semana 17
7 a 13 de enero de 2.021
«El club de los dioses» (parte 4)

Tiempo aproximado de lectura: 27 minutos.

Angela hace su excursión con Gyasi y conoce a Masha.

«El club de los dioses» (parte 4)

—¿Qué es lo que llevas en la bolsa?
A pesar de lo temprano que era, Gyasi estaba igual de animado que siempre.
—Recogí un par de frutas y llené un par de botellas con agua.
—¡Oh, preparación!
—Yo seguí tus recomendaciones, nada más.
—¿Necesitas ayuda?
Me reí un poco.
—No, no por ahora. Si en el trayecto me canso, te pediré ayuda, ¿vale?
—¡Está bien! ¡A marchar todos!
¿De dónde provenía su entusiasmo? No entiendo aún, pero me parecía increíble. Era como una estrella, fulgurante cada minuto.

Comenzamos a caminar en sentido del río. El sol aún no había salido, así que la Luna aun presente en el cielo iluminabsa todo con un tinte cerúleo. Desde el Este, un tono ligeramente anaranjado comenzaba a teñir el firmamento, el caudal de estrellas seguía como derramándose por encima de nuestras cabezas. En breve amanecería.
Una vez llegamos al río, comencé a sentir un ligero frío subir por mis piernas desnudas. Pensé fútilmente que debí haber muerto con un pantalón largo, como era usual en mi atuendo, pero ¿cómo iba yo a saber cual iba a ser mi futuro después de mi encuentro final con aquella hada? Además, era lo único que me servía después de mi súbito crecimiento. Me reí un poco.
—¿Pasa algo, hermanita Ángela?
—Jajaja, nada, Gyasi. Estoy un poco loca.
—¡Ah, eso es normal! Nadie de los que vienen acá son particularmente cuerdos.
—Pues, tienes algo de razón.
Seguí riéndome un poco. En realidad, en mis adentros, tenía un poco de nervios de conocer a Masha.

Ya estábamos cerca del lugar donde Vicente y el chico construyeron aquel puente ayer.
—Tomaremos este atajo que hicimos ayer.
—¡Oh! Lo estrenaré entonces.
—¡Bienvenida!
Gyasi se hizo en la entrada haciéndome una venia como un amable portero. Di el primer paso adelante con muchas dudas. Era cierto que Vicente ayer saltó sobre él con fuerza, pero aun no terminaba de darme confianza. La tierra encima se había secado lo suficiente para dejar de ser resbalosa, pero aún había mucha arenilla dispersa que se desmoronaba un poco bajo mi peso. Yo no estaba tan gorda, estaba segura de ello. Gyasi siguió detrás mío, sonriendo.
—Parece bastante bueno, aplausos para Vicente y para mi.
—La verdad siento que falta que se afirme del todo, me da un poco de espina aún.
—Eh, ¡pero si está bien sólido!
—No sé, un poco de piedrecillas en la parte de arriba puede ayudar.
El chico se quedo contemplando mi sugerencia.
—De hecho… No es mala idea.
Cruzamos al otro lado, el bosque que abría sintiéndose mucho más fresco que la otra orilla.
—Bueno, señor guía… Indícame el camino.
—¡Jajajaja!
—¿Qué pasó?
—Es la primera vez que alguien me dice “señor”. ¡Ni cuando estaba vivo!
—¡Eh, pero si te mereces respeto!
Sonrió. Sus blancos dientes parecían iluminar el camino que aun estaba oscuro. Sacó pecho, aclaró su garganta y cambió su infantil vocecilla por un falsete grave que me hizo carcajearme.
—Está bien, mi estimada hermana, hemos de departir.
—¿A quién remedas?
—A mi papá.
Ambos nos pusimos a reír mientras continuábamos andando. Nos internamos en el bosque, el frío tratando de quemarme los huesos, aunque unos momentos después el calor del ejercicio lo mantenía a raya. Los árboles en este lugar eran altos, frondosos y de múltiples especies. Pensé que quien fuera que había sido el dios que los había creado y mantenido era un genio. Eran hermosos, cubiertos de musgo, gruesos y fuertes. Algunos soltaban sus pesadas lianas sobre nosotros, otros mostraban sus frondosas ramas orgullosamente. En algunas partes cruzábamos por encima de sus fuertes raíces, llenas de diminutas hojillas de pasto. Me dio pena aplastarlas bajo mi peso, pero en mi corazón deseaba que se recuperaran pronto.
Esperaba escuchar aquel relajante sonido que había escuchado en múltiples ocasiones en los bosques alrededor de mi casa, el sonido de grillos, las hojas agolpándose con el viento o ver luciérnagas cruzar nuestro recorrido, pero no existía nada. Solo oía el ritmo acompasado de nuestros pasos, las hojarascas crujiendo bajo nuestro. Era como si nos hubiésemos internado en el vacío. Sentí un poco de miedo. Aclaré mi garganta, aunque salió como un juguete chillón de esos que les dan a las mascotas para que jueguen.
—Gyasi…
—Dime.
Mi voz salió disparada en todas direcciones. La escuche botar de árbol en árbol, difuminándose con el mundo.
—Sé que es política de este mundo no preguntar ni saber la razón por la cual estamos aquí, o hablar de nuestro pasado, pero quiero conocer un poco más de ti. Si no es molestia, claro está. La verdad es que me da un poco de miedo el silencio.
Sonreí patéticamente. Escuché como el chico resopló.
—Por mi no hay problema, pero mi historia no es particularmente alegre.
—Entiendo.

Gyasi Afwerki. Etíope. Nació en el centro de una familia muy humilde. Su padre, Afwerki, era un caficultor cuya parcela había sido restaurada a su familia post-Segunda Guerra Mundial. Durante la ocupación italiana, su plantío había sido destruido y utilizado por las fuerzas fascistas para cruzar de un lado al otro por su buena localización. Gyasi había nacido un par de años después de dichos eventos, y para ese entonces, el cultivo ya se estaba recuperando, aunque en los primeros años tuvieron que recurrir a la beneficencia del nuevo gobierno que se instauró en el lugar.
Su madre, Akosua, era una santa en todos los aspectos posibles. Fue forzada a casarse con su padre a la edad de once años, justo antes de comenzar la guerra, como pago de una deuda que sus abuelos maternos tenían con la familia de su padre. Aún así, él la respetó mucho. Ella, paciente y amable, siempre pendiente de los quehaceres de la casa y la ayuda en el plantío, y durante la guerra sufrió muchísimo, por la escasez de alimentos y la ocupación forzada de los bandos de un lado y otro.
Aún así la recuerda siempre paciente y amable, y especialmente la deliciosa comida que preparaba.
Gyasi siempre fue bastante enfermizo, especialmente de problemas respiratorios. El médico del poblado cercano nunca atinó con su enfermedad, aduciéndolo a que era el primogénito de la familia y que usualmente son ellos los más enfermizos. Debido a esto, y que no podía comer fácilmente, tuvo múltiples problemas de desarrollo y por eso quedó de aquella diminuta altura. Sus tres hermanos si pudieron desarrollarse con normalidad. Su hermano del medio, con cuatro años de diferencia, le superaba en altura.
A los doce años recibió la visita del hada aquella. Al principio pensó que era un sueño muy realista dónde una libélula gigante se le había presentado y por eso no le prestó atención. El año siguiente durante su cumpleaños tuvo una crisis de fiebre, debido a una oleada de calor fuera de temporada. En medio de su sopor febril, el hada no se le pudo aparecer, pues su madre lo cuidaba al lado del lecho que compartía con dos de sus hermanos.
Fue a los catorce años que la criatura por fin se le apareció y pudo por fin desear algo. Deseó que su familia no pasara jamás hambre, en especial su madre, quien prefería no comer para poder proveer por sus hijos. El hada cumplió su deseo. El siguiente año, el clima mejoró notablemente, y la plantación de café fue bastante provechosa por primera vez después de la guerra. Además de ello, un vecino quien siempre había sido de gran ayuda pero que nunca pudo tener descendencia, en su lecho de muerte les regaló un par de reses. Fue un año bastante feliz para ellos seis. Gyasi incluso se sentía mucho mejor y colaboró en lo que pudo en la cosecha de los granos. Durante la época seca, la cosecha siguió dándose por milagro. Los riachuelos que recorrían la plantación fueron más provechosos de lo normal.
Sin embargo, su vida no alcanzaría hasta los quince años. Mientras jugaba con sus hermanos en uno de los afluentes de agua aquellos, un juego brusco con uno de sus hermanos menores acabaría por lanzarlo al agua, golpeándose la cabeza con una roca, el flujo del agua llevándoselo inconsciente río abajo y ahogándolo en un torbellino.

Yo estaba en llanto, mis lágrimas haciendo borrosa mi mirada, mientras evitaba tropezarme.
—Por lo menos el agua me tragó rápidamente y como estaba dormido no me dí cuenta. Lo último que recuerdo muy bien cuando Ashu me saltó en la espalda con fuerza, haciéndome perder el equilibrio. Por lo menos él no se fue conmigo, esa era una de mis más grandes preocupaciones. Yo lo amaba mucho.
—Pero…
—No llores, hermanita… Las cosas pasan por algo.
Me sequé las lágrimas con la mano.
—Desperté en el vacío aquel y un tiempo después llegué acá. En ese entonces estaban Larissa, Vicente y Rahul. Si no estoy mal, Masha aún vivía con nosotros en la villa.
—Ya veo.
—Rahul era el otro dios del aire, como te puedes imaginar. No pudo aguantar mucho, unos años después se fue por la senda del Sol.
¿Era mi impresión pero los dioses de aire entraban y salían rápidamente? Rahul y Mikhail se fueron, mientras que Masha, Larissa y Vicente permanecen aún.
—¿Por qué…
—¡Mira!
Gyasi me detuvo.
—Esta es mi casa.
Miré su mano extendida y la seguí hacia dónde apuntaba. Ya estaba clareando un poco. Siguiendo hacia arriba el tronco de un gran árbol pude observar una especie de choza establecida en su cúspide. De la casucha, colgaba una liana y por todo un costado del tronco una serie de barras estaban firmemente clavadas.
Me costó creer que él caminara todos los días hacia este lugar a pernoctar. Ya habíamos recorrido alrededor de una hora y durante este tiempo había cambiado de brazo la funda con los alimentos unas diez veces. Además, mi respiración estaba un poquito agitada.
—¡Qué lejos de la villa vives!
—No es nada, en absoluto. De hecho, me gusta acá. ¿Te gustaría subir?
Solté una risa que me hizo doler el pecho. De solo observar hacia arriba sentí un poco de vértigo.
—Gracias, pero creo que lo podemos dejar para otra ocasión.
—Aw, está bien.
—Es que debemos seguir, quiero llegar tan pronto como podamos donde Masha.
—Oh, te entiendo. Vamos entonces. Estamos a medio camino.
—¿Medio camino?
Mis piernas cedieron, arrojándome al suelo de rodillas.
—¿Estás bien?
—Si, si, permíteme descansar un momento.
Solté el bolso y me apoyé contra una raíz que sobresalía notablemente. El sol se colaba entre un par de ramas, y el fresco aún se sentía manar desde la tierra. Desafortunadamente no soplaba el viento. Era mi responsabilidad al final de cuentas y aún no sabía como hacerlo.
Gyasi se me sentó al lado. No le veía cansado, ni siquiera transpiraba ni respiraba profundamente. En cambio yo tomaba respiros agolpados. Abrí la bolsa, extraje una de las botellas, le quité el corcho y tomé un trago profundo que bajó refrescando mi garganta. Giré la botella hacia el chico.
—¿Quieres?
—No, gracias. Después.
Le volví a clavar el tapón y estiré mis piernas. El chico palmoteó una vez y abrió sus ojos como por sorpresa.
—Oh, ya regreso. Voy a traer algo.
Asentí. Miré hacia arriba, Gyasi subía sin mayor dificultad agarrándose fuertemente a cada uno de los pasamanos que estaban clavados del árbol. Después de unos segindos, la luz del Sol me encandiló. Solo fue hasta este momento que la realidad de la situación me rodeó. Estaba en un bosque, bastante frondoso y definitivamente selvático, por primera vez en mi vida. Si, alrededor de mi casa había un bosque, pero era imposible perderse en él. Incluso de noche, solo era necesario seguir las luces de las casas para encontrar a la civilización. Nunca me sentí insegura en aquel, además normalmente tenía compañía. Este, en cambio, parecía intencionalmente creado para confundir, para hacer perder a las personas. ¿Cómo era posible que Gyasi supiese manejarse entre esta espesura? Definitivamente era algo que venía de su vida pasada.
Un ruido como una cremallera surgió de encima mío y segundos después un golpe contra el suelo.
—Regresé.
Observé la mano de Gyasi. En ella había una especie de cuerda más delgada, como unas agujetas.
—¿Y eso?
—La necesitaremos.
Me extendió una de las puntas de dicha cuerda.
—De aquí en adelante, perderse es fácil. Mi hermanita Masha no confía en nadie, así que los árboles cambian de posición, la ruta a su casa cambia todos los días. Amárralo a tu brazo.
Yo estaba estupefacta. ¿Qué había ocurrido entre Larissa, Vicente y Masha como para que tomara estas medidas tan extremas? Intenté amarrar mi cuerda en mi muñeca, pero no pude. Gyasi me ayudó. Me hizo un nudo sólido, pero suficientemente suelto para no cortarme la circulación. Él hizo lo mismo y le ayudé a anudarlo también. Cerré el mantel de nuevo, verifiqué que todo estuviera adentro y nos pusimos de pie. No había descansado lo suficiente, pero era mejor aprovechar el tiempo.

—¿Te ayudo?
—Acepto tu ayuda.
Extendí la bolsa hacia Gyasi, pero él no tuvo ninguna intención de sostenerla. Al contrario, se reía como siempre lo hacía.
—Suéltala.
—Se romperán las botellas…
—¡Suéltala!
—Que conste que te advertí.
La solté de una. La bolsa comenzó a flotar sobre el aire, a unos cincuenta centímetros del suelo. Mis ojos se salieron de sus órbitas, Gyasi ahora carcajeándose sonoramente. Yo hice una pataleta.
—¡Es injusto! ¡Injusto!
Gyasi siguió riéndose.
—Tu misma podrías hacerlo… ¡Piénsalo!
Solté un grito desgarrado, como el gruñido de un tigre. Gyasi me puso la mano en la espalda como empujándome.
—Ya, ya… Vamos, vamos.
Comenzamos a andar en alguna dirección. De vez en cuando miraba hacia el cielo para saber que destino teníamos, basada en la dirección del Sol.
—Y bueno hermanita, ya te compartí los detalles de mi vida anterior. Dónde se enteren mis hermanos en la villa, se enojarán conmigo. Así qué…
—¿Qué?
Gyasi soltó una risita y aunque me estaba dando la espalda, me pareció una sonrisa un poco siniestra.
—Pues… Cuéntame de ti.
—Ah, jajaja, no es ningún misterio.
Mientras caminábamos le conté un poco acerca de mi vida. Le conté de mi niñez, de la primera vez que vi a las hadas, de mis padres, de como falleció mi padre, de mi escuela, mis amigos, acerca de mi madre. Evité un par de detalles muy personales, por obvias razones. Le conté de mi novio, eso si.

—Incluso, anoche soñé con mi madre y mi novio… Aparentemente yo estaba en una cama en el otro lado.
—Veo.
—Había una doctora, y ellos parecían discutir con ella. El tiempo estaba congelado.
—Oh.
Se me hizo extraño que Gyasi hablara en monosílabos. Normalmente era más expresivo.
—¿Pasa algo?
—No.
Se hizo un silencio incómodo entre los dos. Continuamos caminando. Después de un par de minutos me detuve.
—Gyasi… Estás muy raro.
El chico siguió caminando como si nada, poseído. La cuerda entre los dos se estiró, hasta quedar templada.
—¡Gyasi!
Corrí a su lado. Sus ojos estaban en blanco, pero aún así seguía caminando, impulsado por algo.
—¡Gyasi!
Lo zarandeé, pero no reaccionaba. Continuaba impasible, empujándome. Decidí hacer lo único que se me ocurría. Le di una patada en la parte de atrás de las piernas, tumbándolo al suelo. Me arrodillé a su lado. La bolsa seguía flotando en el aire a un lado nuestro. De repente, todo alrededor nuestro se llenó de una espesa bruma, rodeándonos como de un oscuro humo, el viento meciendo las hojas de los árboles. Podría estar volviéndome loca, pero escuchaba pequeñas risitas que emergían de la bruma y se confundían con el viento.
Me levanté, mirando a todos lados. Todo estaba gris, como si nos rodearan las nubes de un día tormentoso, la luz del Sol colándose como un delgado halo cortando la oscuridad. Sentí mucho frío. Esto no podía ser algo natural, era algo creado. Sentí como algo crujió en mi pecho. Las risas se volvían más y más reales. En otras circunstancias hubiera sentido miedo y me hubiera puesto a llorar. Encorvé mis cejas y apreté mis puños.
—Quien sea que está haciendo esto… ¡No me asustas!
Una carcajada muy fuerte salió del cielo.
—¿Estás segura?
Mi corazón se olvidó de latir un momento. Mis puños que ya estaban presionados, ahora estaban vueltos rocas, mis uñas enterrándose en la piel de mi mano. Mis latidos se aceleraron a mil por minuto.
—¡Tan segura como sangre corre por mis venas!
Un remolino comenzó a surgir de mis piernas revolcando la bruma de nuestro alrededor. Poco a poco podía ver el bosque, mientras el humo se disipaba. Continuaba girando sobre mi propio eje, el viento que emergía de mi cuerpo empujando la bruma, alejándola, disparando la hojarasca como una pistola de aire hacia donde yo estuviera mirando.
De nuevo, otra risotada.
—Con que tú eres la nueva bruja del aire, ¿eh?
La bruma desapareció. Mi remolino aún estaba moviéndose con furia.
—Calma, calma, bruja del aire.
—Ugh, ¿qué pasó?
Gyasi se había despertado.
—¡Gyasi! ¿Estás bien?
Me arrodillé a sus pies, intentando levantarlo.
—¿Por qué estoy en el suelo?
—Perdiste el sentido y estabas caminando sin saberlo.
Sus ojos se veían vidriosos, su cuerpo temblando suavemente, como quien tirita de frío.
—Lo siento… No sé que pasó.
—Lo importante es que estés bien.
Levanté mi mirada y grité.
—¿Quién eres?
—Bruja del aire…
—Esa es la voz de Masha. ¡Hermanita Masha!
Gyasi intentó levantarse como pudo. Le extendí mi mano y me levanté con lentitud junto a él. Por alguna razón, el bolso seguía levitando a nuestro lado. ¿Tal era el poder de este muchacho? Como un espejismo, como algo creado por un efecto de la naturaleza en el desierto, la espesura al frente de nosotros se desvaneció. En su lugar, un claro en el bosque se extendía, la Luna iluminándole, sus tintes azulados iluminando el suelo y los árboles que bordeaban este espacio.
—Un momento…
¿La Luna? ¡La Luna! Era de noche. Todo a nuestro alrededor estaba a oscuras, a excepción del pequeño valle y una casucha construida en los restos del tronco de un árbol.
—Esa es la casa de Masha, ¡vamos!
—Espera, espera…
Lo detuve con mi brazo.
—Gyasi… Era de día… ¿Por qué ahora es de noche? ¿Cómo se abrió este claro en el bosque? ¿Por qué perdiste la conciencia?
—Vamos. Todo será más claro cuando la veamos.
Comenzamos a caminar en dirección a la choza. Sentía que nos observaban, como si múltiples animales nos estuvieran mirando, esperando al momento correcto para saltar y atacarnos. El frío era brutal. Sabía que había llamado a un torbellino antes y pude resistirlo pues mi adrenalina había acalorado mi sangre. Ahora, el gélido vaho congelaba el tuétano de mis huesos. Por segunda vez hoy me cuestioné si era mejor haber muerto con pantalones largos.
De más cerca el tronco convertido en casa era inmenso. Me habían dicho que las secuoyas eran los árboles más grandes del mundo, pero este parecía incluso más grande que esas.
Una vez llegamos a la puerta, Gyasi me detuvo.
—Primero lo primero.
Desamarró su nudo y luego hizo lo mismo con el mío. Enrolló la cuerda y la metió en el bolsillo de su pantalón.
—Y segundo lo segundo. Recuerda. Masha no confía en nadie.
Asentí. Aún estaba enojada, pero debía controlar mi rabia. Cerré mis ojos y respiré profundo varias veces.

Gyasi tocó a la puerta. Esta se abrió de par en par sin nadie estar al otro lado. Adentro, la habitación parecía un agujero negro. Ni siquiera los rayos de la Luna se dignaban a entrar. Una voz en eco llego a mis oídos.
—Si, eres la nueva bruja del aire… Es imposible que la bruja de Creta y el mago de Plata hayan decidido marcharse del valle.
La voz era ligeramente melódica, delicada, muy diferente a la que anteriormente se había burlado de mi. Las luces del lar se encendieron de repente, cegándome un poco. Del otro lado del umbral, ya con la capacidad de ver con claridad, observaba una alfombra sencilla en el suelo, una mesa chica con tres sillas alrededor y una cama pequeña, muy similar a la de Mikhail, un hogar ligeramente más grande que el de mi choza, encendido, con varios peroles vaporeando encima de este. Un olor a hierbas frescas, madera quemándose y maíz llegó a mi olfato. Del otro lado, una chimenea pequeña, y al frente de ella una silla mecedora, bamboleándose lentamente.
—Permiso…
Gyasi entró con precaución, limpiándose los zapatos en el tapete. Yo lo seguí, cerrando la puerta detrás mío.
—Con su permiso.
—Hermanita Masha, esta es…
—¡Gyasi! Deja que la niña se presente ella misma.
Gyasi se calló de inmediato. La silla seguía meciéndose, dándonos la espalda. Aclaré mi garganta, mi puño derecho instintivamente cerrado.
—Mi nombre es Angela. Llegué antier a este lugar. Me dijeron que yo era la nueva bru… Diosa del aire.
Observé su mano en el brazo de la mecedora, su puño formado, dando pequeños golpes en el marco de madera. Me dio un poco de miedo.
—¿Y es qué acaso no tienes apellido, niña? ¡Dónde están tus modales!
Un poco de rabia comenzó a surgir en mi pecho.
—¡No es mi culpa que no lo recuerde! ¡No recuerdo mi apellido!
La silla se detuvo. Un cuerpo imponente, de casi dos metros de altura emergió de esta. Su cabello largo hasta la base de la espalda, totalmente claro, una mezcla extraña entre rubio y cano. Su piel era nívea, casi un poco azul. Vestía una especie de vestido azul cielo a media manga. Era increíblemente delgada, diría casi enferma. Sin embargo, su piel era extraña. Para alguien que debía permanecer siempre de quince años, se le notaba arrugada. Se giró hacia nosotros.
—¿Cómo diantres no vas a recordar tu apellido, niña?
Estaba sorprendida. Su cara estaba avejentada, no parecía una chica de quince años, si no una anciana, de unos setenta u ochenta años. Me recordó un poco a la mamá de mi mamá, aquella que nunca me quiso. Ella notó mi aprensión.
—¿Pasa algo, Angela-sin-apellido?
Meneé mi cabeza para sacarme de la impresión.
—No, no pasa nada… De nuevo, no es culpa que se me halla borrado el apellido de la memoria.
La mujer se mandó la mano a la cara.
—Millia, en el nombre de Sidhe, ¿qué hiciste ahora?
Suspiró profundo. No podía quitarle la mirada de su cara.
—Angela-sin-apellido… Mi nombre es Maria Kameneva, y soy, como puedes imaginar, la bruja del cielo.
—Un gust…
—Antes de que continuemos, me disculpo por mi atrevimiento unos minutos antes. Necesitaba medir tus capacidades, además de… Desviar a un visitante inesperado.
Su interrupción me disgustó, pero la explicación me causó curiosidad.
—¿Cómo así que medir mis capacidades, si no he sido capaz de hacer nada?
Soltó una carcajada que hizo vibrar las paredes.
—Pues niña, si eres capaz de levantar el viento de esa manera por este niño…
—La verdad no sé que pasó.
Gyasi replicó con tranquilidad.
—Si, fue mi culpa. Tenía que probar a Angela-sin-apellido. Usé un par de trucos. Perdón, mago de Agaro.
La naturalidad con la que ella excusaba su abuso me dio mucho desazón.
—Si querías medirme, no necesitabas meter a Gyasi en esto.
—Por el contrario, necesitaba involucrarlo. Necesitaba saber que tan importante era el niño para ti. Parece que lo valoras, así que vas ganando puntos.
—¿Y por qué no habría de valorarlo? Es un amigo nuestro.
La misma risotada.
—¿Amigo? ¡Qué chistes dices, bruja del aire!
La voz de Gyasi resonó en mi cabeza. “Masha no confía en nadie.”

—Trajimos esto, hermanita Masha.
Gyasi abrió el mantel en el suelo. Tomó varias frutas en sus manos y las depositó encima de la mesa. Yo tomé lo demás e hice lo mismo.
—Las recogimos de la villa, Gyasi pensó que serían de tu agrado.
Ella parecía no estar emocionada por nada, hasta que posó su mirada en las bayas que recogí.
—Дорогой Михаил! Son estas…
Tomó una de ellas entre sus dedos.
—Las recogí alrededor de mi choza. Estaban en unos arbustos…
—Estas son las que Mikhail…
—Bueno, no sé…
—Mikhail solía traerme un cesto lleno de estas bayas para que le hiciera un pastel cada vez que venía…
Sus ojos se tornaron llorosos.
—Lo siento, yo no sabía…
—Discúlpenme…
Masha se giró hacia la cocina con unos pasos pasmosos. La seguimos con la mirada. Una vez llegó allí, tomó una cuchara y comenzó a revolver lo que había en uno de los peroles. El aroma a hierbas se apoderó de la casa. Gyasi me estiró la manga de la camisa para llamar mi atención y me hizo una seña de que me iba a susurrar algo al oído. Me agaché a su nivel.
—Ella hace esto a menudo. Ya no nos va a escuchar más.
—¿Qué hacemos?
Gyasi aclaró su garganta. Yo me erguí por reacción.
—Bueno, hermanita Masha, yo me voy. Solo venía a traerte a Angela.
Miré a Gyasi preocupada.
—Es toda tuya, hermanita Masha. Nos vemos la próxima vez que haya que sincronizar el tiempo.
Gyasi se giró hacia la puerta. Yo estaba aún estupefacta y mi voz se quebró.
—Espera, Gy…
—¡Adiós!
Abrió la puerta, salió y la cerró de un buen golpazo. Yo estaba congelada en mi posición. Masha solo se limitó a pegar un pequeño brinco cuando Gyasi tiró la puerta.
—Yo… Yo también me voy…
—¡Espera!
Masha se giró en mi dirección, con cuchara en mano aún. Unas gotas verdosas caían al suelo.
—Angela-sin-apellido… ¿Quieres un poco de té?

Ella sirvió un par de vasos con té y me hizo una seña para que me sentara al comedor. Así hice y ella se siguió. Al frente mío puso uno de los vasos aquellos. Lo tomé y miré adentro. Era una bebida entre verde y amarillo, bastante opaca. La acerqué a mi olfato y aspiré el vapor. Era muy dulce y profunda, una infusión de quien sabe que hierbas, pero que olía apetitosa.
—No puedo tomar bebidas tan calientes, lo siento. Esperaré a que baje un poco más.
Ella se limitó a encoger sus hombros.
—Angela-sin-apellido…
—Angela está bien. Algún día recordaré mi apellido.
—¿Acaso no tienes alguna pregunta?
Ella sorbió un poco de su bebida. Su hálito soltó una nubecilla de vapor después.
—Tengo muchas.
—Adelante, la noche es larga.
Me giré a observar por la ventana. Efectivamente, la noche era larga.

—¿Por qué es de noche aquí, si afuera era de día, de madrugada, incluso?
Ella sonrió.
—Soy la bruja del cielo… Puedo hacer que anochezca o amanezca con solo pestañear. Además, ¿acaso la noche no es la compañera perfecta? Es fría, lúgubre, perfecta para convocar uno o dos demonios.
Se carcajeó como una villana de película.
—¿De… Demonios?
—¡Estoy bromeando! La verdad, prefiero la noche, es verdad que es más fría, pero en realidad, me recuerda a mi ciudad natal. Además, a los animalillos les gusta mucho tener este lugar, donde siempre es fresco.
—Tu eres de la Unión Soviética, ¿no cierto?
—¿La Unión Soviética? ¡Qué tipo de grosería es esa! Imperio Ruso, niña, el Sagrado Imperio Ruso.
Mi memoria comenzó a escarbar datos. Recordaba haber visto algo en clase de historia, pero la verdad se me escapaba.
—Disculpa, disculpa… De la época que yo vengo, se le llama Unión Soviética.
—Во имя Сиде! ¡Qué demonios pasa con el mundo! ¿Soviéticos? ¿En que año…?
—Mil novecientos ochenta y siete.
—¡Mil novecientos ochenta y siete!
Masha se levantó del asiento. Esto se me hizo muy conocido.
—¡Mil novecientos…
—¡Ya basta, Masha!
Se giró hacia mí, sus ojos hechos fuego.
—No te he dado el permiso que me llames así. Me llamo Maria.
—Perdón, perdon, pero ya Larissa hizo el mismo revuelo antier. Una vez es suficiente.
—¡Ja! La bruja de Creta es tan fácil de comprender.
—¿De que año vienes tú, Maria?
Masha se sentó de nuevo.
—Mil ochocientos setenta.
—Veo. Tu llegaste entre Larissa y Vicente.
—¡Y muchos más que se fueron!
Seguí preguntando.
—¿Por qué llamas a Larissa la bruja de Creta, a Vicente el mago de Plata, a Gyasi el mago de Agaro y a mi bruja del aire?
Sonrió.
—Pues, en tu caso, no me has dicho de dónde eres.
Abrí mi boca por reacción. Creta, Plata, Agaro…
—Soy de… De… De Berlin, Maryland.
—¿Berlin? ¿Esa ciudad en el Imperio Alemán?
—No, no… En Estados Unidos.
—¿Esos que compraron a Alaska?
—Si, esos mismos…
—¡Pero si son un terruño!
—Éramos, éramos un terruño… De cuándo vengo, somos una potencia…
Masha se carcajeó.
—Империя абсолютна!
—No entiendo ruso. Eso es…
—¡El Imperio es absoluto!
—Pues… No querrás saber que ha pasado con Ruisa hasta cuando yo morí.
—Mikhail me tuvo al tanto, así que sé como están las cosas. Sigue preguntándome.
Parecía que la historia se había congelado en su cabeza a su amaño.
—¿Y porqué brujas, magos?
Masha tomó un trago largo, cerró sus ojos y suspiró con fuerza.
—¡Millia! ¿Por qué no vienes aquí, hija?
La puerta se abrió lentamente, y de esta, una figura pequeña, quizá de la mitad del tamaño de Gyasi ingresó. El olor al prado recién cortado, a la tierra húmeda, a las piedras que se tuestan bajo el sol, a los troncos de los árboles, llegó a mi olfato. Sus alas, de brillantes colores, ligeramente maltratadas, su ropaje hecho harapos. Sus facciones gastadas y agotadas. Su piel herida y sucia.
Me levanté de mi asiento, casi derramando mi taza de té. Aspiré como si fuera la última bocanada de aire de mi vida.
—¡Tú!

Las personas, lugares y eventos descritas en esta historia son ficticias, y cualquier similitud con cualquier lugar real, persona real, viva o fallecida, sus vidas y eventos es solamente coincidencia.