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Angela se encuentra con las hermanas hadas y descubre un poco más del funcionamiento de la magia, además de adquirir un artefacto muy especial de manos de ellas.
«El club de los dioses» (parte 6)
Una vez escuché la respiración de Masha volverse acompasada y profunda, me levanté del suelo, tomé la vara y dando pasitos ahogados sobre el piso crujiente de madera me aproximé hacia la puerta. Con cada paso que daba me giraba a verle para saber que no la había despertado. La luz de la Luna iluminaba de cian la oscuridad de la habitación y la chimenea ya estaba casi apagada. Solo un par de tiznes aun brillaban anaranjados.
Abrí la puerta lo más silenciosamente que pude, y aun en medias, me deslicé hacia afuera. Del otro lado, me las quité, las doblé, las deposité al frente de la puerta de entrada y salí hacia el claro. Era como si el tiempo no corriera en este lugar, la Luna aún brillaba afuera con intensidad, como desde hace ya horas, permitiéndome verlo todo con claridad. Estaba haciendo bastante frío aquí, pero decidí ignorarlo. Afortunadamente el viento estaba calmado. Caminé hacia el lugar dónde Masha había hecho crecer el árbol anoche y me senté allí a esperar.
El bosque de Masha era muy diferente del que bordeaba la villa. Todo tipo de sonidos surgían de entre los árboles, los aullidos de las lechuzas, el chillar de los grillos, el viento golpeando las ramas de los árboles. Sentada a la sombra del arbusto, cerré mis ojos y me dejé envolver por el barullo.
De repente, el revolotear de las hojas de los árboles me transportó al mar. Sentía la arena bajo mis pies, el Sol quemando mi piel y la brisa marina refrescándola. Recordé las veces que mis padres y yo íbamos en automóvil a la playa de Ocean City y pasaba una tarde jugueteando en el mar, corriendo por las dunas y comiendo la deliciosa comida que mi mamá empacaba, además de cualquier otra chuchería en el parque de diversiones.
Sentí la voz de mi madre llamándome, el olor de la arena tostándose bajo el sol, mis cabellos volando frente a mis ojos, la cara de mi difunto padre sonriendo. Sentí un dolor agudo en el pecho.
—Señora Angela…
Una vocecilla suave me sacó de mis recuerdos. Abrí los ojos, para encontrar una luz brillante y cegadora que me iluminaba desde el cielo. Miré hacia arriba y parecía como si se hubiese fracturado el cielo nocturno y el Sol hubiera entrado por el agujero, bañándome de luz.
Me levanté y alrededor mío y en parte del lugar dónde había crecido el árbol, la tierra y el suave prado que había en ella se habían convertido en arena de mar.
—¿Qué es esto?
En tanto musité esto, el agujero se cerró y la oscuridad regresó. La arena permaneció allí como evidencia de lo que había ocurrido.
—¡Santo Dios!
Mi voz se levantó sin querer. Me mandé la mano a la boca. Esperaba que Masha no se hubiese despertado por el ruido. Millia estaba a un par de pasos de distancia, con cara de preocupación.
—Señora Angela.
—Millia, ¿qué pasó? ¿Esa luz de dónde salió?
—No lo sé, señora. Quizá es su deidad.
Puso sus manos juntas en señal de adoración. Mi corazón estaba aún andando con rapidez. Meneé la cabeza como reiniciando mi cabeza.
—¿Llamaste a tus hermanas?
—Si señora. ¿Pero se encuentra bien?
—Totalmente. Vamos, vamos.
—Sígame por favor.
Recogí mi pequeña rama de árbol y seguí a Millia. Nos adentramos un poco en el bosque. Me preocupé por estar descalza, pero dentro de mí sabía que estas criaturas no me herirían o pondrían en peligro. Después de caminar unos diez minutos llegamos a un lugar que parecía una replica más pequeña del mismo espacio abierto en el bosque donde la casa de Masha estaba. Allí unas ocho criaturas similares a Millia estaban esperando ansiosas, como en una especie de comité de bienvenida.
Una vez entramos, ella se dirigió a sus hermanas y comenzó a hablar con ellas en algo que parecían unos tonos, que se me hicieron muy parecidos a los usados para marcar en el teléfono. Mientras esperaba, me senté en el suelo, cruzando las piernas. Las observé a todas, la Luna iluminaba sus pequeños cuerpos con claridad.
Algunas de ellas tenían las alas en mejor estado o no estaban tan lastimadas como Millia. Otras eran más altas, más bajas, tenían el cabello de otro color, aunque todas usaban harapos como ropajes. Unas eran incluso más delgadas que Millia, mientras había un par que eran más rollizas. Sus edades variaban también, había unas que parecían más adultas y otras más jóvenes.
Después de un par de minutos, Millia se dirigió hacia mi y se postró en el suelo.
—Señora Angela.
Las demás la siguieron.
—No, no, levántense… No tienen que rendirme ningún tipo de pleitesía. Arriba, arriba…
Una a una se fueron levantando. Sentí que era necesario que me presentara yo primero para que se sintieran en confianza.
—Chicas, chicas… Soy Angela, la ahijada de Millia. Soy solo una humana común y normal.
Millia seguía en el suelo.
—Millia, levántate.
—Pero…
—Pero nada. No me tienes que tratar como una deidad ni nada de eso.
Subió la cabeza despacio. Vio sus demás hermanas de pie. Finalmente, se levantó.
—Quería conocerlas. No soy una diosa ni nada, solo una humana normal. La verdad todo esto de ser diosa muy nuevo para mi, llevo apenas un par de días aquí. Ni siquiera magia sé usar.
Me reí un poco.
—Solo hoy me enteré de la triste situación en la que están. Les juro que intentaré hacer algo para que vuelvan a vivir tranquilas. No será fácil, pero lo intentaré.
Millia se acercó a sus hermanas y habló un par de cosas en su lenguaje. Esperé a que terminaran. Posé mi mirada en la casucha que había en el claro. En las ventanas, tres criaturas miraban con curiosidad. Eran diminutas, como figuritas de las más grandes que estaban al frente mío, sus ojos gigantes y brillantes absorbiendo la existencia de este gigante sentado al frente de sus mayores. Levanté mi mano y les hice señas para que vinieran. Se miraron entre ellas, sonrieron, pero siguieron resguardadas dentro de la casa.
—Señora Angela. Oramos a Sidhe para que se hagan realidad sus palabras. Estas son todas mis hermanas.
—Hola a todas, de verdad es un gusto conocerlas. ¿Disfrutaron de la fruta que les regalé?
Todas sonrieron al mismo tiempo.
—Fue deliciosa, señora Angela. Hace años no comíamos algo así.
—Me alegra muchísimo. ¿Y tienen nombres?
—Pues en nuestro lenguaje si tenemos una especie de nombres, pero hacia ustedes dioses no tenemos nombres. Como soy la única que puede conversar con la señora Sidhe, de mis hermanas soy la única que ha sido agraciada con el honor de un apelativo.
Suspiré profundo.
—Pues no está muy bien eso.
Millia se notaba un poco afanada.
—No se preocupe, señora Angela, nosotros no estamos tristes por no tener nombre.
—Pero si yo quiero hablar con digamos, ella…
Señalé hacia una de las hermanas, una más delgada que Millia, con las alas brillantes y en muy buen estado, su piel tersa y blanquecina, además de un hermoso cabello dorado que le llegaba hasta el lugar de dónde emergían las alas.
—¿Cómo le haré? Necesitamos nombres. No sé hablar su lenguaje, desafortunadamente.
Se me ocurrió una idea.
—Millia, ¿cómo es tu nombre en tu lenguaje?
—Es algo como…
Se sonrojó un poco. Hizo un ruido compuesto de tres tonos diferentes, cada uno con duración diferente.
—Hmmm, tú.
Señalé a la hada que había tomado como ejemplo.
—Hola.
Con pena, la criatura agachó la cabeza. Su piel blanca se puso roja como un tomate.
—¿Puedes hacerme un favor? ¿Puedes llamar a Millia en tu lenguaje?
Asintió. Después de un tono que sonó tembloroso, supongo por la pena, pausó, tosió un poco, y volvió a comenzar. Eran exactamente los mismos tonos y en igual duración.
Me giré a buscar la varita, pero no la hallé. Estaba segura que la había traído hasta acá.
—¿Y mi vara?
Un poco lejos, las tres chiquillas que me miraban curiosas en la casa habían salido y jugueteaban con el tronco. Sonreían y hacían unos sonidos muy diferentes a las típicas risas de los niños, pero que supuse eran lo mismo.
Millia se notaba furiosa. Ya iba a salir volando hacia ellas para reprenderlas. Yo la detuve con mi mano.
—¡Calma, Millia! Déjalas jugar.
—Pero, señora, ¡su tronco de árbol!
—Es solo una rama de un árbol, no te preocupes.
—Pero…
—¿Acaso no estamos en el bosque? Hay miles si no millones.
La chica a la que me había dirigido antes me contestó, dejando su pena de lado. Su voz era diferente, más delicada y suave. Se me parecía a la voz de una actriz que me gustaba mucho.
—Mi señora… Ese tronco no es un tronco cualquiera.
La siguiente hada habló. Su voz era más gruesa pero más melodiosa. Era ella una de las que yo consideraba un poco más rollizas.
—Es una vara mágica. Sidhe está presente con mucha fuerza en ella.
—¿Cómo así?
Las niñas vinieron a traerme la vara, dejándomela en el regazo. Sonreían felices, haciendo unos tonos agudos y variantes, que comprendí que eran risotadas. Les puse la mano en el suelo y las tres se subieron a ella. No eran pesadas en absoluto, si mucho como un par de piedrecillas del río. Si fueran humanos, por su apariencia diría que tendrían entre tres y cuatro años. Las acerqué a mi cara.
—¡Hola! ¡Qué lindas son!
Hacían los mismos tonos del lenguaje propio de ellas y se reían después. Deseé poderles entender. Bajé mi mano y ellas descendieron. Millia hacía unos tonos ligeramente graves hacia ellas.
—No te enojes con ellas.
—Mil disculpas, mi señora, son nuestras primeras niñas en mucho tiempo y no saben de conducta. Les reprenderé.
—Te dije que no lo hagas. De nuevo, no pleitesía.
Agarré la vara del árbol en mi mano. Era a todas vistas una vara normal, de un árbol normal, ligeramente torcida, como un poco quebrada incluso. Era del mismo grosor de mi dedo meñique. La corteza estaba firmemente adherida al tronco. La tomé de una de las puntas y la apunté hacia el cielo. En tanto hice eso, todas las hadas aspiraron y se arrodillaron a mis pies.
—¿Qué pasa?
Millia, quien estaba arrodillada, habló con fuerza, casi gritando.
—Hermanas, Sidhe está aquí.
—¿Está aquí?
—¡Gran Sidhe!
—¿En la rama?
Solté la rama en mi regazo.
—Millia, me tienes que explicar. ¿Qué viste? ¿Qué pasó? Yo no vi nada.
—Mi señora.
Estaba en llanto, pero con una sonrisa plena en su cara.
—Una luz blanca, muy brillante salió de ti, directo por tus brazos, disparada a través de la rama del árbol.
—Pero…
—En tanto la apuntaste al cielo, un haz de luz, como el del día de la creación salió directo hacia el firmamento. Fue lo más hermoso que hemos visto en nuestras vidas.
No podía creer lo que ella me relataba. A mi vista humana no había ocurrido nada, pero en sus ojos de hadas algo diferente había ocurrido.
—¿Y ahora? ¿Sin la rama del árbol?
—Pues… ¿Cómo te explicara?
Una de las otras chicas, más bajita que Millia, de cabello cortico y con cara más vivaracha voló hacia mi. Se acercó a mi vientre y apuntó directo a este. Su voz era un poco ronca.
—De aquí…
Luego voló a mi pecho y apuntó a la mitad.
—Hasta aquí. Fuego, mucha luz. Bola, gigante, blanca.
Extendió sus brazos totalmente. Luego voló a mi hombro derecho e hizo un recorrido hasta la punta de mis dedos, apuntando por dónde pasó.
—Línea de luz. Un río. En el otro también.
Apuntó a mi otro brazo. Parecía que el lenguaje humano se le dificultaba.
—Con tronco… Erm… Río crece, gigante, hasta punta de tronco. Fuego alto.
—Si, con el tronco aquel, es como si tu brazo se llenara de energía de Sidhe y saliera la energía disparada hacia dónde apuntas.
Millia gesticulaba un poco. Yo estaba procesando aún la situación. Era un mundo oculto, un invisible, pero que para ellas era patente. Mi cerebro científico se activó. No por algo era excelente en clase de ciencias.
—Chicas, haré un experimento.
—¿Un ex…?
—Una prueba. Díganme que ven.
Tomé la vara por la mitad, miré al cielo y luego la tomé por la punta, apuntando hacia el cenit. Cerré mis ojos y respiré profundo. Todo a mi alrededor era silencio. El rumor de las hojas de los árboles regresaba. Imaginé la playa de nuevo. El Sol me quemaba de nuevo, las olas iban y venían, la arena estaba caliente y manaba su salado aroma. Abrí los ojos.
Todo el claro de las hadas estaba iluminado, el Sol del medio día brillando sobre nosotras. Las niñas estaban sorprendidas, danzando bajo el caluroso astro. Las demás estaban maravilladas, sus ojos casi saltando fuera de sus órbitas.
—Señora Angela. La luz… La luz de Sidhe está contigo.
Presionaron sus manos y me hicieron una reverencia.
—Yo sabía que no era mentira.
Me giré a ver detrás mío. Era Masha.
—Desde el momento que te adentraste al bosque con el mago de Agaro… No me equivocaba contigo, Angela de Berlin, Maryland, bruja del aire.
—¿De qué hablas?
—No sabes, no sabes lo que guardas contigo. La cantidad de energía mágica, de energía de Sidhe que tienes. Esto… Esto, que acabaste de hacer… No sabes cuántos años me demoré en aprender como hacerlo. Y tu, en un día, en horas, lo haces.
—Pero… Aun no entiendo.
—Y no es necesario que lo entiendas todo ya.
Ella se giró a ver mi mano, que estaba aún dirigida al cielo.
—О, Боже. ¿Solo necesitabas una varita mágica? ¿Era eso todo?
Bajé mi mano y me puse de pie. Una de las hadas voló a mi hombro y se sentó en él.
—Pues, no sé todavía.
El hada se me acercó a mi oreja. Me giré a verla, era otra de las que era más robusta que Millia. Su cabello era como anaranjado y rizado. Me susurró con una voz que me recordó una de las cantantes de un grupo de gospel que mi madre solía escuchar.
—Señora, mis hermanas y yo queremos pedirte un favor.
—¿Dime?
—Deja con nosotras el tronco por esta noche. Queremos hacer algo.
—¿Seguras?
—Por favor, seria un honor para nosotras.
Se lo entregué y ella lo agarró firmemente, volando de regreso con las demás. Comenzaron a discutir en su idioma, observando el tronco.
—¿Y bueno?
Masha me preguntó con un poco de enojo apuntando hacia arriba.
—¿Qué?
—¿Vas a dejar este lugar con esto?
Miré hacia arriba. La ilusión de la playa no había terminado aún. El Sol aun calentaba, las niñas jugaban con la arena y la brisa marina aún nos envolvía.
—Uy. Jajajaja.
Mi sonrisa era más nerviosa que cualquier otra cosa.
—¿Y cómo lo detengo?
Masha se dio una palmoteada en la frente.
—Gran Sidhe, eres como un aparato que una vez encendido no se apaga. Hasta que no lo vuelvas a como estaba antes, no regresarás a la casa, bruja de Berlin.
—Angela, me llamo Angela.
—Hasta que no vuelvas esto a como estaba antes, eres la bruja de Berlin, bruja de Berlin.
—¡No!
Masha se retiró a la casa por el mismo camino por el que llegó. Yo me senté en el suelo de nuevo. Las niñas volvieron hacia mí, jugando entre ellas, dejando sus pequeñas huellitas en la arena, sonriendo, haciendo sus ruiditos alegres. Las otras ocho estaban muy concentradas observando mi varita por todos lados, los tonos de su lenguaje confundiéndose, complementándose.
—Bueno, pues si esto no acabará pronto… ¿Puedo jugar con ustedes?
Me giré a ver a las niñas, que asintieron cuando me escucharon.
Por unas dos horas, armé un castillo de arena a la escala de ellas. Con su ayuda, construí una muralla con un par de puertas, una torre, un mirador, unos techos y una montaña al lado. Usando unas piedrecillas, hice una especie de pirámide, que ellas después convirtieron en techo para la torre. Se divirtieron y gozaron, hasta que una por una se comenzaron a cansar. Yo, por mi, estaba también muerta. Me tiré al suelo, miré al cielo, bostezando, extendí mi mano hacia él como una palma y cerré mi puño.
—¡Gracias!
La noche regresó al lugar y con ello el frío. La estructura que había hecho con las hijas de las hadas aun permanecía, como un recuerdo de lo que había ocurrido. Sonreí. Me levanté y respiré profundo.
—¡Hasta mañana!
Las hadas que ya se habían puesto a hacer algo con la varita, se detuvieron y me hicieron una reverencia. Después de ello, continuaron en su labor, mientras una de ellas se encargó de llevar a la casa a las chiquillas.
Caminé en dirección a la casucha de Masha. Yo estaba verdaderamente muerta. Una vez llegué al claro de ella, noté que el arbusto seguía allí, al igual que la arena en su base. Las medias que había dejado puestas en el umbral estaban allí, en exactamente la misma posición dónde las había dejado y la puerta estaba cerrada. Nada había cambiado.
Abrí la puerta y me puse las medias. Masha seguía durmiendo plácidamente, como si no se hubiera levantado hace un tiempo. Me tiré en el suelo, me arropé con la cobija y me dormí profundamente.
—Bruja de Berlin, despierta.
Masha me despertaba meneando mi hombro.
—¿Cuánto más vas a dormir?
—Déjame descansar, aún estoy rendida.
Contesté con desgano.
—Tienes visita, Angela de Berlin.
Me senté con la vista nublada. Masha estaba en una esquina de la cocina haciendo no se que cosas.
—¿Quién es?
—Pues levántate y mira por ti misma.
Me levanté. Sentía que tenía el cabello enredado y cada músculo de mi cuerpo dolía. Me dirigí a la puerta, y del otro lado, seguía siendo de noche y Millia me esperaba. Abrí.
—Mi señora Angela.
—Hola, buenos días.
—¿Puede acompañarme un momento?
—Ah, déjame me pongo mis zapatos y me organizo un poco.
Apuradamente me calcé, con la mano peiné mi cabello como pude, bostecé como si me quisiera tragar todo el aire y salí.
—Ya regreso…
—Que Sidhe esté contigo.
Seguí a Millia despacio, mis músculos apenas despertando. Nos dirigimos hacia el mismo lugar que habíamos visitado hace horas. Allí estaba el mismo comité de recepción.
—Hola a todas.
Me hicieron una reverencia.
—Señora Angela, entre todas hicimos esto.
Entre las ocho cargaban lo que yo solo podría definir como una obra de arte. A todas vistas era la misma varita del árbol que les había consignado la noche anterior, pero ahora estaba brillante, tallada con múltiples y diminutos detalles, además de tener un mango apropiado y cómodo, como forrado en una especie de cuero. La vara tenía un grosor perfecto, que se volvía en punta hacia el otro extremo. Durante todo el largo, unas inscripciones que parecían runas de algún lenguaje antiguo. En donde el mango se convertía en vara, una pequeña ramita del árbol crecía, dos diminutas hojas dividiéndose como si estuvieran vivas.
La tomé en mis manos, mientras mis ojos se habían encharcados de emoción.
—Chicas… Esto es hermoso. ¡Es arte! ¿Es de verdad para mi?
Una de las hadas más chicas se pronunció. Su cabello era oscuro y llegaba al cuello, sus alas eran ligeramente más grandes que las de las demás y su voz era menuda, monotónica.
—Mi señora, esto es para que su deidad se haga realidad. Después de mucho pensar entre nosotras, este tronco es la representación de su infinito poder. Como hijas de Sidhe, es un honor para nosotras si la usara.
Acerqué la varita mágica a mis ojos. Cada detalle, cada pequeño tallado, cada línea era intencional y tenía un significado. Noté que la superficie brillaba con un arco iris etéreo, como perlado, como las alas de las mismas hadas que lo habían elaborado.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias, es precioso!
Tomé mi vara y respire profundo. De repente, las inscripciones se iluminaron desde el mango hacia la punta con un dejo azulado. Pestañeé varias veces para ver si era mi imaginación.
—¿Y esto? ¿Cómo lo hicieron?
Otra de las hadas que faltaba por hablarme se arrodilló al frente mío. Era más alta y parecía de mayor edad que las demás. Su cabello llegaba hasta la base de la espalda, sus músculos eran macizos. Su voz era fuerte y con autoridad.
—Mi señora, nos tomamos el atrevimiento de hacerlo. Si es de su agrado y uso, cualquier sacrificio está bien visto.
—¿Sacrificio?
—No preste atención a esos mínimos detalles, por favor.
La volví a observar. ¿Qué habían hecho?
—Mi señora, ¿puede por favor probar los poderes de su deidad?
La última hada, la más pequeña de todas, un poquito rolliza, de cabello blanco y corto, con un semblante rozagante, se dirigió a mi manoteando un poco. Yo estaba ligeramente preocupada. Las otras veces que había intentado usar magia había sido totalmente aleatorio. Simplemente había salido de algún lugar. Tuve una idea.
—Este va a ser mi regalo para ustedes.
—No es necesario, mi señora.
—Si que si. Veamos.
Cerré mis ojos y respiré profundo. Del otro lado de mis párpados podía sentir una luz color aguamarina brillar con mucha fuerza. Una vez me relajé, abrí mis ojos. La varita emitía un brillo más fuerte que la Luna, iluminando todo el claro en el bosque con una luz intensa. Las hadas estaban todas llorosas, observándome y sonriendo. Mis ojos se aguaron de nuevo, pero decidí no distraerme.
Deseé que un pedazo de tierra se levantase, suficiente para que todas las hadas cupieran en él, un espacio mediano en medio del arenal que había quedado de anoche y cerca del castillo que hice con las pequeñas haditas. Deposité la tierra que retiré más hacia el bosque. Luego, como llamadas por mi mente, pequeñas piedras comenzaron a llenar el fondo del agujero. Cada paso era ordenado, definido.
Luego, cerré mis ojos y me concentré en la tierra. Le pedí perdón por mi intrusión, pero le supliqué por un hilo, por más pequeño, de agua termal. Volví a abrir mis ojos y un corto flujo de agua fresca y tibia surgió de uno de los bordes del agujero que había creado, llenándolo rápidamente.
Después, le agradecí a la tierra por su ayuda, y le pedí que se llevara el agua una vez el pequeño lago se llenara. Así ocurrió. Las hadas no entendían que estaba haciendo. Por último, puse unas pequeñas rocas en el borde de la diminuta laguna a modo de borde.
Suspiré con fuerza y solté la varita, que se dejó de iluminar con rapidez.
—He aquí mi regalo para ustedes. Es un lago de agua fresca. Beban del agua. Laven sus cuerpos y descansen.
Todas las chicas me observaron. Como llamadas por la felicidad me hablaron en simultánea.
—Nuestra señora Angela. ¡Muchas gracias!
—Supuse que debían extrañar el fluir del río y el agua. Si no me equivoco, esta fuente es siempre fresca. ¡Vayan, disfruten! Es de todas ustedes.
Todas se fueron al lago y tocaban el agua con sus manitas. Mis cálculos no se habían equivocado, todas cabían en el lago con espacio de sobra.
—Esto es mientras soluciono nuestro problema con Larissa, ¿entendido? En ese entonces podrán regresar al río.
Millia estaba en sollozos.
—Mi señora, no se imagina nuestra felicidad. ¡Qué una deidad nos dispense con estos momentos tan alegres! ¡Gran Sidhe, gracias! ¡Señora Angela, gracias!
—No es nada, Millia. Ahora si, limpia tu piel. Tus heridas me entristecen. Y cuida de tu hermoso cabello, no vale la pena verlo tan enmarañado.
El hada se acercó a mi. Yo me bajé a su altura.
—Gracias.
—Ahora, ¿me dirás porque le tienes tanto miedo a Masha?
Asintió.
Regresé a la casa de Masha, dejando atrás a las hadas disfrutar de su nueva fuente de agua. Blandía mi varita con fuerza, esta iluminando mi camino con su luz cian. Yo aún apretaba mis dientes.
Me quité los zapatos y entré en la cabaña. Masha estaba mirando hacia el fogón, revolviendo algo.
—Ah, regresaste, Angela de Berlin.
Se giró hacia mi. Mi semblante era fuerte, enojado. Yo sentía que podía matar con mi mirada. La luz de mi varita latía al ritmo de mi corazón. Suspiró con fuerza y cerró sus ojos.
—Así que por fin te dijeron.
—Maria Kameneva… Puede que con cualquiera de nosotros seas el tipo de demonio que quieras, por que al menos nos podemos defender… ¿Pero con ellas? Ellas son tan indefensas, nos adoran literalmente.
Se giró hacia mi y se encogió de brazos.
—Ellas son las hijas de Sidhe. Y yo soy Sidhe.
—Es decir, encuentras aceptable que si tu fueras a tener un hijo… ¿Lo tratases como bolsa de arena? ¿Solo por qué estás frustrada por algo y no encuentras la respuesta? ¿Solo por qué estás triste?
—Un momento, creo que hay un malentendido.
—Si, total, hay un malentendido. Tu no eres Sidhe. La diosa Sidhe no seria así de miserable con sus criaturas.
—Es solo una cosita mínima, es necesario que ellas entiendan que nosotros somos…
—¿Somos superiores a ellas?
Me exasperé. Mi voz estaba elevándose, las paredes de la casa retumbando.
—¿En qué te diferencias tú con Larissa, comportándote de esa manera? ¿No ves como has dejado lastimada a Millia, quién ha sido tu humilde sirviente y más ferviente adoradora?
Masha no sabía como responder.
—Las he dejado vivir aquí… En mi bosque. Bajo mi protección.
—Como esclavas. En su bosque, un lugar que era originalmente de ellas. Limitadas a lo que se te antojara. Entendí que por eso no hay luz de sol aquí… Para limitar la fuerza de Sidhe, dándoles la magia que se merecen a cuentagotas, como para sobrevivir.
—¡No es cierto!
Masha me dio la espalda para revolver su poción de nuevo, evitando mi mirada.
—Es tan cierto que no eres capaz de verme a los ojos. Te avergüenza. Maria Kameneva, no mereces ni un gramo de la devoción que esas criaturas te tienen, pues en realidad, lo único que te tienen es miedo.
Abrí la puerta y me volví a poner los zapatos. Dándole la espalda, con mis dientes bien presionados, mi corazón en llamas, mis ojos en lágrimas, solo pude pronunciar estas últimas palabras.
—Gracias por todo. Solo deseo que sepas hacer lo correcto. Y si no lo haces, quiero que sepas que no tienes ninguna diferencia con Larissa Florakis, aquella bruja que detestas y de la cual te quejas, bruja del cielo. Adiós.
Tiré la puerta para cerrarla. Sollocé un poco mientras caminaba hacia el bosque, la luz de mi varita acompañándome. Una vez más adentro del bosque, me apoyé contra uno de los árboles, mis lágrimas no paraban. Me tiré al suelo a llorar.
—¿Por qué? ¿Por qué somos así? ¡Maldita humanidad! No somos diferentes de aquellos que nos pisan.
Después de unos minutos, la oscuridad alrededor se disipó. De repente era de día ya. Una voz salió del cielo.
—Angela… Tienes la razón. Perdón.
Me levanté y grité.
—No es a mi quien debes pedir perdón. Solo haz lo correcto, Maria.
Suspiré y continué mi camino.
En realidad estaba perdida. No sabía hacia dónde dirigirme, a dónde avanzar. Observé el camino del Sol, recordando un poco lo que había observado en el momento que Gyasi y yo llegamos a este lugar. Seguí caminando sin detenerme. Si algo, serian alrededor de dos horas antes de llegar a la villa. Prestaba atención al canto de los animales, al mecer de los árboles, intentaba identificar el ruido del riachuelo.
Después de caminar más de una hora, me detuve a descansar. Recordé que había dejado las botellas y el mantel en casa de Maria y no había riesgo alguno que me fuese a regresar por ellos. No había ni rastro de la senda que Gyasi recorría, ni de su casa. Era incluso posible que me estuviera alejando de mi destino.
—Mi señora…
Me giré. Una de aquellas hadas, la más bajita, se acercaba hacia mi volando. Se posó en mi hombro, me pidió perdón y me hizo una reverencia. Se le veía aún más brillante de lo normal, limpia y rozagante.
—De nuevo, gracias por el baño.
—Ah, el lago…
—Así es. El agua es fresquísima, y nos ha permitido lavar nuestras ropas y lavarnos a nosotras mismas.
—Me alegra mucho. Pero, ¿qué haces aquí? ¿Acaso no es peligroso?
Miró de soslayo y batió sus alas un poco, dejando caer unas escamas tornasol en mi camisa.
—Lo es. Pero sentí que tu necesitabas ayuda y no pude dejar de venir.
Sonreí.
—Así es. Muchas gracias. Necesito saber como regresar a la villa.
Con una voz delgada, susurrante pero decidida, me respondió.
—Vamos. Te guiaré.
En menos de veinte minutos con su ayuda, me dejó al otro lado del río.
—Me arriesgo mucho, mi señora, pero hasta aquí te puedo acompañar.
—Ve, regresa con rapidez. Te agradezco infinitamente.
—Es con mucho honor.
—Cuídate mucho, Arielle.
La hada se quedó frenada en el aire, batiendo sus casi invisibles alas como una libélula que busca dónde beber agua.
—¿Pasa algo?
—Ese nombre…
Caí en cuenta de la situación.
—Ah. Perdón, se me escapó de la boca. Si no te gusta…
—No, señora, Arielle es mi nombre. Es un honor para mi.
La criatura comenzó a brillar intensamente, arrojando saetas de luz alrededor mío. Surcaba los aires con soltura, como emitiendo felicidad.
—¡Arielle! ¡Qué bonito nombre!
Ella seguía revoloteando, su cara feliz y sorprendida. La verdad, salió agolpado de mi boca. Fue lo primero que llegó a mi cabeza, sin pensarlo en absoluto. Me dio un poco de pena, aunque aparentemente a ella le había gustado.
—Arielle, siento interrumpirte, pero debes regresar con tus hermanas.
Ella cayó en cuenta y se detuvo.
—Tienes la razón, mi señora Angela.
—Ve… Nos vemos después.
Como un bólido, la criatura salió volando de regreso a la espesura.
Me había dejado en el extremo más cercano a mi cabaña. Me retiré los zapatos y las medias, y crucé el río con cuidado. Su caudal era fuerte, pero pude hacerlo sin trastabillarme. Ya de la otra orilla, dejé el calzado afuera, limpié mis pies en el porche y entré en mi cabaña.
—¡El libro!
El cuaderno que aquellos dioses del aire pasados me habían legado de mano en mano no estaba sobre la mesa dónde lo había dejado. Aquel secreto íntimo, había desaparecido. El libro número uno y las notas de papel doblado tampoco estaban. Alguien había entrado y se los había llevado.
—¡Tonta, tonta yo! ¡Larissa!
Yo los había dejado sobre la mesilla pues no esperaba quedarme más de unas horas en casa de Maria. No había guardado el tomo secreto en el hogar como lo había planificado. Me di media vuelta y aún descalza, corrí hacia la choza de Larissa, varita en mano.