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Un recuento acerca de una leyenda campesina de las montañas alrededor de mi ciudad natal.
«La leyenda del perro con el hocico hundido»
Esto no es una historia de la vida real. Pero quizá lo podría ser. Queda a juicio de ustedes, mis queridos lectores, hasta dónde creer y desde dónde imaginar.
Hace varios años, en los largos (o incluso cortos) fines de semana mientras estaba en la universidad, era normal querer distraerse no simplemente quedándose en la ciudad, divagando en centros comerciales —para los cuales no había dinero para comprar—, o buscando exóticas comidas —para las cuales no había dinero para pagar—, o tratando de parecer suficientemente elocuente ante mis pares, lo cual era casi un cincuenta cincuenta.
A menudo nos retirábamos del enjambre urbano para terminar en recónditos lugares de las veredas alrededor de la ciudad, a las cuales se accedía subiendo a un cómico pero incómodo bus de aquellos que llamamos “escalera” en mi país, o en un registro más humilde, una “chiva”, que aunque precariamente, puede subir los montañosos relieves de la geografía de mi ciudad y mi país, franqueando francamente peligrosos parajes por los cuales no creeríamos un aparato de tal magnitud pudiese atravesar. Incontables veces mis amigos y yo mirábamos nuestra vida pasar frente a nuestros ojos al ver los precipicios por los cuales rodaríamos en caso que la fricción del automóvil con el suelo jugara en nuestra contra.
Pero esto nunca nos pasó. Por algo aun estoy escribiéndoles.
Resultado de ello, a menudo, se armaban interesantes interacciones con los habitantes de dichos lugares, en las cuales lo cotidiano quedaba reducido a un quinto plano y sus vivencias se convertían en núcleos alrededor de los cuales giraban leyendas y mitos que distaban bastante de aquellas que siempre son repetidas, como la Patasola o la Llorona.
Y aunque estas dos son más famosas que las demás, y están siendo olvidadas por las nuevas generaciones y su explosión de información, deseo de todo corazón que continúen siendo transmitidas hacia el futuro. Es notable entonces que de aquel par aún se puedan encontrar registros en repositorios e internet y cualquier joven con curiosidad abundante puede buscar y encontrar una interesante cantidad de información respecto de ellas.
De esta que voy a relatar aquí, no tanto. Es un cuento más local, del cual un manojo de personas conoce, y por eso quería homenajear al plasmarlo en letra.
Esta historia es acerca del “perro con el hocico hundido”. Sé que el nombre no suena atemorizador, y que después que hablemos de este nos vamos a reír juntos, aunque en diferentes momentos y con diferentes intensidades.
Es normal para las casas del campo, especialmente las más humildes, tener uno, o varios animales de compañía que vigilen celosos los confines del terreno. Es una parte maravillosa de la interacción que llevamos con los perros, y de dónde radica la denominación del “mejor amigo del humano”. Sin embargo, los humanos somos seres increíblemente crueles, y no bastando descargar nuestra ira hacia nuestros pares, algunos nos dirigimos hacia nuestros compañeros de viaje en la Tierra y soltamos nuestra ira contra ellos, quienes no tienen mayor capacidad de expresar sus sentimientos, incluso cuando aquellos seres no tienen la culpa de nada, ni siquiera de sus impulsos e instintos.
Es algo tan abyecto y doloroso para mi, que me cuesta incluso escribirlo.
Ocurrió entonces que un vecino de una de aquellas veredas, caminando bastante borracho desde la taberna del centro del pueblo hacia su casa, bajo el manto de la oscuridad y sin mayor iluminación, casi tambaleándose precariamente en el empedrado, escuchó un suave chillido que emergía de la mitad de la carretera. El tipo se aproximó a la fuente del sonido, arrancando de su cinturón una vieja linterna de metal, una de esas que podía ser usada como bolillo para defenderse. La encendió y apuntándola a la carretera, notó un pobre perro que había sido atropellado, quien sabe hace cuántas horas, y yacía allí expirando sus últimas notas.
El hombre, quien más bien sabía nada de veterinaria, decidió recoger al animal y llevarlo a su terreno, quizá con más ánimo de regalarle al animal un descanso hasta el momento que este expirara. Él ya tenía dos perros en su finca, un tercero, sin mayor esperanza de vida, no sería un problema.
Sus otras compañías corrieron al olfatear el aroma de su humano, en tanto se aproximó al portón de su terreno. Los dos perros comenzaron a ladrar con fuerza, pues reconocían que el hombre llevaba un congénere de ellos en sus brazos. Una vez en casa, la esposa del hombre se despertó ante el ruido y lo recibió ensangrentado, con la pobre criatura en su regazo. Los animales de la pareja se mostraban curiosos e inquietos ante la situación.
La imagen era terrible. No la describiré porque no hay suficientes lágrimas en el mundo para derramar ante tan impresionante situación. Su estado era fatal y definitivo, y el campesino lo sabía. Un par de horas después, durante las cuales la pareja estuvo en vela al lado de la criatura, el animalito encontró la paz.
Entre los dos lo llevaron a un terreno más alto, cavaron un agujero más bien profundo, depositaron el cuerpo allí y lo taparon.
La pareja pronto se olvidó de la situación, aunque en un par de ocasiones, mientras el hombre bebía en exceso, se escapaba de su boca la inquietud de saber de quien era aquel animal, o tratar de encontrar el culpable de tal dicha. Desafortunadamente nunca encontró ello y con el pasar del tiempo se borraba de su memoria la situación.
Unos años después, el pueblo comenzó a ser frecuentado por unas caras no muy amables, quienes habían descubierto que era un lugar perfecto para cometer fechorías, pues la ley estaba bastante lejos, ocupada del caos de la ciudad, y era más bien conveniente para hacer uno que otro acto delictivo sin mayores represalias.
Los vecinos de la vereda veían incapaces como de repente, tipos extraños llegaban amenazando la paz del lugar, amedrentando con armas y golpes a quienes no se acogieran a su presencia. Llamar a la ley era una pérdida de tiempo, pues la mitad del tiempo ni siquiera acudían, y la otra mitad en tanto llegaban no hallaban nada, pues los intrusos estaban bien informados o incluso, tenían cómplices en las entidades.
Incluso era peor para los pueblerinos, pues en tanto los agentes se retiraban, los intrusos se descargaban amenazando a los habitantes, incluso llegando a terminar la vida de un par de ellos, como muestra de su aparente superioridad y a modo de escarmiento.
En una de sus sesiones de beber para olvidar, el hombre se quejaba con sus conterráneos acerca de la presencia de dichas personas, que ya estaban comenzando a cobrarles un dinero como “renta por vivir” allí, una “vacuna”, como si los intrusos fueran los verdaderos dueños del lugar. Desafortunadamente, los ingresos que los campesinos percibían por la venta de sus producciones agrícolas era cada vez era menor, y con ello su capacidad de subsistir se volvía más precaria.
Una vez sintió que debía regresar a su casa, el hombre se incorporó y de nuevo tambaleándose, caminó bajo la luz de la luna. A mitad del camino, y sin notarlo, una potente luz le iluminó por detrás, acompañada del horrible rugido de una de esas motocicletas que aquellos intrusos usaban. El hombre, tratando de cubrir sus ojos de la encandiladora luz, no notó que esta se acercaba cada vez más, el bullicio cada vez más fuerte, hasta el momento en que recibió un golpe pleno en el estómago, que le sacó el aire y lo arrojó al suelo. El ruido y la luz siguieron de largo, hasta un poco más arriba, en dónde parecían regresar para una segunda ronda.
El hombre temía por su vida. Soltó la linterna de metal que siempre cargaba de su cinto, sosteniéndola con fuerza con ambas manos. La motocicleta y sus conductores se aproximaban con rapidez, haciendo alarde de su ruidoso aparato. Él sabía que hacer. Se lanzaría hacia el precipicio, intentando agarrarse de alguno de los muchos árboles. Los intrusos no conocían los recovecos de la montaña, eran nuevos allí. Él, en cambio, había pasado toda su vida, desde que era un mocoso, allí.
Se persignó, respiró profundo, y en tanto escuchó que la moto estaba bien cerca, ya listo para lanzarse en plancha, escuchó un fuerte gruñido, mientras observaba la sombra de un rabioso animal que galopando se abalanzó hacia los sujetos. La moto y sus pasajeros se desestabilizaron, siguiendo en línea recta a través de la curvilínea senda, dirigiéndose derecho hacia el precipicio, dejando una estela de polvo y un ruido mecánico que soltaba ecos en tanto descendía cientos de metros.
El hombre estaba aún asustado. ¿Qué había sido aquel animal? Aquellos ruidos no parecían naturales, no eran como los de sus dos fieles perros. Levantándose con lentitud del suelo, aún aferrándose a su linterna, se aproximó al acantilado en el lugar dónde aquel aparato cortó las ramas de los árboles y descendió como un bólido llevándose a sus atacantes. La encendió, apuntándola hacia abajo. Se fijó en los arbustos, en los troncos y en las raíces. No había ni rastro de los sujetos ni de la motocicleta. Se dejó caer de nalgas al suelo, suspiró y miró al cielo. Se persignó de nuevo, apagando la linterna y volviéndola a colgar de la cintura.
Decidió por alguna razón regresar al pueblo. Si alguno de sus conterráneos aún estaba por ahí, necesitaba hacerles saber lo que había ocurrido. Caminó un par de metros, ya más sobrio por cuenta de la adrenalina. Solo fue en tanto dio otras zancadas que sintió que algo lo seguía por detrás, con una respiración agitada, quizá un poco ronca. Unos pasos delicados, pero que aún así removían las piedras.
Al principio no quiso ponerle atención, pues todavía estaba un poco acalorado. Sin embargo, la incesante persecución comenzó a preocuparle. Con su mente aún nublada, se giró, chistándole a la criatura que lo seguía, y extendiendo su mano recta, indicándole a lo que fuera que lo seguía que se fuera para la casa.
Los gruñidos y la respiración agitada continuaban, incluso aumentaban de intensidad. El hombre encendió su linterna y la apuntó a la dirección del ruido, pero no podía ver nada. Olfateó su respiración y pensó que de veras estaba muy borracho. Decidió ignorarlo y seguir regresando al pueblo.
Allí, ya solo quedaba uno de sus compadres, bastante mal y casi tirado en el suelo. Le comentó la situación con lujo de detalles, pero el tipo no le prestó nada de atención. Al final, habló con el dueño de la cantina, quien le escuchó, pero no parecía interesado en la situación, incluso parecía un poco asustado. Si eran de aquellas peligrosas personas, era mejor no involucrarse. El campesino entonces se regresó a su casa. En tanto llegó, sus perros no dieron tregua y le ladraban constantemente. Esto fue muy extraño para él, pues el resto del día eran más bien mansos. Durante todo el recorrido del portón a la casa, sus animales tomaron distancia pero no paraban de ladrarle.
Su esposa se despertó por tal ruido y él aprovechó para contarle acerca de lo ocurrido. Ella no le creyó y se limitó a pensar que era algo que había pasado por borracho, él tenía el aliento fétido a etanol. A la final se acostaron a dormir, y aunque los perros continuaron inquietos, amaneció.
Al día siguiente, los animalitos continuaron haciendo ruido. El tipo se dedicó a las labores de su terreno, cosechando unos árboles frutales. Por casualidad, se aproximó al lugar dónde habían enterrado al animal hace unos años y encontró la fosa desenterrada. Se le hizo muy extraño, aunque pensó que posiblemente había sido alguno de sus perros. No veía nada sospechoso tampoco, a exceptuar la ausencia del esqueleto del animalito. No parecía haber sido cavada con una pala, más bien como si se hubiera abierto por el clima. No le prestó más atención y continuó.
Después de la recolecta, bajó al pueblo para vender la producción en la plaza de mercado.
Notó que, a pesar que la gente estaba interesada en sus productos, no le compraban como era acostumbrado, y más bien, lo evitaban. Se preocupó un poco y habló con uno de sus compadres, quien también había bajado.
Al tipo se le veía también incómodo, evitando acercarse mucho. A la final confesó que el campesino tenía un extraño olor bastante penetrante y pungente, como a carne podrida, como a mortecina.
El hombre se asustó. Él se había bañado bien el día de hoy, y aunque había sudado un poco, no percibía tal hedor. Se olfateaba las axilas y el pantalón, y aún así no podía percibirlo. Encargó a su amigo de vender la producción y se regresó a la casa.
Los perros continuaban con el ruido, persiguiéndolo y ladrando insistentemente. En la casa, su esposa estaba un poco preocupada pues no era usual que su esposo hubiera regresado a casa a esa hora. Tampoco captaba el olor. Olfateó a su esposo por todas partes, y aunque si tenía olor a sudor y a tierra, no era un olor a muerte.
El campesino se bañó de nuevo y cambió sus ropas. Mientras tanto, su esposa decidió comprobar la situación con uno de sus vecinos. Fue a casa de este, pero en tanto se aproximó a la mujer, dice, que fue golpeado por un hedor tan fuerte que no pudo acercarse más y huyó de regreso. Era el mismo olor a mortandad.
Era algo en la casa, estaban seguros. Hicieron una limpieza completa con jabón de lavar la ropa, de pisos a techos, incluso lavaron la cocina y el frontal de la casa. Terminaron ya entrada la noche. El hombre quiso ir a calmar su sed en la taberna, así que se fue de regreso al pueblo. Allí, sus conocidos también se habían congregado, incluyendo el que más antes le había confesado del abyecto olor. En tanto se aproximó, los tipos le increparon. El hedor no se había ido. Con machetes en mano, no lo dejaron entrar en la taberna, pues según ellos, era como el olor de un trozo de carne que alguien ha dejado al sol y al canto por una semana. El tipo no sabía que hacer. Aburrido, regresó por donde había ido.
Por tres días, los campesinos no salieron de su terreno, subsistiendo con los recursos que tenían a mano. Habían sido completamente alejados por sus vecinos, quienes no querían tener nada que ver con ellos. El hombre quería que ambos bajaran a la ciudad para ver si algún médico podía ayudarles con ello, pero nadie los transportaría hasta abajo con este horrible aroma y caminar hasta allí hubiera sido un esfuerzo bastante fuerte. Ellos podrían bajar a pie, pero regresar subiendo la montaña era prácticamente imposible.
A la tercera noche, mientras ya dormían, la familia escuchó unos tiros bastante cercanos. Ambos se despertaron bastante asustados. El hombre salió con machete en mano, linterna en la otra para ver que pasaba. Los dos perros lo seguían de lado, que aunque todavía alborotados, parecían estar más acostumbrados a la situación y no parecían tan desesperados como en días anteriores.
En tanto llegó al portón observó que un grupo de aquellos peligrosos sujetos estaba en un automóvil negro, y a la par del carro, un par de hombres, quienes parecían sus vecinos, estaban tirados en el suelo, en unas poses innaturales, quietos y congelados. El hombre se asustó, apagó la linterna y se agazapó en el piso.
Los tipos lo habían notado, desafortunadamente, y emergieron del carro con armas en sus manos, gritándole para que saliera. Él se quedó muy quieto. Los perros lo delataron, pues comenzaron a ladrar fuertemente. Uno de ellos ya lo había encontrado, y aproximó a él. En tanto lo vio, le puso el cañón del arma en la cabeza, gritándole palabras soeces.
De repente, de la nada, un gruñido salvaje hizo eco en la oscuridad, un jadeo constante e incesante, como enfermizo. El ruido de un trote sobre el prado y la piedrilla rebotó entre los árboles. Escudándose, el tipo se lanzó hacia atrás, soltando la pistola en alguna parte y a la final dejando salir unos alaridos ahogados y húmedos.
Los otros sujetos se acercaron al otro para auxiliarle, pero ellos a su vez también eran atacados por la criatura. El hombre levantó la cabeza y miró alrededor. Sus dos perros seguían ladrando con fuerza a su lado. Y entonces, ¿qué estaba atacando a aquellos personajes? Sus gritos eran horripilantes y los otros sonidos que escuchaba eran golpes, rasguños, sonidos de líquidos, como si alguien hiciera gárgaras, y forcejeos.
Después de un par de tiros que rompieron el silencio y salieron al aire, regresó la calma. No habían más voces humanas, solo un jadeo constante mezclado con gruñidos y los ladridos de sus perros. El hombre se levantó del suelo, arrastrándose un poco por si acaso.
Apuntó su linterna.
Allí, los dos cuerpos de sus vecinos continuaban en la misma posición al lado del automóvil. Sin embargo, desperdigados por el área, los cuatro cuerpos sin vida de los otros sujetos, cruelmente ensangrentados, hechos jirones, como si hubieran sido atacados por un león o un tigre. El suelo estaba tintado de un color carmesí por doquiera, un horrendo hedor a sangre ferrosa emergiendo por todos lados. El tipo se levantó del todo y al ver el horror de lo ocurrido, su estómago no aguantó más y se vació convulsionando.
Una vez descansó, comenzó a correr a la casa aunque desesperado y con ganas de gritar. A medio camino se tropezó y cayó al suelo, lastimándose la cara. La linterna voló unos pasos al frente. En tanto se iba a levantar, un hedor a heces, a carne muerta y descompuesta le impactó. Levantándose de golpe por tal olor, observó la sombra de algo que no había visto jamás en su vida.
Era un amasijo de huesos y carne, pulsando, jadeando, gruñendo. No podía distinguir la cara del tal animal, pero el podrido aliento le golpeaba la nariz como si lo fuera a hacer desmayar. El olor era impresionante, agresivo. De aquel cosa, emergía un sonido como húmedo, como si alguien tomara un trozo de carne y la tiraba contra la mesa de la cocina.
No pudo aguantar y soltó un grito desgarrado. Se incorporó con rapidez, casi gateando, dejando la linterna en el suelo y huyendo hacia la casa. Allí, su esposa le esperaba preocupada. Le contó todo lo que vio, incluyendo la apariencia de la criatura aquella. Cerrando la puerta con cerrojo, ambos comenzaron a mirar por las ventanas en caso que aquella cosa se aproximara. El hombre estaba en lágrimas, persignándose y rezando toda sarta de oraciones. La mujer intentaba apuntar con la linterna a través de las ventanas. No sabían que esperar ambos. Los dos perros del otro lado jadeaban y olfateaban el espacio entre la puerta y el piso, inquietos.
La mujer no veía nada, pero estaba segura que su esposo no había bebido. Él solo había salido a ver que habían sido esos disparos unos minutos atrás. Apagó la linterna y fue a consolar a su esposo, quien continuaba rezando y encomendándose a Dios. El tipo estaba mal, visiblemente afectado por toda la situación.
Su esposa se fue a la cocina y puso a hervir un poco de agua para hacer alguna bebida. Preparó un brebaje con plantas. Le sirvió un vaso a su esposo y se bebió otro ella. Entonces, encendió una vela en la mesa del comedor, prendió el velón que tenían en el altar de los santos y apagó la luz de la casa. El hombre no quería quedarse a oscuras, y parecía un maniático gritando.
Fue en ese momento que las velas se apagaron, una corriente de aire que entró de no se sabe dónde poniendo la casa en oscuridad total. Un horrible olor a carne podrida emergió del centro de la casa. La mujer estaba asustada, pero sacó fuerzas y encendió la linterna que aún tenía en mano. En medio de la casa, un cúmulo latiente de carne y huesos, gruñendo, emitiendo una respiración forzada, se levantaba. Era la cara de un perro, pero sin sus ojos, la piel hecha sangre, dientes entre amarillos y rojos mostrando cual afilados estaban, una trompa rota y ahuecada, una nariz manando líneas de baba ensangrentada que caían al suelo haciendo un charco. No aguantando más, la mujer agarró al hombre, quien parecía un lunático, abrió la puerta a golpes y arrancó a correr pueblo abajo, dejando atrás su terreno, los cuerpos extendidos sobre el suelo, el automóvil y los dos perros de compañía.
Una vez llegaron al pueblo, la esposa gritó pidiendo auxilio. Su esposo estaba tirado en el suelo, aún afectado por toda la situación. Muchos de los vecinos se asomaron para ver que era lo que ocurría. El sacerdote de la pequeña iglesia fue el único que salió a socorrerlos.
Le comentaron todo lo que había pasado, incluyendo la matazón que había al frente de su predio y de la horrible criatura aquella. El sacerdote concluyó que todo eso era un demonio, y que debían encomendarse a Dios, orar y tranquilizarse. Los instó a que se bañaran con agua bendita. Hizo unas oraciones especiales para las apariciones demoníacas, les esparció agua bendita en la cabeza y los invitó a que entraran a la iglesia y oraran hasta que amaneciera.
El párroco entonces llamó a la arquidiócesis de la ciudad, pues creía que era necesario que se hiciera un rito más fuerte. Luego, llamó a las autoridades, suplicándoles que subieran con rapidez.
Se hizo la madrugada y el cuento se regó entre todos los pueblerinos. Algunos de los que bajaban de las casas más arriba de la montaña ya habían visto la masacre y estaban visiblemente impactados por toda la situación. Las autoridades subieron, observaron la situación y estuvieron haciendo preguntas todo el día. La familia aquella fueron los más cuestionados, pues los hechos ocurrieron en el portón de su terreno. El hombre parecía catatónico, incapaz de responder. La mujer se limitó a responder lo que su esposo le había dicho y lo que ella había visto con sus propios ojos.
Las autoridades no se explicaban como habían fallecido los otros cuatro sujetos, pues parecían que los hubieran destrozado un animal salvaje. La policía se llevó a la familia a la ciudad para preguntarles más acerca de lo ocurrido en los cuarteles.
Una vez terminó la inquisición, les recomendaron que se quedaran en la ciudad unos días más. El hombre aceptó sin titubear, pero desafortunadamente no tenían dinero y no conocían a nadie allá. Los policías les ofrecieron una especie de cuarto pequeño por un tiempo, no muy distante de una especie de celda, aunque sin barrotes.
Ya habiendo descansado, el hombre recuperó su salud mental, aunque se veía aun un poco aprehensivo. En cuanto pudo, le preguntaba a toda persona cuanto veía si su esposa o él olían a muerte. No era así más.
La arquidiócesis de la ciudad fueron a verlos en la estación de policía, recogieron los indicios y realizaron unos ritos bastante particulares. Ambos fueron bendecidos y ungidos. El hombre no quería regresar a la finca, y menos su esposa. De la arquidiócesis les recomendaron que hicieran unos rezos y unos actos en su terreno para alejar al demonio aquel. El campesino se negó. Prefería dejar la tierra desocupada y venderla rápidamente, alejarse lo más posible de aquel lugar.
Sacando de dónde no tenían, se ubicaron en la ciudad, en unas residencias dónde debían pagar a diario. Unos meses después, vendieron la finca a uno de los mafiosos que estaban aterrorizando la vereda. No les importó en absoluto, solo querían irse de allí y no volver a ver atrás. La esposa comenzó a trabajar en labores varias y el hombre se comenzó a dedicar a la construcción. Jamás volvieron a pisar el terreno que atrás era suyo. Dejaron a sus animales de compañía allá, como una especie de bono por la compra. Comenzaron a forjar una vida nueva en la jungla de concreto que antes despreciaban.
Años después, se encontró por curiosidad con uno de sus antiguos vecinos en la ciudad. Aunque no quería saber nada de la vida de aquellos, el tiempo habiendo sanado las heridas mentales, no evitó escuchar de su voz las noticias.
En el pueblo se había establecido un comando de la policía, quienes han estado más pendientes de la situación. No se les había vuelto a ver a los peligrosos sujetos aquellos. En el terreno que antes era de su propiedad habían construido una casona enorme y lujosa, pero que ahora se encontraba un poco en ruinas, debido a la sospechosa muerte del cabecilla que la había comprado de ellos. Los perros que les acompañaban allí también habían desaparecido.
En la montaña las personas evitan acercarse mucho a dicho lugar, pues dicen que por las noches se escuchan extraños ruidos, aullidos, ladridos o gruñidos, aún a sabiendas que aquel lugar está vacío y que de día no se observa nada de ello.
Dicen que es ahora un lugar dónde hacen ritos paganos, dónde piras de fuego se ven desde la distancia en las noches, como si fuera una puerta al mismísimo infierno. La arquidiócesis lo niega todo, la policía procura no acercarse mucho y la municipalidad también mantiene su silencio.
¿Qué ocurre en aquel lugar? Nadie sabe. ¿Es este un lugar real? Quizá. ¿En dónde está? Bueno, creo que hay cosas que es mejor no decir, asuntos que es mejor no revelar, lugares que es mejor dejar desconocidos. Al fin de cuentas, el perro del hocico hundido está mejor allí, impaciente, jadeante, cuidando aún del lugar, esperando que sus humanos, aquellos que le rescataron justo antes de llegar su muerte, regresen.