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El joven heredero de un hotel, reconocido por su aparición en las novelas de un autor famoso, se lamenta por su suerte y nota que cosas extrañas pasan a su alrededor.
«Aquel hotel» —La visita del maestro—
—Buenas tardes, hotel.
Suspiré. Sentado en el incómodo banco de la recepción del hotel que era mi única fuente de ingreso, baja por demás, era bastante común para mi contestar el teléfono unas veinte o treinta veces al día.
—Si, señora, es este el hotel.
Veinte o treinta de aquellas llamadas eran exactamente por la misma razón. Personas curiosas, atraídas por el renombre de mi establecimiento.
—No, señora, él no vive en una de las habitaciones.
Desde que aquel famoso escritor escribió acerca de mi hotel en su primer novela más popular, no ha sido más que mil dolores de cabeza, con mucha gente curiosa preguntándose si él era el dueño del hotel, o si habitaba en él, o si era verdad que había una caída al sótano desde la habitación treinta y cuatro o si él se registraba a menudo con un nombre secreto.
—No, señora, no hacemos visitas guiadas.
Mi hotel era una casona vieja de tres pisos en este pueblo, que mi abuelo decidió remodelar como hotel. En el primer piso tenemos la recepción, un comedor muy sencillo, la habitación de lavandería, la cocina y la habitación donde resido. El segundo y tercer pisos tienen seis habitaciones cada uno, para un total de doce. Las habitaciones del segundo piso comparten dos baños y dos duchas, mientras que todas las del tercero tienen baño privado.
—No, señora, solo permitimos reservaciones, no permitimos alojamientos sin reserva previa.
El escritor aquel era ahora bastante famoso, siempre mencionado a ganar el premio Nobel de literatura cada año. Mi padre aprovechó la nueva fama que él había regalado a nuestro pequeño establecimiento y comenzó a inventar historias acerca de como él se alojaba a menudo, cosa que hasta donde yo sé nunca hizo; mandó a pintar un cuadro con un motivo de no se cual novela de ellas, colgándola en la pared de las escaleras y ocupó una parte de la recepción y comedor con una biblioteca repleta con sus obras en diferentes idiomas, lo que nos hizo estar en deuda por un tiempo, pues sus libros son particularmente caros.
—Entiendo, entiendo. Bueno, ¿para qué fecha le hago la reservación?
Ni siquiera me incliné a revisar el calendario o tomar una pluma. Ya sabía hacia dónde iba esta conversación.
—¿Bueno? ¿Bueno?
Como siempre, colgaban una vez los presionaba para que reservaran. Suspiré fuertemente y volví a mi lectura. “Cumbres Borrascosas” por Emily Brontë, uno de mis favoritos.
No era que le tuviera rabia, no, por el contrario, gracias a la fama del libro, más y más reservaciones se han hecho desde entonces, además del misterio artificialmente implantado por mi padre, y por tanto, esta casa que se iba a caer a pedazos obtuvo una segunda vida. Lo malo era que todo se había vuelto rutinario, aburrido, las mismas llamadas, la misma gente, las mismas personas curiosas simplemente satisfaciendo sus necesidades intelectuales, llamando o viniendo en persona a molestar a este simple gerente de hotel, lavandero, cocinero, conserje y limpiador.
Acepté recibir la administración del hotel hace dos años porque honestamente no tenía nada más por hacer. Nunca terminé mi carrera, me gradué de milagro de mi secundaria y por poco repito dos grados de primaria. Sé leer porque me gusta, pero de resto, para eso son las calculadoras. Ni que hablar de capitales, partes de una planta o de estados del agua.
Aunque recién había comido, me entró un poquito de ansiedad. Pausé mi libro, del cual no había avanzado nada, tomé la cajetilla de cigarrillos que siempre ocultaba bajo el mesón junto con la chispa y me metí en mi habitación para fumar un pitillo y comer alguna galleta. Si alguien viniese, escucharía la campanilla de la puerta.
Mi habitación era un desastre total, toda mi ropa distribuida por el suelo sin razón, un hedor a sudor que no se quitaba por más que abriera la ventana o echara aerosol. En las escasas veces que traía una cita, nos encerrábamos a copular en alguna de las habitaciones del tercer piso, las más costosas y menos ocupadas todo el tiempo.
Eventualmente tenía que limpiar el desastre de la habitación que yo usara para aquellos ilícitos encuentros, pero nunca sacaba el tiempo para limpiar la mía propia, a pesar que mi padre, y el padre de mi padre también se hubieran radicado allí por algún periodo de tiempo. Sin importarme que mi desorden fuera un peligro de incendio, prendí el encendedor y me apresuré a fumar mi cigarrillo. Mi padre me prohibía rotundamente fumar en el mostrador del hotel, pues decía que era una falta de respeto para los huéspedes. No quería perder mi trabajo, así que prefería ocultarme para darme un par de calados.
—Buenas tardes, ¿hay alguien?
Cuando iba por el tercer suspiro, una extraña voz femenina surgió de la recepción. No había escuchado ninguna campana y no había ningún huésped hoy. Saqué las tijerillas que guardaba en la cajetilla y corté la colilla encendida en toda la punta, arrojándola en una lata de cerveza llena de agua. La experiencia ya me había enseñado que hacer, para aquellos casos que mi padre le daba por aparecerse de la nada a hacer “auditoría”.
Apreté el gatillo del aerosol, lo disparé por todos lados y salí despavorido de mi habitación.
—Buenas tardes, ya voy.
Una vez cerré con fuerza la puerta de mi habitáculo, observé a la mujer. Vestía unos pantalones de mezclilla sencillos y una especie de vestido de patrones florales hasta las caderas. Amarrado de su cinto, un abrigo tejido de lana y de su hombro colgado un bolso, un poco más grande de lo que me parecería razonable para su estatura. Un gorro de flores y unas gafas de sol cubrían su cabeza y cara, pero lo que más me cautivó eran sus labios. Eran espectaculares. Teñidos con un rojo brillante, carnosos y atractivos. Nadie en este pueblo, ni en este país, tendría unos labios como estos. Me subió un poco de lujuria.
—Bienvenida, ¿en qué puedo ayudarla?
Mi voz tembló por los nervios.
—Tengo una entrega inmediata para el señor…
Como siempre, el resto del mundo destruía la pronunciación de mi apellido. Los únicos que podíamos pronunciarlo correctamente eran mi abuelo, mi madre, mi padre y yo.
—Si, ese soy yo.
Del bolso, la chica sustrajo un sobre amarillo, un poco más grueso de lo común. Me lo entregó directamente a las manos. El sobre tenía los nombres de mi abuelo y mi padre y pesaba considerablemente, hasta pensé que era un libro. Ella sonrió a cada instante, haciendo que mi atracción a sus labios fuera cada vez mayor.
—Eso es todo.
—¿Y te firmo dónde?
—No será necesario. ¡Qué esté muy bien!
—Claro…
Se dio media vuelta, abrió la puerta, cuya campana de nuevo no repicó, su otrora bulliciosa alerta como congelada por su presencia, y se fue como el aire que se exhala. Reaccioné con mucho retraso. Salí disparado a la puerta, que ahora si hizo un escándalo terrible, y miré a ambos lados. Como un fantasma que se oculta, como un vapor, se había esfumado entre las callejuelas.
Me regresé al mostrador del hotel, paquete en mano. Era un ladrillo en realidad, sólido y macizo. Tomé el auricular del teléfono, y en tanto comencé a marcar el número de la casa de mis padres, me detuve y lo lancé de regreso sobre el receptor. Saqué el abrecartas de una gaveta y de un sólido movimiento le removí la lengüeta.
—¡Santo Dios!
Dentro del sobre, tres fajos compactos de billetes de la más alta denominación de mi país como recién sacados de la imprenta de dinero estaban bien amarrados con sus respectivos precintos. Los saqué del sobre y los puse sobre el mostrador al frente mío. Tomé uno de los fajos y lo revolví como cartas en un casino. Parecían todos billetes reales.
En el sobre solo quedaba una tarjeta de cartón rojo, bien doblada por la mitad, con un sello bastante bonito de color dorado, en un motivo que jamás había visto. Parecía un carnero, rodeado con una corona de laurel. En la frente del carnero, una estrella estaba bien marcada, un poco más hacia la izquierda de su cara. Abrí la tarjeta.
Estimados señores.
Informamos que realizaremos la reunión cuatrienal de nuestro club en su hotel, como siempre. Esperamos que este estipendio sea suficiente pago en avance para la logística del evento.
Este año el maestro llegará dos días antes de la reunión. Por favor preparar la habitación treinta y cuatro durante esos dos días.
Gracias.
Ruby y Eronel
No había más detalles en el sobre o en la tarjeta. Saqué la minuta de huéspedes. No había nada marcado como reserva para los próximos meses. Me agaché y del archivo bajo el mostrador saqué la minuta que correspondería a hace cuatro años, cuando mi padre era aún el administrador del hotel.
Sabía que solo tenía que llamarlo a contarle que había llegado este sobre y él me contaría los pormenores, aunque la última vez que lo llamé por un asunto sencillo casi me arranca la oreja por el teléfono.
Comencé a recorrer los registros, de los cuales eran afortunadamente pocos. Por semana teníamos uno o dos huéspedes, máximo cinco o seis. Enero, febrero, marzo, nada parecía fuera de su lugar. Saqué la calculadora y por cada mes sumé la cantidad de huéspedes. Era más normal tener más clientes durante los meses de descanso y más aún en verano, pero el promedio era bastante ajustado. Excepto en octubre.
Comenzando en octubre quince, y como hasta octubre diecinueve no había ningún huésped registrado en el libro. Intenté recordar si algo especial había ocurrido en ese momento que le hubiera obligado a cerrar el hotel, pero no se me ocurrió nada. Si era el mismo cabecidura que es hoy, posiblemente hasta enfermo o con un hueso salido hubiera abierto el lugar.
Miré el sencillo calendario que teníamos puesto en el mostrador para informarle de la fecha a los huéspedes. Era siete de octubre. Si la tarjeta no mentía y la minuta estaba bien, un tal “maestro” se hospedaría en nuestro hotel en aproximadamente ocho días y tendría que prepararle la habitación treinta y cuatro. Volví a mirar los fajos de dinero. Brillaban con luz propia, como si estuvieran creados específicamente para pagar este evento. Si faltara un billetico de estos, no pasaría absolutamente nada, no cambiaría en nada el evento. La emoción de tener este dinero en manos me comenzaba a causar elación. Jamás en mi vida había visto tanto dinero contante y sonante.
Observé detalladamente los billetes de un precinto. Eran tan perfectos que estaban en orden del número serie, como recién salidos del banco. Saqué uno de ellos del extremo del fajo.
El teléfono sonó de repente. Del susto me embolsé el billete, metí los fajos en el sobre de nuevo junto con la tarjeta y contesté.
—Hola, hotel.
—¿Que hace el vago de mi hijo en este momento?
—Pues, ¿qué más, padre? Vigilando este mugroso edificio.
—El mismo que te da trabajo, mísero vagabundo.
—¿Y bueno, a qué debo el honor, jefe?
Giró la cabeza y tosió bastante fuerte.
—Tu abuelo y yo hemos decidido que es buena idea que te tomes unas vacaciones del hotel.
Jamás imaginé que esta idea viniera de mi padre. Después de tantos años de insistirme hasta el cansancio con que debía heredar el hotel, y de regañarme cuando hacía las cosas con mala gana, ¿y ahora me está sacando de la ecuación tan convenientemente?
—¿Y eso?
—No, nada en especial. Podrías tomarte, no sé… ¿Dos semanas de descanso?
—¿Dos semanas? ¿Con quién demonios hablo? Seguramente no es con mi papá.
—Si, si, comenzando mañana yo regresaré a tomar las riendas del hotel.
Miré el calendario. Mañana caía ocho. Me quería fuera hasta el veintidós de octubre. Era bastante sospechoso que actuara de esta manera.
—La verdad, no quiero descansar… Al menos estoy ocupado en algo aquí en el hotel.
—No, no… Es una orden.
—¿Una orden? ¡Yo soy el encargado del hotel ahora, padre! O, ¿qué ocultas?
—No, nada. Es solo que mereces este descanso.
—¿Acaso es porque el quince de octubre ocurre algo?
Se quedó en silencio.
—¿Una especie de evento que ocurre cada cuatro años?
Tapó el receptor con su mano, como si eso me evitara de escuchar la conversación que ocurría del otro lado. Escuché a mi abuelo responder con su ronca voz.
—Ya lo sabe. Seguro Rose llegó muy temprano con el paquete.
—Maldita sea, no podemos hacer nada. Bueno, ya era hora de contarle.
Destapó el micrófono.
—Ya vamos para allá.
El doce de octubre cerramos el hotel muy temprano. No teníamos ningún huésped, por fortuna. Pusimos un cartel en la entrada que decía que se realizarían obras locativas, en caso que alguien decidiera venir a alojarse sin reservación previa.
Entre mi abuelo, mi padre y yo limpiamos con esmero cada habitación, cambiamos las ropas de cama y usando un plumero, quitamos el polvillo de las paredes además de un par de telarañas que yo juraba no había visto nunca.
El segundo piso fue más fácil de organizar por la sencillez de sus habitaciones. Lavamos y enceramos las escaleras. El mostrador, la cocina, el comedor y cuarto de ropas fueron horribles de limpiar, pues ya estaba entrada la noche. Mientras tanto, mi padre de encargó de la habitación treinta y cuatro. Aparentemente, necesitaba un toque especial, que por más que lo presioné a que me contara nunca lo hizo.
Casi a la media noche del trece, habíamos finalizado la limpieza, a exceptuar mi habitación.
—Padre mío, ¿pero qué es esta pocilga? ¡Vago!
—¡No me molestes! Es mi habitación y así se ha de quedar.
—No, no, no creo que entiendas la situación. ¡La limpias o le prendo fuego a todo esto en la calle!
—¡Pero si es mi cuarto!
—Todo debe quedar incólume, me entendiste. ¡Todo!
Mi padre comenzó a agarrar manojos de ropa bajo sus brazos, empecinado en cumplir su palabra.
—Bueno, bueno, ¡ya mismo ordeno! ¡Qué demonios!
Unas cuatro horas después, había puesto a lavar casi toda mi ropa, organizado y limpiado cada centímetro de mi habitación y su baño anexo, además de haber sacado una gigante bolsa de basura. Era un verdadero milagro que no hubiera una infestación de cucarachas o de algo peor. Estaba tan cansado que no podía dormir. Tomé una ducha como para sacarme toda la grima del día, y en tanto salí y observé mi habitación, sentí como si me hubiera transportado a otra dimensión. Jamás había visto mi habitación así de ordenada en mucho tiempo. De hecho, sentí que no era mi cuarto.
Me vestí con uno de los dos conjuntos de ropa que dejé sin lavar y salí. De nuevo, ver el resto del hotel así ordenado me parecía increíblemente artificial. En el mostrador, ya incólume, mi padre y mi abuelo hacían algo.
—¿Y bueno? Ya todo parece en orden.
Mi padre tenía un libro, como una minuta, de cubierta roja en su mano. La cubierta parecía de un cuero suave, y tenía grabado en color oro el mismo detalle de la tarjeta roja que recibí unas semanas atrás. Después de limpiarlo con esmero lo puso en el mostrador en el mismo lugar dónde el normal libro de huéspedes se mantenía. Ni señas de dónde estaba el regular.
—Uf, ¿y eso?
—Es el libro de huéspedes. No le prestes mayor atención.
—Ponte esto.
Mi abuelo me tiró una bolsa de plástico.
—Será lo único que te pondrás por los próximos días.
La abrí. Era un conjunto de ropa bastante formal, pantalones largos de hilo azules, una camisa de vestir blanca que iba hasta los puños y un chaleco negro de lino. Había una corbata de un color carmín bastante brillante.
—¿De veras?
—Ve y cámbiate. Es necesario. Nosotros haremos lo mismo.
Por alguna razón el conjunto era de mi talla, y me quedaba perfecto. Jamás me había vestido de aquella manera en toda mi vida, ni cuando hice los ritos de la iglesia. Me sentía muy poco natural. Con cada cosa que había pasado, el hotel se sentía innatural de por si. Salí de mi habitación con la corbata en la mano.
—No pude ponerme el yugo.
En la recepción, con la negrura de la noche como fondo detrás de la puerta, un señor bajo, por ahí de cinco pies y medio de altura, conversaba con mi progenie. Vestía un gabán largo de color azul real, unas gafas oscuras y cabello y barba mal cuidadas. Mis progenitores estaban inmaculadamente vestidos y se comportaban con seriedad y respeto. Me embutí la corbata en el bolsillo trasero del pantalón.
—Ah, perdón.
—Oh, it was about time you got out.
Mi padre hablaba en fluido inglés. Yo estaba anonadado. Él jamás se había interesado en otra cosa que no fuera dinero, y me entero apenas hoy que es capaz de hablar inglés casi como un nativo. Mi boca se quería desencajar ante esta revelación.
—Please excuse the crudity of my son, master. He will be helping us out starting today.
Mi padre apuntó hacia mí, la mirada del extraño tipo congelándome.
—Nice to meet you.
Mi inglés no era pobre, pero no lo había practicado en varios años. No sabía que más decir.
—I’m going to make sure he behaves accordingly.
El tipo se sonrió. Sus dientes eran un poco amarillos y medio desordenados.
—Leave him be.
Se acercó a mi, sus piernas como flotando sobre el aire.
—Nice to meet you. I’ll be in your care starting today.
Intenté interpretar sus palabras. Era como si hubieran entrado por un oído y salido por el otro. Me extendió la mano.
—Samewise, sir…
Le di un apretón de manos. Comencé a tartamudear.
—Glad to be of help. Let me know if you need anything.
—Surely I will.
Se sonrió, me soltó y se dio media vuelta. Yo estaba asfixiándome. Mi padre continuó.
—Your room is ready. My son will carry your stuff there.
Por primera vez en años sentía que había valido haber comenzado enseñanza de la lengua inglesa en la universidad.
—Thank you. Let’s go at once. I’m a little tired.
Corrí a su lado, y mi padre me entregó la llave, que ahora llevaba una ficha de color rojo con el mismo grabado en uno de sus lados. La metí en un bolsillo del chaleco, levanté sus dos maletas y adelantándome rápidamente a él comencé a escalar al tercer piso. Una de ellas parecía completamente vacía, insustancial.
—This way, sir.
—Thank you, young man.
Mientras subíamos, noté que la extraña pintura que mi padre había mandado a hacer era sutilmente diferente. Parecía menos una obra hecha de óleo y más como si fuera una ventana al otro lado de algún lugar. Hasta podía jurar que el carnero allí retratado seguía mi mirada y masticaba el prado pasivamente. Una vez seguimos por los vuelos al tercer piso, la vieja madera crujiendo bajo mis pasos, el señor musitó en voz baja.
—Es bonito volver a este lugar intemporal y además ver caras nuevas.
Me sorprendió de inmediato. Mi voz lo reflejó.
—Usted habla…
—Desde tiempos inmemoriales.
—Y entonces, ¿el inglés?
—Ah, es algo… Ceremonial, dejémoslo en ese término.
—Disculpe que le diga, aquí están pasando…
Se sonrió con calma.
—Ah, jajaja, joven, es mejor no cuestionarse lo que a prima facie se observa.
Caminamos hacia la puerta de la habitación. Descansé las valijas, sustraje mi llave del bolsillo y la abrí haciendo un sordo clic. Guardé de nuevo la llave, tomé las maletas y me adentré en el oscuro espacio.
Activé el interruptor. ¿Cuántas veces había usado esta habitación para mis actividades fortuitas? No lo recordaba. Lo único que sabía era que esta definitivamente no era la misma habitación. Se veía diferente, ordenada, quizás como una especie de altar. El papel de colgadura de color crema se veía inmaculado, quizá hasta como nuevo. Las ventanas firmemente selladas, las cortinas azules limpias, la cama en un estado perfecto y la alfombra, que otrora me hubiera parecido desgastada y hasta de mal gusto, era ahora lanuda y bien cuidada. En una mesa a una esquina, una botella con lápices bien afilados, una pila de papeles, una pila de hojas de cartón, muy parecidas a la tarjeta que recibí con el dinero, una lámpara y una máquina de escribir.
Jamás en mis dos años aquí había visto tal aparato. O para tal efecto, jamás había visto esta habitación en este estado. Salí de mi estupor y me giré a nuestro huésped.
—Adelante, señor.
—Gracias, joven.
—Por favor háganos saber si necesita algo más. Allí está el telé…
—Ah, es increíble ver esta pequeña habitación, tal y como cada cuatro años. La conozco como conozco los vellos detrás de mi mano.
—Así que usted se ha…
—Desde hace muchísimos años.
Suspiró con fuerza. Yo me hice a un lado y comencé a caminar hacia fuera. Saqué las llaves de la funda y se las entregué en la mano.
—Entendido. Aquí sus llaves. De nuevo, déjenos saber si necesita cualquier cosa. Estaré en la recepción.
—Claro que si, joven.
En tanto iba a cerrar la puerta a mis espaldas, el tipo puso su pie para bloquearla.
—Ah, antes que se me olvide. Su padre ya sabe a que horas prepararme el desayuno, la comida y la cena. Le pido que por favor usted me las traiga, ¿bien?
Se me hizo extraño el encargo del huésped, pero no había razón para negarme.
—Entendido, señor.
—Además, hemos de conversar un poquito en aquellas ocasiones, ¿le parece? Como para conocernos.
Asentí.
—No hay problema conmigo.
Se sonrió de nuevo.
—Que sea nuestro pequeño secreto. Nos vemos en un par de horas.
—Así será. Le deseo una buena estadía.
—Así será.
Quitó su pie y extendió su mano como para darme algo. Yo puse la mano para recibirlo. En mi palma, una extraña y brillante moneda, gruesa y grande, de un lugar o país que desconocía, había caído suavemente.
—Por las molestias.
—Oh, no es molestia, señor.
La moneda era dorada y muy brillante, como un espejo casi. La deposité en mi chaleco. Hice una corta reverencia.
—¡Qué descanse!
—Gracias.
Cerré la puerta con rapidez pero sin hacer ruido, y me comencé a retirar lentamente hacia las escaleras. Bajé a la recepción. Mi abuelo ya no estaba.
—¿Y el pá?
—Se fue para la casa a dormir.
—¿Qué demonios está pasando acá?
—Mira, primero… Organízate el uniforme que pareces un puerco. Luego, desde hoy van a comenzar a pasar muchas cosas extrañas en este lugar. No te debes asustar, tómalo con tranquilidad.
—¿Cómo cosas extrañas?
—Ya lo verás.
—No me convence tu respuesta.
—Todo lo que diga el maestro, lo debes hacer. No te puedes negar.
—¿Perdón?
—Lo que sea.
—¿Y quién se cree él que es?
—Lo que sea. Ellos pagan el dineral que pagan para que se haga lo que él pida.
—¿Ellos?
—¡Preguntas mucho!
—¡Pues claro!
Ya estaba hasta la coronilla de verdades a medias.
—Lo único que necesitas saber es… Su voluntad es inescrutable, tu limítate a hacer lo que él pida. Yo me encargaré de sus comidas.
—Ah, respecto de eso… Me ha dicho que él quiere que yo se las suba.
Mi padre abrió sus ojos.
—Es imposible.
—Sí, así me dijo.
Mi padre se le notaba tenso, casi preocupado. Suspiró con fuerza y se mandó la mano a la frente, frotándosela como si se hubiera dado un golpe.
—Ve y duerme un rato… Yo te aviso cuando sea hora.
—Pero tengo más preguntas…
—¡Qué te vayas a dormir! Aprovecha, de ahora en adelante el hotel es tu responsabilidad, ¿entendido?
—Yes, sir!
Me carcajeé un poco. A mi padre se le notaba que iba a soltar humo.
—¡Y te burlas!
—Jamás, en mis veinticinco años te había escuchado hablar en inglés… ¿Y ahora? Mejor dicho, márcame como sorprendido.
Se giró para hacerse el digno.
—Jamás necesité de hablar en inglés contigo ni tu madre. Lo aprendí en el instituto y cuando estudié hotelería. Y soy muy bueno con él.
—En eso si tienes toda la razón.
Botó el aire de sus pulmones como si fuera un toro enojado.
—Voy a dormir, padre. Llámame si al “maestro” se le ofrece algo.
—Descansa entonces, hijo. Se viene una semana bastante pesada.
Como cinco horas entrado en sueños, escuché el golpeteo de la puerta. Me levanté de la cama como un resorte. Antes de acostarme había extendido el uniforme sobre una silla para evitar que se arrugara.
—Hijo, es hora del desayuno. Hay que llevarlo al maestro.
Me vestí con rapidez, me pasé la mano por mi cabello y, verificando que todo estuviera en orden, abrí la puerta. Del otro lado, mi padre, ya un poco ojeroso, me extendía una bandeja de plata, que jamás había visto, con la marca del carnero en cada una de sus esquinas, y un plato de borde de hoja de oro con una tostada gruesa pero suave, unos huevos fritos muy apetitosos y un tocino delgado que se veía muy agradable. Los cubiertos igualmente eran de plata, y por un lado un vaso alto y brillante con jugo de naranja y una taza de café negro y profundo, tres cubitos de azúcar envueltos en papel dispuestos a un lado.
—Jamás había visto esto.
—No preguntes más y ve. Toca la puerta, exclama que llegas con el desayuno, se lo entregas y ya. Luego, unos treinta minutos después vuelves por la bandeja, y te retiras sin decir nada, ¿me entiendes?
—Eh, pero…
Recordé que me había pedido que lo guardara como secreto. Me tragué las palabras.
—No has de molestarlo. Él viene aquí con absoluta reserva y con la intención de no ser molestado.
—Voy.
—Apenas bajes, te toca manear el hotel. Él será nuestro único huésped por dos días, así que espero que no tengas líos. Yo regresaré a la casa a dormir. Tu abuelo vendrá a eso de las once a preparar la comida y la cena. Ayúdale en lo que él necesite, aunque como es de cascarrabias no pedirá nada.
Me reí un poco.
—Está bien. Subo.
Recibí la bandeja y comencé a subir las escaleras con cuidado. Mi padre se quedó en la parte de abajo observándome. La pintura continuaba mirándome, masciticando el pasto silenciosamente del otro lado del marco. Incluso creía sentir su aliento mientras subía.
—Recuerda, háblale en inglés.
-Uhum.
Cuando ya iba en las escaleras al tercer piso, escuchaba el inconfundible sonido de una máquina de escribir, los tipos golpeando ajetreados contra el papel y el rodillo, dejando su marca indeleble. Emergía como un compás, un ritmo caótico. Comencé a andar con esa cadencia por inercia, atraído por su acelerado tintineo. De vez en cuando una campanilla se disparaba seguida de un ajetreo unos segundos después.
Como llamado por mi intrusión, aunque estaba a una puerta de distancia, el ritmo se detuvo y la puerta se abrió por anticipado. Una vez me aproximé, toqué a la puerta, precariamente balanceando la bandeja en uno de los brazos.
—Sir, your breakfast is ready.
—Adelante, adelante.
Empujé la puerta con el brazo. Del otro lado, una hoja de papel sobresalía un poco de la máquina de escribir, con otras hojas dispersas por el suelo y la cesta de papel ya rebosando con hojas arrugadas.
—Perdón por el desorden, apenas me senté me puse a escribir.
Me giré a verle. Se había sentado en la cama, el gabán colgado de un gancho en la pared, las gafas oscuras encima de la mesa de noche. Parecía de unos setenta años, las arrugas demarcando sus múltiples expresiones, la barba maltratada y un intento de bigote dándole más carácter.
—¿Es usted…?
Se puso el dedo en los labios y me silenció. Me acerqué a él y le pasé la bandeja con el desayuno. La miró extasiado y extendió su mano, apuntando a la silla al frente de la máquina de escribir.
—Siéntate allí y hablemos.
—La verdad es que no debería…
—¿No habíamos quedado que íbamos a hablar? Adelante, estamos en confianza.
Me dirigí a la silla.
—Ah, primero, si no es molestia, ¿podría cerrar la puerta?
Asentí, la cerré y me senté. El señor comenzó a comer bastante animado. Yo me sentía fatal.
—¿No debería sentarse usted acá? Debe estar incómodo.
—No, no, no… Yo estoy bien aquí.
Aclaró su garganta.
—Bueno, joven. Cuénteme… ¿Cuál es su comida preferida?
La pregunta me sacó de contexto.
—¿Perdón?
—Así es… Si pudiera comer algo por el resto de tu vida, ¿qué sería?
Sin pensar, la respuesta salió disparada.
—Queso y mariscos.
—Muy bien, muy razonable.
—No, no…
—Sin retractarse.
—Si pudiera irse ya mismo para algún lugar, ¿qué lugar escogería?
Perdí la paciencia.
—¿Por qué me pregunta estas cosas?
—Solo quiero llegar a conocer mi anfitrión. Es algo normal.
—¿Preguntándome ese tipo de cosas?
—Ve, joven, soy un escritor. Yo intento buscar inspiración en todo y todos.
—Así que usted es el famoso escritor aquel… El que hizo famoso este hotel.
Se encogió de brazos. Me levanté de la silla y levanté un poco la voz.
—Por su culpa, tengo que contestar todos los días de veinte a treinta llamadas de gente preguntando por usted, por sus libros, de visitas guiadas, de cosas que jamás preguntaría un ser humano normal y funcional. ¡Me tiene harto esto!
Una vez saqué esto del sistema, me di cuenta que había sido increíblemente grosero.
—¡Perdón, señor, he hablado más de lo normal!
Se carcajeó un poco mientras sostenía la taza como brindando.
—En su lugar yo diría lo mismo, joven. Estaría harto. Pero, le hago una pregunta. Un hotel como este, pequeño, en una villa alejada de todo y de todos, pequeña, de unos cientos de habitantes y con escasos atractivos turísticos, más que rebaños de ovejas y una incipiente industria de lana… ¿Podría sobrevivir razonablemente?
Un ratón se tragó mi lengua.
—El panadero le cuece el pan a sus mismos conterráneos. El sastre fabrica o remienda la ropa de sus vecinos. El policía sabe más de la vida de todos los habitantes que de su propia vida. Todos tienen casa y techo en sus cabezas. ¿Quién se alojaría en este recóndito hotel, si no un curioso mochilero que ha llegado acá por suerte? Hasta él sabría que podría dormir en la banca del parque del pueblo y nadie pestañearía por él. ¿Cómo sobreviviría?
Tomó un sorbo de jugo.
—No sobreviviría.
—Y aún así, lo hace.
Tomó la bandeja y me la entregó.
—Estaba fantástico. Mis felicidades al cocinero.
Los platos estaban limpios, la taza de café casi impecable. El vaso contenía aún dos o tres sorbos de jugo de naranja. Se la recibí. Mi cabeza aun daba vueltas. Para intentar reiniciarme, pregunté algo estúpido.
—¿No le gusta el jugo de naranja?
El señor se montó en la cama, inclinándose contra la cabecera.
—Estoy lleno ya. Vaya pensando en la respuesta a mi pregunta. Nos vemos al almuerzo.
Mi cabeza se sentía pesada, como si alguien la hubiera rellenado de varios ovillos de lana. Tomando la bandeja con una mano, abrí la puerta y me retiré.
—Con su permiso.
La cerré detrás mío y me alejé con rapidez, como huyendo. Desde mi ángulo la puerta del cuarto treinta y cuatro se veía peligrosa, como la puerta a un agujero negro.
Mi padre cabeceaba en la recepción. Cuando me escuchó bajar, se levantó con rapidez.
—Dios mio, ¿dónde demonios te metiste? ¿Diez minutos para llevar un desayuno?
No había notado que tanto tiempo había ocurrido.
—Estuve hablando con…
—Dios mío, no hagas eso.
—Pero él…
—Es una persona muy ocupada y no le puedes robar su tiempo.
Suspiré.
—Ve a dormir, parecías un trapo tirado en esa silla.
—Si solo mi hijo no se hubiera demorado tanto. Me voy.
—¡A dormir!
Mi papá comenzó a arrastrar sus pies saliendo de la recepción y hacia el sol al otro lado.
Mi abuelo preparó la comida y la cena juntas, y me dio específicas instrucciones de como servirlos y llevarlos. Apunté todo en un cuaderno. Me indicó que el almuerzo se le sube a la una y quince, y la cena a las siete. Yo no quería volver a interactuar con el señor, pero al final era mi trabajo.
A la hora del almuerzo, todo parecía una repetición del desayuno. El golpeteo de la máquina de escribir en el pasillo, quedándose en silencio en tanto yo estaba a una puerta de distancia y la puerta abriéndose por adelantado. Como era mi costumbre, la golpeé.
—Adelante, adelante.
—Con su permiso.
El suelo estaba aún más lleno de papel por todos lados, la pila de papel estaba considerablemente reducida. Le entregué la bandeja como en la mañana.
—Me retiro.
—No, no, tome asiento por favor, joven.
Suspiré.
—Perdón, señor, pero de verdad tengo que regresar a mis actividades.
—Cinco minutos, nada más. Además, si no estoy mal, soy el único huésped aquí.
Cerré la puerta, me senté en la silla y rasqué mis ojos.
—Está bien.
—¿Pensó la respuesta a mi pregunta?
—La playa. Ibiza.
—Oh, no es mala respuesta. Nunca he estado allá. ¿Ha estado usted allá?
—En mis vacaciones del primer año de universidad.
—¿Muchas emociones desenfrenadas allá?
—Los primeros días. Jamás había bebido, fumado y tenido tanto sexo en mi vida. Estuve dos días seguidos simplemente haciendo lo que quisiera. En la mañana del tercer día me desperté en un lugar desconocido con una pila de gente desnuda y drogada. Desde ese momento solo quería estar en la playa tumbado, descansando el tufo y no pensando en nada más.
Se sonrió.
—¿Quisiera volver ahora?
Suspiré de nuevo.
—No sería mala idea, pero ahora en realidad cualquier playa sería una buena idea. ¿Y usted, ha estado en la playa?
—Claro que si. Muchas diferentes. Te recomiendo Saint-Tropez. No es tan desenfrenada como Ibiza, pero es muy bonita.
—Gracias por la recomendación.
El tipo ya casi había acabado con su comida.
—Bueno, y si pudiera, ¿con quién iría a este lugar?
Mi mente se quedó en blanco un par de minutos. Era cierto que tenía relaciones con varias mujeres, pero ninguna que pudiera decir que es tan cercana como para ir a aquel lugar conmigo. Mi mente me mostró a la mujer de labios rojos y carnosos que vino a entregarme el sobre. ¿Cómo le había llamado mi padre tras el teléfono? ¿Rose?
—La verdad no tengo a nadie.
—Seguro que si tiene a alguien en mente.
Negué con la cabeza.
—Nadie viene en mente.
De nuevo, su sonrisa característica.
—¿Que tal si piensa un poco más y nos vemos en la noche? De nuevo, felicidades al cocinero.
Estiró la bandeja hacia mi. Comía con velocidad. Me levanté de la silla y la recibí. Igual que en la mañana, se subió a la cama y se sentó con su espalda a la cabecera de la cama.
—Con su permiso.
—Bien pueda.
Abrí la puerta, salí y la cerré. De nuevo sentía como me tambaleaba un poco. Ya bajando las escaleras, tuve que caminar agarrado del pasamanos. No era natural. Quizá había agarrado algo.
Una vez deposité los platos en la cocina, me dirigí a mi habitación y me acosté un momento. Quizá era la falta de sueño o quizá eran mis interacciones con el tipo este, pero estaba muy mareado. Además, no podía dejar de pensar en la chica de los labios rojos, su vestido de flores, su pantalón suelto, su gorro, gafas oscuras y su gran bolso. Conecté la extensión del teléfono, cerré los ojos y dormí plácidamente por un par de horas.
—Dígame, ¿pensó en que persona se llevaría para Ibiza o Saint-Tropez?
—Sigo sin escoger…
Suspiró.
—Bueno, no me diga nombres o detalles muy personales, quizá un par de características bastan.
—Labios rojos y carnosos. Como de mi altura. Sonrisa y actitud misteriosa.
Salió de mi pecho atropellado.
—Entendido. ¿Alguna mujer de su vida?
Aclaré mi garganta.
—No, solo un par de detalles aleatorios que se me ocurrieron en este momento.
—Bien. Cambiemos de tema. ¿Algún autor que le guste? Ya se que mi nombre no es, así que dígalo con toda franqueza.
Pensé un momento.
—Las hermanas Brontë, especialmente Anne. Y Charles Dickens.
Aplaudió fuertemente.
—Oh, humanista, me gustan sus elecciones.
—¿Por qué la mayoría de autores celebrados mueren tan temprano en su vida?
—En realidad es más un caso en el cual las circunstancias de la salubridad en ese entonces no eran las más adecuadas. Y Dickens vivió casi hasta los sesenta.
—¿Algún sabor para su torta de cumpleaños?
—Selva negra, con una buena botella de Guinness al lado.
—Jajaja, ¡conoce bien sus cervezas!
—No soy una enciclopedia pero al menos conozco algunas.
—Yo solía tomar mucha cerveza, pero con la edad ya no me lo recomiendan. Ahora mi vicio es escribir y correr.
—¿Correr?
—Así es, correr y correr, como si no hubiera final al mundo.
—Pues en teoría el mundo es un globo, así que uno podría correr y correr, a exceptuar los mares.
—¡Me gusta su forma de pensar!
—Y eso que los mares también se pueden trasegar, se monta en un barco en un puerto y emerge del otro, aun corriendo.
Comenzó a dar unas carcajadas que me obligaron a sonreír. Seguí bromeando.
—Y si es en un crucero, uf, una delicia, puede correr mientras está en la piscina, echarse un nado aún corriendo, o recorrer todos los pasillos corriendo.
El señor continuaba riéndose con fuerza. Me levanté para sostenerle la bandeja, pero me detuvo con la mano.
—Tranquilo. Tranquilo.
Resoplaba con franqueza. Yo seguía sonriendo por su reacción.
—Disculpas, disculpas.
—No, no, nadie me había hecho reír tanto en mucho tiempo. Es usted todo un personaje.
Sonreí.
—Gracias.
Me extendió la mano boca abajo de nuevo, como si me entregara algo.
—Oh, no, no es necesario.
—Vamos, acéptala.
Suspiré y puse la mano. El señor dejó caer en mi palma otra de aquellas monedas. Igualmente, era una moneda brillante, gruesa y grande, de color plateado, con inscripciones que desconocía. La deslicé en mi bolsillo.
—¿Casarse o no casarse?
—La soltería me va mejor.
—¿Hijos o no?
Me persigné por inercia.
—Sin hijos, por favor.
El señor se volvió a carcajear.
—Hombre pero, ¿cuál es el lío con tener hijos?
—Pues si no me quiero casar… Básicamente es no tener familia.
—¿Cuántos de sus encuentros amorosos no habrán terminado en un hijo no planificado?
—Ninguno, espero.
—¿Y si llegara alguien que le hiciera cambiar de parecer?
—Pues tendría que intentarlo muy muy fuertemente.
El señor me hizo un guiño, trucó sus dedos y luego me apuntó con el índice. No entendí por qué lo hizo hasta que analicé lo que dije. Sentí que me subió calor en las mejillas.
—Ah, no, ¡no me refería a eso!
Se reía sin compasión. Al menos le causaba gracia.
—Y acerca de aquella persona con la cual compartir las playas de Francia…
—Sin comentarios.
—Está bien. ¿Qué le gustaría hacer en vez de estar cuidando este hotel? ¿A qué se dedicaría?
—Me va a creer tonto, pero me encantaría escribir.
Frunció el ceño.
—Si le dijera tonto me estuviera disparando a mi mismo pie, ¿lo sabe?
—Lo sé, pero es que es tan competitivo, todo el mundo escribe hoy en día.
—Pues no necesita compararse con nadie más. ¡Escriba! ¡Escriba! Mínimo alguien estará dispuesto a leerle.
Lo pensé por un momento, tenía la razón. Este hotel me permitía tener tiempo suficiente para ponerme a escribir, mientras lo cuido. Me giré a ver la máquina de escribir. Si mi padre la puso antes de la llegada del señor, posiblemente estaba en el hotel previamente. No sé de dónde salió, pero debía estar.
—Es una máquina maravillosa. Su abuelo y su padre me la han cuidado por años. Y aun, hoy, solo puedo lograr inspiración si escribo en ella.
—¿Eso significa que usted saca un libro cada cuatro años?
Se sonrió.
—En absoluto, yo no escribo toda la historia aquí. Comienzo las ideas, saco mi inspiración. La máquina, el hotel, la ciudad me transmiten esa inspiración que necesito. Es posible que termine una historia corta en mi corta estancia, pero una novela, no hay riesgo.
Me estiré hacia la mesa y presioné la barra espaciadora. La máquina hizo un ruido espectacular, como si estuviera atenta, presta a moverse, a escribir lo que yo quisiera bajo mi control. Por alguna razón me dio mucha satisfacción.
—¿Ya ves?
Ya entrada la noche del segundo día, subía yo con dos cruasanes recién horneados de la panadería del pueblo y un sorbete que había preparado mi abuelo. Me sorprendió no escuchar el ruido de la máquina de escribir cuando iba por el segundo piso. Observé que la puerta ya estaba entreabierta en tanto vislumbré el pasillo del tercer piso. Una vez llegué, la golpeé suavemente.
—Buenas noches, traigo su cena.
—Adelante, adelante.
Abrí la puerta en su totalidad, descubriendo al escritor empacando una de sus valijas con su ropa. La resma de hojas y todo el papel desperdigado que había visto el día anterior habían desaparecido. Hasta la basurera estaba limpia, cuando ayer era un cerro de bolitas de páginas arrugadas. Puse la bandeja en la mesa.
—¿Ya se va? ¿Puedo ayudarlo?
—Oh, no, no, en absoluto. Siéntese, por favor.
Meticulosamente doblaba las prendas y las depositaba en la maleta.
—Si, esta es mi última noche en este lugar, desafortunadamente. ¿Me extrañará?
Aunque su expresión encerraba un poco de broma, sentí que iba a ser así.
—Si, señor, un poco.
Se sonrió.
—Y pensar que el muchacho me odiaba.
Comenzó a dar sus acostumbradas carcajadas. Yo me reí un poco.
—Pues todavía no lo perdono del todo.
Siguió riéndose.
—Has hecho de mi visita un evento especial.
—Y mi padre estaba preocupado que yo iba a consumirle tiempo de su ocupada agenda.
—En absoluto, yo mismo te pedí que me hicieras compañía.
El hombre buscó algo en su maleta. Era una botella hermosa con unos patrones detallados, como flores y ramas de un árbol, con un líquido anaranjado de un color muy vivo.
—¿Sabes qué? Ve a la cocina y traenos dos copitas. Vamos a celebrar una nueva amistad.
—No podría, señor, además, tengo que seguir en mis labores.
—¡Es solo una copita! No me digas que con un traguito de umeshu vas a quedar tendido en el suelo.
No conocía esa bebida, pero hace años había tomado tres tragos de vodka sin refinar y había caminado ocho millas después completamente sobrio.
—Está bien, ya regreso.
Salí trotando y bajé con rapidez las escaleras. Fui a la cocina y busqué lo más remotamente parecido a unas copas. Encontré una cajita de madera que contenía un jarrito pequeño de cerámica y cuatro platillos con escritura asiática en ellos. Lo subí corriendo de regreso.
—Encontré esto, señor.
El hombre lo revisó y asintió.
—Oh, ochoko! Recuerdo esto. Tu abuelo lo compró para mi hace muchos años. No es para tomar umeshu, si no sake, pero servirá.
El señor abrió el sello y sirvió un poco del trago en uno de aquellos platillos. Me lo entregó, y luego se sirvió. El olor de la bebida era delicioso, bastante fuerte en alcohol, pero dulce y aromático.
—¡Salud!
—¡Kampai!
Bebí el trago. En el fondo del platillo encontré una moneda de bronce, como del mismo tamaño de las que anteriormente me había dado. La tomé entre mis dedos.
—¿Y esto?
—Es mi último regalo antes de partir.
Tenía entonces tres monedas, una dorada, una plateada y una de bronce, todas muy brillantes y elegantes, con unos grabados que jamás había visto en mi vida.
—Señor, me honra con sus regalos.
—Son solo unas baratijas de mi país natal. Y bueno, ¿me vas a dejar en la duda con lo de aquella pareja con quien ir a la playa?
Me reí con franqueza.
—Queda como secreto hasta su regreso.
—No, hombre, ¿cómo me vas a dejar en suspenso?
—Compromiso de regresar. Así como los autores dejan a sus lectores con las secuelas.
Mis párpados se comenzaron a sentir pesados.
—Estoy muy seguro que verás a la persona que tienes en mente muy pronto.
—¿Será?
—Muy seguro.
Desperté en mi habitación en el primer piso. En mi bolsillo estaban las tres monedas que el escritor me había dado. Miré mi reloj de pulsera, eran las siete de la mañana. Me levanté con velocidad y subí los vuelos de escaleras al tercer piso. Me dirigí a la puerta de la habitación donde se hospedaba el escritor. Toqué, pero nadie me respondió. Toqué nuevamente con mayor fuerza, pero nada ocurrió.
—Señor, ¿se encuentra bien?
Tomé la llave maestra, un poco asustado, y abrí. La habitación estaba en penumbras. Al encender la luz, noté que el escritor no se hallaba, ni sus valijas estaban. Solo quedaba la máquina de escribir, el plato y el vaso del tentempié nocturno y una pila de tarjetas color rojo al lado de esta. Y encima de todas ellas una nota manuscrita.
Estimado gerente.
Unas personas buscarán estas tarjetas pronto. Haga el favor de entregarlas a la persona que se identifique como Eromel, y por nada en absoluto permita que alguien, ni siquiera usted, las lea antes que Eromel. Muchas gracias por una estadía maravillosa.
Estuve dos minutos rascándome la cabeza. Las tarjetas estaban bien cerradas, como con un adhesivo, y estaban numeradas en la parte exterior. Tenían el mismo sello en hoja de oro que la nota que me entregó la chica de los labios gruesos y rojos.
El teléfono comenzó a sonar en la recepción. Agarré el plato y el vaso, los saqué al umbral de la puerta, tomé el paquete de tarjetas y las metí en mi bolsillo, apagué la luz, cerré la puerta y bajé con toda velocidad a levantar el receptor. Sin aire ya, contesté.
—Buenos días, hotel.