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Nuestro protagonista llega a conocer a Rose con mayor profundidad y se ve inmiscuido justo en la mitad del juego de la Cumbre Animal.
«Aquel hotel» —Huyendo del destino—
—¡Qué cosas dices, Rose! ¿Deseos? ¿Acaso estamos en un mundo de fantasías?
Suspiró fuertemente. La sonrisa se le borró de la cara.
—Por eso decía, no tienes que entender.
Se me subió un poco de rabia a la cabeza.
—Entonces explícame. ¿Deseos?
—Si. Deseos. Los ganadores de cada una de estas reuniones tiene la capacidad de tener una charla en privado con el maestro.
—¿Y?
—Es como uno de nuestros más grandes deseos.
—Ah, ahora comprendo.
—No, creo que no comprendes.
—Si, tienen una entrevista con el escritor, y hablan de sus fanatismos, de pronto les piden un autógrafo u otras cosas.
—No es tan sencillo como eso.
—¿Qué hacen entonces?
—El maestro nos concede un deseo. Puede ser cualquier cosa.
—¡Pero si él es un humano, común y corriente! ¡Yo lo conocí! Él se quedó en el hotel por dos días, estuvimos hablando de muchas cosas. Más bien, estuve hablando yo mucho y él escuchando.
Suspiró de nuevo.
—¿Sabes qué? Es mejor que no hablemos más de esto. Ayúdame.
—Espera, espera, ¿cómo así?
—Después continuamos con eso. Pero por ahora, ayúdame.
Cerré mis ojos, truqué mis vértebras, bajé mi cabeza y miré la foto de nuevo.
—No tengo ni idea, de veras. Por más que lo pienso, no se me ocurre nada.
—Cualquier idea.
—¿Por qué te empecinas en ganar esta cosa, lo que sea que es?
Tornó su cabeza al suelo.
—No lo vas a entender.
—Asumiendo que el escritor puede conceder deseos, cuéntame.
Rose nació como Sonya en algún país escandinavo. Durante la mayor parte de su niñez fue una chica poco comprendida. No era su intención que la gente la comprendiera, pero esperaba que al menos la trataran como un ser normal. Desafortunadamente con el tiempo, su forma de ser y actuar se fue volviendo más y más extraña a los ojos de los demás, algo que no podía controlar. A veces tenía momentos donde se quedaba muda y no podía contestar en casa o en clase. A veces eran meses en los que no podía ver o escuchar con facilidad, o instantes en los que se le dificultaba caminar, moverse por si misma. Sus padres, que en principio se mostraban bastante preocupados por esto, después de un tiempo empezaron a creer que Sonya lo hacía por gusto, por algún síndrome de víctima. Los médicos no encontraban nada mal en su cuerpo, su cerebro o sus extremidades. Largas sesiones de terapia psicológica no resultaban en nada y ella, preocupada por la opinión de la gente alrededor, comenzó a aislarse más y más.
Dejó de asistir a la escuela y se marchó de vivir con sus padres para rodar de mano en mano por los miembros de su familia. Terminó en manos de un tío que vivía en una playa, más bien retirada de la civilización. El tío era un alma libre, no atada por las necesidades de trabajos y preocupaciones más citadinas. Aunque vivía en algo que no distaba de una casucha, comida nunca le faltaba, y en temporada de verano, siempre tenía muchas actividades lucrativas por hacer.
Al principio Sonya no se acostumbró con facilidad. Los primeros meses sufría de los síntomas que ya traía, hasta el punto de quedar reducida a ser alimentada por su familiar. Esto ocurrió hasta el momento en que llegó su primer verano y notó que la bahía, que normalmente sería desierta, se llenó de muchas personas, de diferentes edades e índoles, disfrutando del Sol y dejando de lado la pesadumbre de sus labores y sus vidas en la gran ciudad.
Ella comenzó a sentirse muy bien. Paulatinamente decidió ayudarle a su familiar con los quehaceres, a disfrutar de la pesca junto con él, a atender a los comensales que visitaban su pequeño negocio y a ayudar en las labores de limpieza de la playa. Para ese entonces, ella ya cumplía quince años y comenzaba a desarrollarse. Aprendió a controlar su cuerpo con mayor facilidad, aunque en tanto terminaba el verano y volvía a vaciarse la playa, regresaban de nuevo sus dolencias.
Al ver esto, su tío, quien opinaba que era buena idea que ella aprendiera más del mundo, le compró en una tienda de baratijas un libro a ella, para que pusiera su mente en funcionamiento durante la temporada baja. “Es lo más cercano a vivir algo sin tener que vivirlo”, le dijo él. Ella no lo comprendió. Era una novela, de un autor que jamás había escuchado. Tenía un nombre que no le sonaba a nórdico, algo más exótico. Además, era un libro que estaba un poco mal cuidado, y quizá por ello terminó en la caja de ofertas de una tienda de baratijas. No le faltaban páginas, pero las hojas estaban magulladas y alguna parte amarillentas.
—Fue la primera novela del maestro que leí. La leí, y la releí, y la releí. ¿Cuántas veces? No lo sé. Era una historia corta, no muy alegre, acerca de la búsqueda de algo intangible, de las relaciones de las personas con otras y del vacío que todos tenemos y que intentamos llenar con los demás, con piezas imperfectas, como tapar un agujero redondo con una pieza cuadrada.
Después de eso, Sonya comenzó a ser más activa en la ayuda a su familiar. Ella no lo hacía por obligación, lo hacía porque le nacía, le gustaba. Sin embargo, siempre le llamaba la atención aquella extraña novela, y en momentos de duda volvía siempre a ella.
Al segundo verano, ya con su blanca piel tostada por el sol, su tío le regaló otra novela, del mismo autor, más gruesa, más compleja. En esta ocasión estaba completamente nueva, prístina. Dudó si era meritorio quitarle el empaque, pero su tío la instó. De nuevo, se sumergió de lleno en el mundo que se abría página tras página.
Inspirada en la novela, y comprando unas herramientas con su propio dinero, comenzó a pintar. A veces, podía hacer dos o tres pinturas por día. Otras, una por semana. Los dibujos comenzaron a volverse populares con los lugareños, o con los visitantes poco habituales de la temporada fuera de verano. Eran escenas no muy realistas del mar, mezcladas con imágenes que solo le pasaban a ella por la cabeza. No sabía que eran, pero sabía que existían y que debía volverlos realidad.
Cuándo ella cumplió dieciocho, su tío decidió que era hora que ella regresara a la gran ciudad. Encontraría mejor suerte que la que tenía en aquella casucha. Ella se negó pues ella era feliz allí. Su tío lo sabía mejor, sus capacidades eran especiales, era más talentosa que el resto del mundo, podría llegar muy lejos plasmando la magia que existía en su cerebro sobre el lienzo.
Así fue que regresó a casa de sus padres, aunque solo vivió con ellos por un par de meses. Luego, se fue a vivir sola, creando arte, con sus dos libros bajo el hombro. Un tipo que le compró uno de los cuadros le preguntó de dónde se originaba su creatividad y ella mencionó el libro aquel que había recibido de su tío. Fue una sorpresa para ella saber que no eran esos las únicas dos obras del maestro y que él ya había compuesto media docena de ellos, con historias muy variadas y complejas. En cuánto pudo, los compró sin dudar.
Como una avalancha, la fama de Sonya fue incrementando con rapidez. Quienes veían sus obras sentían que les hablaban, les decían un mensaje secreto, como si Franz Kafka se parara en la orilla del mar y gritara a los cuatro vientos las intenciones de sus obras.
Y un día, sin más ni más, recibió una invitación.
—Heme aquí, doce años después.
Yo estaba en silencio. Ya había escuchado esta historia antes. Recordé que había leído el perfil de ella como artista en una revista hace muchos años. Algunos de sus benefactores declaraban que sus obras se transformaban con el tiempo, que contenían crípticos, mensajes personales, o que habían cambiado su vida, normalmente para bien.
—Por dos reuniones seguidas he ganado el reto y me he salvado de la muerte, pero en tiempo me han ganado Eronel y Ruby, y ellos obtienen la gracia de tener una conversación con el maestro. Este año quiero ganar.
—¿Qué deseas?
Volvió a mirarme a los ojos. Sentí que me hundía en ellos.
—Quiero volverme un personaje en una de sus novelas.
Fruncí el ceño.
—¿Perdón?
—Si. Quiero dejar de ser humana y quiero convertirme en un personaje de una de sus novelas. Quiero volverme intemporal, tener mi vida predestinada, no tener que preocuparme más por las sutilezas del universo y los demás, seguir mi rol, en todas las leídas y releídas y a los ojos del mundo. Invariante, imperfecta pero perfecta a la vez, construida a la imagen y gusto del maestro.
Mi cabeza daba tumbos. No podía modular palabras.
—Pero, que… Eso solo sería en un libro. La Rose que respira, que tengo aquí al frente…
—Dejaría de existir.
—¿Deseas morir? ¿No el morir de este juego, pero el morir de verdad?
—Unas por otras. Al final, terminaría viviendo por siempre, en las páginas de una obra.
Me sostenía la frente con la mano. Esta chica estaba loca. Saqué coraje de dónde no tenía.
—Pues si es con esa intención, no pretendo ayudarte. Tu vida es tu vida, es valiosa, y si pretendes abandonarla con ganas de ser intemporal, un concepto tan vago y errado como ese, prefiero que abandones el juego, a perder un ser tan talentoso sobre la faz de la tierra.
Me golpeó en el brazo, un dolor tan tenue que era inexistente.
—Me conoces, ¿no cierto?
—Alguna vez leí sobre ti.
—Talento, todos valoran el talento por encima de todo. Tú, mi representante, mis benefactores. No saben el infierno que existe en mi cabeza, todos los días. El que dejo salir de a pocos en cada una de mis pinturas, como sale el vapor y el agua de un géiser.
—Y aún así, eres la única que puede traer a la realidad ese infierno al que tu llamas así. No en vano tantas personas quieren tus pinturas, si con ella les hablas directo a las fibras de cada uno de ellos, como si tocaras las cuerdas de sus instrumentos.
Se quedó en silencio. Se sentó de nuevo y respiró profundamente.
—Dame la foto.
Se la entregué. Su cara parecía vacía de emociones.
—Gracias por tu ayuda hasta ahora.
—¿Y sigues?
—No sé que más hacer. Ese ha sido mi objetivo por años y aún tengo la posibilidad de lograrlo. No te involucraré más, así que espero que no te metas conmigo.
Me giré y comencé a caminar hacia la derruida entrada al garaje.
—Haz lo que quieras.
Caminé de regreso al hotel, esta vez no desviándome del camino normal. Miles de pensamientos rodaban por mi cabeza. Honestamente, no entendía como una persona podría pensar ese tipo de cosas. Y bueno, al final, Rose no era un humano común. Si ella no quería volver a dibujar, pues simplemente no lo hacía, se retiraría y ya.
¿Por qué, teniéndolo todo, deseaba tirarlo todo al vacío? ¿Así de difícil era convivir con el mundo, con su cuerpo, con su mente?
—Sandeces.
Decidí tomar un desvío. Fui a la taberna, a pesar que era temprano en el día. La boca me sabía a una buena cerveza. Como era usual, estaba abierta, aunque vacía. El tendero se sorprendió de verme.
—Hey, ¿qué haces a esta hora? ¿No deberías estar haciendo la parte de gerente del hotel?
—Mi padre se está encargando por hoy, me dijo que yo necesitaba descansar.
—¿Ese viejo huraño? Ni te creo.
—Y aún así ocurrió. Dame una pinta de lager ámbar fría.
—Sale.
La taberna era un lugar cálido, a pesar de su mala reputación. En la pared, el dueño pegó cientos de cosas que no tenían cohesión ni lógica, banderas de países, cubiertas de discos de vinilo, publicidad de las revistas y fotos. Muchas fotos. El tendero me puso el vaso lleno de un liquido anaranjado y espumoso, frío y sudando goterones de agua.
—Salud.
Tomé un trago profundo que me apagó el fuego de las entrañas, el amargo sabor de la cerveza inundando mi boca. Suspiré. Debía regresar al hotel. Seguía mirando la ecléctica colección sin sentido que había en las paredes. En miles de incontables situaciones atrás las había ojeado, pero nunca les había puesto atención. Ahora, con la taberna vacía y bien iluminada, podía apreciarlos con detalle.
—¡Qué demonios!
—¿Y ahora qué?
—De veras… Jamás le había prestado atención, pero no entiendo el estilo de este rancho.
—Hey, hey, es un estilo internacional, único.
Me levanté con el vaso en la mano.
—¿Me vas a decir que estas pegatinas y chinchetas, recortes de revistas y pedazos de basura, tienen un estilo internacional?
—No son pedazos de basura.
Caminé hacia una pared y apunté a una en particular.
—Esto es un recorte de una caja de leche.
El tendero salió de su barra y se acercó hacia mi.
—Pero es una caja de leche muy importante, fue la primera vez en…
Mientras él discutía, mis ojos rodaron hacia algo en la pared que me dejó impactado. Caminé despacio hacia allá.
—Esto…
—¿Hey, me estás escuchando?
Era una foto. Era exactamente la misma foto que Rose me había entregado. Estaba parcialmente cubierta por un recorte de revista de una figura femenina sentada sobre una cajetilla de cigarrillos.
Acerqué mi cabeza a esta. Era sin duda la misma fotografía.
—Esto… ¿Esto de dónde salió?
El tipo se quedó pensando un rato.
—¿Podrías creerme que no lo recuerdo?
No quería quitarle la mirada en caso que se esfumara. Le puse el dedo encima.
—Recuerdas la historia de una caja de leche, ¿pero no de esta foto?
Él se quedó pasmado.
—No sé. No sé que hace eso allí. ¿De dónde salió esto?
La zafé con cuidado de la pared. Estaba sostenida por tres chinchetas. En tanto hice eso, algo cayó al suelo. Me agaché a recogerlo, inadvertidamente derramando un poco de mi cerveza en el suelo. Era una lámina de metal, un poco gruesa. Tenía presionada en su superficie, como en relieve, la forma de una estatua clásica de la antigua Grecia, aunque no recordaba su nombre. En la parte de abajo de la estatua, tenía lo que parecía la forma de la llave de un cerrojo.
—A… A… ¿Alguien más ha venido acá?
—Si, más temprano tres personas diferentes vistiendo un ropaje extraño vinieron preguntando por una foto, un poco parecida a esta.
—¿Y qué contestaste?
—Pues la verdad, no tengo ni idea.
—Cierra la taberna.
—¿Por?
—Cierra la taberna hasta la media noche.
—Tú crees que voy a perder la ganancia…
—Te pago la ganancia.
—Espero que estés dispuesto a pagar…
—Te la pago.
—¿Qué demonios te pasa?
—¿Sabes qué? Si vuelve a aparecer una persona con ese ropaje de esos preguntando, les vuelves a decir que no sabes nada, ¿entendido?
Asintió. Puse mi vaso sobre una mesa, metí mi mano en el bolsillo del pantalón, saqué un par de billetes, los deposité al lado del vaso y salí corriendo.
—Gracias por tu tiempo y perdón por el reguero y el agujero en la pared.
—¡Uy!
Tenía que regresar con Rose. Embutí la llave y la foto que estaba en la taberna en el bolsillo de mi pantalón y corrí hacia las ruinas. Como lo supuse, ella ya no estaba allí.
Regresé al hotel. Al entrar hice un bullicio con la campana de la puerta. Mi padre bostezaba sentado detrás del mostrador.
—Oh, hijo, ya era siendo hora que regresaras.
—¿Ha llegado Rose por acá?
—No, nadie ha salido o entrado. ¿Pero qué demonios ocurre?
Pasé derecho sin volverlo a mirar y entré en mi habitación. Él me siguió hasta el umbral.
—¿Qué te pasa? No te dije que no te involucres con…
—Nada, no me estoy involucrando con nadie.
Cerré la puerta de golpe y le puse el seguro. Mi padre golpeaba la puerta con fuerza.
—¡Ábreme! ¿Qué te tiene con esta actitud?
Quería explotar aunque no quería contestarle como se merecía. Aún tenía las cartas en mi mano y no era hora de abrirlas. No quería que supiera que ya sabía que estaba amañado con Misterioso.
Tomé el bolso de Rose y lo subí en la cama. Estaba arropado con aquellas cintas y aquel extraño seguro. Saqué la llave de mi pantalón y la metí en el cerrojo. No hubo resistencia. Al girarla el seguro se abrió en dos partes y las apretadas cintas se soltaron. Me guardé la llave de nuevo. Adentro, estaba la ropa de Rose, un par de conjuntos sencillos como ella, varias prendas de ropa interior, incluyendo una que no pude dejar de imaginármela con ella puesta, y un libro grueso con otro seguro en él, en esta ocasión una abertura grande y redonda. Las cubiertas del libro eran de metal todas, a exceptuar un par de detalles que parecían de cuero sintético. La bisagra y el brazo que lo cerraba con fuerza eran macizas, también de metal, con un dejo rústico y dorado.
Mi padre se había rendido ya a su golpeteo. Miré la hora. Era casi medio día. Solo había un huésped en el hotel, si mi padre era de fiar. Era Misterioso.
Seguí analizando la cerradura. No tenía dientes o las características hendiduras de una llave común. En cambio, en el perímetro de la hendidura, había una especie de espacios de un color plateado. Con la punta de un bolígrafo intenté presionar en aquellos espacios, pero no se movieron. ¿Qué era lo que cabía en este agujero?
Tomé el libro y lo metí bajo la cama. Iba a cambiarme al uniforme, cuando noté que algo faltaba. Salí con rapidez.
—¡Padre!
—¿Y ahora qué?
La voz emergía de la cocina. Corrí hacia allá.
—¿Y mi camisa, chaleco y pantalón?
—¿Para qué?
—Dije que iba a venir a ayudar en el almuerzo, y aquí estoy. Quiero cambiarme.
Me miró con dudas.
—Los puse a lavar. Ya deben estar en ciclo de secado.
Mi corazón se puso a mil. Dejé las monedas en el chaleco.
—¿Y lo que había en los bolsillos?
—¿Había algo en los bolsillos?
—De mi chaleco.
—Pues, la llave maestra la saqué y la tengo en mi pantalón. No encontré nada más.
Mi sangre comenzó a hervir. Me paré al frente de mi padre, quien estaba calentando un par de cosas en la estufa. Hablé golpeado.
—Habían otras cosas, en los bolsillos del frente del chaleco.
—No había nada más.
—¡No te hagas el loco!
Él también se comenzó a enojar, alardeando su fortaleza y ya casi a gritos.
—¡No había nada más!
Apreté mis dientes con fuerza y lo empujé para quitármelo de encima. Fui al cuarto de lavandería y abrí el secador. Allí estaba mi camisa, mi pantalón y el chaleco. Saqué el chaleco que estaba ardiendo y metí los dedos en los bolsillos. Efectivamente, no había nada. Metí la cabeza en el secador, el aire caliente golpeándome como una bofetada en mi cara. No había nada más danzando adentro, solo mis prendas.
Con mi chaleco en mano, regresé a mi padre, quien me miraba amenazante.
—¿¡Dónde demonios están las monedas!?
—¿Las que?
—En mi chaleco… En estos bolsillos… Habían tres monedas. Una de oro, una de plata y una de bronce.
—¡Ya te he dicho, no había…!
—¿Y crees que me lo creo? Habían tres monedas, el escritor me las regaló.
Se acercó a mi como para agarrarme de la camisa. Lo esquivé.
—¡No había…!
—¿Qué no había nada? ¿Me vas a robar?
Lo agarré del cuello de la camisa, como en un remedo de aquel repelo que me hizo más temprano. Lo apuntalé contra el hogar, que aún estaba encendido, mi puño izquierdo cerrado y listo para golpear.
—¿Dónde están?
—No sé de que hablas.
—Tres monedas, una de oro con un ramillete de flores, otra de plata con unos tallos de trigo y una tortuga en la de bronce. ¿Dónde están?
Comenzaba a temblar.
—Vas a causar un accidente.
—¿Dónde están?
—¡No sé!
—¿¡Que me digas… Dónde están!?
—Las tengo yo.
Me giré a ver a la persona que hablaba. Era Misterioso. En su mano, las tres monedas.
—¡Ya sabía yo que ustedes dos estaban en colusión!
—Bajé a ver de dónde salía esta algarabía, pero nunca me imaginé que tu hijo sería quien tenía la mejor mano.
Seguía agarrando a mi padre del cuello.
—¿Por qué la insistencia acerca de estos pedazos de metal? Si ni valor tienen.
—Si son valiosos para mi. Son un regalo del escritor.
—Así es, pero solo para verdaderos fanáticos del maestro, como nosotros, esto tiene algún valor. Para alguien que lo detesta, como tú, son meras baratijas, ¿no es cierto?
Me giré a ver a mi padre.
—¿Qué tanto le has contado?
Se quedó callado.
—¡Esperen a ver en cuanto los demás se enteren que ustedes dos estaban en concierto!
—¿Oh si? ¿Bajo qué pruebas?
—Yo los escuché hablando en su habitación.
—Son pruebas circunstanciales. Si algo, eres la única persona que lo puede probar, y nadie le creerá a un externo a la reunión.
—Pero…
—En cuanto a ti respecta, ¿es que tú no estabas en concierto con Sonya? Será divertido ver que opinan los demás cuando vean estas fotos.
Misterioso se saco el celular del bolsillo del pantalón bajo la túnica, lo encendió y me mostró la pantalla. En ella, una fotografía hecha con un lente telescópico dónde Rose y yo estábamos hablando a escondidas, en las ruinas de aquella casa.
—¿Cómo demonios?
—Estas son pruebas reales, estimado. Ahora por los demás… ¿Qué más da? ¡Qué siga el juego!
Solté a mi padre.
—Esas monedas son mías, fueron la propina que el escritor me dio antes de marcharse.
—Pues si eran tan valiosas… ¿Por qué las dejaste tiradas ahí?
Tenía un poco de razón.
—El maestro nunca hace nada sin objetivo. Estas monedas claramente tienen un motivo. ¿Quizá tú ya lo sabes y no me lo quieres decir?
La verdad, ya lo había descubierto. Las monedas reducirían el número de jugadores a máximo tres. Sin embargo, no podía decir nada, ni demostrar que lo sabía. Solo entendía que tenía que recuperarlas.
—Yo… He empezado a gustar de los libros del escritor.
Mi padre suspiró.
—¿Oh? ¿Es eso verdad?
—Si. Una vez pude conocerle, me dio curiosidad y no he podido parar de leer sus obras.
—¿Qué has leído?
Escarbé mi cabeza. No recordaba ninguno de los títulos.
—Varias de sus novelas cortas. Tres de las que están en la biblioteca. Usted ayer tenía en sus manos una de ellas.
—Oh… Dime el título. O dime el argumento de uno de ellos.
Intenté hacer memoria. Tantas veces había ordenado esos libros, incluso solo esta madrugada después de la trifulca tuve que volver a ponerlos allí.
—La verdad…
Di un par de pasos al frente.
La campana de la puerta sonó, y con ella me salté un latido de mi corazón.
—Gerente…
El vozarrón de Eronel retumbó por toda la casa. Mi padre apagó calmadamente el fogón y salió de la cocina.
—¿Si? ¿Qué pasa, Eronel?
—Necesito mi equipaje, ya.
—Por supuesto, ¿lo subo a la habitación?
—Por favor.
—Adelante, ya se lo llevo.
Ni Misterioso ni yo pronunciamos una palabra, casi que aguantando la respiración. Estábamos en tablas. En tanto escuché que mi padre entró a mi habitación y Eronel subía las escaleras, me abalancé hacia el larguirucho, quien por instinto soltó las monedas, que se desperdigaron por el suelo sonando como campanillas. Al lanzarme hacia él lo empujé con fuerza contra un mesón de metal, con el que se golpeó la cabeza.
—Ahora quien tiene la mano, ¿eh?
Presioné mi brazo contra su cuello, la herida de la cabeza sangrando levemente. Él intentaba agarrarme con sus flacas manos, pero no lo lograba. Era como si intentara agarrar el aire. Después de un par de segundos, su cara se tornó roja, y luego morada. Sus movimientos eran lentos, erráticos. No lo quería matar, así que era hora de soltarlo.
Di un salto hacia atrás y comencé a recoger las monedas. Una de ellas estaba en un lugar inaccesible, debajo de una nevera empotrada, así que recogí solo dos de ellas, la plateada y la bronce. El flaco comenzó a toser mientras recuperaba su respiración, agarrándose el cuello y la cabeza. Salí de la cocina con rapidez. Mi padre estaba subiendo las escaleras ya, así que me metí en la habitación, tomé el libro de debajo de la cama y corrí fuera del hotel.
—¡No lo dejen escapar! ¡Agárrenlo!
La voz de Misterioso irrumpía por todo el recinto, como el alarido de un animal a punto de sucumbir ante su muerte. Yo corría y corría sin un destino fijo. Llevaba bien aferrado en mi mano el libro, las otras dos monedas en mi otra, corriendo por los pasadizos de mi pueblo, esquivando botes de basura, cajas y tendederos de ropa.
Detrás mío, escuchaba también pasos acelerados, como si alguien galopara persiguiéndome. En varias de las esquinas me giraba para mirar hacia atrás, diferentes tipos en la persecutoria. Eran los secuaces de Misterioso. Tenía que quitármelos de encima. Me dirigí hacia la estación de policía. En el pueblo me conocían y no creo que dudarían de mi, aunque a menudo me tenían que sacar borracho de la taberna. En tanto llegué, grite.
—¡Teniente, teniente!
Del cuartillo de atrás, un tipo emergió, sosteniendo un radio con la mano. No era nuestro conocido teniente de policía. Era un desconocido.
—Se encuentra huyendo con destino al norte por la calle tercera. Repito.
En tanto me vio, el policía salió detrás mío, tirando el radio al suelo.
—¡Mierda!
Salí despavorido del cuartel. La multitud de personas que me perseguían contaban ya diez o doce. ¿Cómo era posible que Misterioso hubiese comprado tanta gente? Ninguno de ellos era un habitante de mi pueblo. Habían sido plantados por él, con el objetivo de ganar como fuera la competencia. ¿Qué demonios era lo que él deseaba, si era que se podía cumplir de alguna manera, para que terminara usando tantos recursos?
Seguí corriendo en dirección a mi casa, sacando mis llaves del bolsillo. Sabía que mi motocicleta estaba en el garaje. Una vez llegué, abrí la puerta de la casa como pude y la tiré. Mi abuelo estaba en la sala. Saltó cuando escuchó mi bullicio.
—¿Qué demonios?
—No ahora abuelo. Después te cuento.
Seguí hacia el garaje. Desde la sala mi abuelo me hablaba.
—¿Y ahora en qué te has metido?
—Ese estúpido juego del hotel, hay unos tipos siguiéndome.
Los tipos comenzaron a golpear la puerta y las ventanas con mucha fuerza, casi reventándolas.
—Dios mío, ¿qué está pasando?
Mi moto era un modelo sencillo, de baja cilindrada. Parecía más una bicicleta con motor que otra cosa. Metí las monedas en el bolsillo de mi pantalón, puse el libro en el sillín, me monté encima de él, metí la llave en la ignición y la encendí.
—Uno de los tipos, Misterioso, está asociado con mi papá para ganar el juego. Además contrató toda esta gente.
—¿Y tú que tienes que ver?
—El maestro me encargó una pieza importante del juego y Misterioso se enteró. Quiere sacar a los demás del juego.
Mentí un poco. No podía decir que yo estaba asociándome con Rose, de alguna forma, sin su consentimiento.
—Dios santo, esto nunca había pasado. ¿Tu papá asociado con un jugador?
—¿Quién sabe? De pronto hubo dinero de medio, no sé.
Aceleré la moto, haciendo un ruido espantoso.
—Abue… Cierra todas las puertas con seguro, incluso la del garaje.
—¿Qué vas a hacer?
—Después te cuento.
Mi abuelo cerró la puerta interna con seguro. Abrí el garaje con el interruptor de mi llave. La puerta hidráulica se abrió con una inusual rapidez, posiblemente por los tipos que la empujaban. Ellos comenzaron a correr hacia mí, pero yo ya estaba listo. Aceleré al máximo y, casi atropellando a dos de ellos, me escabullí. Fui directo hacia el sur del pueblo, dónde sabía yo que podría refugiarme con facilidad. Nadie me pudo seguir.
Una vez llegué a un puente, me salí de la carretera y parqueé mi moto en la ribera del río justo a la sombra del puente. Me bajé de ella, miré el libro y saqué las monedas de mi bolsillo. Estas cabían precisas en el espacio. Era obvio que eran la llave para abrir el seguro. ¿Sin embargo, qué diferencia habría entre una y otra?
Decidí meter la moneda de bronce. Algo que sonó como a una chispa eléctrica surgió de la ranura, además de un horrible olor a plástico quemado y un poco de un humo oscuro. Sin embargo, el brazo de metal que tenía el pestillo se soltó por completo con un ligero crujido de la bisagra. Era ya imposible sacar la moneda, se habían incrustado allí, fija por el mecanismo de abertura.
El libro en realidad era como uno de esos tomos falsos usados para almacenamiento. Una vez se abrió, en el compartimiento había un reloj, de aquellos que se guardaban en el bolsillo del pantalón, cuando aun existían pantalones que tenían el bolsillo para el reloj. El reloj estaba detenido, sin cuerda, a las nueve y veintidós con cero segundos exactamente. Me lo metí en el bolsillo del frente del pantalón, junto con la sobrante moneda de plata. No sabía como funcionaba el famoso juego, así que no sabía si todos estos artefactos eran importantes.
Ahora, ¿dónde estaría Rose? Al fin, yo estaba haciendo esto por ella.
Mi teléfono sonó. Era mi abuelo.
—Abue, ¿qué paso?
—Esa manada de locos se fueron detrás tuyo.
—Por lo menos.
—¿Dónde estás?
—Todavía estoy en la ciudad.
—Entiendo.
—Así que tu padre se alió con uno de los participantes.
—Si.
—Te creo. Bueno, será necesario que alguien le hale las orejas.
—Abue, cuidado, el tipo con el que se alió es…
—¿Ese flaco? Jajaja, ya verán.
Tuve una idea.
—Abue, necesito un favor antes que cuelgues.
—¿Qué?
—Necesito que involucres a Eronel en esta situación.
—¿Por?
—Él se ve que es el más recto de todos.
—En eso si tienes la razón.
—Si mal no estoy, él está en su habitación.
—Bueno.
—Nos vemos después.
Eran las tres de la tarde ya. Seguía pensando dónde demonios se había metido la chica. Una idea llegó a mi cabeza. Seguramente Rose no se hubiera regresado a… No, era imposible. Ella era una persona con formas de pensar que se salen de la normal, pero no me lo imaginaba. Solté una carcajada de lo estúpido de mi sugerencia.
Puse el libro en la silla, me senté en él de nuevo, encendí mi transporte y me fui directo a la librería. Una vez allí, entré corriendo, libro en mano. El dueño se veía estupefacto, enojado casi. Saltó de su mostrador y se paró al frente mío.
—He intentado hablar con tu novia para que se vaya. ¡Pero no me habla!
Me sonreí.
—Ah, no es mi novia.
—Lo que sea que sea, dile que si va a comprar algo bien, y si no, que se vaya. Ya tiene una montaña de libros acumulados al pie. Me demoraré horas ordenándolos.
—Está bien, tranquilo.
Me dirigí al mismo lugar donde la encontré antes. Allí estaba ella empecinada en encontrar el lugar de la foto dentro de los libros. Tenía unos cien tomos apilados a sus pies. Aún tenía puesto mi abrigo.
—¿No que había que buscar un lugar más seguro?
Se giró a verme. Su cara no mostraba ninguna reacción. Luego, se regresó al libro que tenía en su regazo.
—¿Sigues buscando esto?
Le puse la foto que había sacado de la taberna encima del libro, justo al lado de la que ella intentaba buscar. No se movió.
—Es decir, sigues buscando esto.
Le deposité la llave en forma de estatuilla encima de la foto.
—Eso significa que buscas esto que estaba en tu equipaje. Ahora, espero me disculpes. Vi tu ropa interior. Solo la vi, no la toqué.
Descargué la cajilla de almacenamiento en forma de libro encima del tomo que tenía en sus piernas, encima de todo.
—Y eso significa que aun buscas esto.
Saqué el reloj de mi bolsillo y lo pude encima de la cajilla. Apenas había notado que en en la cara del reloj había un relieve en la forma del carnero. Ella observaba todo lo que le había puesto encima sin modular palabras.
—Misterioso mandó a todos sus secuaces a perseguirme. Probablemente nos estén buscando aún en la ciudad. Ningún lugar es seguro ya.
Tomó todas las cosas y las metió en la cajilla, poniéndolo encima de una de las montañas de libros. Cerró el que tenía en su regazo y lo puso a un lado. Se levantó despacio. Se dirigió a mi y me abrazó, poniendo su cabeza a un lado de la mía.
—Te perdono por olfatear mi ropa interior.
—No la olfateé, solo la vi. ¿Era eso lo que te preocupaba?
—En realidad no. Gracias. Muchas gracias.
Le correspondí el abrazo. Su cabello olía como a limoncillo. Su cuerpo era verdaderamente delgado. Era difícil conocer sus dimensiones pues ella siempre vestía ropa amplia. Le pasé la mano por la espalda. Estuvimos unos segundos así, hasta que nos separamos.
—Iré al hotel.
Me asusté.
—No, no, ¿cómo vas a ir al hotel? Allá queda la boca del lobo.
—Precisamente. Misterioso no puede quedar impune.
Me mandé la mano a la frente. No sé que pasaba por su cabeza.
—Te acompaño.
—Está bien.
Ella tomó la cajilla y salimos juntos de la librería. El dueño salió disparado, como si fuera a darnos golpes. Mientras me subía a la moto, le hablé.
—Perdón por el desorden. No volverá a ocurrir.
—¡Más les vale! ¡Santo Cristo!
Ella se subió detrás mío, aferrándose en un abrazo fuerte de mi tronco. Prendí la motocicleta y me dirigí sin espera hacia el hotel.
Allí, no podía creer lo que estaba viendo. Una ambulancia estaba aparcada al frente y la puerta estaba abierta de par en par. Una vez adentro, vimos que Eronel estaba de pie en la recepción, mi abuelo del otro lado. Mi padre estaba en el suelo, al igual que Misterioso, tirados como un par de planchas. Mi padre tenía un par de moretones en la cara, Misterioso estaba tirado boca abajo. Rose entró primero, libro falso en mano. Pregunté con una voz un poco dubitativa.
—¿Qué pasó acá?
Eronel me contestó, con una gravedad que hizo retumbar el suelo.
—Era necesario aplicar un par de correctivos.
—Pero, pero… ¿De aquí a dar golpes?
Mi abuelo contestó.
—De tu padre me encargué yo.
—Gerente… ¿Es verdad lo que nos han dicho?
Sentía la gravedad de sus palabras.
—¿Respecto de?
—¿Qué Misterioso y tu padre estaban aliados?
—Si.
—¿Y que tú y Rose están aliados también?
Dudé un momento en responder. En tanto iba a hablar, Rose se adelantó.
—Fue mi culpa. Lo obligué a hacer cosas en contra de su moral.
Me giré a verla. Ella estaba mintiendo.
—No, en absoluto. Es completamente mi culp…
Ella me encerró en un fuerte abrazo. Una vez nos separamos, ella se giró a ver a Eronel. Estaba notablemente roja. Mis piernas estaban temblando un poco. Me apoyé contra el mostrador para evitar que se notara mucho. Mi abuelo fruncía el ceño, como si fuera a darme golpes también.
—Y esa es la prueba. Él no tiene la culpa. Yo lo obligué, lo seduje a hacer las cosas.
Eronel estaba visiblemente enojado. Tenía ambos puños bien cerrados.
—Misterioso, Rose. Declaro que han muerto. Han roto las reglas de la Cumbre Animal.
Rose asintió. Ni Misterioso ni mi padre aún se movían. Bajando las escaleras, dos tipos, uno de ellos el que vi más temprano esa mañana hablando con mi padre, bajaban con Ruby en una camilla y se dirigieron fuera de la recepción. No cruzamos las miradas.
—Solo hay un problema, Eronel.
—¿Cuál?
Rose abrió el tomo que llevaba cargando. Allí estaban todas las pistas que había recabado.
—He ganado. Tengo el reloj.
—¿Y cómo es eso posible?
Se giró a verme. Sentí que me iba a morir.
—¿Tú?
Asentí. Él suspiró profundamente, golpeando sus pies contra el suelo, como un bisonte que se prepara para atacar.
—Tendremos que esperar hasta la media noche que todos los aún vivos estén acá.
—No esperaré. Ya tengo el reloj.
—Esperarás, Rose. Irás a tu habitación y te quedarás allá hasta la media noche.
—No tengo habitación. Misterioso se robó mi llave.
Escuchaba como se tensaba el puño en la mano del hombre. Era como escuchar a alguien sentarse en un sillón de cuero. Me asusté un poco.
—Misterioso, ¿tienes la llave?
No contestaba. Se acercó a él y se arrodilló junto a su cabeza.
—Te pregunté… ¿Tienes la llave de Rose?
Aún no se inmutaba. Parecía completamente inconsciente. Solo podía notar que aún respiraba.
—Gerente mayor.
—¿Señor Eronel?
—¿Hay algún lugar donde la señorita Rose pueda pasar un tiempo hasta que sean las doce de la noche?
—La única es la habitación del cuidador del hotel.
—Es decir la habitación del gerente menor.
—Si.
—En dónde están las maletas de los demás participantes.
—Si.
—Saquemos los equipajes, los ponemos en la recepción y encerremos a Rose allí. Tiene baño ese cuarto, ¿no cierto?
Contesté por mi abuelo.
—Si.
—Servirá. Saca los equipajes, gerente menor.
—Está bien.
Así hice. Los apilé todos menos el de Rose en la recepción. Mi abuelo se había sentado al lado de la biblioteca para esperar. Una vez terminé me dirigí a Eronel.
—Ya los moví todos. Es mejor que me vaya para no interrumpir más el juego.
—Está bien. Rose, entra a la habitación. Te vigilaré.
Caminé hacia ella. Me acerqué a su oído para susurrar.
—Espero que entre todos decidan que ganaste.
—No creo. Todos solo están interesados en ellos mismos ganar.
Asentí. Era claro que hasta el más serio de todos, Eronel, estaba en oposición de que Rose ganara, a pesar que ella en realidad no cometió ninguna infracción. Fui yo quien arruiné el juego. La abracé.
—Lo siento.
—No te preocupes. Algún día se cumplirá mi sueño.
—Si aun estás mañana en el hotel… ¿Quieres que vamos a comer algo?
—Si aun estoy mañana en el hotel… Me encantaría.
Me separé de ella.
—Cuídate.
—Y tú también.
Fui hacia Eronel. Me metí la mano en el pantalón. Era el último artefacto que me quedaba. Le extendí la mano y me la apretó suavemente, a modo de saludo.
—Fue un placer. De nuevo, lo siento por todo.
—El placer es mío. Estas cosas pasan de vez en cuando. Espero que la próxima vez nada de esto ocurra.
Sintió la moneda en mi mano.
—Necesitarás esto.
Sus ojos se salieron de sus órbitas.
—Santo… ¿Con qué tu…?
—Adiós.
Comencé a caminar hacia afuera.
Llegué a casa un momento después. Guardé la motocicleta en el garaje, me dirigí a mi habitación y me tumbé en la cama. Recordé el beso de Rose. Recordé su traviesa lengua. Recordé su sonrisa en cuanto hablaba con emoción y su delgado cuerpo debajo de la túnica aquella. Como si no hubiera descansado en dias, dormí profundamente.
A las doce de la media noche, mi teléfono comenzó a sonar. Era mi abuelo.
—Abue, ¿pasa algo?
—Dios mío… ¿Estás con Rose? ¿Has sabido algo de ella?
—No, en absoluto. Simplemente me dormí, estoy en la casa, en mi cama. ¿Pasó algo malo? ¿Está mi papá bien?
—Si, él está en la clínica. Digo, ella desapareció. No sabemos cómo ni cuándo, pero desapareció de tu habitación.
Me levanté con brusquedad.
—Eronel estuvo vigilando la puerta de tu cuarto sin moverse. Solo dos de los demás concursantes regresaron al hotel, con la pista para la siguiente parte.
—Uf, no me lo esperaba.
—En tanto se iban a reunir, Eronel abrió la puerta y no había nadie allí. Su equipaje no estaba.
Lo que mi abuelo me comentaba era físicamente imposible. Mi habitación no tenía otra salida más que la puerta. La pequeña ventana que daba a la calle era muy pequeña, un cuerpo adulto no cabría por allí. Quien se dignara a escapar por la ventana se arriesga a quedar atascado.
—No estaba Rose, ni su equipaje.
—Eso es imposible.
—¡Y aun así ocurrió!
—Es como si se hubiera desaparecido en el aire.
Me volví a tirar contra la cama.
—Así como el primer día que la vi.
—¿A que te refieres?
—Hasta mañana abuelo. No sé dónde está ella o a dónde se marchó. Solo sé que estoy dormido, en mi habitación, en la casa. Saludos a todos.
Le colgué. No tenía motivos para estar feliz, pero lo estaba. Algo me decía que debía estar rebosante de felicidad. Volví a dormir.
Allí estaba, sentado en el incómodo banco de la recepción del hotel que era mi única fuente de ingreso, casi tres años después de la locura que había ocurrido allí. Era agosto, y pintaba que el verano iba a ser tremendamente caluroso. Quería irme, pero no sabía para dónde.
Mi abuelo me explicó. A las doce, cuando todos convinieron, y que Rose había desaparecido, se dio lectura a la siguiente pista. El siguiente objetivo era obtener la llave redonda para el famoso libro. Eronel ganó sin titubear, pus al fin de cuentas le regalé la segunda moneda. Los dos demás que habían encontrado la llave en forma de estatuilla murieron porque nadie pudo encontrar la tercera moneda. Eronel abrió la cajilla y sustrajo el reloj. La siguiente instrucción era esperar hasta la hora designada para abrir la puerta numero treinta y cuatro. Más allá de eso, mi abuelo no me habló más.
Lo único real era que Eronel fue el único ganador oficial de la cumbre animal. Los demás salieron del juego. No se supo nada acerca del paradero de Rose. Nadie volvió a verle, y sus obras comenzaron a cotizar muy alto, pues se asumía que ella había fallecido.
Después de todo ello, comencé a aprovechar mi tiempo muerto entre contestar el teléfono y atender a los pocos huéspedes que se aparecían, para escribir cortas historias que publicaba en revistas, compilaciones de novelas o por internet. Una de ellas fue bastante popular, a tal nivel que el dueño del periódico de la provincia me pagó para que fuera una historia exclusiva de su publicación, además de otras seis historias más.
Además, empecé a leer los libros del maestro. Al principio no tenía ni idea de que estaba leyendo. Eran libros metafóricos, hasta metafísicos. Trascendían las barreras idiomáticas y obligaban a imaginar, a pensar, a dilucidar, a entender, a asumir. Algunos eran muy confusos y en otros no sabía si todo eran sueños, o si algo de realidad había. Me enganché.
El maestro sacó una nueva obra. Era un libro más bien delgado. Era la historia del cuidador de un motel, algo bastante personal e íntimo, con detalles que se salían de la cotidianidad. Literalmente narraba una historia sospechosamente parecida a la mía, en la que una chica, sospechosamente parecida a Rose, se hospeda en el motel, y se lleva al cuidador en una aventura extraña, recorriendo recovecos desconocidos del lugar, hasta terminar en un paraíso dónde ellos terminan habitando, olvidándose del mundo real, el de afuera. Parecía que se había cumplido su sueño, simplemente se había convertido en un personaje de un cuento del maestro.
—Hijo, necesito un favor.
—Ya voy.
Mi padre me llamaba desde la cocina. Después del fiasco de haberse aliado con Misterioso, mi padre cambió de actitud. Era más tranquilo, más sosegado, menos violento. Juró que jamas habría de cometer el error de interferir con el juego. Una vez llegué, lo vi acurrucado contra una de las neveras.
—¿Y qué pasó?
—Necesito que me ayudes a mover este armatoste.
—Eso no se va a mover.
—Está fallando. Hoy en todo el día no ha enfriado.
—Pues nos va a tocar llamar que vengan a repararla.
—No, no… Ya compré una nueva y necesito el espacio.
Suspiré.
—Está bien.
Entre los dos, halamos y halamos para mover la nevera aquella. Una vez la sacamos de su espacio lo suficiente, era ya cuestión de empujar. Después de forcejear casi una hora, pudimos sustraer el viejo refrigerador.
—Necesitaré tomar un baño.
—Y yo también.
En el suelo, entre motas de polvo, grasa y algunos restos de comida, algo brillaba. Era innatural, casi intangible. Me arrodillé a tomarlo. Era la moneda dorada, con el hermoso tallado de un ramillete de flores. Había olvidado que esto existía. Me lo guardé en el bolsillo.
—¿Encontraste algo?
—Un recuerdo. Un recuerdo muy privado.
Me sonreí. Él hizo como quien le entra algo por un oído y le sale por el otro.
—Buenas tardes, ¿hay alguien?
—Si, un segundo.
Me dirigí con calma a la recepción. Una mujer, delgada, con ropa holgada, un sombrero como de paja, unas gafas oscuras y gruesas, y labios prominentes adornaba con su presencia la recepción. Se giró hacia mi. Yo caminaba como si hubiera visto un fantasma.
—¿Rose?
—No, soy Sonya. Tengo una entrega inmediata.
Extendió su mano, y en ella un sobre rojo con un motivo dorado de un carnero perfectamente demarcado en el papel, bien asido entre sus dedos. Me llenó la nostalgia. Lo tomé y lo abrí. No entendía lo que había adentro.
—¿Y esto? ¿Es tuyo?
—No. Esto llegó a mi casillero.
Era un par de pasajes para Saint-Tropez, desde el aeropuerto más cercano a mi ciudad. Un pasaje estaba a mi nombre. El otro, a nombre de Sonya. Había una pequeña nota. La leí en voz alta.
Estimada Rose y querido gerente.
Felicidades por ganar la Cumbre Animal de este año. Este es un pequeño regalo. Digamos que se te cumplió tu deseo. Pero no es gratis. En la próxima vez que nos veamos, quiero todo el lujo de detalles posibles. Con cariño.
Ella parecía anonadada.
—¿Detalles?
—Es un chiste entre el maestro y yo.
Suspiró.
—Y entonces, ¿nos vamos?
Con decisión, me abrazó y sin dar espera, me besó, agarrándome de la camiseta, entrelazando su lengua con la mía. El beso duró un par de minutos. Sus labios eran maravillosos, suaves, calurosos. Su lengua era tersa y dulce. Ella parecía particularmente empecinada en mover su lengua. Debo admitir que me excité un poco. Aquí estaba en la recepción de mi hotel, besando a aquella mujer que había ansiado por varios años.
—¡Quizás!
—¡Quizás!