracho en el anteriormente prístino lago, declaró que por honor de su visita, le declaraba a este el Poblado de San Julio de Pentecostés, a lo cual su escriba oficial le dijo que era imposible porque no existía tal santo. El Rey declamó que se publicara y se cumpliera, se tiro un flato que ahuyento al séquito y se metió en la carroza. El escriba se equivocó en el registro y terminó escribiendo Pascua en vez de Pentecostés, a lo cual el Rey no prestó interés alguno y firmó sin leer. Allí termina dicha historia.

Ciertamente a nosotros nos costó creer tal relato. El Rey Pirulo fue uno de los pocos buenos reyes, pero si es de fiar, entonces todavía flota en el lago el hedor de dicha bendición oficial, toda vez que ahora es considerado el lago más contaminado del Reino y dónde trataron de criar cocodrilos, supuestamente para carne, pero ni los pobres se lo aguantaron y prefirieron morir de hambre en la orilla. Ni las ratas beben de este charco, y cuenta la leyenda que el último bañista que se metió allá, supuestamente porque lo retaron, estuvo intoxicado en el hospital por cinco días con su piel teñida de marrón, como si se hubiera bañado en betún.

La historia que nosotros recabamos es un poco más realista y detallada. Antes de que se nos renombrara, el pueblo se llamaba Villar de la Birra. ¿Cómo se nos pudo haber presentado este nombre tan melodioso y en honor de tan sacrosanto fluido que alegra nuestras vidas y nos da energías renovadas, cuando no nos tira al piso a expulsarlo como volcanes después del abuso?
Cuenta entonces un escriba que en real censo, en dicho poblado vivían unas cuatrocientas personas. No había mucho a manera de entretenimiento, ni siquiera tabernas, para mayor insulto del nombre. Por tanto, la gente se entretenía de otras maneras.
Un tipejo del pueblo, llamado don Juan Julio de Bosque y Pontepedra, hijo supuestamente ilegítimo del Vizconde de Alar, aparentemente buen mozo y tan velludo como un hombre lobo, enamorado de todas las mujeres del poblado, retozaba de sus delicias a menudo con estas. Un tiempo después llegó a oídos del obispo de la provincia que en dicha ciudad habían aparecido cinco o seis mujeres embarazadas como la Santísima Virgen, sin pecado concebidas. El obispo, bien creyente de la gracia del Señor, viajó con un séquito de monjas y sacerdotes para investigar el caso.

Una vez la cabalgata llegó después de su rimbombante proclamación eclesiástica, cerraron la iglesia, tomáronles a las señoras, encerráronles adentro, abriéronles sus piernas y analizáronles sus carnes vivas. Todas eran vírgenes menos una que se coló, y por ello exclamaron las monjitas alabando a la Santísima Trinidad.
Saliera el obispo de la iglesia, echando puertas abajo y declamando que esta era una tierra santa y que se había hecho un milagro en el poblado, echando agua bendita en el suelo en cada paso que dio. Se fue proclamando el milagro en una caravana de un séquito tal que se fueron rezando todo el día. Una vez de regreso al templo, preguntó en viva voz, quien había sido el ejecutor de tal milagro. El líder de la aldea fue a sacar pecho primero, a quien se adelantó el susodicho don Juan Julio, quien presentándose como hijo del Vizconde de Alar, pronunció que siendo tan devoto de la Vírgen y de la Santísima Trinidad, bendíjoles a las mujeres y enseñoles acerca de la Palabra de Dios en privado en su residencia. Demostrado esto quedó gracias a los extraños alaridos que se escuchaban en los alrededores de su residencia, que se debían a la profunda devoción que se ejecutaba a menudo en sus estudios.

El obispo agarró entonces al tipo, le levantó el brazo como a pugilista victorioso y lo alabó ante el séquito, que al principio no comprendían lo que pasaba, pero después se emocionaron en júbilo, celebrando a su conterráneo, quien parecía más sorprendido que feliz por el resultado de toda esta situación. El obispo entonces se marchó en su carroza, dejando a sus encargados para recoger los indicios necesarios para presentar el caso ante la Sagrada Congregación de Ritos y llevársela al Arzobispo, para que la llevara al Cardenal, para que la llevara ante el Santo Padre.
Una semana después, la carroza oficial se llevó todas las pruebas recogidas y al supuesto ejecutor de los milagros para la capital de la provincia. El escriba oficial le dijo al párroco, fuera de registro, que bajo las pruebas recogidas, podían dar por hecho la beatificación del susodicho.

El párroco le dijo a una de sus monjas, quien le dijo a la esposa del carnicero, quien le dijo a su esposo, quien le dijo al cerrajero, quien le dijo al vendedor de frutas, quien le contó al alcalde de la aldea. Salió este corriendo de su despacho, levantado en júbilo y declaró en la plaza central que el próximo miércoles iba a ser un día feriado, el Día de la Beatificación, y por la cercanía de la época pascual, se iba a ajustar junto con los días jueves y viernes Santos, ya acostumbrados. El sacerdote de la iglesia, también inflamado por la alegría aceptó dichas modificaciones, la consagró al Señor, bendijo la ciudad y los pasos que había dado el obispo por el terreno.
Todo estaba preparado para la celebración. El alcalde se reunió con todos sus allegados y decidieron que en honor de dicho reconocimiento, iban a rebautizar la ciudad, para el recuerdo del nuevo beato y adelantándose a las circunstancias, como San Juan Julio de Birra. El sacerdote intercedió y recomendó que ajustaran un poco el nombre en honor a las festividades religiosas que venían, además de remover el nombre de Juan, uno de los apóstoles, por encontrarlo poco adecuado. Todos aceptaron. Y así fue que quedó San Julio de Pascua. Registraron una petición oficial, la llevó un mensajero real a cuesta de caballo y de nuevo, el Rey Pirulo, que firmaba todo lo que veía y no le costaba dinero, le dio capítulo real, dando nuevo nombre a nuestro pueblo.

Un mes después regresó la carroza episcopal sin anunciarse, arrojase al don Juan Julio fuera de borda como un bulto de papas al frente de la iglesia y tirase al suelo un rollo con una proclamación oficial del arzobispado, para después salir la carroza disparada fuera de la ciudad sin mayores explicaciones. En la proclamación rezaba que después de analizar las pruebas, el equipo del arzobispo, que eran más estudiosos y analíticos, confirmaron lo que parecían los milagros de los embarazos de las susodichas, adicionando otro al registro, la de una novicia que acompañó en su primera visita al obispo y quien muy agradecida se hospedó en la casa del piadoso de don Juan Julio. Añadido a la pesquisa una inquisición que hicieron al actuar del susodicho, en cuyo resultado figuraba que “no sabía siquiera como hacer la señal de la Santa Cruz, el Padre Nuestro o el Ave María”. Por último una evaluación médica donde se resaltaba que “no estaba muy bien dotado” y que era más largo el pulgar de un bebé recién nacido que su hombría. Conclusión era que si, las mujeres eran vírgenes y estaban preñadas, pero que habían permanecido vírgenes, no por su piedad o santidad, pero por que el don Juan Julio ni una pulgada medía.

A pesar de todo, nuestro poblado un nombre nuevo tenía y cuando el pueblo se revolcó para pedir volver a su nombre anterior, además de linchar al depredador, desnudarlo en público, comprobar los hechos y exiliarlo en pelotas, el alcalde enviaría una misiva oficial pidiendo la reversa. Fue tan mala suerte que la misiva oficial llegó al Reino, y el Rey en medio de una bacanal tremenda, uso el papiro como servilleta, cerrando así el capítulo.

Uf, disculpas por toda esta narración, pero era importante hablar del lugar para que entiendas porqué hablo de “cadenas”.

Comencemos por Mario. Analítico, calculador, metódico y organizado son palabras que describen exactamente lo contrario de lo que Mario es. No lo vine a conocer hasta que su familia se mudó de un piso que estaban rentando en un poblado cercano a una casa cercana a la mía. Su familia siempre ha sido errante, pasan unos años en alguna ciudad y luego se mueven a otra. Se rumorea que son errantes porque siempre quedan debiendo la renta y cuando eso ocurre se vuelan en medio de la noche con todas sus cosas y buscan otro lugar en el cual enjuagar y repetir la historia. Ya llevan viviendo en San Julio más de veintidós años. Una de dos, o la ciudad les ha atraído, o no han tenido motivos para volarse de nuevo.
Su padre es un zapatero, plomero, electricista, carpintero, pintor, músico callejero, en fin, cualquier cosa que se te ocurra la ha hecho. Su madre es enfermera profesional, aunque tiene la fama de enfermar más a sus pacientes que de curarlos.
Ellos matricularon a Mario en la escuela del pueblo. Es la única escuela que hay, va desde jardín infantil hasta último grado de preparatoria y es tan mediocre que todos nos graduamos con honores, menos Mario. Terminó en mi curso por mera casualidad y aunque el primer día parecía ser un tipo tranquilo y callado, en tanto se enteró que yo vivía cerca de su casa, me asediaba con intensidad. A la final tuve que aceptarlo como amigo a regañadientes. Nunca fue bueno para estudiar, era muy perezoso y siempre nos copiaba las tareas, a veces sin que nos diéramos cuenta. Todos los días lo regañaban los profesores por vago o por copiar hasta los errores.
No obstante, he de darle algo a favor y es que él armó nuestro grupo. No sé como fue que terminó hablando con Marisa, quien estaba en el grado siguiente, pero así era él, un poco entrador. Se nombró presidente de la banda y nos reunía casi todos los días después de clases. Elisa entró después de su hermana y así quedó conformado el grupo. Aunque se sentía el líder de la manada, nunca hizo nada especial por nosotros, ni siquiera se acordaba de nuestros cumpleaños. Él es siete meses mayor que yo, pero un año menor que Marisa y Elisa.
Después con la adolescencia nos dimos cuenta que estaba totalmente enamorado de Marisa, la seguía a todas partes y procuraba acompañarla hacia su casa, muy al descontento de Elisa. Aunque hablaré de las gemelas en breve, bastará con decir que Marisa nunca le prestó atención a los acercamientos y pretensiones de Mario. Una vez nos graduamos y Marisa anunció que se iba del pueblo a la capital de la provincia a estudiar en la universidad, Mario sacó pecho y anunció que haría lo mismo. Si cierro los ojos aún me acuerdo del dolor de estómago tan horrible que me dio ese día. Elisa y yo nos reímos por más de cuatro horas.
Mario comenzó a trabajar en oficios varios como su padre para recolectar el dinero que necesitaba para estudiar en la capital. Sus padres creían que se esforzaba por apoyar la familia, pero no vieron ni un centavo de él. Uno de sus primeros trabajos fue como cajero en el supermercado del pueblo. Le costaba muchísimo entender para que era cada botón de la máquina registradora, a pesar de estar perfectamente etiquetado. A menudo confundía los billetes, se equivocaba con las vueltas u olvidaba entregar los recibos, se iba de su puesto a charlar con alguien, dejando a los compradores esperando por ser atendidos. Su jefe no aguantó mucho más y lo echó antes de terminar el mes.
El único trabajo en el que estuvo más tiempo fue como guardia de seguridad de la plaza de mercado del poblado. Era un trabajo que se le daba muy bien, pues a pesar de lo torpe e inepto que era, tenía un buen don de gente. Conocía a todos los habitantes del pueblo, así que solo debía estar muy pendiente de los visitantes o a las nuevas caras de la ciudad, aquellos que sabía que no venían con buenas intenciones, amenazarlos un poquito, agarrar a alguno de ellos cuando intentaba robarse algo y golpearlos mientras la gendarmería de la ciudad llegaba, o recoger a los borrachines cuando ya estaban pasados de tragos y soltarlos en la calle.
Yo no lo había visto llorar tanto como el día que Marisa se fue, ni siquiera cuando eramos niños y él se lastimaba al caerse de los árboles. Ese día pidió que les diéramos un tiempo a solas. Elisa y yo pensamos que iba por fin a confesarle su amor, pero no fue así, Marisa nos contó mucho después que solo se dedicó a darle vueltas al asunto, a preguntarle si la podía llamar o si podía visitarla.
Dos años después de trabajar en la plaza, había recogido suficiente dinero para irse a la capital detrás de ella. En una despedida que debió haber sido emotiva, proclamó orgulloso que se iba a ir para ver a Marisa y pedirle su mano en matrimonio, expectante de nuestra reacción. Siguieron tres horas de risotadas. Incluso después de que se montó en el tren y este se fue, seguíamos muertos de risa, pataleando en el piso.
Lo que sigue es el relato de la visita según Marisa, que aún tengo fresca en mi mente.

Mario se apareció en la puerta del piso de los tíos de Marisa sin avisar, sin embargo ella estaba en la universidad, así que tendría que esperar a que llegara. El tío político, quien era el único que permanecía en casa todo el día, no conocía al muchacho, nunca lo habían visto y con buena razón consideró que no sería buena idea dejarlo esperando dentro de su casa. A cambio le ofreció que podía guardar su equipaje, una maleta mediana, y le recomendó que fuera a conocer la ciudad un poco. Podría volver al caer la tarde. Mario se retiró entonces y fue a conocer la ciudad. Era esta una ciudad muy diferente a nuestro poblado. Era enorme y claustrofóbica. A diferencia de nuestro poblado, la capital era más compacta y caótica. Mario se perdió con facilidad.
Cuando Marisa regresó al piso de sus tíos, encontró la maleta esperando en la entrada. Su tío le contó acerca del muchacho, pero Marisa no le prestó mayor importancia, pues sabría que Mario regresaría eventualmente. Dos días después se apareció con la cara ensangrentada y oliendo al lago del pueblo. En su caminata había dado un giro hacia uno de los barrios más peligrosos de la ciudad, dónde fue atacado por varios sujetos que le habían intentado robar, aunque no llevaba nada más que su billetera con todos los ahorros hasta este momento. Gracias a su trabajo como guardia de la plaza de mercados, supo evitar que lo lastimaran y huir con rapidez. Fue tal la rapidez que no se enteró en que punto se cayó por una alcantarilla abierta. Intentó buscar la salida bajo el pavimento, sin embargo esa tarde cayó un vendaval intenso. El agua lo cubría hasta la coronilla. Fue arrastrado por kilómetros, el aferrándose a su vida en las paredes del sumidero. Terminó en un depósito de aguas turbias, que parecía más una piscina olímpica que un tanque. Encontró la salida pero estaba fuertemente cerrada por una puerta encadenada. Anduvo hasta que encontró una salida por otra tapa de alcantarilla. Una vez asomó la cabeza era ya de noche. Estaba en un área desconocida de la ciudad, completamente desorientado.
Contó con la fortuna que un par de policías lo vieron emerger del subterráneo y quienes, muy amablemente y de todo corazón, procedieron a cogerlo a cachiporrazos y llevárselo a la fuerza a la gendarmería más cercana. Allá lo increparon y lo metieron preso por la noche. Él les dio los detalles de Marisa, les contó toda la historia que había transcurrido hasta ahora pero no le creyeron. Era a todas vistas otro indigente más de la ciudad. Olía como tal, se veía como tal, hablaba como tal, a mucho dolor de patria. Durante todo el día lo siguieron insultando y le dieron una comida que parecía más un vómito reutilizado. A pesar que a todas vistas la identificación de Mario decía que era oriundo de otra ciudad, los policías nunca le prestaron atención por más que Mario les explicaba, incluso, se gastaron un par de los billetes que tenía él guardado en su hucha.
Al segundo día, ya sin pruebas para tenerlo más tiempo retenido, los policías lo soltaron. Lo volvieron a meter en la alcantarilla, le dijeron que no volviera a asomar la cabeza y se retiraron contentos por su buena labor. Al final, Mario pudo volver donde Marisa al tercer día, con mucha precaución y usando el escudo de la oscuridad, con la buena fortuna que ella estaba allí. Marisa no daba crédito a lo que veía y tampoco su tío.
Mario no esperó ni un segundo, le declaró su amor y le pidió la mano en matrimonio en el umbral de la puerta. Marisa hizo lo que toda mujer emocionada bajo tal prospecto haría. Le dijo que no le interesaba ni una pizca, que se fuera para un hotel, se bañara y se regresara para San Julio. Ella ahora admite que pudo haber tenido más humanidad en ese momento, pero la verdad ella prefería casarse con un saco de patatas a punto de pudrirse que con tal esperpento.
Después de tal rechazo, herido y maloliente, Mario regresó con una mano adelante y la otra atrás. Después de dormir por la noche en un hotel de mala muerte, del cual solo supo que era así hasta al otro día cuando le robaron el equipaje, regresó a la estación de tren y se devolvió sin mirar atrás. Dice que no le guarda rencor a Marisa, pero si se le nota el enojo y la frustración cada vez que hablamos de ella. Volvió a su trabajo como guarda de la plaza de mercados, donde ya lleva trabajando diez años. Ahora que el pueblo se ha vuelto un poco más turístico, tiene trabajo de sobra. Está considerando regresar a la capital para comenzar a estudiar para policía. Sabemos que él tiene la madera para hacerlo, además que encontró que es una labor muy bonita, gracias al admirable ejemplo que recibió años atrás.

Cómo mencionaba anteriormente, Marisa y Elisa son gemelas, aunque Marisa se tomó muy a pecho el hecho que es la mayor y, para mayor desdicha de todos nosotros, Elisa se tomó el papel de la niña menor. Ya es una adulta, pero aún se comporta como una chiquilla. De ellas dos, hablaré de Elisa primero.

Elisa nació un par de horas después que Marisa. Dicen sus padres que se aferraba al cordón umbilical como quien a punto de caerse se agarra por su vida del aire que le rodea. A pesar de su actitud malcriada, es una de las personas más geniales que he conocido. De pequeña ella era capaz de mantenerle el pulso a su hermana mayor, quizá no en la capacidad atlética, pero mental. Siempre sacaba las mejores marcas en los exámenes escritos, sabía declamar con profesionalismo y fue la representante escolar en los últimos dos años de nuestra preparatoria. Yo siempre la vi como una amiga muy especial, aunque un poco llorona y emocional.
Desde pequeña ya era enamoradiza y se prendaba de todo aquel que le daba la hora. Se enamoró del rector, del profesor de filosofía, del de trigonometría, del de computación. Se enamoró de todo el escuadrón de fútbol de último año. De hecho, se hizo representante escolar “por amor”. Sin embargo, siempre volvía a nuestros hombros a llorar cuando la rechazaban. Elisa no era fea, todo lo contrario. Su cara es la de una niña pequeña, pero sus ojos son preciosos, sus mejillas atractivas, su cabello largo y lustroso, sus generosas curvas, además que se esmeraba para cuidar su apariencia. Total, no es porque no sea atractiva, pero es porque parece una niña caprichosa y actúa como tal. Los hombres que ella “perseguía” decían que no querían tener una “hermanita menor” en vez de una novia, además que cuando ella se fija en alguien no tiene ojos para alguien más y se vuelve un poco posesiva por adelantado.
Uno de ellos decidió acceder a sus pretensiones, buscando “sacar provecho” de ella. Desafortunadamente para él, fue ella quien lo exprimió al máximo. Desde el momento en que se convirtieron en pareja, se les veía todo el tiempo juntos, día y noche. Se besaban en todos lugares, en público o en privado. Ella mantenía colgada de su hombro como un morral. En clase, se le veía de vez en cuando distraída, hasta el momento en que sonaban las campanas, en cuyo caso desparecía como una nube de humo a ir a su lado. Pasados unos días, lo comenzamos a ver enfermo y acabado, física y mentalmente. Una semana después, dejó de ir a la escuela. Un mes después, su familia se mudó de ciudad, aduciendo “problemas sicológicos y familiares”. Al parecer ella lo llamaba y recelaba todos los días, a todas horas, se aparecía sin anunciarse en la puerta de su casa, intentaba treparse a los árboles de alrededor para verlo e incluso entró una vez a la fuerza a su casa.
Cuando los demás estudiantes se enteraron de eso, la esquivaban como charco en la carretera. Lloraba con frecuencia y se lamentaba acerca de su fortuna. Una vez se graduó de la preparatoria, estuvo un año sin hacer nada, como yo. Durante ese periodo nos veíamos todos los días. Ella decía que buscaba escape de sus desgracias, pero yo estaba muy feliz de estar a su lado, mientras pensaba que era lo que quería hacer. Todo el mundo en el pueblo pensaba que eramos novios, pues mantenía en mi casa, llegaba temprano y se iba tarde.
Exactamente un año después de nuestra graduación, me contó que iba a comenzar a estudiar derecho por correspondencia. Ya ella se perfilaba por ese lado desde que nos graduamos, pues consumía libros jurídicos enteros con facilidad. Su padre, el notario público del pueblo, le inculcó la pasión por la abogacía y las leyes, y ella, siendo tan buena para los estudios, era perfectamente capaz de memorizar y recitar compendios completos. Ese siguiente año nos vimos muy poco, ya que ella se volcó por completo en sus estudios. La extrañé muchísimo. De vez en cuando viajaba a la capital a presentar sus exámenes, que siempre sacaba con marcas altísimas. Se veía con su hermana, pasaban un par de días juntas en casa de sus tíos y regresaba a San Julio. Orgullosa me mostraba las tarjetas de resultados. Un poco de ese orgullo se me contagiaba.
Unos meses después, y unos días después de la trágica comedia de Mario, me contó que la universidad en la que estudiaba por correspondencia le había otorgado una beca para trasladarse a la capital y estar presencialmente en sus cursos. Era la mejor estudiante de derecho de todo el Reino y era un orgullo para ellos extenderle la mano de tal forma. Así se marchó ella de San Julio.
El curso de derecho toma normalmente cinco años, pero ella lo terminó en tres y medio, incluyendo el año que estuvo por correspondencia. Era ella tan buena en su trabajo, que sin haberse graduado, recibía solicitudes de múltiples personas y empresas, pidiéndole que los representara en juicios. Sus habilidades de oratoria eran perfectas, su condición recta y segura.
Me frustraba muchísimo hablar por teléfono con ella. Cada vez que hablábamos me contaba acerca de sus novios y siempre era un tipo diferente. Después de su desilusión con nuestro ex-compañero de escuela, ella siguió siendo enamoradiza pero ahora ella le encontraba defectos a cada hombre con el que salía. Se quejaba de que su novio de turno era muy alto, muy bajo, muy flaco, muy gordo, muy pobre, muy rico, muy escuálido, muy fornido, muy calvo o muy peludo. Un día se enamoraban, al otro día se dejaban. Alcancé a contar unos doscientos o trescientos novios durante toda su carrera universitaria. ¿De dónde encontraba ella esa cantidad de hombres? Era como si conociera ella a media capital.
Para el día de su graduación viajé a verla y felicitarla, pues se graduaba con los máximos honores, con uno de los mejores promedios de toda la historia del Reino. Estaba ella saliendo en ese momento con un tipejo muy mal hablado, quien había sido su cliente en una asesoría del consultorio jurídico de su universidad. Me enojó mucho ver tal lumbrera al lado de tal tipo tan mezquino. Al día siguiente, habían terminado. Recibió propuestas de trabajo de diez o veinte bufetes de abogados incluyendo unos de la capital del Reino. Ella rechazó cada una de esas propuestas y decidió regresar a San Julio para tomar el puesto de su padre como notaria del pueblo.
Su padre, orgulloso, le cedió su puesto. Es esta una de las notarías más famosas de nuestra provincia, al punto tal que personas de la capital vienen a hacer sus trámites aquí, solo por el renombre y fama de mi amiga. Ella comenzó a ejercer un cargo similar al de juez de conciliación, lo cual la ha puesto en un puesto privilegiado en el Reino, como consultora y jurista. Sigo muy orgulloso de ella, pero preferiría que hubiera buscado ejercer en un lugar más concurrido y no en un triste pueblo sin futuro.

Marisa, Marisa. ¿Qué puedo decir de ella? Tal como su hermana menor, fue una estudiosa empedernida, sin embargo, mucho más balanceada. Era excelente en clases magistrales, pero así mismo en cursos de deportes. Muchos la veían como una machota y se burlaban de ella, pues su contextura siempre fue musculosa, muchísimo más alta que Elisa y las demás chicas de la escuela, aunque mucho menos dotada en curvatura. Era la única que le seguía los juegos bruscos a Mario, correr, subirse a los árboles y saltar de rama en rama. Todo el mundo daba por sentado que eran pareja desde chiquillos, pero a ella nunca le interesó el mundo del romanticismo. Trataba a hombres y mujeres por igual y nunca fue de amigos cercanos, a exceptuar nuestro pequeño grupo.
Desde los diez años comenzó a perder su visión y tuvo que comenzar a usar lentes. ¿Cuántos pares de gafas destruyó en su brusquedad? No tengo ni idea. Con el tiempo su pérdida de visión se fue exacerbando más y más. Esto la hizo blanco de más burlas y crueldad, sin embargo supo tolerarlo y confrontarlo con aplomo, y al final de todo quien fuera que se metía con ella, terminaba peor.
Siempre fue muy aplicada y era el personaje más equilibrado de nuestro grupo. Era tranquila, calculadora y sosegada, la única persona que podía calmar a Elisa cada vez que llegaba llorando frustrada. Excelente en balonmano y baloncesto, gracias a su participación nuestra escuela comenzó a ganar renombre entre la provincia a pesar de su ceguera, aunque nunca ganamos ningún campeonato. Desde pequeña sabía que quería estudiar negocios internacionales y volarse de la ciudad, y posible del Reino, en cuánto pudiese. Odiaba nuestro pueblo, detestaba el tener que despertarse en él, tener que dormir en él y soñaba con vivir en un lugar más grande, con más proyección y con más cosas que hacer. Tanta fue su intensidad y furia en contra de nuestro poblado, que el día de su graduación nos contó que se iba a ir a la capital a estudiar allá. Viviría con unos tíos, como te conté antes. Dos semanas después se marchó, descompletando nuestro pequeño equipo.
Durante su tiempo estudiando en la universidad no pudimos hablar mucho y solo sabía de ella por lo que Elisa nos contaba durante los dos años que estuvo aún en San Julio. Según sus historias, Marisa se fue tornando un poco retraída y callada, aunque continuó siendo una alumna excelente durante su carrera, estudiando hasta dieciocho horas al día y aunque tenía pretendientes se enfocó en su carrera al máximo. Me sorprendió mucho saber que tuvo muchas dificultades aprendiendo lenguajes y era lo que le consumía la mayoría del tiempo. Comenzó con inglés y portugués. Una vez Elisa viajó a la capital, me enteré en sus llamadas que al quinto año de su carrera, Marisa comenzó a trabajar como barista en un café cercano a su casa para allí aprovechar y practicar con los extranjeros lo que aprendía en clases de idiomas, aunque entre risas me contaba que los dejaba más confundidos de lo que los ayudaba. Me contó también que cada dos o tres meses tenía que cambiar la formulación de sus lentes y que se estaba quedando progresivamente más ciega, al punto que se tropezaba con las cosas, se equivocaba de personas al hablar o ponía su cabeza contra los cuadernos cuando tenía que escribir.
Debido a sus problemas idiomáticos y de visión, la carrera de cinco años de negocios internacionales, tomó seis. Tuvo que ver inglés en repetidas ocasiones y aunque en portugués le iba mucho mejor, su carácter retraído le causaba un poco de problemas en las interacciones con sus profesores. Se graduó seis meses después que Elisa, con un excelente promedio. No pude asistir a su graduación, por desgracia, aunque le envié un pequeño ramo de flores en modo de celebración.
Una vez salió de la universidad, comenzó a trabajar en una empresa de importaciones, dónde trabajó tres años, hasta el verano pasado. Era muy competente, acertada, puntual y eficiente. Justo antes de renunciar a su trabajo se hizo operar los ojos, logrando controlar su ceguera un poco, aunque de todas formas se cansa mucho leyendo.
De todos nosotros era quien menos creía que iría a regresar a nuestro pueblo. Tenía una carrera laboral en crecimiento, era un ídolo para nuestro grupo, pero hace unos meses decidió regresar. ¿Por qué lo hizo? De todas las cosas posibles, incluyendo sus padres o su hermana, lo hizo por algo que jamás esperaría de ella, se regresó por amor. ¿Cómo ocurrió esto? ¿Marisa, la que menos pensaba en el romance, la que siempre puso el estudio por encima de todo, devolverse a San Julio de Pascua por amor? Marisa se devolvió para declarar su amor a alguien y casarse con premura.
De hecho, hoy, el día que escribo esta corta historia, es su día de matrimonio.

¿Y yo? Mi historia no vale la pena relatarla, pues me gusta mucho más hablar de mis coloridos amigos. ¿Aún albergo algo del fuego que me atrajo a Elisa? Quizás si, quizás no. Lo único que sé es que desde que Marisa regresó nuestra vida ha cambiado. Cuando le pregunto por qué ella se enamoró de mi, siempre me dice que yo le gustaba desde que ella era pequeña, aunque siento que nunca me lo hizo saber. Quizás el hecho que no me lastimara o jugara brusco conmigo era su forma de demostrármelo.

¿A dónde nos llevará esto? Tampoco lo sé, probablemente nos deje encerrados en este pequeño pueblo. Probablemente alguno de nosotros salga por fin y para siempre. Es con un poco de nostalgia que dejo este relato, pero debo llegar puntual a la iglesia, la misma iglesia que vio a don Juan Julio rodar por el suelo como una bolsa de piedras, la misma iglesia donde se declararon las vírgenes sin pecado concebidas. Si llego tarde, Marisa se enojará.

«Más rápido que un pestañeo» (parte 2)

Dedicado a mi hermana y a mi mejor amigo, Jhon, en sus cumpleaños. Los quiero muchísimo.

Cuando el Ministerio me ofreció este trabajo, yo estaba sumergida en un caso bastante importante, un asesinato múltiple que había quedado congelado desde hace unos veintiséis años. Dos semanas después, mis compañeros y yo le dimos un giro al caso. Descubrimos que no era un solo móvil el culpable, si no un antiguo grupo delictivo que ya nos tenía con el hierro al rojo. En una operación con la armada nacional nos deshicimos del grupo y ajusticiamos a todos los cabecillas.
Extendí mi carta de renuncia y acepté la propuesta del Ministerio al día siguiente.

El Ministerio me ayudó con todo, me ubicaron un apartamento y trasladaron mis pertenencias. Me hacían sentir como una estrella de rock. Ellos compraron un espacio en casi todos los sistemas noticiosos nacionales y publicaron vídeos en los que hablaban de mis acciones “heroicas” en la capital, a pesar que en múltiples ocasiones les pedí que también le dieran crédito a mis compañeros.

Cinco días después de mi mudanza hicieron una rueda de prensa, mal llamada fiesta de bienvenida en un famoso recinto de reuniones. “Bienvenida al Ministerio, Investigadora Saundra Hoellingberg. La mejor detective de Nueva Sajonia”. Cuando yo ingresé en el salón me acosaron corresponsales de unos veinte medios noticiosos para capturar mi imagen en la entrada, como si fuera una actriz famosa. Me estaba comenzando a creer la mentira.
La conferencia fue dirigida por mi nuevo jefe, quien hacía alarde de mis exageradas por él capacidades detectivescas y daba unos datos bastante maquillados, mientras yo me aguantaba por dentro las ganas de corregirlo.
Y en el fondo de dicho pandemonio, crucé mi mirada con ella. Ella estaba apoyada contra una de las paredes, una copa de vino blanco en su mano, un vestido de cóctel color beis que acentuaba todas sus curvas. Estaba sola. No vi ningún anillo en sus manos. Cuando notó que la observaba, se sonrió y levantó su copa en forma de brindis. En una grabación que me hicieron pude notar exactamente el momento en el cual la vi. Aún me enrojezco cuando recuerdo la cara de imbécil que estaba haciendo allí.

Cuando la rueda de prensa se acabó y los medios se fueron, me obligaron a tener conversaciones de protocolo con muchos políticos. Durante todo este tiempo la busqué con la mirada. Una vez tuve la oportunidad de excusarme, me dirigí a ella como una flecha. De cerca observé su hermoso cabello rojizo ondulado al cuello, ojos azul claro, casi blancos, labios rojos y carnosos. Su nariz era menuda y en punta. Mentón en uve. Hombros delgados, contextura delgada, senos generosos, silueta contorneada, caderas menudas, piernas esbeltas. Si fuera una actriz, sería una sensación. Ella me abordó desde antes que yo llegara.

—Genial fiesta. Felicitaciones, agente Hoellingberg.
—Muchas gracias… Y tu nombre…
—Uy, perdón por mis modales, ya estoy un poco ebria. Sabrina Agnes.
Su sonrisa era encantadora. Su voz dulce y melodiosa. Me extendió la mano. Se la apreté con suavidad. Sus manos se sentían como una seda muy fina. Sentí que mi corazón se saltó un par de latidos.
—Mucho gusto, Sabrina. ¿Y trabajas en?
—Me decepcionas agente…
Su expresión me dejó congelada. La miré detenidamente mientras ella depositaba la copa sobre la mesa. Su voz se tornó fría y cortante.
—¿Alguien te dice algo y no asumes que sea falso? ¿No investigas más a fondo y comes entero? ¿Alguien te coquetea a quinientos metros de distancia en medio de una rueda de prensa y caes rendida a los pies?
—¿Perdón?
—Agente Alexa Helbund, Asuntos Internacionales.
Y así conocí a Alexa, mi única novia, el amor de mi vida. Ella burlándose de mi y yo odiándola por atrevida. Yo era la estrella en esta ocasión. Afortunadamente, todo cambió en la primera oportunidad que tuvimos que trabajar juntas.

Abrí mis ojos de golpe. Era ya tarde, con los colores característicos del crepúsculo entrando por las cortinas. Serían las cinco o seis de la tarde ya. Me desperté tirada en el suelo de la habitación del espejo. Estaba precariamente apoyada contra la cama. Intenté levantarme pero mi cabeza aún daba tumbos. Miré hacia el espejo. Mi reflejo aún no existía en él. Me puse de pie lentamente y examiné todo alrededor. Nada había cambiado.

¿Nada había cambiado?
Levanté mi mano derecha para mover el flequillo de mi cara. No era mi mano derecha, era mi mano izquierda. Volví a mover mi cabeza para observar mis alrededores. Era real, aún estaba en el “mundo inverso”.
—¡Mierda, mierda! ¿Por qué? ¡Rouben! ¡ROUBEN!
La voz salió rebotando por todas las paredes hasta regresar a mi.

Salí al pasillo. El baño estaba a la derecha, la habitación a la izquierda. La cocina abría a la derecha ahora, al fondo la sala abría a la izquierda. ¿En qué loca dimensión estaba?
Por instinto me mandé una de las manos al cortavientos. No podía encontrar mi arma de fuego.
Sentí un ligero mareo. Me tanteé todo el cuerpo. En el bolsillo aún estaba mi placa e identificación, pero mi arma no estaba en la funda. Regresé a la habitación y me agaché a mirar por todas partes, debajo de la cama, al lado del espejo, al lado de la mesa del computador. Yo pude haber jurado que antes de desmayarme no la había soltado. ¿Qué había pasado?

Salí de nuevo al pasillo y examiné la habitación del lado. Parecía tal y cual la había visto antes, mismas cortinas y misma vaciedad.
Entré al baño. Activé el interruptor de la luz, pero no se encendió. En aquella penumbra rojiza, observé mis facciones. Sentí que me había desmayado por diez o veinte años.

Era bastante extraño. Si le decía a mi cuerpo que moviera las manos, me enredaba y terminaba usando la mano o la pierna incorrecta. Pero si no lo pensaba, no me confundía. Mi cuerpo por sí mismo lo hacía. Si pensaba en moverme a un lado me equivocaba, pero si no pensaba, lo lograba. Esta desconexión entre mente y cuerpo me causaba un poco de náuseas, que tuve que controlar con mi respiración.
Me preocupaba no tener a Rouben. Muchas de mis rutinas internas eran administradas por él, incluyendo algunas habilidades investigativas, como descifrado, tomar apuntes o memorizar pistas e indicios.
Cerré mis ojos mientras friccionaba mis párpados con las yemas de los dedos. Claramente aún no podía ver a Rouben. Sabía que esta era una posible escena de crimen y no podía cambiar ningún parámetro, pero me moría por un poco de agua. Me aguanté, salí al pasillo y me dirigí a la sala.
Estando allí lo observé todo de nuevo. La pila de papeles, la mesa, la silla mecedora. La cocina en estado prístino. Aproveché para mirar si había dejado caer mi pistola en este lugar.
Alguien me la había sustraído, o se me había quedado en el “otro lado”.

Me acerqué a la puerta del apartamento. Intenté observar al otro lado de la mirilla pero no podía ver nada. Tomé la perilla de la puerta y la giré. Abrí un poco la puerta.

Mi corazón se quiso salir del cuerpo. ¿Qué demonios estaba pasando?
—¡Mierda, mierda, mierda!
Abrí la puerta del todo. Del otro lado del umbral había una pequeña escalerilla y más allá una terraza de pavimento que terminaba en una baranda. El viento me revoloteaba el abrigo y el cabello. Salí y caminé hasta el límite. Me asomé hacia abajo. Vi una calle, algunas lámparas, pero ningún ser vivo. ¿Qué era esta ciudad? No se me parecía a ningún lugar que había conocido. Los edificios que podía ver bordeaban los quince pisos y el aire era menos denso que en la capital o en mi ciudad. Intenté observar algo que pudiera leer, que me regalara la identidad de este lugar, un letrero o publicidad, pero no pude identificar nada desde mi posición. Me giré a ver “el apartamento”.

Podía sentir mi corazón en la garganta. El apartamento no era tal por fuera. Era una caja monolítica de, al parecer, algún metal pintado de blanco. Su superficie era perfectamente plana. Solo había una abertura para la puerta y para las ventanas, lo que permitía que entrara la luz. El apartamento estaba levantado del suelo unos cincuenta centímetros. Cada cosa que observaba se volvía más una pregunta que una respuesta.
Seguí bordeando la terraza tratando de identificar mi localización. Al fondo, bordeando esta ciudad, había un par de montañas y un poco más cerca un par de letreros, los únicos que pude identificar. “Fume Cigarrillos Camel” y un anuncio para un automóvil. Ninguna de las marcas me sonaban. Me detuve a pensar un momento. ¿Fume cigarrillos? ¿Fumar? ¿Cómo humo? ¿Qué era un cigarrillo? ¿Qué demonios significaba eso?
Seguí caminando alrededor de la terraza. En una de las esquinas vi una pequeña edificación con una puerta. Posiblemente el ascensor para bajar de la terraza. Regresé al apartamento y di una vuelta adentro. Revisé de nuevo la cocina, la sala, la habitación vacía, el baño y la habitación del espejo. Aún no existía mi reflejo. Toqué la superficie de este con mi dedo como esperando un resultado, pero no ocurrió nada. El computador seguía indicando que estaba “sin conexión”.
Regresé a la entrada y pensé que hacer con la puerta. Si la cerraba, quizá no podía volver a entrar. Si la dejaba abierta, era posible que lloviera o alguien más entrara, destruyendo la escena. Me quité el abrigo y ajusté fuertemente el pestillo de la puerta contra una de las mangas de este. Era mejor pasar frío a perder el acceso. Ya que no tenía la pistola, dejé la funda al lado de la puerta. Me estorbaría muchísimo.

Verifiqué de nuevo que todo estuviera en orden y me dirigí al ascensor. Excepto que no había tal. Después de abrir la puerta observé una escalera. Los rieles eran sólidos y de madera. Bajé con cuidado sosteniéndome de la baranda. Después de veinticuatro vuelos y ninguna otra puerta alrededor, llegué agitada a un pequeño descanso. En una pequeña estantería habían unas cajas de cartón con aceite y unas tijeras gigantes, entre otras herramientas. Al final del descanso existía una puerta de metal. La abrí.
Una larga calle se abría a ambos lados. La misma calle que observé desde la terraza. Miré el edificio de dónde emergí. Estaba hecho de ladrillos y cemento, con ventanas marcando líneas en su sólida forma. Torné mi mirada al cielo. Parecía que estaba más iluminado. Sin embargo, no había ni un rastro de humanidad, así como dentro del apartamento. El viento me revolcaba el cabello. Decidí caminar hacia donde había visto los anuncios. El aire se sentía diferente, mucho más limpio. Era la primera vez en mi vida que respiraba aire puro. Desde pequeña, la bruma era lo único que llenaba mis pulmones.

Más adelante vi lo que parecía un negocio. Miré hacia adentro y no había nadie. Intenté abrir la puerta y estaba firmemente cerrada. Continué caminando. En mi recorrido vi otros lugares similares, pero el resultado era el mismo, incluso después de hacer mucha fuerza sobre las puertas.
Después de unos veinte minutos llegué a un espacio abierto, un parque con altos árboles, varios asientos y un pequeño lago. Definitivamente, esta no era mi ciudad. Miré a los edificios que le rodeaban, en los más altos estaban los anuncios que había visto desde la terraza. Traté de buscar algo que me indicara el nombre de la ciudad o la fecha, pero sin contar los anuncios que observé, no había más texto en las calles, ni siquiera nombres de los almacenes. No había ni un alma en el lugar y los basureros estaban vacíos y limpios, sin hojas de los árboles caídas en el suelo.

Me senté en una de las bancas del parque. El clima estaba precioso. Jamás en las ciudades donde he vivido sentiría algo así. Miré mis manos. ¿Qué demonios era lo que estaba pasando? Me sentía en uno de aquellos sueños extraños que tenía a menudo. Todo se sentía increíblemente artificial, como si alguien lo hubiera creado a modo de monumento, un recuerdo de un pasado que se ha ido. Me recosté contra el espaldar y miré al cielo de nuevo. Si esto fuera mi mundo normal no pensaría ni dos minutos en ponerme a ver la polución de que recubre la atmósfera.

—Señorita, buenos días.
Me levanté del asiento como un resorte. Por costumbre me mandé la mano al pecho. De nuevo, el arma no estaba allí.
—Tranquila, señorita. Pero nos preguntamos, ¿qué hace usted aquí?
Observé el sujeto que me hablaba. Era unos centímetros más bajo que yo, un poco gacho, tenía puestos una camisa de manga larga azul claro, pantalones de lino café claro y zapatos negros muy bien lustrados. A manera de bufanda llevaba una tela larga y extraña de color rojo que le daba dos vueltas alrededor del cogote y le caía a ambos lados del pecho.
Tenía el cabello cano, corto y un poco desordenado, con un espacio en la coronilla donde ya escaseaban los pelillos. Sin embargo, por más que intentara fijarme en su cara me era imposible. Miraba sus ojos y cada vez que yo pestañeaba o intentaba fijarme en otra de sus facciones, cambiaba súbitamente de apariencia. Igual pasaba con su nariz, con sus labios, con las ojeras, el mentón, las cejas y los pómulos. A veces todo parecía encajar perfectamente, pero en cuanto movía mi mirada, el conjunto desaparecía y volvía a ser una confusión de partes sin orden. Parecía ser un hombre, una mujer, un niño, o más bien una extraña mezcla de todos. Su cara parecía un caleidoscopio que nunca cesaba de girar.
Estaba estupefacta. No sabía que decir, no sabía que hacer. Cerraba mis ojos con fuerza. Aquella aberración me tenía alterada.

—Yo…
—Creemos que no debería estar usted aquí, señorita.
Recordé lo que había pasado. Me friccioné los ojos.
—No, señor, yo…
—No me entiende.
Abrí mis ojos. El señor tenía lo que parecía mi arma de fuego en su mano, apuntándola decididamente en mi dirección entre mis cejas.
—Usted no debería estar aquí, señorita.
La adrenalina recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Me puse en pose defensiva.

—Espere, espere, espere, señor.
—Sigue llamándome señor, señor… ¿Qué significa eso, señorita?
Noté como su ceño, si este existía en realidad, se curvó de forma inquisitiva.
—Yo, yo no sé dónde estoy. De repente aparecí aquí.
—¿De repente, dice? Nadie viene aquí de repente, señorita.
—Se lo juro, se lo juro. Hay un apartamento, no muy lejos de acá, hay un espejo…
Me tragué las siguientes palabras.
—¿Apartamento? ¿Espejo? No comprendo esas palabras, señorita.
Decidí que lo mejor era intentar quitarle el arma al señor. En mi posición intenté inclinarme hacia él. Si era lo suficientemente rápida se la podía arrebatar. Quizás si giraba hacia la derecha podría evitar que me disparara.
—Si, a unas cuadras de acá hay una casa en el techo de un edificio. Allí fue donde desperté en este lugar.
Seguía aproximándome despacio. Mis movimientos eran lentos pero calculados. Ya lo había hecho muchas veces en el pasado.
—¿En el techo? No sé de que me habla, pero es obvio que usted estorba en este lugar, señorita.
En mi posición un poco agazapada, concentré mi sangre en mis pantorrillas y muslos. Sentía como las hormonas hervían por mis venas.
—Si, si me lo permite lo llevaré, pero por ahora suelte el arma.
—¿El arma? Otra palabra que no puedo entender, señorita.
—Si, ¡el arma!
Mis músculos se dispararon como un fusil, como si tuviera dos resortes presionados en su máxima tensión. El tiempo se dilató. Mientras iba en el aire, di un giro hacia la derecha, esquivando la línea de vista del arma. Sentí cortar el viento con mis movimientos. Extendí mi brazo derecho, o izquierdo, no sé cual, para alcanzar el antebrazo del señor y apretarlo, mientras seguía girando. Mi ángulo estaba un poco bajo, posiblemente tenía que rodar un poco una vez recuperara la pistola.
¿Qué expresión estaba haciendo el viejo? No tenía ni idea, era imposible reconocerlo. Parecía congelado en su posición. Una vez alcancé con mi mano su antebrazo, le presioné con fuerza. Sin embargo, lo que presioné fue el viento.

Me di de costado contra el suelo, arrastrándome unos tres o cuatro metros contra el prado del parque. Estaba disipando la adrenalina por los poros. Di un giro en el suelo y me arrodillé con velocidad. Volteé mi cabeza a todos lados, ¿dónde estaría el viejo?
Me puse de pie y miré a mi alrededor. Mis piernas se prepararon para huir. Y de nuevo, como un disparo corrí a toda marcha hacia uno de los edificios que rodeaban el parque. Me escondí detrás de la esquina de un edificio. Intentaba capturarlo todo desde mi punto de vista, pero no había ni sombra del sujeto.
Él seguramente tenía mi pistola, o alguna otra pistola. Mis sienes se habían puesto un poco pegajosas y mi aliento a licor regresaba lentamente.

—Ya ha pasado mucho tiempo aquí, señorita.
Mi corazón se detuvo. Me giré despacio. Detrás mío estaba el mismo tipo. Sentía como mis piernas comenzaban a ceder. El tipo seguía señalándome con el barril del arma, directo en la cabeza.
—No creo que sea buena idea que me dispare. Conversemos con calma.
¿Cómo se había aparecido este sujeto de la nada?
—Con tranquilidad, suelte el arma y hablemos.
Disminuí el tono de mi voz. La hice más acompasada, más sosegada, a pesar de tener mi respiración agitada.
—No es una buena solución, señorita. Usted es una intrusa.
—¡Pero no fue mi intención entrar a este mundo! Ocurrió por error.
—No pudo haber sido un error. De nuevo, aquí no se entra por error, señorita.
Boté todo el aire de mis pulmones y respiré profundo.
—Estaba en el apartamen… La casa del doctor Ibrahim Assaud. Estoy buscándole. Toqué un espejo, un aparato y terminé acá.
El tipo se quedó congelado y en silencio por lo que pareció una eternidad.
—¿Conoce al doctor Assaud, señorita?
—¡Si, si! Necesito verlo, necesito hablar con él.
De nuevo se quedó congelado.
—Quiere hablar con Dios, señorita.
Me asusté. Por inercia me puse en posición para volver a correr.
—No, no, no con Dios. Quiero hablar con el doctor Assaud. ¿Sabe dónde lo puedo encontrar?
—Si, sabemos. Pero no la podemos llevar allá sin permiso de Dios.
Recordé lo sedienta que estaba. Aclaré mi garganta.
—¿Y como obtengo el permiso de Dios? ¿Debo hablar con él?
El sujeto giró su cabeza a un lado, como si no comprendiera mis palabras.

—¡Ya basta!
Un grito como un relámpago cayó sobre ambos. Por instinto me cubrí la cabeza con las manos y me agaché un poco. Giré para ver la fuente de dicho vozarrón. No vi a nada, ni nadie.
—Permiso otorgado. Tráiganla donde mi.
Parecía que dicha voz hubiera surgido del mismísimo cielo. Me giré a ver el anciano. Aunque seguía apuntándome con la pistola, parecía atemorizado, un poco acurrucado incluso.
—Si señor, Shawn la llevaremos a la señorita, mi señor.

Después de un par de segundos y de no escuchar aquella “voz de Dios” de nuevo, me puse de pie. El “Shawn” volvió a su postura original. En ningún momento dejó de apuntarme con el arma.
—Ha de seguirnos, señorita.
El viejo comenzó a caminar de regreso hacia el parque. Noté que sus movimientos, que no había visto hasta ahora, parecían poco naturales, mecánicos, como un robot mal programado. Sus piernas se movían sin ritmo ni cadencia, más bien flotando y cojeando sobre el aire. Su cara, más bien su cabeza, se había girado para observarme a pesar de ya estar varios pasos hacia el frente, en un ángulo que sería imposible para un ser humano. No pude apreciar su cuello, cubierto por la frondosa bufanda roja. Su brazo derecho, o era el izquierdo, seguía apuntándome en una pose bastante innatural, que hubiera requerido que una persona se hubiera dislocado el hombro. La mirilla aún estaba fija en mi entrecejo.
Una vez se adelantó un poco, lo seguí. Su espalda, glúteos, pies y el otro brazo eran normales, eran lo que yo esperaría en un humano normal. Cruzamos la calle y regresamos al parque. Mientras la adrenalina se iba disipando, sentí un poco de dolor en mi brazo. En el intento de arrebatarle el arma había caído fuerte en mi hombro, y aunque estaba un poco acostumbrada a estos esfuerzos por mi línea de trabajo, el haberme contorsionado de esa manera y arrastrado por el suelo ya me estaban cobrando la factura.
Caminamos por un sendero, mientras el “Shawn”, fuera lo que fuese, nunca dejó de observarme. Pasamos al lado del pequeño lago que había en la mitad. Era increíblemente transparente, perfecto incluso, solo siendo revoloteado un poco por el viento. Podía ver el fondo, una fosa llena de pequeñas piedrecillas blancas. Durante este tiempo, me friccioné el brazo con la otra mano para que se me calmara un poco el ardor.
Mientras continuábamos caminando, noté que el parque era perfectamente simétrico. Los árboles, los bancos, el lago, todo era una repetición perfecta de lo que se vería de la otra acera. Comenzaba a perderme un poco. Los edificios del alrededor si eran un poco diferentes, pero si me dieran dos o tres vueltas con los ojos vendados, estaría completamente perdida.

El anciano se detuvo en frente de un edificio, el que tenía en la parte de arriba el aviso de “Fuma Cigarrillos Camel”. Al frente, había una entrada bastante sencilla, dos puertas de vidrio con unas manijas de metal muy bonitas y brillantes. Eran tan perfectas que me daba pesar tocarlas con mis manos sucias. El edificio tendría doce o trece pisos. Del otro lado se observaba un espacio brillante e incólume.
—Ha de entrar en este lugar, señorita.
—Está bien, Shawn.
Me sonreí para mis adentros.
—Adelante.

Me apoyé contra una de las manijas y la puerta se abrió sin mucho esfuerzo. Al otro lado existía una habitación inmaculada, como ya había visto, las paredes eran de mármol gris, asimismo el suelo. Unas columnas en estilo clásico se elevaban en cada una de las esquinas y el cielo raso era de color blanco mate. Además de esto, no había ningún otro adorno y ninguna forma de iluminación. No obstante, el lugar estaba bien iluminado. En medio de mi sorpresa, por inercia di un par de pasos al frente. La puerta se cerró con un golpe detrás mío. No había más a dónde ir. No había puertas ni ventanas. Me giré a observar el anciano.
—Hey, aquí no…
En tanto dije estas palabras, el suelo y el techo comenzaron a moverse suavemente hacia abajo, la puerta de salida elevándose por encima de mi cuerpo. Me moví como un rayo, pero lo que alcancé a tocar de la puerta se deslizaba con rapidez hacia arriba. Una pared exactamente igual a la de los lados se iba revelando lentamente en su lugar, mientras el suelo seguía moviéndose, como un ascensor. Me giré. Cada una de las demás paredes se iba moviendo hacia arriba. Lo único que era continuo en este elaborado elevador eran las columnas y yo.
Me paré en el centro de la habitación con mis piernas de nuevo preparadas para la acción. Daba vueltas despacio sobre mi propio eje, preparándome para lo peor. Un sudor frío comenzó a manar de mis axilas y mi frente. Olvidé que lado era el frente. Ya sumergida varios metros bajo la tierra, no había forma de identificar que orientación tenía o por dónde había entrado.
Después de un par de minutos, dejé de sentir el vértigo del movimiento del piso.

—Bienvenida, agente Hoellingberg.
La misma vozarrón surgiendo de la nada.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—”La mejor detective de Sajonia”, ¡quién no la habría de conocer!
—Ugh.
Odiaba ese apodo. Pero se había equivocado, era de “Nueva Sajonia”. Sajonia era el país que existía antes de la guerra. Me giré a todos lados. No pude encontrar la fuente de aquella voz.
—Espero pueda disculpar mi pobre comité de bienvenida, a veces me es imposible controlar lo que Shawn hace.
Quien fuera que fuera, me conocía y era considerado por el anciano como el Dios de este mundo.
—¿Quién es usted?
Una carcajada fuerte que hizo retumbar el suelo rebotó por las paredes del recinto.
—Los Shawn me consideran su Dios, pero solo soy un pobre tipejo que dio con este lugar por accidente.
—¿Doctor Assaud?
En cuando dije esto, una de las paredes detrás mio se abrió con un golpeteo. Me torné a mirar. Detrás de dicha muralla había un espacio amplio de paredes de mármol café y suelo similar al del ascensor. El techo era unas dos o tres veces más alto, de color anaranjado como la terracota. Aún no pude identificar fuentes de luz, pero todo adentro estaba completamente iluminado. Ocho columnas de mármol parecían sostener el techo. Al fondo del recinto, un pequeño altillo daba hacia una mesa. Me aproximé con mucha cautela.

El piso rechinaba con cada paso de mis zapatos deportivos.
—¿Doctor?
Todo alrededor estaba increíblemente limpio. El aire no tenía ningún aroma, solo podía sentir el olor de mi sudor y de mi aliento. Giré mi cabeza hacia atrás, aún estaba el ascensor detrás mio.
Una vez llegué al altillo me aproximé a la mesa. No era tal. Era un ataúd levantado muy por encima de la superficie del suelo. No parecía tener tapa ni cerradura, pero si tenía una ventana de tamaño completo de un vidrio incólume en la parte de arriba. Debajo de la ventana estaba el cadáver de alguien. Busqué en mis memorias. Una chispa cayó como un rayo en mi mente. No tenía a Rouben, pero esta persona la recordaba claramente.
—¡Doctor Assaud!
Debajo de la ventana de vidrio estaba el cuerpo, aparentemente sin vida, del doctor Ibrahim Assaud, el mismo sujeto que me habían encargado buscar. ¡Por fin lo había encontrado! El mismo sujeto que se apareció hace unos días en el edificio de la Academia, el mismo que el señor Buster me había dicho que no había visto desde hace seis días.
Lo observé detalladamente. Estaba vestido igual que el viejo Shawn, una camisa color azul claro, pantalones café claro, medias azules, zapatos negros, bufanda apretada alrededor del cuello. Su tez era viva, no maquillada. No parecía un cadáver, parecía como si respirara, como si en un minuto fuese a saltar fuera del féretro. Sus brazos a ambos lados se extendían naturalmente, su cabello blanco bien peinado, su cara con un semblante apacible. Noté su cara, una cicatriz en la ceja derecha, sin un dedo en la mano derecha.
No pude ver ningún otro detalle adicional que fuera significativo. Sin duda alguna, este era el doctor Assaud. Respiré profundo. Mi sudor se volvió un poco pegajoso. Sentí un poco de asco. Intenté mirar si él respiraba, pero no vi ningún movimiento en su pecho. Apreté los ojos.
Levanté la mirada. Me asusté un poco y di un paso hacia atrás.

El anciano sin cara, casi clon del doctor Assaud, me apuntaba de nuevo con mi pistola en el entrecejo.
—Un momento, un momento.
—Si, ese cuerpo era yo, agente Saundra Hoellingberg.
La misma voz que emergía del vacío. Miré la cara del cadáver. No se había movido ni un milímetro.
—¿Sorprendida?
Si, pero más que sorprendida, estaba asustada. ¿Quién era esta voz? ¿De dónde salía?
—Pero usted está…
—¿Muerto? Claro que si, he fallecido. No hay otra forma de decirlo.
—Y entonces, ¿desde dónde…? ¿Cómo?
Mi corazón comenzaba a bombear sin límites. El sudor frío llegó a las palmas de mis manos y lo sentía ahogando mis pies dentro de mis medias. Escuché una carcajada más.
—Tranquila agente. Déjeme explicarle. Tome asiento.
—¿En dónde, en el suelo?
—Mire detrás suyo.
Efectivamente, el “Shawn” estaba detrás de una gran silla con cojines carmesí, su estructura de madera marrón tenía tallados motivos florales bastante elegantes. ¿De dónde había salido esta silla? Había jurado que no había nada en este recinto más que el altillo, las columnas y el ataúd. Este Shawn seguía apuntándome con una pistola. Me giré. El Shawn al otro lado del ataúd seguía allí. ¿Eran dos?
Me senté en la silla. Me resultó muy cómoda.
—Debe tener sed. Es usted una auténtica atleta.
—No se burle de mi, doctor.
Escuché en vez de una carcajada, una risita melodiosa.
—¡No me burlo, agente! La forma como se lanzó y trató de agarrar al Shawn fue increíble. Si hubiera sido un humano corriente, le hubiera robado la pistola sin que se diera cuenta.
El Shawn se acercó a mi, trayendo en una mano una bandeja con un vaso con agua. En su otra mano, la pistola seguía señalando a mi cabeza. Tomé el vaso y sorbí un poco. Era definitivamente agua, aunque quizá un poco más sabrosa de lo normal. Miré al frente, el otro Shawn seguía apuntándome desde el otro lado del féretro. Era increíblemente atemorizador. Es como si hubiese múltiples copias del mismo tipo, sin cara alguna.
—Se lo contaré todo, agente.
—Está bien.
Sorbí un poco más.

—¿Sabe de que trata mi investigación? Supongo que Rouben la puso al tanto.
Me puse al borde de la silla, casi a levantarme.
—¡Rouben! ¡No he podido contactarlo desde que llegué acá!
—Todo a su tiempo, Saundra. ¿Lo sabe?
Me volví a sentar.
—Si. Usted es un investigador jefe de la Academia de Ciencias. Su especialidad es óptica. Su investigación principal es…
—Ah, si… Transportación inalámbrica de partículas elementales. Si todavía tuviera boca, se me llenaría hablando de esto.
—¿Y eso que tiene que…?
—Todo. Todo tiene que ver. Estimada agente, ¿usted de que está hecha?
—Pues… De… ¡De lo que soy yo!
—¿Y eso es?
—Hum… ¡Déjese de rodeos!
De nuevo una carcajada.
—Más allá de pedazos de cuerpo, carne, huesos, lo que sea, usted está hecha de, oh curioso, partículas elementales. Finos hilos de energía primaria que componen los quarks, que componen los átomos, que componen las moléculas, que componen las estructuras, que componen sus órganos, que la componen a usted. ¿Me equivoco?
Entendía pero no entendía a la vez. Si, esto era física de escuela, pero… Oh, Dios.
—¿El espejo me transportó?
—Si tuviera manos le aplaudiría, ¡exacto!
Escuché un par de aplausos alrededor mío. Me giré a ver. Lo que eran dos o tres Shawn ya eran diez o doce. Los tres alrededor mío seguían señalándome con armas mientras los demás aplaudían.

—Ahora bien, siguiente pregunta del examen. Imagine un agujero negro. Cuando la luz, que está hecha de fotones, partículas, y a su vez de hilos de energía, pasa cerca, sin caer hacia este, ¿qué ocurre?
Respondí decidida.
—Cambia su trayecto. A los ojos observadores, pareciera que se deforma. Pero esto no solo ocurre con la luz. Hasta la misma gravedad, todo se deforma.
—Es una respuesta adecuada, incompleta, pero adecuada. Ahora bien, si pudiera extraer los hilos de energía en sus partículas y los pudiera convertir a luz y deformarlos, ¿esto violaría las leyes físicas?
Pensé un momento.
—Pues de ser posible, no, creo que no.
—Ahora bien, ¿qué hace un espejo con la luz?
—La refleja.
—¿Segura?
—Muy segura.
—¿Y si las partículas que componen el espejo pudieran, como dice, deformar la luz?
Me comenzó a dar un poco de dolor de cabeza.
—Espere, espere… Pero todo esto que estamos hablando es teórico.
—Lo es. Todo es un simple y llano escrito, una explicación de miles acerca del universo. Y sin embargo usted está aquí. El espejo no es tal, es un sistema de conversión de sus partículas en luz y de transmisión de dicha luz a través del espacio.
Mi boca se abrió. Meneé mi cabeza como tratando de quitarme una venda.
—Un segundo, pero esto no explica porque…
—¿Usted no tenía un reflejo?
Otra vez se me robaba las palabras.
—Lo que emite el espejo, estimada agente, no es un reflejo. Es la viva imagen de lo que hay al otro lado. La luz no rebota en este espejo, porque no es un espejo.
—La luz se transmite a través de él.
—Exacto.
De nuevo aplausos, aunque con más fuerza que la vez anterior. Volví a girarme. Había incluso más Shawn alrededor mío.

—Y por eso no había reflejo, porque yo en realidad no estaba del otro lado. O de este, más bien.
—Así es. ¡Pero este mundo no es en verdad un espejo del otro!
—De nuevo, el espejo no es tal.
De nuevo meneé mi cabeza para recobrar mi borrosa visión.
—Pero un momento, ¿por qué Rouben no identificaba la anomalía?
Una risotada muy fuerte hizo vibrar el piso.
—¿Tú crees, estimada agente, que iba a permitir que Rouben, un subsistema que está conectado con todos los sistemas del mundo, controlando y vigilando cada uno de los latidos y pasos de los que lo tienen instalado; informara a diestra y siniestra, a quién sabe qué manos y qué intereses, la naturaleza de mi investigación? ¿La naturaleza de este mundo? ¿De los Shawn?

Sentí un mareo. Sabía que esto era real. Sabía que Rouben capturaba mi día a día, que tenía acceso a toda mi información, a mis cosas personales, a mi imagen, mis pensamientos, a mi cuerpo desnudo. Estaba integrado en mi. Sabía mi conteo calórico, el número de glóbulos rojos en mi sangre, de mis vellos púbicos. Me recogí con miedo en la silla. Me abracé. Comencé a sentir un leve temblor.
—Rouben fue un proyecto que me obligaron a colaborar en su creación, agente. En todos tus implantes, incluyendo el que te da la capacidad de verle y hablarle, en alguna parte dejé mi huella. Y es por ello que no pudo detectar anomalías en el espejo. Y es por ello que en este universo, ninguno de tus implantes funciona. Están desactivados.
Sentí mucho frío. Uno de los Shawn se me acercó y me puso el cortavientos encima. ¿Cómo lo había traído desde la terraza? No quería pensar. Yo estaba acurrucada. No comprendía nada.
—¿Sabes que significa Rouben?
Mis dientes tiritaban. Respondí con poco aliento.
—Es solo un nombre.
Escuché una risita.
—Si, claro, es solo un nombre. Eso es lo que le dicen a todos los que le sirven de terminal. En inglés diría yo, hum, Realtime Observation Unit, Behaviour Enforcer and Neutralizer. Unidad de Observación en Tiempo Real, Ejecutor y Neutralizador de Comportamientos. ROUBEN.
Aspiré profundamente. El temblor era ya real. Sentí muchas náuseas. Sentí como mi estómago se revolcaba. Me caí de la silla.
—No, no, no, agente. ¡No me defraudes!
Varios Shawn me rodearon, se me acercaron, me tomaron de los brazos y el torso; y me levantaron. Me dejé levantar como un títere con las cuerdas rotas. Me sentaron de nuevo en la silla. Mi cabeza estaba tirada a un lado, mi mirada apuntaba al vacío. No veía nada. Era como si mi cerebro estuviera desconectado del resto del cuerpo.
—No, no, Saundra. Pensé que de todas las personas del mundo tu serías la única que comprendería.

Aquellas palabras me hirieron. Sentí como mis mejillas se ruborizaban y como la sangre volvía a mis músculos. Sentí mi cabeza arder. Mi rabia súbitamente se alzó. Mi corazón comenzó a latir a mil por hora. Me levanté con fuerza de la silla. Grité con fuerza.
—¿Y por qué yo? ¿Por qué de todo el mundo, de las doce mil millones de personas que habitan en él, por qué yo?
Una carcajada más fuerte.
—¡Por qué eres la mejor detective de Nueva Sajonia!
—¡A la mierda con las etiquetas, doctor!
El temblor en mi cuerpo desapareció. Solo mi puño firmemente apretado temblaba bajo la presión de mi ira.
—¡Y aún así, no me equivoco!
—¿De qué diantres habla?
—¡De qué tu eres la única, la inquisidora, la que fue, es y será, la única que lo cuestiona todo!
De mi pecho salió un grito enfermo.
—¿De doce mil millones una? ¡No me haga reír!
—De todas las personas en Nueva Sajonia, de tu edad y de tus capacidades, de tu inteligencia y perspicacia, de tu integridad como ser humano y como investigadora, de tu compromiso por la causa de la justicia, eres la única en que puedo… No, en que podemos confiar, investigadora agente Saundra Hoellingberg.
Y de nuevo aplausos. Muchísimo más fuertes. Me giré a mirar alrededor. En este lugar habrían cientos, si no miles, de Shawn aplaudiendo. Caí de rodillas. Le di un par de golpes secos al suelo. Mis puños se apretaron al punto de doler.

—Digamos que le creo, doctor. Sin embargo, tendrá muchas más cosas que explicar.
—Con mucho gusto, te responderé lo que quieras. Pero de veras, necesitamos de tu ayuda.
Le di otro golpe al suelo. Pequeñas lágrimas empañaron mis ojos.
—¿Qué necesita de mi?
—Levántate, toma asiento y escucha.

«Aquella chica del cumpleaños»

Ah, hola. Eres el primero que he visto desde que llegué aquí.
En este agujero de oscuridad, donde arriba y abajo es lo mismo, donde la luz nunca aparece.
No llegué aquí por casualidad. Llegué porque cometí un error.

En mi cumpleaños número siete fue la primera vez que la vi.
Justo después que mis “amigos” se fueron y mis padres ya estaban limpiando el desmadre de la fiesta, me senté en el sofá, miré al techo y me quedé dormida.
Pude haber jurado que mi padre me levantó entre sus brazos y me llevó a la cama, porque no recuerdo para nada caminar a mi cuarto y meterme en la cama. Lo próximo que recordé fue que me desperté en medio de la noche con mi lamparita encendida, bien cobijada, con mi pijamita puesta, puertas y ventanas bien cerradas. Cuando abrí los ojos sentí como si estuviera flotando. Trataba de moverme, pero no podía. Pensé que estaba en un sueño.

—Angela, despierta.
Una vocecita me sorprendió.
—Sé que estás despierta, hija.
—¿Mamá?
De repente, algo voló al frente de mis ojos.

Lo que apareció era una criatura alada del tamaño de la mano de mi padre. Sus alas revoloteaban rápidamente como un colibrí. Cuando traté de verla, no pude reconocer que cara tenía. Parecía la cara de una muñeca pero a la vez sus ojos parecían cansados. De a poquitos me desperté y pude reconocer que su voz no era la de una niña, si no la voz que tendría una abuelita de algunos muñequitos de la televisión. Inmediatamente recordé las historias de hadas que mi mamá solía contarme, o las que leía en la escuela.

—No, no soy tu mamá… Soy digamos… Tu hada madrina.
A mis ojos de siete años eso lo explicaba todo. Ya me había despertado del todo y parecía que volaba un hada en mi habitación. Fuera lo que fuera, algo estaba flotando al frente de mi cara. Intentaba moverme, pero aún no podía.
—¡Cómo en los cuentos!
—Así es, como en los cuentos.
Una pregunta me pasó por la cabeza.
—¿Cómo sabes…
—¿Tu nombre? Hija, yo lo sé todo de ti, siempre he estado cerca de ti. Hasta las preguntas que tienes, las sé.
—No tenía idea.
—¡Pues claro que si! ¡Feliz cumpleaños, Angela!
—¡Gracias, hada madrina! Pero, ¿cuál es tu nombre?
El hada se quedó pensativa.
—Nosotras no tenemos nombres. No los necesitamos, porque cuando queremos comunicarnos con alguien, podemos hablarles directo en la cabeza.
—¡Pero eso es muy triste!
—Entiendo lo que dices, pero el mundo de los humanos es muy diferente al nuestro. Nosotras solo podemos venir en los días de los cumpleaños de nuestros ahijados.
—¿Y cómo te volviste mi madrina?
Se carcajeó muy fuerte. Pensé que mis padres la iban a escuchar.
—Hija, ¡preguntas muchas cosas!

Ella voló allí y allá, solo la pude seguir con mis ojos. Intentaba girar mi cabeza pero era imposible. Pareciera que por donde volaba dejaba un rastro de pequeñas escamas brillantes que desaparecían después de un rato. El revolotear de sus alas me hipnotizó. Unos momentos después se detuvo en la misma posición que tenía antes.
—Sin embargo, ¡ahora vengo para ofrecerte una maravillosa oportunidad!
Sus alas revoloteaban más fuerte. Los pequeños brillos caían lentamente encima de mí.
—Vengo a cumplir tu deseo. Cualquier cosa que desees, te lo puedo otorgar.
Esto me sorprendió mucho. Sentí como mi cuerpo dio un pequeño salto y como comenzaba a recobrar el movimiento.
—¿Cualquier cosa?
—Cualquier cosa que se te ocurra. Pero solo una.
—¿Y podría pedir que me cumplas más deseos?
Si aquel ser me conocía, debía saber que yo era una culicagada desde pequeña. El hada se sonrió.
—No, no seas tramposa.
En ese momento pasaron mil ideas extrañas por mi cabeza. Para mi mente de siete años eran de lo más normal. El hada me observaba, hasta que se giró a mirar por la ventana. La expresión en su cara se tornó un poco preocupada.

—Angela, debes apurarte. Tu cumpleaños se acaba y cuando sean las doce de la medianoche, he de marcharme y no me verás hasta el próximo año.
—¡Espera, espera!
Seguía pensando. Se me ocurrían todos los juguetes del mundo, toda la torta del mundo, todos los animales, que todas las personas del mundo fueran mis amigos, que mis papás no me regañaran más, que no tuviera que ir a la escuela. No podía decidir en una sola tan fácilmente, y así se me fue el día de mi cumpleaños. Llegaron las doce y sonaron las campanas del reloj de mi abuelo que estaba en la cocina.
—¡Cuídate mucho Angela! ¡Nos vemos el próximo año!
—¡Espera! ¡Ya sé cuál es mi deseo!
Era una gran mentira, pero quería tener más tiempo para pensar. Así se desapareció mi “hada madrina”. Un momento después caí rendida de sueño.
Cuando desperté al otro día, podía recordar todo lo que había pasado. Una vez me desperté, ya podía moverme y salté como un resorte. Corrí sin ponerme mis pantuflas y bajé a la cocina para ver a mis padres. Les conté acerca del hada madrina y de como me había visitado en la noche. Ambos simplemente se sonrieron, me ignoraron y cambiaron de tema.
Por cinco días estuve como una lora hablando del hada. Les conté a mis amigos de la escuela, quienes me llamaron loca. Nadie jamás había visto un hada y menos que se les apareciera en el día del cumpleaños. Después se me fue pasando y lo olvidé.

Hasta mi octavo cumpleaños. Durante ese año pasado en mi casa comenzaron a pasar algunas cosas raras. Mi padre llegaba un poco enojado del trabajo, hablando de que lo estaban “robando” en su empresa, de “salarios” y no se qué. Yo no entendía que estaba pasando. En mi caso, lo único verdaderamente importante fue que me partí el brazo subiéndome a un árbol.
Mi abuela materna estaba un poco enferma y pasó con nosotros unos meses, viviendo en una de las habitaciones desocupadas de mi casa. Esa señora nunca me quiso y durante esos meses parecía como si yo no existiera para ella. Yo la llamaba, le hablaba, le gritaba incluso y ella no me respondía. Era como si yo fuera un fantasma para ella. Mi madre en alguna ocasión le pidió a ella que me contara historias de cuando era pequeña y ella se limitó a decir que “no iba a hablarle a las paredes”. A menudo, cuando me quedaba a solas con ella, corría donde mi madre llorando. Sentía que yo iba a desaparecer.
Sabía que mis padres discutían acerca de mi abuela cuando ella y yo ya estábamos en la cama. Era imposible no escucharlos.

Mi cumpleaños ocurrió un mes después de que mi abuela se hubiera regresado a su casa. Se fue sin agradecerle a nadie, recogió sus cosas y se marchó. Las cosas mejoraron cuando ella se fue. Mi padre estaba ganando menos dinero en su trabajo y nos tocó apretarnos un poco. Mi mamá me preparó una torta sencilla, mi padre me compró nueva ropa y un conjunto de escritura fina. En ese momento pensé que era un desperdicio de dinero. No lo toqué. Me quejé que no había tenido fiesta. Ahora que trato de acordarme de todo, en mi escuela yo ya no tenía amigos. ¿A quién íbamos a invitar? ¿Niños cualquiera que no representaban nada para mí?
Me comporté como una malcriada. Me da vergüenza haber sido así. No soplé las velas, subí corriendo a mi cama y lloré. Una total malagradecida, así es. Una desgraciada de ocho años. Ahora, en el lugar donde estoy, cómo desearía de nuevo probar un pastel elaborado por mi mamá, o haber usado más el conjunto de caligrafía de mi papá.
Esa noche mis padres discutieron. Mi padre le echó la culpa a mi abuela, mi madre se defendió. Yo sentía que ambos eran culpables. Ninguno fue a mi habitación a encenderme la lámpara, a cambiarme la ropa o a arroparme. Sentía que me habían abandonado. Me quedé dormida encima de las cobijas, con mi ropa de cumpleañera puesta. Y así, igual que el año pasado, aquella “hada” volvió.

—Angela, ya ves como son los adultos.
Medio dormida, volví a ver aquel ser, flotando en el aire. Estaba igual, completamente inmóvil. Aunque estaba oscuro porque no encendí la lámpara por primera vez en mi vida, analicé de nuevo su apariencia y su sombra se veía igual. Aún brillaba de forma tenue, como la vez pasada, aunque sus alas perdieron un poco del brillo; y las escamas que antes parecían pequeñas estrellas, habían perdido un poco el fulgor.
—Volviste.
El hada se acercó a mi cara y me dio un golpecito en la nariz con su pequeña mano. La falta de luz no me permitió ver su apariencia de cerca. A mi nariz llegó su olor, pero no lo pude identificar inmediatamente.
—Así es. Yo te dije. Todos los años en tu cumpleaños, justo después que te quedas dormida, ese es el único momento en que yo puedo venir a verte.
—¿Y si no me quedo dormida?
—Pues, no podré venir.
Seguía bastante aburrida, así que solo suspiré.
—Te dí todo un año para que pensaras en tu deseo. ¿Este año si vas a pedir algo? Recuerda que es una oportunidad única en la vida.
Lo había olvidado por completo. Entre las burlas de mis padres, de mis compañeros de escuela y mi propia decepción, había enterrado ese pensamiento todo el año pasado.
—La verdad… Nadie cree en ustedes.
Ella soltó una carcajada, igual en volumen que la que dio el año pasado.
—Pues obvio, hija. Nadie cree en las cosas que no pueden ver y nosotras solo podemos aparecer al frente de ciertas personas, como tú.
—¿Y yo qué tengo?
—No te lo puedo explicar ahora, sería bastante largo. Por ahora, considérate especial. Y entonces, ¿qué vas a pedir?
De nuevo lo pensé. Recuerdo que en esa ocasión yo solo pensaba en que quería un mundo sin mis padres. Ellos me habían tratado mal, en mi opinión. Me habían dado regalos que no quería, me habían dado una torta pero sin fiesta. Quería que mi cumpleaños hubiese sido un evento maravilloso, con mucha gente, con muchos regalos. Iba a abrir la boca cuando el ser me detuvo.
—No, no, no… Lo había olvidado. Nada de devolverse en el tiempo. Y tampoco viajar al futuro.
Chasqueé mi lengua.
—Eso es algo que no podemos tocar. De resto todo vale.
Sentía como mi cuerpo recuperaba su movilidad.
—¡Ah, se acaba el tiempo! ¡Rápido, piensa en algo!
Sentí la presión. Apreté la boca y comencé a pensar. Era solo un deseo en toda mi vida. ¿Qué era lo que quería?
Y el reloj volvió a sonar.
—Será la próxima oportunidad entonces. ¡Cuídate Angela!
—No, no te vas a ir.
Intenté levantar mi brazo, pero se sentía como si tuviera los brazos amarrados a la cama. El ser se carcajeó de nuevo.
—No, hija… Esas son las reglas.
Y se esfumó en una pequeña nube de escamas brillantes. Por dentro sentí mucha rabia. ¿Primero mis padres y luego mi hada madrina? ¿Quién más me iba a abandonar? La rabia logró que intentara soportar la fuerza del sueño, pero unos minutos después me rendí.

Comenzando ese día, cambié notablemente mi actitud frente a mis padres. Comencé a dejar de ser la chiquilla consentida de ellos. Mi madre aún me vestía y organizaba los primeros días, pero analicé cuidadosamente como ella lo hacía. Un mes después, le pedí que dejara de hacerlo y comencé a vestirme sola. Aún comía el desayuno que ella me preparaba. Aún recibía una mesada de mi padre. Me iba sin renegar a la escuela. Cuando terminaba mi jornada, para evitar llegar temprano a casa, caminaba por el barrio, en diferentes calles y pasadizos, iba al parque, pasaba tiempo con otros compañeros de la escuela. Y una vez se acercaba la noche, regresaba a casa, me retiraba a mi habitación, bajando solo para cenar. Cuando mis padres me buscaban conversación, respondía con monosílabos. Comencé a pasar más tiempo sola en mi habitación, jugando con mis cosas.
Solo una vez acepté ayuda de mis padres. En alguna ocasión ardía de fiebre, todo por que me llovizné en una de esas escapadas que hice. Mi madre, con todo el amor del mundo me cuidó, me alimentó, me dio medicina y estuvo a mi lado hasta que me bajó la temperatura.

Unos meses antes de mi noveno cumpleaños, mi madre y mi padre discutieron. Las cuentas en la casa no encajaban de nuevo. Mi madre decidió por si misma en buscar trabajo para soportar a la familia y se presentó en una empresa. Mi padre objetaba a eso. Se preguntaba quien podría encargarse de mi. En meses yo no había pronunciado mayor cosa. Este era el momento correcto. Les dije que yo podía cuidarme sola.
Por alguna razón, en mi mente yo solo pensaba en deshacerme de mis padres. Así no me tenía que quedar hasta tarde fuera de la casa por no darle la cara a mi madre. No se si fue el hecho que mi padre por fin escuchó mi voz en tantos meses o que fue, pero accedió.
Mi madre comenzó a trabajar en una empresa de alimentos enlatados. Se iba a la misma hora que yo me iba a estudiar y regresaba dos horas después de mi hora de llegada, casi a la misma hora que mi padre regresaba. Tenía la casa para mi sola por un buen rato. Podía ver la televisión, podía escuchar música. Aprendí a tener precaución, el valor de una llave, a ponerle seguros a las puertas y ventanas, aprendí a sacar comida de la nevera. Afortunadamente nunca nos faltó alimento.
Y así llegó mi cumpleaños número nueve. Tres días antes de este, recordé a la afamada hada. Hice una lista de deseos. Quería mucho dinero, quería que mis padres nunca estuvieran en casa, quería muchos juegos, muchos dulces, quería no volver a clase, quería una casa para mi sola. Lo apunté todo. Una vez terminé la lista tenía más de cincuenta cosas.
Mi madre me dijo que invitara al cumpleaños a todos los amigos que yo quisiera. Volvíamos a tener una fiesta como la de dos años atrás. Le dije que no la quería. Le dije que era mejor que ahorrara el dinero. Podíamos cenar algo sencillo. Igual no tenía amigos.

Y así estaba todo preparado. Mi madre había pedido permiso el día de mi cumpleaños, así que se quedó en casa haciendo los preparativos. Cuando llegué a casa, ya estaba todo listo. Pero como si la suerte nos hubiera visto felices, a la hora que usualmente mi padre llegaría a casa, recibimos una terrible llamada.
Por afanarse a llegar a mi cumpleaños, mi padre tuvo un gran accidente en su automóvil. Se había volcado en la carretera, volviéndose añicos. Se encontraba en un hospital un poco lejano. Mi madre, en medio de su angustia, llamó a unos vecinos y les pidió su colaboración. Yo sentía como mi familia se desbarataba. Seguramente era un sueño, pero no lo era en realidad.
El vecino nos llevó en el automóvil a dicho hospital. Pude ver fugazmente a mi padre, conectado a mil cables y tubos. Mi madre evitó que lo siguiera observando. Vi su cara, vuelta carne como recién salida de la nevera. Vi lo que parecía un rollo de carne, lo cual era uno de sus brazos. Fue algo muy traumático. Estuvimos toda la noche en el hospital, esperando escuchar noticias de él. Me mantuve despierta toda la noche. Solo podía pensar en lo que había visto. Lloré muchísimo. Podía ser verdad que me estaba volviendo más independiente, pero igual era mi padre y lo amaba mucho.
Como puedes imaginar, el hada no apareció porque ese día no dormí. Mi cumpleaños se volvió un evento trágico.

Afortunadamente, unos días después, aunque estaba bastante magullado, ya podíamos verlo. Desde ese momento mi madre y yo lo visitábamos casi todos los días, siempre en bus, excepto cuando el vecino nos podía llevar.
Parecía una momia, cubierto de pies a cabeza en vendas y dos armatostes de yeso, uno en el brazo izquierdo y el otro en la pierna derecha. Ya podía contestar a las conversaciones, aunque era difícil y a veces tartamudeaba. Yo decidí volverle a hablar. Con llanto entrecortado, le contaba acerca de la escuela, de la comida que mi madre me hacía. Le contaba que estaba aprendiendo a cocinar con ella. Él decía que quería comer de la comida que yo preparaba. Eso me hizo muy feliz.
Una vez, antes de salir del hospital, mi mamá tuvo una larga charla con uno de los doctores. Ella parecía angustiada, pero el doctor la calmó. En el trayecto de regreso a casa mi madre no pronunció palabras. Era la primera vez en mucho tiempo. Usualmente hablábamos acerca de que íbamos a cocinar para la comida, acerca de que tareas tenía para la escuela, y así.
La presioné para que me dijera que había ocurrido, pero solo se limitó a decirme que no debía preocuparme por ello.
Al siguiente día, dos meses y medio después de su accidente, mi padre falleció. Después busqué acerca de la razón de su muerte, no habían encontrado un hemorragia cerebral y le había consumido el cerebro. Pensaron que el hecho que podía contestar era un indicio de que todo estaba bien en él, pero su súbito tartamudeo no mentía.

En la velación, yo no podía creer lo que estaba pasando. Era incapaz de llorar. Sentía un nudo en la garganta y sabía que debía dejarlo salir, pero mis lágrimas no salían, nada salía. Mientras que las demás personas nos daban sus mensajes de consuelo, yo permanecía de pie al lado de mi madre, como una muñeca rota a la que le habían arrancado la cuerda a la fuerza y ya no podía cerrar los ojos. Solo cuando llegué a casa pude por fin llorar, porque sabía que no lo iba a volver a ver. La casa estaba llena de su presencia, en cada rincón, cada tabla de madera.
Durante dos semanas no podía estar en mi habitación sola sin la lámpara encendida, no quise regresar a clases, no quise mirar televisión. Si cerraba los ojos podía ver a mi padre, su sonrisa, como me extendía la mano. Amanecía con los ojos llorosos, me acostaba con los ojos llorosos. Después de eso no pude conciliar el sueño por otros diez días.
Mi madre consideró en llevarme donde un médico, pero yo le dije que era innecesario. Debía volver mi corazón de metal. Pero mi mente no tenía ninguna intención de permitírmelo. Volví a clases un mes después. En la escuela, me era difícil concentrarme. Mi profesora me citó con mi madre. De la escuela nos darían el apoyo para que yo comenzara a tener citas con un psicólogo. Mi madre decía que haría lo que fuera, aunque costara. La escuela se encargó de ello.

Comencé a tener citas psicológicas con una doctora, la doctora Maxwell. En la primera cita la odié con toda mi alma. Me obligó a volver a ver en mi mente a mi padre, ensangrentado, en una camilla del hospital. Lloré por tres días seguidos. Ella me dijo que debía afrontar mis miedos y que el tiempo no se iba a devolver. Nada haría que mi padre reviviera. Pensé en el hada aquella. Por primera vez en un año y meses recordé que no la había visto, todo porque no dormí el día de mi cumpleaños. Pero yo ya tenía motivos para temer mi cumpleaños más que cualquier cosa. Mi cumpleaños se había llevado a mi padre al más allá.
Con el tiempo, mis citas con la doctora fueron mejores y aprendí que debía aceptar lo que había ocurrido. Me mandó cierta medicina que debía tomar cada día al despertarme. Mi madre la aceptó con un poco de resistencia. Esta pastilla me ayudó a enfocarme en clases, me ayudó a saber perdonar, me ayudó a volver a amar a mi madre. Pero en mi mente aún llevaba algo grabado. Durante el año, mi rendimiento escolar había aumentado. Mi madre tuvo muchas dificultades, pero yo le ayudaba en lo que podía, quitándole un poco de carga al yo hacer algunos quehaceres sencillos en la casa, apenas regresaba a casa.
En ese periodo tuve el mejor puntaje en la clase. Fui felicitada por todos en el colegio en una ceremonia bastante ruidosa. Lo pude lograr manteniéndome enfocada en mis estudios, mis labores en la casa y con la ayuda de mi madre y la doctora Maxwell. Cuando no tomaba esa píldora, un dolor de cabeza muy fuerte me atacaba. A veces me hacía llorar del dolor, pero se quitaba rápidamente una vez me tragaba dicha gragea.

Llegó mi cumpleaños número diez. Mi madre me preguntó si yo quería algo, pero la realidad era otra. No podía esperar a ver al hada aquella. Le pedí que nos mantuviéramos juntas, que hiciéramos algo sencillo y nos fuéramos a dormir temprano. Ella aceptó, aunque se le hizo bastante extraño. Compró un pavo ya preparado y horneó una sencilla tarta. Se me hizo muy parecido a mi cumpleaños anterior pero me contuve de mostrar tristeza o dolor. Quería que mi mamá se sintiera bien. Por dentro aún sentía muchísimo temor. No me le quité ni un segundo del lado a mi madre. Mi única familia aparte de ella era mi abuela y ya sabemos como me trataba la señora.
Cenamos, nos reímos, vimos televisión y en cuánto empecé a sentir sueño, me fui rápido para la cama. Le pedí a mi madre que se acostara rápido. Quería que se fuera el día y que a mi madre no le pasara nada.

Y el hada se apareció, despertándome como hace dos años.
—¡La vida de los humanos es tan efímera! Lo siento, hija.
A pesar de estar adormilada aún, sentí como se me comenzaron a encharcar los ojos. Mis brazos no se movían.
—No llores. Siento mucho que tu padre haya fallecido. Y siento que no nos hubiéramos podido ver el año pasado.
—Te necesito. Deseo que…
—No, hija. El deseo que tienes no lo puedo cumplir.
—¡Pero!
—Pero nada, la vida es sagrada y va más allá de mis posibilidades. Hay cosas que simplemente no puedo hacer.
Me desperté totalmente. Estaba llena de rabia de nuevo. En la oscuridad intenté volver a notar la apariencia física del hada. Era un poco diferente. Sus alas ya no brillaban y el polvillo que dejaba caer eran solo unas pequeñas láminas sin mucho fulgor.
—Lo mismo me dijiste hace dos años. Me dijiste que aparte de eso podía pedir cualquier otra cosa. ¿Qué más me vas a prohibir?
—Pues…
—Pues nada, me mentiste y me sigues mintiendo.
Ya estaba llorando. Mi incapacidad para mover la cabeza hacía que se me hubieran empozado las lágrimas en mis ojos. Por más que pestañeaba, no fluían hacia los lados.
—Debes entender hasta donde puedo llegar, Angela. Son prohibiciones que siempre han existido. No podemos jugar con el tiempo ni con los seres vivos.
—Mi padre está muerto.
—Lo sé.
—Y murió por un accidente hace un año.
—Lo sé.
—¿Y entonces?
—Angela, intenta pedirlo. Intenta malgastar tu deseo en algo que es imposible. No me responsabilizo de ello.
—Pero…
Su voz se tornó tosca. El grito que soltó fue terrible, como algo que un animal salvaje haría.
—¡Pide el deseo de una buena vez!
Solo supe responderle de la misma manera.
—¡Pues entonces, deseo que mi padre vuelva a vivir, como si no se hubiera accidentado hace un año!
La luz de la habitación se encendió.
Mi madre entró en mi cuarto con los ojos encharcados de lágrimas. Yo estaba aún inmóvil en la cama. Giré mis ojos a ver el lugar donde estaba antes el ser aquel. Se había esfumado.
—¡Madre!

Ella se arrodilló en el borde de la cama, lágrimas fluyendo fuertemente. Me agarró el brazo, que aún estaba inmóvil. Me preguntó si algo había pasado. Ella había escuchado mis gritos desde la sala, pues no había podido ir a dormir aún recordando a mi padre. Le dije que no podía moverme. Ella intentó sentarme en la cama, pero era inútil. Para mi, mi cuerpo era un lastre en este momento, algo flácido de lo que no tenía ningún control.
Mi madre corrió bajando las escaleras a llamar una ambulancia por teléfono. Allí, con las luces bien encendidas, busqué con mi mirada al hada. No podía verla. Sin embargo, escuché como me susurró al oído, justo en tanto las campanas del reloj viejo de la cocina repicaron.
—¡Hasta el próximo año, hija! ¡Feliz cumpleaños!
Apreté mi mandíbula fuertemente y boté todo mi aire agolpado.
—¡Ni te vuelvas a aparecer!
Escuché la misma carcajada que en ocasiones anteriores, desvaneciéndose lentamente en el aire.
Mi cuerpo volvía lentamente a recobrar su movimiento. Mi madre llegó unos minutos después, preocupada porque había escuchado otro alarido. El cansancio me consumió y me quedé profundamente dormida mientras ella me vigilaba.

Me desperté al siguiente día en un hospital. Tenía cables conectados a mi cabeza y dos tubos en mis brazos, mi madre al lado observándome. Anoche, la ambulancia había llegado y los médicos habían intentado despertarme. Como no lo lograron, pensaron que había sufrido un golpe en la cabeza y decidieron llevarme por prevención. El médico allí no había logrado tampoco despertarme, así que me examinó por todas partes, aunque no encontró nada raro. Me hicieron exámenes, rayos X y muestreos. Nada fuera de lo normal. Además, ahora que ya había pasado la noche podía moverme sin problemas.
Tenía en la punta de la lengua las ganas de decirles que había un “hada” que me visitaba cada día de mi cumpleaños, que me paralizaba y que me obligaba a que pidiera un deseo. Pero si mis compañeros y padres hace años me habían tratado como una loca, no podía imaginarme algo mejor de parte de un médico o de mi madre de nuevo.
Ella se notaba bastante alterada. A menudo confrontaba a los médicos o las enfermeras, diciendo que no quería que se repitiera la historia de mi padre. Yo solo podía decirle que eso no me iba a pasar, que todo iba a estar bien.
Al cuarto día de observación los médicos concluyeron que era algo psicológico, porque físicamente todo estaba en orden. Me desconectaron del aparato de la cabeza, los tubos de los brazos y llamaron a la doctora Maxwell.

Ella llegó en un momento en que mi madre estaba trabajando. Ella comenzó a preguntarme acerca de los síntomas, lo que sentía, lo que había ocurrido desde mi punto de vista, como lo hacía normalmente en su despacho. Ella se había ganado mi confianza, así que le conté. Le relaté con lujo de detalles la apariencia física del hada, lo que me pedía, el primer día que había aparecido, como a la media noche cuando el reloj del abuelo sonaba ella desaparecía, su voz suave cuando estaba calmada, su voz terrible cuando estaba enojada, como su apariencia física había desmejorado conforme los años pasaban.
Yo esperaba que la doctora se levantara y me señalara de loca, o me juzgara sin mayor razón. Al contrario, tomó un par de apuntes, me miró a los ojos fijamente, me acarició la cabeza y dijo que debía hablar con mi madre. Se despidió afectuosamente de mi, habló con una enfermera, firmó algunos papeles y se retiró.
La enfermera diligentemente me puso en una silla de ruedas y me llevó a un área de recreación para esperar que mi madre regresara. Una vez ella llegó, recibió las noticias de los médicos y cuidadosamente nos regresamos a casa.
Fue un respiro para mi volver a mi hogar. Lo extrañé, aunque solo estuve por fuera cinco días. Temía un poco de estar sola en mi habitación, pero si el “hada” aquella no me había mentido, solo podría regresar el día de mi cumpleaños. Aún así le pedí a mi mamá si podía dormir con ella y ella accedió.
Al siguiente día fuimos a la consulta de la doctora Maxwell y ella nos dio una nueva píldora. Esta la debía tomar siempre antes de dormir. Me permitiría dormir con tranquilidad y eliminaría cualquier posibilidad que sufriera de nuevo esta parálisis extraña. Ella me explicó que aquella hada no era real. Solo existía en mi cabeza y algo o alguien la había plantado allí. Con esta medicina, dicha imagen desaparecería para siempre.
Mi madre estaba preocupada acerca de la mezcla de la medicina regular de por la mañana y esta nueva. La doctora le aseguró que no iban a causar ningún problema y que si seguía mejorando, eventualmente podíamos dejar de usar la de la mañana.

Esa noche dormí perfectamente. Tan así que no me enteré cuanto tiempo había ocurrido desde que me acosté. Los próximos meses fueron increíblemente positivos. Llegó la navidad, el descanso de invierno y el cambio de clase.
Ya había terminado la primaria, con honores a pesar de mis faltas de asistencia, así que era hora de comenzar la escuela secundaria. Mi madre seguía trabajando normalmente y a pesar que no nos dábamos muchos lujos, vivíamos cómodamente. En la secundaria ya podíamos vestir la ropa que quisiéramos, así que fue más fácil para mi escoger que ponerme. Comencé a tener amigos y formamos un equipo inigualable de estudiosos en mi clase. Nos llamaban todo tipo de palabras, pero como estábamos juntos entre todos nos defendíamos. Los profesores nos defendían.
Fueron los meses más provechosos de mi vida. Comencé a escribir pequeños relatos que distribuí a mis amigos y profesores.
Una vez fueron mis amigos a la casa y charlamos hasta tarde, hicimos las tareas y jugamos un juego de mesa. Mi madre nos preparó una cena fabulosa, a pesar de venir cansada del trabajo. Se mereció muchos abrazos y besos.

Faltando dos meses para mi onceavo cumpleaños, la doctora Maxwell opinó que podía dejar de tomar la medicina de la mañana. Mi progreso era notable y ya podía tomarla un día de por medio o solo cuando fuera necesario. Si me daba mucho dolor de cabeza por la ausencia de la pastilla, podía tomar una aspirina o algo así. Me dio una nota que debía cargar siempre en mi maleta y una cajita de aspirinas.
El primer día que no la tomé fue horrible. Sentía que mi cabeza me pesaba y extraños picos como si fueran agujas clavándose por todos lados. Me tomé la medicina para el dolor y con el tiempo se me fue quitando. No tenía el mismo foco que usualmente tenía, aunque hice mi mejor esfuerzo. Al siguiente mes, mis notas habían cambiado un poco. Mi mejor amigo y mayor rival estaba comenzando a superarme y no lo podía permitir.
Con el tiempo me fui acostumbrando a no tomarme la medicina, aunque mi mejor amigo y yo nos disputábamos los mejores puestos.
Y llegó mi fiesta de cumpleaños. Todo el día me la pasé con miedo. No me quité del lado mi mamá un minuto. Afortunadamente había ocurrido un día de fin de semana, así que pude estar con ella. Mis amigos vinieron, me dieron diferentes regalos y pasamos unas horas muy divertidas. Mi mamá notó como bromeaba y me divertía con mi mejor amigo.
Cuando ya todos se fueron, mi mamá me preguntó si me gustaba él, aunque yo no comprendí a que se refería. Pasamos la noche juntas, ella explicándome a que se refería, como se hacían los bebés, acerca de cuidados y precauciones, la charla de “las abejas y los colibries”. Hablar de colibries me recordó al hada. Aquella noche me tragué la medicina sin dudar y terminé durmiendo en su misma cama, todavía con un poco de temor.
Juro que tuve un sueño. En este el hada me contaba un cuento, pero lo único que recordé fueron cuatro palabras.
—¡El próximo año será!

Creo que no es necesario contarte mucho acerca del siguiente año. Bueno, quizá te cuente que mi mejor amigo y yo nos volvimos novios, creo en invierno. En primavera, la doctora me quitó del todo la medicina de la mañana. Seguí teniendo una racha de excelentes notas en mi escuela, una de mis amigas del club de estudiosos tuvo que marcharse de la ciudad, mi mamá recibió una cantidad de dinero de parte de un seguro de vida de mi padre y compramos uno de esos “computadores” de los que todo el mundo hablaba.
Comencé a usarlo y aprendí a escribir pequeños “programas”. A mi novio le encantaba ir a casa a usar ese computador y nos escribíamos cartas tontas de amor escondidas en programas que hacíamos.
Mi cumpleaños número doce llegó. Mi novio me regaló un casete con música y programas de computador. ¿Cómo lo hizo si él no tenía computador? Nunca lo supe. En esta ocasión la fiesta fue muy especial. Aunque mis invitados eran pocos, comimos y jugamos hasta que nos cansamos. El vecino se acercó a casa y estuvo hablando con mi madre durante la fiesta.
Por la noche, dormí como era usual en mis cumpleaños con mi madre. Me tomé la medicina como era usual y el hada no apareció. En esta ocasión no tuve ningún sueño.
¡Fui curada! ¡La maldición se rompió! Al otro día celebré mi liberación.

Lo sé, calma, calma, ya estamos por llegar al presente.

En el siguiente año, un par de cosas interesantes pasaron. Primero, mi novio y yo nos vimos desnudos. Mi madre no había llegado a casa aún y nos metimos a mi habitación. Comenzamos a hablar de lo que habíamos visto en clase de biología. Me empecé a sentir un poco extraña y ambos nos quitamos la ropa. Pude verlo todo de él y él vio todo de mi. Me causó muchísima curiosidad el cuerpo de los chicos, como es tan diferente al mío, como tiene otras cosas. Él también apreció mi cuerpo con mucho detenimiento. Nos vestimos con rapidez antes que llegara mi madre. Durante el año repetimos esto unas cinco o seis veces. Hubo una ocasión en la que nos acostamos en mi cama juntos en pelotas abrazándonos. No sabía que era lo que hacíamos pero ambos nos sentíamos muy extraños y recuerdo que el corazón se me quería salir de la garganta.
Mi mamá comenzó a verse con el vecino muy a menudo. Él venía a visitar con frecuencia e incluso cenaba con nosotros de vez en cuando.
Cumpleaños trece, pasa sin novedades. Mi madre me compró una memoria de expansión para mi computador, además de una palanca nueva, así que mi novio y yo ya podíamos hacer programas más complejos e interactivos. Con mis ahorros compré un libro para aprender a programar.

Usando dicho regalo y mi libro nuevo escribí mi primer juego, una copia de ese juego de comer galletas del que todo el mundo habla en televisión. Copié lo que pude basada en lo que veía. En mi ciudad no había un “arcade”. Ahorrando, mi novio compró su propio computador, el de la competencia. Tenía que conectarlo al televisor de la casa, lo cual le trajo muchos problemas con su familia. Igual opinaba que era buena idea que aprendiéramos de ambos aparatos. Copió mi juego y lo convirtió a las instrucciones que entendía el computador de él.
El club de estudiosos se convirtió en el club de computación. En la escuela comenzamos a recibir clases de uso de los computadores y mi grupo tenía las mejores notas de todo el colegio. En recompensa, nos daban acceso a los computadores de la escuela, manuales, discos flexibles, casetes con diferentes programas y libertad para hacer lo que quisiéramos una hora al día, sin supervisión adulta.
Otros dos chicos de nuestro club se enamoraron también, y protagonizaban larguísimas faenas de besos durante esa hora. Mi novio y yo de vez en cuando nos besábamos, pero siempre nos enfocábamos en jugar, programar o leer juntos.
Unas semanas antes de mi cumpleaños catorce, mi mamá me confesó que estaba saliendo con el vecino, como si fuera un gran misterio. El señor me parecía bastante amable y colaborador, ya se había divorciado hace dos años de su esposa y ahora estaba recuperando su vida, pues solo quedó con el automóvil y la casa. Me dijo que nunca me iba a pedir que le dijera padre, pero que esperaba que yo lo respetara.
Yo no iba a preocuparme por ello, pues al final de cuentas era la vida de mi mamá. El vacío que le había dejado mi padre no se iba a llenar fácilmente, pero al menos estaba buscando la felicidad. Sentía en mi corazón que ambas íbamos a olvidar paulatinamente a mi padre. Yo ya no pensaba en él muy a menudo, a pesar de todo lo que pasó. Para evitar olvidarlo, robé una de sus fotos del álbum y la guardé en mi habitación. Quería siempre recordarlo como era: amable, gentil y brillante.

Un día antes del cumpleaños número catorce, tuve cita con la doctora Maxwell. Se me encharcaron los ojos. Ella se iba a jubilar y por lo tanto, dejaría de ser mi psicóloga. Canceló mi receta de imipramina, aquella medicina de la noche; y me recomendó que era mejor que la dejara de tomar. Al fin de cuentas ya tenía muchos años de mejoría y ya no había sombra de aquellas imágenes mentales. La doctora nos recomendó un nuevo médico, el doctor Philas, un sicólogo renombrado que se había interesado particularmente en mi caso.
Yo estaba petrificada. Mi cumpleaños era mañana y la posibilidad de que dicha hada apareciera me causaba una gran ansiedad. El resto de la última cita fue un trabajo profundo con la doctora para calmar mis dudas, para asegurarme que estaba en control, que yo llevaba las riendas de mi mente.
Nos despedimos con mucha nostalgia, le agradecimos todo lo que hizo por mi y le deseamos lo mejor. Configuramos una cita con el doctor Philas para la próxima semana.

Se llegó mi cumpleaños. En esta ocasión fueron los chicos del club de computación que hicieron toda la organización. Consiguieron la torta, decoraron la sala de computadores con globos y serpentinas; y me regalaron cada uno un pequeño programa o juegos para mi computador. Mi novio me regaló unos pases para el parque de atracciones más cercano. Quería que fuéramos pronto.
Una vez regresé a casa, mi madre y su novio estaban esperándome. Habían preparado una cena bastante elegante. Mi madre me entregó aquel conjunto de escritura, el mismo que me había regalado mi padre años atrás. Mi madre lo había guardado todo este tiempo. Con ello entendí que ella no se había olvidado de él y que siempre lo llevaba en su corazón. Recibí de ella también una impresora para mi computador y una caja con hojas de papel.
El vecino me regaló otros juegos y una cajita con una llave. Me dijo que debía resolver el acertijo y al resolverlo y usar la llave, encontraría un tesoro.
Una vez terminamos de cenar, mi madre y su novio fueron a la sala a disfrutar de la televisión y yo me marché a mi habitación para instalar la impresora y probarla. Eran las nueve y veinte de la noche y ya me sentía agotada. Apagué todo, desconecté el computador y la impresora; y me lancé aún con la ropa puesta encima de la cama. Sentía que se me olvidaba algo muy importante, pero no le presté atención.
Faltando media hora minutos para las doce de la noche me desperté.
Sabía lo que estaba pasando. Sabía lo que iba a pasar. El hecho de no poder moverme era claro. Había olvidado tomarme la medicina.

—Hola hija, ¿te olvidaste de mi?
Moví mis ojos en un gran círculo. No podía ver el hada en ningún lugar. Era una voz en mi mente, era algo que no existía. ¡No existía! ¡Lo sabía! La doctora Maxwell nunca me mentiría.
—¡Y aún así aquí estoy! ¡Feliz cumpleaños!
—No eres real.
—Pues… ¡Si que lo soy!
Sentí como algo me tocó la punta de la nariz, exactamente como aquella hada lo había hecho hace unos años.
—No eres real, eres solo algo que mi mente ha inventado.
—¿Oh, si? ¿Así que te comiste entero lo que aquellos loqueros te dicen?
—¡No hables así de la doctora Maxwell!
Se carcajeó.
—Yo hablo de cualquier humano como se me plazca.
Sentí como se posiciono cerca de mi nariz. Pude sentir su aleteo e inhalar su aroma. Ahora si pude reconocer el olor. Era el olor al prado recién podado, mezclado con tierra húmeda, al olor de una roca que ha estado tostándose en el sol por horas, el olor del tronco de un árbol, de una hoja de limoncillo que uno ha pisado mientras camina por un bosque.
—¿Y bueno, cumpleañera, vas a pedir un deseo? La vez anterior estabas intoxicada, la anterior a esa también. La anterior a esa te conté una historia fabulosa, acerca de mi mundo, pero estabas envenenada también.
Tuve una gran idea.
—¡Deseo que…
—No, no, no, no. Lo siento, hija, pero ese deseo es total e irrevocablemente imposible.
—¿Cómo diantres?

Sentí como mi corazón se iba a salir de mi pecho. Intenté moverme. Quería agarrar a este ser y aplastarlo con todas mis fuerzas, destruirlo, degollarlo, arrancarle las alas y partirlas en mil hojas. Mis ojos se llenaron de lágrimas y mi mandíbula se apretó fuertemente. El bicho comenzó a burlarse con fuerza, al punto que dejaba de ser una voz humana y se convertía en la voz de una bestia.
—No puedo creer que pudieras creer que eso estaba permitido. ¡No puedes desear que yo desaparezca totalmente! Eso crea una paradoja, porque yo soy quien al fin te va a conceder el mismo deseo. Así mismo, todas esas ideitas de lastimarme no serán posibles, hija. Yo poseo tu cuerpo en este momento y solo hasta cuando yo desaparezca es que te podrás mover. No has aprendido nada en todos estos años, ¿eh?
Las lágrimas no dejaban de fluir. Respiré profundo e intenté gritar. De mi boca solo salió un hálito.
—No después de la última vez, no te permitiré gritar. Nosotras también aprendemos de ustedes.
Las memorias regresaron. Noté que el bicho ya no brillaba y me era imposible ver algún destello que este emitiera, o algún polvillo que cayera, como años atrás.
—Me has dejado esperando siete años por saber tu deseo y este año es el año. Así que a ver, ¡desea!
—¿Por qué me sigues presionando para hacer esto? ¿Qué ganas tú concediéndome este deseo?
El hada volvió a reírse como una bestia poseída.
—¿Yo? Yo no gano nada. Es solo que mis hermanas y yo necesitamos un nuevo dios.
Su elección de palabras me preocupó. ¿Qué estaba diciendo?
—Ustedes humanos, con sus grandes cerebros, su inteligencia desbordada, su inmenso potencial, pero sus pobres y efímeras vidas. Todos los días mueren humanos, ayer murió tu padre, mañana tu madre y millones de otros humanos más.
Volví a llorar. Hablé con mis dientes apretados.
—¡No le harás nada a mi madre!
De nuevo la risotada.
—Oh, para nada hija, no tocaré ni un cabello de tu madre. De hecho no me es permitido. ¡Ves, es algo equitativo! Así como ninguno de tus perniciosos deseos pueden ser cumplidos, yo no puedo hacerle daño a nadie.
Pensé unos segundos. Debía haber alguna forma.

—Dices que necesitas un nuevo dios. ¿Yo que tengo que ver con ello?
—Pues, te lo diré porque me caes bien, pero necesitamos… Digamos, un nuevo dios. Pedirás tu deseo, se te cumplirá y cuando cumplas quince años te convertirás en nuestro nuevo dios. Esas son las reglas.
Nada de esto tenía sentido. Su voz se tornó tranquila pero ligeramente manipuladora.
—Se que nada de lo que digo tiene sentido para ti. Al final de cuentas, eres humana.

El ser se posó encima de mi pecho. Dejé de sentir el viento que batía con sus alas.
—Nuestro dios anterior falleció hace siete años. Era un chico, igual que tú. Necesitamos un dios, alguien que construya nuestro mundo, que le de vida con la energía de su imaginación. Si no tenemos un dios, nuestro mundo se va desvaneciendo con el tiempo y perdemos nuestra magia, envejecemos.
Era deprimente creer que necesitaban a alguien vivo para mantener su vida.
—Así que, una vez nuestro dios muere, nosotras debemos salir al mundo de los humanos para buscar posibles dioses. Sin embargo, por si fuera poco, solo podemos presentarnos al frente de ellos el día de su cumpleaños. ¿Quién nos creó así? No lo sabemos.
—¿Y por qué yo, entonces?
El ser se quedó en silencio un momento.
—Dos razones. Primero, naciste el mismo día que nuestro dios anterior murió. Segundo, de todos los niños del mundo humano que nacieron este día eres de los pocos que tienen el potencial imaginativo y creativo para crear y reconstruir nuestro mundo, de darnos vida. Desafortunadamente, contándome yo misma solo quedamos cinco hermanas. Hace siglos eramos millones de seres. Pero la humanidad dejó de creer en nosotros. Su imaginación quedó pegada de la radio y la televisión, enredada entre lianas de ciencia.
No parecía mentir. De hecho, noté que nunca en todos estos años me mintió. Pecó por no aclararme las dudas, pero nunca me dijo una mentira.
—¿Y tiene que ser un niño? ¿Por qué hasta los quince años?
—No lo sé, es algo que ha sido así por siglos.
Aún no tenía sentido. Quien fuera el que había inventado este macabro juego por tantas generaciones, era un terrible creador.

—¿Alguna vez viste un libro antiguo? ¿Un cuento antiguo?
—Si, cuando era más niña.
—¿Tu crees que esas personas inventaron la existencia de nosotras?
—Pues, eso es lo que siempre me dijeron mis padres y profesores.
—Exacto, porque los humanos siempre buscan respuestas y cuando nada les satisface, prefieren no creer.
—¿Y por qué la medicina que tomaba hacía que no te pudiera ver?
—Por que te dormía tan fuertemente que me era imposible despertarte. Vine, como todos los años, pero no pude despertarte con nada. Era como un veneno.
Me puse a pensar. Estas criaturas nos llamaban seres efímeros. Desafortunadamente sus propias vidas eran aún más efímeras.
—¿Y si no deseo nada hoy como los años pasados?
—Nada pasará para ti. Pero probablemente yo muera. Mi energía se acaba. Aposté mi vida en ti. Mis otras hermanas tampoco han tenido suerte con sus ahijados. Es muy complicado cuando solo puedes salir una vez al año a buscar humanos. Cuando eramos muchas, era más fácil, pero ahora es un caso perdido.
Sentí un poco de tristeza. Era cierto que esta criatura me había manipulado en el pasado y había hecho de mi vida un desastre indirectamente, pero el hecho que tuviera que recurrir a estos medios para lograrlo me parecía paradójico.
—Es el único medio que tenemos. Ojalá hubiera una mejor forma de hacerlo, pero con cada generación de humanos se nos vuelve más imposible.
—Si pido un deseo ya, ¿qué ocurrirá conmigo?
—Tu deseo se cumple, así de fácil. Tendrás el próximo año para disfrutar de tu deseo. Exactamente en un año, volveré contigo y te llevaré al mundo de nosotras. Tu cuerpo quedará acá. Morirás para el mundo humano. Pero vivirás en nuestro mundo, nos darás vida, podrás crear un mundo donde el único límite es lo que imagines.

Tomé mi decisión.
—Está bien. Pediré mi único deseo.
La criatura echó a volar de nuevo.
—¿Qué deseas?
—¡Deseo que mi próximo cumpleaños sea mañana!
El hada dejó de batir sus alas y cayó encima mío. Su voz me parecía condescendiente.
—Creo que fui muy clara una vez pasada cuando te dije que no podemos controlar el tiempo.
—No estoy pidiendo que corras el tiempo. Estoy pidiendo que hagas que mi nueva fecha de cumpleaños sea mañana.
Sentí como el ser caminó entre mis pechos hacia mi cara.
—¿Estás renunciando a un año de tu vida, entiendes?
—Si, así es.
—Angela, nosotras usualmente no hacemos esto, pero ¿estás segura? Solo vas a tener un día más de vida en el mundo humano.
—Si, eso es lo que quiero.
Sentí sus dudas. Aún así, el hada madrina se levantó en vuelo, musitó unas palabras en no se que idioma era y comenzó a brillar con intensidad. Por fin después de tantos años pude ver su forma. Sus alas estaban rotas, su cuerpo delgado, lánguido y lleno de heridas. Su cara estaba llena de extrañas sombras, demostrando el cansancio de su existencia. Revoloteaba con dificultad, levantando sus delgados brazos hacia el cielo.
—Hija, no sé que te ha llevado a desear esto, pero que así sea. Hasta mañana.
El hada dijo esto y caí en un profundo sueño. Intenté musitar algo pero no pude. Lo último que pude recordar fue el reloj de mi abuelo en la cocina marcar las doce como todos los días. Esa noche no soñé nada.

Al siguiente día era el fin de semana. Me observé en un espejo. Mi cabello había crecido de la nada, mi cuerpo estaba más alto, más contorneado, mis senos habían crecido. Había crecido lo de un año en una noche. Bajé donde mi madre, quien me miró extrañada. ¿Qué había pasado conmigo? Me iba a llevar de nuevo al hospital, pero le dije que no era importante y que no quería perder el día encerrada en el hospital.
Le pedí que pasáramos el día juntas. Ella aceptó, aunque seguía un poco incrédula y preocupada. ¿Cómo había su hija crecido tanto en un solo día? Lo repetía una y otra vez.
Llamé a mi novio, le pedí que fuéramos hoy al parque de diversiones. Aceptó, aunque su tono de voz me sonó extraño. Cuando él llegó a mi casa notó las diferencias inmediatamente. Justo nos habíamos visto hace unas horas, así que sus memorias estaban frescas. No podía dejar de mirarme el pecho. Yo hoy medía unos centímetros más que él, a pesar que hasta ayer medíamos más o menos lo mismo.
Mi madre encendió el automóvil. Fuimos los tres juntos y nos divertimos como si no hubiera un mañana. Mi madre no quiso montarse en todas las atracciones, especialmente las más emocionantes, supuestamente “por su edad”. Mi novio y yo si las disfrutamos, en repetidas ocasiones. Comimos toda la comida basura que pudimos.
A la hora de regresarnos, le pedí a mi madre que me dejara en la casa de mi novio, yo me regresaría después. Sabía que sus padres no iban a estar allí. Me entregué a él. Fue increíblemente doloroso, pero muy hacia el final se tornó placentero. Una vez se llegó la hora de regresar, le di un beso y me despedí de él. Decidí que no iba a llorar y que en realidad esto solo sería un “hasta luego”.

Una vez regresé a casa, aun con mis entrañas adoloridas, mi madre me esperaba. Me abrazó fuertemente, me besó la frente y las mejillas. No me quería soltar. Pasamos así las últimas horas de mi vida, sentadas en el sofá, abrazándonos la una a la otra. Pareciera como si mi madre ya temía lo que iba a pasar. A eso de las once y media de la noche, mi madre se quedó dormida. La dejé en el sofá, le puse una frazada encima, le di un beso en la frente y fui a mi habitación.
Saqué el conjunto de caligrafía que mi padre me regaló hace años, lo abrí, comprobé que aún funcionaba la pluma y escribí un corto mensaje en una tarjeta con un motivo floral muy bonito, intentando hacer mi mejor letra. Una vez terminé, me recosté en la cama y cerré los ojos. Respiré profundo. Cuando el reloj de mi abuelo sonó, sentí como caía en el sueño más profundo que había tenido toda mi vida. Sentí como flotaba fuera de mi cuerpo, como mi cuerpo se veía pacífico y quieto, y de repente, la oscuridad.

Así es como llegué acá. No se cuantos años llevo en este mar de oscuridad, trabajando para el mundo de las hadas, pero tu presencia acá significa que mi tiempo ha terminado. No sé si desperdicié mi único deseo, no sé si lo que hice fue correcto. Quizá todo fue un error. Quizá no debí haber deseado nada. Pero el mundo gira y así fue como todo ocurrió.
¿Qué es lo que debes hacer como el nuevo dios de las hadas? No lo sé, nunca entendí y nunca me explicaron. Quizás solamente existir por un tiempo flotando. No tendrás mucho que hacer, de eso estoy segura.
Pero ahora me pregunto, tú, ¿en qué gastaste tu único deseo?

«Más rápido que un pestañeo» (parte 1)

Este día me levanté con más resaca de lo normal.
Han pasado ya tres meses desde la última investigación que he hecho, y aunque mi nombre está aún en la nómina del Ministerio, esta pasividad me tiene a punto de perder la cabeza.
Me levanté de mi sofá, aún con la ropa puesta, esquivando las latas, cajas de comida y botellas regadas por mi sala. Me desvestí dejando mis prendas regadas por el piso mientras caminaba hacia la habitación. Si me muriera sabrían exactamente dónde encontrar el cadáver.
Miré la cama, aún bien limpia y tendida. Ya hace varios meses que no uso mi habitación para dormir. No desde que ella se fue.
Me metí en el baño. ¿Qué hora era? Por la posición de los rayos de sol que quemaban las cortinas de mi habitación podrían ser las diez u once de la mañana.

—¡Rouben!—, grité a las paredes.
—¿Me llamaste, Saundra?
—¿Algún mensaje?
—No, ningún mensaje.
—¿Qué hora es?
—Son las diez y cuarenta y dos de la mañana. Hoy está haciendo bonito día, pero el pH de la atmósfera estará un poco fuerte.
—Gracias, Rouben.
—¿Vas a tomar una ducha o ajusto la temperatura de la tina?
Lo pensé bien. Hoy con seguridad no tendré nada que hacer.
—Prende la tina.
—Entendido.

Me senté al borde de la cama, el tacto de las sábanas recorrió mi piel. Sobre, o bajo, estas mismas sábanas pasamos muchos bonitos momentos. Cerré mis ojos y la recordé. Sentí su calor, su tacto, sus besos y como ella sabía exactamente que hacer para extasiarme, aunque dentro de mi siguiera existiendo un vacío que ella no pudo llenar.
—La tina está lista, Saundra.
—Gracias.
—¿Música?
—Ponme bossa nova.
—¿La misma playlist?
—La misma.

Rouben es mi asistente inteligente. Es un “regalo” del Ministerio y no es algo que todos posean. Todo en mi casa, en mi teléfono y en mi oficina está conectado a él. Él ve por mis ojos y algunos implantes que tengo en mi cuerpo. A veces siento que intrusa un poco en mis asuntos, pero ya me acostumbré y le hice saber cuales eran sus límites. Desde que comencé a trabajar en el Ministerio hace cinco años me obligaron a usarlo, pero ahora es tan conveniente que no pienso volver hacia atrás.
Me sumergí en la tina, mientras sonaba de fondo un saxofón emocionado. El agua estaba perfectamente calculada, ni mucha ni poca, un poquito caliente, perfecta para estar unos buenos minutos sumergida. Cerré mis ojos y medité.

Estudié diez años de mi vida en los cuarteles generales de la Central Republicana de Investigación. Me quemé las pestañas aprendiendo perfiles criminales, modos de operación criminal e inquisición de testigos. Cuando me gradué, debido a mi excelencia, me encargaron al departamento de investigación de la capital y junto con mis compañeros, resolví unos trescientos casos, incluso diez u once que estaban congelados.
De repente, diez años después, me llamaron del Ministerio y me obligaron a trasladarme a esta ciudad de mierda. Hace dos años que llevo viviendo acá y por más que lo intento no logro acostumbrarme. La lluvia ácida no se detiene jamás y los días soleados como estos son más bien extraños. La gente anda llena de ira en la calle y los cortes de energía por sectores son frecuentes. Tener un automóvil es inútil porque no hay por donde transitar. De hecho, mi carro debe estar ya vandalizado en el parqueadero, al cual no sería buena idea ir porque es un riesgo y me obligaría a andar con mi arma de fuego.

Desde que me mudé acá mi vida no ha sido si no una cadena de miseria detrás de problemas. Varios meses después de llegar acá, conseguí una novia, Alexa. Decir que fue el primer verdadero amor de mi vida no es suficiente. Nos la llevábamos muy bien siempre y ella era simplemente perfecta para mi. Sin embargo todo cambió entre las dos el día de mi accidente hace unos meses.

—Saundra…
Salté del susto. Estaba profundamente concentrada en la música y en mis cavilaciones.
—Disculpa molestarte, pero hay alguien a la puerta.
—¿Quién es?
—Es un sujeto con identidad cifrada. Posiblemente sea de parte del Ministerio.
Desde mi baño pude escuchar el golpeteo del sujeto en la puerta. Rouben transmitió la imagen de la puerta a un monitor en mi baño. La cara del sujeto estaba claramente distorsionada por la identidad cifrada.
—Agente Hoellingberg. Tengo correspondencia oficial. Abra por favor.
¿Correspondencia? ¿Por qué no la enviaron por Rouben?
—Rouben, ¿qué sabes tu de esto?
—No tengo registros de esto. Posiblemente sean datos cifrados.
Suspiré con fuerza.
—Dile al sujeto que ya voy.
—Entendido.

Salí de la tina, me puse una bata de baño encima y avancé descalza hasta la puerta. Una vez llegué a la puerta, Rouben removió todos los cerrojos menos uno y bajó el volumen de la música. Revisé la pantalla del otro lado. La cara del sujeto seguía cifrada.
—¿Quién es?
—Vengo del Ministerio. Tiene una correspondencia oficial que lleva tres días en su escritorio. No ha vuelto a aparecer en la oficina y…
—¿Para que voy a ir a la oficina si me tienen como pieza de adorno allí?
El tipo recitó la misma frase que he escuchado en los últimos meses.
—Si tiene alguna queja, puede ir a…
—Si, por supuesto. Identificación a la mirilla por favor.
El sujeto me mostró su identificación y su placa. Parecía en orden.
—Confirmado en la base de datos, esta persona es un agente auxiliar del Ministerio. Es seguro abrir la puerta.
Removí a mano el último cerrojo y abrí la puerta.

El tipo tenía alrededor de treinta años. Contextura delgada, ojos azul claro, cejas despobladas, más bien retocadas; cabello corto castaño. Tenía una pequeña cortada en la barbilla, probablemente ocasionada al afeitarse. Vestía traje azul oscuro, camisa blanca, zapatos ligeramente desgastados de color negro. La corbata estaba ligeramente desajustada. Cicatriz en el lóbulo de la oreja izquierdo, probablemente de una modificación corporal en la juventud. Dientes un poco amarillos, posiblemente consumidor de café o fumador empedernido. No lo reconocía. Probablemente un novato. Se le notaba ligeramente angustiado, aunque no paraba de verme el pecho y las piernas. Simulaba no observarme, pero titubeaba con su mirada frecuentemente, fijándose en el lugar en donde se cerraba la bata.
—Esta es la correspondencia.
—Gracias.
—Agente…
Su voz se le notaba extrañamente nerviosa, temblorosa. Pude notar que los poros de su frente se abrían. Llevaba puesta una fragancia un poco barata y bastante agria. Pude detectar un dejo de cigarrillo.
—¿Dígame?
—No sería mala idea que se asomara de vez en cuando a la oficina.
Su voz se quebró un poco.
—Ya ve… hay personas allí que la extrañamos y que…
Su sudor comenzaba a salir. Con su olor pude teorizar que al sujeto probablemente le gustaba mucho la cebolla y el ajo.
—Sería bueno que fuera.
—Lo pensaré. Gracias agente.

Me giré para cerrar la puerta, observando la línea de vista del agente con el rabillo del ojo. Claramente miró mis nalgas. La cerré de un golpe, activando uno de los cerrojos. Rouben activó todos los demás. Esta es otra de las razones por las cuales no quisiera regresar a la oficina. Son como jóvenes puberales, malcriados y con las hormonas alborotadas. No pueden oler una mujer porque se les suben los calores.

Observé el sobre. Estaba debidamente cerrado y no marcado. Siempre se me hizo extraño que el Ministerio enviara esta documentación todavía en papel. La única forma de abrirlo era rasgándolo. Así se aseguraban que nadie lo hubiera abierto previamente. Como siempre, era un mensaje cifrado, una serie larga de letras y números sin lógica aparente. A vista de cualquier otra persona, hubiera parecido que la impresora no tuvo un buen día hoy. Me senté en el sofá, cerré los ojos y me concentré. La rutina de descifrado estaba guardada en mi mente, gracias a Rouben. Abrí los ojos de nuevo y allí estaba el mensaje.

 

GOBIERNO DE NUEVA SAJONIA
MINISTERIO DE ASUNTOS INTERIORES
MEDICINA CRIMINAL

CONFIDENCIAL/3-THRONE

7 DE ABRIL DE 2.145

INVESTIGACIÓN DE LA DESAPARICIÓN DEL DR. IBRAHIM ASSAUD. ACCESO NO RESTRINGIDO HASTA EL NIVEL 3. INFORMACIÓN ADICIONAL DESCARGADA A ROUBEN.

 

Fin del mensaje. Un poco críptico, si, pero siempre ha sido así. Rasgué el papel y metí los pedacitos en una de las botellas que me rodeaban.

—Rouben. Archivos.
—Validando.
Mientras Rouben descargaba y descifraba los archivos del caso fui al baño, abrí el tapón de la tina, vaciando el agua. Dejé caer la bata al suelo, tomé una toalla y me sequé el cuerpo con rapidez. Me dirigí al armario y saqué un conjunto de interiores sencillos, una camisa azul de manga corta y unos pantalones negros de ejercicio. Me asomé hacia afuera de la habitación y vi el reguero de cosas que había dejado. Me dio un poco de pena conmigo misma. Ya espero el chisme que se armará en la oficina cuando este novato les cuente lo que vio en mi apartamento, de que color y estilo eran mis bragas y sostenes, las marcas de vino y cerveza de las botellas desperdigadas por el piso. Ya espero varios “regalos” de hombres desesperados en mi escritorio. En fin, en algún punto tendré que organizar y limpiar.

—Saundra, ya tengo todo. Lo he descargado todo en una nota.
—Adelante.

La nota describía el caso. Doctor Ibrahim Assaud. Nacido en Dulya, Harim Hosan. Inmigró a N.S. a los seis años. Cabello cano y corto, un poco escaso en la coronilla, piel ligeramente morena, arrugas notorias en la cara, especialmente la frente; cicatriz profunda en la ceja izquierda, un metro y sesenta de altura, un poco jorobado. Con un muñón en el dedo anular de la mano izquierda. Camina con un cierto cojeo de la pierna izquierda. Referencia de esto, sufrió un accidente en un laboratorio que le afectó todo el lado izquierdo del cuerpo. Setenta y siete años de edad. Investigador jefe de la Academia Neosajona de Ciencias. Especializado en óptica. La última investigación que llevaba trata de transportación inalámbrica de partículas elementales. Contratado por la Academia para continuar su investigación y uso comercial de su tecnología. Sujeto con acceso nivel 1-Seraphim. Oficina principal, Academia Neosajona de Ciencias Edificio Gamma. Laboratorios anexos, Edificios Alpha y Upsilon. Visto por última vez ingresando al laboratorio en Upsilon. Se registró en el sistema por el día. Automóvil aparcado en su apartamento. Sin hijos, sin parientes, sin pareja. Posibles enemigos, algunos científicos que se consideran competencia. Posibles enemigos a nivel estado, Unión Djvorika y Harim Hosan.

Así que básicamente este tipo se esfumó en el aire. Entró al edificio Upsilon y no volvió a salir y su automóvil está aún en su apartamento.

—¡Rouben!
—¿Si, Saundra?
—Pídeme un automóvil y un permiso de investigación para el apartamento del Dr. Assaud.
—Procesando.
Caminé hasta el lugar dónde había tirado mi abrigo cuando me desnudé unos minutos antes. Extraje de un bolsillo de este la identificación y la placa de investigadora. Miré alrededor para buscar mi arma. No estaba en ningún lugar. ¿Había llegado yo tan ebria anoche?
Regresé a mi habitación y saqué una arma de repuesto de la caja fuerte, además de un cortavientos deportivo de color violeta. Verifiqué que el arma estuviera cargada y me la colgué de una funda debajo del cortavientos. Me senté en el borde de la cama y me calcé unos zapatos deportivos. Mi atuendo iba en contra de la normativa del Ministerio, pero opiné que era mejor ir disfrazada de civil.

—¿Rouben, cómo va lo que te pedí?
—El permiso está en trámite. Pensé que sería mejor solicitar el automóvil hasta después de…
—No, te ordené que pidieras el automóvil. Pídelo sin esperar.
—Pero si el permiso no es aprob…
—No, te ordené que pidieras el automóvil.
—Si, Saundra.
A veces Rouben impone ciertos “pensamientos inteligentes”, que van contra la forma en la cual trabajo. Sé que de mi apartamento hasta el del doctor, a esta hora de un jueves, demoraré unas dos horas. Para cuando haya llegado allá, el permiso estará listo.
Me hice una cola en el pelo y me miré rápidamente en el espejo del baño. Se veían unas sombrías ojeras y algunas arrugas en los bordes de mis ojos. Me los friccioné suavemente y después me cepillé los dientes. Justo cuando terminé, Rouben me interrumpió.

—El automóvil llegará en cinco minutos. Te sugiero que bajes ya.
—Entendido. Gracias.
Vivo en un piso ciento setenta y cuatro. Dicen que el siglo pasado, los edificios normalmente no tenían más de cien pisos. ¿Y dónde vivía el resto de la humanidad? Me dirigí a la puerta, Rouben desbloqueó los cerrojos, y salí al pasillo. En un par de minutos ingresé al ascensor, llegué al vestíbulo y salí a esperar el automóvil.

Un minuto después este aparcaba al frente de mi edificio. La puerta se abrió e ingresé en él.
—Bienvenida, agente S.H.
—Gracias. Voy en asuntos oficiales.
El automóvil era completamente automático. No había volantes, no había controles de ningún tipo, solo cuatro cómodos asientos que se miraban de frente, como la parte de atrás de una limusina. A diferencia del cacharro que tengo en el parqueadero, este es un lujo.
—Recibido destino por parte de Rouben. En camino.

Hace varias décadas se habló de automóviles voladores, incluso comenzaron a construir guías para las vías aéreas. Sin embargo, los humanos seguimos siendo torpes y la cantidad de accidentes que ocurrieron en las primeras fases fue muy alta. Debido a ello se prohibió el uso y venta de automóviles voladores. Ahora con la nueva tecnología de inteligencia artificial, ha vuelto el concepto del automóvil volador, pero esta vez controlado por IA. Todavía hay muchos detractores, como todo en la vida. Sin embargo, prefiero cualquier cosa que mejore la situación que esperar a quedarme estancada en el tráfico.

—Llegaremos en una hora y cuarenta y siete minutos.
—Gracias.

Cerré mis ojos. Seguí revisando mentalmente la información del caso. Había mucha información a la que no podía acceder, especialmente detalles acerca de la investigación del doctor, resultados y la razón del interés del Gobierno detrás de esto. Sobre los posibles motivos de su desaparición había secuestro, espionaje internacional, envidia entre científicos o defección a otro país.

—Saundra. Saundra, despierta, estamos a punto de llegar.
Abrí mis ojos de golpe. Mi visión estaba todavía rodeada de un halo. Pestañeé varias veces. Seguramente me quedé dormida leyendo la información del caso. La adrenalina de volver a hacer trabajo de campo ya se había vaciado de mi cuerpo y el sopor etílico regresaba. Respiré profundamente mientras me masajeaba con los dedos los párpados. El panorama era bastante diferente en este lugar. Era un barrio bastante retirado del centro de la ciudad, los edificios aquí no superaban los veinte pisos y el tráfico era inexistente. Dos minutos después el automóvil se detuvo. Me bajé despacio. Una vez la puerta se cerró, el automóvil se aparcó solo en un lugar cercano.
Edificio Helmstone. Dieciocho pisos.

—Rouben. ¿La autorización?
—No ha llegado aún. Hay mucha cinta roja detrás de ello.
—Llama a Pollux. Pídele que acelere el proceso.
—Ya lo hice. Respondió que, y cito, no puedes pedirle favores cada vez que se te antoja.

Fitch Pollux. Mi estúpido jefe, la cabeza del departamento de investigación especial del Ministerio de Asuntos Interiores. Al tipo lo hemos agarrado más de una vez pajeándose en su oficina viendo quien sabe que cosas ilegales. Es una inútil estatua al que le debemos cierta pleitesía, y cuando algo sale mal, siempre apunta a cualquier dirección.
Decidí llamarlo directamente.

—Ese Hache, ¿cómo estás? ¡Qué bueno verte de pie y ganándote la vida!
—No es mi culpa, Pollux. Ustedes fueron los que me dejaron tres meses haciendo nada.
—Pero claro, ¿cómo le voy a encargar trabajo a alguien de la que ni siquiera recuerdo la cara? Otras cosas, si recuerdo minuciosamente.
—Eres una basura, Pollux. Esto es denunciable, ¿lo sabes?
—Perdón, perdón. Ya sé que me vas a pedir.
—¿Y entonces?
—Alguien de más arriba pidió específicamente que estuvieras metida en este caso. El sobre estuvo tres días encima de tu escritorio.
—¿Y si sabías que me esperaba esto, por qué no me llamaste?
—No puedo controlar todo el departamento, es imposible con tantos efectivos en la calle. Tengo más de cuatrocientos casos que debo redirigir.
—¿Y entonces?
—No puedo, Ese Hache, no puedo. ¿Qué motivos tienes para ir a su apartamento?
—El último lugar que visitó fue un edificio de la Academia de Ciencias. Aparentemente no salió del lugar y ya lo han buscado en el interior. Lo más seguro es que antes de llegar allá salió de su apartamento. Necesito recabar información, porque hay mucha cinta negra. No hay registros visuales de su recorrido o como llegó a ese edificio.

Tomó un par de segundos para responder.
—Preguntaré y veré que puedo hacer. Por lo pronto, investiga como tu cosa.
—¿Permiso de director?
—No, investiga como si fuera tu cosa. No menees la placa a diestra y siniestra.
—Cambio y fuera.
—Ese Hache… No…
Finalicé la llamada.

Me acerqué a la entrada del edificio. La puerta automática se abrió. No había una recepción, pero más bien unas puertas de vidrio reforzado, casilleros de correo y una terminal para llamar directamente a los apartamentos. El suelo era algo parecido al mármol y el techo era de yeso pintado con un resane blanco acabado brillante. Observé los botones. Algunos más gastados, otros en mejor estado. El del apartamento 1203 que pertenecía al doctor parecía más brillante que los demás, quizá por falta de uso. Me cubrí el dedo con el cortavientos y presioné el botón. Un timbre sencillo se escuchó. Cinco segundos después volví a presionarlo.
Observé todos los botones. Había uno que tenía la letra C. Lo presioné de la misma manera. Dos segundos después me contestó una voz masculina ronca y golpeada, rondando los sesenta a setenta años de edad.

—¿Qué necesita?
Preparé la voz más sencilla y amable que pude.
—Hola, soy Adele Beatrice. Estoy buscando al doctor Assaud. Me dijeron que esta es su dirección, pero no contesta al timbre.
El señor se quedó pensando un momento.
—¿Qué apartamento?
—Doce cero tres.
El tipo se tomó un tiempo para contestar. Seguramente me podía ver desde su lado.
—No he visto el habitante de este apartamento en varios días. Hasta luego.
—Espere, espere. ¿Recuerda cuándo fue la última vez que lo vio? Yo soy una compañera de dónde trabaja y necesito entregarle algo urgente.
De nuevo un tiempo de espera.
—No, no recuerdo. De hecho, en ese apartamento no vive un señor Ibrahim. No la puedo ayudar. Por favor retírese.
Él mismo cayó en su propia trampa.
—Espere, ¿cómo sabe que el doctor Assaud se llama Ibrahim?
Sentía como su voz titubeaba un poco.
—¿Pues quién no lo conoce? Es uno de los científicos más famosos del mundo.
Ciertamente, el tipo tenía la razón. A Assaud lo conocen como el padre de las modificaciones corporales para recuperar la visión. La tecnología que él diseñó es usada por casi todos los que nacieron con dificultades visuales.

—Saundra, permiso obtenido.
Respiré profundo. Metí mi mano en el bolsillo del pantalón deportivo y saqué mi placa. No sabía dónde estaba la cámara que estaba este sujeto mirando así que la ondeé en varias direcciones.
—Esta es la agente Hoellingberg de Asuntos Interiores. Tengo un permiso para investigar el apartamento 1203, donde habita el Dr. Ibrahim Assaud.
—Momento, momento. ¿Qué pasa?
—Le ordeno que me dé acceso al apartamento. Tengo el permiso acá. Si no me da acceso en sesenta segundos, lo tomaré en desacato de una orden oficial.
Su tono de voz cambió súbitamente. La pereza que exudaba se convirtió en adrenalina.
—Si, si, ya subo, ya subo. Calma.

Metí la mano en la funda debajo de mi cortavientos y agarré fuertemente mi arma.
Detrás del vidrio de acceso, surgió un tipo canoso, piel blanca, arrugas notables en la frente, las orejas y los pómulos. Ojeras considerables. Alrededor de setenta u ochenta años. Vestía un traje enterizo de color marrón, manchado con grasa o polvo oscuro en la parte del frente. Tenia varios bolsillos, algunos rellenos hasta casi reventar.

—Soy el conserje de este edificio, Mark Buster. ¿Puedo ver la identificación?
—Claro que si.
Se la enseñé desde el otro lado de la puerta de vidrio. Tenía los dientes torcidos, aunque de un color normal, la cara arrugada pero bien afeitada. La piel había perdido la lozanía y se formaba una papada, aunque no era especialmente gordo.
—¿Y el permiso?
—Rouben.
De mi oreja izquierda surgió un haz de luz que proyectó en una pared del otro lado del vidrio el contenido del permiso. Yo no había leído el permiso aún, pero confié que mencionara suficientes detalles para que esta persona me diera acceso.
El tipo se acercó a la pared dónde se proyectó y leyó minuciosamente el contenido. Se giro hacia mi.

—Sígame.
La puerta se abrió al frente de mí. Mantuve mi mano en la funda.
—Agente Hoellingberg, estoy desarmado.
—Prefiero estar segura.
—Agente, tengo setenta y ocho años. El mayor crimen que podría hacer es olvidar el cumpleaños de mi esposa o robarme un paquete de fritos de la tienda.
—Prefiero estar segura.
—Está bien.

El tipo se dio media vuelta e ingresó en el edificio. Del otro lado de la puerta, el piso era bastante brillante y estaba bien iluminado. El pasillo finalizaba en dos elevadores. El tipo activó manualmente uno de los elevadores, que se abrió de par en par. Me hizo una venia para que entrara. Yo le rechacé el gesto y le indiqué que entrara primero. Entró y activó el piso doce. Entré.

—No he visto al doctor en seis días aproximadamente, desde el viernes de la semana pasada.
—Entiendo.
—Ese día terminé mi turno y me fui a descansar. Mi reemplazo quizá si lo haya visto. Lo llamaré.
—Le agradezco, señor Buster.

El ascensor se detuvo en el piso destino. La puerta se abrió y el señor se bajó. Lo seguí detrás. Continuó directo por el pasillo, hasta una puerta a la izquierda. Estaba claramente señalizada. El tipo sacó una tarjeta de acceso, y puso luego otra encima.
—Ponga su identificación encima por favor.
La puse y la puerta se desbloqueó.
—Espero que no le moleste que espere aquí afuera.
—Para nada.
El señor retrocedió y se apoyó en la pared del frente. Tomé mi pistola, la desenfundé y la mantuve a la altura de mi pecho. Abrí la puerta despacio, apuntando hacia adentro. Entré rápidamente, cerrando la puerta a mis espaldas. Nunca en mis doce años de experiencia había visto una escena como esta.

—¡Rouben!
—¿Si, Saundra?
—Captura todo esto.
—Entendido.

La sala del apartamento estaba vacía, a exceptuar una silla mecedora y dos mesas. No había un comedor. El espacio estaba impoluto, los suelos y las molduras estaban limpias. Me adentré un poco más. Hacia la derecha había un pasillo que abría a unas habitaciones. La cocina estaba vacía, no habían platos, no había refrigerador. Parecía que no hubiera sido usada nunca. Las paredes de todo este espacio eran de color azul marino, el techo era blanco, el suelo era de un vinilo parecido a la madera. Todo parecía supremamente artificial, como uno de esos juegos de realidad virtual. Estaba todo limpio hasta el extremo.

—¿Hay alguien aquí? Soy la agente Hoellingberg de Asuntos Interiores. Estoy armada, así que preséntense con tranquilidad y las manos arriba.
El eco me respondió. Me dirigí a la silla. Era una silla mecedora como del siglo anterior, sólida y de madera, con cojines gruesos y abullonados pero con la tela en perfecto estado. Miré al suelo, no habían marcas de contacto o desgaste con la silla. Miré una de las mesas. Tenía una pila de papeles al parecer todos en blanco. Evité tocarla para no alterar la escena. Había un bolígrafo de color negro puesto encima de la pila. La otra mesa estaba incólume, solo con un par de rayas en la superficie, posiblemente del uso, pero no se notaban otros detalles.
Las ventanas de la sala estaban debidamente cerradas con un velo y una cortina gruesa que dejaban entrar un poco de luz al interior.

Repetí mi alerta de nuevo. No hubo respuesta.
Me dirigí a la cocina. Mi observación inicial era correcta, estaba sin usar. Abrí los gabinetes y cajones cubriéndome las yemas de los dedos con el cortavientos. El fogón estaba limpio, el espacio dónde debería estar el refrigerador estaba vacío. Las mesas estaban en perfecto estado, y las paredes no tenían ningún tipo de grima. El techo estaba perfecto.

Salí y caminé hacia el corredor. Todas las puertas a exceptuar una a la izquierda estaban entreabiertas. La primera puerta a la derecha contenía el baño. Y allí quizá el primer bastión de humanidad en este lugar. Un vaso transparente con un cepillo de dientes un poco usado pero limpio y una barra de dentífrico a medio usar. Algunos cabellos cortos de color cano en el lavabo. La ducha estaba perfectamente seca. Parecía no había sido usada en al menos un día. Dentro de la ducha, un jabón y un bote de champú, de marcas muy populares y económicas. Los vidrios de la ducha y espejo del lavabo estaban brillantes, al igual que las paredes y baldosas.

Salí del baño e ingresé en la habitación opuesta, cuya puerta estaba cerrada. La abrí con cuidado. Estaba completamente vacía, cortinas bloqueando un poco la luz. El suelo estaba limpio, al igual que las paredes. Un armario era el único contenido de la habitación. Lo abrí con cuidado, comprobando que estaba vacío en su interior.

Regresé al pasillo cerrando la puerta de la habitación detrás de mi e ingresé a la última habitación. Di dos pasos adentro y me detuve por instinto. La habitación continuaba hacia la derecha. Había una cama sencilla, debidamente tendida y organizada, sobre una base muy simple. Había un armario empotrado en la pared, una pequeña mesa con un computador portátil cerrado encima, varios cables conectados de este y a su lado izquierdo un espejo de pie.

Ingresé dando largos pasos, casi en la punta de los pies. Abrí el armario. Adentro había colgadas de ganchos ocho camisas color azul claro, todas iguales. Igualmente un grupo homogéneo de ocho pantalones color café claro. Sobre el suelo del armario yacían ocho pares de zapatos color negro, iguales unos con otros, perfectamente alineados. En uno de los cajones, ocho pares de medias largas color azul oscuro y doblados ocho calzoncillos color negro. Revisé las demás estanterías y cajones adentro y no encontré nada más. Revisé debajo de la cama, pero el suelo estaba inmaculado.
Revisé la mesa dónde estaba el computador, parecía que había sido recién comprado y en perfecto estado, como si fuera un objeto de adorno. Los cables conectados de este cruzaban el suelo y se conectaban a varias ranuras en la pared.
Me paré de frente al espejo de pie y mi cuerpo convulsionó. Grité por instinto.

—¡ROUBEN!
—¿Qué pasa, Saundra?
Era un espejo, pero no tenía mi reflejo. Tartamudeé mientras observaba este artefacto.
—Este… Este espejo… Yo… No estoy… ¡No me veo en el espejo!
Podía ver el reflejo de las paredes, de la cama, de las cortinas de dicha habitación. Pero yo no estaba allí. Si movía mi cabeza podía ver que el reflejo se movía acorde. Rouben se tomó un tiempo para responderme.
—No se a que te refieres, Saundra.
—¿Cómo no? Es obvio, no veo mi reflejo en el espejo. Veo todo lo demás, pero no mi reflejo.
Tenía miedo de pestañear y que esto fuera una ilusión. Mantuve mis ojos abiertos.
—Saundra, no detecto nada fuera de lo normal. Es un espejo común y corriente.
Di un paso hacia atrás, cerrando mis ojos. Me friccioné los párpados y tomé un respiro profundo. Unos segundos después volví a abrirlos. Allí estaba aquel espejo, mirándome. Excepto que yo no me podía ver en él.

—Rouben, ¿estás seguro?
—No detecto ninguna anormalidad en el espejo.
—¿Qué ves?
—A través de mis sensores detecto el reflejo de la habitación que te rodea y tu imagen también.
Acerqué mi cara al espejo. Definitivamente no aparecía mi imagen. Soplé para generar vaho en su superficie, causando que el vidrio se empañara. Pareciera que fuese otra habitación que se abría al otro lado del espejo. Pestañeé de nuevo en la misma posición. Cerré uno de mis ojos. Lo abrí y cerré el otro. No había ninguna anormalidad, excepto por el hecho que yo no estaba en el reflejo. Dudé si jamás en mi vida había tenido reflejo.

Salí corriendo de la habitación hacia el baño. Di la puerta casi a tirar y me observé en el espejo del lavabo. Allí si podía verme. Respiré bastante aliviada. ¿Qué demonios estaba ocurriendo en este lugar? Me toqué la frente, el flequillo del cabello en la frente, los pómulos. Eran reales y existían. ¿Qué pasaba con ese espejo de la habitación y por qué Rouben no detectaba ninguna anomalía?

Regresé a la habitación con un poco de temor. Me paré al frente del espejo. Aún no podía ver mi reflejo. ¿Era este un espejo especial? Recordé que el doctor es un especialista en óptica, ¿quizá había inventado algo así?
Cubriendo las yemas de mis dedos con el abrigo, abrí la pantalla de la computadora portátil. Esta se encendió en una pantalla negra con un sencillo mensaje de texto en blanco en la esquina que decía “Destino Configurado. Sistema Listo.” ¿Qué significaba este mensaje? Presioné algunas de las teclas con mis uñas. El sistema parecía no reaccionar.
—Rouben. Analiza este computador y sus conexiones.
—No puedo. Es material 1-Seraphim y me está prohibido el acceso.
—Descríbeme a que tienes acceso.
—Claro que si, voy a enumerar.
Mientras esperaba que Rouben me respondiera volví a pararme al frente del espejo. Estaba embobaba con mi reflejo, o más bien mi falta de reflejo. Tocaba la punta de mi nariz, mis cejas, hacía una mueca, pero nada de ello se reflejaba. Ya me estaba causando bastante gracia y solté una risita.
—Saundra…
Puse la mano en frente de mis ojos. Ya me causaba curiosidad, más que temor. Mi mano se movió por inercia y toqué la superficie del espejo.

Todo se tornó oscuro por un instante. Cerré mis ojos fuertemente por instinto. Sentí como pasó electricidad por mis dedos y mis músculos, un escalofrío que me hizo temblar un poco y el sonido como de un trueno. Di un paso hacia atrás y abrí mis ojos.

Estaba en el mismo lugar, pero a la vez no era el mismo. Caía la noche ya. El espejo ya no estaba del lado izquierdo del computador, estaba a su derecha. De hecho, toda la habitación estaba invertida, la ventana y la puerta estaban del lugar opuesto. Por inercia me mandé la mano al pecho, la funda de mi arma estaba del otro lado. Sostenía mi pistola con lo que yo sentía era mi mano izquierda, pero en mi mente era la derecha. Comencé a hiperventilar. Puse mi mano en mi vientre. Aquella cicatriz estaba en el lado izquierdo ya. Pensé en Alexa.
Puse mi mano derecha en mi frente. ¿O era acaso la mano izquierda? Comencé a emanar un pegajoso sudor que me hizo sentir sucia. Lágrimas comenzaron a acumularse en mis ojos. Aún no podía ver mi reflejo en el espejo. A través de mis lágrimas observé la pantalla del computador. El texto estaba invertido. “Sin conexión. Destino inalcanzable.”

—¡ROUBEN!
Solo el eco me respondió.
-¡ROUBEN!

«Labios Impolutos»

Los vi besarse.
Siempre fui una persona muy callada. En el descanso de la preparatoria, prefería ocultarme a comer debajo del entablado del auditorio. Así evitaba tener que escuchar de los demás chicos de la clase sus incesantes y poco interesantes historias. Sin embargo, ese día los vi besarse, en lo que yo consideraba mi santuario.

Después de comer, decidí descansar antes que la campana de reinicio de clases sonara. Me tiré contra una caja que contenía unas colchonetas, cerré los ojos y aunque el barullo afuera no se detenía, pude tomar una siesta. Al menos, hasta que llegaron ellos.
—¿Qué haces?—, replicó una voz masculina que sonaba madura, pero a la vez escondía una segunda intención.
—Aquí nadie nos molestará—, replicó una voz juvenil, una voz que sonó extrañamente masculina pero aguda, como una voz que no se había desarrollado aún del todo.

Continué con mis ojos cerrados, pero totalmente consciente.
—Martyn, ¡no podemos! ¿Qué tal si alguien nos ve?—, objetó la voz mayor.
—Profe, no aguanto más.
Al escuchar estas palabras, no pude evitar abrir los ojos.
Y allí los vi. Los vi besarse.

Mi profesor de ciencias naturales estaba besando a uno de los chicos de mi clase. No era un beso tierno, era un beso profundo, un beso cargado de lujuria. Los ojos del chico estaban fuertemente cerrados, sus mejillas sonrojadas por el placer. Mi profesor tenía los ojos cerrados también, pero su semblante era diferente. Era el semblante de alguien que se despierta en la misma cama, en la misma casa, todos los días. Un semblante rutinario, cotidiano.
Aunque tenía de frente este espectáculo, no hice ningún ruido, no hice ningún intento de moverme. Sin embargo, algo en mi cuerpo se desencajó. Estaba a punto de vomitar. Sentía asco.
No era el hecho que fueran profesor y alumno. No era el hecho que ambos fueran hombres. Puedes llamarme tonto, o no creerme, pero nunca jamás en mi vida pude presenciar una pareja besándose sin que mi cuerpo convulsionara.

Desde muy pequeño sentí esto. Para mi, un beso en la mejilla o en la frente es bastante normal, no ocasiona nada dentro de mi. Sin embargo, cuando se acercan los labios, cuando se entrelazan las lenguas, una reacción visceral se apodera de mi. La bilis se me revuelca, el color de mi tez cambia y es inevitable vomitar.

Si tuviera que ponerle una fecha exacta a cuando comenzó este fenómeno, podría decir que inició cuando vi por primera vez a mis padres besándose. Muchas personas dicen que uno no recuerda nada de antes de los siete años. La memoria del beso de mis padres data de cuando tenía tres años.
Fue en la cocina de mi casa. Yo tenía puesto un babero y estaba sentado en un comedor para niños. Mis platos y cubiertos de plástico estaban al frente, mi comida debidamente servida, aunque mi mente estaba perpleja por la visión de mi madre. Ella estaba sentada a la mesa, sorbiendo su sopa con tranquilidad. Mi padre recién había llegado a casa, se aproximó a ella por detrás, la abrazó y bajó su cara a la altura de la suya. Ella se giró rápidamente y así cerraron su beso.
En lo que fue como un rayo, sentí como mi cuerpo comenzó a temblar. Sentí lágrimas brotar de mis ojos y de repente el mundo perdió la luz. Devolví lo que había comido hasta ese momento.

Mi madre intentaba consolarme, pero yo estaba completamente en choque, convulsionando y sollozando. Después de lo que pareció una eternidad pude calmarme.
Aprendí un tiempo después que si apretaba los ojos en el momento justo, podía evitar vomitar. No era algo infalible, pero al menos era un método para evitarlo.

Un año después mi hermanita nació. Fue todo un evento para mis padres. ¿Cuándo fue procreada y bajo que medios? No tengo ni idea, y no quiero saber. A mis ojos de cuatro años, ver otra criatura similar a mi pero más pequeña era algo muy confuso. Todo giraba alrededor de mis padres, mi casa, mis juguetes, la radio por la cual solo podíamos escuchar las noticias y de vez en cuando música, pero más que todo la voz de los presentadores de radio. Ella era pequeña y bastante frágil. Los primeros meses fueron confusos, no sabía como tratarla. Solo podía asomarme a verla en el corral. Ella a veces fijaba su mirada sobre mi, y sentía una conexión increíble con ella, como si habláramos palabras silenciosas. Obviamente, eso era mentira, era mi imaginación como niño.

Oh, disculpa que me haya desviado de la historia, pero en realidad esto es algo bastante importante. Con el nacimiento de mi hermana, mi madre se volcó en la crianza de nosotros, y le prohibió a mi padre el acceso a los “placeres carnales”. Con mis ojos de niño no entendía lo que pasaba, pero los besos entre mis padres se volvieron menos y menos con el pasar de los tiempos. Unas semanas después, mi padre anunció que le habían cambiado de puesto, y ahora tendría que viajar de ciudad en ciudad. No te había comentado antes, pero mi padre era editor de una revista científica.

Con este cambio, mi padre comenzó a desaparecer por días enteros. Mucho después fue que descubrí que en cuanto mi madre le hizo aquella prohibición, comenzó a frecuentar otras mujeres, y una muy particular que se convirtió en su amante. Aún así, mientras estaban en la casa, mis padres se siguieron tratando normalmente. Cuando tenían la oportunidad, se besaban en mi presencia y mis arcadas regresaban sin dilación. Quizá por instinto de supervivencia, cuando mi padre estaba en casa, corría desesperadamente a esconderme en nuestra habitación. Compartía mi habitación con el corral de mi hermanita. No temía de mi padre, pero temía del hecho de vomitar y los regaños posteriores a ello.

Una vez cumplí seis años, mis padres me enviaron a la escuela. Fue un evento parte terrible y parte maravilloso. Pude conocer otros chicos y comencé a aprender miles de cosas. Durante mi tiempo en la escuela podía descansar de mi madre y sus regaños, y de mi hermanita, quien causaba un caos mientras gateaba por toda la casa. Yo siempre tenía que pagar los platos rotos por cosas que no había hecho. El bus escolar me recogía todos los días a las seis y treinta de la mañana, y me dejaba de regreso en la casa a las cinco y quince, cinco y media de la tarde.

Fue terrible porque yo siempre fui un chico callado. Mis padres me enseñaron el valor del silencio, a veces a la fuerza. Pero ellos no tuvieron la culpa, la culpa siempre fue mía, por hablar cuando no se me ha permitido. Así que en la escuela, algunos de los otros chicos me molestaban por mi silencio. Yo siempre preferí hacerme a un lado. Cuando los profesores me preguntaban y me daban la palabra podía responder, y siempre lo hacía. Ellos eran la autoridad. Siempre lo han sido. Los otros niños comenzaron a ponerme apodos. Me decían “mudo”. Me decían “retrato” o “estatua”. Uno de ellos particularmente mantenía muy enojado conmigo. Un chico de apellido Eccleston. No recuerdo su primer nombre.

Él parecía tener una fijación conmigo, y siempre escondía mis libros, mis cuadernos o mis lápices. Una vez tomó mis zapatillas, mientras nos cambiábamos de ropa para clases de gimnasio. Las lanzó al otro lado de la reja que rodeaba la escuela, cayeron en la vía y varios automóviles las destrozaron. Después de eso, se mofó de mí. Los niños le copiaron y continuaron riéndose de dicha situación.

¿Te preguntas si yo lloré o grité? No, no lo hice. No había necesidad de hacerlo. No ganaba nada si lo hacía. Mis profesores siempre se mantenían a raya, como esperando que entre los dos resolviéramos nuestras disputas. Yo preferí dejarlo que actuara de la misma manera. Los maestros me decían que no era la forma más correcta de actuar, y que era necesario que me hiciera amigo de Eccleston para que esto no volviera a pasar. En su momento no entendía en absoluto lo que ellos me pedían. ¿Amigo? ¿Y eso qué es? Después leí en un diccionario la acepción de esa palabra. Aún recuerdo el texto como estaba en el diccionario. “Alguien que está apegado a otro por afección; alguien que mantiene por otro sentimientos de estima, respeto y afección, que lo dirigen a desear su compañía, y promover su felicidad y prosperidad; opuesto a un enemigo o adversario.”

Obviamente tuve que buscar las otras palabras que me confundían. Seguía sin entender. Por Eccleston no sentía nada, no sentía enojo, no sentía cariño. Él simplemente existía, y las cosas que me hacía eran simplemente mi culpa. Yo debí haber estado pendiente de mis zapatillas, pendiente de mis artículos personales. Era otro niño, con otras actitudes.

Eventualmente Eccleston pasó a otras cosas y me dejó tranquilo. De hecho, todos en la escuela me dejaron tranquilo, incluyendo los profesores. Cuando uno de ellos me pedía que me asociara con otros para hacer algún trabajo, lo hacía sin chistar. Cuando los otros niños me pedían que hiciera el trabajo yo solo mientras ellos leían los cómics o jugaban juntos, yo lo hacía. Mejor para mi, podía absorber y absorber más conocimiento.

Un día llamaron a mis padres a la escuela y los maestros tuvieron una conversación bastante larga con ellos. No estuve presente. Estuve todo el tiempo en el salón de clase, solo, leyendo uno de los libros que me prestó la maestra. “La Historia del Doctor Dolittle”. Este libro me encantaba. Aún debo conservar aquel libro en mi casa. Debe estar en mi biblioteca. Nunca pude regresárselo.

Ese día cuando regresábamos a casa en el automóvil de la familia, nadie pronunció una palabra. No me habían permitido hacerlo así que callé. Una vez llegamos, mis padres hicieron lo mismo que cuando Eccleston tiró mis zapatos a la calle. Era una rutina que ya se había repetido múltiples veces en el pasado. Igual que cuando Eccleston rompió mis libros, cuando destruyó mi trabajo de manualidades antes que la profesora lo revisara, cuando cortó con unas tijeras mi morral, cuando accidentalmente me aplicó pintura sobre la ropa.

Mi madre cerró todas las cortinas de la casa, cerró todas las puertas de la casa, se encerró conmigo en un almacén que había debajo de las escaleras de acceso al segundo piso, me desnudó, gritó un par de cosas y me dio algunos pares de palmadas en la cara y en las nalgas.
¿De nuevo la pregunta acerca de si lloré? Obvio que no, no me era permitido llorar ni gritar. Mi madre no me había autorizado a hacerlo. Mi madre salió de la habitación, su cara roja, sus blancas palmas enrojecidas por sus golpes.

Mi padre entró una vez ella salió. En sus manos tenía una soga, un bate de cricket y un tabaco encendido. Mi padre me golpeaba con el bate en las nalgas, haciéndome caer al suelo, vociferando muchas palabras soeces, me amarraba la soga al cuello fuertemente, ahorcándome, y me quemaba con el tabaco en la espalda y en las nalgas. El dolor era bastante fuerte, pero nunca lloré. No tenía objetivo hacerlo. Con su mano me golpeó en la cabeza y en las mejillas.

Cada vez que pasaba esto, me forzaban a quedarme en la casa por una semana. Mi madre me cuidaba las heridas en silencio. Y una vez la semana pasaba, volvía yo a clases con normalidad. Mis padres me amenazaban a menudo que no podía decir nada de lo que ellos me hacían a mis profesores o a los otros niños. Yo seguía sus palabras al pie y letra.

Esto se repitió en otras ocasiones. Afortunadamente y a pesar de mis semanas de inasistencia, pude pasar el año. Al próximo año, los profesores decidieron moverme a otro curso. Eccleston ya no estaba allí. Eran otros dieciséis niños diferentes. Nadie más de mi salón fue transferido. Allí había una nueva profesora, la maestra Jonna. Este fue quizá el año más tranquilo de mi vida. Yo cumplía con las tareas que los profesores me ponían, con los requerimientos de los otros niños. Durante ese año mis padres solo me amonestaron tres veces. Mi hermanita comenzaba a crecer y a balbucear.

Los demás años de mi escuela primaria fueron igual de tranquilos. Había un chico en mi curso, Jeff Edmont, que era bastante sereno también. Cuando había ejercicios o tareas en grupo, a menudo él y yo quedábamos de últimos. Los profesores nos ordenaban asociarnos. Nos distribuíamos el trabajo y lo hacíamos con eficiencia. Siempre terminábamos de primeros, y después regresábamos a nuestros propios encargos. Él por su cuenta, yo por la mía.

Una vez me gradué de la primaria, continué directamente con la secundaria. Mi hermanita ya tenía la edad para comenzar a ir a la escuela. Ella y yo continuamos compartiendo la habitación, en una litera. Ella decidió dormir en la parte alta, a mi me tocó la baja. A menudo ella pedía que intercambiáramos. Hablábamos mucho, sobre la experiencia de ir a la escuela. Yo le contaba los temas que los profesores nos enseñaban, le mostraba mis notas y mis cuadernos. Le decía que habían muchos niños allá, de diferentes edades. Le conté que algunos niños se enojaban con uno y hacían algunos daños. Ella se extasiaba con mis historias.

Mis padres decidieron que mi hermana y yo debíamos ir a escuelas separadas. Ella fue enviada a un colegio católico para mujeres, mientras que ellos me enviaron a un colegio militar. Según mi padre, era para que yo “formara carácter”. No entendí que era lo que quería, pero lo acepté. Mis notas eran bastante altas y no se me dificultaría entrar a ninguna otra escuela. Pero esta fue la voluntad de mis padres, y así se hizo.

El colegio militar fue un lugar maravilloso. Me despertaba y dormía a la misma hora todos los días, hacíamos un régimen ordenado y preciso de ejercicios. El sargento que estaba a cargo de mi clase daba las órdenes correctas y concisas. Quienes no la cumplían sufrían. Yo lo hacía todo a cabalidad. Mi sargento siempre me ponía como ejemplo para todos los demás chicos. A veces ellos me imponían el trabajo que les tocaba, pero yo lo hacía con gusto. Cuando el sargento me descubría haciendo el trabajo de los otros, siempre me imponía una represalia, pero los regaños y sanciones hacia los demás eran mucho más fuertes.

Recuerdo una vez, en octavo grado, los otros chicos hicieron lo que ellos llamaron “una broma”. Un par de ellos me distrajeron haciéndome limpiar los vidrios de la barraca. Otros se llevaron mi morral de campo a los inodoros, se orinaron y defecaron dentro de él. Pusieron todos mis artículos de nuevo adentro, lo cerraron y pusieron en su lugar. Al día siguiente teníamos un entrenamiento de campo por tres días en la espesura de una selva. Yo no noté nada extraño con mi equipaje, hasta el momento de la primera noche, cuando debía utilizar el encendedor de campaña para hacer un fuego. Una vez abrí el morral, el olor me golpeó directamente. Sin inmutarme metí la mano, extraje el encendedor, mi mano ligeramente cubierta por los excrementos de los chicos y encendí la fogata sin distraerme. Los chicos comenzaron a cuchichear al verme.

Un coronel que nos acompañaba notó el fétido olor de mi morral abierto y me increpó. Volteó los contenidos de mi equipaje sobre la tierra del campamento, derramando los excrementos de mis compañeros. Mucha de mi ropa de cambio, herramientas y artículos estaban sucios. Todos los chicos de mi grupo de repente se rieron, apuntándome con sus dedos, pronunciando además malas palabras. El coronel continuaba gritándome mientras me daba un par de puntapiés en las costillas. Yo lo sabía, era mi culpa por no mantener el cuidado de los bienes que me habían asignado.

El coronel me ordenó tomar todas mis pertenencias, incluyendo el maletín, llevarlo a un riachuelo cercano, y lavarlo todo a mano. Mientras yo me marchaba con mis artículos, habló con el sargento. Los chicos continuaron riéndose de la circunstancia. Me gritaban “mierda”, “alcantarilla”, “basurero” o “cerdo”.

Me tomó hasta un poco más de la media noche limpiarlo todo bajo los parámetros que el coronel me pidió. La luna era la única compañía que tuve. Gracias a ella pude ver lo que hacía. Las herramientas las lavé con cuidado, usando una toalla. La ropa la friccioné fuertemente una contra otra sobre una piedra, retirando el sucio en cuánto pude. El morral fue bastante complejo de lavar, pero pude lograr mi cometido. Puse a secar algunas cosas en unas ramas de un árbol cercano mientras continuaba con lo demás. Una vez terminé recogí todas mis cosas y regresé al campamento.

Allí, todos los demás chicos de mi clase estaban durmiendo en el suelo, sin tiendas ni resguardo del frío, bastante alejados de la fogata que yo dispuse. Habían sido castigados por el sargento, cuando les pidió que con honestidad revelaran quien había sido el artífice de “la broma”. Al principio nadie quiso hacerlo, pero después de varias amenazas, los culpables fueron revelados por los demás. Después de ello, jamás volvieron a hacerme algo.

Una vez terminé el colegio militar, se me obligó a regresar a casa. Ya tenía yo diecisiete años. No quería regresar a mi hogar, pero mi sargento me pidió que discutiera bien con mis padres el seguir la carrera militar. Cuando llegué a casa, eran las doce del medio día y no había nadie allí. Tuve que esperar varias horas hasta que mi madre y hermana llegaron, en un automóvil diferente al de mi padre. Mi madre no dijo nada y silenciosamente abrió la puerta de la casa, mi hermanita si me abrazó fuertemente. Era ya toda una señorita y eso que solo habían pasado cuatro años.

Descubrí que mi padre se había divorciado de mi madre para entablar una relación con una de aquellas amantes. Descubrí que mi mamá había quedado embarazada de él en alguna otra ocasión, pero que había perdido el niño. Descubrí que mi hermanita se había convertido en una máquina de hablar. Descubrí que aparentemente mi cuerpo había crecido mucho y tenía músculos. Durante esos días, mi hermanita me pedía con bastante frecuencia que le mostrara mi cuerpo desnudo. En varias ocasiones me tocaba con su mano o me besaba o lamía en diferentes partes del cuerpo. Nunca la boca. Nunca se lo permití, pues no me quería vomitar de nuevo. Descubrí que mi madre tenía un novio, que se llamaba Reginald y venía de vez en cuando a hacer visita. Descubrí que mi padre pasaba por nuestra casa de vez en cuando para llevarse a mi hermanita a pasear. Descubrí que la novia de mi padre tenía una hija, de mi edad.

Cuando mis padres se encontraban, peleaban con fuerza. En alguna ocasión mi madre le lanzó un cuchillo en punta a mi padre. Por pocas pulgadas, él escapó el filo. El cuchillo quedó clavado en la pared de madera por diez días.
Lo único en lo que concordaron los dos era que no había dinero para mandarme de nuevo al colegio militar. Me ingresaron a una preparatoria pública cercana.

En mi opinión, era una institución educativa mediocre y desordenada. Después de pasar seis años en la escuela militar, donde todos vestíamos de uniforme, con un régimen ordenado y claro, a un lugar dónde las chicas se pintaban la cara y las uñas, los chicos se vestían con las camisas por fuera, blandiendo cigarrillos encendidos detrás del gimnasio. Esto era el pandemonio. Adopté mi misma posición que tuve en la escuela y el colegio militar, mantenerme callado, responder a los profesores como si fueran mis oficiales del ejército, vestirme pulcramente, tener un peinado militar y hacer mis labores con total eficiencia.

Era mortificador tener que caminar hacia el gimnasio, cosa que debía hacer a menudo para realizar mis entrenamientos musculares con el equipamiento de la escuela. En el trayecto, bajo el amparo de las sombras, veía parejas de jóvenes besándose apasionadamente. Ni mil años de entrenamiento militar me iban a quitar la repulsión que tenía de ver dicho acto. De vez en cuando, ellos se acariciaban por encima de la ropa, o si era más oscuro, las mujeres les tocaban los genitales a los hombres o se los metían en sus bocas. Esto otro nunca me causaba nada. Solo eran los besos. Cuando en casa mi madre escuchaba las radio novelas, el sonido que los actores hacían cuando simulaban besarse era suficiente para que yo tuviera nauseas y tuviera que disculparme para ir al excusado.

Los chicos de mi clase sabían que yo había ya tenido entrenamiento militar. Mis músculos y mi forma de ser lo reflejaban. Me enteré después que todos me temían y que varios rumores extraños circulaban. Algunos decían que ya había matado a alguien, que me habían enviado a algún conflicto armado, que en el colegio militar me habían obligado a beber sangre de animales que tenía que matar con mis manos. Eso no podría distar más de la realidad. En total, estos rumores me beneficiaban, pues hacía que todos ellos se mantuvieran a raya conmigo. Todos, excepto alguien. Pauline Sasso.

Ella era una chica bastante extrovertida. Se hablaba con todos en la clase. Era poco inteligente y a todas vistas prefería el cotilleo que el estudio. Se rumoreaba que había tenido sexo con todos los hombres del salón. Cuando alguna de las chicas estaba interesada en alguien, siempre le preguntaban primero a Pauline qué tan largo lo tenía, cuánto había durado antes de eyacular o cuánto semen había arrojado. Ella respondía como si fuera una experta. Yo tuve que escuchar sus historias en más de una ocasión. El lugar más adecuado para ellas hablar no era detrás de un arbusto, o detrás del gimnasio o del auditorio. Era el mismísimo salón el perfecto lugar de chisme. Yo siempre preferí quedarme en el salón a leer mientras transcurrían los descansos. Y eso me obligó a escucharles. Ellas no me prestaban atención. Era yo una piedra, una estatua a ignorar.

Excepto que Pauline en realidad no me ignoraba. Un día, una chica le preguntó jocosamente a Pauline acerca de mi. Era de lógica que era una broma nada más. Pauline se dirigió hacia mi, puso su suave y fría mano en mi mentón, obligándome a levantar la mirada de mi libro hacia su cara. Por primera vez observé sus facciones. Sus ojos color café granate, una nariz delgada, labios carnosos, pintados de un rosa que parecía natural. Cejas bien cuidadas, su cabello rubio brillante y esponjoso. Jamás había visto una mujer tan cerca. Ni siquiera mi hermanita o mi madre.

Ella me comandó a que la siguiera. Asentí. Cerré mi libro, me levanté del asiento y me mantuve a dos pasos de su espalda. Las demás chicas cuchicheaban y sonreían a nuestras espaldas. Faltaba un poco más de cuarenta y cinco minutos para que las clases continuaran. Ella era una persona menuda, yo le llevaba casi dos pies de altura de más. A su lado yo debería parecer un poste telefónico. Ella me condujo a través de varios pasillos hasta salir al patio. Continuó caminando en silencio mientras transitábamos al lado de otros chicos. Sentía todas sus miradas quemarnos. Era Sasso, la prostituta de la escuela, y yo, el soldado asesino. Continuamos en dirección del auditorio e ingresamos allí. Había un par de personas desperdigadas por aquí y allá, consumiendo sus almuerzos. Ella se dirigió a una pequeña portezuela de madera que conducía a una habitación de almacenamiento. La abrió sin mayor problema. Luego, movió un par de cajas de cartón, revelando un agujero en una de las paredes que llevaba a una escalera que se internaba a una cavidad oscura. Me comandó a que me metiera allí. A pesar de la oscuridad no era un lugar polvoriento, y la luz se colaba entre los maderos del escenario que estaba arriba. Ella me siguió detrás, moviendo las cajas de nuevo para conciliar la abertura.

Me ordenó que me bajara los pantalones. Lo hice. Me ordenó que me bajara los calzoncillos. Lo hice. Tomo mi pene con su mano, lo tocó y observó por todos lados. Su mano continuaba siendo suave y fría. Su tacto se me hizo plácido. Estiró hacia atrás mi prepucio y acarició con velocidad el tronco un par de veces. Levantó con dos de sus dedos mi pene, como quien sostiene un tabaco y con los otros manoseó mis testículos suavemente. Los observó también. Soltó mis genitales y me ordenó que me subiera la ropa interior y los pantalones. Eso hice. Ella se metió la mano entre sus senos y extrajo una cajetilla de cigarrillos. Sacó uno, lo puso entre sus labios, me extendió la cajetilla y me preguntó si fumaba. Dije que no. Usó unos cerillos y encendió el cigarrillo. Guardó la cajetilla entre sus pechos, se tiró encima de unas cajas que estaban arrumadas con unas colchonetas y me comandó que hiciera lo mismo.

Allí aprendí que ella era virgen, que nunca había tenido sexo con nadie en realidad. Aprendí que ella sentía curiosidad por los hombres y sus penes. Aprendí que se había manoseado con algunos chicos y que de algunos había tragado su semen, pero que nunca había sido penetrada. Aprendí que ella estaba buscando a alguien que la quisiera, pero no por los cuentos que corrían por el salón o por la escuela. Aprendí que ella quería que alguien la protegiera. Aprendí que su padre la había manoseado cuando niña. Aprendí que su padre la obligaba a que le chupara el pene. Aprendí que había intentado quitarse la vida múltiples veces. Después de la conversación, el cigarrillo se terminó y ella se levantó del suelo. Me invitó a que usara este espacio para descansar, cuando las conversaciones de las chicas se hicieran muy pesadas en el salón. Asentí. Me ordenó que regresáramos al salón. Faltaban quince minutos para el reinicio de las clases.

Comenzando ese día, usé el espacio que Pauline me enseñó todos los días que fuera a la preparatoria. De vez en cuando ella iba también y me conversaba de sus frustraciones. No me disgustó hablar con ella. Se me presentaba como la única persona franca que había conocido en mi vida. Después de esa primera ocasión, nunca me volvió a pedir que me bajara los pantalones. En una ocasión me dijo que yo era la única persona con la que ella podía ser sincera.

Y así ocurrió que los vi. El profesor de ciencias naturales y el chico. No alcancé a cerrar mis ojos como hacía anteriormente. Ya me había acostumbrado a la oscuridad y podía ver los detalles. Vi como el pantalón del chico tenía una turgencia. Pero más que todo veía su beso. Cerré los ojos, respiré profundo sin hacer mucho ruido, tal como me enseñaron en el colegio militar. No, las nauseas llegaban. Detrás de mis párpados podía ver la imagen de ellos dos. Sentía como se agolpaban los contenidos de mi estómago y subían como alguien aferrándose de las paredes de un pozo. Era inevitable. Me levanté con agilidad poniendo mi mano en la boca, haciendo un estruendo. El profesor y el alumno hicieron un corto grito, pidiendo que me detuviera. Yo no aguanté más. Mientras movía las cajas, vomité todo mi almuerzo encima de las escaleras.

No volví a la preparatoria. Me quedé en casa dudando de mi capacidad de seguir estudiando allí. Era mi lugar sagrado, el lugar que Pauline me enseñó y cada vez que fuese allá sería un recordatorio de lo que allí había acontecido. El solo pensar en ello me causaba mareos. Pauline vino a mi casa en varias ocasiones, pero cuando lo hacía le pedía a mi hermanita que mintiera y le dijera que no estaba. No podía verla a la cara, me recordaba a aquel lugar.

Menos de un mes después, el regimiento militar llegó a mi casa. Mi sargento vino a recogerme. La guerra había vuelto. Esos malditos alemanes no pudieron respetar su palabra. Era hora de servir a mi nación, a pesar de apenas estar en la preparatoria. Mi madre y hermana se opusieron, pero yo acepté. Era mejor hacerlo que quedarme en casa lamentándome. Me recogieron en Annville y me trajeron en helicóptero. Durante todo el trayecto solo pensé en Pauline. Debía proteger mi país, mi ciudad, mi familia y a Pauline. Y por tanto aquí estoy.

Ahora, dime, médico Mercer, ¿qué tan grande es la herida? ¿Por qué me has arrancado del cuello la chapa de identificación? ¿Por qué lloras?