semana 25
4 a 10 de marzo de 2.021
«Es solo un ciclo de cuentos hilados»

Tiempo aproximado de lectura: 25 minutos.

Es casi Día de Acción de Gracias y en uno de los aeropuertos más pequeños de Estados Unidos, varias cosas ocurren.

«Es solo un ciclo de cuentos hilados»

—Amor, tengo hambre.
—Te dije que comieras antes de que saliéramos de la casa. Sabes cuan caro es todo en el aeropuerto.
—¡Pero!
—Sin peros, Robert. Yo si desayuné y no me estoy quejando como tu.
—No importa, al fin yo soy el que va a pagar.
Mi esposa me miró como si me condenara.
—Y estamos justos de dinero.
—Es solo un sándwich de cinco dólares.
Entorno sus ojos al techo.
—Está bien, está bien, ve. Te espero acá. Recuerda que la entrada al avión en es una hora.
Mi esposa y yo íbamos camino para Nashville, a visitar a su familia para Acción de Gracias. No me emocionaba mucho, pero era mucho mejor que quedarme en casa solo. Es el problema de venir de un linaje de hijos únicos. Mis padres fueron hijos únicos, mis abuelos fueron hijos únicos, mis bisabuelos fueron hijos únicos y de ahí hacia arriba. No tengo tíos y no tengo primos.
Una vez mis padres fallecieron, y mis abuelos después, ya no había nadie con quien más relacionarme. Familia, que uno dijera. Es muy extraño pensar que uno es el único ser viviente de todo un linaje. De hecho, fue la frase que me hizo romper el hielo con mi actual esposa cuando la conocí.

Caminé hacia el McDonalds más cercano a la puerta de partida. Había un cúmulo de gente esperando por su comida, y aunque estaba con bastante hambre, sabía que no se demoraría mucho. Revisé el menú.
—Por Dios, ¿quince dólares por una Big Mac? ¿Viene con cubiertos de plata?
Continué andando por la explanada del aeropuerto pasando por restaurantes con costos de dos cifras o incluso más. Si había algo de nueve con noventa y nueve, me lo llevaba sin mirar atrás. Le di una vuelta, pasando de nuevo por la sala de espera donde mi esposa estaba leyendo un libro de su autora favorita. Debo confesar que sus libros me gustan también, pero me hago el tonto para que ella no se emocione mucho.

Del otro lado de la explanada, más negocios se abrían. Un letrero llamó mi atención desde la distancia, “Chili Dog + Bebida 16 onzas a 8.99”. Corrí como si hubiera encontrado un oasis en el desierto. Era el negocio más alejado, en una esquina. El lugar se encontraba vacío, una especie de bar de deportes, con unas doce pantallas encima de la barra y unas mesas para acomodar hasta cuatro personas. Era ligeramente oscuro, solo iluminado con unas anodinas luces azules. Si la comida era tan barata, ¿por qué no estaría más atestado? Ponían música rock suave de fondo, bastante adecuado para tener una buena charla. Quizá tenía una reputación terrible o el servicio era verdaderamente abyecto. Quizá todo el mundo alrededor mío se lo sabía mejor y yo estaba a punto de meter las patas.

Me dirigí al mostrador. Del otro lado sentada, una chica que parecía más desnuda que vestida notó mi intrusión.
—Oh, hola, ¡bienvenido!
—Si, hola.
El sombrero de la chica tenía más tela que el resto de su cuerpo.
—¿Puedo atenderte?
—Si, vi el letrero que tienen en la entrada. ¿Cómo es eso?
Se incorporó con rapidez, aunque tenía su vista un poco ida. Al ver el aviso abrió los ojos.
—Oh, si. La promoción de hoy. Por supuesto. Un perro caliente con carne enchilada y una Coca de 16 onzas. 8.99 más impuestos.
—Quisiera eso.
—Claro que si, ya te lo prepararemos.
Después de que me cobrara a la tarjeta débito, la chica volvió a sentarse detrás de la barra. No observé que era lo que ella estaba haciendo allí. Decidí sentarme en una de las mesas más cómodas en vez de la barra. En un par de las pantallas estaban mostrando un juego de no se que cosa. Era un deporte que jamás había visto en mi vida.
Estaba estupefacto. Anonadado. El universo se fue de mi vista y solo podía concentrarme en esa exhibición. Unos tipos corrían detrás de algo que no era una pelota, la tomaban en sus manos y luego hacían malabares con ella, para ser arrebatada por otras personas, quienes la tiraban lejos, rebotando aleatoriamente, para repetirse una y otra vez. Parecía que habían más reglas que poco a poco fui comprendiendo.

Una vez el partido finalizó, desperté como quien se ha quedado dormido con los ojos abiertos. De alguna manera habían pasado treinta minutos esperando por mi comida. Me levanté para ir a la barra. La chica estaba aún sentada en ese lugar, como si fuera un robot desconectado.
—Disculpa…
La chica no reaccionaba. Decidí hablar más duro.
—Óyeme.
Parecía congelada.
—¡Hey!
¿Estaba muerta? Miré a todos lados. Afuera del negocio no podía ver a nadie. En todo el tiempo que esperé mientras veía tal extraño juego, nadie entró al lugar. Dí un par de pasos hacia atrás. Corrí hacia la entrada del lugar, buscando con la vista un guardia de seguridad o un empleado. Entre el río de gente caminando no hallé ninguno. Me pasé al negocio del lado, una venta de artículos de viaje.
—¡Ayuda! La chica del bar está inconsciente tras la barra.
El tipo que atendía el puesto me miró detrás de su revista como si yo estuviera hablando en arameo.
—Por favor venga, o llame a Seguridad o a Emergencias.
Frunció el ceño y elevó una de sus cejas, levantó la mano y apuntó a la pared. Era un teléfono de emergencias. Sin dirigirme ni una palabra, regresó a la revista que estaba leyendo. Yo estaba muy rabioso, pero decidí priorizar a la chica. Corrí al teléfono y lo levanté.

Después de unos segundos y de comentarle a la persona del otro lado lo ocurrido, un anuncio recorrió toda la terminal. Dos agentes de seguridad se acercaron trotando, uno bastante alto me pidió mi identificación y el otro intentó socorrerla. Según lo que les entendí, era diabética y estaba descompensada. Unos paramédicos llegaron después y se la llevaron en un camilla. Ellos se fueron detrás, como una caravana.
Y… ¿Dónde estaba mi perro caliente?
—¿Perdón?
El negocio estaba vacío. Me hice cerca de la barra, me incliné hacia adentro y grité hacia dónde yo creía que estaba la cocina.
—¡¿Perdón?! ¿Hay alguien?
Nadie contestaba. Me pasé al otro lado de la barra, mirando a todos lados para asegurarme que no hubiese nadie que me viera. Decidí meterme a la cocina. Abrí la puerta con cuidado, asomando la cabeza. La horrenda luz azul aún continuaba hacia ese cuarto trasero, con un cúmulo de cajas y unas estanterías adornando las paredes. No parecía que existiera una cocina allí.
Me metí. Era un pasillo, todo azul, al final un par de puertas con una pequeña ventana de vidrio en el medio. Por las ventanas solamente podía ver la oscuridad. De aquí no saldría ningún perro caliente. Decidí regresar a la barra. Ya me temía que mi comida nunca iba a llegar. Salí a la explanada, agarrándome la panza.

—Vuelo número veinte treinta y dos, con destino a Nashville. Comenzaremos el proceso de abordaje.
Ese era mi vuelo. Salí corriendo de regreso a mi esposa.

—Disculpas por la demora, traigo un chili dog con… ¿Eh?
Llegué al bar de mi amiga, para verlo completamente vacío. ¿Qué había pasado?
—¿Anita? ¡¿Anita?!
Entré al lugar, recorriéndolo de punta a punta, antes poniendo la bandeja sobre la barra. En una de las mesas, había una billetera. La abrí. La licencia de conducción era de un tal Robert. Habían unos billetes, unas tarjetas bancarias y otros detalles. La foto de la identificación mostraba un tipo atractivo, con una barba en candado. Salí al pasillo y miré hacia lo lejos. No lo pude distinguir entre el gentío.
Debía regresar a la cocina. Tomé el teléfono de emergencia e indiqué que había un objeto perdido. Unos segundos después llegó el de seguridad, una torre monstruosa que si se me caía encima me podía lastimar.

—Hola Phillip.
—Hola Mitch. Mira, vine a entregar un pedido y ni Anita ni el cliente estaban.
Le pase la billetera al guarda. La abrió, observando la foto.
—Este tipo estuvo aquí cuando Anita se desmayó.
—¿Se desmayó?
—Si, temas de diabetes, aparentemente.
—Oh, es verdad.
—Ella está con los paramédicos así que no hay problema. Me llevaré la billetera, para que hagan el anuncio.
—Gracias.
Ya se había girado para regresar a su ronda.
—Mitch, pero, el bar de Anita está solo. ¿Qué hacemos?
Miró al techo.
—Llamaré a alguien.
—¡Gracias!
Di otra vuelta por el lugar, me aseguré que la caja estuviera cerrada y salí trotando de regreso a la cocina.

Otro objeto perdido. Otro día igual en este aeropuerto. Es uno de los aeropuertos más pequeños del estado y aún así este tipo de cosas ocurren. Igual, es normal que haya tanta gente, se acerca el día de Acción de Gracias. Tomé mi radio.
—Estación, me copian. Aquí Doce.
Después con un crujido.
—Copiamos. Aquí As. Adelante, Doce.
—Un objeto perdido en el bar de Anita. Una billetera. Corresponde a un Robert Macciago. Cambio.
—Copiado. Trae el Ele y Efe a estación. Cambio.
Ele y Efe era el código para Lost and Found, elementos perdidos.
—Además, el bar de Anita está sin atención ya que se la llevaron a la enfermería. Cambio.
—Gracias por el aviso, Doce. ¿Hay algún efectivo libre para que cuide el lugar?
Bajé el volumen del receptor. Caminé sin ganas por el lugar. La gente conscientemente me esquivaba. No sabía cual era mi verdadero objetivo en la vida. ¿Amedrentar? ¿Observar y encontrar gente sospechosa? Pero, ¿qué era una persona sospechosa? Para mi todos eran sospechosos, hasta aquella pareja tan formalmente vestida podía llevar una segunda vida. Aquella monja podía ser una asesina en potencia, dadas las circunstancias.
Entré por un acceso autorizado y caminé un par de pasillos. Una vez llegué a la estación de seguridad, mi jefa me observaba del otro lado de una ventana.
—Hey Doce.
—Hola jefa.
Le extendí el objeto. Lo tomó en sus manos.
—Gracias. Ya mismo lo pondré en la caja.
—Entendido. Regreso al terminal.
—Gracias.
Sin mayores preámbulos, me di la vuelta y regresé a la explanada.

Apunté en el registro de objetos olvidados: “Billetera con artículos personalmente identificables en el interior”. Hice un pormenorizado de sus detalles internos y externos. “Treinta y seis dólares, dos tarjetas de crédito, dos tarjetas débito, unas fotos familiares, una licencia de conducción”.
Observé la foto en la licencia y los detalles básicos. Revisé la base de datos de pasajeros que habían pasado control de seguridad y a que puerta se dirigían.
—¡Uy, demonios!
Tomé la radio con rapidez.
—Atención, efectivos. Puerta veinte, hay un objeto perdido de un pasajero. Nombre, Robert Macciago.
El silencio, por más corto que fuese, parecía una eternidad.
—As, ¿me copias? Aquel avión acaba de cerrar la compuerta.
Siete me contestó con lo que ya me temía. Ya no era necesario avisar por el perifoneo si el avión había despegado. Apreté la mano en un puño y cerré la billetera. Abrí una de mis gavetas, tomé una bolsa de seguridad, metí el objeto allí y la cerré fuertemente, pegando el precinto de seguridad firmemente. Apunté la fecha y hora con un marcador en el plástico. El sistema me había dado un numero serie. Lo registré también. Me dirigí a la caja fuerte dónde guardábamos los ele y efe, lancé la bolsa dentro y la cerré.
Tomé el radio y lo sintonicé con torre de control.
—Torre, me copian.
—Aquí Torre. Adelante.
—Torre, hay un objeto olvidado de un pasajero del vuelo veinte treinta y dos. Son sus efectos personales. Nombre, Robert Macciago. Cambio.
Hoy parecía un día en el que la gente quería mantener el silencio. Me comenzaba a enojar.
—Copiado. Avisaremos a la tripulación. Cambio.
—Gracias, Torre. Cambio fuera.
—Cambio y fuera.
Me volví a sentar en mi escritorio. La gente es muy olvidadiza. Observé la licencia de conducción al frente mío. Se me hacía conocido este tipo. ¡Un momento! ¿Qué hace esta licencia aquí afuera?

—Buenas tardes, les habla su capitán desde la cabina.
El avión se movía despacio por la pista, en movimientos calculados. Ya estaba sentado al lado de mi esposa, cinturón bien apretado. Yo me ponía muy nervioso cuando tenía que volar. Ella me tenía la mano apretada fuertemente, sobándome con la otra el revés de la mano. Ella veía ausentemente hacia fuera de la ventanilla.
—Hemos recibido información que en la terminal del aeropuerto hay un objeto olvidado de uno de los pasajeros de este vuelo. Nuestro personal abordo se acercará al pasajero una vez estemos en altitud.
Me incliné para susurrarle mi esposa al oído.
—¿Quién será la pobre alma que ha perdido algo?
—Ni idea. Ahora nos daremos cuenta.
—Es una lástima. ¿Pero quién podría olvidar algo en el aeropuerto? ¡Ojalá no sea un pasajero internacional!
—Pues si es un pasajero internacional, tendrá que quedarse en Nashville un rato, o regresarse hacia acá.
—O simplemente olvidó la sombrilla y no tiene que regresar.
Mi esposa se aclaró la garganta.
—¿Y cómo habrían de saber que era la sombrilla? ¿Acaso la gente normal marca las sombrillas con el nombre?
—Tienes toda la razón.
—Lo más seguro olvidó la cartera.
—Uy… Qué difí…
Mi bolsillo de atrás se sentía más vacío de lo normal.
—Cil.
Comencé a sudar. Mis manos se volvieron una sopa fría y espesa. Mi esposa lo sintió. Me miró a los ojos.
—Robert…
—A… Amor…
—No me digas.
—A… ¡Oh no!
Mi exclamación fue más allá de un susurro. Los pasajeros de alrededor se giraron a verme. Yo estaba rojo como un tomate. Me cubrí la cara con las manos.
—Olvidé la cartera en aquel restaurante.
—¿El de la chica que se desmayó?
—Así es.
Mi esposa, que es un poco más serena que yo, comenzó a exasperarse. Se acercó a mi oreja y me susurró.
—Sabías que estábamos sin plata, ¿y me dices que has dejado la mitad de nuestro dinero en la terminal?
—Lo siento.
Suspiró muy fuerte.
—Ya veremos como nos la llevamos. Por ahora, siéntate bien.

Sostenía aún en mis manos la licencia de conducción de Robert Macciago. ¿Cómo se había salido esto de la cartera? Estaba segura que antes de cerrar el precinto, la había metido allí.
Miré sin ganas la pantalla de mi computador. En el registro decía claramente que había una licencia de conducción en la bolsa que metí antes. Un vacío se me armó en el estómago.
Tenía dos opciones. Una era abrir el precinto y registrar uno nuevo. Eso es considerado mala práctica y un abuso de autoridad. La otra era dejar esto bajo cuerdas, y en tanto el tal Robert Macciago viniera a reclamar esto, meter silenciosamente la licencia en la billetera.
¿Qué hacer? Me asusté de nuevo. Mis superiores no aceptarían ninguna de las dos.
Podría crear un nuevo precinto y solo meter la identificación en él. De nuevo, mala práctica porque el registro anterior quedaba malo y cuando vinieran a hacer inventario, notarían la falta.
Fui a la caja fuerte, la abrí de nuevo y saqué el precinto sellado. Era definitivamente la mejor opción ser completamente honesta. No importaban las represalias. Con una cuchilla abrí la bolsa y sustraje la billetera, poniéndola encima de mi mesa.
—¡Atención todos los efectivos! Tenemos un altercado en el puesto ciento dos B. Múltiples sujetos están causando un revuelo. Solicitamos refuerzos.
Me asusté. Tomé la radio mientras miraba las pantallas de seguridad. Veía un conjunto de gente alrededor de dicho negocio, bastante agitados. Mi único efectivo en el lugar se veía que le iba a quedar grande controlar la situación.
—¡Atención! ¿Pueden repetir?
—Aquí Ocho. Un grupo de seis o siete personas están ocasionando un disturbio en el puesto ciento dos B. Necesito más personas para controlar esta situación.
—¡Doce! ¡Once! ¿Me copian?
No recibía respuesta.
—Ocho, voy para allá. ¿Quién más está disponible? Cambio.
Mientras esperaba la respuesta, me pegué el radio del hombro y tomé mi identificación. Cerré la puerta con seguro y apagué las luces. Salí corriendo a toda velocidad hacia la terminal.

Me habían asignado al bar de Anita para cuidar del lugar mientras a ella le atendían en enfermería. Era un lugar sombrío, la verdad. Quizá por eso no tenía tanta concurrencia. Anita me caía muy bien, era una chica bastante alegre y voluptuosa. Era fantástico verla en su atuendo de trabajo. No sería falso decir que me gustaba. A veces mi anillo de matrimonio pesaba en mi mano, seria bueno darse una cana al aire.
Tomé mi linterna y comencé a apuntarla para iluminar varios puntos oscuros del lugar, en búsqueda de cualquier cosa. Decidí ir hacia la trastienda para observar que no hubiera nada fuera de lo normal allí.
¿Por qué demonios era todo iluminado de azul? ¿Qué extraño fetiche tendría el dueño de este rancho? ¿Quizá por eso era tan revelador el uniforme? Iluminé por todos lados, pero no pude ver nada fuera de lo normal. Cerré la trastienda, revisé que la caja estuviera bien cerrada, las botellas todas en orden, un perro caliente en la barra. ¿Un perro caliente en la barra? ¿Y esto?
Confirmé, el bar estaba vacío. Yo tenía un poco de hambre. Se veía increíblemente apetitoso, aunque ya un poco frío.
¿De quién sería esto? Lo miré con detalle. No tenía nada de extraño, ni un mordisco. El vaso con Coca estaba a rebosar. Las servilletas estaban bien dispuestas y las salsas bien selladas en sus paquetes. Tomé la bandeja, mirando a todos lados. Quizá debería llamar a alguien de la cocina. Pero quizás no. Me senté del otro lado de la barra, escondiéndome de la mirada de los demás.
El primer mordisco sabía a gloria. Era un muy buen perro caliente, quizá un poquito picante. No estaba tan frío como me lo esperaba. Le pegué un trago grande a la Coca, refrescando mi garganta y el leve ardor de la carne adobada.
Un segundo mordisco reafirmó mi creencia. Era sublime. No era porque tuviese hambre en realidad, era porque así de bueno era el producto. Le di dos, tres tragos a la bebida. En minutos, el perro quedó reducido a meras migajas y el vaso quedó vacío. Eructé sin pensarlo. Estaba satisfecho.
—¡Atención todos los efectivos! Tenemos un altercado en el puesto ciento dos B…
Me paré con rapidez, dejando la bandeja en el suelo.
—Aquí Once. Voy en camino.
—¡Atención! ¿Pueden repetir?
—Aquí Onc…
—Aquí Ocho. Un grupo de seis o siete personas están ocasionando…
Mi radio no estaba funcionando bien. Apreté el conmutador para hablar. El típico timbre para hablar no se escuchaba.
—¡Doce! ¡Once! ¿Me copian?
Le di un golpe al intercomunicador.
—¡Aquí Once! ¿Me copian?
El botón no quería funcionar.
—¿Por qué put…?
Le volví a dar un golpe contra mi pierna al aparato.
—Ocho, voy para allá. ¿Quién más está disponible? Cambio.
Decidí correr.

—¡Atención todos los efectivos! Tenemos un altercado en el puesto ciento dos B…
Estaba en el baño descansando un poco. Paré mi orina, lo escurrí y agité, me subí la cremallera, di media vuelta y me mojé los dedos con un poco de agua.
—¡Doce! ¡Once! ¿Me copian?
Me sequé los dedos con el pantalón, en contra de mi juicio personal. Parecía que era una situación complicada por el tono de la voz.
—Ocho, voy para allá. ¿Quién más está disponible? Cambio.
Tomé la radio y le subí el volumen.
—Aquí Doce, voy para allá.
Corrí a toda prisa fuera del baño. Un tumulto se armaba en un puesto de venta de perfumes. Mi jefa estaba allí tratando de controlar la multitud.
—Calma todos, aquí no hay nada para ver. Continúen.
—¡Pero la señora!
—Adelante, adelante, la situación está bajo control, por favor, continúen.
Una vez me aproximé, la gente con la que mi jefa hablaba se asustó y comenzó a dispersarse. Mi físico causaba esa reacción en las personas.
—Gracias a Dios viniste, Mitch.
—Entendido, jefa.
Aclaré mi garganta. Mi compañero estaba más allá controlando otro grupo de transeúntes.
—¡Perdón!
Mi vozarrón rompió la discusión. Todos se tornaron a verme. No les fue difícil encontrar la fuente de la voz, al final, yo medía seis pies y doce pulgadas.
—Aquí no hay nada para ver, señores, así que por favor, si se pueden retirar, se los agradecería.
Podía ver la cara de desaprobación de todos, casi susto, temor. Uno a uno bajaron la guardia, yéndose del lugar.
—¡Pues yo no me voy!
Una señora ya entrada en sus setentas apretando su cartera contra si misma, vociferaba con enojo. Pensé que si quisiera, podía darle un pisotón y aplastarla. Me sonreí de lo estúpido de mi idea.

La mujer se quedó sola, bastante agitada.
—¡Pues yo no me voy!
La chica detrás del mostrador estaba casi a punto de sollozar.
—Ahora si se puede saber, ¿qué ocurre acá?
A lo lejos, Once corría hacia nosotros. Ocho estaba sobándose la cabeza con un trapo, secándose el sudor. Doce estaba como una secuoya a mi lado.
—¡Esta niña me quiere robar! Ya le pagué y me quiere cobrar otra vez.
Miré a la joven.
—Pero, señora… La tarjeta no pasó.
—¡Ya cree que le voy a creer!
—Señora, le mostré la pantalla, el aparato me dijo que no había leído la tarjeta.
—¡Si claro! ¡Como cobran comisión, le roban a la gente!
La chica ya tenía lágrimas en los ojos.
—Yo sería incapaz de robar, señora, le digo.
Noté que la mujer ya tenía el producto que había comprado en sus manos, apeñuscado con unas manos arrugadas y manchadas de tabaco.
—¿Puedes verificar que la transacción no salió?
—No salió, no me imprimió el comprobante.
—¿Puedes solo verificar?
—Está bien.
La joven comenzó a manipular el aparato. La señora seguía apretando el producto en sus manos, la cartera bien apretada contra su cuerpo. Se me hizo un poco sospechoso.
—Disculpe señora, ¿podría ver el producto que tiene en sus manos?
—¡No! Esto es mío.
—Ya se lo regreso, no se preocupe.
—¡Jamás!
Le dí una mirada a Doce. Él asintió.

—Señora, ¿puede colaborar por favor? Mi compañera solo quiere verificar.
La mujer se giró a verme. Su reacción fue, de nuevo, natural. Yo medía más o menos un pie y medio más que ella. El terror en sus ojos era claro. No era la primera, ni la última vez que yo veía esa expresión. Un segundo después, encorvó sus cejas y me respondió con fuerza.
—No, esto es mío y no lo retornaré.
¿Me estaba desafiando? ¿Por años había logrado lo que quería gracias a mi físico, y esta señora de escasos cinco pies de altura me estaba desafiando? Sonreí. Me aproximé a ella.
—Sabe usted…
Mi jefa se aclaró la garganta y me puso el brazo para detenerme.
—Tendremos que llamar a la policía. Creo que no es buena idea que tengamos que involucrarlos si usted está a punto de marcharse.
Mi ira se bajó.

Estuve a punto de observar un incidente mayor. Doce tiene una chispa muy corta.
—Es solo que nos enseñe el producto, si la transacción pasó en el sistema se lo retornamos, y si no, pues le pedimos amablemente que lo pague. ¿Le parece?
—¡Pero si yo ya pagué!
—Por eso, la empleada está verificando en el sistema, ¿no cierto?
Asintió. Una larga tirilla comenzaba a emerger del aparato. Tomé la radio.
—Necesitamos un efectivo, puesto ciento dos B.
La mujer miró de soslayo. Doce estaba como una muralla listo para detenerla.
—Está bien. Tome.
Me entregó el producto, la caja y empaque ya maltrechos por la presión de la mano. Se lo entregué a la chica, quien lo depositó tras el mostrador. Ella revisaba el papel con un lápiz en la mano.
—¿Me puedo ir?
Continuaba apretando el bolso.
—¿Podemos ver que lleva en el bolso?
—¿Disculpe?
—Lleva su bolso muy apretado. ¿Oculta algo allá?
La anciana se puso de un color extraño, entre verde y rojo.
—¿Qué insinúa?
—No insinúo nada. Solo queremos verificar algo.
—¡No me he robado nada! Mi vuelo está por partir, debo irme.
En tanto intentó marcharse, Doce se paró al frente.
—¿Podría cumplir con las instrucciones de mi jefa?
—Yo no tengo que responderle a nadie y menos a guardas de quinta categoría.
Tomé la radio de nuevo.
—Efectivo, puesto ciento dos B, rápido.
Alrededor nuestro se formaba un grupo de personas de nuevo, algunos de ellos los que armaron el alboroto hace un rato. A lo lejos, el policía de Seguridad de Transporte venía hacia nosotros. Desde allí me habló.
—¿Qué ocurre?
La mujer abrió el bolso, sacando otra caja de uno de aquellos perfumes, aun sellada, poniéndola en las manos de Doce.
—Aquí está lo que buscaba, ¿me puedo ir?
Me dirigí al agente.
—La señora intentó hacer un robo en el local. Se iba a ir sin pagar este artículo, y estaba empecinada en robarse ese otro.
Los ojos de la mujer se abrieron.
—Yo no me estaba robando…
Doce respondió.
—¿Y esto qué llevaba empacado?
El agente suspiró.
—Puede acompañarme, ¿señora?
—Yo no voy a ningún lado.
—No puede negarse, soy un agente federal.
Puso su mano sobre su arma. Nosotros no cargábamos nada de ello. Se dirigió a mi.
—Todo está en control aquí.
—Gracias.
Once, Doce y yo nos retiramos. Ocho se quedó en el lugar, pues era su área de vigilancia. A lo lejos escuchamos a la chica gritar.
—¡No pasó la transacción!

—Jefa, el aparato está dañado.
—¿El qué?
—¡Esta radio! Yo estaba como un loco tratando de hablar y no salía mi voz.
—¿A ver?
Ella tomó el aparato y presionó el botón para hablar. Nada sonó.
—Huh, que raro. Acompáñame a la oficina y te doy otro walkie.
—Está bien.
—Regreso a la terminal.
Doce habló con su grave voz mientras caminaba paralelo a la terminal. Me parecía un tipo excepcional, perfectamente hecho para este trabajo.
—Está bien, Doce. Gracias.
Continué siguiendo a mi jefa unos pasos atrás. Miraba su trasero rebotar con cada paso que daba. Si no fuera mi jefa, me interesaría mucho conocerla mejor. Una vez llegamos a la puerta del cuarto de seguridad, y después de ella abrirla, soltó un grito.
—¡Qué demonios!
Subí mi mirada.
—¿Qué pasa, jefa?

La billetera no estaba, tampoco la identificación.
—¿Dónde diantres se metió esa cosa?
—¿Qué cosa?
—Ahora más temprano, un objeto olvidado, lo tenía acá, listo para ponerlo en Efe y Ele, cuando salió aquella llamada de emergencia.
¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba? La pantalla del computador continuaba mostrando la misma entrada que había puesto antes, el precinto estaba abierto sobre la mesa, la misma cuchilla con la que la había abierto a un lado.
—Ahora si que me van a despedir.
¿Quién se había metido en este lugar? ¿Quién había osado a meterse en este cuarto y robarse la cartera? ¿Había sido uno de mis agentes? Debo ver las grabaciones de seguridad.

Oh, dos tarjetas de crédito y dos de débito, ¡genial! No tenía mucho efectivo, pero bueno, al menos algo me podré comprar. Saqué los billetes y las tarjetas, las embutí en el abrigo junto con la licencia, lancé la cartera a la basura y salí del cubículo del baño. Aún estaba con la adrenalina al máximo.
Este aeropuerto es un chiste, ya he robado varias veces y puedo seguir haciéndolo. La seguridad es pésima, ¿cómo dejan una sala de seguridad vacía y con una cerradura tan mala? Cuando regrese de Acción de Gracias, de pronto le de una vuelta más a ver que encuentro.
Volteé a mirar alrededor al salir del baño. Oh, ¡qué baratija! ¡Chili Dog con soda por nueve dólares! Bueno, es hora de usar uno de estos billetes.

Las personas, lugares y eventos descritas en esta historia son ficticias, y cualquier similitud con cualquier lugar real, persona real, viva o fallecida, sus vidas y eventos es solamente coincidencia.