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Elisa le cuenta un pesado secreto a Efraín, uno que cambiará la forma en como ve a su esposa Marisa y a su hijo Tito.
«Traiciones de Pascua»
Marisa ya se había ido a dormir. Había sido un día horrible para ella. El niño no dejaba de llorar y solo quería mamar todo el día. No se llenaba el niño este con nada. Una vez ella se acostó, ojerosa, yo estuve con él haciéndolo que durmiera. Era lo menos que podía hacer por ella.
Lo mecía y lo mecía, y con lentitud sus ojos cerraba. Era increíble que fruto de los dos, esta criatura hubiese nacido. Era la mera estampa de la mamá, las mejillas, las cejas y la nariz. Era como si viese una foto de Marisa cuando era niña. De mi no parecía que hubiera heredado mucho. “Es hijo del lechero”, me dijo una vez mi madre. Pues no sé de que lechero, porque en la capital no hay servicio a domicilio.
Una vez nos casamos y después de aquella famosa desventura de la mudanza de mis padres, Marisa y yo continuamos viviendo en el mismo piso de la capital. Unos meses después de aquella situación, quedamos embarazados. Mis padres y los de ella no cabían de la felicidad de tener un nieto, el primogénito de ambas familias. Mi madre, que es más loca, estuvo viviendo con nosotros unos meses, ayudándonos con los cuidados del niño. En tanto Tito cumplió tres meses, mi madre se regresó con mi padre, pues primero le hacía falta, y segundo, él se había enfermado de un catarro. Ahora Tito tiene casi seis meses, y está creciendo cada vez más rápido. Las ropas que le compramos de recién nacido ahora las tenemos empacadas para las donaciones.
Una vez se quedó bien dormido, lo llevé a la cuna y lo arropé. Encendí el monitor inalámbrico y me fui al estudio para escribir un poco.
Abrí mi libreta, lamí la punta del bolígrafo y en tanto iba a escribir el primer trazo, mi teléfono se disparó en mi bolsillo, asustándome. Lo saqué. En la pantalla el nombre “Elisa Elliot” centelleaba con apremio. Me dirigí a la puerta del estudio, la cerré para evitar despertar a mi esposa y a mi hijo y contesté.
—Hola Elisa.
—Hola Efra. Buenas noches.
—¿Cómo vas?
—Muy bien, aquí monitoreando al niño. ¿Et tu?
—Trés bien.
Sentía un poco de tensión en la línea. La famosa pausa dramática de Elisa Elliot, aquella que indica que quiere que pesque la respuesta.
—Y bueno… ¿Ahora con que enamorado te peleaste? ¿El del bote de remos, o el del helipuerto en la puerta de la casa?
—¡Tonto! No es nada de eso…
—A ver, doctora Elisa Elliot… La soltera más cotizada de Pascua.
—Pos claro, no es si no meros hombres interesados… No es eso.
—¿Y entón?
Ella solía hacer esas pausas dramáticas desde pequeña. Me enternecía por los bonitos recuerdos, pero me daba un poco de rabia a la vez.
—He pedido vacaciones. Unos días, nada más.
Me mandé la mano a la boca y aspiré, con dramatismo.
—La doctora Elliot, ¿en vacaciones? ¡Uy, el comienzo del fin del mundo!
—Cállate que es en serio. Ya llevo trabajando mucho sin parar. Le dije a mi padre, quien me dijo que se iba a encargar de todo por una semana.
—Pues, al fin tú fuiste quien le quitaste el puesto.
—Me lo cedió, y tú lo sabes.
—Eso no fue lo que dijo la entrevista de hace unos meses… Y bueno, ¿qué planes tienes? ¿Has escuchado de Humilia? Dice que las playas allá son de perder la cabeza.
La misma pausa dramática.
—Pensaba en hacerles una visita a ustedes.
Ahora fue mi turno de hacer la pausa.
—Erm… Pues tú sabes que en nuestro lugar eres bienvenida siempre, pero… Con todo el corre corre con Tito, no creo que puedas descansar mucho aquí.
—Lo sé, lo sé, es solo que…
Tosió, aclarando su garganta.
—Debo contarte algo muy importante también.
—¿A mi? ¿O a nosotros?
Suspiró.
—A ti.
No pude aguantar más y me reí, un poco más fuerte de lo que debía hacerlo a esta hora.
—Déjate de cosas y dime de una vez… ¿Un chisme? ¿Te pasó algo?
—No fue a mi a quien le pasó algo…
—¿Y entón?
—Mañana llego en el tren de las diez y media. Si me puedes recoger sería muy bien, si no, llámame para no esperarte y tomar un taxi.
—Está bien… Mañana le diré…
—No es necesario que le digas. Incluso, no le digas.
—¿Por qué?
—Mañana te digo. Hasta mañana.
Colgó con velocidad. Era inusual que fuera tan críptica y misteriosa, además que me colgara tan rápido. Usualmente ella se podía pegar del teléfono por horas.
Ambas, Marisa y Elisa odiaban las fiestas sorpresa, por tanto no tenía sentido que Elisa quisiera mantener su visita en secreto, al menos que quisiera enojar a su gemela, cosa que sería bastante peligrosa, pero no inusual en ellas. Aunque se querían, se peleaban con frecuencia. Eran competitivas entre si.
La idea que Elisa viniese me tenía un poco inquieto, además de la ansiedad de lo que fuera que ella quisiera decirme. Imaginé que iba a ser una bobada, como usualmente lo era. Sin embargo, la seriedad en su voz me sacó de mi zona cómoda. No escribí mucho, esbocé un par de ideas en mi libreta y unos minutos después me puse a leer un libro que había dejado comenzado antes que Tito naciera.
—¿Para dónde vas?
Marisa me preguntó mientras amamantaba a Tito. Ya habíamos desayunado, y el niño estaba bien despierto, aunque no faltaría mucho para que se durmiera de nuevo. Yo estaba poniéndome un abrigo y calzándome.
—Voy a recoger a…
Paré en seco. Recordé que Elisa me había pedido que mantuviera su visita en secreto.
—Un nuevo libro. De la librería, me avisaron que ya había llegado.
Mentí. Yo era muy, muy malo para mentir. Era la primera vez que le mentía a Marisa desde que comenzamos a salir. No era una mentira completa, al fin si tenía que recoger el libro.
—Perfecto. Necesito que me traigas lo de la lista de compras. Ve en el auto.
—Claro que si, cielo.
Le di un beso a mi esposa, un beso en la frente a mi hijo y salí del piso. Una vez llegué al aparcamiento y me metí en el auto, llamé a Elisa.
—Hola Efra.
—Hola Elisa.
Podía escuchar en el fondo el sonido del tren traqueteando.
—Voy a recogerte, pero primero debo hacer unas compras.
—Perfecto. El tren está retrasado. Creo que llegaré en una hora y media.
—Listo, te espero en el frontal de la estación de tren.
—Allá nos vemos.
Colgó de nuevo. Se le escuchaba tensa, como si se hubiera tragado las palabras.
Fui al supermercado cercano a la estación y compré lo que estaba en la lista. Afortunadamente no era mucho y nada se echaría a perder si lo dejaba esperando en el automóvil. La librería no quedaba cerca, así que preferí esperar a después para recoger mi libro. Ya con la compra hecha y guardada en la cajuela del auto, parqueé al frente de la estación de tren. Mientras tanto puse un poco de música para distraerme.
Un par de minutos después, escuché que alguien golpeó mi ventana. Era Elisa. Abrí y salí para darle un abrazo. Se le veía feliz de verme, incluso un poco ansiosa.
—¡Hola Elisa!
—¡Efraín! Te ves muy bien.
—Y tú más.
Le abrí la puerta del co-piloto, tomé su equipaje, una maleta más bien grande, y la embutí en los asientos de atrás. Una vez hecho esto, me metí en el asiento del conductor.
—Ya hace varios meses que no nos vemos.
—Así es, desde que Tito nació.
Ella suspiró.
—Marisa se pondrá contenta cuando te vea.
Su semblante cambió. La potente sonrisa que tenía anteriormente dio paso a una especie de amargor.
—¿Qué pasó?
Puso su mano sobre la mía, en la palanca de cambios de mi automóvil.
—No me quedaré con ustedes. ¿Sabes dónde queda el Hotel Castellón?
—Si, si lo conozco… ¿Pero por qué no te quedarás en casa?
—Vengo para volarme de San Julio, y escapar de la sombra de mi hermana. Por eso no la quiero ver.
Fruncí el ceño. No tenía ni idea de que estaba hablando.
—Elisa, ¿qué pasó? ¿Mis suegros te están presionando por alguna razón?
Se tapó la cara con la mano, como cubriéndose con pena.
—No, no son ellos. ¿Podrías llevarme al hotel? Quisiera hablar contigo allí.
Encendí el automóvil, quitando mi mano de debajo de la de ella. Jamás me había tocado de esa manera, con si escondiera sus intenciones. Durante todo el trayecto, sentía que se había hecho un vacío de aire entre ella y yo. No hablamos, no dijimos nada. Ni siquiera aclaré mi garganta. En el fondo solo estuvo la radio de mi automóvil, emanando sonidos a muy bajo volumen. Ella parecía vacía. Miraba hacia afuera, sin siquiera observar.
Una vez llegamos al hotel, aparcamos en la zona de visitantes. Me bajé, le abrí la puerta, abrí detrás y saqué su valija. La acompañé a la recepción del hotel, arrastrando su equipaje.
Ella se registró en el mostrador y le dieron la llave. La seguí. Parecía que no era la primera vez que se hospedaba acá, se movía con precisión y eficiencia.
—¿Te has quedado acá antes?
—Muchas veces. Sobre todo cuando estuve estudiando.
—Yo pensaba que la universidad te había pagado la estadía.
—No, me pagó un estipendio mensual para costearme una renta, pero era muy poco. Tuve que tomar residencia en un lugar bastante retirado del campus.
—¿Y en casa de tus tíos?
—Para vivir con un buscapleitos como mi tío me hubiese quedado en San Julio.
Subimos a un ascensor.
—Cuando tenía exámenes, para evitar llegar tarde a la universidad, yo me venía para acá y pagaba una noche. La universidad está a unos diez minutos caminando.
Subimos hasta el piso seis. Ella continuó caminando por el pasillo, hasta llegar a su habitación. La abrió y entró. Yo la seguí detrás poniendo el equipaje a un lado de la cama.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar acá?
—Unos tres o cuatro días. Necesito de verdad descansar.
—¿Y me vas a decir qué en todo este tiempo no vas a ver a Tito y a tu hermana?
Se quedó callada, tirando su bolso de hombro sobre una silla y sentándose en la cama. Giró su cabeza para mirarme, su mirada bastante seria, incluso su ceño un poco fruncido.
—Tito no es tu hijo.
Mi cabeza estaba vacía, como si alguien me hubiera sacado los contenidos a cuchara. No sabía que decir. Solo pude expeler un manojo de sonidos inconexos, que no hacían parte de nuestro lenguaje, como si hubiera sufrido un derrame.
—Perdón que te lo haya dicho tan de golpe, pero es cierto, Tito no es tu hijo.
—Eso es imposible.
—En absoluto. En casa ya lo hemos discutido varias veces.
¿La familia de Marisa ya lo sabía?
—¿Y qué pruebas tienes de lo que dices?
—Ven, siéntate a mi lado.
Así hice.
Hace casi un año y medio, Marisa regresó a San Julio para ayudar a sus padres cuidando la casa mientras ellos se iban de vacaciones a la playa. Ya que aún estaba buscando empleo y Elisa mantenía ocupada con la notaría y ya vivía lejos de sus padres, ella fue la única opción que tenían para esto. Yo me quedé en el piso en el que vivíamos en ese entonces en la capital, pues aún tenía que ir a mi oficina de vez en cuando.
Una semana después ella regresó a mi, como si nada.
—Durante ese periodo, ella se vio en repetidas ocasiones con Mario. Él iba a nuestra casa todos los días en que ella estuvo allí, después de hacer el turno en la comisaría.
Me reí con desgano.
—Pues ellos son buenos amigos.
—Una vez que salí temprano de mi trabajo y tuve que recoger un par de cosas de mi vieja habitación, los vi salir de la habitación de ella, un poco apurados. Cuando los cuestioné, me respondieron con evasivas.
—Ella no me dijo nada de esto.
—Cuando le pregunté a ella a solas si te había contado, me dijo que no era necesario que tu te dieras cuenta. Desde ese momento me comenzó a sonar raro todo.
Comencé a calcular. Tito tenía cinco meses y medio. Si le sumamos las treinta y nueve semanas de embarazo… Los cálculos me encajan.
—Pero Mario… Ella rechazó a Mario todo el tiempo. ¿Recuerdas? ¿La historia de que él cayó a la tronera y ella lo despachó patitas en la calle?
—Esta es solo una teoría… Pero creo que ella ya cuando ustedes se casaron, se dio cuenta que le gustaba más él.
No sabía que pensar. Mi cabeza estaba hecha un ocho.
—Pero… Es Marisa… ¡Marisa! Tú que eres su melliza lo sabes más que yo, acerca de como es ella, de su seriedad, su firmeza…
—Ella cambió mucho cuando ustedes se casaron.
Esa frase me cayó como un balde de agua congelada. Yo no me di cuenta, yo estuve a su lado todo el tiempo. Sin embargo, las personas de alrededor que no la veían con frecuencia si pueden contrastar las diferencias.
—¿En qué sentido?
—En muchos sentidos para bien… Pero un par no tanto.
—¿Cómo?
—En lo bien está que ella comenzó a sonreír mas, a ser menos robótica y más humana. Aparte de eso, se comenzó a interesar más en el bien de nuestra familia. En lo mal está que dejó de lado su carrera para dedicarse a la casa, a pesar que fuera tan exitosa. Dejó de lado la investigación, la lectura, las artes, el ejercicio. Es menos de la sombra de lo que ella era.
Me sentí un poco ofendido. Sentí que ella lo enunciaba para hacerme sentir que yo era el directo culpable.
—Pues… Pues…
No supe que decir.
—¡Tú no te quedas atrás!
Ella se puso de pie, se paró al frente mío y frunció el ceño.
—¿A qué te refieres, Efraín Malverte?
—¡Tú también has cambiado! Ya casi no tienes enamoramientos fugaces, ya no vienes llorando a mis hombros cuando alguien te deja…
—¡Pues A, porque todos los hombres que vienen a mi, vienen solo con intenciones estúpidas! ¡B, no puedo montarme en un tren y dejar tirado mi trabajo para venir a berrear a tu hombro! ¡Además, Marisa me prohibió hacerlo contigo! Y C, mierda, Efraín… ¡Te me fuiste de las manos, a pesar que sabías que te amaba, hombre! ¡Mierda mi vida!
Se acurrucó en el suelo. Su cuerpo rebotaba por el llanto. Sus sollozos eran suaves y acompasados. Ella se abrazada a sus piernas con fuerza, sus puños bien apretados.
—Perdón, yo no…
Me levanté para acariciarle la espalda. Ella me palmeó la mano.
—No me toques. Vete, Efraín.
—Pero…
—¡Qué te vayas!
Iba en mi automóvil ya llegando a casa. No sabía que hacer. Aún estaba confundido por todo. Subí con la compra al piso.
—Dios mío, amor… Ya estaba preocupada. ¿Tres horas para traer las compras?
—Perdón, tomé un desvío.
—¿A qué te refieres?
Miré a mi hijo en brazos de mi esposa. O lo que hasta hoy creía que era mi hijo. De veras no se parecía a mi. Si algo, se parecía a Mario. Comencé a notarle rasgos en su cara, en sus brazos, en su mirada.
—Tomé un desvío, es todo.
Llevé la compra a la cocina y comencé a distribuir los contenidos de la bolsa. Marisa vino hacia mi.
—¿Pasó algo?
Pensé como decirlo. No quería quedarme con la espina.
—¿Has hablado con Mario recientemente?
A último segundo me dio miedo.
—No, nada. Por ahí un año o más.
Se mandó la mano a la boca.
—¿Le pasó algo?
—No, no. Solo quería saber si has hablado con él.
—¿Y entonces? ¿Qué te tiene tan agrio?
Respiré profundo mientras metía las verduras en la nevera.
—Marisa… Tú…
El timbre del apartamento sonó. Al levantarme me dí duro en la cabeza con la puerta del congelador del refrigerador. El dolor era sordo, pero menor que el nudo que tenía en el pecho. Marisa abrió la puerta.
—¡Lisa!
—¡Risa!
Elisa había venido a nuestro apartamento. Preferí quedarme en la cocina.
—¿Cuándo llegaste? ¿Qué demonios haces acá?
—Llegué hoy y vine a ver a mi sobrino. ¿Dónde está mi niño?
Marisa vino por mi a la cocina.
—Amor, vino Elisa, ven a saludar.
—Ya voy.
Dejé como estaba y fui a la sala.
—¿Cómo está mi niño? ¡Cuchi cuchi cuchi!
Elisa tenía a Tito en manos, haciéndole cosquillas en la barriga y emitiendo sonidos ridículos. El niño se reía.
—Hombre, ¿por qué no nos avisaste que venías? Efra hubiera ido a recogerte.
Tragué un taco de mi garganta.
—No quería molestarlos, ya están ocupados con el niño.
—¿Y tu equipaje?
—Ah, no me quedaré acá, me quedaré en un hotel. Estaré tres días en la capital.
Todo esto me traía un recuerdo de esta mañana. Una vez soltó a Tito en brazos de su madre se dirigió a mi.
—Efraín, te ves muy bien.
—Y tu más.
Me abrazó como si lo de esta mañana hubiera sido solo un sueño.
—No, Risa, no me quedaré acá. Vine a descansar del trabajo y darle un vueltón a mi sobrino.
—¿Pero si te hubieras quedado acá…?
—No nos mintamos… No hubiera descansado.
Marisa se carcajeó.
—Tienes la razón.
Elisa y Marisa estuvieron juntas en la sala charlando toda la tarde, tomando el té, arrullando a Tito y jugando con él mientras estaba despierto. En tanto continué trabajando en el estudio, de vez en cuando dándoles la vuelta para ver como estaban y si querían algo.
—Elisa, Marisa, ¿desean algo más?
—¿Qué dices, Lisa? ¿Quieres algo más?
—Un esposo como Efraín.
Seguían riéndose a sus anchas. Marisa se dirigió a mi.
—¿Podrías prepararnos más té? ¿Y nos traes las magdalenas que están en la despensa?
—Claro que si.
Elisa se levantó del asiento.
—Mientras cuidas a Tito, yo le ayudaré a Efraín, me da pena que se enrede y arruine la tetera.
—Eso no va a pasar…
Elisa me comenzó a empujar a la cocina.
—Vamos, vamos, sin chistar.
Marisa se reía de toda la situación. Hacia mucho tiempo que no la veía tan alegre.
Una vez en la cocina, Elisa me arrinconó contra una esquina y comenzó a susurrar.
—Perdón, perdón por haber sido tan grosera hace un rato.
—No hay problema.
—Si pudieses olvidar todo lo que dije…
—Básicamente te le declaraste a un hombre casado y con hijos, no solo eso, el esposo de tu hermana, ¿y crees que va a ser fácil para mi olvidarlo?
—Por favor. Me dejé llevar por el enojo.
—Eso no reduce la gravedad de lo que hiciste.
—Pero si que me sirvió. Me desahogué.
Suspiré.
—Desde que te haya ayudado…
—Claro que si.
Me separé del rincón y comencé a preparar el té. Ya no teníamos que susurrar.
—Y bueno, ¿cómo van las cosas en San Julio?
—Todo en orden. El tiempo no pasa allá. Pero el negocio está muy bien, solo el mes pasado una caravana de matrimonios se fue desde acá para divorciarse, mucha mucha plata.
Gritó.
—¡Ya saben a dónde van si se van a divorciar!
Comenzó a reír. Su sonrisa me pareció trágica. Desde la sala, un graznido llegó a nuestros oídos.
—Jaja, muy graciosa tu. Yo a Efraín no lo suelto ni porque comenzara a oler a pez.
—Solo digo, solo digo.
Una vez entrada la noche, Elisa se levantó, dispuesta a marcharse del apartamento. Ya había terminado mis quehaceres por el día y estaba arrullando al niño. Durante todo el tiempo lo observé con cierto desdén, analizando sus facciones de cerca.
—Amor, ¿podrías llevar a Lisa a su hotel? ¿Ya que la ingrata no se va a quedar aquí?
—Hombre, te digo que quiero descansar. Mañana vuelvo a pasar un rato.
Le pasé a Tito a mi esposa, mientras me ponía un abrigo. Se dieron sendos besos, abrazos y despedidas, incluyendo al chico.
—Ah, Lisa, antes que te vayas, ¿dónde te estás quedando?
—En el Farallón.
Le mentía. Farallón era un hotel campestre que quedaba en las afueras de la ciudad. Castellón queda a unos veinte minutos caminando.
—Uy, ¿por qué tan lejos?
—De nuevo… Quiero descansar.
—Con más razón que Efraín te lleve. Hasta mañana.
—¡Hasta mañana!
Descendimos las escaleras al aparcamiento. Yo estaba un poco atónito.
—Le mentiste acerca del hotel.
—Necesito hablar contigo. Y para ello necesito tiempo.
—¿Y ahora de que más me quieres hablar?
—Vamos al automóvil.
Una vez en él, y ya habiendo salido del garaje, volvió al mismo mutismo de la vez pasada.
—¿No qué necesitabas hablar conmigo?
Se quedó en silencio todo el trayecto.
Una vez llegamos al hotel, ella salió por su cuenta, sin esperar que le abriese la puerta. Se empujó con tanta rapidez que se torció el tobillo y cayó de plano en la acera. Yo salí corriendo de mi asiento a ayudarle.
—Elisa, ¡por Dios! ¿Estás bien?
Su cara demostraba bastante dolor.
—Estoy bien, estoy bien.
La ayudé a levantarse. Ni podía asentar el pie.
—¡Mierda mi vida!
Recordé el encuentro más temprano en el día.
—Tendremos que llamar a un médico, o algo.
Suspiró.
—Por ahora llévame a mi habitación, por favor. Desde allá llamaré al servicio médico.
Asentí. Paso a paso nos internamos en el hotel, ella cojeando profusamente. El recepcionista se acercó a nosotros preguntando si necesitábamos algo. Ella lo despachó, asegurándole que si lo necesitaba los llamaba.
Comenzamos a subir en el ascensor.
—¿Te duele mucho?
—Por Dios, Efraín, que me parto el pie. ¡Ahora si que voy a descansar!
—Necesitas ayuda médica.
—Qué no todavía, hombre.
A pasitos llegamos a su habitación. Ella abrió y comenzó a dar unos saltos como de conejo para tirarse en la cama.
—¿Me ayudas?
—¿A qué?
—A quitarme los zapatos, necesito ver que coñ… Que demonios tengo.
Asentí. Le zafé los zapatos, unos botines bastante bonitos de color bermellón. Las medias se habían recogido en la punta del pie, haciendo que la piel se pusiera de color rojo al contacto con el cuero. Sus pies eran bonitos, pequeños, con dedos bonitos, una composición preciosa, que muchas veces atrás admiraba, en tanto nos citábamos cuando niños.
—¿Te gustan?
Levanté la mirada.
—No, en absoluto.
—¿Seguro? Recuerdo que cuando niños los mirabas con muchas ganas.
—¿Ganas? ¿Qué demonios dices?
Se comenzó a reír.
—No te hagas el que no te das cuenta.
Miré detenidamente el tobillo, no estaba particularmente inflamado. Lo toqué suavemente.
—¿Puedo?
—Por favor.
Masajeé su pierna, especialmente la parte dónde se había lastimado. Con cada movimiento, ella emitía una especie de gemidos por el dolor, casi gruñidos. Me comencé a preocupar. Levanté la cabeza para ver su semblante. Respingaba los ojos con fuerza.
—Aunque no lo veo inflamado, parece que estás muy adolorida.
—No pares, por favor.
—Está bien.
Por unos minutos más continué friccionándole el pie. Sentía que de alguna forma hacíamos algo un poco indecente, y más que todo gracias a sus extraños gemidos. Su respiración era ligeramente sincopada. Me levanté como un resorte, también un poco lleno de elación.
—¿Por qué te detuviste?
—Elisa, creo que esto no es lo correcto.
Suspiró.
—No veo en qué. Ilústrame.
—¿Estás derivando algún otro tipo de placer de mis acciones?
—Tonto, ¿en qué sentido?
Sus palabras decían una cosa, su tez sudorosa y enrojecida, y los cabellos adheridos de su frente decían otra.
—Me voy. Llama al seguro médico.
—Espera, espera… ¿Por qué no te quedas…?
—¿Qué me quede? ¿Qué tipo de propuesta me estás haciendo?
—¿Me vas a dejar sola aquí?
—Dios mío, Elisa, yo tengo esposa, ¡tu hermana! Tengo un niño al que volver.
—Que bien te pudo haber engañado, y que bien puede no ser tu hijo.
—Nada me lo confirma aún. Adiós.
—Espera. Espera.
Abrí la puerta y la tiré a cerrar. Durante todo el trayecto al frontal del hotel daba pasos fuertes, golpeados. Mis puños estaban hechos rocas. Al pasar por la recepción, el empleado se me acercó, preguntando acerca de su huésped. Le pedí que llamara al servicio médico, que ella se encontraba muy mal, pero que yo ya me tenía que marchar.
Subí a mi automóvil y regresé en un chasquido de dedos donde mi esposa e hijo. El niño ya estaba durmiendo, y mi esposa me esperaba ansiosa en la sala. La besé y la abracé como no lo había hecho en ya meses.
—¿Pasó algo?
No sabía que hacer.
—Tu hermana no se está quedando en el Farallón, si no en el Castellón.
—Pero ese queda cerquita.
—Así es.
—¿Y entonces por qué te demoraste tanto?
—Bajándose del automóvil, ella se lastimó el tobillo. La acompañé hasta la habitación y en recepción le llamé al servicio médico.
No le mentí, pero no le di toda la información. Me sentí con mucha culpa.
—Dios mio, la llamaré.
—No, déjala tranquila, estaba agotada.
—Veo.
—Vamos a dormir, ¡qué día tan pesado tuvimos!
Asintió. La besé de nuevo.
Al siguiente día, Elisa se apareció en la tarde, equipaje en mano. Yo regresaba de la oficina, en tanto la vi a ella en la sala. La maleta estaba en la entrada aún.
—¿Elisa?
—¡Vengo a quedarme! ¡No puedo estar lejos de este precioso!
—¿Y tu tobillo?
Me miró como si me fuera a matar.
—No tenías que haberle contado a Risa, se preocupó mucho. Pero está bien, está bien. El servicio médico vino apenas te fuiste. El tobillo está en orden, solo era el dolor latente de la torcedura.
Sentía que todo era un acto que ella estaba haciendo. La recriminé con la mirada.
—¡Qué bueno!
—Elisa se quedará en el cuarto de huéspedes. ¿Podrías por favor llevar su equipaje?
No era la primera vez que tenía que cargar o arrastrarlo. Lo moví al cuarto de huéspedes.
—Ah, amor, ¿podrías también cambiar la ropa de cama?
—Claro que si, cariño.
Se quedaron hablando hasta tarde. Tito se durmió en un trucar de dedos, seguro por que la tía jugó con él toda la tarde. Después de cenar todos juntos y hablar de temas inconsecuentes, recuerdos de viejas épocas, me senté en el estudio con una taza de té para escribir un poco. Estos dos días habían sido un remolino y no había adelantado nada de mis obligaciones personales.
Mi esposa caminó hacia mi, abrazándome por la espalda. Elisa esperó en el umbral de la puerta.
—Amor, estoy agotada. Me voy a dormir temprano.
Eran las nueve y treinta, ya muy pasada la hora normal para ella dormirse. Me giré, me levanté y la besé y abracé profundamente, como con intención que Elisa me viera.
—Hazle compañía a Elisa y vigila a Tito por un momento más, ¿te parece?
—No me parece adecuado. Yo estoy concentrado en mi escritura.
Me miró con ojos pedigüeños.
—Ella se marcha mañana temprano, es lo mínimo que puedes hacer.
Suspiré y la miré. Tenía una sonrisa extraña. No sabía que hacer.
—Está bien.
—Gracias, amor.
Me volvió a besar. Mi esposa era única, si no un poco inocente.
—Hasta mañana a ambos.
Elisa entró y tomó asiento en una silla auxiliar que teníamos dispuesta. Marisa se despidió y salió, sin antes devolverse y bromear.
—Ojo con engañarme, ¿eh?
Elisa se sonrió.
—¿En tu propia casa? ¡Qué tal! Ni yo tengo tan malos modales.
Ambas se carcajearon. Yo seguía sin saber que hacer. Marisa cerró la puerta del estudio a sus espaldas para que el ruido no se propagara por la casa.
Continué escribiendo, aunque ya más disperso que antes.
—Marisa es bastante única.
—Y que lo digas.
Se levantó de la silla y caminó alrededor mío.
—Es increíble la selección de tomos que tienes acá.
Tomó uno de los libros, lo ojeó rápidamente y lo volvió a depositar. Hizo eso mismo con varios.
—Hace parte de la colección de los dos. Queremos inculcarle a Tito desde chiquito el gusto por la lectura.
—Maravilloso.
Seguía tomando libros a la suerte, abriéndolos, mirando un par de hojas y volviéndolos a poner. Decidí concentrarme en mi historia.
—¿Qué te hizo cambiar de parecer en quedarte acá?
Sin previo aviso, me abrazó por la espalda, clavando su cara en mi hombro, su boca a par de centímetros de mi oreja. Susurró.
—Quería verte…
Una corriente me recorrió la espalda.
—Dios mío, Elisa, te estás propasando…
—Solo un minuto, Efraín. Déjame vivir mi fantasía solo un minuto.
—¿Cuál fantasía?
—Aquella en la que tu y yo nos enamoramos, nos besamos todos los días, vivimos juntos, hacemos el amor todos los días…
Acercó su boca muy peligrosamente a mi oído. Sentía su vaporoso jadeo en los pelillos de la oreja. Me levanté, soltándome de ella.
—¡Elisa, despierta! Esa fantasía no existe. Estoy casado con Marisa, soy feliz, tengo un hijo, mi vida está completa a su lado.
—Pero, ¿qué tal si ella si te engañó con Mario? ¿Qué tal si…?
—¿Qué tal si Tito no es mío? Creo que es algo que Marisa y yo tenemos que conversar, y tu ni tu familia se deben inmiscuir.
Sentí que el calor se me subía a las orejas. Elisa me hacía una seña de que bajara la voz.
—Hasta mañana Elisa, espero que mañana muy temprano te marches.
Recogí el monitor de la habitación del niño, abrí la puerta y me marché, dejándola a ella sola. Fui a la cama donde mi esposa dormitaba, aunque por mis alaridos estaba un poco despierta. Me desvestí rápidamente y me metí en la cama.
—¿Qué fue ese ruido?
—Tu hermana, amor. Tu hermana.
Suspiró.
—Mañana hablamos.
La abracé por la espalda, la besé y la acaricié un poco. Ella se contorsionaba del placer.
—No, amor, no… No con Elisa en casa.
—¿Qué ha de importar?
Lo pensó unos segundos y se giró hacia mi para luego besarme por largo, muy sonriente.
—Solo un momento, ¿está bien?
A la mañana del tercer día, en tanto yo había terminado de hacer mis abluciones y vestirme, Elisa ya estaba en la puerta de la casa, con su equipaje al lado. Marisa estaba con el niño en sus brazos.
—Amor, lleva a Elisa a la estación del tren. Ella debe estar en treinta minutos, pero quiere marcharse temprano.
Era hora de resolverlo todo.
—Marisa, Tito es mi hijo, ¿no cierto?
Ambas se quedaron congeladas. Marisa reaccionó primero.
—¡Por Dios, Efraín, ¿qué cosas estás diciendo?!
—¿Es o no es?
Hizo vibrar sus labios como Tito hace cuando hace burbujitas con su saliva.
—¿Lo dudas? ¡Claro que es tu hijo! ¡No he estado con otras personas más que tu!
Señalé hacia Elisa.
—Pues hazle entender a tu hermana eso… Entre tus papás y ella están creyendo que es hijo de Mario.
Elisa se quedó aún más boquiabierta.
—¿De Mario?
Marisa se largó a reír. Me pasó a Tito con rapidez, para luego apoyarse en contra de la pared, convulsionando de la risa, dándole golpes al muro.
—¿De Mario dicen?
No podía parar de soltar carcajadas. Elisa y yo nos mirábamos con la vista vacía. Una vez se calmó, con lágrimas en los ojos, y sus gafas empañadas, me miró.
—Ay, Efraín Malverte, si que me haces reír. ¿De Mario? ¡Jamás!
—¿Y entonces…?
Miré al niño en mis brazos.
—¿Por qué se parece un poco a Mario?
—Pffft. ¿En dónde?
No sabía ni que decir.
—Los ojos, los brazos…
—¡Hombre! Si son los mismos ojos tuyos, ¡qué no lo notas! Y los brazos, está muy chiquito para poderlo identificar. Además, mírale ese lunar que tiene en el culo.
Lo giré y le moví el pañal un poco. Efectivamente, tenía un puntito café en la nalga.
—¿Y de quién será ese lunar? ¿Y el que tiene en la espalda? Y el de la punta del…
Me sonrojé.
—Está bien, está bien. No sé ni porqué me dejé creer de las cosas de tu hermana.
Marisa se fue hasta Elisa, mirándola fíjamente a los ojos.
—Y en cuando respecta de ti… ¿Por qué le metes esos bichos a Efraín en la cabeza?
—Pues es que… Esas visitas de Mario la última vez que estuviste en San Julio…
Marisa miró al techo.
—¡Ah! ¡Oh! Ya recuerdo. Creo que es mejor que hables con él cuando regreses a San Julio. Creo que te llevarás una sorpresa.
Miré el reloj de la sala.
—Creo que es mejor que nos vayamos marchando. Ya ves, Elisa. Todo lo que me has dicho era un gran malentendido.
—¡Y que lo digas!
Le dí un beso a mi esposa y un besote más grande a mi hijo.
—Te amo, cielo.
—Y yo a ti, loquillo.
Agarré la maleta de Elisa y comencé a bajar. No había pronunciado ni una palabra hasta ahora.
—Cuida bien de este hombre, Risa, porque si no, alguien te lo va a arrancar.
—De mi cuerpo sin vida, Lisa. De mi cuerpo sin vida.
—Hasta pronto.
—Hasta pronto.
Se dieron un abrazo que duró hasta que yo metí la maleta en la cajuela. Una vez ella se subió al auto, arranqué con rapidez. Llegamos en silencio y con rapidez a la estación de trenes.
—¿Sabes algo?
—¿Dime?
—Lo siento mucho por todo.
—Más te vale.
—Esto no cambia lo que siento por ti.
—Pues vete olvidando.
—Pero ya me di cuenta que es un imposible.
—Más que imposible. Mi esposa y mi hijo van primero.
Suspiró.
—A ver si aparece alguien tan idóneo como tu.
—No pidas clones, mujer.
Sonrió con fuerza.
—Efraín Malverte solo hay uno.
Abrió la puerta y ambos emergimos. Saqué su maleta y se la entregué. Nos abrazamos.
—Que bien que te ves, Efraín.
—Y tu más.
—Nos vemos a la próxima.
—Y no más loqueras, por favor.
—No hago promesas.
—Saludos a mis suegros.
Mientras arrastraba la maleta y se internaba en la estación, me quedé apoyado contra el automóvil. Qué jueves tan poco adecuado.
—Jueves.
Suspiré.
—Tengo que ir a trabajar.
El suspiro se volvió una exhalación y la realización que ya estaba tarde para ir al despacho.
—¡Tengo que ir a trabajar!
Me monté en el automóvil, acelerando a toda prisa, camino a mi trabajo.