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Una chica recibe la visita de un mágico ser cada día de su cumpleaños. Ella debe pedir un deseo antes que llegue la media noche.
«Aquella chica del cumpleaños»
Ah, hola. Eres el primero que he visto desde que llegué aquí.
En este agujero de oscuridad, donde arriba y abajo es lo mismo, donde la luz nunca aparece.
No llegué aquí por casualidad. Llegué porque cometí un error.
En mi cumpleaños número siete fue la primera vez que la vi.
Justo después que mis “amigos” se fueron y mis padres ya estaban limpiando el desmadre de la fiesta, me senté en el sofá, miré al techo y me quedé dormida.
Pude haber jurado que mi padre me levantó entre sus brazos y me llevó a la cama, porque no recuerdo para nada caminar a mi cuarto y meterme en la cama. Lo próximo que recordé fue que me desperté en medio de la noche con mi lamparita encendida, bien cobijada, con mi pijamita puesta, puertas y ventanas bien cerradas. Cuando abrí los ojos sentí como si estuviera flotando. Trataba de moverme, pero no podía. Pensé que estaba en un sueño.
—Angela, despierta.
Una vocecita me sorprendió.
—Sé que estás despierta, hija.
—¿Mamá?
De repente, algo voló al frente de mis ojos.
Lo que apareció era una criatura alada del tamaño de la mano de mi padre. Sus alas revoloteaban rápidamente como un colibrí. Cuando traté de verla, no pude reconocer que cara tenía. Parecía la cara de una muñeca pero a la vez sus ojos parecían cansados. De a poquitos me desperté y pude reconocer que su voz no era la de una niña, si no la voz que tendría una abuelita de algunos muñequitos de la televisión. Inmediatamente recordé las historias de hadas que mi mamá solía contarme, o las que leía en la escuela.
—No, no soy tu mamá… Soy digamos… Tu hada madrina.
A mis ojos de siete años eso lo explicaba todo. Ya me había despertado del todo y parecía que volaba un hada en mi habitación. Fuera lo que fuera, algo estaba flotando al frente de mi cara. Intentaba moverme, pero aún no podía.
—¡Cómo en los cuentos!
—Así es, como en los cuentos.
Una pregunta me pasó por la cabeza.
—¿Cómo sabes…
—¿Tu nombre? Hija, yo lo sé todo de ti, siempre he estado cerca de ti. Hasta las preguntas que tienes, las sé.
—No tenía idea.
—¡Pues claro que si! ¡Feliz cumpleaños, Angela!
—¡Gracias, hada madrina! Pero, ¿cuál es tu nombre?
El hada se quedó pensativa.
—Nosotras no tenemos nombres. No los necesitamos, porque cuando queremos comunicarnos con alguien, podemos hablarles directo en la cabeza.
—¡Pero eso es muy triste!
—Entiendo lo que dices, pero el mundo de los humanos es muy diferente al nuestro. Nosotras solo podemos venir en los días de los cumpleaños de nuestros ahijados.
—¿Y cómo te volviste mi madrina?
Se carcajeó muy fuerte. Pensé que mis padres la iban a escuchar.
—Hija, ¡preguntas muchas cosas!
Ella voló allí y allá, solo la pude seguir con mis ojos. Intentaba girar mi cabeza pero era imposible. Pareciera que por donde volaba dejaba un rastro de pequeñas escamas brillantes que desaparecían después de un rato. El revolotear de sus alas me hipnotizó. Unos momentos después se detuvo en la misma posición que tenía antes.
—Sin embargo, ¡ahora vengo para ofrecerte una maravillosa oportunidad!
Sus alas revoloteaban más fuerte. Los pequeños brillos caían lentamente encima de mí.
—Vengo a cumplir tu deseo. Cualquier cosa que desees, te lo puedo otorgar.
Esto me sorprendió mucho. Sentí como mi cuerpo dio un pequeño salto y como comenzaba a recobrar el movimiento.
—¿Cualquier cosa?
—Cualquier cosa que se te ocurra. Pero solo una.
—¿Y podría pedir que me cumplas más deseos?
Si aquel ser me conocía, debía saber que yo era una culicagada desde pequeña. El hada se sonrió.
—No, no seas tramposa.
En ese momento pasaron mil ideas extrañas por mi cabeza. Para mi mente de siete años eran de lo más normal. El hada me observaba, hasta que se giró a mirar por la ventana. La expresión en su cara se tornó un poco preocupada.
—Angela, debes apurarte. Tu cumpleaños se acaba y cuando sean las doce de la medianoche, he de marcharme y no me verás hasta el próximo año.
—¡Espera, espera!
Seguía pensando. Se me ocurrían todos los juguetes del mundo, toda la torta del mundo, todos los animales, que todas las personas del mundo fueran mis amigos, que mis papás no me regañaran más, que no tuviera que ir a la escuela. No podía decidir en una sola tan fácilmente, y así se me fue el día de mi cumpleaños. Llegaron las doce y sonaron las campanas del reloj de mi abuelo que estaba en la cocina.
—¡Cuídate mucho Angela! ¡Nos vemos el próximo año!
—¡Espera! ¡Ya sé cuál es mi deseo!
Era una gran mentira, pero quería tener más tiempo para pensar. Así se desapareció mi “hada madrina”. Un momento después caí rendida de sueño.
Cuando desperté al otro día, podía recordar todo lo que había pasado. Una vez me desperté, ya podía moverme y salté como un resorte. Corrí sin ponerme mis pantuflas y bajé a la cocina para ver a mis padres. Les conté acerca del hada madrina y de como me había visitado en la noche. Ambos simplemente se sonrieron, me ignoraron y cambiaron de tema.
Por cinco días estuve como una lora hablando del hada. Les conté a mis amigos de la escuela, quienes me llamaron loca. Nadie jamás había visto un hada y menos que se les apareciera en el día del cumpleaños. Después se me fue pasando y lo olvidé.
Hasta mi octavo cumpleaños. Durante ese año pasado en mi casa comenzaron a pasar algunas cosas raras. Mi padre llegaba un poco enojado del trabajo, hablando de que lo estaban “robando” en su empresa, de “salarios” y no se qué. Yo no entendía que estaba pasando. En mi caso, lo único verdaderamente importante fue que me partí el brazo subiéndome a un árbol.
Mi abuela materna estaba un poco enferma y pasó con nosotros unos meses, viviendo en una de las habitaciones desocupadas de mi casa. Esa señora nunca me quiso y durante esos meses parecía como si yo no existiera para ella. Yo la llamaba, le hablaba, le gritaba incluso y ella no me respondía. Era como si yo fuera un fantasma para ella. Mi madre en alguna ocasión le pidió a ella que me contara historias de cuando era pequeña y ella se limitó a decir que “no iba a hablarle a las paredes”. A menudo, cuando me quedaba a solas con ella, corría donde mi madre llorando. Sentía que yo iba a desaparecer.
Sabía que mis padres discutían acerca de mi abuela cuando ella y yo ya estábamos en la cama. Era imposible no escucharlos.
Mi cumpleaños ocurrió un mes después de que mi abuela se hubiera regresado a su casa. Se fue sin agradecerle a nadie, recogió sus cosas y se marchó. Las cosas mejoraron cuando ella se fue. Mi padre estaba ganando menos dinero en su trabajo y nos tocó apretarnos un poco. Mi mamá me preparó una torta sencilla, mi padre me compró nueva ropa y un conjunto de escritura fina. En ese momento pensé que era un desperdicio de dinero. No lo toqué. Me quejé que no había tenido fiesta. Ahora que trato de acordarme de todo, en mi escuela yo ya no tenía amigos. ¿A quién íbamos a invitar? ¿Niños cualquiera que no representaban nada para mí?
Me comporté como una malcriada. Me da vergüenza haber sido así. No soplé las velas, subí corriendo a mi cama y lloré. Una total malagradecida, así es. Una desgraciada de ocho años. Ahora, en el lugar donde estoy, cómo desearía de nuevo probar un pastel elaborado por mi mamá, o haber usado más el conjunto de caligrafía de mi papá.
Esa noche mis padres discutieron. Mi padre le echó la culpa a mi abuela, mi madre se defendió. Yo sentía que ambos eran culpables. Ninguno fue a mi habitación a encenderme la lámpara, a cambiarme la ropa o a arroparme. Sentía que me habían abandonado. Me quedé dormida encima de las cobijas, con mi ropa de cumpleañera puesta. Y así, igual que el año pasado, aquella “hada” volvió.
—Angela, ya ves como son los adultos.
Medio dormida, volví a ver aquel ser, flotando en el aire. Estaba igual, completamente inmóvil. Aunque estaba oscuro porque no encendí la lámpara por primera vez en mi vida, analicé de nuevo su apariencia y su sombra se veía igual. Aún brillaba de forma tenue, como la vez pasada, aunque sus alas perdieron un poco del brillo; y las escamas que antes parecían pequeñas estrellas, habían perdido un poco el fulgor.
—Volviste.
El hada se acercó a mi cara y me dio un golpecito en la nariz con su pequeña mano. La falta de luz no me permitió ver su apariencia de cerca. A mi nariz llegó su olor, pero no lo pude identificar inmediatamente.
—Así es. Yo te dije. Todos los años en tu cumpleaños, justo después que te quedas dormida, ese es el único momento en que yo puedo venir a verte.
—¿Y si no me quedo dormida?
—Pues, no podré venir.
Seguía bastante aburrida, así que solo suspiré.
—Te dí todo un año para que pensaras en tu deseo. ¿Este año si vas a pedir algo? Recuerda que es una oportunidad única en la vida.
Lo había olvidado por completo. Entre las burlas de mis padres, de mis compañeros de escuela y mi propia decepción, había enterrado ese pensamiento todo el año pasado.
—La verdad… Nadie cree en ustedes.
Ella soltó una carcajada, igual en volumen que la que dio el año pasado.
—Pues obvio, hija. Nadie cree en las cosas que no pueden ver y nosotras solo podemos aparecer al frente de ciertas personas, como tú.
—¿Y yo qué tengo?
—No te lo puedo explicar ahora, sería bastante largo. Por ahora, considérate especial. Y entonces, ¿qué vas a pedir?
De nuevo lo pensé. Recuerdo que en esa ocasión yo solo pensaba en que quería un mundo sin mis padres. Ellos me habían tratado mal, en mi opinión. Me habían dado regalos que no quería, me habían dado una torta pero sin fiesta. Quería que mi cumpleaños hubiese sido un evento maravilloso, con mucha gente, con muchos regalos. Iba a abrir la boca cuando el ser me detuvo.
—No, no, no… Lo había olvidado. Nada de devolverse en el tiempo. Y tampoco viajar al futuro.
Chasqueé mi lengua.
—Eso es algo que no podemos tocar. De resto todo vale.
Sentía como mi cuerpo recuperaba su movilidad.
—¡Ah, se acaba el tiempo! ¡Rápido, piensa en algo!
Sentí la presión. Apreté la boca y comencé a pensar. Era solo un deseo en toda mi vida. ¿Qué era lo que quería?
Y el reloj volvió a sonar.
—Será la próxima oportunidad entonces. ¡Cuídate Angela!
—No, no te vas a ir.
Intenté levantar mi brazo, pero se sentía como si tuviera los brazos amarrados a la cama. El ser se carcajeó de nuevo.
—No, hija… Esas son las reglas.
Y se esfumó en una pequeña nube de escamas brillantes. Por dentro sentí mucha rabia. ¿Primero mis padres y luego mi hada madrina? ¿Quién más me iba a abandonar? La rabia logró que intentara soportar la fuerza del sueño, pero unos minutos después me rendí.
Comenzando ese día, cambié notablemente mi actitud frente a mis padres. Comencé a dejar de ser la chiquilla consentida de ellos. Mi madre aún me vestía y organizaba los primeros días, pero analicé cuidadosamente como ella lo hacía. Un mes después, le pedí que dejara de hacerlo y comencé a vestirme sola. Aún comía el desayuno que ella me preparaba. Aún recibía una mesada de mi padre. Me iba sin renegar a la escuela. Cuando terminaba mi jornada, para evitar llegar temprano a casa, caminaba por el barrio, en diferentes calles y pasadizos, iba al parque, pasaba tiempo con otros compañeros de la escuela. Y una vez se acercaba la noche, regresaba a casa, me retiraba a mi habitación, bajando solo para cenar. Cuando mis padres me buscaban conversación, respondía con monosílabos. Comencé a pasar más tiempo sola en mi habitación, jugando con mis cosas.
Solo una vez acepté ayuda de mis padres. En alguna ocasión ardía de fiebre, todo por que me llovizné en una de esas escapadas que hice. Mi madre, con todo el amor del mundo me cuidó, me alimentó, me dio medicina y estuvo a mi lado hasta que me bajó la temperatura.
Unos meses antes de mi noveno cumpleaños, mi madre y mi padre discutieron. Las cuentas en la casa no encajaban de nuevo. Mi madre decidió por si misma en buscar trabajo para soportar a la familia y se presentó en una empresa. Mi padre objetaba a eso. Se preguntaba quien podría encargarse de mi. En meses yo no había pronunciado mayor cosa. Este era el momento correcto. Les dije que yo podía cuidarme sola.
Por alguna razón, en mi mente yo solo pensaba en deshacerme de mis padres. Así no me tenía que quedar hasta tarde fuera de la casa por no darle la cara a mi madre. No se si fue el hecho que mi padre por fin escuchó mi voz en tantos meses o que fue, pero accedió.
Mi madre comenzó a trabajar en una empresa de alimentos enlatados. Se iba a la misma hora que yo me iba a estudiar y regresaba dos horas después de mi hora de llegada, casi a la misma hora que mi padre regresaba. Tenía la casa para mi sola por un buen rato. Podía ver la televisión, podía escuchar música. Aprendí a tener precaución, el valor de una llave, a ponerle seguros a las puertas y ventanas, aprendí a sacar comida de la nevera. Afortunadamente nunca nos faltó alimento.
Y así llegó mi cumpleaños número nueve. Tres días antes de este, recordé a la afamada hada. Hice una lista de deseos. Quería mucho dinero, quería que mis padres nunca estuvieran en casa, quería muchos juegos, muchos dulces, quería no volver a clase, quería una casa para mi sola. Lo apunté todo. Una vez terminé la lista tenía más de cincuenta cosas.
Mi madre me dijo que invitara al cumpleaños a todos los amigos que yo quisiera. Volvíamos a tener una fiesta como la de dos años atrás. Le dije que no la quería. Le dije que era mejor que ahorrara el dinero. Podíamos cenar algo sencillo. Igual no tenía amigos.
Y así estaba todo preparado. Mi madre había pedido permiso el día de mi cumpleaños, así que se quedó en casa haciendo los preparativos. Cuando llegué a casa, ya estaba todo listo. Pero como si la suerte nos hubiera visto felices, a la hora que usualmente mi padre llegaría a casa, recibimos una terrible llamada.
Por afanarse a llegar a mi cumpleaños, mi padre tuvo un gran accidente en su automóvil. Se había volcado en la carretera, volviéndose añicos. Se encontraba en un hospital un poco lejano. Mi madre, en medio de su angustia, llamó a unos vecinos y les pidió su colaboración. Yo sentía como mi familia se desbarataba. Seguramente era un sueño, pero no lo era en realidad.
El vecino nos llevó en el automóvil a dicho hospital. Pude ver fugazmente a mi padre, conectado a mil cables y tubos. Mi madre evitó que lo siguiera observando. Vi su cara, vuelta carne como recién salida de la nevera. Vi lo que parecía un rollo de carne, lo cual era uno de sus brazos. Fue algo muy traumático. Estuvimos toda la noche en el hospital, esperando escuchar noticias de él. Me mantuve despierta toda la noche. Solo podía pensar en lo que había visto. Lloré muchísimo. Podía ser verdad que me estaba volviendo más independiente, pero igual era mi padre y lo amaba mucho.
Como puedes imaginar, el hada no apareció porque ese día no dormí. Mi cumpleaños se volvió un evento trágico.
Afortunadamente, unos días después, aunque estaba bastante magullado, ya podíamos verlo. Desde ese momento mi madre y yo lo visitábamos casi todos los días, siempre en bus, excepto cuando el vecino nos podía llevar.
Parecía una momia, cubierto de pies a cabeza en vendas y dos armatostes de yeso, uno en el brazo izquierdo y el otro en la pierna derecha. Ya podía contestar a las conversaciones, aunque era difícil y a veces tartamudeaba. Yo decidí volverle a hablar. Con llanto entrecortado, le contaba acerca de la escuela, de la comida que mi madre me hacía. Le contaba que estaba aprendiendo a cocinar con ella. Él decía que quería comer de la comida que yo preparaba. Eso me hizo muy feliz.
Una vez, antes de salir del hospital, mi mamá tuvo una larga charla con uno de los doctores. Ella parecía angustiada, pero el doctor la calmó. En el trayecto de regreso a casa mi madre no pronunció palabras. Era la primera vez en mucho tiempo. Usualmente hablábamos acerca de que íbamos a cocinar para la comida, acerca de que tareas tenía para la escuela, y así.
La presioné para que me dijera que había ocurrido, pero solo se limitó a decirme que no debía preocuparme por ello.
Al siguiente día, dos meses y medio después de su accidente, mi padre falleció. Después busqué acerca de la razón de su muerte, no habían encontrado un hemorragia cerebral y le había consumido el cerebro. Pensaron que el hecho que podía contestar era un indicio de que todo estaba bien en él, pero su súbito tartamudeo no mentía.
En la velación, yo no podía creer lo que estaba pasando. Era incapaz de llorar. Sentía un nudo en la garganta y sabía que debía dejarlo salir, pero mis lágrimas no salían, nada salía. Mientras que las demás personas nos daban sus mensajes de consuelo, yo permanecía de pie al lado de mi madre, como una muñeca rota a la que le habían arrancado la cuerda a la fuerza y ya no podía cerrar los ojos. Solo cuando llegué a casa pude por fin llorar, porque sabía que no lo iba a volver a ver. La casa estaba llena de su presencia, en cada rincón, cada tabla de madera.
Durante dos semanas no podía estar en mi habitación sola sin la lámpara encendida, no quise regresar a clases, no quise mirar televisión. Si cerraba los ojos podía ver a mi padre, su sonrisa, como me extendía la mano. Amanecía con los ojos llorosos, me acostaba con los ojos llorosos. Después de eso no pude conciliar el sueño por otros diez días.
Mi madre consideró en llevarme donde un médico, pero yo le dije que era innecesario. Debía volver mi corazón de metal. Pero mi mente no tenía ninguna intención de permitírmelo. Volví a clases un mes después. En la escuela, me era difícil concentrarme. Mi profesora me citó con mi madre. De la escuela nos darían el apoyo para que yo comenzara a tener citas con un psicólogo. Mi madre decía que haría lo que fuera, aunque costara. La escuela se encargó de ello.
Comencé a tener citas psicológicas con una doctora, la doctora Maxwell. En la primera cita la odié con toda mi alma. Me obligó a volver a ver en mi mente a mi padre, ensangrentado, en una camilla del hospital. Lloré por tres días seguidos. Ella me dijo que debía afrontar mis miedos y que el tiempo no se iba a devolver. Nada haría que mi padre reviviera. Pensé en el hada aquella. Por primera vez en un año y meses recordé que no la había visto, todo porque no dormí el día de mi cumpleaños. Pero yo ya tenía motivos para temer mi cumpleaños más que cualquier cosa. Mi cumpleaños se había llevado a mi padre al más allá.
Con el tiempo, mis citas con la doctora fueron mejores y aprendí que debía aceptar lo que había ocurrido. Me mandó cierta medicina que debía tomar cada día al despertarme. Mi madre la aceptó con un poco de resistencia. Esta pastilla me ayudó a enfocarme en clases, me ayudó a saber perdonar, me ayudó a volver a amar a mi madre. Pero en mi mente aún llevaba algo grabado. Durante el año, mi rendimiento escolar había aumentado. Mi madre tuvo muchas dificultades, pero yo le ayudaba en lo que podía, quitándole un poco de carga al yo hacer algunos quehaceres sencillos en la casa, apenas regresaba a casa.
En ese periodo tuve el mejor puntaje en la clase. Fui felicitada por todos en el colegio en una ceremonia bastante ruidosa. Lo pude lograr manteniéndome enfocada en mis estudios, mis labores en la casa y con la ayuda de mi madre y la doctora Maxwell. Cuando no tomaba esa píldora, un dolor de cabeza muy fuerte me atacaba. A veces me hacía llorar del dolor, pero se quitaba rápidamente una vez me tragaba dicha gragea.
Llegó mi cumpleaños número diez. Mi madre me preguntó si yo quería algo, pero la realidad era otra. No podía esperar a ver al hada aquella. Le pedí que nos mantuviéramos juntas, que hiciéramos algo sencillo y nos fuéramos a dormir temprano. Ella aceptó, aunque se le hizo bastante extraño. Compró un pavo ya preparado y horneó una sencilla tarta. Se me hizo muy parecido a mi cumpleaños anterior pero me contuve de mostrar tristeza o dolor. Quería que mi mamá se sintiera bien. Por dentro aún sentía muchísimo temor. No me le quité ni un segundo del lado a mi madre. Mi única familia aparte de ella era mi abuela y ya sabemos como me trataba la señora.
Cenamos, nos reímos, vimos televisión y en cuánto empecé a sentir sueño, me fui rápido para la cama. Le pedí a mi madre que se acostara rápido. Quería que se fuera el día y que a mi madre no le pasara nada.
Y el hada se apareció, despertándome como hace dos años.
—¡La vida de los humanos es tan efímera! Lo siento, hija.
A pesar de estar adormilada aún, sentí como se me comenzaron a encharcar los ojos. Mis brazos no se movían.
—No llores. Siento mucho que tu padre haya fallecido. Y siento que no nos hubiéramos podido ver el año pasado.
—Te necesito. Deseo que…
—No, hija. El deseo que tienes no lo puedo cumplir.
—¡Pero!
—Pero nada, la vida es sagrada y va más allá de mis posibilidades. Hay cosas que simplemente no puedo hacer.
Me desperté totalmente. Estaba llena de rabia de nuevo. En la oscuridad intenté volver a notar la apariencia física del hada. Era un poco diferente. Sus alas ya no brillaban y el polvillo que dejaba caer eran solo unas pequeñas láminas sin mucho fulgor.
—Lo mismo me dijiste hace dos años. Me dijiste que aparte de eso podía pedir cualquier otra cosa. ¿Qué más me vas a prohibir?
—Pues…
—Pues nada, me mentiste y me sigues mintiendo.
Ya estaba llorando. Mi incapacidad para mover la cabeza hacía que se me hubieran empozado las lágrimas en mis ojos. Por más que pestañeaba, no fluían hacia los lados.
—Debes entender hasta donde puedo llegar, Angela. Son prohibiciones que siempre han existido. No podemos jugar con el tiempo ni con los seres vivos.
—Mi padre está muerto.
—Lo sé.
—Y murió por un accidente hace un año.
—Lo sé.
—¿Y entonces?
—Angela, intenta pedirlo. Intenta malgastar tu deseo en algo que es imposible. No me responsabilizo de ello.
—Pero…
Su voz se tornó tosca. El grito que soltó fue terrible, como algo que un animal salvaje haría.
—¡Pide el deseo de una buena vez!
Solo supe responderle de la misma manera.
—¡Pues entonces, deseo que mi padre vuelva a vivir, como si no se hubiera accidentado hace un año!
La luz de la habitación se encendió.
Mi madre entró en mi cuarto con los ojos encharcados de lágrimas. Yo estaba aún inmóvil en la cama. Giré mis ojos a ver el lugar donde estaba antes el ser aquel. Se había esfumado.
—¡Madre!
Ella se arrodilló en el borde de la cama, lágrimas fluyendo fuertemente. Me agarró el brazo, que aún estaba inmóvil. Me preguntó si algo había pasado. Ella había escuchado mis gritos desde la sala, pues no había podido ir a dormir aún recordando a mi padre. Le dije que no podía moverme. Ella intentó sentarme en la cama, pero era inútil. Para mi, mi cuerpo era un lastre en este momento, algo flácido de lo que no tenía ningún control.
Mi madre corrió bajando las escaleras a llamar una ambulancia por teléfono. Allí, con las luces bien encendidas, busqué con mi mirada al hada. No podía verla. Sin embargo, escuché como me susurró al oído, justo en tanto las campanas del reloj viejo de la cocina repicaron.
—¡Hasta el próximo año, hija! ¡Feliz cumpleaños!
Apreté mi mandíbula fuertemente y boté todo mi aire agolpado.
—¡Ni te vuelvas a aparecer!
Escuché la misma carcajada que en ocasiones anteriores, desvaneciéndose lentamente en el aire.
Mi cuerpo volvía lentamente a recobrar su movimiento. Mi madre llegó unos minutos después, preocupada porque había escuchado otro alarido. El cansancio me consumió y me quedé profundamente dormida mientras ella me vigilaba.
Me desperté al siguiente día en un hospital. Tenía cables conectados a mi cabeza y dos tubos en mis brazos, mi madre al lado observándome. Anoche, la ambulancia había llegado y los médicos habían intentado despertarme. Como no lo lograron, pensaron que había sufrido un golpe en la cabeza y decidieron llevarme por prevención. El médico allí no había logrado tampoco despertarme, así que me examinó por todas partes, aunque no encontró nada raro. Me hicieron exámenes, rayos X y muestreos. Nada fuera de lo normal. Además, ahora que ya había pasado la noche podía moverme sin problemas.
Tenía en la punta de la lengua las ganas de decirles que había un “hada” que me visitaba cada día de mi cumpleaños, que me paralizaba y que me obligaba a que pidiera un deseo. Pero si mis compañeros y padres hace años me habían tratado como una loca, no podía imaginarme algo mejor de parte de un médico o de mi madre de nuevo.
Ella se notaba bastante alterada. A menudo confrontaba a los médicos o las enfermeras, diciendo que no quería que se repitiera la historia de mi padre. Yo solo podía decirle que eso no me iba a pasar, que todo iba a estar bien.
Al cuarto día de observación los médicos concluyeron que era algo psicológico, porque físicamente todo estaba en orden. Me desconectaron del aparato de la cabeza, los tubos de los brazos y llamaron a la doctora Maxwell.
Ella llegó en un momento en que mi madre estaba trabajando. Ella comenzó a preguntarme acerca de los síntomas, lo que sentía, lo que había ocurrido desde mi punto de vista, como lo hacía normalmente en su despacho. Ella se había ganado mi confianza, así que le conté. Le relaté con lujo de detalles la apariencia física del hada, lo que me pedía, el primer día que había aparecido, como a la media noche cuando el reloj del abuelo sonaba ella desaparecía, su voz suave cuando estaba calmada, su voz terrible cuando estaba enojada, como su apariencia física había desmejorado conforme los años pasaban.
Yo esperaba que la doctora se levantara y me señalara de loca, o me juzgara sin mayor razón. Al contrario, tomó un par de apuntes, me miró a los ojos fijamente, me acarició la cabeza y dijo que debía hablar con mi madre. Se despidió afectuosamente de mi, habló con una enfermera, firmó algunos papeles y se retiró.
La enfermera diligentemente me puso en una silla de ruedas y me llevó a un área de recreación para esperar que mi madre regresara. Una vez ella llegó, recibió las noticias de los médicos y cuidadosamente nos regresamos a casa.
Fue un respiro para mi volver a mi hogar. Lo extrañé, aunque solo estuve por fuera cinco días. Temía un poco de estar sola en mi habitación, pero si el “hada” aquella no me había mentido, solo podría regresar el día de mi cumpleaños. Aún así le pedí a mi mamá si podía dormir con ella y ella accedió.
Al siguiente día fuimos a la consulta de la doctora Maxwell y ella nos dio una nueva píldora. Esta la debía tomar siempre antes de dormir. Me permitiría dormir con tranquilidad y eliminaría cualquier posibilidad que sufriera de nuevo esta parálisis extraña. Ella me explicó que aquella hada no era real. Solo existía en mi cabeza y algo o alguien la había plantado allí. Con esta medicina, dicha imagen desaparecería para siempre.
Mi madre estaba preocupada acerca de la mezcla de la medicina regular de por la mañana y esta nueva. La doctora le aseguró que no iban a causar ningún problema y que si seguía mejorando, eventualmente podíamos dejar de usar la de la mañana.
Esa noche dormí perfectamente. Tan así que no me enteré cuanto tiempo había ocurrido desde que me acosté. Los próximos meses fueron increíblemente positivos. Llegó la navidad, el descanso de invierno y el cambio de clase.
Ya había terminado la primaria, con honores a pesar de mis faltas de asistencia, así que era hora de comenzar la escuela secundaria. Mi madre seguía trabajando normalmente y a pesar que no nos dábamos muchos lujos, vivíamos cómodamente. En la secundaria ya podíamos vestir la ropa que quisiéramos, así que fue más fácil para mi escoger que ponerme. Comencé a tener amigos y formamos un equipo inigualable de estudiosos en mi clase. Nos llamaban todo tipo de palabras, pero como estábamos juntos entre todos nos defendíamos. Los profesores nos defendían.
Fueron los meses más provechosos de mi vida. Comencé a escribir pequeños relatos que distribuí a mis amigos y profesores.
Una vez fueron mis amigos a la casa y charlamos hasta tarde, hicimos las tareas y jugamos un juego de mesa. Mi madre nos preparó una cena fabulosa, a pesar de venir cansada del trabajo. Se mereció muchos abrazos y besos.
Faltando dos meses para mi onceavo cumpleaños, la doctora Maxwell opinó que podía dejar de tomar la medicina de la mañana. Mi progreso era notable y ya podía tomarla un día de por medio o solo cuando fuera necesario. Si me daba mucho dolor de cabeza por la ausencia de la pastilla, podía tomar una aspirina o algo así. Me dio una nota que debía cargar siempre en mi maleta y una cajita de aspirinas.
El primer día que no la tomé fue horrible. Sentía que mi cabeza me pesaba y extraños picos como si fueran agujas clavándose por todos lados. Me tomé la medicina para el dolor y con el tiempo se me fue quitando. No tenía el mismo foco que usualmente tenía, aunque hice mi mejor esfuerzo. Al siguiente mes, mis notas habían cambiado un poco. Mi mejor amigo y mayor rival estaba comenzando a superarme y no lo podía permitir.
Con el tiempo me fui acostumbrando a no tomarme la medicina, aunque mi mejor amigo y yo nos disputábamos los mejores puestos.
Y llegó mi fiesta de cumpleaños. Todo el día me la pasé con miedo. No me quité del lado mi mamá un minuto. Afortunadamente había ocurrido un día de fin de semana, así que pude estar con ella. Mis amigos vinieron, me dieron diferentes regalos y pasamos unas horas muy divertidas. Mi mamá notó como bromeaba y me divertía con mi mejor amigo.
Cuando ya todos se fueron, mi mamá me preguntó si me gustaba él, aunque yo no comprendí a que se refería. Pasamos la noche juntas, ella explicándome a que se refería, como se hacían los bebés, acerca de cuidados y precauciones, la charla de “las abejas y los colibries”. Hablar de colibries me recordó al hada. Aquella noche me tragué la medicina sin dudar y terminé durmiendo en su misma cama, todavía con un poco de temor.
Juro que tuve un sueño. En este el hada me contaba un cuento, pero lo único que recordé fueron cuatro palabras.
—¡El próximo año será!
Creo que no es necesario contarte mucho acerca del siguiente año. Bueno, quizá te cuente que mi mejor amigo y yo nos volvimos novios, creo en invierno. En primavera, la doctora me quitó del todo la medicina de la mañana. Seguí teniendo una racha de excelentes notas en mi escuela, una de mis amigas del club de estudiosos tuvo que marcharse de la ciudad, mi mamá recibió una cantidad de dinero de parte de un seguro de vida de mi padre y compramos uno de esos “computadores” de los que todo el mundo hablaba.
Comencé a usarlo y aprendí a escribir pequeños “programas”. A mi novio le encantaba ir a casa a usar ese computador y nos escribíamos cartas tontas de amor escondidas en programas que hacíamos.
Mi cumpleaños número doce llegó. Mi novio me regaló un casete con música y programas de computador. ¿Cómo lo hizo si él no tenía computador? Nunca lo supe. En esta ocasión la fiesta fue muy especial. Aunque mis invitados eran pocos, comimos y jugamos hasta que nos cansamos. El vecino se acercó a casa y estuvo hablando con mi madre durante la fiesta.
Por la noche, dormí como era usual en mis cumpleaños con mi madre. Me tomé la medicina como era usual y el hada no apareció. En esta ocasión no tuve ningún sueño.
¡Fui curada! ¡La maldición se rompió! Al otro día celebré mi liberación.
Lo sé, calma, calma, ya estamos por llegar al presente.
En el siguiente año, un par de cosas interesantes pasaron. Primero, mi novio y yo nos vimos desnudos. Mi madre no había llegado a casa aún y nos metimos a mi habitación. Comenzamos a hablar de lo que habíamos visto en clase de biología. Me empecé a sentir un poco extraña y ambos nos quitamos la ropa. Pude verlo todo de él y él vio todo de mi. Me causó muchísima curiosidad el cuerpo de los chicos, como es tan diferente al mío, como tiene otras cosas. Él también apreció mi cuerpo con mucho detenimiento. Nos vestimos con rapidez antes que llegara mi madre. Durante el año repetimos esto unas cinco o seis veces. Hubo una ocasión en la que nos acostamos en mi cama juntos en pelotas abrazándonos. No sabía que era lo que hacíamos pero ambos nos sentíamos muy extraños y recuerdo que el corazón se me quería salir de la garganta.
Mi mamá comenzó a verse con el vecino muy a menudo. Él venía a visitar con frecuencia e incluso cenaba con nosotros de vez en cuando.
Cumpleaños trece, pasa sin novedades. Mi madre me compró una memoria de expansión para mi computador, además de una palanca nueva, así que mi novio y yo ya podíamos hacer programas más complejos e interactivos. Con mis ahorros compré un libro para aprender a programar.
Usando dicho regalo y mi libro nuevo escribí mi primer juego, una copia de ese juego de comer galletas del que todo el mundo habla en televisión. Copié lo que pude basada en lo que veía. En mi ciudad no había un “arcade”. Ahorrando, mi novio compró su propio computador, el de la competencia. Tenía que conectarlo al televisor de la casa, lo cual le trajo muchos problemas con su familia. Igual opinaba que era buena idea que aprendiéramos de ambos aparatos. Copió mi juego y lo convirtió a las instrucciones que entendía el computador de él.
El club de estudiosos se convirtió en el club de computación. En la escuela comenzamos a recibir clases de uso de los computadores y mi grupo tenía las mejores notas de todo el colegio. En recompensa, nos daban acceso a los computadores de la escuela, manuales, discos flexibles, casetes con diferentes programas y libertad para hacer lo que quisiéramos una hora al día, sin supervisión adulta.
Otros dos chicos de nuestro club se enamoraron también, y protagonizaban larguísimas faenas de besos durante esa hora. Mi novio y yo de vez en cuando nos besábamos, pero siempre nos enfocábamos en jugar, programar o leer juntos.
Unas semanas antes de mi cumpleaños catorce, mi mamá me confesó que estaba saliendo con el vecino, como si fuera un gran misterio. El señor me parecía bastante amable y colaborador, ya se había divorciado hace dos años de su esposa y ahora estaba recuperando su vida, pues solo quedó con el automóvil y la casa. Me dijo que nunca me iba a pedir que le dijera padre, pero que esperaba que yo lo respetara.
Yo no iba a preocuparme por ello, pues al final de cuentas era la vida de mi mamá. El vacío que le había dejado mi padre no se iba a llenar fácilmente, pero al menos estaba buscando la felicidad. Sentía en mi corazón que ambas íbamos a olvidar paulatinamente a mi padre. Yo ya no pensaba en él muy a menudo, a pesar de todo lo que pasó. Para evitar olvidarlo, robé una de sus fotos del álbum y la guardé en mi habitación. Quería siempre recordarlo como era: amable, gentil y brillante.
Un día antes del cumpleaños número catorce, tuve cita con la doctora Maxwell. Se me encharcaron los ojos. Ella se iba a jubilar y por lo tanto, dejaría de ser mi psicóloga. Canceló mi receta de imipramina, aquella medicina de la noche; y me recomendó que era mejor que la dejara de tomar. Al fin de cuentas ya tenía muchos años de mejoría y ya no había sombra de aquellas imágenes mentales. La doctora nos recomendó un nuevo médico, el doctor Philas, un sicólogo renombrado que se había interesado particularmente en mi caso.
Yo estaba petrificada. Mi cumpleaños era mañana y la posibilidad de que dicha hada apareciera me causaba una gran ansiedad. El resto de la última cita fue un trabajo profundo con la doctora para calmar mis dudas, para asegurarme que estaba en control, que yo llevaba las riendas de mi mente.
Nos despedimos con mucha nostalgia, le agradecimos todo lo que hizo por mi y le deseamos lo mejor. Configuramos una cita con el doctor Philas para la próxima semana.
Se llegó mi cumpleaños. En esta ocasión fueron los chicos del club de computación que hicieron toda la organización. Consiguieron la torta, decoraron la sala de computadores con globos y serpentinas; y me regalaron cada uno un pequeño programa o juegos para mi computador. Mi novio me regaló unos pases para el parque de atracciones más cercano. Quería que fuéramos pronto.
Una vez regresé a casa, mi madre y su novio estaban esperándome. Habían preparado una cena bastante elegante. Mi madre me entregó aquel conjunto de escritura, el mismo que me había regalado mi padre años atrás. Mi madre lo había guardado todo este tiempo. Con ello entendí que ella no se había olvidado de él y que siempre lo llevaba en su corazón. Recibí de ella también una impresora para mi computador y una caja con hojas de papel.
El vecino me regaló otros juegos y una cajita con una llave. Me dijo que debía resolver el acertijo y al resolverlo y usar la llave, encontraría un tesoro.
Una vez terminamos de cenar, mi madre y su novio fueron a la sala a disfrutar de la televisión y yo me marché a mi habitación para instalar la impresora y probarla. Eran las nueve y veinte de la noche y ya me sentía agotada. Apagué todo, desconecté el computador y la impresora; y me lancé aún con la ropa puesta encima de la cama. Sentía que se me olvidaba algo muy importante, pero no le presté atención.
Faltando media hora minutos para las doce de la noche me desperté.
Sabía lo que estaba pasando. Sabía lo que iba a pasar. El hecho de no poder moverme era claro. Había olvidado tomarme la medicina.
—Hola hija, ¿te olvidaste de mi?
Moví mis ojos en un gran círculo. No podía ver el hada en ningún lugar. Era una voz en mi mente, era algo que no existía. ¡No existía! ¡Lo sabía! La doctora Maxwell nunca me mentiría.
—¡Y aún así aquí estoy! ¡Feliz cumpleaños!
—No eres real.
—Pues… ¡Si que lo soy!
Sentí como algo me tocó la punta de la nariz, exactamente como aquella hada lo había hecho hace unos años.
—No eres real, eres solo algo que mi mente ha inventado.
—¿Oh, si? ¿Así que te comiste entero lo que aquellos loqueros te dicen?
—¡No hables así de la doctora Maxwell!
Se carcajeó.
—Yo hablo de cualquier humano como se me plazca.
Sentí como se posiciono cerca de mi nariz. Pude sentir su aleteo e inhalar su aroma. Ahora si pude reconocer el olor. Era el olor al prado recién podado, mezclado con tierra húmeda, al olor de una roca que ha estado tostándose en el sol por horas, el olor del tronco de un árbol, de una hoja de limoncillo que uno ha pisado mientras camina por un bosque.
—¿Y bueno, cumpleañera, vas a pedir un deseo? La vez anterior estabas intoxicada, la anterior a esa también. La anterior a esa te conté una historia fabulosa, acerca de mi mundo, pero estabas envenenada también.
Tuve una gran idea.
—¡Deseo que…
—No, no, no, no. Lo siento, hija, pero ese deseo es total e irrevocablemente imposible.
—¿Cómo diantres?
Sentí como mi corazón se iba a salir de mi pecho. Intenté moverme. Quería agarrar a este ser y aplastarlo con todas mis fuerzas, destruirlo, degollarlo, arrancarle las alas y partirlas en mil hojas. Mis ojos se llenaron de lágrimas y mi mandíbula se apretó fuertemente. El bicho comenzó a burlarse con fuerza, al punto que dejaba de ser una voz humana y se convertía en la voz de una bestia.
—No puedo creer que pudieras creer que eso estaba permitido. ¡No puedes desear que yo desaparezca totalmente! Eso crea una paradoja, porque yo soy quien al fin te va a conceder el mismo deseo. Así mismo, todas esas ideitas de lastimarme no serán posibles, hija. Yo poseo tu cuerpo en este momento y solo hasta cuando yo desaparezca es que te podrás mover. No has aprendido nada en todos estos años, ¿eh?
Las lágrimas no dejaban de fluir. Respiré profundo e intenté gritar. De mi boca solo salió un hálito.
—No después de la última vez, no te permitiré gritar. Nosotras también aprendemos de ustedes.
Las memorias regresaron. Noté que el bicho ya no brillaba y me era imposible ver algún destello que este emitiera, o algún polvillo que cayera, como años atrás.
—Me has dejado esperando siete años por saber tu deseo y este año es el año. Así que a ver, ¡desea!
—¿Por qué me sigues presionando para hacer esto? ¿Qué ganas tú concediéndome este deseo?
El hada volvió a reírse como una bestia poseída.
—¿Yo? Yo no gano nada. Es solo que mis hermanas y yo necesitamos un nuevo dios.
Su elección de palabras me preocupó. ¿Qué estaba diciendo?
—Ustedes humanos, con sus grandes cerebros, su inteligencia desbordada, su inmenso potencial, pero sus pobres y efímeras vidas. Todos los días mueren humanos, ayer murió tu padre, mañana tu madre y millones de otros humanos más.
Volví a llorar. Hablé con mis dientes apretados.
—¡No le harás nada a mi madre!
De nuevo la risotada.
—Oh, para nada hija, no tocaré ni un cabello de tu madre. De hecho no me es permitido. ¡Ves, es algo equitativo! Así como ninguno de tus perniciosos deseos pueden ser cumplidos, yo no puedo hacerle daño a nadie.
Pensé unos segundos. Debía haber alguna forma.
—Dices que necesitas un nuevo dios. ¿Yo que tengo que ver con ello?
—Pues, te lo diré porque me caes bien, pero necesitamos… Digamos, un nuevo dios. Pedirás tu deseo, se te cumplirá y cuando cumplas quince años te convertirás en nuestro nuevo dios. Esas son las reglas.
Nada de esto tenía sentido. Su voz se tornó tranquila pero ligeramente manipuladora.
—Se que nada de lo que digo tiene sentido para ti. Al final de cuentas, eres humana.
El ser se posó encima de mi pecho. Dejé de sentir el viento que batía con sus alas.
—Nuestro dios anterior falleció hace siete años. Era un chico, igual que tú. Necesitamos un dios, alguien que construya nuestro mundo, que le de vida con la energía de su imaginación. Si no tenemos un dios, nuestro mundo se va desvaneciendo con el tiempo y perdemos nuestra magia, envejecemos.
Era deprimente creer que necesitaban a alguien vivo para mantener su vida.
—Así que, una vez nuestro dios muere, nosotras debemos salir al mundo de los humanos para buscar posibles dioses. Sin embargo, por si fuera poco, solo podemos presentarnos al frente de ellos el día de su cumpleaños. ¿Quién nos creó así? No lo sabemos.
—¿Y por qué yo, entonces?
El ser se quedó en silencio un momento.
—Dos razones. Primero, naciste el mismo día que nuestro dios anterior murió. Segundo, de todos los niños del mundo humano que nacieron este día eres de los pocos que tienen el potencial imaginativo y creativo para crear y reconstruir nuestro mundo, de darnos vida. Desafortunadamente, contándome yo misma solo quedamos cinco hermanas. Hace siglos eramos millones de seres. Pero la humanidad dejó de creer en nosotros. Su imaginación quedó pegada de la radio y la televisión, enredada entre lianas de ciencia.
No parecía mentir. De hecho, noté que nunca en todos estos años me mintió. Pecó por no aclararme las dudas, pero nunca me dijo una mentira.
—¿Y tiene que ser un niño? ¿Por qué hasta los quince años?
—No lo sé, es algo que ha sido así por siglos.
Aún no tenía sentido. Quien fuera el que había inventado este macabro juego por tantas generaciones, era un terrible creador.
—¿Alguna vez viste un libro antiguo? ¿Un cuento antiguo?
—Si, cuando era más niña.
—¿Tu crees que esas personas inventaron la existencia de nosotras?
—Pues, eso es lo que siempre me dijeron mis padres y profesores.
—Exacto, porque los humanos siempre buscan respuestas y cuando nada les satisface, prefieren no creer.
—¿Y por qué la medicina que tomaba hacía que no te pudiera ver?
—Por que te dormía tan fuertemente que me era imposible despertarte. Vine, como todos los años, pero no pude despertarte con nada. Era como un veneno.
Me puse a pensar. Estas criaturas nos llamaban seres efímeros. Desafortunadamente sus propias vidas eran aún más efímeras.
—¿Y si no deseo nada hoy como los años pasados?
—Nada pasará para ti. Pero probablemente yo muera. Mi energía se acaba. Aposté mi vida en ti. Mis otras hermanas tampoco han tenido suerte con sus ahijados. Es muy complicado cuando solo puedes salir una vez al año a buscar humanos. Cuando eramos muchas, era más fácil, pero ahora es un caso perdido.
Sentí un poco de tristeza. Era cierto que esta criatura me había manipulado en el pasado y había hecho de mi vida un desastre indirectamente, pero el hecho que tuviera que recurrir a estos medios para lograrlo me parecía paradójico.
—Es el único medio que tenemos. Ojalá hubiera una mejor forma de hacerlo, pero con cada generación de humanos se nos vuelve más imposible.
—Si pido un deseo ya, ¿qué ocurrirá conmigo?
—Tu deseo se cumple, así de fácil. Tendrás el próximo año para disfrutar de tu deseo. Exactamente en un año, volveré contigo y te llevaré al mundo de nosotras. Tu cuerpo quedará acá. Morirás para el mundo humano. Pero vivirás en nuestro mundo, nos darás vida, podrás crear un mundo donde el único límite es lo que imagines.
Tomé mi decisión.
—Está bien. Pediré mi único deseo.
La criatura echó a volar de nuevo.
—¿Qué deseas?
—¡Deseo que mi próximo cumpleaños sea mañana!
El hada dejó de batir sus alas y cayó encima mío. Su voz me parecía condescendiente.
—Creo que fui muy clara una vez pasada cuando te dije que no podemos controlar el tiempo.
—No estoy pidiendo que corras el tiempo. Estoy pidiendo que hagas que mi nueva fecha de cumpleaños sea mañana.
Sentí como el ser caminó entre mis pechos hacia mi cara.
—¿Estás renunciando a un año de tu vida, entiendes?
—Si, así es.
—Angela, nosotras usualmente no hacemos esto, pero ¿estás segura? Solo vas a tener un día más de vida en el mundo humano.
—Si, eso es lo que quiero.
Sentí sus dudas. Aún así, el hada madrina se levantó en vuelo, musitó unas palabras en no se que idioma era y comenzó a brillar con intensidad. Por fin después de tantos años pude ver su forma. Sus alas estaban rotas, su cuerpo delgado, lánguido y lleno de heridas. Su cara estaba llena de extrañas sombras, demostrando el cansancio de su existencia. Revoloteaba con dificultad, levantando sus delgados brazos hacia el cielo.
—Hija, no sé que te ha llevado a desear esto, pero que así sea. Hasta mañana.
El hada dijo esto y caí en un profundo sueño. Intenté musitar algo pero no pude. Lo último que pude recordar fue el reloj de mi abuelo en la cocina marcar las doce como todos los días. Esa noche no soñé nada.
Al siguiente día era el fin de semana. Me observé en un espejo. Mi cabello había crecido de la nada, mi cuerpo estaba más alto, más contorneado, mis senos habían crecido. Había crecido lo de un año en una noche. Bajé donde mi madre, quien me miró extrañada. ¿Qué había pasado conmigo? Me iba a llevar de nuevo al hospital, pero le dije que no era importante y que no quería perder el día encerrada en el hospital.
Le pedí que pasáramos el día juntas. Ella aceptó, aunque seguía un poco incrédula y preocupada. ¿Cómo había su hija crecido tanto en un solo día? Lo repetía una y otra vez.
Llamé a mi novio, le pedí que fuéramos hoy al parque de diversiones. Aceptó, aunque su tono de voz me sonó extraño. Cuando él llegó a mi casa notó las diferencias inmediatamente. Justo nos habíamos visto hace unas horas, así que sus memorias estaban frescas. No podía dejar de mirarme el pecho. Yo hoy medía unos centímetros más que él, a pesar que hasta ayer medíamos más o menos lo mismo.
Mi madre encendió el automóvil. Fuimos los tres juntos y nos divertimos como si no hubiera un mañana. Mi madre no quiso montarse en todas las atracciones, especialmente las más emocionantes, supuestamente “por su edad”. Mi novio y yo si las disfrutamos, en repetidas ocasiones. Comimos toda la comida basura que pudimos.
A la hora de regresarnos, le pedí a mi madre que me dejara en la casa de mi novio, yo me regresaría después. Sabía que sus padres no iban a estar allí. Me entregué a él. Fue increíblemente doloroso, pero muy hacia el final se tornó placentero. Una vez se llegó la hora de regresar, le di un beso y me despedí de él. Decidí que no iba a llorar y que en realidad esto solo sería un “hasta luego”.
Una vez regresé a casa, aun con mis entrañas adoloridas, mi madre me esperaba. Me abrazó fuertemente, me besó la frente y las mejillas. No me quería soltar. Pasamos así las últimas horas de mi vida, sentadas en el sofá, abrazándonos la una a la otra. Pareciera como si mi madre ya temía lo que iba a pasar. A eso de las once y media de la noche, mi madre se quedó dormida. La dejé en el sofá, le puse una frazada encima, le di un beso en la frente y fui a mi habitación.
Saqué el conjunto de caligrafía que mi padre me regaló hace años, lo abrí, comprobé que aún funcionaba la pluma y escribí un corto mensaje en una tarjeta con un motivo floral muy bonito, intentando hacer mi mejor letra. Una vez terminé, me recosté en la cama y cerré los ojos. Respiré profundo. Cuando el reloj de mi abuelo sonó, sentí como caía en el sueño más profundo que había tenido toda mi vida. Sentí como flotaba fuera de mi cuerpo, como mi cuerpo se veía pacífico y quieto, y de repente, la oscuridad.
Así es como llegué acá. No se cuantos años llevo en este mar de oscuridad, trabajando para el mundo de las hadas, pero tu presencia acá significa que mi tiempo ha terminado. No sé si desperdicié mi único deseo, no sé si lo que hice fue correcto. Quizá todo fue un error. Quizá no debí haber deseado nada. Pero el mundo gira y así fue como todo ocurrió.
¿Qué es lo que debes hacer como el nuevo dios de las hadas? No lo sé, nunca entendí y nunca me explicaron. Quizás solamente existir por un tiempo flotando. No tendrás mucho que hacer, de eso estoy segura.
Pero ahora me pregunto, tú, ¿en qué gastaste tu único deseo?