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Angela confronta a Vicente y a Larissa para poner fin a sus desviados planes.
«El club de los dioses» (parte final)
En tanto salí de mi casucha con mi vara bien empuñada, pude sentir un aire extraño en la villa. A pesar que el sol rompía en el cielo, un frío inclemente emergía del suelo, como cuando yo salía a juguetear en las mañanas y había caído nieve la noche anterior. Mientras trotaba dirección a la casa de Larissa, intenté observar si Gyasi o Vicente estaban por allí. Después de mi comunión con el bosque, la villa me parecía totalmente artificial, como si estuviera hecha de plástico o moldeada con arcilla. Si, existía el rumor del agua a lo lejos, pero la ausencia de otros sonidos naturales como pájaros o animalillos correteando, incluso la falta de viento, por más que eso a la final fuese mi responsabilidad, me hacían sentir como si estuviera dentro de un libro ilustrado, como una estampa histórica, congelada en el tiempo.
Una vez llegué a casa de Larissa, toqué a la puerta con fuerza. No obtuve respuesta. Volví a golpear más fuerte.
—Larissa, ¿estás?
Sentía que el sonido de mis golpeteos era amortiguado, como si el aire dentro de la casa de ella estuviera a presión. Intenté abrir la puerta. Giré la perilla y empujé la puerta.
Del otro lado, el aire estaba impregnado de sudor y otros hedores. El colchón sobre el suelo al que Larissa llamaba cama estaba revolcado, las cobijas hechas un patrón indescriptible, además de estar un poco manchadas de sangre. Un pungente olor a limpiador llegó a mi olfato, un hedor que también emergía de las telas de la cama, confundiéndose con el olor férreo de la sangre. Como un rayo, las memorias de mi primera y única vez con mi novio regresaron. Me tapé la boca por mera reacción. Me pareció una imagen increíblemente obscena.
Decidí continuar buscando el libro de los dioses del aire dentro de la casa. En la banca larga al frente de la cocina que Larissa usaba como biblioteca, un cuaderno que no había visto previamente llamaba mi atención, abierto, con una pluma al lado. Lo tomé entre mis manos. No parecía un libro de la colección de tomos que Larissa atesoraba como si fueran históricos, pues su carátula estaba prístina, como si fuera nuevo.
Veinte de enero del año seiscientos veintiocho
La nueva diosa del aire, Angela, ha llegado a la villa. No recuerda su apellido. Parece una buena persona, pero siento que será difícil controlarla. Me preocupa su actitud.
Era una especie de diario personal. Se me hizo extraño que hubiera un documento tan llano y directo allí abierto sin más, como si alguien me lo hubiera puesto bajo la nariz para engañarme.
Veintiuno de enero del año seiscientos veintiocho
Angela llegó con una propuesta ridícula. Me pidió prestado el libro tomo número uno, con la propuesta de contarme acerca de sexo. Acepté, como para darle confianza. Después de la construcción del puente hacia el bosque, Vicente vino a mí con la noticia que Angela va a ir a visitar a Maria. Debo detenerla a toda costa. Le cortaré el suministro de alimento.
Veintidós de enero del año seiscientos veintiocho
Gyasi accedió a llevarla. Los vi salir ruta hacia el bosque. Vicente les seguirá. Es necesario destruir a Maria y su bosque. El cumulo mágico está revolcado y no me hace mucho caso hoy. Es necesario, muy necesario detenerlos, o si no mis planes se harán pedazos. Nadie entiende, he hecho mucho por este lugar.
Así que era cierto que Vicente nos persiguió. Masha no se había equivocado.
Vicente regresó ya entrada la tarde. Les perdió la pista. La maldita de Maria de nuevo creó un laberinto. Creo que tendré que tomar cartas en el asunto.
Gyasi regresó un tiempo después. Dijo que había dejado a Angela en casa de Maria. Me siento defraudada. Pensé que tenía el control sobre este niño, pero la llegada de Angela lo destruyó todo.
Todo está listo para la ceremonia. Desafortunadamente necesitamos al menos tres dioses para liberar a Gyasi. Vicente y yo no somos suficientes y no creo que Angela esté dispuesta a hacerlo. Creo que tenemos que hacerlo a la fuerza.
Angela no apareció hoy por la villa. Creo que también debemos liberarla. No me sirve.
Veintitrés de enero del año seiscientos veintiocho
Esta madrugada Vicente por fin me hizo suya. El dolor es increíble, tal como lo describían en los tomos. Jamás me había besado así, con tanta furia. Era como una bestia desatada. Me mordió muy fuerte las orejas y los senos, pensé que me los iba a arrancar. Pero ahora sé que está totalmente bajo mi control. Si tengo que pasar por el mismo dolor vez tras vez, con tal de cumplir mi objetivo, es un sacrificio mínimo.
Todo está listo para liberar a Gyasi. Los peones que no sirven es necesario sacrificarlos fuera del tablero. Vicente cumplió con lo que le dije. Nunca olvidaré la satisfacción de sacrificar a alguien. Aun recuerdo a Mikhail y sus ojos brotados en lágrimas, o Hugh y su cuerpo desnudo rodar cuesta abajo.
Larissa escribía como si fuera la villana de una película, como si todo lo tuviera fríamente calculado.
—¡Gyasi!
¿Dónde carajos estaban? Solté el libro. Por fin comprendí el uso de la palabra “liberar”. Querían sacar a Gyasi del valle. Habían tres maneras de lograrlo, una era la muerte del dios por causa natural, la otra era la expulsión forzosa, pero necesitaban de la voluntad de los demás dioses.
—¡El acantilado en el camino del Sol!
Emergí de la casucha con mis ojos fuera de sus órbitas. Comencé a correr con prisa destino al camino del Sol. Un par de minutos después, sin haber avanzado mucho, me di cuenta que mi cuerpo como humana era muy limitado. Estaba ya cansada, agitada.
—Por favor, diosa Sidhe, ayúdame.
Apunté mi vara al suelo, una corriente de aire posándose debajo de mí, haciéndome flotar sobre el piso. Deseé tener la velocidad del viento. Como si se cumpliera mi deseo, noté que con cada zancada que hacía, era como si saltara unos metros al frente. En clase de educación física hubiera sido la envidia de mis compañeros. Era como si me moviera sin esfuerzo. El camino del Sol era llano y largo, sin curvas. A lo lejos, una bruma blanca comenzaba a cubrir el horizonte. Apunté mi vara en esa dirección, desplazando la bruma con pequeñas ráfagas de aire como disparos.
Una vez pude avanzar un poco, observé lo que parecía una puerta gigante, entreabierta, dos personas al frente de ella. La bruma no me permitía ver lo que ocurría, pero era tal y como me lo temía.
—¡Gyasi! ¡No!
—No, no. No te meterás en lo que no te importa.
Una voz como un rayo partió el revolotear del viento en mis oídos. Sentí un golpe muy fuerte en el pecho, forzando fuera el aire de mis pulmones y frenándome en seco. Una rama de un árbol se había cruzado en mi camino. Caí al suelo boca arriba. El dolor era muy fuerte.
—¿Qué demonios?
Al frente mío, Larissa flotaba a unos diez metros por encima de la tierra.
—Ya sabía yo que ibas a ser un problema, Angela. Pero gracias por venir, nos has ahorrado la necesidad de engañarte para tirarte fuera de borda.
—¡Larissa!
Así mi vara con fuerza. Larissa hizo una extraña pose, como si tuviera una copa en la mano, agitándola hacia arriba. Sentí como con ello, mi cuerpo se separaba del suelo con una rapidez inusitada. Mis brazos quedaron extendidos a ambos lados como si una fuerza extraña los intentara arrancar de mi cuerpo, como si ataran mis muñecas con una fuerte cuerda a una gran cruz. Abrió mis piernas con la misma fuerza.
—Angela, Angela, Angela. Es una lástima. Me caíste bien mientras te conocí. Incluso pensé que te iba a dar tratamiento especial, pero bueno, no se puede tenerlo todo, ¿no cierto?
—¿Por qué haces esto?
Se carcajeó.
—No tengo nada que decirte. Adiós.
Con un súbito movimiento de su mano, como quien ahuyenta a una mosca, me lanzó disparada por los aires, directo hacia el portón entreabierto. La corriente de viento secó mis ojos, que se pusieron llorosos en tanto los cerré. Como si el tiempo estuviera corriendo más lento de lo normal, observé el final del camino del Sol. Allí en la portezuela, Gyasi estaba tirado en el suelo, su cuerpo en una pose innatural, con Vicente a su lado, quien parecía patearlo.
Yo seguía volando con velocidad en dirección hacia afuera de la tierra. Más allá del portón abarrotado, era como si existiera un mar de nubes. Era imposible ver lo que fuera que existiera por debajo de ellas. Era una vista magnífica, como si después de todo lo existente hubiera silencio, paz y tranquilidad. Parecía una isla flotando por los aires.
Sin embargo, no podía dejarme morir. Una vez crucé el umbral de la puerta, sentí que las ataduras de mis manos habían flaqueado, como si el alcance de dicha mágica fuese limitado. Con mi vara en mano, la apunté como cañón hacia el frente.
—¡No me falles, ciencia, no me falles!
La vara brilló por toda su extensión con su dejo azulado, como un relámpago. De la punta de mi varita, surgió una ráfaga de viento muy fuerte. Mi cuerpo, ya un poco magullado, sintió el remezón de esta acción, que me impulsó hacia atrás como si me hubiese golpeado contra un resorte. Escuché el crujir de mis huesos en mis oídos, como si me hubiera roto algo. El dolor comenzó a resonar por todas mis partes. Con la ayuda de mi varita me giré en medio del aire para observar hacia dónde me dirigía. La prioridad ahora era rescatar a Gyasi, así que no le presté atención a las alarmas que mi cuerpo me enviaba.
Haciendo uso de mi vara, manipulaba las ráfagas de viento, como un conductor de orquesta indica el ritmo a sus músicos, para que me dirigieran al lugar en el cual Vicente lastimaba al chico.
Una vez estuve más cerca, grité desgarrando mi garganta.
—¡No más, Vicente!
El chico se giró a verme. En este momento noté que su mirada estaba perdida, ausente de claridad. Gyasi seguía congelado en el suelo, sin moverse. Yo iba como un bólido, sin haber calculado bien mi velocidad, y ahora con seguridad iba a estrellarme contra el suelo. Intenté frenarme lo más rápido posible usando mi control del viento. Dispare una de las ráfagas en dirección hacia él, lo que le hizo revolotear el cabello.
Al final, no frené con exactitud y la inercia me hizo rodar unos metros sobre la tierra, lastimando mis brazos y piernas desnudas. Yo estaba decidida a detenerlo aunque me doliera cada centímetro de mi cuerpo, así que me levanté y me dirigí hacia él.
—¿Qué demonios estás haciendo?
Apuntaba mi vara hacia Vicente. Caminaba rápido, pero cojeando un poco. Mis hombros, mis piernas y mi torso dolían con fuerza. Mi cabeza retumbaba un poco.
—Estoy cumpliendo la voluntad de Lar.
—¿Matando a Gyasi?
Una vez me aproximé, la escena parecía una película de horror. Gyasi estaba amarrado de pies y piernas, su boca llena con una bola de trapo, sus ojos llorosos y su piel ébano magullada por todas partes. Su ropaje estaba hecho trizas y sangre manaba de su nariz, escapándose un poco por la boca.
—¡Santo Dios! ¿Por qué?
—Lar determinó que no le era útil.
—¿Y por eso lo torturas?
—Es lo que Larissa quería.
Como un rayo, la voz de Larissa volvió a mis oídos, con un dejo vanaglorioso que me hizo encender la sangre.
—Es lo que yo deseaba. Un espectáculo digno de una diosa.
Escuché un rayo que surgía por detrás mío. Un impacto como una bala me abalanzó al frente. Vicente se hizo en una pose como el primer día que intentó instruirme, sus palmas hacia abajo. Una columna de fuego se remontó desde el suelo, envolviéndome. Mi piel ardía como si estuviera dentro en un horno encendido. Solté un alarido tosco, la ausencia de oxígeno secando mi garganta. Detrás de los fogonazos, escuché a Larissa mofarse de mi.
—Te niegas a morir, ¿eh? Eres patética…
Aún ardiendo en llamas, apunté mi vara hacia el suelo, creando un remolino de viento que apagó las llamas. Vicente abrió sus ojos e intentó crear más fuego, sin embargo, mi viento era más fuerte. Observé mis brazos, enrojecidos por el ardor.
—¿Por qué sigues a Larissa sin cuestionar lo que haces?
—¡Por qué quiero que sus sueños sean realidad! ¡La amo!
—¿Y por amor matas?
—¡Y como del muerto!
Mi sangre comenzó a hervir más de lo que ya lo hacía.
—¡Están enfermos!
De repente, sentí un ardor con un sonido seco en mis piernas. Me giré a ver hacia ellas y dos astillas de tierra atravesaban cada uno de mis muslos. Grité. Mi cuerpo gravitó hacia el suelo, dejándome a gatas.
—¡La vara! ¡Vicente, ese artefacto!
Vicente se tornó a mirar hacia arriba, asintiendo. Se dirigió hacia mi, pisándome con fuerza el puño que llevaba en mi mano derecha, así mismo la varita que asía con fuerza.
—Lo siento Angela, pero no lo siento.
Vicente me agarró el brazo con sus dos manos, levantándolo con rapidez. Perdí el equilibrio y me golpeé el mentón. Como si sostuviera un lápiz, intentó quebrarlo, usando una cantidad descomunal de fuerza. Mis lágrimas no se detenían. Por el dolor solté la varita.
—No, mago de Plata.
Giré mi cabeza en dirección de aquella voz. Un borrón blancuzco emergió del bosque. Escuché un rayo partir el aire, casi reventando mis tímpanos. Vicente no estaba a mi lado ya.
—¡Maria!
Una voz feroz, como de una bestia, surgió de los cielos. Era Larissa.
—¿Cómo osas regresar?
Me limpié las lágrimas y me giré, volviendo a agarrar con dolor la varita. La cara de Larissa no parecía humana ya. Era tal y cual la misma faz brutal de los humanos que había visto en las ilustraciones del primer tomo. Maria se movió a mi lado y en un tono suave me habló.
—Detén tu sangrado y encárgate de Vicente. Es hora de saldar mi deuda con la bruja de Creta.
Yo solo pude gritar.
—¿¡Y cómo lo hago!?
Ella estaba extrañamente calmada para alguien que parecía buscar venganza.
—Pues, eres ya una diosa. Sólo hazlo.
Larissa parecía crear una gigante roca en forma de lanza, lista para lanzarla hacia nosotras. Yo comencé a concentrarme en mis heridas, aunque mi cuerpo no me ayudaba nada. Los diferentes puntos de dolor se activaban en todo mi cuerpo, una cacofonía que estaba a punto de hacerme desmayar. Apunté mi varita hacia mis heridas, desintegrando las dagas de tierra, sin embargo, la sangre comenzó a fluir a chorros. Respiré profundo y cerré mis ojos.
—Amada diosa, cúrame.
Como una llamarada de color verde recorriendo mis venas, mis heridas se cerraron, y mis piernas, que estaban destruidas, se recuperaron de inmediato. Noté que las hojitas de mi varita crecieron un poco, en respuesta a mi petición.
Maria se elevó por el aire, hablando con fortaleza, pero sin gritar.
—Es hora de tu retribución, Larissa Florakis. ¿Cuántas más generaciones de dioses vas a matar?
—Tantas como sea necesario para mi control absoluto sobre esta tierra, Maria. ¡No digas que no tienes complicidad en esto!
—Si, soy culpable de muchas cosas, pero tú… Ya es hora de parar tu locura.
—No soy la misma de hace noventa años, Maria.
—¡Y yo tampoco!
Me giré alrededor para buscar a Vicente. El relámpago que Maria había lanzado le expulsó no sé en que dirección. No lo veía. Prioricé a Gyasi. Corrí a su lado.
—¡Gyasi! ¡Gyasi!
El niño sollozaba con dolor, sus ojos vidriosos y su cara lastimada. Le saqué el taco de la boca.
—¡Angela!
Tosió un escupitajo de sangre coagulada sobre el suelo. Su voz era carraspeada, sin fuerza.
—¿Estás bien?
—Por mi no te preocupes… ¿Dónde está Vicente?
—No lo veo.
Comencé a desatarlo sin soltar mi vara.
—¿Estás muy adolorido?
—Ni te imaginas, Angela.
—Necesito de tu ayuda. Necesitamos tu control del tiempo.
Suspiró.
—Eso será imposible. El artefacto… El reloj… Fue destruido.
—¿Qué?
—Sin él será imposible. El reloj fue creado para controlar el uso de la magia del tiempo. Y ahora que está roto, no puedo hacer nada.
—¿Estás seguro?
—Totalmente.
—¿Quién lo destruyó?
—Larissa.
—¿Qué pasó?
—¡No hay tiempo para explicártelo! ¡Debes buscar y detener a Vicente!
Gyasi intentó incorporarse, pero estaba bastante magullado. Usé mi varita de nuevo.
—Cura a tu hijo, Sidhe.
El fulgor azulado tomó un tono verdoso, que salió expulsado de la varita y cubrió al chico. En menos de un minuto, las heridas y la sangre que manaba de ellas, se detuvieron. Gyasi se levantó como un resorte.
—¿Cómo lo hiciste?
—No fui yo. Fue Sidhe.
Gyasi sonrió. El brillo de sus ojos y su cara me trajo un poco de felicidad.
—Intentaré hacer algo. Ya regreso.
Asentí y me levanté de nuevo. Él se internó en la espesura del bosque, al parecer sin rumbo fijo. Así mi vara con ambas manos, apuntando hacia el cielo y firmemente presionada contra mi pecho.
—Gracias. ¡Gracias!
El mismo fulgor verdoso emergió de las inscripciones de la vara, un viento reparador revoloteando mi cabello y mis ajadas ropas. Me giré a ver a Larissa y Maria. Maria ya flotaba sobre la tierra casi a la misma altura que Larissa. Ambas estaban en una especie de guerra de desgaste.
La lanza inmensa que Larissa había preparado fue destruida en arenilla por una ráfaga de viento de Maria. Mientras Maria lanzaba un cañón de agua, Larissa le bloqueaba con un remolino que lo desintegraba. Si Larissa lanzaba un rayo de electricidad, Maria lo frenaba con una llamarada. Al intento de lanzarle dagas de tierra, Larissa las disolvía con aire también. Parecía que se atacaban la una a la otra tratando de demostrar quien podía resistir más tiempo.
—¿Después de décadas de no inmiscuirte en mis asuntos, ahora te da la gana de regresar?
—¡Por qué sólo hasta ahora alguien me ha dado el coraje de por fin detenerte!
—¿Esa chiquilla inútil?
—¡Sigue mofándote así! De aquella que te burlas hoy, mañana va a ser tu caída.
Enfoqué mi varita hacia Larissa. Quizás podía ayudar a Maria. Una voz me susurró al oído.
—Angela… Vicente, Vicente.
Bajé mi brazo. Entendí el mensaje de Masha.
—¡Si ni siquiera puede usar nuestra magia sin ese apósito que carga en la mano!
—¡Y aun así, su fuerza viene directo de Sidhe!
Una carcajada rompió el aire.
—Sidhe, Sidhe… ¿Aun crees en esas historias de niños? ¡La tal nunca existió! ¡Solo yo! ¡Solo yo tiene el poder de crear vida! ¡De vivir por siempre!
Me giré y continué buscando a Vicente entre los arbustos. Si mal no estuve, el impacto que lo hizo volar iba en dirección al bosque.
—Concédeme este favor, oh Sidhe.
Apunté mi varita a mis pies, el remolino de viento de nuevo levantándome por encima del suelo. De repente, ya estaba a unos diez metros de altura, sobrevolando los árboles bajo mis pies. No lograba encontrarlo, no había traza de su destino o de dónde había sido disparado, si es que había ocurrido aquello. Apeñuscaba los ojos, peinando con mi mirada el bosque, buscándolo.
Sin aviso, una especie de arenilla voló por mi cara, entrando en mis ojos, cegándome. Mientras me rascaba los párpados, una voz me llegó por la espalda.
—¿Me buscabas?
En tanto me giré, sentí como Vicente me agarraba del cuello con una llave, arrebatándome la varita de la mano y lanzándola hacia la arboleda abajo.
—¿Qué demo…?
Apretaba mi cuello sin compasión. Mis manos intentaban liberarme de su brazo. La respiración se me iba con rapidez y el remolino a mis pies comenzaba a perder potencia. Mi visión comenzaba a volverse borrosa y luego oscura.
Estaba en la sala de mi casa. Mi novio y yo mirábamos la televisión. Nos reíamos como tontos de las caricaturas que pasaban en ese momento.
—¿Quieres tomar algo más?
—Un poco de Coca, porfa.
—Está muy bien.
Recogí los vasos y me fui a la cocina. Él se quedó en la sala, carcajeándose. Me enternecía verlo así. Serví un poco más del acaramelado líquido en ambos vasos y regresé. Estaban pasando publicidad.
—Aquí están.
—Gracias Angela.
Me dirigí al televisor y moví la perilla de los canales.
—¿Qué haces? ¡Ya vuelve el programa!
—Mirando que hay en otros canales mientras tanto.
Mientras las imágenes se desdibujaban y convergían en otras diferentes, pasé con rapidez a través de una señal de la cual solo pude ver una caricatura un poco graciosa acompañada de un par de palabras en una voz seria.
—…En caso de un ataque, golpear la…
Lo recordé de inmediato y un nuevo calor se acumuló en mi cuerpo. Sin pensarlo, plegué mi pierna izquierda con toda mi fuerza hacia atrás, aplastándole su parte baja media con el talón de mi pie. Soltó su brazo por instinto, además de exclamar un grito desgarrador. Tosí un poco mientras recuperaba la respiración. Ya sin la potencia del remolino que me había servido de plataforma y sin el agarre de Vicente, comencé a caer en línea recta. Mientras descendía, veía como él se agarraba la ingle, sollozando. Yo, que jamás era de decir palabrotas, sentí la necesidad de hacerlo, aunque mi voz salió tosca.
—¡Jódete!
Ya preparada para recibir el golpe de mi impacto contra los árboles y el suelo, cerré los ojos.
—¡Mi señora Angela!
La voz en coro de las hadas llegó a mis oídos. Abrí mis ojos y noté que estaba sostenida sobre el aire, siete pares de alas tornasol agitándose con rapidez, aguantando mi peso. Millia, quien era la que estaba más lastimada de las ocho, solo tenía fuerza para traerme la varita. Me la entregó en las manos.
—Mi señora Angela, no tenemos mucha fuerza, pero venimos a apoyarte. Y recuerda, no es solo el viento el que puedes controlar.
Las siete me dejaron sobre el suelo con suavidad. Aun estaba un poco anonadada.
—¡Gracias chicas!
Arielle, quien era la más pequeña, me dio una idea.
Me giré a ver el lugar en el que Larissa y Maria continuaban batallando. Alrededor de ellas se había formado un nubarrón espeso, más parecido a un tornado, del cual salían muchos truenos y se iluminaba como un espectáculo de luces. De vez en cuando salían bolas de fuego despedidas como si una de ellas tuviera un lanzallamas, o gigantes rocas se formaban de la nada, atravesando el campo de batalla y cayendo sobre el bosque. Del nubarrón caían grandes cantidades de agua y granizo. Su batalla era intensa. Si aún estaban gritándose, ya no las podíamos escuchar.
Tomé mi varita y la apunté al bosque. Las chicas se hicieron detrás mío, como a sabiendas de lo que iba a ocurrir. Una vez pedí mi deseo, la varita comenzó a brillar, un centelleo que me encandilaba un poco. Incluso sentía que vibraba al compás de mi corazón. Apeñuscando mis ojos hacia Vicente, tracé una línea en el aire hacia el lugar dónde se encontraba. Aún parecía adolorido por mi abuso inguinal.
—¡Ahora!
Mi grito fue profundo. Con ello, surgió del bosque un remolino, pequeño inicialmente, pero continuamente en crecimiento, levantando consigo mismo las hojas caídas y algunas otras recién desprendidas de los árboles de alrededor.
El remolino se levantó con fuerza, tomando mucha velocidad una vez tomó cierta altura. Era un torbellino color entre marrón y esmeralda. Mi vara seguía palpitando, como bombeando energía mágica de mis entrañas hacia ella, y así mismo hacia el bosque. Sentía como un cansancio comenzaba a embargarme.
Un segundo después, el tornado impactó a Vicente. No podía ver lo que ocurría adentro, pero dentro de mi alma sentía que lo hería, como si múltiples hojas muy filadas cortaran su piel y su ropa, dejándolo debilitado. Las chicas seguían escudándose detrás mío, el bosque levantándose, rebelándose contra de aquel inhumano dios.
De repente, alrededor del torbellino, noté como una capa muy fina de algo color marrón comenzaba a acumularse, como tierra pegándose como costra encima del parabrisas de un automóvil.
—¡Nooooo!
El grito fue visceral.
—¡Angela!
El escudo que se armó alrededor del tornado detuvo la masa de viento, disipándola hacia todos lados. La vara dejó de pulsar. Miré a Arielle. Ella estaba estupefacta, apoyándose en una de mis piernas.
Notaba como de dicho escudo pequeñas púas comenzaban a emerger. Mis ojos se brotaron y mis piernas se tensaron.
—¡Huyan! ¡Huyan ahora, hacia el bosque del otro lado del camino!
Apunté mi varita hacia Vicente, mientras las chicas corrían despavoridas hacia la espesura.
—¡Señora Angela!
No sé cual de ellas gritó, pero apreté mis dientes.
—¡Ve, ahora!
Un brillo azul comenzó a surgir de las inscripciones en mi varita. En aquel momento, aquellas púas comenzaron a dispararse hacia mi como metralla.
—¡No, Vicente, no lo harás!
Me movía sutilmente, evitando perder la concentración. Varias de aquellas esquirlas comenzaban a magullar mis piernas, mi cara y mis brazos, como pequeños trocitos de vidrio. Mis pies ya flaqueaban y ligeras líneas de sangre comenzaban a brotar de mis heridas.
—¡Vamos! ¡Vamos!
Comenzaba a desesperarme. Mis acciones tomaban bastante tiempo en ejecutarse. Al impacto de las laminillas que arrojaba Vicente, el polvo del suelo alrededor mío se convirtió en una nube, una polvareda espesa que comenzaba a cubrirme. Mi energía me abandonaba.
El escudo que cubría a Vicente se desvanecía lentamente, y del otro lado, un muy magullado Vicente parecía soltar goteras de su propia sangre, sus ropas hechas trizas. Noté que descendía con lentitud mientras se sostenía su brazo izquierdo.
—¡Es hora de acabar con esta farsa, Angela!
Yo continuaba apuntándole, aunque mi vista se comenzaba a nublar por la tierra levantada.
—¡Estoy de acuerdo! ¿¡Por qué no te rindes!?
Mis brazos ya temblaban, no solo por el cansancio de mi posición, pero por las múltiples heridas que aún manaban sangre. La luz de la vara era intensa. Aguanté la respiración y cerré mis ojos.
—Bueno, igual, ya sabemos quien ha ganado esta batalla. Adiós, Angela.
—¿Perdón?
Él ya había descendido al suelo, a unos cinco metros al frente mío. Soltó una sonrisa e hizo un trucar de dedos. De repente, todo se llenó de penumbra. Mi cuerpo se resintió, como si estuviese debajo de toneladas de roca. No podía moverme un centímetro y era imposible respirar. El frío era intenso, un poco mezclado con humedad.
—Huh, te dije, era hora de acabar con la farsa. Espero que mueras rápidamente. No me puedo imaginar que se siente estar debajo de una montaña. ¿Te matará el peso? ¿O te matará la falta de oxígeno?
Su voz llegó amortiguada, como si hubiera pasado por capas y capas de roca. Se reía a carcajadas, como si disfrutara de lo que hacía. Si eran verdad sus palabras, entonces estaba prácticamente muerta.
—Ah, Angela, creo que no necesitarás esto…
Sentí como intentaba arrebatarme la varita de la mano. Eso significaba que al menos la punta de ella estaba fuera de “la montaña”, o como fuera que él la llamaba. Apreté mi mano con mayor fuerza. A pesar que no podía respirar y que no podía ver, sentía como la varita me intentaba decir algo, como si la piel se me volviera de gallina. Era obvio. Me concentré en ella. Me ericé y sentí como de mi emergía una fuerza enorme, una carga guardada por un buen tiempo. Se hizo el silencio, a exceptuar de un quejido sordo.
—¡Guh!
Ya no podía aguantar más mi respiración. Vicente ya no halaba mi vara, y en reemplazo de ello, una serie de tosidos llegaban a mis oídos mientras yo perdía la conciencia.
—Señora Angela… Ha batallado usted maravillosamente.
Una voz llegaba directo a mi mente. Era Millia.
—¿Qué deseas?
Su voz era melodiosa, nada parecida a la insistente y feral voz que me demostró en mi cumpleaños número catorce, ni a la apurada y sumisa que había escuchado desde que llegué a este lugar.
—¿Es ese tu deseo?
Solté todo mi cuerpo. Sentía que sonreía, a pesar que no podía verme, que no podía moverme.
—Está bien.
Me sentía húmeda, como si me hubiera caído un chubasco encima. ¿Cómo iba a morir? ¿Ahogada sin aire, ahogada bajo el agua o aplastada por el peso?
—No vas a morir.
Ya no era Millia quien me hablaba… Alguien más me lo decía, con una serenidad que me daba rabia, como sin sentido de urgencia.
—No vas a morir.
¿Y cómo estás tan segura?
—Abre tus ojos y aspira una bocanada de aire.
¿Y quién carajos eres tú?
—Jajaja, así me has llamado.
Aspiré aire como si fuera mi último suspiro. Estaba lloviendo a cántaros, una lluvia procedente de la guerra entre las dos diosas. Tosí con mucha fuerza y volví a respirar, llenando mis pulmones, recibiendo de nuevo una vida que ya daba por perdida. Vicente estaba tirado en el suelo, inmóvil, en una especie de burbuja cerrada que ni siquiera dejaba pasar la lluvia.
Intenté mirar hacia abajo pero mi cabeza no se movía mucho. Todo a mi alrededor era tierra, moliéndose lentamente en fango por el aguacero, permitiendo por fin mis movimientos. Mi vara parecía estar en silencio, quieta, apagada.
—¿Y qué pasó acá?
—Señora Angela… Tú lo hiciste.
—¿Yo?
Una vocecilla rígida y nasal salió a mi frente. Era Arielle, quien con sus manitas escarbaba la montaña al frente mío, intentando liberar mi brazo. Las demás chicas le ayudaban. Una vez ya pude mover mi mano con libertad, ellas se hicieron a un lado, y yo creé un pequeño torbellino que disipó la arenilla y la lanzó para todos lados. La lluvia no amainaba aún.
—El dios Atenea ha fallecido.
—¡No! ¿Y cómo…?
Las chicas me miraban como si fuera ineludible el hecho. Yo había matado a Vicente.
—¡No puede ser!
Corrí a sus pies, rompiendo la burbuja que aparentemente yo había creado. Una vez se reventó, el aire a mi alrededor se agolpó hacia el espacio dónde estaba, como si el vacío se hubiera rellenado con aire. ¿Lo había asfixiado?
—Vicente… ¡Vicente!
Estaba pálido, su tez un tipo de violáceo que jamás había visto en un ser. Las heridas que había ocasionado con el tornado estaban secas, sin brotes, ni manar de sangre. Intenté sentir su respiración, pero era inexistente. Sus venas estaban brotadas, plenamente visibles en su frente y cuello, y sus labios eran morados.
—¿Qué pasó?
Las chicas menearon su cabeza, como indecisas de decirme la verdad.
—¿Qué hice?
Se mantuvieron en silencio. Me giré a ver a Millia, quien fruncía su ceño como si estuviese a punto de llorar. Ya lágrimas bajaban por mi rostro.
—¿¡Qué demonios hice!? ¡Esto no puede estar pasando!
Un trueno rompió mi grito. Me torné a mirar su origen. La extraña nube que envolvía el campo de batalla de Maria y Larissa se rompió en millones de goteras que atravesaban el viento, cayendo como granizo sobre el suelo.
—¡Vicente!
Más que un grito, era un gruñido.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No puede ser!
Era Larissa. Maria se había quedado quieta, casi roncando por su boca del cansancio. Voló como un rayo al lado del cuerpo. Se arrodilló a su lado y lo cargó.
—Vamos… ¡Vamos!
Ella se rodeó de un brillo verdoso. A diferencia del que yo había despedido antes, era un tono enfermizo, quizá oscuro. Sin embargo, el cuerpo de Vicente no brillaba.
—No me puedes hacer esto, no…
Continuaba inyectándole energía al cadáver. De sus ojos, unas gruesas lágrimas brotaban, mojando los ropajes destruidos del chico. Sin embargo, no seguía sin reaccionar.
Veía como apretaba su mandíbula con un poco de rabia.
—Vamos, vamos… Tú puedes. Vicente, vamos. Abre los ojos.
Yo no sabía que hacer. Las chicas se habían ocultado detrás de mi, como resguardándose. Larissa se quedó en silencio y resopló por su nariz. Luego, comenzó a reír. Su cara no era humana más. Los ojos, desorbitados, ni siquiera tenían un destino, sus venas brotadas cruzando su frente, sus dientes feroces, su cuerpo dando arcadas. Sentí muchísimo miedo.
—Está bien, Angela.
No pude responder. Estaba congelada.
—Ya probaste el sabor de la sangre.
Mis piernas volvieron a ceder.
—Creo que es hora…
Sentí que mis pantalones estaban mojados. No era el agua de la lluvia a nuestro alrededor.
—Que pruebes el gusto de tu propia sangre.
Sin aviso, Larissa tenía su mano aplastando mi cabeza y la otra aplastando mi cuello.
—¡Pausa!
La voz del chiquillo retumbó, como si hubiera provenido del cielo. El mundo se congeló. Las gotitas de agua que estaban aun cayendo se quedaron quietas en plena caída, Larissa mostrando su lado inhumano, las hadas detrás mío atemorizadas. Caminó a mi frente, mientras yo no podía moverme.
—Lo encontré.
Tenía en sus manos una especie de reloj de arena. Era hermoso, con madera, unas arenas arco iris, como escamas de las alas de las hadas, cayendo con lentitud.
—El otro artefacto. Me dio dificultad hallarlo. Mi hermanita Masha lo había ocultado en su casa.
Mientras me miraba, daba fugaces miradas al reloj con el rabillo del ojo.
—Este no es muy conveniente. Solo funciona mientras caen las arenas.
Yo quería gritar, preguntar, pero estaba totalmente congelada, ni siquiera podía pestañear. Gyasi miró al suelo y vio el cadáver de Vicente.
—Oh no.
Suspiró fuertemente y cerró sus ojos, mientras meneaba su cabeza.
—No había nada que hacer, Angela. Lo siento. Sé que no era tu intención, pero…
Miró a Larissa, quien estaba allí en una pose innatural, esperando aplastar mi cabeza y cuello con sus manos. Los últimos granos de arena caían.
—Todo estará bien.
Se giró a ver detrás de mi espalda, dónde probablemente las hadas estarían ocultándose.
—Todos dicen que mis capacidades son muy poderosas. A veces creo que mienten. Pero hoy, creo que es real. Tenías un poco de razón en desear que te colaborara.
Puso su mano sobre el brazo de Larissa.
—Tu eres increíblemente diferente. De todos los dioses del aire que han pasado por acá… Eres única, especial. Confío en ti, y sé que Maria también. Ahora, te pregunto… ¿Nos liderarás en estos momentos tan oscuros? ¿Nos llevarás a un momento de esplendor y felicidad para todos?
Apuntó hacia las criaturas a mi espalda. Aclaró su garganta. Un tiempo atrás me parecía un chiquillo, un niño mucho menor que nosotros, hiperactivo, animado y sonriente. Ahora, se veía decidido, heroico y poderoso.
—Tomaré tu silencio como un si, y tu aceptación de mis condiciones como inexorable…
El último granito de arena cayó.
—¡Ahora!
De un golpe, Maria estaba a mi lado. Las hadas volaron hacia Larissa, agarrándole sus brazos y tratando de empujar para que ella me soltara.
—¡Repite, Angela!
—¡Por Sidhe…
Mis ojos se querían salir. Sentía como Larissa me arrancaba la cabeza. Repetí sin aliento, mientras Gyasi gritaba las palabras al compás que Maria marcaba, además de girar el reloj.
—¡Por Haoma, Atenea, Nut, Aura y Hauhet!
—Oh no, no lo harán…
El grito de Larissa fue horrible, mis oídos doloridos por el ruido.
—¡Ve hacia el árbol de la vida!
Una luz muy potente rompió el cielo, encandilándonos. Un estallido, como el de fuegos artificiales, rebotó en mis oídos. La presión en mi cabeza y cuello se detuvo. Caí al suelo de espaldas.
El alma de Larissa, o lo que fuera, se desvanecía como un rayo de luz hacia el cielo, mientras que su cuerpo se desperdigaba en el aire como arenilla. Había sido expulsada. La habíamos expulsado Maria, Gyasi y yo.
Yo me arrojé al suelo, sosteniendo mi varita entre mis pechos. Mi corazón latía a mil por hora, y a pesar que aún estaba triste acerca de Vicente, sabía que a la larga seria por un bien mayor. Las chicas se hicieron a mi lado, en júbilo. Maria se paró al frente mío y con una voz fuerte me preguntó.
—¿Y bueno?
Gyasi se agachó a mi nivel.
—¿Y bueno, jefa?
Sonreí un poco.
—No me llames así, y más bien ayúdame a parar.
El chico usó su magia para hacerme flotar y ponerme de pie. Noté que ya no me causaba impresión el uso de la magia. Giré mi cabeza hacia el cuerpo de Vicente. Aquella vista, de aquel joven, sofocado por mis acciones era increíblemente fuerte. No pude detener mi llanto. Escuché el aletear de las hadas, quienes seguían a mi lado. Una de ellas, no se cual, sobaba mi cabeza. Entre sollozos y un poco de hipo, cerré mis ojos. El agua empozada en ellos brotó por mis mejillas.
—¡Oh, gran Sidhe! Perdón… Perdón… Perdón. Vicente, perdón, perdón, perdón.
Masha levantó el cuerpo de Vicente con su magia, y lo llevó al borde del mundo, al otro lado de la puerta de metal.
—Adios, Vicente. ¡Qué Sidhe te guarde!
—Adios, hermano Vicente. Tu nobleza y fuerza siempre estará con nosotros.
Yo no podía parar de llorar. No dije nada.
Un minuto después, Masha lo arrojó rodando en el precipicio. Unos segundos después, un estallido reventó el aire, con otra pila de luz emergiendo hacia el firmamento. Como indicando el final de una larga jornada, el cielo estaba de un intenso color rosa, las nubes en el firmamento de un color lila intenso. Ya era un poco tarde.
De regreso en la villa y al frente de la casa que era de Larissa, Maria, Gyasi y yo decidimos que acciones son las que que seguirían para todos. Las chicas no quisieron entrar a la villa, quizá aún temerosas de alguna represalia. Sería algo que cambiaríamos en el futuro para que ellas regresaran, pues al final, era su mundo y nosotros solo estábamos de paso.
—Tomaremos turnos.
Maria y Gyasi me miraron como un bicho raro.
—Nos turnaremos los poderes. Es necesario.
—¡Pero!
—Tendremos que aprender el uno del otro.
Ambos suspiraron.
—Es la única forma. Nadie puede tener todo el poder. No queremos una repetición de… Larissa.
Miré al cielo.
—Vamos paso a paso. Yo necesito aprender de ustedes, y todos aprender mutuamente. Espero puedan confiar en mi.
Maria se apoyó contra uno de los árboles. Gyasi asintió.
—Pues, no se que vendrá, bruja de Berlin, Maryland… Pero creo que hablo por los dos, tienes nuestro apoyo.
—¡Si!
Gyasi se sonrió.
—No se diga más entonces.
Asentí y sonreí.
—¡Gracias amigos!
Juntos, clausuramos la casa de Larissa. Le prendimos fuego, después de retirar los libros. Era necesario, debíamos cerrar un ciclo perpetuado por tantos siglos.
Después de ello, encontramos el tomo secreto que Masha había descrito, enterrado varios metros por debajo de la cabaña. Junto con los demás libros y el diario secreto de Larissa, los pusimos de forma ordenada como una biblioteca histórica en la choza de Masha en la villa. Era importante preservarlos, como advertencia, como recordatorio que la magia podía ser explotada para el mal.
Maria decidió que quería seguir viviendo en su casucha del bosque, pues ya estaba mas acostumbrada a vivir allá. Lo tenía todo, tranquilidad, paz y alimentos. Gyasi también decidió seguir habitando su casa del árbol. Le encantaba la vista, además que desde allí podía ver el hermoso cielo que Masha pintaba día tras día.
Desde ese día, ellos venían a la villa a colaborar en las actividades en común. Se podría decir que me sentía un poco sola al principio cuando ellos se retiraban por la noche, aunque eso cambió con rapidez, ya que día tras día las hadas comenzaron a sentirse bienvenidas en la villa. Hicimos cientos de cosas para que ellas volvieran a confiar en nosotros, aunque el hecho que yo les otorgara nombres a cada una de ellas ayudó bastante.
Con ellas, los pajarillos, animalitos y otras criaturas regresaron, incluyendo peces que comenzaron a nadar en el río. Las hadas se encargaron del cuidado de las plantas y árboles, entre todos sumiéndoles la energía de Sidhe.
Con el tiempo, aprendí de todos algo, la alegría y espontaneidad de Gyasi, la capacidad e inteligencia de Masha, y la comunión con la naturaleza y con la magia de la mano de las hadas. Ocho de aquellas criaturas rápidamente se convirtieron en once, once en quince, y quince en veintidós. No sé si era por la nueva organización de la villa, o porque algo había cambiado en el mundo de los humanos. Ellas, y a su vez Masha y Gyasi, se deleitaban con mi relatos acerca de la vida en los años ochenta. Las hadas me preguntaban muchas cosas acerca de las costumbres humanas, y de como poder ayudar mejor a sus ahijados.
Después de un buen tiempo, mi varita se convirtió en un símbolo de nuestra amistad. Ya no era necesario para mi usarla, las dos hojitas que salían de ella originalmente eran ya una rama más grande, con cientos de pequeños retoños emergiendo. Decidí plantar mi varita en el terreno dónde quedaba la casa de Larissa.
No se imaginan la cantidad de relatos y experiencias que han ocurrido en la villa. Me encantaría continuar relatándolas, pero quizás sea mejor dejarlo para otro momento.
Y así aconteció, no se cuántos años después, mi cuerpo ya más alto y contorneado, que las hadas por fin trajeron al siguiente dios. Una explosión en el firmamento marco su llegada, un ruido que me recordó a la salida de aquellos dos seres que eran pares nuestros, pero que se desviaron por avaricia, causando dolor y sufrimiento.
En el medio de la villa, al lado del arbusto que creció de mi antigua vara, un rayo luminoso como una columna de luz, descendió. Yo corrí desde mi casa a verle. Y una vez disipado con el tiempo, como luciérnagas que huyen al ser espantadas por un caminante descuidado, un cuerpo pequeño, joven, frágil y adormilado yacía sobre el prado. Fue solo necesario ver su semblante para que mis ojos se llenaran de lágrimas. Aquel chico no era cualquier humano. Ya lo había visto antes.
En aquella sopa de oscuridad, en ese mundo intermedio que llaman “purgatorio”, fue mi única compañía. Fue la única persona que me había escuchado. Le conté todos mis secretos e incluso más. Yo ahora lloraba de verlo, como si me hubiese reencontrado un amigo que no había visto en años. Y dos horas después de su arribar, ya acostado en la cama de mi cabaña, se despertó.
Con una gran sonrisa en mi cara y felicidad en mi corazón, le di la bienvenida a este, el club de los dioses.
—Hola, buenos días… Ahora si me vas a poder contar, tú, ¿en qué gastaste tu único deseo?