Categoría: febrero 2.021
«Traiciones de Pascua»
Marisa ya se había ido a dormir. Había sido un día horrible para ella. El niño no dejaba de llorar y solo quería mamar todo el día. No se llenaba el niño este con nada. Una vez ella se acostó, ojerosa, yo estuve con él haciéndolo que durmiera. Era lo menos que podía hacer por ella.
Lo mecía y lo mecía, y con lentitud sus ojos cerraba. Era increíble que fruto de los dos, esta criatura hubiese nacido. Era la mera estampa de la mamá, las mejillas, las cejas y la nariz. Era como si viese una foto de Marisa cuando era niña. De mi no parecía que hubiera heredado mucho. “Es hijo del lechero”, me dijo una vez mi madre. Pues no sé de que lechero, porque en la capital no hay servicio a domicilio.
Una vez nos casamos y después de aquella famosa desventura de la mudanza de mis padres, Marisa y yo continuamos viviendo en el mismo piso de la capital. Unos meses después de aquella situación, quedamos embarazados. Mis padres y los de ella no cabían de la felicidad de tener un nieto, el primogénito de ambas familias. Mi madre, que es más loca, estuvo viviendo con nosotros unos meses, ayudándonos con los cuidados del niño. En tanto Tito cumplió tres meses, mi madre se regresó con mi padre, pues primero le hacía falta, y segundo, él se había enfermado de un catarro. Ahora Tito tiene casi seis meses, y está creciendo cada vez más rápido. Las ropas que le compramos de recién nacido ahora las tenemos empacadas para las donaciones.
Una vez se quedó bien dormido, lo llevé a la cuna y lo arropé. Encendí el monitor inalámbrico y me fui al estudio para escribir un poco.
Abrí mi libreta, lamí la punta del bolígrafo y en tanto iba a escribir el primer trazo, mi teléfono se disparó en mi bolsillo, asustándome. Lo saqué. En la pantalla el nombre “Elisa Elliot” centelleaba con apremio. Me dirigí a la puerta del estudio, la cerré para evitar despertar a mi esposa y a mi hijo y contesté.
—Hola Elisa.
—Hola Efra. Buenas noches.
—¿Cómo vas?
—Muy bien, aquí monitoreando al niño. ¿Et tu?
—Trés bien.
Sentía un poco de tensión en la línea. La famosa pausa dramática de Elisa Elliot, aquella que indica que quiere que pesque la respuesta.
—Y bueno… ¿Ahora con que enamorado te peleaste? ¿El del bote de remos, o el del helipuerto en la puerta de la casa?
—¡Tonto! No es nada de eso…
—A ver, doctora Elisa Elliot… La soltera más cotizada de Pascua.
—Pos claro, no es si no meros hombres interesados… No es eso.
—¿Y entón?
Ella solía hacer esas pausas dramáticas desde pequeña. Me enternecía por los bonitos recuerdos, pero me daba un poco de rabia a la vez.
—He pedido vacaciones. Unos días, nada más.
Me mandé la mano a la boca y aspiré, con dramatismo.
—La doctora Elliot, ¿en vacaciones? ¡Uy, el comienzo del fin del mundo!
—Cállate que es en serio. Ya llevo trabajando mucho sin parar. Le dije a mi padre, quien me dijo que se iba a encargar de todo por una semana.
—Pues, al fin tú fuiste quien le quitaste el puesto.
—Me lo cedió, y tú lo sabes.
—Eso no fue lo que dijo la entrevista de hace unos meses… Y bueno, ¿qué planes tienes? ¿Has escuchado de Humilia? Dice que las playas allá son de perder la cabeza.
La misma pausa dramática.
—Pensaba en hacerles una visita a ustedes.
Ahora fue mi turno de hacer la pausa.
—Erm… Pues tú sabes que en nuestro lugar eres bienvenida siempre, pero… Con todo el corre corre con Tito, no creo que puedas descansar mucho aquí.
—Lo sé, lo sé, es solo que…
Tosió, aclarando su garganta.
—Debo contarte algo muy importante también.
—¿A mi? ¿O a nosotros?
Suspiró.
—A ti.
No pude aguantar más y me reí, un poco más fuerte de lo que debía hacerlo a esta hora.
—Déjate de cosas y dime de una vez… ¿Un chisme? ¿Te pasó algo?
—No fue a mi a quien le pasó algo…
—¿Y entón?
—Mañana llego en el tren de las diez y media. Si me puedes recoger sería muy bien, si no, llámame para no esperarte y tomar un taxi.
—Está bien… Mañana le diré…
—No es necesario que le digas. Incluso, no le digas.
—¿Por qué?
—Mañana te digo. Hasta mañana.
Colgó con velocidad. Era inusual que fuera tan críptica y misteriosa, además que me colgara tan rápido. Usualmente ella se podía pegar del teléfono por horas.
Ambas, Marisa y Elisa odiaban las fiestas sorpresa, por tanto no tenía sentido que Elisa quisiera mantener su visita en secreto, al menos que quisiera enojar a su gemela, cosa que sería bastante peligrosa, pero no inusual en ellas. Aunque se querían, se peleaban con frecuencia. Eran competitivas entre si.
La idea que Elisa viniese me tenía un poco inquieto, además de la ansiedad de lo que fuera que ella quisiera decirme. Imaginé que iba a ser una bobada, como usualmente lo era. Sin embargo, la seriedad en su voz me sacó de mi zona cómoda. No escribí mucho, esbocé un par de ideas en mi libreta y unos minutos después me puse a leer un libro que había dejado comenzado antes que Tito naciera.
—¿Para dónde vas?
Marisa me preguntó mientras amamantaba a Tito. Ya habíamos desayunado, y el niño estaba bien despierto, aunque no faltaría mucho para que se durmiera de nuevo. Yo estaba poniéndome un abrigo y calzándome.
—Voy a recoger a…
Paré en seco. Recordé que Elisa me había pedido que mantuviera su visita en secreto.
—Un nuevo libro. De la librería, me avisaron que ya había llegado.
Mentí. Yo era muy, muy malo para mentir. Era la primera vez que le mentía a Marisa desde que comenzamos a salir. No era una mentira completa, al fin si tenía que recoger el libro.
—Perfecto. Necesito que me traigas lo de la lista de compras. Ve en el auto.
—Claro que si, cielo.
Le di un beso a mi esposa, un beso en la frente a mi hijo y salí del piso. Una vez llegué al aparcamiento y me metí en el auto, llamé a Elisa.
—Hola Efra.
—Hola Elisa.
Podía escuchar en el fondo el sonido del tren traqueteando.
—Voy a recogerte, pero primero debo hacer unas compras.
—Perfecto. El tren está retrasado. Creo que llegaré en una hora y media.
—Listo, te espero en el frontal de la estación de tren.
—Allá nos vemos.
Colgó de nuevo. Se le escuchaba tensa, como si se hubiera tragado las palabras.
Fui al supermercado cercano a la estación y compré lo que estaba en la lista. Afortunadamente no era mucho y nada se echaría a perder si lo dejaba esperando en el automóvil. La librería no quedaba cerca, así que preferí esperar a después para recoger mi libro. Ya con la compra hecha y guardada en la cajuela del auto, parqueé al frente de la estación de tren. Mientras tanto puse un poco de música para distraerme.
Un par de minutos después, escuché que alguien golpeó mi ventana. Era Elisa. Abrí y salí para darle un abrazo. Se le veía feliz de verme, incluso un poco ansiosa.
—¡Hola Elisa!
—¡Efraín! Te ves muy bien.
—Y tú más.
Le abrí la puerta del co-piloto, tomé su equipaje, una maleta más bien grande, y la embutí en los asientos de atrás. Una vez hecho esto, me metí en el asiento del conductor.
—Ya hace varios meses que no nos vemos.
—Así es, desde que Tito nació.
Ella suspiró.
—Marisa se pondrá contenta cuando te vea.
Su semblante cambió. La potente sonrisa que tenía anteriormente dio paso a una especie de amargor.
—¿Qué pasó?
Puso su mano sobre la mía, en la palanca de cambios de mi automóvil.
—No me quedaré con ustedes. ¿Sabes dónde queda el Hotel Castellón?
—Si, si lo conozco… ¿Pero por qué no te quedarás en casa?
—Vengo para volarme de San Julio, y escapar de la sombra de mi hermana. Por eso no la quiero ver.
Fruncí el ceño. No tenía ni idea de que estaba hablando.
—Elisa, ¿qué pasó? ¿Mis suegros te están presionando por alguna razón?
Se tapó la cara con la mano, como cubriéndose con pena.
—No, no son ellos. ¿Podrías llevarme al hotel? Quisiera hablar contigo allí.
Encendí el automóvil, quitando mi mano de debajo de la de ella. Jamás me había tocado de esa manera, con si escondiera sus intenciones. Durante todo el trayecto, sentía que se había hecho un vacío de aire entre ella y yo. No hablamos, no dijimos nada. Ni siquiera aclaré mi garganta. En el fondo solo estuvo la radio de mi automóvil, emanando sonidos a muy bajo volumen. Ella parecía vacía. Miraba hacia afuera, sin siquiera observar.
Una vez llegamos al hotel, aparcamos en la zona de visitantes. Me bajé, le abrí la puerta, abrí detrás y saqué su valija. La acompañé a la recepción del hotel, arrastrando su equipaje.
Ella se registró en el mostrador y le dieron la llave. La seguí. Parecía que no era la primera vez que se hospedaba acá, se movía con precisión y eficiencia.
—¿Te has quedado acá antes?
—Muchas veces. Sobre todo cuando estuve estudiando.
—Yo pensaba que la universidad te había pagado la estadía.
—No, me pagó un estipendio mensual para costearme una renta, pero era muy poco. Tuve que tomar residencia en un lugar bastante retirado del campus.
—¿Y en casa de tus tíos?
—Para vivir con un buscapleitos como mi tío me hubiese quedado en San Julio.
Subimos a un ascensor.
—Cuando tenía exámenes, para evitar llegar tarde a la universidad, yo me venía para acá y pagaba una noche. La universidad está a unos diez minutos caminando.
Subimos hasta el piso seis. Ella continuó caminando por el pasillo, hasta llegar a su habitación. La abrió y entró. Yo la seguí detrás poniendo el equipaje a un lado de la cama.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar acá?
—Unos tres o cuatro días. Necesito de verdad descansar.
—¿Y me vas a decir qué en todo este tiempo no vas a ver a Tito y a tu hermana?
Se quedó callada, tirando su bolso de hombro sobre una silla y sentándose en la cama. Giró su cabeza para mirarme, su mirada bastante seria, incluso su ceño un poco fruncido.
—Tito no es tu hijo.
Mi cabeza estaba vacía, como si alguien me hubiera sacado los contenidos a cuchara. No sabía que decir. Solo pude expeler un manojo de sonidos inconexos, que no hacían parte de nuestro lenguaje, como si hubiera sufrido un derrame.
—Perdón que te lo haya dicho tan de golpe, pero es cierto, Tito no es tu hijo.
—Eso es imposible.
—En absoluto. En casa ya lo hemos discutido varias veces.
¿La familia de Marisa ya lo sabía?
—¿Y qué pruebas tienes de lo que dices?
—Ven, siéntate a mi lado.
Así hice.
Hace casi un año y medio, Marisa regresó a San Julio para ayudar a sus padres cuidando la casa mientras ellos se iban de vacaciones a la playa. Ya que aún estaba buscando empleo y Elisa mantenía ocupada con la notaría y ya vivía lejos de sus padres, ella fue la única opción que tenían para esto. Yo me quedé en el piso en el que vivíamos en ese entonces en la capital, pues aún tenía que ir a mi oficina de vez en cuando.
Una semana después ella regresó a mi, como si nada.
—Durante ese periodo, ella se vio en repetidas ocasiones con Mario. Él iba a nuestra casa todos los días en que ella estuvo allí, después de hacer el turno en la comisaría.
Me reí con desgano.
—Pues ellos son buenos amigos.
—Una vez que salí temprano de mi trabajo y tuve que recoger un par de cosas de mi vieja habitación, los vi salir de la habitación de ella, un poco apurados. Cuando los cuestioné, me respondieron con evasivas.
—Ella no me dijo nada de esto.
—Cuando le pregunté a ella a solas si te había contado, me dijo que no era necesario que tu te dieras cuenta. Desde ese momento me comenzó a sonar raro todo.
Comencé a calcular. Tito tenía cinco meses y medio. Si le sumamos las treinta y nueve semanas de embarazo… Los cálculos me encajan.
—Pero Mario… Ella rechazó a Mario todo el tiempo. ¿Recuerdas? ¿La historia de que él cayó a la tronera y ella lo despachó patitas en la calle?
—Esta es solo una teoría… Pero creo que ella ya cuando ustedes se casaron, se dio cuenta que le gustaba más él.
No sabía que pensar. Mi cabeza estaba hecha un ocho.
—Pero… Es Marisa… ¡Marisa! Tú que eres su melliza lo sabes más que yo, acerca de como es ella, de su seriedad, su firmeza…
—Ella cambió mucho cuando ustedes se casaron.
Esa frase me cayó como un balde de agua congelada. Yo no me di cuenta, yo estuve a su lado todo el tiempo. Sin embargo, las personas de alrededor que no la veían con frecuencia si pueden contrastar las diferencias.
—¿En qué sentido?
—En muchos sentidos para bien… Pero un par no tanto.
—¿Cómo?
—En lo bien está que ella comenzó a sonreír mas, a ser menos robótica y más humana. Aparte de eso, se comenzó a interesar más en el bien de nuestra familia. En lo mal está que dejó de lado su carrera para dedicarse a la casa, a pesar que fuera tan exitosa. Dejó de lado la investigación, la lectura, las artes, el ejercicio. Es menos de la sombra de lo que ella era.
Me sentí un poco ofendido. Sentí que ella lo enunciaba para hacerme sentir que yo era el directo culpable.
—Pues… Pues…
No supe que decir.
—¡Tú no te quedas atrás!
Ella se puso de pie, se paró al frente mío y frunció el ceño.
—¿A qué te refieres, Efraín Malverte?
—¡Tú también has cambiado! Ya casi no tienes enamoramientos fugaces, ya no vienes llorando a mis hombros cuando alguien te deja…
—¡Pues A, porque todos los hombres que vienen a mi, vienen solo con intenciones estúpidas! ¡B, no puedo montarme en un tren y dejar tirado mi trabajo para venir a berrear a tu hombro! ¡Además, Marisa me prohibió hacerlo contigo! Y C, mierda, Efraín… ¡Te me fuiste de las manos, a pesar que sabías que te amaba, hombre! ¡Mierda mi vida!
Se acurrucó en el suelo. Su cuerpo rebotaba por el llanto. Sus sollozos eran suaves y acompasados. Ella se abrazada a sus piernas con fuerza, sus puños bien apretados.
—Perdón, yo no…
Me levanté para acariciarle la espalda. Ella me palmeó la mano.
—No me toques. Vete, Efraín.
—Pero…
—¡Qué te vayas!
Iba en mi automóvil ya llegando a casa. No sabía que hacer. Aún estaba confundido por todo. Subí con la compra al piso.
—Dios mío, amor… Ya estaba preocupada. ¿Tres horas para traer las compras?
—Perdón, tomé un desvío.
—¿A qué te refieres?
Miré a mi hijo en brazos de mi esposa. O lo que hasta hoy creía que era mi hijo. De veras no se parecía a mi. Si algo, se parecía a Mario. Comencé a notarle rasgos en su cara, en sus brazos, en su mirada.
—Tomé un desvío, es todo.
Llevé la compra a la cocina y comencé a distribuir los contenidos de la bolsa. Marisa vino hacia mi.
—¿Pasó algo?
Pensé como decirlo. No quería quedarme con la espina.
—¿Has hablado con Mario recientemente?
A último segundo me dio miedo.
—No, nada. Por ahí un año o más.
Se mandó la mano a la boca.
—¿Le pasó algo?
—No, no. Solo quería saber si has hablado con él.
—¿Y entonces? ¿Qué te tiene tan agrio?
Respiré profundo mientras metía las verduras en la nevera.
—Marisa… Tú…
El timbre del apartamento sonó. Al levantarme me dí duro en la cabeza con la puerta del congelador del refrigerador. El dolor era sordo, pero menor que el nudo que tenía en el pecho. Marisa abrió la puerta.
—¡Lisa!
—¡Risa!
Elisa había venido a nuestro apartamento. Preferí quedarme en la cocina.
—¿Cuándo llegaste? ¿Qué demonios haces acá?
—Llegué hoy y vine a ver a mi sobrino. ¿Dónde está mi niño?
Marisa vino por mi a la cocina.
—Amor, vino Elisa, ven a saludar.
—Ya voy.
Dejé como estaba y fui a la sala.
—¿Cómo está mi niño? ¡Cuchi cuchi cuchi!
Elisa tenía a Tito en manos, haciéndole cosquillas en la barriga y emitiendo sonidos ridículos. El niño se reía.
—Hombre, ¿por qué no nos avisaste que venías? Efra hubiera ido a recogerte.
Tragué un taco de mi garganta.
—No quería molestarlos, ya están ocupados con el niño.
—¿Y tu equipaje?
—Ah, no me quedaré acá, me quedaré en un hotel. Estaré tres días en la capital.
Todo esto me traía un recuerdo de esta mañana. Una vez soltó a Tito en brazos de su madre se dirigió a mi.
—Efraín, te ves muy bien.
—Y tu más.
Me abrazó como si lo de esta mañana hubiera sido solo un sueño.
—No, Risa, no me quedaré acá. Vine a descansar del trabajo y darle un vueltón a mi sobrino.
—¿Pero si te hubieras quedado acá…?
—No nos mintamos… No hubiera descansado.
Marisa se carcajeó.
—Tienes la razón.
Elisa y Marisa estuvieron juntas en la sala charlando toda la tarde, tomando el té, arrullando a Tito y jugando con él mientras estaba despierto. En tanto continué trabajando en el estudio, de vez en cuando dándoles la vuelta para ver como estaban y si querían algo.
—Elisa, Marisa, ¿desean algo más?
—¿Qué dices, Lisa? ¿Quieres algo más?
—Un esposo como Efraín.
Seguían riéndose a sus anchas. Marisa se dirigió a mi.
—¿Podrías prepararnos más té? ¿Y nos traes las magdalenas que están en la despensa?
—Claro que si.
Elisa se levantó del asiento.
—Mientras cuidas a Tito, yo le ayudaré a Efraín, me da pena que se enrede y arruine la tetera.
—Eso no va a pasar…
Elisa me comenzó a empujar a la cocina.
—Vamos, vamos, sin chistar.
Marisa se reía de toda la situación. Hacia mucho tiempo que no la veía tan alegre.
Una vez en la cocina, Elisa me arrinconó contra una esquina y comenzó a susurrar.
—Perdón, perdón por haber sido tan grosera hace un rato.
—No hay problema.
—Si pudieses olvidar todo lo que dije…
—Básicamente te le declaraste a un hombre casado y con hijos, no solo eso, el esposo de tu hermana, ¿y crees que va a ser fácil para mi olvidarlo?
—Por favor. Me dejé llevar por el enojo.
—Eso no reduce la gravedad de lo que hiciste.
—Pero si que me sirvió. Me desahogué.
Suspiré.
—Desde que te haya ayudado…
—Claro que si.
Me separé del rincón y comencé a preparar el té. Ya no teníamos que susurrar.
—Y bueno, ¿cómo van las cosas en San Julio?
—Todo en orden. El tiempo no pasa allá. Pero el negocio está muy bien, solo el mes pasado una caravana de matrimonios se fue desde acá para divorciarse, mucha mucha plata.
Gritó.
—¡Ya saben a dónde van si se van a divorciar!
Comenzó a reír. Su sonrisa me pareció trágica. Desde la sala, un graznido llegó a nuestros oídos.
—Jaja, muy graciosa tu. Yo a Efraín no lo suelto ni porque comenzara a oler a pez.
—Solo digo, solo digo.
Una vez entrada la noche, Elisa se levantó, dispuesta a marcharse del apartamento. Ya había terminado mis quehaceres por el día y estaba arrullando al niño. Durante todo el tiempo lo observé con cierto desdén, analizando sus facciones de cerca.
—Amor, ¿podrías llevar a Lisa a su hotel? ¿Ya que la ingrata no se va a quedar aquí?
—Hombre, te digo que quiero descansar. Mañana vuelvo a pasar un rato.
Le pasé a Tito a mi esposa, mientras me ponía un abrigo. Se dieron sendos besos, abrazos y despedidas, incluyendo al chico.
—Ah, Lisa, antes que te vayas, ¿dónde te estás quedando?
—En el Farallón.
Le mentía. Farallón era un hotel campestre que quedaba en las afueras de la ciudad. Castellón queda a unos veinte minutos caminando.
—Uy, ¿por qué tan lejos?
—De nuevo… Quiero descansar.
—Con más razón que Efraín te lleve. Hasta mañana.
—¡Hasta mañana!
Descendimos las escaleras al aparcamiento. Yo estaba un poco atónito.
—Le mentiste acerca del hotel.
—Necesito hablar contigo. Y para ello necesito tiempo.
—¿Y ahora de que más me quieres hablar?
—Vamos al automóvil.
Una vez en él, y ya habiendo salido del garaje, volvió al mismo mutismo de la vez pasada.
—¿No qué necesitabas hablar conmigo?
Se quedó en silencio todo el trayecto.
Una vez llegamos al hotel, ella salió por su cuenta, sin esperar que le abriese la puerta. Se empujó con tanta rapidez que se torció el tobillo y cayó de plano en la acera. Yo salí corriendo de mi asiento a ayudarle.
—Elisa, ¡por Dios! ¿Estás bien?
Su cara demostraba bastante dolor.
—Estoy bien, estoy bien.
La ayudé a levantarse. Ni podía asentar el pie.
—¡Mierda mi vida!
Recordé el encuentro más temprano en el día.
—Tendremos que llamar a un médico, o algo.
Suspiró.
—Por ahora llévame a mi habitación, por favor. Desde allá llamaré al servicio médico.
Asentí. Paso a paso nos internamos en el hotel, ella cojeando profusamente. El recepcionista se acercó a nosotros preguntando si necesitábamos algo. Ella lo despachó, asegurándole que si lo necesitaba los llamaba.
Comenzamos a subir en el ascensor.
—¿Te duele mucho?
—Por Dios, Efraín, que me parto el pie. ¡Ahora si que voy a descansar!
—Necesitas ayuda médica.
—Qué no todavía, hombre.
A pasitos llegamos a su habitación. Ella abrió y comenzó a dar unos saltos como de conejo para tirarse en la cama.
—¿Me ayudas?
—¿A qué?
—A quitarme los zapatos, necesito ver que coñ… Que demonios tengo.
Asentí. Le zafé los zapatos, unos botines bastante bonitos de color bermellón. Las medias se habían recogido en la punta del pie, haciendo que la piel se pusiera de color rojo al contacto con el cuero. Sus pies eran bonitos, pequeños, con dedos bonitos, una composición preciosa, que muchas veces atrás admiraba, en tanto nos citábamos cuando niños.
—¿Te gustan?
Levanté la mirada.
—No, en absoluto.
—¿Seguro? Recuerdo que cuando niños los mirabas con muchas ganas.
—¿Ganas? ¿Qué demonios dices?
Se comenzó a reír.
—No te hagas el que no te das cuenta.
Miré detenidamente el tobillo, no estaba particularmente inflamado. Lo toqué suavemente.
—¿Puedo?
—Por favor.
Masajeé su pierna, especialmente la parte dónde se había lastimado. Con cada movimiento, ella emitía una especie de gemidos por el dolor, casi gruñidos. Me comencé a preocupar. Levanté la cabeza para ver su semblante. Respingaba los ojos con fuerza.
—Aunque no lo veo inflamado, parece que estás muy adolorida.
—No pares, por favor.
—Está bien.
Por unos minutos más continué friccionándole el pie. Sentía que de alguna forma hacíamos algo un poco indecente, y más que todo gracias a sus extraños gemidos. Su respiración era ligeramente sincopada. Me levanté como un resorte, también un poco lleno de elación.
—¿Por qué te detuviste?
—Elisa, creo que esto no es lo correcto.
Suspiró.
—No veo en qué. Ilústrame.
—¿Estás derivando algún otro tipo de placer de mis acciones?
—Tonto, ¿en qué sentido?
Sus palabras decían una cosa, su tez sudorosa y enrojecida, y los cabellos adheridos de su frente decían otra.
—Me voy. Llama al seguro médico.
—Espera, espera… ¿Por qué no te quedas…?
—¿Qué me quede? ¿Qué tipo de propuesta me estás haciendo?
—¿Me vas a dejar sola aquí?
—Dios mío, Elisa, yo tengo esposa, ¡tu hermana! Tengo un niño al que volver.
—Que bien te pudo haber engañado, y que bien puede no ser tu hijo.
—Nada me lo confirma aún. Adiós.
—Espera. Espera.
Abrí la puerta y la tiré a cerrar. Durante todo el trayecto al frontal del hotel daba pasos fuertes, golpeados. Mis puños estaban hechos rocas. Al pasar por la recepción, el empleado se me acercó, preguntando acerca de su huésped. Le pedí que llamara al servicio médico, que ella se encontraba muy mal, pero que yo ya me tenía que marchar.
Subí a mi automóvil y regresé en un chasquido de dedos donde mi esposa e hijo. El niño ya estaba durmiendo, y mi esposa me esperaba ansiosa en la sala. La besé y la abracé como no lo había hecho en ya meses.
—¿Pasó algo?
No sabía que hacer.
—Tu hermana no se está quedando en el Farallón, si no en el Castellón.
—Pero ese queda cerquita.
—Así es.
—¿Y entonces por qué te demoraste tanto?
—Bajándose del automóvil, ella se lastimó el tobillo. La acompañé hasta la habitación y en recepción le llamé al servicio médico.
No le mentí, pero no le di toda la información. Me sentí con mucha culpa.
—Dios mio, la llamaré.
—No, déjala tranquila, estaba agotada.
—Veo.
—Vamos a dormir, ¡qué día tan pesado tuvimos!
Asintió. La besé de nuevo.
Al siguiente día, Elisa se apareció en la tarde, equipaje en mano. Yo regresaba de la oficina, en tanto la vi a ella en la sala. La maleta estaba en la entrada aún.
—¿Elisa?
—¡Vengo a quedarme! ¡No puedo estar lejos de este precioso!
—¿Y tu tobillo?
Me miró como si me fuera a matar.
—No tenías que haberle contado a Risa, se preocupó mucho. Pero está bien, está bien. El servicio médico vino apenas te fuiste. El tobillo está en orden, solo era el dolor latente de la torcedura.
Sentía que todo era un acto que ella estaba haciendo. La recriminé con la mirada.
—¡Qué bueno!
—Elisa se quedará en el cuarto de huéspedes. ¿Podrías por favor llevar su equipaje?
No era la primera vez que tenía que cargar o arrastrarlo. Lo moví al cuarto de huéspedes.
—Ah, amor, ¿podrías también cambiar la ropa de cama?
—Claro que si, cariño.
Se quedaron hablando hasta tarde. Tito se durmió en un trucar de dedos, seguro por que la tía jugó con él toda la tarde. Después de cenar todos juntos y hablar de temas inconsecuentes, recuerdos de viejas épocas, me senté en el estudio con una taza de té para escribir un poco. Estos dos días habían sido un remolino y no había adelantado nada de mis obligaciones personales.
Mi esposa caminó hacia mi, abrazándome por la espalda. Elisa esperó en el umbral de la puerta.
—Amor, estoy agotada. Me voy a dormir temprano.
Eran las nueve y treinta, ya muy pasada la hora normal para ella dormirse. Me giré, me levanté y la besé y abracé profundamente, como con intención que Elisa me viera.
—Hazle compañía a Elisa y vigila a Tito por un momento más, ¿te parece?
—No me parece adecuado. Yo estoy concentrado en mi escritura.
Me miró con ojos pedigüeños.
—Ella se marcha mañana temprano, es lo mínimo que puedes hacer.
Suspiré y la miré. Tenía una sonrisa extraña. No sabía que hacer.
—Está bien.
—Gracias, amor.
Me volvió a besar. Mi esposa era única, si no un poco inocente.
—Hasta mañana a ambos.
Elisa entró y tomó asiento en una silla auxiliar que teníamos dispuesta. Marisa se despidió y salió, sin antes devolverse y bromear.
—Ojo con engañarme, ¿eh?
Elisa se sonrió.
—¿En tu propia casa? ¡Qué tal! Ni yo tengo tan malos modales.
Ambas se carcajearon. Yo seguía sin saber que hacer. Marisa cerró la puerta del estudio a sus espaldas para que el ruido no se propagara por la casa.
Continué escribiendo, aunque ya más disperso que antes.
—Marisa es bastante única.
—Y que lo digas.
Se levantó de la silla y caminó alrededor mío.
—Es increíble la selección de tomos que tienes acá.
Tomó uno de los libros, lo ojeó rápidamente y lo volvió a depositar. Hizo eso mismo con varios.
—Hace parte de la colección de los dos. Queremos inculcarle a Tito desde chiquito el gusto por la lectura.
—Maravilloso.
Seguía tomando libros a la suerte, abriéndolos, mirando un par de hojas y volviéndolos a poner. Decidí concentrarme en mi historia.
—¿Qué te hizo cambiar de parecer en quedarte acá?
Sin previo aviso, me abrazó por la espalda, clavando su cara en mi hombro, su boca a par de centímetros de mi oreja. Susurró.
—Quería verte…
Una corriente me recorrió la espalda.
—Dios mío, Elisa, te estás propasando…
—Solo un minuto, Efraín. Déjame vivir mi fantasía solo un minuto.
—¿Cuál fantasía?
—Aquella en la que tu y yo nos enamoramos, nos besamos todos los días, vivimos juntos, hacemos el amor todos los días…
Acercó su boca muy peligrosamente a mi oído. Sentía su vaporoso jadeo en los pelillos de la oreja. Me levanté, soltándome de ella.
—¡Elisa, despierta! Esa fantasía no existe. Estoy casado con Marisa, soy feliz, tengo un hijo, mi vida está completa a su lado.
—Pero, ¿qué tal si ella si te engañó con Mario? ¿Qué tal si…?
—¿Qué tal si Tito no es mío? Creo que es algo que Marisa y yo tenemos que conversar, y tu ni tu familia se deben inmiscuir.
Sentí que el calor se me subía a las orejas. Elisa me hacía una seña de que bajara la voz.
—Hasta mañana Elisa, espero que mañana muy temprano te marches.
Recogí el monitor de la habitación del niño, abrí la puerta y me marché, dejándola a ella sola. Fui a la cama donde mi esposa dormitaba, aunque por mis alaridos estaba un poco despierta. Me desvestí rápidamente y me metí en la cama.
—¿Qué fue ese ruido?
—Tu hermana, amor. Tu hermana.
Suspiró.
—Mañana hablamos.
La abracé por la espalda, la besé y la acaricié un poco. Ella se contorsionaba del placer.
—No, amor, no… No con Elisa en casa.
—¿Qué ha de importar?
Lo pensó unos segundos y se giró hacia mi para luego besarme por largo, muy sonriente.
—Solo un momento, ¿está bien?
A la mañana del tercer día, en tanto yo había terminado de hacer mis abluciones y vestirme, Elisa ya estaba en la puerta de la casa, con su equipaje al lado. Marisa estaba con el niño en sus brazos.
—Amor, lleva a Elisa a la estación del tren. Ella debe estar en treinta minutos, pero quiere marcharse temprano.
Era hora de resolverlo todo.
—Marisa, Tito es mi hijo, ¿no cierto?
Ambas se quedaron congeladas. Marisa reaccionó primero.
—¡Por Dios, Efraín, ¿qué cosas estás diciendo?!
—¿Es o no es?
Hizo vibrar sus labios como Tito hace cuando hace burbujitas con su saliva.
—¿Lo dudas? ¡Claro que es tu hijo! ¡No he estado con otras personas más que tu!
Señalé hacia Elisa.
—Pues hazle entender a tu hermana eso… Entre tus papás y ella están creyendo que es hijo de Mario.
Elisa se quedó aún más boquiabierta.
—¿De Mario?
Marisa se largó a reír. Me pasó a Tito con rapidez, para luego apoyarse en contra de la pared, convulsionando de la risa, dándole golpes al muro.
—¿De Mario dicen?
No podía parar de soltar carcajadas. Elisa y yo nos mirábamos con la vista vacía. Una vez se calmó, con lágrimas en los ojos, y sus gafas empañadas, me miró.
—Ay, Efraín Malverte, si que me haces reír. ¿De Mario? ¡Jamás!
—¿Y entonces…?
Miré al niño en mis brazos.
—¿Por qué se parece un poco a Mario?
—Pffft. ¿En dónde?
No sabía ni que decir.
—Los ojos, los brazos…
—¡Hombre! Si son los mismos ojos tuyos, ¡qué no lo notas! Y los brazos, está muy chiquito para poderlo identificar. Además, mírale ese lunar que tiene en el culo.
Lo giré y le moví el pañal un poco. Efectivamente, tenía un puntito café en la nalga.
—¿Y de quién será ese lunar? ¿Y el que tiene en la espalda? Y el de la punta del…
Me sonrojé.
—Está bien, está bien. No sé ni porqué me dejé creer de las cosas de tu hermana.
Marisa se fue hasta Elisa, mirándola fíjamente a los ojos.
—Y en cuando respecta de ti… ¿Por qué le metes esos bichos a Efraín en la cabeza?
—Pues es que… Esas visitas de Mario la última vez que estuviste en San Julio…
Marisa miró al techo.
—¡Ah! ¡Oh! Ya recuerdo. Creo que es mejor que hables con él cuando regreses a San Julio. Creo que te llevarás una sorpresa.
Miré el reloj de la sala.
—Creo que es mejor que nos vayamos marchando. Ya ves, Elisa. Todo lo que me has dicho era un gran malentendido.
—¡Y que lo digas!
Le dí un beso a mi esposa y un besote más grande a mi hijo.
—Te amo, cielo.
—Y yo a ti, loquillo.
Agarré la maleta de Elisa y comencé a bajar. No había pronunciado ni una palabra hasta ahora.
—Cuida bien de este hombre, Risa, porque si no, alguien te lo va a arrancar.
—De mi cuerpo sin vida, Lisa. De mi cuerpo sin vida.
—Hasta pronto.
—Hasta pronto.
Se dieron un abrazo que duró hasta que yo metí la maleta en la cajuela. Una vez ella se subió al auto, arranqué con rapidez. Llegamos en silencio y con rapidez a la estación de trenes.
—¿Sabes algo?
—¿Dime?
—Lo siento mucho por todo.
—Más te vale.
—Esto no cambia lo que siento por ti.
—Pues vete olvidando.
—Pero ya me di cuenta que es un imposible.
—Más que imposible. Mi esposa y mi hijo van primero.
Suspiró.
—A ver si aparece alguien tan idóneo como tu.
—No pidas clones, mujer.
Sonrió con fuerza.
—Efraín Malverte solo hay uno.
Abrió la puerta y ambos emergimos. Saqué su maleta y se la entregué. Nos abrazamos.
—Que bien que te ves, Efraín.
—Y tu más.
—Nos vemos a la próxima.
—Y no más loqueras, por favor.
—No hago promesas.
—Saludos a mis suegros.
Mientras arrastraba la maleta y se internaba en la estación, me quedé apoyado contra el automóvil. Qué jueves tan poco adecuado.
—Jueves.
Suspiré.
—Tengo que ir a trabajar.
El suspiro se volvió una exhalación y la realización que ya estaba tarde para ir al despacho.
—¡Tengo que ir a trabajar!
Me monté en el automóvil, acelerando a toda prisa, camino a mi trabajo.
«Aquel hotel» —Huyendo del destino—
—¡Qué cosas dices, Rose! ¿Deseos? ¿Acaso estamos en un mundo de fantasías?
Suspiró fuertemente. La sonrisa se le borró de la cara.
—Por eso decía, no tienes que entender.
Se me subió un poco de rabia a la cabeza.
—Entonces explícame. ¿Deseos?
—Si. Deseos. Los ganadores de cada una de estas reuniones tiene la capacidad de tener una charla en privado con el maestro.
—¿Y?
—Es como uno de nuestros más grandes deseos.
—Ah, ahora comprendo.
—No, creo que no comprendes.
—Si, tienen una entrevista con el escritor, y hablan de sus fanatismos, de pronto les piden un autógrafo u otras cosas.
—No es tan sencillo como eso.
—¿Qué hacen entonces?
—El maestro nos concede un deseo. Puede ser cualquier cosa.
—¡Pero si él es un humano, común y corriente! ¡Yo lo conocí! Él se quedó en el hotel por dos días, estuvimos hablando de muchas cosas. Más bien, estuve hablando yo mucho y él escuchando.
Suspiró de nuevo.
—¿Sabes qué? Es mejor que no hablemos más de esto. Ayúdame.
—Espera, espera, ¿cómo así?
—Después continuamos con eso. Pero por ahora, ayúdame.
Cerré mis ojos, truqué mis vértebras, bajé mi cabeza y miré la foto de nuevo.
—No tengo ni idea, de veras. Por más que lo pienso, no se me ocurre nada.
—Cualquier idea.
—¿Por qué te empecinas en ganar esta cosa, lo que sea que es?
Tornó su cabeza al suelo.
—No lo vas a entender.
—Asumiendo que el escritor puede conceder deseos, cuéntame.
Rose nació como Sonya en algún país escandinavo. Durante la mayor parte de su niñez fue una chica poco comprendida. No era su intención que la gente la comprendiera, pero esperaba que al menos la trataran como un ser normal. Desafortunadamente con el tiempo, su forma de ser y actuar se fue volviendo más y más extraña a los ojos de los demás, algo que no podía controlar. A veces tenía momentos donde se quedaba muda y no podía contestar en casa o en clase. A veces eran meses en los que no podía ver o escuchar con facilidad, o instantes en los que se le dificultaba caminar, moverse por si misma. Sus padres, que en principio se mostraban bastante preocupados por esto, después de un tiempo empezaron a creer que Sonya lo hacía por gusto, por algún síndrome de víctima. Los médicos no encontraban nada mal en su cuerpo, su cerebro o sus extremidades. Largas sesiones de terapia psicológica no resultaban en nada y ella, preocupada por la opinión de la gente alrededor, comenzó a aislarse más y más.
Dejó de asistir a la escuela y se marchó de vivir con sus padres para rodar de mano en mano por los miembros de su familia. Terminó en manos de un tío que vivía en una playa, más bien retirada de la civilización. El tío era un alma libre, no atada por las necesidades de trabajos y preocupaciones más citadinas. Aunque vivía en algo que no distaba de una casucha, comida nunca le faltaba, y en temporada de verano, siempre tenía muchas actividades lucrativas por hacer.
Al principio Sonya no se acostumbró con facilidad. Los primeros meses sufría de los síntomas que ya traía, hasta el punto de quedar reducida a ser alimentada por su familiar. Esto ocurrió hasta el momento en que llegó su primer verano y notó que la bahía, que normalmente sería desierta, se llenó de muchas personas, de diferentes edades e índoles, disfrutando del Sol y dejando de lado la pesadumbre de sus labores y sus vidas en la gran ciudad.
Ella comenzó a sentirse muy bien. Paulatinamente decidió ayudarle a su familiar con los quehaceres, a disfrutar de la pesca junto con él, a atender a los comensales que visitaban su pequeño negocio y a ayudar en las labores de limpieza de la playa. Para ese entonces, ella ya cumplía quince años y comenzaba a desarrollarse. Aprendió a controlar su cuerpo con mayor facilidad, aunque en tanto terminaba el verano y volvía a vaciarse la playa, regresaban de nuevo sus dolencias.
Al ver esto, su tío, quien opinaba que era buena idea que ella aprendiera más del mundo, le compró en una tienda de baratijas un libro a ella, para que pusiera su mente en funcionamiento durante la temporada baja. “Es lo más cercano a vivir algo sin tener que vivirlo”, le dijo él. Ella no lo comprendió. Era una novela, de un autor que jamás había escuchado. Tenía un nombre que no le sonaba a nórdico, algo más exótico. Además, era un libro que estaba un poco mal cuidado, y quizá por ello terminó en la caja de ofertas de una tienda de baratijas. No le faltaban páginas, pero las hojas estaban magulladas y alguna parte amarillentas.
—Fue la primera novela del maestro que leí. La leí, y la releí, y la releí. ¿Cuántas veces? No lo sé. Era una historia corta, no muy alegre, acerca de la búsqueda de algo intangible, de las relaciones de las personas con otras y del vacío que todos tenemos y que intentamos llenar con los demás, con piezas imperfectas, como tapar un agujero redondo con una pieza cuadrada.
Después de eso, Sonya comenzó a ser más activa en la ayuda a su familiar. Ella no lo hacía por obligación, lo hacía porque le nacía, le gustaba. Sin embargo, siempre le llamaba la atención aquella extraña novela, y en momentos de duda volvía siempre a ella.
Al segundo verano, ya con su blanca piel tostada por el sol, su tío le regaló otra novela, del mismo autor, más gruesa, más compleja. En esta ocasión estaba completamente nueva, prístina. Dudó si era meritorio quitarle el empaque, pero su tío la instó. De nuevo, se sumergió de lleno en el mundo que se abría página tras página.
Inspirada en la novela, y comprando unas herramientas con su propio dinero, comenzó a pintar. A veces, podía hacer dos o tres pinturas por día. Otras, una por semana. Los dibujos comenzaron a volverse populares con los lugareños, o con los visitantes poco habituales de la temporada fuera de verano. Eran escenas no muy realistas del mar, mezcladas con imágenes que solo le pasaban a ella por la cabeza. No sabía que eran, pero sabía que existían y que debía volverlos realidad.
Cuándo ella cumplió dieciocho, su tío decidió que era hora que ella regresara a la gran ciudad. Encontraría mejor suerte que la que tenía en aquella casucha. Ella se negó pues ella era feliz allí. Su tío lo sabía mejor, sus capacidades eran especiales, era más talentosa que el resto del mundo, podría llegar muy lejos plasmando la magia que existía en su cerebro sobre el lienzo.
Así fue que regresó a casa de sus padres, aunque solo vivió con ellos por un par de meses. Luego, se fue a vivir sola, creando arte, con sus dos libros bajo el hombro. Un tipo que le compró uno de los cuadros le preguntó de dónde se originaba su creatividad y ella mencionó el libro aquel que había recibido de su tío. Fue una sorpresa para ella saber que no eran esos las únicas dos obras del maestro y que él ya había compuesto media docena de ellos, con historias muy variadas y complejas. En cuánto pudo, los compró sin dudar.
Como una avalancha, la fama de Sonya fue incrementando con rapidez. Quienes veían sus obras sentían que les hablaban, les decían un mensaje secreto, como si Franz Kafka se parara en la orilla del mar y gritara a los cuatro vientos las intenciones de sus obras.
Y un día, sin más ni más, recibió una invitación.
—Heme aquí, doce años después.
Yo estaba en silencio. Ya había escuchado esta historia antes. Recordé que había leído el perfil de ella como artista en una revista hace muchos años. Algunos de sus benefactores declaraban que sus obras se transformaban con el tiempo, que contenían crípticos, mensajes personales, o que habían cambiado su vida, normalmente para bien.
—Por dos reuniones seguidas he ganado el reto y me he salvado de la muerte, pero en tiempo me han ganado Eronel y Ruby, y ellos obtienen la gracia de tener una conversación con el maestro. Este año quiero ganar.
—¿Qué deseas?
Volvió a mirarme a los ojos. Sentí que me hundía en ellos.
—Quiero volverme un personaje en una de sus novelas.
Fruncí el ceño.
—¿Perdón?
—Si. Quiero dejar de ser humana y quiero convertirme en un personaje de una de sus novelas. Quiero volverme intemporal, tener mi vida predestinada, no tener que preocuparme más por las sutilezas del universo y los demás, seguir mi rol, en todas las leídas y releídas y a los ojos del mundo. Invariante, imperfecta pero perfecta a la vez, construida a la imagen y gusto del maestro.
Mi cabeza daba tumbos. No podía modular palabras.
—Pero, que… Eso solo sería en un libro. La Rose que respira, que tengo aquí al frente…
—Dejaría de existir.
—¿Deseas morir? ¿No el morir de este juego, pero el morir de verdad?
—Unas por otras. Al final, terminaría viviendo por siempre, en las páginas de una obra.
Me sostenía la frente con la mano. Esta chica estaba loca. Saqué coraje de dónde no tenía.
—Pues si es con esa intención, no pretendo ayudarte. Tu vida es tu vida, es valiosa, y si pretendes abandonarla con ganas de ser intemporal, un concepto tan vago y errado como ese, prefiero que abandones el juego, a perder un ser tan talentoso sobre la faz de la tierra.
Me golpeó en el brazo, un dolor tan tenue que era inexistente.
—Me conoces, ¿no cierto?
—Alguna vez leí sobre ti.
—Talento, todos valoran el talento por encima de todo. Tú, mi representante, mis benefactores. No saben el infierno que existe en mi cabeza, todos los días. El que dejo salir de a pocos en cada una de mis pinturas, como sale el vapor y el agua de un géiser.
—Y aún así, eres la única que puede traer a la realidad ese infierno al que tu llamas así. No en vano tantas personas quieren tus pinturas, si con ella les hablas directo a las fibras de cada uno de ellos, como si tocaras las cuerdas de sus instrumentos.
Se quedó en silencio. Se sentó de nuevo y respiró profundamente.
—Dame la foto.
Se la entregué. Su cara parecía vacía de emociones.
—Gracias por tu ayuda hasta ahora.
—¿Y sigues?
—No sé que más hacer. Ese ha sido mi objetivo por años y aún tengo la posibilidad de lograrlo. No te involucraré más, así que espero que no te metas conmigo.
Me giré y comencé a caminar hacia la derruida entrada al garaje.
—Haz lo que quieras.
Caminé de regreso al hotel, esta vez no desviándome del camino normal. Miles de pensamientos rodaban por mi cabeza. Honestamente, no entendía como una persona podría pensar ese tipo de cosas. Y bueno, al final, Rose no era un humano común. Si ella no quería volver a dibujar, pues simplemente no lo hacía, se retiraría y ya.
¿Por qué, teniéndolo todo, deseaba tirarlo todo al vacío? ¿Así de difícil era convivir con el mundo, con su cuerpo, con su mente?
—Sandeces.
Decidí tomar un desvío. Fui a la taberna, a pesar que era temprano en el día. La boca me sabía a una buena cerveza. Como era usual, estaba abierta, aunque vacía. El tendero se sorprendió de verme.
—Hey, ¿qué haces a esta hora? ¿No deberías estar haciendo la parte de gerente del hotel?
—Mi padre se está encargando por hoy, me dijo que yo necesitaba descansar.
—¿Ese viejo huraño? Ni te creo.
—Y aún así ocurrió. Dame una pinta de lager ámbar fría.
—Sale.
La taberna era un lugar cálido, a pesar de su mala reputación. En la pared, el dueño pegó cientos de cosas que no tenían cohesión ni lógica, banderas de países, cubiertas de discos de vinilo, publicidad de las revistas y fotos. Muchas fotos. El tendero me puso el vaso lleno de un liquido anaranjado y espumoso, frío y sudando goterones de agua.
—Salud.
Tomé un trago profundo que me apagó el fuego de las entrañas, el amargo sabor de la cerveza inundando mi boca. Suspiré. Debía regresar al hotel. Seguía mirando la ecléctica colección sin sentido que había en las paredes. En miles de incontables situaciones atrás las había ojeado, pero nunca les había puesto atención. Ahora, con la taberna vacía y bien iluminada, podía apreciarlos con detalle.
—¡Qué demonios!
—¿Y ahora qué?
—De veras… Jamás le había prestado atención, pero no entiendo el estilo de este rancho.
—Hey, hey, es un estilo internacional, único.
Me levanté con el vaso en la mano.
—¿Me vas a decir que estas pegatinas y chinchetas, recortes de revistas y pedazos de basura, tienen un estilo internacional?
—No son pedazos de basura.
Caminé hacia una pared y apunté a una en particular.
—Esto es un recorte de una caja de leche.
El tendero salió de su barra y se acercó hacia mi.
—Pero es una caja de leche muy importante, fue la primera vez en…
Mientras él discutía, mis ojos rodaron hacia algo en la pared que me dejó impactado. Caminé despacio hacia allá.
—Esto…
—¿Hey, me estás escuchando?
Era una foto. Era exactamente la misma foto que Rose me había entregado. Estaba parcialmente cubierta por un recorte de revista de una figura femenina sentada sobre una cajetilla de cigarrillos.
Acerqué mi cabeza a esta. Era sin duda la misma fotografía.
—Esto… ¿Esto de dónde salió?
El tipo se quedó pensando un rato.
—¿Podrías creerme que no lo recuerdo?
No quería quitarle la mirada en caso que se esfumara. Le puse el dedo encima.
—Recuerdas la historia de una caja de leche, ¿pero no de esta foto?
Él se quedó pasmado.
—No sé. No sé que hace eso allí. ¿De dónde salió esto?
La zafé con cuidado de la pared. Estaba sostenida por tres chinchetas. En tanto hice eso, algo cayó al suelo. Me agaché a recogerlo, inadvertidamente derramando un poco de mi cerveza en el suelo. Era una lámina de metal, un poco gruesa. Tenía presionada en su superficie, como en relieve, la forma de una estatua clásica de la antigua Grecia, aunque no recordaba su nombre. En la parte de abajo de la estatua, tenía lo que parecía la forma de la llave de un cerrojo.
—A… A… ¿Alguien más ha venido acá?
—Si, más temprano tres personas diferentes vistiendo un ropaje extraño vinieron preguntando por una foto, un poco parecida a esta.
—¿Y qué contestaste?
—Pues la verdad, no tengo ni idea.
—Cierra la taberna.
—¿Por?
—Cierra la taberna hasta la media noche.
—Tú crees que voy a perder la ganancia…
—Te pago la ganancia.
—Espero que estés dispuesto a pagar…
—Te la pago.
—¿Qué demonios te pasa?
—¿Sabes qué? Si vuelve a aparecer una persona con ese ropaje de esos preguntando, les vuelves a decir que no sabes nada, ¿entendido?
Asintió. Puse mi vaso sobre una mesa, metí mi mano en el bolsillo del pantalón, saqué un par de billetes, los deposité al lado del vaso y salí corriendo.
—Gracias por tu tiempo y perdón por el reguero y el agujero en la pared.
—¡Uy!
Tenía que regresar con Rose. Embutí la llave y la foto que estaba en la taberna en el bolsillo de mi pantalón y corrí hacia las ruinas. Como lo supuse, ella ya no estaba allí.
Regresé al hotel. Al entrar hice un bullicio con la campana de la puerta. Mi padre bostezaba sentado detrás del mostrador.
—Oh, hijo, ya era siendo hora que regresaras.
—¿Ha llegado Rose por acá?
—No, nadie ha salido o entrado. ¿Pero qué demonios ocurre?
Pasé derecho sin volverlo a mirar y entré en mi habitación. Él me siguió hasta el umbral.
—¿Qué te pasa? No te dije que no te involucres con…
—Nada, no me estoy involucrando con nadie.
Cerré la puerta de golpe y le puse el seguro. Mi padre golpeaba la puerta con fuerza.
—¡Ábreme! ¿Qué te tiene con esta actitud?
Quería explotar aunque no quería contestarle como se merecía. Aún tenía las cartas en mi mano y no era hora de abrirlas. No quería que supiera que ya sabía que estaba amañado con Misterioso.
Tomé el bolso de Rose y lo subí en la cama. Estaba arropado con aquellas cintas y aquel extraño seguro. Saqué la llave de mi pantalón y la metí en el cerrojo. No hubo resistencia. Al girarla el seguro se abrió en dos partes y las apretadas cintas se soltaron. Me guardé la llave de nuevo. Adentro, estaba la ropa de Rose, un par de conjuntos sencillos como ella, varias prendas de ropa interior, incluyendo una que no pude dejar de imaginármela con ella puesta, y un libro grueso con otro seguro en él, en esta ocasión una abertura grande y redonda. Las cubiertas del libro eran de metal todas, a exceptuar un par de detalles que parecían de cuero sintético. La bisagra y el brazo que lo cerraba con fuerza eran macizas, también de metal, con un dejo rústico y dorado.
Mi padre se había rendido ya a su golpeteo. Miré la hora. Era casi medio día. Solo había un huésped en el hotel, si mi padre era de fiar. Era Misterioso.
Seguí analizando la cerradura. No tenía dientes o las características hendiduras de una llave común. En cambio, en el perímetro de la hendidura, había una especie de espacios de un color plateado. Con la punta de un bolígrafo intenté presionar en aquellos espacios, pero no se movieron. ¿Qué era lo que cabía en este agujero?
Tomé el libro y lo metí bajo la cama. Iba a cambiarme al uniforme, cuando noté que algo faltaba. Salí con rapidez.
—¡Padre!
—¿Y ahora qué?
La voz emergía de la cocina. Corrí hacia allá.
—¿Y mi camisa, chaleco y pantalón?
—¿Para qué?
—Dije que iba a venir a ayudar en el almuerzo, y aquí estoy. Quiero cambiarme.
Me miró con dudas.
—Los puse a lavar. Ya deben estar en ciclo de secado.
Mi corazón se puso a mil. Dejé las monedas en el chaleco.
—¿Y lo que había en los bolsillos?
—¿Había algo en los bolsillos?
—De mi chaleco.
—Pues, la llave maestra la saqué y la tengo en mi pantalón. No encontré nada más.
Mi sangre comenzó a hervir. Me paré al frente de mi padre, quien estaba calentando un par de cosas en la estufa. Hablé golpeado.
—Habían otras cosas, en los bolsillos del frente del chaleco.
—No había nada más.
—¡No te hagas el loco!
Él también se comenzó a enojar, alardeando su fortaleza y ya casi a gritos.
—¡No había nada más!
Apreté mis dientes con fuerza y lo empujé para quitármelo de encima. Fui al cuarto de lavandería y abrí el secador. Allí estaba mi camisa, mi pantalón y el chaleco. Saqué el chaleco que estaba ardiendo y metí los dedos en los bolsillos. Efectivamente, no había nada. Metí la cabeza en el secador, el aire caliente golpeándome como una bofetada en mi cara. No había nada más danzando adentro, solo mis prendas.
Con mi chaleco en mano, regresé a mi padre, quien me miraba amenazante.
—¿¡Dónde demonios están las monedas!?
—¿Las que?
—En mi chaleco… En estos bolsillos… Habían tres monedas. Una de oro, una de plata y una de bronce.
—¡Ya te he dicho, no había…!
—¿Y crees que me lo creo? Habían tres monedas, el escritor me las regaló.
Se acercó a mi como para agarrarme de la camisa. Lo esquivé.
—¡No había…!
—¿Qué no había nada? ¿Me vas a robar?
Lo agarré del cuello de la camisa, como en un remedo de aquel repelo que me hizo más temprano. Lo apuntalé contra el hogar, que aún estaba encendido, mi puño izquierdo cerrado y listo para golpear.
—¿Dónde están?
—No sé de que hablas.
—Tres monedas, una de oro con un ramillete de flores, otra de plata con unos tallos de trigo y una tortuga en la de bronce. ¿Dónde están?
Comenzaba a temblar.
—Vas a causar un accidente.
—¿Dónde están?
—¡No sé!
—¿¡Que me digas… Dónde están!?
—Las tengo yo.
Me giré a ver a la persona que hablaba. Era Misterioso. En su mano, las tres monedas.
—¡Ya sabía yo que ustedes dos estaban en colusión!
—Bajé a ver de dónde salía esta algarabía, pero nunca me imaginé que tu hijo sería quien tenía la mejor mano.
Seguía agarrando a mi padre del cuello.
—¿Por qué la insistencia acerca de estos pedazos de metal? Si ni valor tienen.
—Si son valiosos para mi. Son un regalo del escritor.
—Así es, pero solo para verdaderos fanáticos del maestro, como nosotros, esto tiene algún valor. Para alguien que lo detesta, como tú, son meras baratijas, ¿no es cierto?
Me giré a ver a mi padre.
—¿Qué tanto le has contado?
Se quedó callado.
—¡Esperen a ver en cuanto los demás se enteren que ustedes dos estaban en concierto!
—¿Oh si? ¿Bajo qué pruebas?
—Yo los escuché hablando en su habitación.
—Son pruebas circunstanciales. Si algo, eres la única persona que lo puede probar, y nadie le creerá a un externo a la reunión.
—Pero…
—En cuanto a ti respecta, ¿es que tú no estabas en concierto con Sonya? Será divertido ver que opinan los demás cuando vean estas fotos.
Misterioso se saco el celular del bolsillo del pantalón bajo la túnica, lo encendió y me mostró la pantalla. En ella, una fotografía hecha con un lente telescópico dónde Rose y yo estábamos hablando a escondidas, en las ruinas de aquella casa.
—¿Cómo demonios?
—Estas son pruebas reales, estimado. Ahora por los demás… ¿Qué más da? ¡Qué siga el juego!
Solté a mi padre.
—Esas monedas son mías, fueron la propina que el escritor me dio antes de marcharse.
—Pues si eran tan valiosas… ¿Por qué las dejaste tiradas ahí?
Tenía un poco de razón.
—El maestro nunca hace nada sin objetivo. Estas monedas claramente tienen un motivo. ¿Quizá tú ya lo sabes y no me lo quieres decir?
La verdad, ya lo había descubierto. Las monedas reducirían el número de jugadores a máximo tres. Sin embargo, no podía decir nada, ni demostrar que lo sabía. Solo entendía que tenía que recuperarlas.
—Yo… He empezado a gustar de los libros del escritor.
Mi padre suspiró.
—¿Oh? ¿Es eso verdad?
—Si. Una vez pude conocerle, me dio curiosidad y no he podido parar de leer sus obras.
—¿Qué has leído?
Escarbé mi cabeza. No recordaba ninguno de los títulos.
—Varias de sus novelas cortas. Tres de las que están en la biblioteca. Usted ayer tenía en sus manos una de ellas.
—Oh… Dime el título. O dime el argumento de uno de ellos.
Intenté hacer memoria. Tantas veces había ordenado esos libros, incluso solo esta madrugada después de la trifulca tuve que volver a ponerlos allí.
—La verdad…
Di un par de pasos al frente.
La campana de la puerta sonó, y con ella me salté un latido de mi corazón.
—Gerente…
El vozarrón de Eronel retumbó por toda la casa. Mi padre apagó calmadamente el fogón y salió de la cocina.
—¿Si? ¿Qué pasa, Eronel?
—Necesito mi equipaje, ya.
—Por supuesto, ¿lo subo a la habitación?
—Por favor.
—Adelante, ya se lo llevo.
Ni Misterioso ni yo pronunciamos una palabra, casi que aguantando la respiración. Estábamos en tablas. En tanto escuché que mi padre entró a mi habitación y Eronel subía las escaleras, me abalancé hacia el larguirucho, quien por instinto soltó las monedas, que se desperdigaron por el suelo sonando como campanillas. Al lanzarme hacia él lo empujé con fuerza contra un mesón de metal, con el que se golpeó la cabeza.
—Ahora quien tiene la mano, ¿eh?
Presioné mi brazo contra su cuello, la herida de la cabeza sangrando levemente. Él intentaba agarrarme con sus flacas manos, pero no lo lograba. Era como si intentara agarrar el aire. Después de un par de segundos, su cara se tornó roja, y luego morada. Sus movimientos eran lentos, erráticos. No lo quería matar, así que era hora de soltarlo.
Di un salto hacia atrás y comencé a recoger las monedas. Una de ellas estaba en un lugar inaccesible, debajo de una nevera empotrada, así que recogí solo dos de ellas, la plateada y la bronce. El flaco comenzó a toser mientras recuperaba su respiración, agarrándose el cuello y la cabeza. Salí de la cocina con rapidez. Mi padre estaba subiendo las escaleras ya, así que me metí en la habitación, tomé el libro de debajo de la cama y corrí fuera del hotel.
—¡No lo dejen escapar! ¡Agárrenlo!
La voz de Misterioso irrumpía por todo el recinto, como el alarido de un animal a punto de sucumbir ante su muerte. Yo corría y corría sin un destino fijo. Llevaba bien aferrado en mi mano el libro, las otras dos monedas en mi otra, corriendo por los pasadizos de mi pueblo, esquivando botes de basura, cajas y tendederos de ropa.
Detrás mío, escuchaba también pasos acelerados, como si alguien galopara persiguiéndome. En varias de las esquinas me giraba para mirar hacia atrás, diferentes tipos en la persecutoria. Eran los secuaces de Misterioso. Tenía que quitármelos de encima. Me dirigí hacia la estación de policía. En el pueblo me conocían y no creo que dudarían de mi, aunque a menudo me tenían que sacar borracho de la taberna. En tanto llegué, grite.
—¡Teniente, teniente!
Del cuartillo de atrás, un tipo emergió, sosteniendo un radio con la mano. No era nuestro conocido teniente de policía. Era un desconocido.
—Se encuentra huyendo con destino al norte por la calle tercera. Repito.
En tanto me vio, el policía salió detrás mío, tirando el radio al suelo.
—¡Mierda!
Salí despavorido del cuartel. La multitud de personas que me perseguían contaban ya diez o doce. ¿Cómo era posible que Misterioso hubiese comprado tanta gente? Ninguno de ellos era un habitante de mi pueblo. Habían sido plantados por él, con el objetivo de ganar como fuera la competencia. ¿Qué demonios era lo que él deseaba, si era que se podía cumplir de alguna manera, para que terminara usando tantos recursos?
Seguí corriendo en dirección a mi casa, sacando mis llaves del bolsillo. Sabía que mi motocicleta estaba en el garaje. Una vez llegué, abrí la puerta de la casa como pude y la tiré. Mi abuelo estaba en la sala. Saltó cuando escuchó mi bullicio.
—¿Qué demonios?
—No ahora abuelo. Después te cuento.
Seguí hacia el garaje. Desde la sala mi abuelo me hablaba.
—¿Y ahora en qué te has metido?
—Ese estúpido juego del hotel, hay unos tipos siguiéndome.
Los tipos comenzaron a golpear la puerta y las ventanas con mucha fuerza, casi reventándolas.
—Dios mío, ¿qué está pasando?
Mi moto era un modelo sencillo, de baja cilindrada. Parecía más una bicicleta con motor que otra cosa. Metí las monedas en el bolsillo de mi pantalón, puse el libro en el sillín, me monté encima de él, metí la llave en la ignición y la encendí.
—Uno de los tipos, Misterioso, está asociado con mi papá para ganar el juego. Además contrató toda esta gente.
—¿Y tú que tienes que ver?
—El maestro me encargó una pieza importante del juego y Misterioso se enteró. Quiere sacar a los demás del juego.
Mentí un poco. No podía decir que yo estaba asociándome con Rose, de alguna forma, sin su consentimiento.
—Dios santo, esto nunca había pasado. ¿Tu papá asociado con un jugador?
—¿Quién sabe? De pronto hubo dinero de medio, no sé.
Aceleré la moto, haciendo un ruido espantoso.
—Abue… Cierra todas las puertas con seguro, incluso la del garaje.
—¿Qué vas a hacer?
—Después te cuento.
Mi abuelo cerró la puerta interna con seguro. Abrí el garaje con el interruptor de mi llave. La puerta hidráulica se abrió con una inusual rapidez, posiblemente por los tipos que la empujaban. Ellos comenzaron a correr hacia mí, pero yo ya estaba listo. Aceleré al máximo y, casi atropellando a dos de ellos, me escabullí. Fui directo hacia el sur del pueblo, dónde sabía yo que podría refugiarme con facilidad. Nadie me pudo seguir.
Una vez llegué a un puente, me salí de la carretera y parqueé mi moto en la ribera del río justo a la sombra del puente. Me bajé de ella, miré el libro y saqué las monedas de mi bolsillo. Estas cabían precisas en el espacio. Era obvio que eran la llave para abrir el seguro. ¿Sin embargo, qué diferencia habría entre una y otra?
Decidí meter la moneda de bronce. Algo que sonó como a una chispa eléctrica surgió de la ranura, además de un horrible olor a plástico quemado y un poco de un humo oscuro. Sin embargo, el brazo de metal que tenía el pestillo se soltó por completo con un ligero crujido de la bisagra. Era ya imposible sacar la moneda, se habían incrustado allí, fija por el mecanismo de abertura.
El libro en realidad era como uno de esos tomos falsos usados para almacenamiento. Una vez se abrió, en el compartimiento había un reloj, de aquellos que se guardaban en el bolsillo del pantalón, cuando aun existían pantalones que tenían el bolsillo para el reloj. El reloj estaba detenido, sin cuerda, a las nueve y veintidós con cero segundos exactamente. Me lo metí en el bolsillo del frente del pantalón, junto con la sobrante moneda de plata. No sabía como funcionaba el famoso juego, así que no sabía si todos estos artefactos eran importantes.
Ahora, ¿dónde estaría Rose? Al fin, yo estaba haciendo esto por ella.
Mi teléfono sonó. Era mi abuelo.
—Abue, ¿qué paso?
—Esa manada de locos se fueron detrás tuyo.
—Por lo menos.
—¿Dónde estás?
—Todavía estoy en la ciudad.
—Entiendo.
—Así que tu padre se alió con uno de los participantes.
—Si.
—Te creo. Bueno, será necesario que alguien le hale las orejas.
—Abue, cuidado, el tipo con el que se alió es…
—¿Ese flaco? Jajaja, ya verán.
Tuve una idea.
—Abue, necesito un favor antes que cuelgues.
—¿Qué?
—Necesito que involucres a Eronel en esta situación.
—¿Por?
—Él se ve que es el más recto de todos.
—En eso si tienes la razón.
—Si mal no estoy, él está en su habitación.
—Bueno.
—Nos vemos después.
Eran las tres de la tarde ya. Seguía pensando dónde demonios se había metido la chica. Una idea llegó a mi cabeza. Seguramente Rose no se hubiera regresado a… No, era imposible. Ella era una persona con formas de pensar que se salen de la normal, pero no me lo imaginaba. Solté una carcajada de lo estúpido de mi sugerencia.
Puse el libro en la silla, me senté en él de nuevo, encendí mi transporte y me fui directo a la librería. Una vez allí, entré corriendo, libro en mano. El dueño se veía estupefacto, enojado casi. Saltó de su mostrador y se paró al frente mío.
—He intentado hablar con tu novia para que se vaya. ¡Pero no me habla!
Me sonreí.
—Ah, no es mi novia.
—Lo que sea que sea, dile que si va a comprar algo bien, y si no, que se vaya. Ya tiene una montaña de libros acumulados al pie. Me demoraré horas ordenándolos.
—Está bien, tranquilo.
Me dirigí al mismo lugar donde la encontré antes. Allí estaba ella empecinada en encontrar el lugar de la foto dentro de los libros. Tenía unos cien tomos apilados a sus pies. Aún tenía puesto mi abrigo.
—¿No que había que buscar un lugar más seguro?
Se giró a verme. Su cara no mostraba ninguna reacción. Luego, se regresó al libro que tenía en su regazo.
—¿Sigues buscando esto?
Le puse la foto que había sacado de la taberna encima del libro, justo al lado de la que ella intentaba buscar. No se movió.
—Es decir, sigues buscando esto.
Le deposité la llave en forma de estatuilla encima de la foto.
—Eso significa que buscas esto que estaba en tu equipaje. Ahora, espero me disculpes. Vi tu ropa interior. Solo la vi, no la toqué.
Descargué la cajilla de almacenamiento en forma de libro encima del tomo que tenía en sus piernas, encima de todo.
—Y eso significa que aun buscas esto.
Saqué el reloj de mi bolsillo y lo pude encima de la cajilla. Apenas había notado que en en la cara del reloj había un relieve en la forma del carnero. Ella observaba todo lo que le había puesto encima sin modular palabras.
—Misterioso mandó a todos sus secuaces a perseguirme. Probablemente nos estén buscando aún en la ciudad. Ningún lugar es seguro ya.
Tomó todas las cosas y las metió en la cajilla, poniéndolo encima de una de las montañas de libros. Cerró el que tenía en su regazo y lo puso a un lado. Se levantó despacio. Se dirigió a mi y me abrazó, poniendo su cabeza a un lado de la mía.
—Te perdono por olfatear mi ropa interior.
—No la olfateé, solo la vi. ¿Era eso lo que te preocupaba?
—En realidad no. Gracias. Muchas gracias.
Le correspondí el abrazo. Su cabello olía como a limoncillo. Su cuerpo era verdaderamente delgado. Era difícil conocer sus dimensiones pues ella siempre vestía ropa amplia. Le pasé la mano por la espalda. Estuvimos unos segundos así, hasta que nos separamos.
—Iré al hotel.
Me asusté.
—No, no, ¿cómo vas a ir al hotel? Allá queda la boca del lobo.
—Precisamente. Misterioso no puede quedar impune.
Me mandé la mano a la frente. No sé que pasaba por su cabeza.
—Te acompaño.
—Está bien.
Ella tomó la cajilla y salimos juntos de la librería. El dueño salió disparado, como si fuera a darnos golpes. Mientras me subía a la moto, le hablé.
—Perdón por el desorden. No volverá a ocurrir.
—¡Más les vale! ¡Santo Cristo!
Ella se subió detrás mío, aferrándose en un abrazo fuerte de mi tronco. Prendí la motocicleta y me dirigí sin espera hacia el hotel.
Allí, no podía creer lo que estaba viendo. Una ambulancia estaba aparcada al frente y la puerta estaba abierta de par en par. Una vez adentro, vimos que Eronel estaba de pie en la recepción, mi abuelo del otro lado. Mi padre estaba en el suelo, al igual que Misterioso, tirados como un par de planchas. Mi padre tenía un par de moretones en la cara, Misterioso estaba tirado boca abajo. Rose entró primero, libro falso en mano. Pregunté con una voz un poco dubitativa.
—¿Qué pasó acá?
Eronel me contestó, con una gravedad que hizo retumbar el suelo.
—Era necesario aplicar un par de correctivos.
—Pero, pero… ¿De aquí a dar golpes?
Mi abuelo contestó.
—De tu padre me encargué yo.
—Gerente… ¿Es verdad lo que nos han dicho?
Sentía la gravedad de sus palabras.
—¿Respecto de?
—¿Qué Misterioso y tu padre estaban aliados?
—Si.
—¿Y que tú y Rose están aliados también?
Dudé un momento en responder. En tanto iba a hablar, Rose se adelantó.
—Fue mi culpa. Lo obligué a hacer cosas en contra de su moral.
Me giré a verla. Ella estaba mintiendo.
—No, en absoluto. Es completamente mi culp…
Ella me encerró en un fuerte abrazo. Una vez nos separamos, ella se giró a ver a Eronel. Estaba notablemente roja. Mis piernas estaban temblando un poco. Me apoyé contra el mostrador para evitar que se notara mucho. Mi abuelo fruncía el ceño, como si fuera a darme golpes también.
—Y esa es la prueba. Él no tiene la culpa. Yo lo obligué, lo seduje a hacer las cosas.
Eronel estaba visiblemente enojado. Tenía ambos puños bien cerrados.
—Misterioso, Rose. Declaro que han muerto. Han roto las reglas de la Cumbre Animal.
Rose asintió. Ni Misterioso ni mi padre aún se movían. Bajando las escaleras, dos tipos, uno de ellos el que vi más temprano esa mañana hablando con mi padre, bajaban con Ruby en una camilla y se dirigieron fuera de la recepción. No cruzamos las miradas.
—Solo hay un problema, Eronel.
—¿Cuál?
Rose abrió el tomo que llevaba cargando. Allí estaban todas las pistas que había recabado.
—He ganado. Tengo el reloj.
—¿Y cómo es eso posible?
Se giró a verme. Sentí que me iba a morir.
—¿Tú?
Asentí. Él suspiró profundamente, golpeando sus pies contra el suelo, como un bisonte que se prepara para atacar.
—Tendremos que esperar hasta la media noche que todos los aún vivos estén acá.
—No esperaré. Ya tengo el reloj.
—Esperarás, Rose. Irás a tu habitación y te quedarás allá hasta la media noche.
—No tengo habitación. Misterioso se robó mi llave.
Escuchaba como se tensaba el puño en la mano del hombre. Era como escuchar a alguien sentarse en un sillón de cuero. Me asusté un poco.
—Misterioso, ¿tienes la llave?
No contestaba. Se acercó a él y se arrodilló junto a su cabeza.
—Te pregunté… ¿Tienes la llave de Rose?
Aún no se inmutaba. Parecía completamente inconsciente. Solo podía notar que aún respiraba.
—Gerente mayor.
—¿Señor Eronel?
—¿Hay algún lugar donde la señorita Rose pueda pasar un tiempo hasta que sean las doce de la noche?
—La única es la habitación del cuidador del hotel.
—Es decir la habitación del gerente menor.
—Si.
—En dónde están las maletas de los demás participantes.
—Si.
—Saquemos los equipajes, los ponemos en la recepción y encerremos a Rose allí. Tiene baño ese cuarto, ¿no cierto?
Contesté por mi abuelo.
—Si.
—Servirá. Saca los equipajes, gerente menor.
—Está bien.
Así hice. Los apilé todos menos el de Rose en la recepción. Mi abuelo se había sentado al lado de la biblioteca para esperar. Una vez terminé me dirigí a Eronel.
—Ya los moví todos. Es mejor que me vaya para no interrumpir más el juego.
—Está bien. Rose, entra a la habitación. Te vigilaré.
Caminé hacia ella. Me acerqué a su oído para susurrar.
—Espero que entre todos decidan que ganaste.
—No creo. Todos solo están interesados en ellos mismos ganar.
Asentí. Era claro que hasta el más serio de todos, Eronel, estaba en oposición de que Rose ganara, a pesar que ella en realidad no cometió ninguna infracción. Fui yo quien arruiné el juego. La abracé.
—Lo siento.
—No te preocupes. Algún día se cumplirá mi sueño.
—Si aun estás mañana en el hotel… ¿Quieres que vamos a comer algo?
—Si aun estoy mañana en el hotel… Me encantaría.
Me separé de ella.
—Cuídate.
—Y tú también.
Fui hacia Eronel. Me metí la mano en el pantalón. Era el último artefacto que me quedaba. Le extendí la mano y me la apretó suavemente, a modo de saludo.
—Fue un placer. De nuevo, lo siento por todo.
—El placer es mío. Estas cosas pasan de vez en cuando. Espero que la próxima vez nada de esto ocurra.
Sintió la moneda en mi mano.
—Necesitarás esto.
Sus ojos se salieron de sus órbitas.
—Santo… ¿Con qué tu…?
—Adiós.
Comencé a caminar hacia afuera.
Llegué a casa un momento después. Guardé la motocicleta en el garaje, me dirigí a mi habitación y me tumbé en la cama. Recordé el beso de Rose. Recordé su traviesa lengua. Recordé su sonrisa en cuanto hablaba con emoción y su delgado cuerpo debajo de la túnica aquella. Como si no hubiera descansado en dias, dormí profundamente.
A las doce de la media noche, mi teléfono comenzó a sonar. Era mi abuelo.
—Abue, ¿pasa algo?
—Dios mío… ¿Estás con Rose? ¿Has sabido algo de ella?
—No, en absoluto. Simplemente me dormí, estoy en la casa, en mi cama. ¿Pasó algo malo? ¿Está mi papá bien?
—Si, él está en la clínica. Digo, ella desapareció. No sabemos cómo ni cuándo, pero desapareció de tu habitación.
Me levanté con brusquedad.
—Eronel estuvo vigilando la puerta de tu cuarto sin moverse. Solo dos de los demás concursantes regresaron al hotel, con la pista para la siguiente parte.
—Uf, no me lo esperaba.
—En tanto se iban a reunir, Eronel abrió la puerta y no había nadie allí. Su equipaje no estaba.
Lo que mi abuelo me comentaba era físicamente imposible. Mi habitación no tenía otra salida más que la puerta. La pequeña ventana que daba a la calle era muy pequeña, un cuerpo adulto no cabría por allí. Quien se dignara a escapar por la ventana se arriesga a quedar atascado.
—No estaba Rose, ni su equipaje.
—Eso es imposible.
—¡Y aun así ocurrió!
—Es como si se hubiera desaparecido en el aire.
Me volví a tirar contra la cama.
—Así como el primer día que la vi.
—¿A que te refieres?
—Hasta mañana abuelo. No sé dónde está ella o a dónde se marchó. Solo sé que estoy dormido, en mi habitación, en la casa. Saludos a todos.
Le colgué. No tenía motivos para estar feliz, pero lo estaba. Algo me decía que debía estar rebosante de felicidad. Volví a dormir.
Allí estaba, sentado en el incómodo banco de la recepción del hotel que era mi única fuente de ingreso, casi tres años después de la locura que había ocurrido allí. Era agosto, y pintaba que el verano iba a ser tremendamente caluroso. Quería irme, pero no sabía para dónde.
Mi abuelo me explicó. A las doce, cuando todos convinieron, y que Rose había desaparecido, se dio lectura a la siguiente pista. El siguiente objetivo era obtener la llave redonda para el famoso libro. Eronel ganó sin titubear, pus al fin de cuentas le regalé la segunda moneda. Los dos demás que habían encontrado la llave en forma de estatuilla murieron porque nadie pudo encontrar la tercera moneda. Eronel abrió la cajilla y sustrajo el reloj. La siguiente instrucción era esperar hasta la hora designada para abrir la puerta numero treinta y cuatro. Más allá de eso, mi abuelo no me habló más.
Lo único real era que Eronel fue el único ganador oficial de la cumbre animal. Los demás salieron del juego. No se supo nada acerca del paradero de Rose. Nadie volvió a verle, y sus obras comenzaron a cotizar muy alto, pues se asumía que ella había fallecido.
Después de todo ello, comencé a aprovechar mi tiempo muerto entre contestar el teléfono y atender a los pocos huéspedes que se aparecían, para escribir cortas historias que publicaba en revistas, compilaciones de novelas o por internet. Una de ellas fue bastante popular, a tal nivel que el dueño del periódico de la provincia me pagó para que fuera una historia exclusiva de su publicación, además de otras seis historias más.
Además, empecé a leer los libros del maestro. Al principio no tenía ni idea de que estaba leyendo. Eran libros metafóricos, hasta metafísicos. Trascendían las barreras idiomáticas y obligaban a imaginar, a pensar, a dilucidar, a entender, a asumir. Algunos eran muy confusos y en otros no sabía si todo eran sueños, o si algo de realidad había. Me enganché.
El maestro sacó una nueva obra. Era un libro más bien delgado. Era la historia del cuidador de un motel, algo bastante personal e íntimo, con detalles que se salían de la cotidianidad. Literalmente narraba una historia sospechosamente parecida a la mía, en la que una chica, sospechosamente parecida a Rose, se hospeda en el motel, y se lleva al cuidador en una aventura extraña, recorriendo recovecos desconocidos del lugar, hasta terminar en un paraíso dónde ellos terminan habitando, olvidándose del mundo real, el de afuera. Parecía que se había cumplido su sueño, simplemente se había convertido en un personaje de un cuento del maestro.
—Hijo, necesito un favor.
—Ya voy.
Mi padre me llamaba desde la cocina. Después del fiasco de haberse aliado con Misterioso, mi padre cambió de actitud. Era más tranquilo, más sosegado, menos violento. Juró que jamas habría de cometer el error de interferir con el juego. Una vez llegué, lo vi acurrucado contra una de las neveras.
—¿Y qué pasó?
—Necesito que me ayudes a mover este armatoste.
—Eso no se va a mover.
—Está fallando. Hoy en todo el día no ha enfriado.
—Pues nos va a tocar llamar que vengan a repararla.
—No, no… Ya compré una nueva y necesito el espacio.
Suspiré.
—Está bien.
Entre los dos, halamos y halamos para mover la nevera aquella. Una vez la sacamos de su espacio lo suficiente, era ya cuestión de empujar. Después de forcejear casi una hora, pudimos sustraer el viejo refrigerador.
—Necesitaré tomar un baño.
—Y yo también.
En el suelo, entre motas de polvo, grasa y algunos restos de comida, algo brillaba. Era innatural, casi intangible. Me arrodillé a tomarlo. Era la moneda dorada, con el hermoso tallado de un ramillete de flores. Había olvidado que esto existía. Me lo guardé en el bolsillo.
—¿Encontraste algo?
—Un recuerdo. Un recuerdo muy privado.
Me sonreí. Él hizo como quien le entra algo por un oído y le sale por el otro.
—Buenas tardes, ¿hay alguien?
—Si, un segundo.
Me dirigí con calma a la recepción. Una mujer, delgada, con ropa holgada, un sombrero como de paja, unas gafas oscuras y gruesas, y labios prominentes adornaba con su presencia la recepción. Se giró hacia mi. Yo caminaba como si hubiera visto un fantasma.
—¿Rose?
—No, soy Sonya. Tengo una entrega inmediata.
Extendió su mano, y en ella un sobre rojo con un motivo dorado de un carnero perfectamente demarcado en el papel, bien asido entre sus dedos. Me llenó la nostalgia. Lo tomé y lo abrí. No entendía lo que había adentro.
—¿Y esto? ¿Es tuyo?
—No. Esto llegó a mi casillero.
Era un par de pasajes para Saint-Tropez, desde el aeropuerto más cercano a mi ciudad. Un pasaje estaba a mi nombre. El otro, a nombre de Sonya. Había una pequeña nota. La leí en voz alta.
Estimada Rose y querido gerente.
Felicidades por ganar la Cumbre Animal de este año. Este es un pequeño regalo. Digamos que se te cumplió tu deseo. Pero no es gratis. En la próxima vez que nos veamos, quiero todo el lujo de detalles posibles. Con cariño.
Ella parecía anonadada.
—¿Detalles?
—Es un chiste entre el maestro y yo.
Suspiró.
—Y entonces, ¿nos vamos?
Con decisión, me abrazó y sin dar espera, me besó, agarrándome de la camiseta, entrelazando su lengua con la mía. El beso duró un par de minutos. Sus labios eran maravillosos, suaves, calurosos. Su lengua era tersa y dulce. Ella parecía particularmente empecinada en mover su lengua. Debo admitir que me excité un poco. Aquí estaba en la recepción de mi hotel, besando a aquella mujer que había ansiado por varios años.
—¡Quizás!
—¡Quizás!
«Aquel hotel» —La cumbre animal—
—Buenos días, hotel.
Suspiré. Sentado en el incómodo banco de la recepción del hotel que era mi única fuente de ingreso, después de los dos días anteriores que habían ocurrido, mis charlas con el escritor, sus extrañas preguntas y ese trio de monedas que me dio, era muy extraño volver a la rutina de todos los días.
—Si, buenos días. Llamamos para confirmar una reserva, por doce habitaciones en su hotel.
Recordé las instrucciones de mi padre.
—No tenemos ninguna reserva asignada. El hotel está en renovaciones.
—El primero de nosotros llegará hoy a las tres de la tarde.
—Lo siento, pero no hay ninguna reservación asignada.
—Esta persona es Eronel.
—Creo que no me ha entendido. No hay ninguna reservación. El hotel está cerrado.
—Hasta luego.
Colgó. Abrí el gran libro de visitas, el del carnero en la cubierta. Revisé la última página, que era en práctica la quinta hoja por el reverso. La última entrada tenía, en pulso y letra de mi padre la siguiente entrada.
13 de octubre Maestro Hab. 34
Era una entrada muy sucinta. Me habían encargado no registrar su salida, hasta que todos los demás se fueran. “Es algo ceremonial”, me dijo mi padre. Me imaginé al escritor aún rondando por ahí en no se dónde recóndito del hotel. Hasta puede ser cierto que si exista un pasadizo para ir del cuarto treinta y cuatro al sótano. Me reí un rato por la estupidez de mis palabras.
Tenía libre hasta las tres de la tarde. Aun me sentía un poco mareado. ¿Qué demonios me había dado el maestro? Hasta creo que no fue el trago aquel, sino algo más. Sustraje las monedas de mi bolsillo y las observé encima del mostrador. De veras no podía reconocer ninguno de los símbolos. Estos eran hermosos, como si estuvieran tallados a mano. Un ramillete de flores en la dorada, unas ramas de trigo en la plateada y una especie de tortuga en la de bronce. Del otro lado, lo que parecía la denominación y otra información, aunque no podía leerlo, y en el canto una serie de símbolos, líneas diagonales y rectángulos. Supuse algún tipo de identificación táctil para los invidentes. Las volví a guardar.
Fui a la puerta, le puse seguro y me dirigí a la habitación. No había más que hacer, así que me desvestí, colgué el ajuar en la silla, conecté la extensión, me recosté en la cama y continué mi lectura de “Cumbres Borrascosas”.
Me despertó el timbre del teléfono varias horas después. Lo contesté enseguida.
—Buenas…
No sabía que hora era. Miré el reloj. Eran las dos y cuarenta y dos de la tarde.
—Buenas tardes, hotel.
—Buenas tardes. Estoy al frente de la puerta y está cerrada.
Era una voz diferente, una voz femenina que se me hizo muy conocida.
—Ah, disculpe, el hotel está en renovaciones. No tenemos servicio.
—Entiendo. Tengo una tarjeta roja conmigo.
—Creo que no me ha entendido. El hotel está cerrado.
Contesté mientras me subía los pantalones.
—Soy Rose.
Me ahogué. Pensé en la chica de los labios carnosos, la que me había entregado el dinero en la primera ocasión.
—Yo…
Tosí con fuerza.
—Un minuto por favor.
Colgué y me terminé de vestir. Salí de la habitación, y allí detrás de la puerta estaba ella. En esta ocasión vestía un mono de color azul oscuro, camisa blanca, un sombrero de paja y unas gafas de sol de tinte rosado. Sus labios, aunque al natural, se veían suaves y hermosos. Corrí a abrirle la puerta.
—Buenas tardes, y disculpas.
Se sonrió. Era una maravillosa sonrisa.
—Aquí está mi tarjeta.
Me extendió una tarjeta de cartón rojo con el signo del carnero en la parte del frente, del mismo que el escritor había usado previamente. Estaba firmemente adherida por todos los extremos. Según las instrucciones, la abrí y leí el contenido.
—De Kampar a…
—Dumai.
Respondió sin dilación.
—La isla es…
—Rupat.
—¿Y tú nombre es?
—Rose.
—Y duras…
—Cinco minutos, treinta y cuatro segundos.
Había confirmado todos los datos. Noté que la tinta en donde estaba impresa esta información se iba borrando lentamente, tal como me instruyeron.
—Bienvenida, Rose.
Ella entró, con una valija mediana detrás.
—Eres nuevo en esto, ¿no cierto?
Yo seguía mirando a su boca, mientras tomaba la manija de su maleta.
—Es mi primera vez.
Me puse rojo. Ella se quitó las gafas. Noté sus ojos verdes, brillantes como dos esmeraldas colombianas.
—Pues habrá que instruirte.
Mi libido se activó otra vez.
—Perdón por mi inexperiencia.
Tosió y miró alrededor.
—Supongo que Eronel no ha llegado aun.
—No, señora… ¿Señorita?
Me miró fijamente. Sus ojos tatuándome su apariencia detrás de mis párpados.
—Gracias. Señorita es adecuado.
Suspiré aliviado.
—Guardaré su equipaje en el cuarto de servicio. Mientras tanto, y los demás huéspedes llegan, la invito a tomar asiento en nuestro comedor o nuestra sala.
Repetí el libreto como me lo enseñó mi padre.
—¿Eronel no ha asignado habitaciones aún, entonces?
—No, señorita. Las instrucciones son esperar a su llegada.
Suspiró y caminó hacia la sala.
—Me entretendré entonces. A ver si algún día renuevan la selección de obras del maestro.
Anduvo por la biblioteca viendo las espinas de los libros. Arrastré la maleta hacia mi habitación y me senté en la recepción. Ya se acercarían las tres de la tarde.
Mientras ojeaba a Rose desde mi posición, quien ya había tomado un libro y lo leía con avidez, la puerta se abrió con fuerza. Un tipo como de dos metros de altura, de piel oscura y contextura musculosa entró. Vestía un sombrero sencillo, una chaqueta larga color caqui, camisa blanca, y pantalones de lino azules. No llevaba anteojos. Por su musculatura, pensé que era mejor mantenerme de buenas con él. Me aproximé en tanto se detuvo en la entrada.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
—Aquí está mi tarjeta.
La misma ceremonia.
—De Muar a…
—Dompas.
—La isla es…
—Bengkalis.
—¿Y su nombre es?
—Eronel.
—Y duras…
—Dos minutos y treinta y cuatro segundos.
Aclaré mi garganta.
—Bienvenido, Eronel.
El tipo se quitó finalmente el sombrero, revelando una calva plena y brillante. Suspiró con fuerza.
—Eres nuevo, ¿no cierto?
—Si, mi padre me ha heredado el mantenimiento y gerencia del hotel.
—¿Entonces sabes qué hacer?
—He sido instruido en todo lo que hay que saber y hacer.
Eronel trucó sus dedos.
—¿Seguro?
—En el nombre de las dos generaciones que han llevado este lugar, si.
Leí el libreto que llevaba grabado en mi cabeza.
—¿Hay algo para mi?
—La señorita Rose ha llegado previo a usted, y el Maestro me ha dejado esto para usted.
Sustraje las tarjetas selladas del bolsillo de mi chaleco, las puse en orden y se las entregué. El hombre las tomó, las revisó sin abrirlas y asintió.
—Entrégueselas a Ruby en cuanto llegue.
Se salió del libreto. Improvisé.
—Pero señor, tengo expresas instrucciones de…
—Después de la reunión pasada, si usted hubiera estado, sabría que yo no soy el merecedor del ser el que da inicio a la ceremonia ya.
No entendía una coma ni un punto de lo que me decía. Decidí acogerme al libreto.
—Las instrucciones del maestro son claras y explícitas. Eronel es quien se…
—Yo sé quien demonios soy yo. Pero Ruby es quien debe dar inicio a la ceremonia ahora. Ella debe recibir las tarjetas, no yo.
Su voz se ponía más grave y golpeada. Rose había soltado el libro y se dirigía hacia nosotros. Yo estaba inseguro de que hacer.
—Hola Eronel.
—Hola Rose.
—Ven un momento. Permiso.
Asentí sin hablar. Ambos se dirigieron a la sala y comenzaron a cuchichear. Mientras tanto, guardé su equipaje en mi habitación.
La puerta se abrió de nuevo. En esta ocasión era un tipo larguirucho y desgarbado, que me miraba por unas gafas un poco sucias y con unos ojos vidriosos y cansados. Su atuendo era muy informal, una camiseta desgastada y unos pantalones de mezclilla medio rotos. La ceremonia se repitió por tercera vez.
—¿Y su nombre es?
—Misterioso.
-Bienvenido, Misterioso.
Tomé su equipaje, un morral pequeño y lo guardé.
Uno tras otro, ocho huéspedes más ingresaron a mi hotel. Mi habitación estaba ya llena de equipajes de distintos colores, nacionalidades, etiquetas y apariencias. La sala, que era un lugar que mantenía desierto en otras épocas, ahora era un lugar lleno de risas, gritos, charla y ruidos, con sujetos tan diferentes y especiales que jamás imaginaría concurrirían en esta ciudad y en este establecimiento.
April, una mujer como adinerada, de vestido escotado color verde prado, gafas con graduación imposible y cabello cenizo, y un collar de perlas que muchas personas envidiarían.
Skippy, un auténtico excéntrico, de ropajes remendados, como salido de los años sesenta, cabellos que le salían de cada uno de sus poros y un olor a cigarro que olfateaba aún desde mi distancia.
Evonce, una mujer morena atlética, alta y juvenil. Vestía un conjunto sencillo de un pantalón bermellón y camiseta rosada con unos dibujos animados.
Nutty, una verdadera chiquilla, aunque según su información ya entrada en sus treinta. Si no hubiera sabido, hubiera dicho que era una estudiante de secundaria. Vestía un vestido largo y amplio color azul cielo. Su voz era muy aguda y silenciosa, tuve que pedirle que repitiera su información varias veces.
Nellie, quien yo sin conocerla diría que es la “señora de los gatos” de mi cuadra. Una mujer ya entrada en años, su cabello enmarañado y sin color definido. ¿Era gris? ¿Era negro? No lo sabía. Su cuerpo arrugado y ya gibado llevaba un vestido rosa, en un tono que no discordaría con una poltrona de una venta de donativos.
Pannonica, una mujer que me pareció muy sospechosa. Su cabello recogido en un bollo y negro como el ébano. De pocas palabras y con una voz sin tono, como un robot haciéndose pasar como humano. Vestía ropa deportiva de tonos muy monocromáticos, un poco discrepante con el resto del elenco.
Bud, un joven como universitario. Vestía a la moda, un blazer negro de líneas grises muy sutiles, camisa cuello tortuga azul clara y pantalones largos grisáceos. Llevaba anteojos, pero parecían de adorno.
Y por último, Bemsha, un hombre ya entrado en años, pero bien cuidado y con una fragancia exquisita que jamás había olfateado jamás. Vestía un traje clásico color violeta oscuro, con una corbata perfectamente anudada.
Mientras no sonaba la campana de la puerta, pasaba yo con una bandeja que sustraje de la cocina, ofreciéndoles a los clientes un conjunto de aperitivos y copas de jugo, licor y tragos cortos. Una vez se acababan, regresaba a la cocina y servía más. Afortunadamente mi abuelo ya había preparado con suficiente anterioridad una cantidad bastante grande de aperitivos de diferentes tipos. Ellos tomaban los libros, los abrían, apuntaban a diferentes páginas, discutían, sonreían, peleaban. Jamás había visto el hotel así.
Unas dos horas después, Ruby, la última huésped llegó.
Era ella una modelo. Estoy seguro que la había visto en la publicidad de una marca de automóviles conocida. Llegó con un vestido en flauta rojo muy ceñido a su cuerpo, su cabello perfectamente peinado, tacos altos y cuerpo monumental. Aunque Rose me había cautivado, era imposible negar la atracción que Ruby causaba en mi, por muchas razones.
—Bienvenida, Ruby.
—Gracias. Tienes todo lo de tu padre, es como haberlo visto hace dieciséis años atrás.
Era imposible que hubiera conocido a mi viejo todo ese tiempo atrás. Ella parecía de veinte, o máximo, treinta años.
—Me honra con sus palabras.
Ya se dirigía a la sala, con su sonrisa perfecta, cuando recordé las tarjetas rojas. Me metí la mano al chaleco y las sustraje.
—Disculpe, pero tengo algo para usted.
Le mostré la pila de tarjetas. Al principio parecía no entender lo que estaba pasando.
—No me digas que… ¡El tonto de Eronel!
Corrió como si la hubieran halado a la sala. Gritó con una voz autoritaria, que silenció al resto de los visitantes.
—¡Hey, Eronel! ¿¡Por qué no has recogido las órdenes!?
La respuesta no se hizo esperar.
—Tu me ganaste hace cuatro años… Te toca.
—Pero…
—Pero nada, las reglas son reglas.
Un par de silbidos se escucharon. Ruby regresó a mi, me miró como si ella hubiera lamido un limón y me extendió la mano. Le pasé las tarjetas. Las revisó, suspiró muy fuerte y se regresó a la sala. Según el libreto, este era el final de mi intervención. Solo debía encargarme de entregarles el equipaje a cada huésped y atender sus necesidades. Respiré aliviado y me senté en el banco de la recepción para descansar un poco. Desconecté el teléfono y lo redirigí al conmutador. Así debía ser hasta que el último de los doce huéspedes se fuera. Tomé mi libro y continué la lectura.
—Damos inicio a la… No se ni que número… Reunión de La Cumbre Animal. Hemos sido reunidos aquí como cada cuatro años, en nombre de nuestro Maestro.
—¡Salud y vida larga al Maestro!
El griterío interrumpió mi lectura. ¿Qué demonios estaban hablando?
—No es necesario pasar a lista, estamos los doce.
—Es importante conservar la ceremonia, Ruby.
—Nada, demos inicio a esto. Todos estamos emocionados por lo que el maestro nos ha dejado.
—¡Si!
—Doy lectura a la tarjeta número uno. Atención, todos.
—Dios mío, Ruby, estás volviendo de esto un jolgorio.
—Moción de votación. ¿Quién quiere hacer la ceremonia completa? Levanten la mano.
Después de unos segundos, una carcajada recorrió la sala.
—Dos votos, tu y April. ¿Qué opinas, Eronel?
—Haz lo que quieras.
Aclaró su garganta, el sonido de papel rasgándose llenó la sala que estaba en silencio.
—Los animales son… Oh, no.
-1- Los animales son April - Perro Bemsha - Mono Bud - Caballo Eronel - Dragón Evonce - Tigre Misterioso - Rata Nellie - Cerdo Nutty - Gallo Pannonica - Carnero Rose - Serpiente Ruby - Conejo Skippy - Buey
La algarabía aumentó. Había gente enojada, había gente emocionada.
—Eso decreta el Maestro.
—¡Pero si el Carnero siempre muere primero! ¡Es injusto!
—¡Eso decreta el Maestro!
—¡Hijo de…!
—¡Atención! ¡Tarjeta número dos!
Todos se pusieron en silencio. Ya me era imposible continuar la lectura. No tenía ni idea que estaba pasando en mi hotel, pero distaba completamente de una mera reunión de un club de fanáticos.
—Siendo las… Ocho y treinta y dos de la noche…
-2- Al sonar las doce campanas del reloj de la iglesia, quien no vista el traje ceremonial, ha de morir.
En tanto Ruby dijo eso, la algarabía aumentó, un tropel bullicioso corriendo hacia mi.
—¡La llave!
—¡Dame la llave, ya!
Me asusté, soltando mi libro al suelo. La silla también cayó al suelo a mis pies.
—¿Qué pasa? ¡Calma, calma!
—¡Rata! ¡Rata!
Parecían animales competiendo uno contra el otro. Hasta los imaginé mordiéndose, rasgándose uno al otro. Solo Rose y Eronel actuaban con tranquilidad, aún en la sala. Hasta Ruby, quien se veía tan regia en las publicidades parecía poseída, casi arrancando el cuello de mi chaleco. Yo estaba a punto de gritar, cuando alguien me ganó.
—¡Es que no saben si no comportarse como animales salvajes, me dan asco! ¡Todo el decoro por el suelo!
La voz de Eronel era grave, un grito profundo que hizo retumbar el suelo. Todos se quedaron congelados.
—Señor gerente. Haga el favor de tomar las llaves y distribuirlas en orden.
Aunque esto no estaba en mi libreto, asentí. Me giré, tomé todas las llaves de los casilleros, todas con una ficha roja, especial para el evento. Tomé una al azar.
—¡Ce… Cerdo!
Nellie levantó la mano. Le entregué la llave en silencio. Ella salió corriendo despavorida subiendo las escaleras.
Uno por uno distribuí las llaves, una reacción similar después de recibirlas. Las valijas seguían en mi habitación, pero era como si no les importaran en absoluto. Al final, solo Rose quedó.
Había un problema. ¿Donde estaba la llave para ella? Yo había podido jurar que había tomado doce llaves.
—¿Y mi llave? ¿La de la Serpiente?
No sabía que hacer.
—Es extraño, juro que estaba acá.
Me asomé en cada casilla, pero la llave no estaba. Revisé mis bolsillos, debajo del mesón. ¿Era posible que…
—Alguien la robó en medio de la confusión.
Ella no se equivocaba. Era la única posibilidad. Ella se veía confundida, preocupada.
—Me quieren sacar del juego temprano, eso veo.
—No entiendo.
—Y no tienes que entender.
Tuve una idea.
—Yo tengo la llave maestra, puedo abrir tu habitación.
Se sonrió.
—Parece que tu padre no te dio toda la información. Un hombre inteligente pero olvidadizo.
—¿A qué te refieres?
—Eres un mal observador. Las cerraduras de este hotel son especiales. Cada cuatro años, durante esta reunión, se reprograman las cerraduras. Solo se pueden abrir con las llaves rojas.
Me reí.
—¡Es imposible!
Me adelanté y comencé a subir las escaleras.
—Ven conmigo, ¿cuál es la habitación de la serpiente?
Me siguió detrás.
—Es la dos seis.
Después de los dos vuelos, caminé con rapidez hacia dicha puerta. Sustraje la llave maestra del bolsillo interno de mi chaleco, e intenté insertarla. Ni siquiera entraba.
—¡Qué demonios!
—Te lo dije. Ya estoy fuera de la competencia. Fueron unos buenos doce años.
—No entiendo.
—Y no tienes que entender. ¿Puedes entregarme el equipaje? Me iré antes que suenen las campanas.
Comenzó a caminar con lentitud hacia las escaleras.
—¿Y si hubiera otra forma de entrar? ¿Echar abajo la puerta? ¿Forzar la cerradura?
—¿Qué propones?
Sabía que las cerraduras del hotel eran de seguridad y reforzadas, pero en realidad eran muy sencillas. Saqué mi billetera, y de ahí mi tarjeta antigua de la universidad. Aún la tenía allí, nunca la saqué.
—Veremos si esto funciona.
La metí en el espacio entre el marco de la puerta y el pasador, y empecé a forcejear. Sabía que no estarían cerradas con seguro. Ella comenzó a susurrar mientras me observaba. Su voz me levantó los pelillos de la nuca.
—¿No te explicaron que ustedes deben ser neutrales? ¿Por qué haces esto? Todo vale en este juego y robar la llave es algo normal. Ya había aceptado mi fortuna.
—No sé que diantres está pasando en este hotel, ni que extraño juego macabro está ocurriendo, pero me da rabia que esto te haya pasado.
—Es normal, es normal. Es parte del juego. Yo debería estar buscando como poder entrar, tu debes ser neutro.
—No te preocupes.
La cerradura finalmente cedió y se abrió. Le pasé la tarjeta, ya bastante magullada. No la necesitaba.
—Esto va por mi cuenta.
Me levanté y me fui hacia las escaleras. Me sentía como el héroe de una novela o de una película. No mirar hacia atrás, esa es la regla siempre. Además, dejar la conversación en punta con un latiguillo.
Bajé al primer piso. Ordené la sala, que debido a las circunstancias pasadas había quedado hecha un desastre. Fui a la cocina, sustraje la escoba, el recogedor y comencé a barrer, acomodé las sillas y los libros que habían dejado desperdigados por toda la habitación. Alguien había derramado su trago, así que también trapeé.
Era raro que mágicamente se hubiese hecho el silencio en el hotel. Me fui para la recepción, levanté el taburete, mi libro y continué leyendo.
A eso de las diez y media de la noche, puse el pequeño letrero en el mostrador que decía que llamaran a recepción si necesitaban algo, cerré la puerta del hotel, y en medio de bostezos, me dirigí a mi habitación.
Era un mar de valijas, doce exactamente. Las esquivé, me desvestí, colgué el chaleco y los pantalones, tiré la camisa al suelo, conecté la extensión de teléfono y me metí bajo la cama, apagando la luz. Si alguno de los huéspedes necesitaba sus cosas, podía llamarme y se la llevaría a su habitación. Caí rendido con rapidez.
No se que hora sería, pero en medio de mi sueño sentí que alguien se metió en mi cama. Salté por el susto, me descobijé y encendí la luz de la habitación.
—¿Qué demonios?
Era Rose. Estaba vestida con una especie de túnica blanca con detalles rojos. Llevaba la caperuza puesta. No se mostraba sorprendida.
—Señorita Rose, ¿qué demonios haces acá?
—Lo siento, debo mantener mi cubierta. Quien haya robado mi llave para sacarme del juego, se lo creerá una vez se encuentren en la sala al sonar las campanas.
—Pues si necesitabas esconderte, no era necesario meterte en mi cama.
Ella se quedó mirando a la pared.
—Pues, tienes la razón.
Las campanas de la iglesia sonaron, como usualmente lo hacían a las doce de la media noche.
—¿Será que debo salir?
—No, no es necesario. Sigue durmiendo.
Ella no tenía ninguna intención de levantarse de la cama. Comencé a escuchar pasos provenientes de los pisos superiores, la madera doblándose y crujiendo bajo su peso. Oía voces, también amortiguadas.
Rose se levantó por fin y se dirigió a la puerta para escuchar. Mi curiosidad me ganó y fui con ella.
—Por cierto, me gustan tus pantaloncillos, se ven muy cómodos.
—Gracias, supongo.
Del otro lado, la fuerte voz de Ruby retumbó en mi oído.
—Han sonado las campanas. Y estamos solo nueve. ¿Quién falta?
—Bud, Nellie y Rose.
—Les daremos cinco minutos para que lleguen.
Yo estaba seguro que les había dado sus llaves a los otros dos, así que me sorprendió que no hubieran bajado aún. Rose miraba su reloj de pulso. Al observar su ademán noté por el escote que no vestía nada debajo de la túnica. Por pena me giré a ver el techo. Sus senos eran pequeños, y sus pezones rosados y redondos.
—Es raro que ni Bud ni Nellie hayan bajado. ¿Quién les habrá hecho un juego sucio?
—¿A que te refieres?
—En este juego todo vale, como ya ves. Prepárate para ahora más tarde o mañana entrar a esas habitaciones.
—¿Perdón?
—Mañana nos daremos cuenta.
Rose se levantó. Yo aún pensaba en sus senos.
—Perdón, voy a salir.
Asentí y me hice detrás de la puerta. Ella la abrió y emergió dando unos pasos largos, como si se paseara.
—No me descuenten.
Se escucharon un par de suspiros.
—Pensábamos que estabas fuera del juego.
—Pues no, aquí estoy.
—Bueno, creo que tenemos que matar a Bud y a Nellie. ¿Alguna objeción?
No entendía que querían decir con matar.
—Obvio que no habría ninguna objeción. Leeré la tercera tarjeta.
-3- La mejor comida, el mejor día de la semana, la mejor calle, la mejor cerveza. La clave de tu caja fuerte es esta, antes que abran el mercado.
—¿Qué demonios?
—¿Otra cosa críptica?
—Es el maestro, me preocuparía que no fuese así.
Si no me equivocaba, se referían a las cajillas de seguridad que están en el ropero de cada habitación, es una cerradura de combinación de cuatro números. Además, el mercado lo abren a las seis.
—¡Ya lo sé!
De nuevo pasos apurados por el suelo de madera, subiendo la escalera, haciendo un redoble de tambor. ¿Mi padre tendría algo que ver con este acertijo? La clave de las cajillas de seguridad se la pone cada huésped cuando las va a usar por primera vez. O… ¿Acaso lo había hecho el escritor? Yo no había entrado a ninguna habitación mientras él se hospedó aquí, no era necesario, pues entre mi padre, mi abuelo y yo habíamos dejado las habitaciones limpias.
Escuchaba pasos de aquí a allá. De nuevo, si alguno de los huéspedes me necesitaba, me llamarían. Me metí de nuevo en la cama y apagué la luz. La imagen de Rose perduraba detrás de mis párpados. Finalmente me quedé dormido.
Sonó el teléfono. Eran casi las cinco de la mañana. Contesté apurado.
—Buenos días, hotel.
—Habla Rose. ¿Puedes venir un momento a la recepción?
—Por supuesto.
Me vestí con rapidez, cambiando mi camisa de vestir, pero usando el mismo chaleco y pantalón. Salí. Ella aún vestía la túnica y tenía lo que parecia una tarjeta en su mano.
—Buenos días, señorita Rose.
—Buenos días.
Susurré.
—¿Dónde dormiste?
—En la sala, ya que me echaste de tu habitación.
—Pues yo no te eché de mi habitación.
—Te vi incómodo.
—Mira, ¿y por qué no dormiste en tu habitación?
—Debo mantener mi cubierta. ¿Sabes algo? No hablemos de esto ahora. Necesito un favor.
—¿No que nos debíamos mantener neutros?
Se quedó pensando un momento.
—¿Reconoces este lugar?
Ignoró mi comentario. Miré la tarjeta, era una foto instantánea de algún lugar, una especie de montaña con un lago al lado. No se me parecía a nada que hubiera visto antes.
—Lo siento, no parece ser de por aquí.
—¿Seguro?
—Muy seguro.
—Revísala bien.
—Estoy muy seguro. No hay un lago ni remotamente cerca a esta ciudad.
—Diantres, quería adelantarme. Tendré que esperar a las seis para la reunión.
Hacía un poco de frío. Ella se abrazaba para mantener el calor.
—¿Te presto un abrigo?
—No, no es necesario.
—¿Una bebida caliente?
De nuevo miró al vacío.
—Chocolate.
—Ya regreso.
En tanto regresé, ya Misterioso y April estaban en la sala también, vistiendo una túnica similar.
—Buenos días.
Ninguno me contestó. Le entregué la taza a Rose, quien me hizo un ademán en silencio. Sonó el timbre. Me dirigí a la entrada y le quité el seguro. Era mi padre.
—Buenos días.
—Buenos días. ¿Ha pasado algo?
—Dos huéspedes no han aparecido desde anoche.
—¿Sabes los animales?
Traté de hacer memoria.
—Son Caballo y Cerdo, gerente padre.
Nos giramos a ver la fuente del vozarrón que escuchamos. Era Eronel, quien bajaba la escalera.
—Buenos días, Eronel.
—Buenos días.
—Buenos días, gerentes. Querrán reponer la cajilla de seguridad de mi habitación.
Fruncí el ceño.
—Ha ocurrido un pequeño desliz, y se ha roto.
¿Se ha roto? ¿Una caja fuerte de paredes de pulgada y media de grosor? Mi padre se adelantó a responder, con una voz tranquila.
—Claro que si, Eronel, así lo haremos.
Eronel siguió caminando hacia la sala. Mi padre se acercó a mi oído.
—Voy a hablar con el cerrajero para ver si él puede echarle un vistazo ahora más tarde. Mientras tanto, calienta los elementos para el bufé.
—Está bien.
Las campanas de la iglesia repicaban para indicar que eran las seis de la mañana. Mi padre y yo habíamos organizado el samovar para el bufé, con él preparando los alimentos y yo sirviéndolos a los huéspedes. En la sala y el comedor habían siete huéspedes.
—¿Y Ruby?
—Ni idea.
—Iré a buscarla.
—Voy contigo.
Eronel y Nutty se fueron, subiendo las escaleras. Rose se acercó a la mesa del bufé y me hizo una seña con su mano, como diciéndome que necesitaba hablar conmigo. La seguí a la recepción.
—¿El maestro no te dejó más tarjetas?
—No, solo dejó un conjunto de ellas.
—Oh, no… El fiasco de hace ocho años otra vez.
—¿A que te refieres?
—No tienes que entender.
La miré directo a los ojos.
—Rose, quiero entender.
Se dio media vuelta y regresó a la sala. Era demasiado misteriosa y comenzaba a enojarme. Regresé al lado de mi padre atendiendo el bufé.
—¿De qué hablabas con Rose?
—Me preguntó algo, nada raro.
—Hijo, ten mucho cuidado. No puedes interferir con los eventos que están ocurriendo.
Tragué saliva.
—No te preocupes. Era solo una pregunta acerca de las tarjetas que el escritor me dejó y que le entregué a Ruby.
—Veo. Igual, ten mucho cuidado.
Eronel y Nutty bajaron corriendo.
—Señor gerente, necesitamos abrir la puerta de Conejo. También de Buey y Mono.
—Yo me encargo.
Se giró hacia mi.
—Tu sigue aquí. Yo voy a mirar que pasa.
—¿Tienes las llaves?
—Tengo maneras de abrir las puertas.
Pensé en la tarjeta que le dejé a Rose. Quizá yo no era el único que lo había hecho y mi padre sabía de ese pequeño defecto.
Un par de minutos después, mi padre bajó un poco apurado y tomó el receptor del teléfono. Eronel y Nutty bajaron seguido.
—Ruby, Bemsha y Skippy murieron.
—¿Cómo?
Un frío recorrió mi sangre al escuchar esas palabras. Bemsha y Skippy eran humanos, y seguro tendrían familias quienes los extrañarían… Pero Ruby era una modelo reconocida. El mundo no se iba a quedar en silencio si se dieran cuenta que ella ha fallecido. ¿Era ese el destino de Rose, de cada uno de ellos, si no completaban el juego?
—Nutty, el gerente padre y yo damos fe de lo sucedido.
April se veía consternada. Evonce estaba tranquila. Pannonica parecía contando algo con sus dedos.
—Aquí tengo las tarjetas. Debemos continuar la reunión. ¿Alguna objeción?
El silencio reinó de nuevo.
—Lo tomaré como un no.
-4- La imagen es tu altar. Busca el altar y toma la estatuilla. Con ella abrirás tu equipaje. Tienes hasta la media noche.
Y como era usual, una vez una proclamación de esas se escuchaba, todos se abrían a correr. Cinco de ellos salieron despavoridos por la puerta, algunos sin completar su desayuno. Rose y Misterioso se quedaron en la sala. Escuché su conversación mientras recogía el menaje utilizado que estaba regado por toda la sala y el comedor.
—Así que fuiste tú, maldita sabandija.
—No sé de que hablas.
—Bueno, tus tácticas serán tu caída, te lo juro.
—Promesas vacías, Sonya.
—Ya veremos.
Rose se levantó y salió por la puerta. Misterioso se quedó un rato mirándome. Me comenzó a enojar un poco.
—Señor, ¿necesita algo de mi?
Se sonrió y se levantó, caminando hacia mi, susurrando.
—Así que ya ella te encantó. Ah, Sonya, ¿cuántas tácticas sucias vas a seguir usando?
—¿Qué está insinuando?
—No será muy bonito que todos se enteren que el juego está arreglado por el gerente del hotel. Es posible que no despierte mañana… Como aquellos cinco. Le recomiendo que se aleje, huya si es posible. Sonya… Rose… Es un peligro.
Di un paso hacia atrás.
—Me ofende, señor. Yo he observado las reglas de este juego al pie de la letra.
—¿Oh? ¿Será eso cierto? Espero que el veneno que mana como flujo de su cuerpo no te mate, carita tierna.
Misterioso se fue de la sala, subiendo las escaleras hacia los pisos superiores. Mi padre regresó a mi lado.
—La ambulancia particular ya viene. Me encargaré de todo, tú termina de organizar.
—¿Tenemos cinco muertos en el hotel?
—No, no son muertos, muertos… Digamos que están… Dormidos.
—¿A qué te refieres?
—No te puedo explicar ahora. Y descansa un poco, te veo cansado.
—Está bien.
Después de recoger la mesa del bufé, los platos, eliminar los residuos, guardar la comida aún buena y lavar todo, regresé a la sala. Barrí y trapeé el suelo, organicé las sillas y ordené los libros de nuevo. En tanto terminé, mi padre cuchicheaba con un tipo en la entrada, entregándole algo en la mano.
—Ya sabes, absoluta reserva.
—Entendido.
—Nos vemos después de la media noche.
—¿Así no hayan cuerpos?
—Es mejor prevenir.
—Entendido.
Me hice el que recogía algo en la sala para continuar escuchando. Después que el tipo se fue, entré a mi habitación.
Algo no estaba bien. Alguien había movido los equipajes de lugar, diferente a como los había dejado. Además cada uno tenía una serie de cintas rígidas y bien aferradas con una cerradura que jamás había visto. Salí y me dirigí a la recepción.
—¿Tú hiciste eso?
—¿De qué hablas?
—El equipaje en mi habitación. El equipaje de los huéspedes… Alguien lo estuvo manipulando.
—¿Qué mierdas hablas?
Caminó hacia mi habitación y la abrió.
—Ah, supongo es la siguiente parte del juego.
—Pero… Pero…
—Ya te dije… No te cuestiones nada de lo que está pasando en este hotel.
—Gente muere, tipos sospechosos vienen y tu cuchicheas cosas que solo el malo de una película diría, cosas se mueven solas, ¿y tú dices que no me cuestione nada?
Mi padre me agarró del cuello de la camisa y me arrinconó contra la pared.
—Te dije… No te cuestiones nada de lo que está pasando en este hotel. Si no te gusta, vete. ¿Pero si te vas, no regreses, me entendiste?
Jamás en mi vida mi padre me había maltratado. Ni de pequeño cuando era mal estudiante. Era ya adulto, así que no me sentí mal por su actuar. Lo que me preocupaba era que ya habían cinco muertos y mi padre sería cómplice de todo. Yo sería cómplice de todo.
Me soltó.
—¿Y bien?
—No quiero ser cómplice de asesinatos.
—¡Qué no hay muertos!
—¿Y entonces qué fue eso ahora?
—No te preocupes, solo entiende, no hay muertos. En un par de días te darás cuenta.
Suspiré. Pensé en Rose. ¿Por qué me empecinaba en pensar en aquella chica? Ni siquiera me daba la hora del día y actuaba bastante sospechosa. Además, estaba lo que Misterioso dijo. Armé mi mano en un puño.
—Me quedo.
—A dormir entonces.
Me empujó hacia la habitación.
—¿Y si llega alguien con la estatuilla para abrir su equipaje?
—Pues te despiertas y ya.
La insistencia de mi padre se me hizo un poco extraña.
—Está bien.
—Yo me encargo de todo.
Abrí la puerta de mi habitación y la cerré detrás mío. Ignoré las valijas, me quité el chaleco, lo colgué y me acosté sin dormirme.
Unos diez minutos después, escuché que mi padre abrió la puerta de mi habitación. Me hice el dormido. La cerró con mucho cuidado. Escuché que alguien subía las escaleras, seguramente él. Me incorporé con rapidez, abrí la puerta y lo seguí de cierta distancia.
Vi que se internó en la habitación once, justo al lado de las escaleras. Me acerqué a la puerta agazapado.
—Todo en orden, mi estimado.
—Así es, exceptuando que la imbécil de Sonya se salvó por alguna razón. Creo que tu hijo la ha estado ayudando.
Esa voz me sonaba. Era la voz de Misterioso.
—Buscaré la forma para sacarla de la ecuación.
—¡O saca a tu hijo de la ecuación! Mejor dicho, te lo dejo en tus manos. Ya suficiente tuve con Sophia y Brad.
—¿Tu los envenenaste?
—Fue muy fácil, increíblemente fácil. Apenas Brad vio que el vino era Gran Reserva, se lo tragó como si no hubiera un mañana, hasta gárgaras hacía.
—¿Y Ruby?
—A ese muerto no lo cargo yo.
—Víctima de su propio…
—Totalmente.
Los dos se reían a carcajadas. ¿Quién demonios era mi padre, y por qué demonios se estaba aliando con este tipo?
—¿Y qué vas a hacer con la tarjeta?
—Pues… Ya tengo a mis hombres haciendo la pesquisa. Veremos que resulta.
El teléfono comenzó a repicar. Me asusté y comencé a bajar las escaleras, dando pasos largos, como de gato. Me metí en la habitación tratando de no hacer ruido, mientras mi padre descendía también.
—Buenos días, hotel. Claro que si. Un momento por favor.
Me acosté de nuevo, dándome la vuelta y respirando despacio, a pesar que mi pulso estaba a mil por hora. Mi padre tocó la puerta.
—Hijo… Tienes una llamada.
Me giré despacio y luciendo dormido, le di una mirada vacía.
—Que tienes una llamada, al teléfono.
Simulé levantarme como un resorte y tomé el receptor de la extensión. Mi padre cerró la puerta.
—¿Hola?
—Tú, en quince minutos, librería Eaton.
—¿Perdón?
Colgó. Era la voz de Rose, estaba seguro. ¿Y ahora qué diantres quería? Quería ir, pero no quería a la vez. Sentía que ella me estaba usando. Además, tenía muchas cosas en la cabeza en este momento. Aquella conversación en el segundo piso me tenía pensativo, asustado.
Me cambié, poniéndome un conjunto más casual, un pantalón suelto, una camisa de mangas cortas y un suéter de cremallera al frente. Mi padre estaba en la recepción, mirando una revista. Yo seguí derecho sin hablar mucho.
—¿Para dónde vas, muchacho?
—Voy a caminar un poco, tomar un respiro fuera de estas cuatro paredes. Regreso antes del almuerzo.
—Ojo con ir hablando cosas que no les incumben al resto del mundo.
—Ya entendí, ya entendí. Adiós.
Salí del hotel. Hacía muchos días ya que no veía la luz del sol. La librería Eaton quedaba un poco lejos, y posiblemente me demoraría un poco más de quince minutos a pie. Mi cabeza estaba inundada con todas las cosas que ocurrían. Rose era críptica y a todo respondía que no tenía yo necesidad de entender. Mi padre me daba la verdad a cuentagotas y aparte hablaba frases que jamás había escuchado de su boca. Tenía muchas ganas de irme y no volver.
Llegué a la librería, el sol de la mañana reventando en el cielo. La ciudad parecía un poco más vacía de lo normal para la hora. No había nadie en la entrada, así que ingresé. Le di un saludo vacío al dueño del lugar, quien, aunque vivimos en la misma ciudad, hacía muchos años que no le veía. Parecía un poco impaciente, quizá enojado. Anduve por los diferentes pasillos, hasta que vi a la chica. Estaba sentada en una escalera, ligeramente desgarbada, con la misma vestimenta, con seis o siete tomos a sus pies.
—¿Y bueno?
—No se me ocurrió un lugar mejor para buscar esto.
Me extendió la foto. La tomé.
—¿Quizá más bien la biblioteca de la ciudad? Por ahora, pónte esto.
Le lancé el suéter.
—¿Por qué?
—Primero, se te ven los pezones a través de la tela, y segundo, pareces salida de una película de la época de la Inquisición.
—Ah. No lo había notado.
Actuaba como si no le importara.
—¿Los demás también están desnudos debajo de la sotana esa?
—No lo sé. Quizá.
—¿Y bueno, qué necesitas?
—Llévame allí.
Apuntó de nuevo a la foto.
—Un “por favor” ayudaría mucho, ¿lo sabes? Además, ya te decía, no tengo ni idea esto dónde queda. Hay un lago, pero está por ahí a unas ocho o nueve horas de distancia. Y no sé si es el que aparece en la foto.
—Llévame allí.
—No me estás escuchando.
—Necesito ir allí, es importante.
—¿Por qué te empecinas en ganar este juego? ¿No escuchaste que ya hay tres muertos? ¡Y no me digas que no tengo que entender! Si ya me involucraste en tus intereses personales, ya estoy suficientemente hundido.
Seguía ojeando un libro en el que figuraban mapas y fotografías de lagos alrededor del mundo.
—Y ahora para colmo, no me hablas. Me voy.
—Espera.
Se levantó despacio, agarrando el suéter. Se lo puso, subiendo la cremallera y cubriéndose la cabeza con la capucha. Caminó hacia mi y me habló al oído.
—¿Hay algún lugar, alejado de todo, dónde podamos hablar, un lugar seguro, dónde nadie nos pueda escuchar?
Asentí.
—Vamos allá.
Salimos de la librería sin anunciarnos. Le tomé la mano y comencé a caminar con rapidez serpenteando por algunos callejones, tratando de evitar alguien nos siguiera o nos viera. Llegamos a nuestro destino jadeando, unos veinte minutos después. Era el garaje de una casa derruida, lo único que había quedado de pie antes que el resto de la mansión se fuera abajo.
—¿Y este lugar?
—Es mi escondite secreto. Prácticamente nadie lo conoce. Quizá solo mis amigos más cercanos. Todos creen que son unas ruinas.
—Entendido.
Cerró sus ojos y se sentó en una banca de madera que yo había puesto allí hace muchos años. Se formó en su cara una sonrisa plena. Me recordó a aquella que había visto la primera vez que la vi.
—Escucha bien, esto no lo repetiré dos veces. Me estoy arriesgando mucho diciéndolo.
—Está bien.
—La cumbre animal se hace una vez cada cuatro años en el hotel. Ya se lleva haciendo unos treinta y seis años, es decir nueve reuniones. Doce miembros del club de fanáticos del maestro reciben una invitación para participar. Están los que sobreviven al evento pasado, los que no han muerto y están en buena salud a la fecha del evento, y nuevos reclutas para completar la cuota de doce participantes.
—¿Cuándo hablas de…?
Me ignoró.
—Todos deben enviar una carta de aceptación de las condiciones a un casillero de una ciudad. Ambos cambian todos los años. Si no se recibe la aceptación, otro participante es invitado. A menudo no participan por falta de dinero o porque no conocen el lenguaje. Es costoso venir de nuestros países hacia aquí, y el lenguaje de este país es particularmente extraño y difícil. Si alguno no llega al día y hora de la cita en el hotel, se le descarta de inmediato. Las reglas son muy sencillas. El maestro deja las pruebas que debemos ejecutar en las tarjetas, aquellas que tienen tinta que se evapora.
Parecía emocionada. Casi ni respiraba recitándome las reglas.
—La reunión es liderada por los ganadores del año pasado. Ellos son los que se encargan de abrir las tarjetas en orden y leerlas en voz alta. Cada tarjeta tiene su objetivo y un tiempo límite para cumplir el objetivo. Si algún participante no cumple el objetivo, muere y sale del juego. Igualmente, si un participante no llega en el momento en que se ha convenido en la tarjeta, muere.
—Hablas de muerte, morir, sobrevivir… Y aparte esta mañana, cinco personas no aparecieron para desayunar.
—Pues Nellie, Ruby, Bud, Bemsha y Skippy murieron.
—Cinco personas murieron en el hotel?
—Si.
Me di un golpe en la frente.
—Sabes que Ruby es una modelo muy famosa. Ha aparecido en publicidad para una marca de automóviles.
—Así es. Y no solo eso, ella va a aparecer en una película muy pronto.
—¡Peor! Imagínate si sus fanáticos se dan cuenta que ha fallecido y en circunstancias tan sospechosas. Se darán cuenta que vino acá, me meterán a mi y a mi padre a la cárcel, le echarán fuego al hotel, quien sabe que más cosas.
Se quedo mirando al vacío, como hacia con frecuencia.
—Ah.
—¿Qué?
Rose se reía. Era una sonrisa real, brillante, hermosa. La cadencia de sus carcajadas era perfecta, no muy rápidas para parecer convulsiones, no muy lentas para demostrar ironía. Las arrugas que se le armaban en sus ojos cerrados eran perfectas, líneas leves de expresión que no titubeaban. No era una risa burlona, no era una risa falsa. Era ciento por ciento genuina. Salí de mi estupor.
—¿De qué te ríes? ¿No ves que es algo serio?
—Creo que nos has malinterpretado. No se trata de muerte, muerte.
Recordé a mi padre y me subió un poco de rabia.
—Es una palabra que usamos, nada más. Si alguien muriera de verdad, ya hubiéramos avisado a las autoridades.
—¿Y entonces? ¿Por qué no bajaron a desayunar? ¿Por qué Eronel anunció a los cuatro vientos que habían muerto?
—Esa es la palabra que usamos.
—Mi padre mencionó algo acerca de una ambulancia… ¿Qué hace una ambulancia en el hotel?
—Nellie y Bud fueron envenenados. Se quedaron dormidos y muri… Salieron del juego. No pudieron cumplir el objetivo de la media noche, ese mismo que la rata de Misterioso intentó evitar que yo cumpliera.
Estaba supremamente confundido.
—¿Y Ruby, Bemsha y Skippy?
—Ruby estaba bien. Supongo estaba muy enojada o triste y nunca bajó. Ellos tres probablemente no pudieron cumplir con el objetivo de la media noche.
—¿Y por qué no bajaron a desayunar?
—Seguramente por vergüenza. Nosotros doce fuimos seleccionados de entre todo el mundo para participar de esto.
—Pero Eronel…
—No te preocupes. Usualmente, nadie muere, literalmente, en la cumbre animal.
—¿Y qué ganan con esto? ¿Por qué ir hasta estos límites de engañar, robar o maltratar a otros humanos?
—El objetivo del juego es muy sencillo.
Rose se levantó y me abrazó, poniendo su cara en mi oreja. Me congelé por su súbito actuar. Básicamente tenía a esta misteriosa mujer, prácticamente desnuda, abrazándome en este desierto lugar. Su voz era melodiosa como melancólica.
—Al ganador se le cumple uno de sus deseos.
«Aquel hotel» —La visita del maestro—
—Buenas tardes, hotel.
Suspiré. Sentado en el incómodo banco de la recepción del hotel que era mi única fuente de ingreso, baja por demás, era bastante común para mi contestar el teléfono unas veinte o treinta veces al día.
—Si, señora, es este el hotel.
Veinte o treinta de aquellas llamadas eran exactamente por la misma razón. Personas curiosas, atraídas por el renombre de mi establecimiento.
—No, señora, él no vive en una de las habitaciones.
Desde que aquel famoso escritor escribió acerca de mi hotel en su primer novela más popular, no ha sido más que mil dolores de cabeza, con mucha gente curiosa preguntándose si él era el dueño del hotel, o si habitaba en él, o si era verdad que había una caída al sótano desde la habitación treinta y cuatro o si él se registraba a menudo con un nombre secreto.
—No, señora, no hacemos visitas guiadas.
Mi hotel era una casona vieja de tres pisos en este pueblo, que mi abuelo decidió remodelar como hotel. En el primer piso tenemos la recepción, un comedor muy sencillo, la habitación de lavandería, la cocina y la habitación donde resido. El segundo y tercer pisos tienen seis habitaciones cada uno, para un total de doce. Las habitaciones del segundo piso comparten dos baños y dos duchas, mientras que todas las del tercero tienen baño privado.
—No, señora, solo permitimos reservaciones, no permitimos alojamientos sin reserva previa.
El escritor aquel era ahora bastante famoso, siempre mencionado a ganar el premio Nobel de literatura cada año. Mi padre aprovechó la nueva fama que él había regalado a nuestro pequeño establecimiento y comenzó a inventar historias acerca de como él se alojaba a menudo, cosa que hasta donde yo sé nunca hizo; mandó a pintar un cuadro con un motivo de no se cual novela de ellas, colgándola en la pared de las escaleras y ocupó una parte de la recepción y comedor con una biblioteca repleta con sus obras en diferentes idiomas, lo que nos hizo estar en deuda por un tiempo, pues sus libros son particularmente caros.
—Entiendo, entiendo. Bueno, ¿para qué fecha le hago la reservación?
Ni siquiera me incliné a revisar el calendario o tomar una pluma. Ya sabía hacia dónde iba esta conversación.
—¿Bueno? ¿Bueno?
Como siempre, colgaban una vez los presionaba para que reservaran. Suspiré fuertemente y volví a mi lectura. “Cumbres Borrascosas” por Emily Brontë, uno de mis favoritos.
No era que le tuviera rabia, no, por el contrario, gracias a la fama del libro, más y más reservaciones se han hecho desde entonces, además del misterio artificialmente implantado por mi padre, y por tanto, esta casa que se iba a caer a pedazos obtuvo una segunda vida. Lo malo era que todo se había vuelto rutinario, aburrido, las mismas llamadas, la misma gente, las mismas personas curiosas simplemente satisfaciendo sus necesidades intelectuales, llamando o viniendo en persona a molestar a este simple gerente de hotel, lavandero, cocinero, conserje y limpiador.
Acepté recibir la administración del hotel hace dos años porque honestamente no tenía nada más por hacer. Nunca terminé mi carrera, me gradué de milagro de mi secundaria y por poco repito dos grados de primaria. Sé leer porque me gusta, pero de resto, para eso son las calculadoras. Ni que hablar de capitales, partes de una planta o de estados del agua.
Aunque recién había comido, me entró un poquito de ansiedad. Pausé mi libro, del cual no había avanzado nada, tomé la cajetilla de cigarrillos que siempre ocultaba bajo el mesón junto con la chispa y me metí en mi habitación para fumar un pitillo y comer alguna galleta. Si alguien viniese, escucharía la campanilla de la puerta.
Mi habitación era un desastre total, toda mi ropa distribuida por el suelo sin razón, un hedor a sudor que no se quitaba por más que abriera la ventana o echara aerosol. En las escasas veces que traía una cita, nos encerrábamos a copular en alguna de las habitaciones del tercer piso, las más costosas y menos ocupadas todo el tiempo.
Eventualmente tenía que limpiar el desastre de la habitación que yo usara para aquellos ilícitos encuentros, pero nunca sacaba el tiempo para limpiar la mía propia, a pesar que mi padre, y el padre de mi padre también se hubieran radicado allí por algún periodo de tiempo. Sin importarme que mi desorden fuera un peligro de incendio, prendí el encendedor y me apresuré a fumar mi cigarrillo. Mi padre me prohibía rotundamente fumar en el mostrador del hotel, pues decía que era una falta de respeto para los huéspedes. No quería perder mi trabajo, así que prefería ocultarme para darme un par de calados.
—Buenas tardes, ¿hay alguien?
Cuando iba por el tercer suspiro, una extraña voz femenina surgió de la recepción. No había escuchado ninguna campana y no había ningún huésped hoy. Saqué las tijerillas que guardaba en la cajetilla y corté la colilla encendida en toda la punta, arrojándola en una lata de cerveza llena de agua. La experiencia ya me había enseñado que hacer, para aquellos casos que mi padre le daba por aparecerse de la nada a hacer “auditoría”.
Apreté el gatillo del aerosol, lo disparé por todos lados y salí despavorido de mi habitación.
—Buenas tardes, ya voy.
Una vez cerré con fuerza la puerta de mi habitáculo, observé a la mujer. Vestía unos pantalones de mezclilla sencillos y una especie de vestido de patrones florales hasta las caderas. Amarrado de su cinto, un abrigo tejido de lana y de su hombro colgado un bolso, un poco más grande de lo que me parecería razonable para su estatura. Un gorro de flores y unas gafas de sol cubrían su cabeza y cara, pero lo que más me cautivó eran sus labios. Eran espectaculares. Teñidos con un rojo brillante, carnosos y atractivos. Nadie en este pueblo, ni en este país, tendría unos labios como estos. Me subió un poco de lujuria.
—Bienvenida, ¿en qué puedo ayudarla?
Mi voz tembló por los nervios.
—Tengo una entrega inmediata para el señor…
Como siempre, el resto del mundo destruía la pronunciación de mi apellido. Los únicos que podíamos pronunciarlo correctamente eran mi abuelo, mi madre, mi padre y yo.
—Si, ese soy yo.
Del bolso, la chica sustrajo un sobre amarillo, un poco más grueso de lo común. Me lo entregó directamente a las manos. El sobre tenía los nombres de mi abuelo y mi padre y pesaba considerablemente, hasta pensé que era un libro. Ella sonrió a cada instante, haciendo que mi atracción a sus labios fuera cada vez mayor.
—Eso es todo.
—¿Y te firmo dónde?
—No será necesario. ¡Qué esté muy bien!
—Claro…
Se dio media vuelta, abrió la puerta, cuya campana de nuevo no repicó, su otrora bulliciosa alerta como congelada por su presencia, y se fue como el aire que se exhala. Reaccioné con mucho retraso. Salí disparado a la puerta, que ahora si hizo un escándalo terrible, y miré a ambos lados. Como un fantasma que se oculta, como un vapor, se había esfumado entre las callejuelas.
Me regresé al mostrador del hotel, paquete en mano. Era un ladrillo en realidad, sólido y macizo. Tomé el auricular del teléfono, y en tanto comencé a marcar el número de la casa de mis padres, me detuve y lo lancé de regreso sobre el receptor. Saqué el abrecartas de una gaveta y de un sólido movimiento le removí la lengüeta.
—¡Santo Dios!
Dentro del sobre, tres fajos compactos de billetes de la más alta denominación de mi país como recién sacados de la imprenta de dinero estaban bien amarrados con sus respectivos precintos. Los saqué del sobre y los puse sobre el mostrador al frente mío. Tomé uno de los fajos y lo revolví como cartas en un casino. Parecían todos billetes reales.
En el sobre solo quedaba una tarjeta de cartón rojo, bien doblada por la mitad, con un sello bastante bonito de color dorado, en un motivo que jamás había visto. Parecía un carnero, rodeado con una corona de laurel. En la frente del carnero, una estrella estaba bien marcada, un poco más hacia la izquierda de su cara. Abrí la tarjeta.
Estimados señores.
Informamos que realizaremos la reunión cuatrienal de nuestro club en su hotel, como siempre. Esperamos que este estipendio sea suficiente pago en avance para la logística del evento.
Este año el maestro llegará dos días antes de la reunión. Por favor preparar la habitación treinta y cuatro durante esos dos días.
Gracias.
Ruby y Eronel
No había más detalles en el sobre o en la tarjeta. Saqué la minuta de huéspedes. No había nada marcado como reserva para los próximos meses. Me agaché y del archivo bajo el mostrador saqué la minuta que correspondería a hace cuatro años, cuando mi padre era aún el administrador del hotel.
Sabía que solo tenía que llamarlo a contarle que había llegado este sobre y él me contaría los pormenores, aunque la última vez que lo llamé por un asunto sencillo casi me arranca la oreja por el teléfono.
Comencé a recorrer los registros, de los cuales eran afortunadamente pocos. Por semana teníamos uno o dos huéspedes, máximo cinco o seis. Enero, febrero, marzo, nada parecía fuera de su lugar. Saqué la calculadora y por cada mes sumé la cantidad de huéspedes. Era más normal tener más clientes durante los meses de descanso y más aún en verano, pero el promedio era bastante ajustado. Excepto en octubre.
Comenzando en octubre quince, y como hasta octubre diecinueve no había ningún huésped registrado en el libro. Intenté recordar si algo especial había ocurrido en ese momento que le hubiera obligado a cerrar el hotel, pero no se me ocurrió nada. Si era el mismo cabecidura que es hoy, posiblemente hasta enfermo o con un hueso salido hubiera abierto el lugar.
Miré el sencillo calendario que teníamos puesto en el mostrador para informarle de la fecha a los huéspedes. Era siete de octubre. Si la tarjeta no mentía y la minuta estaba bien, un tal “maestro” se hospedaría en nuestro hotel en aproximadamente ocho días y tendría que prepararle la habitación treinta y cuatro. Volví a mirar los fajos de dinero. Brillaban con luz propia, como si estuvieran creados específicamente para pagar este evento. Si faltara un billetico de estos, no pasaría absolutamente nada, no cambiaría en nada el evento. La emoción de tener este dinero en manos me comenzaba a causar elación. Jamás en mi vida había visto tanto dinero contante y sonante.
Observé detalladamente los billetes de un precinto. Eran tan perfectos que estaban en orden del número serie, como recién salidos del banco. Saqué uno de ellos del extremo del fajo.
El teléfono sonó de repente. Del susto me embolsé el billete, metí los fajos en el sobre de nuevo junto con la tarjeta y contesté.
—Hola, hotel.
—¿Que hace el vago de mi hijo en este momento?
—Pues, ¿qué más, padre? Vigilando este mugroso edificio.
—El mismo que te da trabajo, mísero vagabundo.
—¿Y bueno, a qué debo el honor, jefe?
Giró la cabeza y tosió bastante fuerte.
—Tu abuelo y yo hemos decidido que es buena idea que te tomes unas vacaciones del hotel.
Jamás imaginé que esta idea viniera de mi padre. Después de tantos años de insistirme hasta el cansancio con que debía heredar el hotel, y de regañarme cuando hacía las cosas con mala gana, ¿y ahora me está sacando de la ecuación tan convenientemente?
—¿Y eso?
—No, nada en especial. Podrías tomarte, no sé… ¿Dos semanas de descanso?
—¿Dos semanas? ¿Con quién demonios hablo? Seguramente no es con mi papá.
—Si, si, comenzando mañana yo regresaré a tomar las riendas del hotel.
Miré el calendario. Mañana caía ocho. Me quería fuera hasta el veintidós de octubre. Era bastante sospechoso que actuara de esta manera.
—La verdad, no quiero descansar… Al menos estoy ocupado en algo aquí en el hotel.
—No, no… Es una orden.
—¿Una orden? ¡Yo soy el encargado del hotel ahora, padre! O, ¿qué ocultas?
—No, nada. Es solo que mereces este descanso.
—¿Acaso es porque el quince de octubre ocurre algo?
Se quedó en silencio.
—¿Una especie de evento que ocurre cada cuatro años?
Tapó el receptor con su mano, como si eso me evitara de escuchar la conversación que ocurría del otro lado. Escuché a mi abuelo responder con su ronca voz.
—Ya lo sabe. Seguro Rose llegó muy temprano con el paquete.
—Maldita sea, no podemos hacer nada. Bueno, ya era hora de contarle.
Destapó el micrófono.
—Ya vamos para allá.
El doce de octubre cerramos el hotel muy temprano. No teníamos ningún huésped, por fortuna. Pusimos un cartel en la entrada que decía que se realizarían obras locativas, en caso que alguien decidiera venir a alojarse sin reservación previa.
Entre mi abuelo, mi padre y yo limpiamos con esmero cada habitación, cambiamos las ropas de cama y usando un plumero, quitamos el polvillo de las paredes además de un par de telarañas que yo juraba no había visto nunca.
El segundo piso fue más fácil de organizar por la sencillez de sus habitaciones. Lavamos y enceramos las escaleras. El mostrador, la cocina, el comedor y cuarto de ropas fueron horribles de limpiar, pues ya estaba entrada la noche. Mientras tanto, mi padre de encargó de la habitación treinta y cuatro. Aparentemente, necesitaba un toque especial, que por más que lo presioné a que me contara nunca lo hizo.
Casi a la media noche del trece, habíamos finalizado la limpieza, a exceptuar mi habitación.
—Padre mío, ¿pero qué es esta pocilga? ¡Vago!
—¡No me molestes! Es mi habitación y así se ha de quedar.
—No, no, no creo que entiendas la situación. ¡La limpias o le prendo fuego a todo esto en la calle!
—¡Pero si es mi cuarto!
—Todo debe quedar incólume, me entendiste. ¡Todo!
Mi padre comenzó a agarrar manojos de ropa bajo sus brazos, empecinado en cumplir su palabra.
—Bueno, bueno, ¡ya mismo ordeno! ¡Qué demonios!
Unas cuatro horas después, había puesto a lavar casi toda mi ropa, organizado y limpiado cada centímetro de mi habitación y su baño anexo, además de haber sacado una gigante bolsa de basura. Era un verdadero milagro que no hubiera una infestación de cucarachas o de algo peor. Estaba tan cansado que no podía dormir. Tomé una ducha como para sacarme toda la grima del día, y en tanto salí y observé mi habitación, sentí como si me hubiera transportado a otra dimensión. Jamás había visto mi habitación así de ordenada en mucho tiempo. De hecho, sentí que no era mi cuarto.
Me vestí con uno de los dos conjuntos de ropa que dejé sin lavar y salí. De nuevo, ver el resto del hotel así ordenado me parecía increíblemente artificial. En el mostrador, ya incólume, mi padre y mi abuelo hacían algo.
—¿Y bueno? Ya todo parece en orden.
Mi padre tenía un libro, como una minuta, de cubierta roja en su mano. La cubierta parecía de un cuero suave, y tenía grabado en color oro el mismo detalle de la tarjeta roja que recibí unas semanas atrás. Después de limpiarlo con esmero lo puso en el mostrador en el mismo lugar dónde el normal libro de huéspedes se mantenía. Ni señas de dónde estaba el regular.
—Uf, ¿y eso?
—Es el libro de huéspedes. No le prestes mayor atención.
—Ponte esto.
Mi abuelo me tiró una bolsa de plástico.
—Será lo único que te pondrás por los próximos días.
La abrí. Era un conjunto de ropa bastante formal, pantalones largos de hilo azules, una camisa de vestir blanca que iba hasta los puños y un chaleco negro de lino. Había una corbata de un color carmín bastante brillante.
—¿De veras?
—Ve y cámbiate. Es necesario. Nosotros haremos lo mismo.
Por alguna razón el conjunto era de mi talla, y me quedaba perfecto. Jamás me había vestido de aquella manera en toda mi vida, ni cuando hice los ritos de la iglesia. Me sentía muy poco natural. Con cada cosa que había pasado, el hotel se sentía innatural de por si. Salí de mi habitación con la corbata en la mano.
—No pude ponerme el yugo.
En la recepción, con la negrura de la noche como fondo detrás de la puerta, un señor bajo, por ahí de cinco pies y medio de altura, conversaba con mi progenie. Vestía un gabán largo de color azul real, unas gafas oscuras y cabello y barba mal cuidadas. Mis progenitores estaban inmaculadamente vestidos y se comportaban con seriedad y respeto. Me embutí la corbata en el bolsillo trasero del pantalón.
—Ah, perdón.
—Oh, it was about time you got out.
Mi padre hablaba en fluido inglés. Yo estaba anonadado. Él jamás se había interesado en otra cosa que no fuera dinero, y me entero apenas hoy que es capaz de hablar inglés casi como un nativo. Mi boca se quería desencajar ante esta revelación.
—Please excuse the crudity of my son, master. He will be helping us out starting today.
Mi padre apuntó hacia mí, la mirada del extraño tipo congelándome.
—Nice to meet you.
Mi inglés no era pobre, pero no lo había practicado en varios años. No sabía que más decir.
—I’m going to make sure he behaves accordingly.
El tipo se sonrió. Sus dientes eran un poco amarillos y medio desordenados.
—Leave him be.
Se acercó a mi, sus piernas como flotando sobre el aire.
—Nice to meet you. I’ll be in your care starting today.
Intenté interpretar sus palabras. Era como si hubieran entrado por un oído y salido por el otro. Me extendió la mano.
—Samewise, sir…
Le di un apretón de manos. Comencé a tartamudear.
—Glad to be of help. Let me know if you need anything.
—Surely I will.
Se sonrió, me soltó y se dio media vuelta. Yo estaba asfixiándome. Mi padre continuó.
—Your room is ready. My son will carry your stuff there.
Por primera vez en años sentía que había valido haber comenzado enseñanza de la lengua inglesa en la universidad.
—Thank you. Let’s go at once. I’m a little tired.
Corrí a su lado, y mi padre me entregó la llave, que ahora llevaba una ficha de color rojo con el mismo grabado en uno de sus lados. La metí en un bolsillo del chaleco, levanté sus dos maletas y adelantándome rápidamente a él comencé a escalar al tercer piso. Una de ellas parecía completamente vacía, insustancial.
—This way, sir.
—Thank you, young man.
Mientras subíamos, noté que la extraña pintura que mi padre había mandado a hacer era sutilmente diferente. Parecía menos una obra hecha de óleo y más como si fuera una ventana al otro lado de algún lugar. Hasta podía jurar que el carnero allí retratado seguía mi mirada y masticaba el prado pasivamente. Una vez seguimos por los vuelos al tercer piso, la vieja madera crujiendo bajo mis pasos, el señor musitó en voz baja.
—Es bonito volver a este lugar intemporal y además ver caras nuevas.
Me sorprendió de inmediato. Mi voz lo reflejó.
—Usted habla…
—Desde tiempos inmemoriales.
—Y entonces, ¿el inglés?
—Ah, es algo… Ceremonial, dejémoslo en ese término.
—Disculpe que le diga, aquí están pasando…
Se sonrió con calma.
—Ah, jajaja, joven, es mejor no cuestionarse lo que a prima facie se observa.
Caminamos hacia la puerta de la habitación. Descansé las valijas, sustraje mi llave del bolsillo y la abrí haciendo un sordo clic. Guardé de nuevo la llave, tomé las maletas y me adentré en el oscuro espacio.
Activé el interruptor. ¿Cuántas veces había usado esta habitación para mis actividades fortuitas? No lo recordaba. Lo único que sabía era que esta definitivamente no era la misma habitación. Se veía diferente, ordenada, quizás como una especie de altar. El papel de colgadura de color crema se veía inmaculado, quizá hasta como nuevo. Las ventanas firmemente selladas, las cortinas azules limpias, la cama en un estado perfecto y la alfombra, que otrora me hubiera parecido desgastada y hasta de mal gusto, era ahora lanuda y bien cuidada. En una mesa a una esquina, una botella con lápices bien afilados, una pila de papeles, una pila de hojas de cartón, muy parecidas a la tarjeta que recibí con el dinero, una lámpara y una máquina de escribir.
Jamás en mis dos años aquí había visto tal aparato. O para tal efecto, jamás había visto esta habitación en este estado. Salí de mi estupor y me giré a nuestro huésped.
—Adelante, señor.
—Gracias, joven.
—Por favor háganos saber si necesita algo más. Allí está el telé…
—Ah, es increíble ver esta pequeña habitación, tal y como cada cuatro años. La conozco como conozco los vellos detrás de mi mano.
—Así que usted se ha…
—Desde hace muchísimos años.
Suspiró con fuerza. Yo me hice a un lado y comencé a caminar hacia fuera. Saqué las llaves de la funda y se las entregué en la mano.
—Entendido. Aquí sus llaves. De nuevo, déjenos saber si necesita cualquier cosa. Estaré en la recepción.
—Claro que si, joven.
En tanto iba a cerrar la puerta a mis espaldas, el tipo puso su pie para bloquearla.
—Ah, antes que se me olvide. Su padre ya sabe a que horas prepararme el desayuno, la comida y la cena. Le pido que por favor usted me las traiga, ¿bien?
Se me hizo extraño el encargo del huésped, pero no había razón para negarme.
—Entendido, señor.
—Además, hemos de conversar un poquito en aquellas ocasiones, ¿le parece? Como para conocernos.
Asentí.
—No hay problema conmigo.
Se sonrió de nuevo.
—Que sea nuestro pequeño secreto. Nos vemos en un par de horas.
—Así será. Le deseo una buena estadía.
—Así será.
Quitó su pie y extendió su mano como para darme algo. Yo puse la mano para recibirlo. En mi palma, una extraña y brillante moneda, gruesa y grande, de un lugar o país que desconocía, había caído suavemente.
—Por las molestias.
—Oh, no es molestia, señor.
La moneda era dorada y muy brillante, como un espejo casi. La deposité en mi chaleco. Hice una corta reverencia.
—¡Qué descanse!
—Gracias.
Cerré la puerta con rapidez pero sin hacer ruido, y me comencé a retirar lentamente hacia las escaleras. Bajé a la recepción. Mi abuelo ya no estaba.
—¿Y el pá?
—Se fue para la casa a dormir.
—¿Qué demonios está pasando acá?
—Mira, primero… Organízate el uniforme que pareces un puerco. Luego, desde hoy van a comenzar a pasar muchas cosas extrañas en este lugar. No te debes asustar, tómalo con tranquilidad.
—¿Cómo cosas extrañas?
—Ya lo verás.
—No me convence tu respuesta.
—Todo lo que diga el maestro, lo debes hacer. No te puedes negar.
—¿Perdón?
—Lo que sea.
—¿Y quién se cree él que es?
—Lo que sea. Ellos pagan el dineral que pagan para que se haga lo que él pida.
—¿Ellos?
—¡Preguntas mucho!
—¡Pues claro!
Ya estaba hasta la coronilla de verdades a medias.
—Lo único que necesitas saber es… Su voluntad es inescrutable, tu limítate a hacer lo que él pida. Yo me encargaré de sus comidas.
—Ah, respecto de eso… Me ha dicho que él quiere que yo se las suba.
Mi padre abrió sus ojos.
—Es imposible.
—Sí, así me dijo.
Mi padre se le notaba tenso, casi preocupado. Suspiró con fuerza y se mandó la mano a la frente, frotándosela como si se hubiera dado un golpe.
—Ve y duerme un rato… Yo te aviso cuando sea hora.
—Pero tengo más preguntas…
—¡Qué te vayas a dormir! Aprovecha, de ahora en adelante el hotel es tu responsabilidad, ¿entendido?
—Yes, sir!
Me carcajeé un poco. A mi padre se le notaba que iba a soltar humo.
—¡Y te burlas!
—Jamás, en mis veinticinco años te había escuchado hablar en inglés… ¿Y ahora? Mejor dicho, márcame como sorprendido.
Se giró para hacerse el digno.
—Jamás necesité de hablar en inglés contigo ni tu madre. Lo aprendí en el instituto y cuando estudié hotelería. Y soy muy bueno con él.
—En eso si tienes toda la razón.
Botó el aire de sus pulmones como si fuera un toro enojado.
—Voy a dormir, padre. Llámame si al “maestro” se le ofrece algo.
—Descansa entonces, hijo. Se viene una semana bastante pesada.
Como cinco horas entrado en sueños, escuché el golpeteo de la puerta. Me levanté de la cama como un resorte. Antes de acostarme había extendido el uniforme sobre una silla para evitar que se arrugara.
—Hijo, es hora del desayuno. Hay que llevarlo al maestro.
Me vestí con rapidez, me pasé la mano por mi cabello y, verificando que todo estuviera en orden, abrí la puerta. Del otro lado, mi padre, ya un poco ojeroso, me extendía una bandeja de plata, que jamás había visto, con la marca del carnero en cada una de sus esquinas, y un plato de borde de hoja de oro con una tostada gruesa pero suave, unos huevos fritos muy apetitosos y un tocino delgado que se veía muy agradable. Los cubiertos igualmente eran de plata, y por un lado un vaso alto y brillante con jugo de naranja y una taza de café negro y profundo, tres cubitos de azúcar envueltos en papel dispuestos a un lado.
—Jamás había visto esto.
—No preguntes más y ve. Toca la puerta, exclama que llegas con el desayuno, se lo entregas y ya. Luego, unos treinta minutos después vuelves por la bandeja, y te retiras sin decir nada, ¿me entiendes?
—Eh, pero…
Recordé que me había pedido que lo guardara como secreto. Me tragué las palabras.
—No has de molestarlo. Él viene aquí con absoluta reserva y con la intención de no ser molestado.
—Voy.
—Apenas bajes, te toca manear el hotel. Él será nuestro único huésped por dos días, así que espero que no tengas líos. Yo regresaré a la casa a dormir. Tu abuelo vendrá a eso de las once a preparar la comida y la cena. Ayúdale en lo que él necesite, aunque como es de cascarrabias no pedirá nada.
Me reí un poco.
—Está bien. Subo.
Recibí la bandeja y comencé a subir las escaleras con cuidado. Mi padre se quedó en la parte de abajo observándome. La pintura continuaba mirándome, masciticando el pasto silenciosamente del otro lado del marco. Incluso creía sentir su aliento mientras subía.
—Recuerda, háblale en inglés.
-Uhum.
Cuando ya iba en las escaleras al tercer piso, escuchaba el inconfundible sonido de una máquina de escribir, los tipos golpeando ajetreados contra el papel y el rodillo, dejando su marca indeleble. Emergía como un compás, un ritmo caótico. Comencé a andar con esa cadencia por inercia, atraído por su acelerado tintineo. De vez en cuando una campanilla se disparaba seguida de un ajetreo unos segundos después.
Como llamado por mi intrusión, aunque estaba a una puerta de distancia, el ritmo se detuvo y la puerta se abrió por anticipado. Una vez me aproximé, toqué a la puerta, precariamente balanceando la bandeja en uno de los brazos.
—Sir, your breakfast is ready.
—Adelante, adelante.
Empujé la puerta con el brazo. Del otro lado, una hoja de papel sobresalía un poco de la máquina de escribir, con otras hojas dispersas por el suelo y la cesta de papel ya rebosando con hojas arrugadas.
—Perdón por el desorden, apenas me senté me puse a escribir.
Me giré a verle. Se había sentado en la cama, el gabán colgado de un gancho en la pared, las gafas oscuras encima de la mesa de noche. Parecía de unos setenta años, las arrugas demarcando sus múltiples expresiones, la barba maltratada y un intento de bigote dándole más carácter.
—¿Es usted…?
Se puso el dedo en los labios y me silenció. Me acerqué a él y le pasé la bandeja con el desayuno. La miró extasiado y extendió su mano, apuntando a la silla al frente de la máquina de escribir.
—Siéntate allí y hablemos.
—La verdad es que no debería…
—¿No habíamos quedado que íbamos a hablar? Adelante, estamos en confianza.
Me dirigí a la silla.
—Ah, primero, si no es molestia, ¿podría cerrar la puerta?
Asentí, la cerré y me senté. El señor comenzó a comer bastante animado. Yo me sentía fatal.
—¿No debería sentarse usted acá? Debe estar incómodo.
—No, no, no… Yo estoy bien aquí.
Aclaró su garganta.
—Bueno, joven. Cuénteme… ¿Cuál es su comida preferida?
La pregunta me sacó de contexto.
—¿Perdón?
—Así es… Si pudiera comer algo por el resto de tu vida, ¿qué sería?
Sin pensar, la respuesta salió disparada.
—Queso y mariscos.
—Muy bien, muy razonable.
—No, no…
—Sin retractarse.
—Si pudiera irse ya mismo para algún lugar, ¿qué lugar escogería?
Perdí la paciencia.
—¿Por qué me pregunta estas cosas?
—Solo quiero llegar a conocer mi anfitrión. Es algo normal.
—¿Preguntándome ese tipo de cosas?
—Ve, joven, soy un escritor. Yo intento buscar inspiración en todo y todos.
—Así que usted es el famoso escritor aquel… El que hizo famoso este hotel.
Se encogió de brazos. Me levanté de la silla y levanté un poco la voz.
—Por su culpa, tengo que contestar todos los días de veinte a treinta llamadas de gente preguntando por usted, por sus libros, de visitas guiadas, de cosas que jamás preguntaría un ser humano normal y funcional. ¡Me tiene harto esto!
Una vez saqué esto del sistema, me di cuenta que había sido increíblemente grosero.
—¡Perdón, señor, he hablado más de lo normal!
Se carcajeó un poco mientras sostenía la taza como brindando.
—En su lugar yo diría lo mismo, joven. Estaría harto. Pero, le hago una pregunta. Un hotel como este, pequeño, en una villa alejada de todo y de todos, pequeña, de unos cientos de habitantes y con escasos atractivos turísticos, más que rebaños de ovejas y una incipiente industria de lana… ¿Podría sobrevivir razonablemente?
Un ratón se tragó mi lengua.
—El panadero le cuece el pan a sus mismos conterráneos. El sastre fabrica o remienda la ropa de sus vecinos. El policía sabe más de la vida de todos los habitantes que de su propia vida. Todos tienen casa y techo en sus cabezas. ¿Quién se alojaría en este recóndito hotel, si no un curioso mochilero que ha llegado acá por suerte? Hasta él sabría que podría dormir en la banca del parque del pueblo y nadie pestañearía por él. ¿Cómo sobreviviría?
Tomó un sorbo de jugo.
—No sobreviviría.
—Y aún así, lo hace.
Tomó la bandeja y me la entregó.
—Estaba fantástico. Mis felicidades al cocinero.
Los platos estaban limpios, la taza de café casi impecable. El vaso contenía aún dos o tres sorbos de jugo de naranja. Se la recibí. Mi cabeza aun daba vueltas. Para intentar reiniciarme, pregunté algo estúpido.
—¿No le gusta el jugo de naranja?
El señor se montó en la cama, inclinándose contra la cabecera.
—Estoy lleno ya. Vaya pensando en la respuesta a mi pregunta. Nos vemos al almuerzo.
Mi cabeza se sentía pesada, como si alguien la hubiera rellenado de varios ovillos de lana. Tomando la bandeja con una mano, abrí la puerta y me retiré.
—Con su permiso.
La cerré detrás mío y me alejé con rapidez, como huyendo. Desde mi ángulo la puerta del cuarto treinta y cuatro se veía peligrosa, como la puerta a un agujero negro.
Mi padre cabeceaba en la recepción. Cuando me escuchó bajar, se levantó con rapidez.
—Dios mio, ¿dónde demonios te metiste? ¿Diez minutos para llevar un desayuno?
No había notado que tanto tiempo había ocurrido.
—Estuve hablando con…
—Dios mío, no hagas eso.
—Pero él…
—Es una persona muy ocupada y no le puedes robar su tiempo.
Suspiré.
—Ve a dormir, parecías un trapo tirado en esa silla.
—Si solo mi hijo no se hubiera demorado tanto. Me voy.
—¡A dormir!
Mi papá comenzó a arrastrar sus pies saliendo de la recepción y hacia el sol al otro lado.
Mi abuelo preparó la comida y la cena juntas, y me dio específicas instrucciones de como servirlos y llevarlos. Apunté todo en un cuaderno. Me indicó que el almuerzo se le sube a la una y quince, y la cena a las siete. Yo no quería volver a interactuar con el señor, pero al final era mi trabajo.
A la hora del almuerzo, todo parecía una repetición del desayuno. El golpeteo de la máquina de escribir en el pasillo, quedándose en silencio en tanto yo estaba a una puerta de distancia y la puerta abriéndose por adelantado. Como era mi costumbre, la golpeé.
—Adelante, adelante.
—Con su permiso.
El suelo estaba aún más lleno de papel por todos lados, la pila de papel estaba considerablemente reducida. Le entregué la bandeja como en la mañana.
—Me retiro.
—No, no, tome asiento por favor, joven.
Suspiré.
—Perdón, señor, pero de verdad tengo que regresar a mis actividades.
—Cinco minutos, nada más. Además, si no estoy mal, soy el único huésped aquí.
Cerré la puerta, me senté en la silla y rasqué mis ojos.
—Está bien.
—¿Pensó la respuesta a mi pregunta?
—La playa. Ibiza.
—Oh, no es mala respuesta. Nunca he estado allá. ¿Ha estado usted allá?
—En mis vacaciones del primer año de universidad.
—¿Muchas emociones desenfrenadas allá?
—Los primeros días. Jamás había bebido, fumado y tenido tanto sexo en mi vida. Estuve dos días seguidos simplemente haciendo lo que quisiera. En la mañana del tercer día me desperté en un lugar desconocido con una pila de gente desnuda y drogada. Desde ese momento solo quería estar en la playa tumbado, descansando el tufo y no pensando en nada más.
Se sonrió.
—¿Quisiera volver ahora?
Suspiré de nuevo.
—No sería mala idea, pero ahora en realidad cualquier playa sería una buena idea. ¿Y usted, ha estado en la playa?
—Claro que si. Muchas diferentes. Te recomiendo Saint-Tropez. No es tan desenfrenada como Ibiza, pero es muy bonita.
—Gracias por la recomendación.
El tipo ya casi había acabado con su comida.
—Bueno, y si pudiera, ¿con quién iría a este lugar?
Mi mente se quedó en blanco un par de minutos. Era cierto que tenía relaciones con varias mujeres, pero ninguna que pudiera decir que es tan cercana como para ir a aquel lugar conmigo. Mi mente me mostró a la mujer de labios rojos y carnosos que vino a entregarme el sobre. ¿Cómo le había llamado mi padre tras el teléfono? ¿Rose?
—La verdad no tengo a nadie.
—Seguro que si tiene a alguien en mente.
Negué con la cabeza.
—Nadie viene en mente.
De nuevo, su sonrisa característica.
—¿Que tal si piensa un poco más y nos vemos en la noche? De nuevo, felicidades al cocinero.
Estiró la bandeja hacia mi. Comía con velocidad. Me levanté de la silla y la recibí. Igual que en la mañana, se subió a la cama y se sentó con su espalda a la cabecera de la cama.
—Con su permiso.
—Bien pueda.
Abrí la puerta, salí y la cerré. De nuevo sentía como me tambaleaba un poco. Ya bajando las escaleras, tuve que caminar agarrado del pasamanos. No era natural. Quizá había agarrado algo.
Una vez deposité los platos en la cocina, me dirigí a mi habitación y me acosté un momento. Quizá era la falta de sueño o quizá eran mis interacciones con el tipo este, pero estaba muy mareado. Además, no podía dejar de pensar en la chica de los labios rojos, su vestido de flores, su pantalón suelto, su gorro, gafas oscuras y su gran bolso. Conecté la extensión del teléfono, cerré los ojos y dormí plácidamente por un par de horas.
—Dígame, ¿pensó en que persona se llevaría para Ibiza o Saint-Tropez?
—Sigo sin escoger…
Suspiró.
—Bueno, no me diga nombres o detalles muy personales, quizá un par de características bastan.
—Labios rojos y carnosos. Como de mi altura. Sonrisa y actitud misteriosa.
Salió de mi pecho atropellado.
—Entendido. ¿Alguna mujer de su vida?
Aclaré mi garganta.
—No, solo un par de detalles aleatorios que se me ocurrieron en este momento.
—Bien. Cambiemos de tema. ¿Algún autor que le guste? Ya se que mi nombre no es, así que dígalo con toda franqueza.
Pensé un momento.
—Las hermanas Brontë, especialmente Anne. Y Charles Dickens.
Aplaudió fuertemente.
—Oh, humanista, me gustan sus elecciones.
—¿Por qué la mayoría de autores celebrados mueren tan temprano en su vida?
—En realidad es más un caso en el cual las circunstancias de la salubridad en ese entonces no eran las más adecuadas. Y Dickens vivió casi hasta los sesenta.
—¿Algún sabor para su torta de cumpleaños?
—Selva negra, con una buena botella de Guinness al lado.
—Jajaja, ¡conoce bien sus cervezas!
—No soy una enciclopedia pero al menos conozco algunas.
—Yo solía tomar mucha cerveza, pero con la edad ya no me lo recomiendan. Ahora mi vicio es escribir y correr.
—¿Correr?
—Así es, correr y correr, como si no hubiera final al mundo.
—Pues en teoría el mundo es un globo, así que uno podría correr y correr, a exceptuar los mares.
—¡Me gusta su forma de pensar!
—Y eso que los mares también se pueden trasegar, se monta en un barco en un puerto y emerge del otro, aun corriendo.
Comenzó a dar unas carcajadas que me obligaron a sonreír. Seguí bromeando.
—Y si es en un crucero, uf, una delicia, puede correr mientras está en la piscina, echarse un nado aún corriendo, o recorrer todos los pasillos corriendo.
El señor continuaba riéndose con fuerza. Me levanté para sostenerle la bandeja, pero me detuvo con la mano.
—Tranquilo. Tranquilo.
Resoplaba con franqueza. Yo seguía sonriendo por su reacción.
—Disculpas, disculpas.
—No, no, nadie me había hecho reír tanto en mucho tiempo. Es usted todo un personaje.
Sonreí.
—Gracias.
Me extendió la mano boca abajo de nuevo, como si me entregara algo.
—Oh, no, no es necesario.
—Vamos, acéptala.
Suspiré y puse la mano. El señor dejó caer en mi palma otra de aquellas monedas. Igualmente, era una moneda brillante, gruesa y grande, de color plateado, con inscripciones que desconocía. La deslicé en mi bolsillo.
—¿Casarse o no casarse?
—La soltería me va mejor.
—¿Hijos o no?
Me persigné por inercia.
—Sin hijos, por favor.
El señor se volvió a carcajear.
—Hombre pero, ¿cuál es el lío con tener hijos?
—Pues si no me quiero casar… Básicamente es no tener familia.
—¿Cuántos de sus encuentros amorosos no habrán terminado en un hijo no planificado?
—Ninguno, espero.
—¿Y si llegara alguien que le hiciera cambiar de parecer?
—Pues tendría que intentarlo muy muy fuertemente.
El señor me hizo un guiño, trucó sus dedos y luego me apuntó con el índice. No entendí por qué lo hizo hasta que analicé lo que dije. Sentí que me subió calor en las mejillas.
—Ah, no, ¡no me refería a eso!
Se reía sin compasión. Al menos le causaba gracia.
—Y acerca de aquella persona con la cual compartir las playas de Francia…
—Sin comentarios.
—Está bien. ¿Qué le gustaría hacer en vez de estar cuidando este hotel? ¿A qué se dedicaría?
—Me va a creer tonto, pero me encantaría escribir.
Frunció el ceño.
—Si le dijera tonto me estuviera disparando a mi mismo pie, ¿lo sabe?
—Lo sé, pero es que es tan competitivo, todo el mundo escribe hoy en día.
—Pues no necesita compararse con nadie más. ¡Escriba! ¡Escriba! Mínimo alguien estará dispuesto a leerle.
Lo pensé por un momento, tenía la razón. Este hotel me permitía tener tiempo suficiente para ponerme a escribir, mientras lo cuido. Me giré a ver la máquina de escribir. Si mi padre la puso antes de la llegada del señor, posiblemente estaba en el hotel previamente. No sé de dónde salió, pero debía estar.
—Es una máquina maravillosa. Su abuelo y su padre me la han cuidado por años. Y aun, hoy, solo puedo lograr inspiración si escribo en ella.
—¿Eso significa que usted saca un libro cada cuatro años?
Se sonrió.
—En absoluto, yo no escribo toda la historia aquí. Comienzo las ideas, saco mi inspiración. La máquina, el hotel, la ciudad me transmiten esa inspiración que necesito. Es posible que termine una historia corta en mi corta estancia, pero una novela, no hay riesgo.
Me estiré hacia la mesa y presioné la barra espaciadora. La máquina hizo un ruido espectacular, como si estuviera atenta, presta a moverse, a escribir lo que yo quisiera bajo mi control. Por alguna razón me dio mucha satisfacción.
—¿Ya ves?
Ya entrada la noche del segundo día, subía yo con dos cruasanes recién horneados de la panadería del pueblo y un sorbete que había preparado mi abuelo. Me sorprendió no escuchar el ruido de la máquina de escribir cuando iba por el segundo piso. Observé que la puerta ya estaba entreabierta en tanto vislumbré el pasillo del tercer piso. Una vez llegué, la golpeé suavemente.
—Buenas noches, traigo su cena.
—Adelante, adelante.
Abrí la puerta en su totalidad, descubriendo al escritor empacando una de sus valijas con su ropa. La resma de hojas y todo el papel desperdigado que había visto el día anterior habían desaparecido. Hasta la basurera estaba limpia, cuando ayer era un cerro de bolitas de páginas arrugadas. Puse la bandeja en la mesa.
—¿Ya se va? ¿Puedo ayudarlo?
—Oh, no, no, en absoluto. Siéntese, por favor.
Meticulosamente doblaba las prendas y las depositaba en la maleta.
—Si, esta es mi última noche en este lugar, desafortunadamente. ¿Me extrañará?
Aunque su expresión encerraba un poco de broma, sentí que iba a ser así.
—Si, señor, un poco.
Se sonrió.
—Y pensar que el muchacho me odiaba.
Comenzó a dar sus acostumbradas carcajadas. Yo me reí un poco.
—Pues todavía no lo perdono del todo.
Siguió riéndose.
—Has hecho de mi visita un evento especial.
—Y mi padre estaba preocupado que yo iba a consumirle tiempo de su ocupada agenda.
—En absoluto, yo mismo te pedí que me hicieras compañía.
El hombre buscó algo en su maleta. Era una botella hermosa con unos patrones detallados, como flores y ramas de un árbol, con un líquido anaranjado de un color muy vivo.
—¿Sabes qué? Ve a la cocina y traenos dos copitas. Vamos a celebrar una nueva amistad.
—No podría, señor, además, tengo que seguir en mis labores.
—¡Es solo una copita! No me digas que con un traguito de umeshu vas a quedar tendido en el suelo.
No conocía esa bebida, pero hace años había tomado tres tragos de vodka sin refinar y había caminado ocho millas después completamente sobrio.
—Está bien, ya regreso.
Salí trotando y bajé con rapidez las escaleras. Fui a la cocina y busqué lo más remotamente parecido a unas copas. Encontré una cajita de madera que contenía un jarrito pequeño de cerámica y cuatro platillos con escritura asiática en ellos. Lo subí corriendo de regreso.
—Encontré esto, señor.
El hombre lo revisó y asintió.
—Oh, ochoko! Recuerdo esto. Tu abuelo lo compró para mi hace muchos años. No es para tomar umeshu, si no sake, pero servirá.
El señor abrió el sello y sirvió un poco del trago en uno de aquellos platillos. Me lo entregó, y luego se sirvió. El olor de la bebida era delicioso, bastante fuerte en alcohol, pero dulce y aromático.
—¡Salud!
—¡Kampai!
Bebí el trago. En el fondo del platillo encontré una moneda de bronce, como del mismo tamaño de las que anteriormente me había dado. La tomé entre mis dedos.
—¿Y esto?
—Es mi último regalo antes de partir.
Tenía entonces tres monedas, una dorada, una plateada y una de bronce, todas muy brillantes y elegantes, con unos grabados que jamás había visto en mi vida.
—Señor, me honra con sus regalos.
—Son solo unas baratijas de mi país natal. Y bueno, ¿me vas a dejar en la duda con lo de aquella pareja con quien ir a la playa?
Me reí con franqueza.
—Queda como secreto hasta su regreso.
—No, hombre, ¿cómo me vas a dejar en suspenso?
—Compromiso de regresar. Así como los autores dejan a sus lectores con las secuelas.
Mis párpados se comenzaron a sentir pesados.
—Estoy muy seguro que verás a la persona que tienes en mente muy pronto.
—¿Será?
—Muy seguro.
Desperté en mi habitación en el primer piso. En mi bolsillo estaban las tres monedas que el escritor me había dado. Miré mi reloj de pulsera, eran las siete de la mañana. Me levanté con velocidad y subí los vuelos de escaleras al tercer piso. Me dirigí a la puerta de la habitación donde se hospedaba el escritor. Toqué, pero nadie me respondió. Toqué nuevamente con mayor fuerza, pero nada ocurrió.
—Señor, ¿se encuentra bien?
Tomé la llave maestra, un poco asustado, y abrí. La habitación estaba en penumbras. Al encender la luz, noté que el escritor no se hallaba, ni sus valijas estaban. Solo quedaba la máquina de escribir, el plato y el vaso del tentempié nocturno y una pila de tarjetas color rojo al lado de esta. Y encima de todas ellas una nota manuscrita.
Estimado gerente.
Unas personas buscarán estas tarjetas pronto. Haga el favor de entregarlas a la persona que se identifique como Eromel, y por nada en absoluto permita que alguien, ni siquiera usted, las lea antes que Eromel. Muchas gracias por una estadía maravillosa.
Estuve dos minutos rascándome la cabeza. Las tarjetas estaban bien cerradas, como con un adhesivo, y estaban numeradas en la parte exterior. Tenían el mismo sello en hoja de oro que la nota que me entregó la chica de los labios gruesos y rojos.
El teléfono comenzó a sonar en la recepción. Agarré el plato y el vaso, los saqué al umbral de la puerta, tomé el paquete de tarjetas y las metí en mi bolsillo, apagué la luz, cerré la puerta y bajé con toda velocidad a levantar el receptor. Sin aire ya, contesté.
—Buenos días, hotel.